[Post publicado originalmente en 2021. Reeditado en 2023]
«En este capítulo, analizaremos la deriva experimentada en la Unión Soviética respecto a la evaluación de figuras históricas. Como verá el lector, a lo largo de los años 20 y principios de los años 30, la tendencia principal fue promocionar a figuras revolucionarias, ya fuesen liberales o bolcheviques. Se trató de ensalzar a héroes de diferentes nacionalidades, que hubiesen luchado por la liberación de sus pueblos o que ayudaron a construir el socialismo. Sin embargo, la situación cambiaría radicalmente. Como veremos, en la URSS, en un breve periodo de tiempo, se pasó de reivindicar a figuras progresistas a ensalzar a nobles medievales y sus cuestionables campañas. Esto, a su vez, logró únicamente la aparición y el auge del nacionalismo ruso y el desdén a la hora de tratar la historia del resto de nacionalidades no rusas.
Como no podría ser de otro modo, la implementación de esta clase de políticas no podía por menos que minar una de las bases más importantes del socialismo −el internacionalismo proletario− y enemistar a pueblos hasta entonces hermanados. A la postre, estos conatos nacionalistas darían pie al chovinismo gran ruso sin complejos −es decir, el que reivindica la primacía de la población de los territorios originariamente rusos y su papel histórico− que, tras la restauración del capitalismo, se proclamaría como amo y señor de las repúblicas que conformaban el Estado soviético.
Por ello a lo largo de estas líneas iremos desmontando estas tendencias y demostrando su nula identificación con un proyecto genuinamente revolucionario.
El hecho objetivo de que esta política sobre cuestión nacional fuese variando en la URSS en los próximos años, no excluye, sino que obliga a que deba estudiarse estos periodos iniciales para entender la catástrofe que sobrevino.
A inicios de la década de los años 30, el gobierno intervino para paliar lo que a su parecer constituía una serie de deficiencias que anidaban en el campo histórico de las instituciones soviéticas:
«El grupo de Vanaga no ha cumplido su cometido y ni siquiera lo ha entendido. Ha realizado una sinopsis de la historia rusa, no de la historia de la URSS, es decir, la historia de Rusia, pero sin la historia de los pueblos que entraron a formar parte de la URSS −nada se dice de la historia de Ucrania, Bielorrusia, Finlandia y otros pueblos bálticos, los pueblos del norte del Cáucaso y Transcaucásicos, de los pueblos de Asia Central, los pueblos del Lejano Oriente, así como el Volga y las regiones del norte: tártaros, bashkirs, mordovianos, chuvasios, etcétera−. La sinopsis, no enfatiza el papel anexionista-colonial del zarismo ruso, junto con la burguesía y los terratenientes rusos −«el zarismo es la prisión de los pueblos»−. La sinopsis no enfatiza el papel contrarrevolucionario del zarismo ruso en la política exterior desde la época de Catalina II hasta los años 50 del siglo XIX y más allá −«el zarismo como un gendarme internacional»−. En la sinopsis no figura la fundación y orígenes de los movimientos de liberación nacional de los pueblos de Rusia, oprimidos por el zarismo, y, por tanto, la Revolución de Octubre, en cuanto fue la revolución que liberó a estos pueblos del yugo nacional. (…) La sinopsis abunda en banalidades y clichés como el «terrorismo policial de Nicolás II», la «insurrección de Razin», la «insurrección de Pugachov», la «ofensiva contrarrevolucionaria de los terratenientes en la década de 1870», los «primeros pasos del zarismo y de la burguesía en la lucha contra la revolución de 1905-1907», etc. Los autores de la sinopsis copian ciegamente las banalidades y las definiciones anticientíficas de los historiadores burgueses, olvidando que tienen que enseñar a nuestra juventud las concepciones marxistas científicamente fundamentadas. (…) La sinopsis no refleja la influencia de los movimientos burgueses y socialistas de Europa Occidental en la formación del movimiento revolucionario burgués y el movimiento socialista proletario en Rusia. Los autores de la sinopsis parecen haber olvidado que los revolucionarios rusos se reconocían como los discípulos y seguidores de las figuras destacadas del pensamiento burgués revolucionario y marxista de Occidente. (…) Necesitamos un libro de texto sobre la historia de la URSS, donde la historia de la Gran Rusia no se separe de la historia de otros pueblos de la URSS, esto en primer lugar, y donde la historia de los pueblos de la URSS no se separe de la historia europea y mundial en general». (Notas sobre la sinopsis del Manual de historia de la URSS; I. V. Stalin, A. A. Zhdánov, S. M. Kírov, 8 de agosto de 1934)
Sin embargo, en 1937 hubo un cambio, e inexplicablemente se pasó al extremo contrario, ahora se pasó a revisar la historia con una profunda condescendencia hacia las aventuras del zarismo:
«Los autores no ven ningún papel positivo en las acciones de Bogdán Jmelnitski en el siglo XVII, en su lucha contra la ocupación de Ucrania por parte de los señores de Polonia y la Turquía del Sultán. El hecho de la transición de Georgia, digamos, a finales del siglo XVIII al protectorado de Rusia, así como el hecho de la transición de Ucrania al dominio ruso, son vistos por los autores como un mal absoluto, sin ninguna conexión con las condiciones históricas específicas de la época. Los autores no ven que Georgia tenía entonces la alternativa de ser engullida por la Persia del Sha y la Turquía del Sultán o convertirse en un protectorado ruso, al igual que Ucrania tenía la alternativa de ser engullida por el dominio de los señores de Polonia y la Turquía del Sultán, o caer bajo el dominio ruso. No ven que la segunda perspectiva era, sin embargo, el mal menor». (Enseñanza de la historia. Resolución del jurado de la comisión gubernamental para el concurso del mejor libro de texto para los grados 3 y 4 de la Historia de la URSS, 1937)
Es decir, para esta comisión del gobierno, el levantamiento de 1668 del cosaco Jmelnitski era algo a celebrar porque fue contra el dominio de la Mancomunidad de Polonia-Lituania, pero, al mismo tiempo, la absorción de ucranianos y georgianos por Rusia en los siglos XVIII y XIX fue una «buena noticia» para los pobladores… ¿¡es que no tenían más opción que elegir por cuál de los lobos querían ser despiezados!? Lo cierto es que las Guerras del Cáucaso (1817-1864), indicaron lo contrario: hubo una feroz resistencia georgiana, armenia y azerí al nuevo mandato ruso, esos pueblos no deseaban ser absorbidos. Por ende, no se puede aceptar una respuesta simplista tal como que «ser anexado por el Imperio ruso fue el mal menor», porque eso implica borrar de un plumazo la historia de resistencia de aquellos pueblos.
No nos detendremos demasiado con la teoría del «mal menor», ya que más adelante volverá a salir. Aun así, entiéndase que todos los pasos en falso que se darían en materia histórico-nacional se apoyaban en esta idea. En cualquier caso, entre mediados de los años 30 y principios de los años 40, gracias a la «válvula de oxígeno» dada por el gobierno soviético, encontramos a un nacionalismo ruso «revivido» que utilizó esta fórmula del «mal menor» para camuflar una nueva rusificación sobre el resto de pueblos de la URSS. En realidad, no es difícil seguir la pista de esta tendencia supremacista, ya que quedó reflejada en las violentas discusiones que hubo en campos como la historia, la lingüística o la filosofía, en donde se quiso resaltar una y otra vez la «enorme transcendencia de Rusia en el mundo». Muchos autores de estas disciplinas celebrarían abiertamente la «fortuna» y el «progreso» alcanzado en estos pueblos al haber sido anexionados en su momento por el zarismo.
Esto nos lleva a la siguiente cuestión que deseábamos abordar: los nacionalistas pintados de «rojo», como el Sr. Santiago Armesilla o el Sr. Roberto Vaquero, que intentan acreditar su filia por personajes pasados, como el Cid o Jaime el Conquistador, que nada tienen que ver con las aspiraciones del pueblo trabajador y sus mejores tradiciones revolucionarias. Estos, haciéndose eco de los fallos y posiciones falsas de otros comunistas, los cuales, en algún momento de su vida, incurrieron en desviaciones nacionalistas, intentan justificar lo injustificable, ¡pero ellos son los que juran a todas horas que, a diferencia del resto, no se mueven por otros intereses que no sean la verdad objetiva! ¡Que tanto la crítica hacia sus ídolos como la autocrítica hacia sí mismos está presente en las sectas que lideran! ¿Cómo no íbamos a creer las soflamas de tan «honestos» muchachos? Véase el capítulo: «¿Qué pretenden los nacionalistas al reivindicar o manipular ciertos personajes históricos?» (2021).
Por ejemplo, este tipo de autores intentan fundamentar su enfermiza admiración por los explotadores nacionales aludiendo a que la propaganda soviética de finales de los años 30 empleó como protagonistas a diversos reyes y nobles. En la URSS, encontramos como regla de esta tendencia a Alejandro Nevski, príncipe de Nóvgorod, que expulsó a los teutones en 1242. Este «renovado interés» quedó plasmado en la película homónima de Serguéi Eisenstein de 1938. Lo mismo cabe decir sobre su película Iván el Terrible, de 1947. Aunque, casualmente:
«Durante casi 30 años de existencia del cine soviético, nunca se volvió hacia la personalidad de Iván el Terrible». (Fédor Razzakov; La muerte del cine soviético. Intriga y controversia. 1918-1972, 2019)
Pero entonces, ¿qué interés podría tener en 1938 la URSS para recuperar este tipo de episodios históricos? Algunos dirán, por ejemplo, que los soviéticos pretendían: «Tomar el ejemplo de una lucha de liberación nacional». ¡Perfecto! Aunque un poco lejana en el tiempo. ¿No sería mejor sacar a la palestra algo más cercano temporalmente y más correcto ideológicamente, en aras de reforzar el internacionalismo proletario? Por ejemplo, rescatar las luchas de liberación nacional de los pueblos asiáticos de los siglos XIX y XX contra las diferentes potencias europeas, incluyendo el Zarato ruso. El problema, viene cuando criticar los expolios y atrocidades de la potencia a la que se pertenece se vuelve un tabú, algo semejante a lo que ocurre hoy en día en Europa al hablar de la Guerra de Cuba (1895-98) o de la Guerra de Argelia (1954-63), que supone que algunos frunzan el ceño. Puesto que a los imperialistas españoles y franceses esto simplemente les disgusta, ¡ellos prefieren hablar y enorgullecerse de las victorias en las guerras de conquista! No pasa nada. ¡Cada uno elige a sus referentes!
Lo más parecido a una excusa que alguien podría emitir para maquillar esta desviación nacionalista en la URSS, sería alegar que la dirección pretendía instigar entre los rusos un sentimiento de «orgullo» y «seguridad» nacional, logrando hacer que se sintiesen identificados con los «ancestros rusos» en sus victorias militares y, así, tratar de «emular la historia» −si es que esto tiene algún sentido−. En cualquier caso, la cuestión de clase seguiría quedando a un lado. ¿Mejoraron sustancialmente las condiciones de vida de las clases de Nóvgorod con las campañas militares de Nevski contra suecos, tártaros o teutones? ¿Beneficiaron las victorias rusas a las clases explotadas de los pueblos derrotados? ¿Puede acaso plantearse el «internacionalismo proletario» entre los pueblos en un contexto feudal capitaneado por un «príncipe»? Si todas las respuestas a estas preguntas son negativas, entonces es absurdo reclamar como pauta a seguir semejante acontecimiento. Las masas proletarias actuales sólo se benefician directamente del recuerdo de las luchas pretéritas cuando estas fueron dirigidas por las clases explotadas −como, por ejemplo, la rebelión de Espartaco en el siglo I a.C.−, o cuando estas participan activamente en el conflicto y obtienen de su lucha, al menos, un mínimo progreso social −como es el caso de la Guerra de la Independencia (1808-1814) en España que, además, propició el primer intento de establecer un liberalismo constitucional que limitase al absolutismo−.
Seamos benévolos igualmente. Quizás, pese a todo, se trató de un afán «historicista» de los propagandistas soviéticos de recuperar su propio pasado. Entonces, ¿era pertinente recurrir a la figura de Nevski o Iván IV? Pues, si la intención era la de recuperar figuras históricas que fortaleciesen la moral de los soviéticos para la cercana Segunda Guerra Mundial, el caso de Nevski es, precisamente, poco razonable, dado que la historiografía soviética ya había tirado abajo su mito heredado del zarismo:
«Ya a finales del siglo XIII, fue canonizado por la Iglesia Ortodoxa Rusa. Como cualquier santo reconocido oficialmente, se suponía que debía «vivir» con una serie de los milagros más edificantes; en vida, Alejandro Nevski se mostrará como un príncipe guerrero ideal, un ejemplo del defensor de Rusia de los enemigos. (...) [Pero] El científico polaco Uminsky y el historiador alemán Amman lo acusaron directamente de traicionar los intereses nacionales, y el historiador inglés moderno John Fennell calificó la alianza de Alejandro Nevski con la Horda de «vergonzosa» y «sin sentido». Y la ciencia histórica rusa fue bastante cautelosa y seca con respecto al príncipe Alejandro Yaroslavich. Es cierto que nadie se atrevió a acusarlo públicamente, pero también escribieron brevemente sobre sus méritos: rara vez se lo menciona en las obras de Solovyov y Klyuchevsky. En la Pequeña Enciclopedia Soviética de 1930, se afirma lo siguiente sobre el Príncipe Alejandro: «En 1252, Alejandro obtiene un título del gran reinado de la Horda. (...) Reprimió los disturbios de la población rusa, que protestaban contra el pesado tributo a los tártaros». (...) Sin embargo, tanto en la película [de 1938] como en la literatura histórica de esa época, solo se cubrieron los méritos de Alejandro Nevski en el campo militar, en cuanto a su relación con la Horda, solo se mencionaron parcial y sucintamente». (Rudycheva Irina Anatolyevna; Grandes conquistadores, 2013)
Para quien no conozca su historia, Nevski consiguió mantener la independencia de sus territorios ante los suecos y los teutones, pero lo hizo a costa de rendir pleitesía −junto a los demás ducados de la zona, ubicados en las actuales Rusia y Ucrania− a la Horda de Oro de Batú Kan. En 1251, recibiría el trono de su hermano Andréi, y en 1252 sería nombrado Gran Príncipe de Vladimir como consecuencia de sus buenas relaciones con los mongoles. No fue un «defensor a ultranza de los pueblos eslavos», sino uno de los principales colaboradores con el que entonces era el principal invasor que asolaba el mundo conocido. Nevski también reprimió con ahínco las revueltas protagonizadas por su propio pueblo, que entre 1257 y 1259 se negaba a pagar los tributos al invasor mongol, algo que, hasta 1937, la Enciclopedia soviética recogía. ¿Qué lección se quería dar con su ejemplo al pueblo soviético de 1941? Porque, realizando un paralelismo rígido y absurdo con el de su historia, sólo podemos concluir que, o bien hay que luchar contra unos imperialistas para ser vasallos de otros, o bien hay que luchar contra los «nazis/teutones» para, luego, someterse a los «Estados Unidos/Mongolia» y demás «aliados». Realmente absurdo.
Consideramos que no existe justificación alguna que dé razón de ser al revisionismo histórico que supone intentar armonizar la historia de Nevski con los intereses del proletariado internacional del siglo XX y su lucha contra el fascismo. ¿No existió ningún héroe popular que ejemplificara mejor la resistencia del pueblo a la invasión teutona o mongola del siglo XIII? Lo mismo puede decirse de la película Iván el Terrible, monarca del siglo XVI. ¿Fue Iván IV tan solo un «defensor de las fronteras»? Esto es algo bastante dudoso. Y, si no, que se lo pregunten a los pueblos siberianos, entre otros, quienes sufrieron su conquista.
En este viraje, como demuestra la documentación soviética, Stalin intervino directamente en diversas conversaciones con el propio Eisenstein, instándole a que reevaluase mejor el personaje central:
«Stalin: ¿Has estudiado Historia?
Eisenstein: Más o menos.
Stalin: ¿Más o menos? También estoy poco familiarizado con la historia. Has mostrado la oprichnina incorrectamente. La oprichnina era el ejército del rey. Era diferente del ejército feudal que podía quitar su estandarte y abandonar el campo de batalla en cualquier momento: se formó el ejército regular, el ejército progresista. Has demostrado que esta oprichnina era como el Ku-Klux-Klan. Eisenstein dijo que usan capuchas blancas, pero nosotros tenemos negras.
Molotov: Esto no supone una gran diferencia.
Stalin: Su zar ha salido indeciso, se parece a Hamlet. Todo el mundo le pregunta qué hacer, y él mismo no toma ninguna decisión. El zar Iván fue un gobernante grande y sabio, y si lo comparan con Luis XI −habéis leído sobre Luis XI que preparó el absolutismo para Luis XIV−, entonces Iván el Terrible estaría en el décimo cielo. La sabiduría de Iván el Terrible se refleja en lo siguiente: miraba las cosas desde el punto de vista nacional y no permitía la entrada de extranjeros a su país, barrió al país de la entrada de influencias extranjeras. Al mostrar a Iván el Terrible de esta manera, ha cometido una desviación y un error. Pedro el Grande también fue un gran gobernante, pero fue extremadamente liberal con los extranjeros, les abrió la puerta de par en par y permitió la influencia extranjera en el país y la consiguiente germanización de Rusia. Catalina lo permitió aún más. Y, además, ¿fue la corte de Alejandro I realmente una corte rusa? ¿Fue la corte de Nicolás I una corte rusa? No, eran tribunales alemanes. La contribución más destacada de Iván el Terrible fue que fue el primero en introducir el monopolio gubernamental del comercio exterior. Iván el Terrible fue el primero y Lenin el segundo.
Zhdánov: El Iván el Terrible de Eisenstein resultó ser un neurótico.
Molotov: En general, se hizo hincapié en el psicologismo, se puso un énfasis excesivo en las contradicciones psicológicas internas y las emociones personales». (Discusión entre Stalin y Sergei Eisenstein sobre la película Iván el Terrible, 1947)
El único criterio de esta conversación era ver si los reyes fueron muy o poco nacionales. Nótese que se llega a comparar a Iván IV con Lenin, ¡algo que en 1931 Stalin calificó como un acto aventurero y fuera de contexto! Sin embargo, en 1947, Stalin criticó a Pedro I por permitir la «extranjerización» de Rusia. ¿Pero acaso hubiera sido posible importar los avances tecnológicos, filosóficos o educativos de Europa sin «sufrir» un poco de esa «extranjerización» cultural? ¿No recuerdan a las objeciones de los «patriotas» españoles que, presos de su conservadurismo, calificaban despectivamente de «afrancesados» a quienes pretendían traer del país vecino la sabiduría de la Ilustración? Si el propio Stalin reconocía no estar demasiado versado en historia, ¿qué sentido tiene entonces que un director tomase notas en base a sus cavilaciones históricas? ¿No es esto una consecuencia directa del culto a la personalidad, que convirtió a Stalin en un ser «infalible»? Ni siquiera necesitamos reflexionar sobre esto, haremos una pregunta mucho más sencilla de responder, ¿no suponía abandonar las posturas internacionalistas que había emitido anteriormente? Véase la entrevista de Stalin: «Entrevista con el autor alemán Emil Ludwig» (1931).
Aunque hubo historiadores que se opusieron a este rumbo, cuestión que más tarde tocaremos profundamente, a la larga nadie les prestó atención, se quedaron en minoría:
«Entre algunos de nuestros historiadores, junto con una descripción apologética del antiguo Estado ruso y sus principales figuras, sin importar el período al que pertenezcan, sin importar la época que representen, sin importar los programas específicos que propongan, hay tendencias para desacreditar o incluso negar el papel de las masas como motor de la historia». (A. M. Pankratova; Disco en la conferencia de historiadores, 1944)
Karl Marx y Friedrich Engels, dada su herencia ideológica proveniente del nacionalismo germano de tipo hegeliano, no estuvieron exentos de una rusofobia inicial. Cuando esta fue desechada junto con los ropajes del nacionalismo alemán, la desconfianza se tornó en franca admiración hacia el pueblo ruso y sus capacidades. Incluso, en sus escritos tempranos sobre Rusia, Marx emitió una evaluación sobre la política de sus reyes y príncipes medievales y modernos que, en líneas generales, no eran nada descabelladas:
«Una simple substitución de nombres y de fechas nos proporciona la prueba evidente de que entre la política de Iván III y la de la Rusia moderna existe no solamente una similitud, sino también una identidad. Iván III, por su parte, no hizo otra cosa que perfeccionar la política tradicional de Moscovia, que le había legado Iván Kalita. Iván Kalita, esclavo de los mongoles, logró su poderío dirigiendo la fuerza de su mayor enemigo, el tártaro, contra sus enemigos más pequeños, los príncipes rusos. No pudo utilizar esta fuerza sino bajo falsos pretextos. Obligado a disimular a sus dueños el poderío que realmente había adquirido, tuvo que deslumbrar a sus súbditos, esclavos como él, mediante una fuerza que no tenía. Para resolver este problema, tuvo que elevar a la categoría de sistema todas las astucias de la servidumbre más repugnante y realizar este sistema con la laboriosa paciencia del esclavo. Incluso, no pudo emplear la violencia abierta más que en tanto intriga en todo un sistema de intrigas, de corrupciones y de usurpaciones secretas. No pudo golpear sin haber, previamente, envenenado. La unidad del objetivo se juntaba en él a la duplicidad de la acción. Ganar en poderío mediante el empleo fraudulento de la fuerza enemiga, debilitar esta fuerza al propio tiempo que se servía de ella y, finalmente, destruirla después de haberla utilizado como instrumento, tal fue la política inspirada a Iván Kalita por el carácter particular de la raza dominante, así como por el de la raza sometida. Su política fue también la de Iván III. Y fue asimismo la de Pedro el Grande y es la de la Rusia moderna, aunque el nombre, el país y el carácter de la potencia enemiga engañada hayan cambiado». (Karl Marx; Revelaciones sobre la historia de la diplomacia en el siglo XVIII, 1857)
Pese a que la información no falta, los socialchovinistas de la actualidad se empeñan en seguir distorsionando la historia para dar rienda suelta a sus delirios de grandeza. Para ello, recurren a las manifestaciones de la deriva nacionalista soviética, como la propaganda bélica contra el nazismo que, de forma recurrente, trazaba paralelismos entre el rechazo a la invasión de los teutones en 1242 y la «Gran Guerra Patria» de 1941-45. Pero los obreros rusos, los Yuris, Dimitris, Antons, Alexeis, pese a tener nombres rusos, pese a haber nacido en la misma parcela de tierra, difícilmente podían saber si sus ancestros de hace uno, cinco o siete siglos eran rusos, ni siquiera eslavos. Quizá eran descendientes de polacos, mongoles, lituanos, alemanes o una mezcla de alguna −o todas− las anteriores. Es más, sus antepasados bien podrían haber colaborado en alguna de las múltiples «invasiones de la Madre Patria». Lo que sí es seguro, es que el proletariado revolucionario ruso de 1941, en lo tocante a sus objetivos y aspiraciones como clase, tenía más en común con un proletario alemán revolucionario que con un campesino de la República de Nóvgorod o el posterior Zarato ruso. El resto es palabrería nacionalista y, quienes la defienden, unos pusilánimes. No hay nada más bochornoso que un pseudocomunista justificando sus desviaciones presentes en base a otras desviaciones pasadas, conjugando todo esto en una lamentable falacia de autoridad: «¡es que lo hicieron los soviéticos!». Este es su nivel. En resumen, si el pueblo ruso deseaba «inspirarse» en las «epopeyas nacionales» no debería haberse remontado tanto en el tiempo, pues de seguro que habría encontrado referentes más recientes en su memoria y ajustados a sus principios entre los millones de compatriotas que lucharon contra la intervención imperialista durante la Guerra Civil Rusa (1918-1922). En esta guerra revolucionaria podemos encontrar cantidades ingentes de episodios que destilan drama y heroicidad a raudales. Y si lo que buscaban eran «grandes figuras», ahí estaban militares como Chapáyev, Frunze, Voroshilov, Shchors o Dzerzhinski, u organizadores como el propio Lenin, Stalin, Kalinin o Sverdlov. O, en su defecto, podrían haberse remontado −por ejemplo− a los referentes revolucionarios del siglo XIX, como los decembristas.
Dimitrov explicaría muy acertadamente la actitud que deben tomar los comunistas respecto a las tergiversaciones históricas y el peligro de estas en fomentar el chovinismo y el fascismo:
«Los fascistas resuelven la historia de cada pueblo, para presentarse como herederos y continuadores de todo lo que hay de elevado y heroico en su pasado, y explotan todo lo que humilla y ofende a los sentimientos nacionales del pueblo, como arma contra los enemigos del fascismo. En Alemania se publican centenares de libros que no persiguen otro fin que el de falsear la historia del pueblo alemán sobre una pauta fascista. Los flamantes historiadores nacionalsocialistas se esfuerzan en presentar la historia de Alemania como si, bajo el imperativo de una «ley histórica», un hilo conductor marcara, a lo largo de 2.000 años, la trayectoria del desarrollo que ha determinado la aparición en la escena de la historia del «salvador nacional», del «Mesías» del pueblo alemán, el célebre cabo de progenie austriaca. Todos los grandes hombres del pueblo alemán en épocas pasadas se presentan en estos libros como fascistas, y todos los grandes movimientos campesinos, como precursores directos del movimiento fascista. Benito Mussolini se esfuerza obstinadamente en sacar partido de la figura heroica de Giuseppe Garibaldi. Los fascistas franceses tremolan a Juana de Arco como su heroína. Los fascistas estadounidenses apelan a las tradiciones de la guerra de la independencia americana, a las tradiciones de George Washington y de Abraham Lincoln. Los fascistas búlgaros explotan el movimiento de liberación nacional de la década de los 70 del siglo pasado y a los héroes populares tan queridos de este movimiento, como Vasil Levski, Stefan Karadsha, etc. Los comunistas que creen que todo esto no tiene nada que ver con la causa obrera y no hacen nada, ni lo más mínimo, para esclarecer ante las masas trabajadoras el pasado de su propio pueblo con toda fidelidad histórica y el verdadero sentido marxista-leninista-stalinista para entroncar la lucha actual con las tradiciones revolucionarias de su pasado, esos comunistas entregan voluntariamente a los falsificadores fascistas todo lo que hay de valioso en el pasado histórico de la nación, para que engañen a las masas del pueblo». (Georgi Dimitrov; La clase obrera contra el fascismo; Informe en el VIIº Congreso de la Internacional Comunista, 2 de agosto de 1935)
Advertencias como esta sobre las desastrosas consecuencias ideológicas que puede traer la vanagloria o simplificación de estos referentes históricos nacionales, hace que sea todavía menos comprensible el viraje chovinista que tomaría la URSS en los siguientes años.
Compárese la deriva nacionalista de finales de los años 30, que puso el foco sobre individualidades medievales, con las anteriores obras de los directores soviéticos a principios de la misma década, como por ejemplo la obra de los hermanos Georgi y Sergei Vasíliev: «Chapáyev» (1934), un film basado en la figura homónima, Vasili Chapáyev, el famoso estratega militar bolchevique salido de las filas del campesinado. ¡Son tan parecidos como la noche y el día!
Los chovinistas también suelen aludir al famoso discurso de Stalin en la Plaza Roja de Moscú del 7 noviembre de 1941, ese en el que anima al pueblo a ser «dignos de vuestros ancestros». Y no, no hablamos de Lenin, sino de personajes variopintos que participaron tanto en guerras de liberación nacional como interimperialistas y colonialistas. Para 1941, la recuperación de Dmitri Donskói, Príncipe de Moscú, ya se llevaba produciendo unos años. ¿La excusa? Que expulsó a los tártaros en el siglo XIV. ¿Acaso existía una amenaza mongola-tártara en Oriente? No. En Mongolia, un gobierno socialista amigo y aliado bajo la dirección del pueblo mongol ostentaba el poder. Y los tártaros trabajaban, estudiaban, comían y jugaban junto al resto de habitantes de al menos cuatro repúblicas soviéticas. ¿Cómo se tomarían los camaradas mongoles y tártaros este tipo de recordatorios del todo innecesarios y que, de repente, se volvieron tan recurrentes en la propaganda soviética?
Consideramos que podemos realizar un ejercicio extremadamente rápido e ilustrativo sobre cuál sería el equivalente actual en lo referido a la transigencia con este tipo de desviaciones. Imaginemos que, en pleno siglo XXI, los comunistas franceses que rememoran la lucha contra la ocupación alemana de 1940-44, en lugar reivindicar a héroes populares y comunistas, como Guy Môquet o los luchadores antifascistas españoles participando en la liberación de París, reivindicaran al «honorabilísimo» De Gaulle y los ejércitos que danzaban bajo su Cruz de Lorena. Señores, ¿a qué puede aspirar quien hace algo así? Desde luego, no a una nueva Francia socialista, libre de la clásica falsedad de la burguesía, que prostituye día y noche las palabras «libertad, igualdad y fraternidad». Estamos seguros de que, si algunos socialchovinistas pudieran, restaurarían la Francia de Luis XIV, la hipocresía del imperio napoleónico, el Régimen de Vichy, la demagogia «nacionalsocialista» de Doriot y, si aún pudieran hacer más, hasta desatarían una nueva Matanza de San Bartolomé. Por eso es tan importante combatir al chovinismo dentro y fuera de las filas comunistas.
En este discurso del 7 de noviembre de 1941, Stalin también reverenciaba al Conde Alexandr Suvórov, quien, a las órdenes de Catalina II, lideró la Guerra ruso-turca (1787-1791) y también reprimió el levantamiento polaco de 1794 −con la consiguiente tercera repartición de Polonia−; y a Mijaíl Kutúzov, que también participó en las campañas polacas y frenó la invasión napoleónica de 1812 en la batalla de Borodinó junto a Piotr Bagration −noble georgiano en honor al cual nombraron la famosa y decisiva ofensiva soviética de 1944−.
¿Y bien? ¿Esto es algo correcto «porque lo dijo Stalin»? Es gracioso, dado que los socialchovinistas intentan utilizar el «argumento de autoridad» de esta figura cuando refuerza su chovinismo, pero lo descartan cuando alguien recurre a él en defensa de la «autodeterminación de todos los pueblos», la «cooficialidad lingüística» o cuando apuesta por la federación como «solución política para la unión voluntaria de pueblos». De la boca de Stalin también tenemos discursos rotundamente explícitos, especialmente entre los años 20 y 30, que hablan sobre castigar todo chovinismo ruso que se ejerza hacia naciones históricamente despreciadas, como la ucraniana y bielorrusa −lo que en España podrían ser las naciones catalana o vasca−. ¿Y qué ocurre? Cuando un revolucionario recuerda y reivindica a «este Stalin» más «clásico», más «bolchevique», califican el argumento como una «infantil» y «traidora» incitación al «separatismo». En suma, unas veces quieren que «no nos salgamos de la letra ni lo más mínimo» −castigando el pensamiento autónomo−; otras, huyen como de la peste de la propia lógica contenida en los textos y discursos de estas figuras clave, todo porque su esencia internacionalista no conjuga con los intereses identitarios provincianos de estos pobres palurdos. Pero, volvamos a estas manifestaciones concretas en la URSS para entender el enorme giro que hubo:
«Los orígenes del nuevo enfoque de la propaganda se remontan a 1928, cuando Máximo Gorki y su gente de ideas afines, preocupados por movilizar a la sociedad, decidieron que sería mejor usar ejemplos de heroísmo tomados de la vida cotidiana para popularizar una forma de propaganda masiva y públicamente disponible. (...) Los nombres de Avel Yenukidze, Gueorgui Piatakov, Nikolai Antipov, Aleksandr Kosarev, Aleksandr Yegórov, Mijaíl Tujachevski, Stanislav Kosior, Faizulla Khodzhaev, Guénrij Yagoda, Yakov Peters y otros ganaron rápidamente una gran popularidad. Este énfasis en el «heroísmo cotidiano» de individuos específicos fue el tema central del Primer Congreso de la Unión de Escritores Soviéticos, celebrado en 1934, inmediatamente después de que el XVIIº Congreso del Partido Bolchevique de los «ganadores» anunciara la finalización exitosa de la primera fase de industrialización y colectivización. Ahora bien, este tipo de propaganda de movilización tenía que cambiar las actitudes esquemáticas de la década de 1920 y la glorificación de la lucha de clases abierta del primer plan quinquenal; su producto fue la corriente de la literatura que desarrolló y enriqueció el panteón de los héroes soviéticos. Sin decir una palabra sobre el tema del «rusismo» −las excepciones estaban relacionadas sólo con la atención que a veces se prestaba a los «demócratas radicales» del siglo XIX: Alexander Pushkin, Nikolái Chernishévski y Nikolái Dobroliúbov−, esta campaña de propaganda construyó una línea que, en retrospectiva, podría llamarse «multinacional»: se trataba de la popularización de numerosos miembros del partido no rusos y trabajadores de choque, cuyo valor era de forma nacional al tiempo que encajaba perfectamente en las tareas de la creación socialista. Al mismo tiempo, diferentes nacionalidades soviéticas fueron dotadas de nuevas narrativas históricas. En estas historias populares, los levantamientos regionales contra el colonialismo zarista −por ejemplo, los movimientos liderados por Imam Shamil o Amangeldy Imanov− se equipararon con los disturbios campesinos de Yemelyan Pugachov y Stepan Razin. Asimismo, los disturbios laborales en Bakú y Tiflis fueron vistos como parte de la misma tradición revolucionaria «de barricadas» que paralizaron Moscú y San Petersburgo en 1905». (David Brandenberge; El populismo stalinista y la creación involuntaria de la identidad nacional rusa, 2010)
Más tarde, en cambio, la perspectiva cambió radicalmente:
«Pero el triunfo completo de esta nueva propaganda populista nunca se logró, ya que el yezhovismo [Nota de Bitácora (M-L): el término se refiere al periodo en el que Nikolái Yezhov dirigió el Comisariado del Pueblo de Asuntos Internos, (NKVD) por sus siglas en ruso, durante la época de las purgas más arbitrarias y desmedidas], que comenzó en la segunda mitad de 1936, se llevó no solo a la mayoría del personal militar y del partido más experimentado, sino también a los representantes más destacados del nuevo panteón del heroísmo soviético. La campaña para glorificar la «amistad de los pueblos» también se derrumbó. Durante este período, que absorbió a Yenukidze, Antipov, Piatakov, Kosarev, Tujachevski, Kosior y muchos otros, lo que se había promovido en las repúblicas en años anteriores como una práctica de «indigenización» se ha convertido ahora en la base de las acusaciones de «nacionalismo burgués». Es curioso que, al mismo tiempo, las maldiciones de la prensa soviética contra el «chovinismo de gran potencia» que había estado de servicio hasta entonces, fueron silenciosamente reemplazadas por la rehabilitación gradual de mitos, leyendas e imágenes extraídas del pasado nacional ruso. Nuevos nombres, desde Alejandro Nevski, Pedro el Grande, hasta Aleksandr Suvórov y Mijaíl Kutúzov, se han unido al cada vez más reducido panteón de héroes, reemplazando a las celebridades soviéticas que han sido víctimas de la represión. En 1938, esta exaltación de lo «ruso» se convirtió en indicaciones uniformes del pueblo ruso como «primus inter pares» en el más histórico, heroico y revolucionario de los pueblos soviéticos. El cambio hacia el «pasado útil» de la Rusia prerrevolucionaria, que se hizo evidente en el período anterior a la guerra, se hizo aún más notable en las primeras semanas de la guerra que comenzó en 1941, cuando los ideólogos soviéticos intentaron levantar a la sociedad para luchar contra el enemigo por cualquier medio. Luego, los propagandistas del partido hicieron una serie de concesiones pragmáticas, en particular con respecto a la Iglesia Ortodoxa Rusa, los pueblos de las repúblicas nacionales y los aliados capitalistas en el extranjero, pero todos estos gestos parecían pálidos en el contexto de los enormes recursos invertidos en el pasado nacional ruso». (David Brandenberge; El populismo stalinista y la creación involuntaria de la identidad nacional rusa, 2010)
Con lo visto hasta aquí, es suficiente para que el lector perciba una cierta «irracionalidad» en el cambio de rumbo que hubo con relación a la cuestión nacional. Pareciera que en general los axiomas ideológicos y metodológicos que levantaron el proyecto soviético comenzaron a resquebrajarse. A priori pudiéramos tener en cuenta −para entender que no justificar− la existencia de diversos factores que propiciaron el crecimiento progresivo del nacionalismo ruso en detrimento del internacionalismo proletario: el belicismo internacional de las potencias aquellos años, la amenaza de la guerra e intervención extranjera, la pérdida de cuadros por las purgas de los años 1936-39, etcétera. Pero ninguna de estas causas puede servir para excusar la deriva por lo siguiente: más allá de los diversos factores que podamos enumerar y relacionar con esta deriva ideológica, no podemos admitir que exista justificación alguna, pues esta nueva ruta implicaba una abierta transgresión de los principios marxistas, por tanto, la responsabilidad de los dirigentes del Partido Bolchevique está ahí, algo de lo que hasta un cuadro promedio debería haberse dado cuenta. Esta incompatibilidad se refleja en los actos contradictorios del mismo Stalin, quien pareció olvidar de la noche a la mañana las enseñanzas leninistas sobre cuestión nacional que él mismo defendió a capa y espada en su día. Tanto él como otros cuadros veteranos se dejaron llevar por este creciente estado de ánimo que glorificaba a la nación rusa sobre el resto de pueblos de dentro y fuera de la URSS. Sin embargo, su deber, como la del conjunto de dirigentes, era defender a ultranza el internacionalismo, reivindicar el heroísmo proletario de todas las naciones e instigar a la previsible lucha que se avecinaba bajo tales axiomas. Sea como fuere, queda claro que, llegados a este punto, la nueva postura oficial comprometía la continuidad del proyecto soviético como hasta entonces se había planteado, lo que implicaría, cómo no, crear una desconfianza entre pueblos que, en unas décadas más tarde, acabaría poniendo en jaque este Estado multinacional creado en 1922». (Equipo de Bitácora (M-L); Análisis crítico sobre la experiencia soviética, 2021)
Muy interesante, esa resignificación del pasado imperial ruso es manifiesta sobre todo durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los generales de la época napoleónica son plenamente ensalzados. 'Bagration' da nombre a la gran ofensiva de 1944, por ejemplo.
ResponderEliminarEn 1946 el Ejército Rojo pasa a llamarse Ejército Soviético, y se sustituye dos años antes La Internacional por un himno propiamente nacional soviético.
Tengo para mí que todos los regímenes socialistas acaban adoptando una estética y retórica nacionalista. China también rescata plenamente figuras conservadoras del pasado como Confucio, Cuba ni siquiera cambió su bandera nacional ni su escudo de armas y Corea del Norte es un régimen prácticamente etnonacionalista. Rumanía bajo Ceaucescu también sucumbió a un cierto chovinismo.