«Los comunistas, los partidarios de la Komintern existen en todos los países precisamente para transformar por completo, en todos los ámbitos de la vida, la vieja labor socialista, tradeunionista, sindicalista y parlamentaria en una labor nueva, comunista (...) deben aprender a crear un parlamentarismo nuevo, desacostumbrado, no oportunista, sin arribismo». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; La enfermedad infantil del «izquierdismo» en el comunismo, 1920)
La revolución burguesa de 1905 en Rusia reveló un viraje extraordinariamente original de la historia universal: el movimiento huelguístico alcanzó, por primera vez en el mundo, una fuerza y amplitud inusitadas en uno de los países capitalistas más atrasados. Sólo en el mes de enero de 1905, el número de huelguistas rebasó en diez veces el promedio anual de la década precedente –1895 a 1904–; y de enero a octubre de 1905, las huelgas aumentaron sin cesar y en proporciones colosales. En virtud de diversas condiciones históricas originales por completo, la Rusia atrasada dio al mundo el primer ejemplo no sólo de un brusco salto, en época de revolución, de la actividad espontánea de las masas oprimidas –cosa que ocurrió en todas las grandes revoluciones–, sino también de una importancia del proletariado infinitamente superior a su porcentaje entre la población; mostró por vez primera la combinación de la huelga económica y la huelga política, con la transformación de esta última en insurrección armada, así como el nacimiento de una nueva forma de lucha de masas y de organización masiva de las clases oprimidas por el capitalismo: los Soviets.
Las revoluciones de febrero y octubre de 1917 condujeron al desarrollo multilateral de los Soviets en todo el país y, luego, a su victoria en la revolución proletaria, socialista. Y menos de dos años después se manifestó el carácter internacional de los Soviets, la extensión de esta forma de lucha y de organización al movimiento obrero mundial, el destino histórico de los Soviets de ser los sepultureros, herederos y sucesores del parlamentarismo burgués, de la democracia burguesa en general.
Es más: la historia del movimiento obrero muestra hoy que éste está llamado a pasar en todos los países –y ha comenzado ya a pasar– por un período de lucha del comunismo naciente, cada día más fuerte y que avanza hacia la victoria, ante todo y sobre todo contra el «menchevismo» propio –en cada país–, es decir, contra el oportunismo y el socialchovinismo y, de otra parte, como complemento, por decirlo así, contra el comunismo «de izquierda». La primera de estas luchas se ha entablado en todos los países, al parecer sin excepción alguna, como una lucha entre la II Internacional –hoy prácticamente muerta– y la III. La segunda lucha se observa en Alemania, en Inglaterra, en Italia, en los Estados Unidos –donde una parte, al menos, de los Obreros Industriales del Mundo y de las tendencias anarcosindicalistas sostiene los errores del comunismo de izquierda, al mismo tiempo que casi todos reconocen, poco menos que de manera incondicional, el sistema soviético– y en Francia –actitud de una parte de los ex sindicalistas ante el partido político y el parlamentarismo, paralelamente también al reconocimiento del sistema de los Soviets–; es decir, se observa, sin duda, a escala no sólo internacional, sino universal.
Pero aunque la escuela preparatoria que conduce al movimiento obrero a la victoria sobre la burguesía sea, en el fondo, análoga en todas partes, el desarrollo de este movimiento transcurre en cada país de un modo original. Los grandes países capitalistas adelantados avanzan por ese camino mucho más rápidamente que el bolchevismo, al cual concedió la historia un plazo de quince años para prepararse, como tendencia política organizada, con vistas a conquistar la victoria. En un plazo tan breve como es un año, la Komintern ha alcanzado ya un triunfo decisivo al derrotar a la II Internacional, la Internacional amarilla, socialchovinista, que hace unos meses era incomparablemente más fuerte que la Komintern, parecía sólida y poderosa y gozaba del apoyo de la burguesía mundial en todas las formas, directas e indirectas, materiales –lucrativos puestos ministeriales, pasaportes, premia– e ideológicas.
El quid de la cuestión está ahora en que los comunistas de cada país tengan en cuenta con plena conciencia tanto las tareas fundamentales, de principio, de la lucha contra el oportunismo y el doctrinarismo «izquierdista» como las peculiaridades concretas que esta lucha adquiere y debe adquirir sin falta en cada país, de conformidad con los rasgos originales de su economía, de su política, de su cultura, de su composición nacional –Irlanda, etc–, de sus colonias, de la diversidad de religiones, etc, etc. En todas partes se percibe, se amplía y crece el descontento con la II Internacional por su oportunismo y su torpeza o incapacidad para crear un organismo realmente centralizado y dirigente, que sepa orientar la táctica internacional del proletariado revolucionario en su lucha por la república soviética universal. Debe comprenderse con claridad que dicho centro dirigente no puede formarse en modo alguno ateniéndose a normas tácticas de lucha estereotipadas, igualadas mecánicamente o identificadas. Mientras existan diferencias nacionales y estatales entre los pueblos y los países –y estas diferencias subsistirán incluso mucho después de instaurarse la dictadura del proletariado a escala universal–, la unidad de la táctica internacional del movimiento obrero comunista de todos los países no exigirá la supresión de la variedad ni de las peculiaridades nacionales –lo cual es, en la actualidad, un sueño absurdo–, sino una aplicación tal de los principios fundamentales del comunismo –Poder Soviético y dictadura del proletariado– que modifique correctamente estos principios en sus detalles, que los adapte y los aplique con acierto a las diferencias nacionales y nacional-estatales. Investigar, estudiar, descubrir, adivinar, captar lo que hay de particular y de específico, desde el punto de vista nacional, en la manera en que cada país enfoca concretamente la solución de un problema internacional común –el triunfo sobre el oportunismo y el doctrinarismo de izquierda en el seno del movimiento obrero, el derrocamiento de la burguesía, la proclamación de la República Soviética y la instauración de la dictadura proletaria– es la tarea principal del período histórico que están viviendo todos los países adelantados –y no sólo los adelantados–. Se ha hecho ya lo principal –está claro que no todo, ni mucho menos, pero sí lo principal– para ganarse a la vanguardia de la clase obrera, para ponerla al lado del Poder Soviético contra el parlamentarismo, al lado de la dictadura del proletariado contra la democracia burguesa. Ahora hay que concentrar todas las fuerzas y toda la atención en el paso siguiente, que parece ser –y, desde cierto punto de vista, lo es, en efecto– menos fundamental, pero que, en cambio, está prácticamente más cerca de la solución efectiva del problema, a saber: buscar las formas de pasar a la revolución proletaria o de abordarla.
La vanguardia proletaria ha sido conquistada ideológicamente. Esto es lo principal. Sin ello es imposible dar ni siquiera el primer paso hacia la victoria. Pero eso está aún bastante lejos de la victoria. Con la vanguardia sola es imposible triunfar. Lanzar sola a la vanguardia a la batalla decisiva cuando toda la clase, cuando las grandes masas no han adoptado todavía una posición de apoyo directo a esta vanguardia –o, al menos, de neutralidad benévola con respecto a ella– y no son incapaces por completo de apoyar al adversario, sería no sólo una estupidez, sino, además, un crimen. Y para que realmente toda la clase, para que realmente las grandes masas de trabajadores y oprimidos por el capital lleguen a adoptar esa posición, la propaganda y la agitación son insuficientes por sí solas. Para ello es imprescindible la propia experiencia política de las masas. Tal es la ley fundamental de todas las grandes revoluciones, confirmada hoy con fuerza y realce sorprendentes tanto por Rusia como por Alemania. Para que las masas incultas, en muchos casos analfabetas, de Rusia, y las masas de Alemania, muy cultas, sin un solo analfabeto, se orientaran resueltamente hacia el comunismo, necesitaron sentir en su propia carne toda la impotencia, toda la pusilanimidad, toda la flaqueza, todo el servilismo ante la burguesía, toda la infamia del gobierno de los caballeros de la II Internacional y toda la ineluctabilidad de la dictadura de los ultrareaccionarios –Kornílov en Rusia [56], Kapp y cía. en Alemania [57]– como única alternativa frente a la dictadura del proletariado.
La tarea inmediata de la vanguardia consciente del movimiento obrero internacional, es decir, de los partidos, grupos y tendencias comunistas, consiste en saber llevar a las grandes masas –hoy todavía, en la mayoría de los casos, adormecidas, apáticas, rutinarias, inertes, sin despertar– a esta nueva posición suya, o, mejor dicho, en saber dirigir no sólo su propio partido, sino también a estas masas en el transcurso de su acercamiento y de su paso a esa nueva posición. Si la primera tarea histórica –ganar para el Poder Soviético y para la dictadura de la clase obrera a la vanguardia consciente del proletariado– no podía ser cumplida sin la victoria ideológica y política completa sobre el oportunismo y el socialchovinismo, la segunda tarea –que pasa ahora a ser inmediata y que consiste en saber llevar a las masas a esa nueva posición, capaz de asegurar el triunfo de la vanguardia en la revolución– no puede ser cumplida sin acabar con el doctrinarismo de izquierda, sin corregir por completo sus errores y desembarazarse de ellos.
Mientras se trate –y en la medida en que se trata aún ahora– de ganar para la causa del comunismo a la vanguardia del proletariado, la propaganda debe ocupar el primer lugar; incluso los círculos, con todos sus defectos, son útiles en este caso y dan resultados fecundos. Pero cuando se trata de la acción práctica de las masas, de dislocar –si se nos permite expresarnos así– a ejércitos de millones de hombres, de disponer todas las fuerzas de clase de una sociedad determinada para la lucha final y decisiva, no se logrará nada sólo con los hábitos de propagandista, con la simple repetición de las verdades del comunismo «puro». Porque en este caso no se debe contar por miles, como hace en esencia el propagandista, miembro de un grupo reducido y que no ha dirigido todavía masas, sino por millones y decenas de millones. En este caso hay que preguntarse no sólo si hemos convencido a la vanguardia de la clase revolucionaria, sino también si están dislocadas las fuerzas activas, desde el punto de vista histórico, de todas las clases de la sociedad dada, obligatoriamente de todas sin excepción, de tal manera que la batalla decisiva se halle por completo en sazón, de tal manera que: 1. todas las fuerzas de clase que nos son adversas estén suficientemente desconcertadas, suficientemente enfrentadas entre sí, suficientemente debilitadas por una lucha superior a sus fuerzas; que 2. todos los elementos vacilantes, versátiles, inconsistentes, intermedios, es decir, la pequeña burguesía, la democracia pequeñoburguesa, que se diferencia de la burguesía, se hayan desenmascarado suficientemente ante el pueblo, se hayan cubierto suficientemente de oprobio por su bancarrota en la actividad práctica; que 3. en las masas proletarias empiece a aparecer y a extenderse con poderoso impulso el afán de apoyar las acciones revolucionarias más enérgicas, más audaces y abnegadas contra la burguesía. Entonces estará madura la revolución, entonces estará asegurada nuestra victoria, si hemos sabido tener en cuenta todas las condiciones brevemente esbozadas más arriba y hemos elegido con acierto el momento.
Las divergencias, de una parte, entre los Churchill y los Lloyd George –tipos políticos que existen en todos los países, con ínfimas diferencias nacionales– y, de otra, entre los Henderson y los Lloyd George no tienen la menor importancia y son insignificantes desde el punto de vista del comunismo puro, esto es, abstracto, incapaz aún de acciones políticas prácticas, de masas. Pero desde el punto de vista de esta acción práctica de masas, dichas diferencias son de una importancia extraordinaria. Saber tenerlas en cuenta, saber determinar el momento en que han madurado por completo los conflictos inevitables entre esos «amigos» –conflictos que debilitan y extenúan a todos los «amigos», tomados en conjunto– es obra, es misión del comunista que desee ser no sólo un propagandista consciente, convencido y preparado en el aspecto ideológico, sino también un dirigente práctico de las masas en la revolución. Es necesario unir la fidelidad más absoluta a las ideas comunistas con el arte de admitir todos los imprescindibles compromisos prácticos, maniobras, acuerdos, zigzags, repliegues, etc., para acelerar la existencia y la caducidad del poder político de los Henderson –de los «héroes» de la II Internacional, por no citar nombres de estos representantes de la democracia pequeñoburguesa que se llaman socialistas–; para acelerar su bancarrota inevitable en la práctica, que instruirá a las masas precisamente en nuestro espíritu y las orientará precisamente hacia el comunismo; para acelerar los roces, las disputas, los conflictos y el divorcio total, inevitables entre los Henderson, los Lloyd George y los Churchill –entre los mencheviques y los eseristas, los democonstitucionalistas y los monárquicos; entre los Scheidemann, la burguesía y los adeptos de Kapp, etc.–, y para elegir con acierto el momento de máxima disensión entre todos esos «pilares de la sacrosanta propiedad privada», a fin de derrotarlos hasta el último y conquistar el poder político mediante una ofensiva resuelta del proletariado.
La historia en general, y la de las revoluciones en particular, es siempre más rica de contenido, más variada de formas y aspectos, más viva y más «astuta» de lo que se imaginan los mejores partidos, las vanguardias más conscientes de las clases más avanzadas. Y esto es comprensible, pues las mejores vanguardias expresan la conciencia, la voluntad, la pasión y la fantasía de decenas de miles de hombres, mientras que la revolución la hacen, en momentos de entusiasmo y de tensión especiales de todas las facultades humanas, la conciencia, la voluntad, la pasión y la fantasía de decenas de millones de hombres aguijoneados por la más enconada lucha de clases. De ahí se deducen dos conclusiones prácticas muy importantes: primera, que la clase revolucionaria, para cumplir su misión, debe saber utilizar todas las formas o aspectos, sin la más mínima excepción, de la actividad social –terminando después de conquistar el poder político, a veces con gran riesgo e inmenso peligro, lo que no ha terminado antes de esa conquista–; segunda, que la clase revolucionaria debe estar preparada para sustituir una forma con otra del modo más rápido e inesperado.
Todos convendrán en que sería insensata y hasta criminal la conducta de un ejército que no se dispusiera a dominar todos los tipos de armas, todos los medios y procedimientos de lucha que posea o pueda poseer el enemigo. Pero esta verdad es más aplicable todavía a la política que al arte militar. En política es menos fácil aún saber de antemano qué método de lucha será aplicable y ventajoso para nosotros en tales o cuales circunstancias futuras. Sin dominar todos los medios de lucha podremos sufrir una derrota tremenda –a veces decisiva– si cambios, independientes de nuestra voluntad, en la situación de las otras clases ponen a la orden del día una forma de acción en la que somos particularmente débiles. Si dominamos todos los medios de lucha, nuestra victoria será segura, puesto que representamos los intereses de la clase verdaderamente avanzada, verdaderamente revolucionaria, aun en el caso de que las circunstancias nos impidan hacer uso del arma más peligrosa para el enemigo, del arma capaz de asestarle golpes mortales con la mayor rapidez. Los revolucionarios sin experiencia se imaginan a menudo que los medios legales de lucha son oportunistas, pues la burguesía engañaba y embaucaba a los obreros con frecuencia singular en este terreno –sobre todo en los períodos «pacíficos», no revolucionarios–, y que los medios ilegales son revolucionarios. Mas eso no es justo. Es cierto que son oportunistas y traidores a la clase obrera los partidos y jefes que no saben o no quieren –no digáis «no puedo», sino «no quiero»– emplear medios ilegales de lucha en una situación, por ejemplo, como la guerra imperialista de 1914-1918, cuando la burguesía de los países democráticos más libres engañaba a los obreros con un cinismo y una ferocidad jamás vistos, prohibiendo que se dijese la verdad acerca del carácter expoliador de la conflagración. Pero los revolucionarios que no saben combinar las formas ilegales de lucha con todas las formas legales son malísimos revolucionarios. No es difícil ser revolucionario cuando la revolución ha estallado ya y se encuentra en su apogeo, cuando todos se adhieren a la revolución por simple entusiasmo, por estar de moda y, a veces, incluso por interés personal de hacer carrera. Al proletariado le cuesta mucho, le causa duras penalidades, le origina verdaderos tormentos «deshacerse», después de su triunfo, de esos malhadados «revolucionarios». Es muchísimo más difícil –y muchísimo más meritorio– saber ser revolucionario cuando todavía no se dan las condiciones necesarias para la lucha directa, franca, auténticamente de masas, auténticamente revolucionaria; saber defender los intereses de la revolución –por medio de la propaganda, la agitación y la organización– en instituciones no revolucionarias y a menudo sencillamente reaccionarias, en una situación no revolucionaria, entre unas masas incapaces de comprender en el acto la necesidad de un método revolucionario de acción. Saber percibir, encontrar y determinar con exactitud el rumbo concreto o el viraje especial de los acontecimientos susceptibles de conducir a las masas a la gran lucha revolucionaria, verdadera, final y decisiva, es la tarea principal del comunismo contemporáneo en Europa Occidental y en América.
Un ejemplo: Inglaterra. No podemos saber –y nadie puede determinarlo de antemano– cuándo estallará allí la verdadera revolución proletaria y cuál será el motivo principal que despertará, enardecerá y lanzará a la lucha a las grandes masas, hoy aún adormecidas. Por eso, estamos en el deber de efectuar toda nuestra labor preparatoria de tal modo que tengamos herradas las cuatro patas –según la expresión favorita del difunto Plejánov cuando era marxista y revolucionario–. Quizá sea una crisis parlamentaria la que «abra el paso», la que «rompa el hielo»; quizá una crisis derivada de las contradicciones coloniales e imperialistas irremediablemente complicadas, cada vez más graves y exasperadas, o quizá otras causas. No hablamos del tipo de lucha que decidirá la suerte de la revolución proletaria en Inglaterra –esta cuestión no suscita dudas en ningún comunista, pues para todos nosotros está firmemente decidida–; hablamos del motivo que pondrá en movimiento a las masas proletarias hoy todavía adormecidas y las conducirá de lleno a la revolución. No olvidemos, por ejemplo, que en la república burguesa de Francia –en una situación que es cien veces menos revolucionaria que la actual desde el punto de vista tanto internacional como interior– ¡bastó un motivo tan «inesperado» y «fútil» como el asunto Dreyfus [58] –una de las mil hazañas deshonestas de los militaristas reaccionarios– para llevar al pueblo al borde de la guerra civil!
Los comunistas de Inglaterra deben utilizar constantemente, sin descanso ni vacilación, las elecciones parlamentarias, todas las peripecias de la política irlandesa, colonial e imperialista universal del gobierno británico y todos los demás campos, esferas y aspectos de la vida social, actuando en ellos con un espíritu nuevo, con un espíritu comunista, con el espíritu de la Komintern, y no de la II Internacional. No dispongo de tiempo ni de espacio para describir aquí los procedimientos «rusos», «bolcheviques», de participación en las elecciones y en la lucha parlamentarias; pero puedo asegurar a los comunistas de los demás países que no se parecían en nada a las campañas parlamentarias habituales en Europa Occidental. De aquí se saca a menudo la siguiente conclusión: «Eso es así en vuestro país, en Rusia; pero en el nuestro, el parlamentarismo es diferente». La conclusión es falsa. Los comunistas, los partidarios de la Komintern existen en todos los países precisamente para transformar por completo, en todos los ámbitos de la vida, la vieja labor socialista, tradeunionista, sindicalista y parlamentaria en una labor nueva, comunista. En nuestras elecciones hemos visto también de sobra rasgos puramente burgueses, rasgos de oportunismo, de practicismo vulgar y de fraude capitalista. Los comunistas de Europa Occidental y de América deben aprender a crear un parlamentarismo nuevo, desacostumbrado, no oportunista, sin arribismo. Es preciso que el Partido Comunista lance sus consignas; que los verdaderos proletarios, con ayuda de los pobres no organizados y oprimidos por completo, repartan y distribuyan octavillas, recorran las viviendas de los obreros, las chozas de los proletarios del campo y de los campesinos que viven en las aldeas perdidas –por ventura, en Europa hay muchas menos que en Rusia, y en Inglaterra apenas si existen–; que penetren en las tabernas frecuentadas por los hombres más sencillos, se infiltren en las asociaciones, sociedades y reuniones fortuitas de la gente humilde; que hablen al pueblo con un lenguaje sencillo –y no muy parlamentario–, no corran por nada del mundo tras «un puestecillo» en el parlamento, sino que despierten en todas partes el pensamiento, lleven tras de sí a las masas, cojan la palabra a la burguesía y utilicen el mecanismo creado por ella, las elecciones convocadas por ella y sus llamamientos a todo el pueblo; que den a conocer a este último el bolchevismo como nunca habían tenido ocasión de hacerlo –bajo el dominio burgués– fuera del período electoral –sin contar, como es lógico, los momentos de grandes huelgas, cuando ese mismo mecanismo de agitación popular funcionaba en nuestro país con mayor intensidad aún–. Hacer esto en Europa Occidental y en América es muy difícil, dificilísimo; pero puede y debe hacerse, pues es imposible de todo punto cumplir las tareas del comunismo sin trabajar. Y hay que esforzarse para resolver los problemas prácticos, cada vez más variados, cada vez más ligados a todos los dominios de la vida social y que van arrebatando cada día más a la burguesía, uno tras otro, distintos sectores y esferas de actividad.
En esa misma Inglaterra es necesario también organizar de un modo nuevo –no socialista, sino comunista; no reformista, sino revolucionario– la labor de propaganda, de agitación y de organización en el ejército y entre las naciones oprimidas y carentes de plenos derechos que forman parte de «su» Estado –Irlanda, las colonias–. Porque todos estos sectores de la vida social, en la época del imperialismo en general y ahora, después de la guerra, que ha atormentado a los pueblos y les ha abierto rápidamente los ojos, haciéndoles ver la verdad –la verdad de que decenas de millones de hombres han muerto o han quedado mutilados sólo para decidir quiénes habrían de saquear más países: los bandidos ingleses o los bandidos alemanes–; todos estos sectores de la vida social se impregnan singularmente de materias inflamables y dan origen a muchísimas causas de conflictos, de crisis y de exacerbación de la lucha de clases. No sabemos, ni podemos saber, cuál de las incontables chispas que surgen ahora por doquier en todos los países, bajo la influencia de la crisis económica y política mundial, podrá provocar el incendio, es decir, despertar de una manera especial a las masas. Por eso tenemos el deber de emprender con nuestros principios nuevos, comunistas, «la utilización» de todos los campos, cualesquiera que sean, hasta de los más viejos, vetustos y, en apariencia, más estériles, pues, en caso contrario, no estaremos a la altura de nuestra misión, nos faltará algo, no dominaremos todos los tipos de armas, no nos prepararemos ni para vencer a la burguesía –la cual organizó todos los aspectos de la vida social, y los ha desorganizado ahora, a la manera burguesa– ni para reorganizar al estilo comunista toda la vida una vez obtenida la victoria.
Después de la revolución proletaria en Rusia y de sus victorias a escala internacional, inesperadas para la burguesía y los filisteos, el mundo entero se ha transformado y la burguesía es también otra en todas partes. La burguesía se siente asustada por el «bolchevismo» y está irritada con él casi hasta la locura; y precisamente por eso acelera, de una parte, el desarrollo de los acontecimientos y, de otra, centra la atención en reprimir por la violencia el bolchevismo, debilitando con ello su propia posición en otros muchos terrenos. Los comunistas de todos los países avanzados deben tener en cuenta estas dos circunstancias al trazar su táctica.
Los democonstitucionalistas rusos y Kérenski se pasaron de la raya cuando desencadenaron una furiosa persecución contra los bolcheviques, sobre todo a partir de abril de 1917 y, más aún, en junio y julio del mismo año. Los millones de ejemplares de los periódicos burgueses, que gritaban en todos los tonos contra los bolcheviques, ayudaron a que las masas valorasen el bolchevismo; y toda la vida social, además de la prensa, se impregnó de discusiones sobre el bolchevismo gracias al «celo» de la burguesía. Los millonarios de todos los países se comportan hoy de tal modo a escala internacional que debemos estarles agradecidos de todo corazón.
Persiguen al bolchevismo con el mismo celo que lo perseguían antes Kérenski y compañía y, como éstos, se pasan también de la raya y nos ayudan igual que Kérenski. Cuando la burguesía francesa hace del bolchevismo el punto central de la campaña electoral, acusando de bolchevismo y denostando por ello a socialistas relativamente moderados o vacilantes; cuando la burguesía norteamericana, perdiendo por completo la cabeza, detiene a miles y miles de personas sospechosas de bolchevismo y crea un ambiente de pánico propagando por doquier noticias de conjuraciones bolcheviques; cuando la burguesía inglesa, la más «seria» del mundo, con todo su talento y experiencia, comete inverosímiles tonterías, funda riquísimas «sociedades de lucha contra el bolchevismo», crea una literatura especial sobre éste y contrata, para combatirlo, a un personal suplementario de sabios, agitadores y curas; cuando se hace todo eso, debemos inclinarnos y dar las gracias a los señores capitalistas. Trabajan para nosotros. Nos ayudan a interesar a las masas por la naturaleza y la significación del bolchevismo. Y no pueden obrar de otro modo, pues han fracasado ya en sus intentos de «silenciar» el bolchevismo y de estrangularlo.
Pero, al mismo tiempo, la burguesía ve en el bolchevismo casi exclusivamente uno de sus aspectos: la insurrección, la violencia, el terror; por eso procura prepararse de un modo especial para oponer resistencia y replicar en este terreno. Es posible que lo consiga en casos aislados, en algunos países, en tales o cuales períodos breves; hay que contar con esa posibilidad, que no tiene para nosotros nada de terrible. El comunismo «brota» de todos los aspectos de la vida social sin excepción alguna, sus gérmenes existen absolutamente en todas partes, «el contagio» –dicho sea con la comparación preferida de la burguesía y de la policía burguesa y la más «agradable» para ella– ha penetrado muy hondo en el organismo y lo ha impregnado por completo. Si se «cierra» con celo especial una de las salidas, «el contagio» encontrará otra, a veces, la más inesperada.
La vida acaba por imponerse. Que la burguesía se sobresalte, se irrite hasta la locura; que se pase de la raya, haga tonterías, se vengue de antemano de los bolcheviques y se esfuerce por aniquilar –en la India, en Hungría, en Alemania, etc.– a centenares, a miles, a centenares de miles de bolcheviques de ayer o de mañana: al obrar así, procede como lo han hecho todas las clases condenadas por la historia a desaparecer. Los comunistas deben saber que, en todo caso, el porvenir les pertenece. Y por eso podemos –y debemos– unir la máxima pasión en la gran lucha revolucionaria con la apreciación más fría y serena de las furiosas sacudidas de la burguesía. La revolución rusa fue reprimida ferozmente en 1905; los bolcheviques rusos sufrieron una derrota en julio de 1917; más de 15.000 comunistas alemanes fueron aniquilados por medio de la artera provocación y las hábiles maniobras de Scheidemann y Noske, aliados a la burguesía y a los generales monárquicos; en Finlandia y en Hungría hace estragos el terror blanco. Pero, en todos los casos y en todos los países, el comunismo se templa y crece; sus raíces son tan profundas que las persecuciones no lo debilitan, no lo extenúan, sino que lo refuerzan. Falta sólo una cosa para que marchemos hacia la victoria con más firmeza y seguridad: que los comunistas de todos los países comprendamos por doquier y hasta el fin que en nuestra táctica debemos ser flexibles al máximo. Lo que le falta hoy al comunismo, que se desarrolla magníficamente, sobre todo en los países adelantados, es esa conciencia y la capacidad necesaria para aplicarla en la práctica.
Podría –y debería– ser una lección útil lo ocurrido con los jefes de la II Internacional tan eruditos marxistas y tan fieles al socialismo como Kautsky, Otto Bauer y otros. Comprendían muy bien la necesidad de una táctica flexible, habían aprendido y enseñaban a los demás la dialéctica de Marx –y mucho de lo que hicieron en este terreno pervivirá por los siglos de los siglos como una valiosa adquisición de la literatura socialista–; pero al aplicar esta dialéctica han incurrido en un error tan colosal o se han mostrado en la práctica tan apartados de la dialéctica, tan incapaces de tomar en consideración los vertiginosos cambios de forma y la rapidez con que las viejas formas se llenan de un nuevo contenido, que su suerte no es mucho más envidiable que la de Hyndman, Guesde y Plejánov. La causa fundamental de su bancarrota consiste en que «han fijado la mirada» en una forma determinada de crecimiento del movimiento obrero y del socialismo, olvidando el carácter unilateral de esa forma; en que les ha dado miedo ver la brusca ruptura, inevitable por las condiciones objetivas, y han seguido repitiendo las verdades simples, aprendidas de memoria y a primera vista indiscutibles: tres son más que dos. Pero la política se parece más al álgebra que a la aritmética, y todavía más a las matemáticas superiores que a las matemáticas elementales. En realidad, todas las formas antiguas del movimiento socialista se han llenado de un nuevo contenido, por lo cual ha aparecido delante de las cifras un signo nuevo, el signo «menos». Pero nuestros sabios seguían –y siguen– tratando con tozudez de convencerse a sí mismos y convencer a los demás de que «menos tres» es más que «menos dos».
Debemos procurar que los comunistas no repitan el mismo error en sentido contrario, o, mejor dicho, que ese mismo error, cometido, aunque en su sentido contrario, por los comunistas «de izquierda», sea corregido y subsanado con la mayor rapidez y con el menor dolor posible para el organismo. No sólo el doctrinarismo de derecha constituye un error: lo es también el doctrinarismo de izquierda. Por supuesto, el error del doctrinarismo de izquierda en el comunismo es en la actualidad mil veces menos peligroso y grave que el de derecha –es decir, el error del socialchovinismo y del kautskismo–; pero esto se debe únicamente a que el comunismo de izquierda es una tendencia novísima que apenas acaba de nacer. Sólo por eso, la enfermedad puede ser fácilmente vencida, en ciertas condiciones, y es necesario emprender su tratamiento con la máxima energía.
Las viejas formas han reventado, pues ha resultado que su nuevo contenido –antiproletario, reaccionario– ha adquirido un desarrollo exorbitante. Desde el punto de vista del desenvolvimiento del comunismo internacional, tenemos hoy un contenido tan sólido, tan fuerte y tan potente de nuestra actividad –en pro del Poder de los Soviets, en pro de la dictadura del proletariado– que puede y debe manifestarse en cualquier forma, tanto vieja como nueva; que puede y debe regenerar, vencer y someter a todas las formas, nuevas y antiguas, no para conciliarse con estas últimas, sino para saber convertirlas todas, las nuevas y las viejas, en una arma de la victoria completa y definitiva, decisiva e irreversible del comunismo.
Los comunistas deben consagrar todos sus esfuerzos a orientar el movimiento obrero y el desarrollo social en general por el camino más recto y rápido hacia la victoria mundial del Poder Soviético y hacia la dictadura del proletariado. Es una verdad indiscutible. Pero basta con dar un pequeño paso más allá –aunque parezca dado en la misma dirección– para que esta verdad se transforme en un error. Basta con decir, como hacen los comunistas de izquierda alemanes e ingleses, que no aceptamos más que un camino, el camino recto, que no admitimos las maniobras, los acuerdos y los compromisos, para que eso sea un error que puede causar, y ha causado ya en parte y sigue causando, los más graves perjuicios al comunismo. El doctrinarismo de derecha se ha obstinado en no admitir más que las formas viejas y ha fracasado en toda la línea por no haber observado el nuevo contenido. El doctrinarismo de izquierda se obstina en rechazar en absoluto determinadas formas viejas, sin ver que el nuevo contenido se abre paso a través de todas y cada una de las formas y que nuestro deber de comunistas consiste en dominarlas todas, en aprender a completar unas con otras y a sustituir unas por otras con la máxima rapidez, en adaptar nuestra táctica a todo cambio de este género, suscitado por una clase que no sea la nuestra o por unos esfuerzos que no sean los nuestros.
La revolución universal, que ha recibido un impulso tan poderoso y ha sido acelerada con tanta intensidad por los horrores, las villanías y las abominaciones de la guerra imperialista mundial, así como por la situación sin salida que ésta ha creado; esa revolución se desarrolla en amplitud y profundidad con una rapidez tan extraordinaria, con una riqueza tan magnífica de formas sucesivas, con una refutación práctica tan edificante de todo doctrinarismo, que existen suficientes motivos para esperar que el movimiento comunista internacional se curará rápidamente y por completo de la enfermedad infantil del comunismo «de izquierda».
27-IV-1920
Notas
[56] Lenin alude a la sublevación contrarrevolucionaria de la burguesía y los terratenientes en agosto de 1917, encabezada por el general zarista Kornílov, a la sazón jefe supremo del ejército ruso. Los conspiradores se proponían tomar Petrogrado, aniquilar el Partido Bolchevique, disolver los Soviets, implantar en el país una dictadura militar y preparar la restauración de la monarquía. La sublevación, que comenzó el 25 de agosto –7 de septiembre–, fue sofocada por los obreros y los campesinos, bajo la dirección de los bolcheviques.
[57] Lenin se refiere al golpe de Estado militar monárquico, conocido con la denominación de «putsch de Kapp», que dieron los militaristas reaccionarios alemanes en marzo de 1920. Lo organizaron los monárquicos –el latifundista Kapp y los generales Ludendorff, Seeckt y Lüttwitz– con la connivencia manifiesta del gobierno socialdemócrata. El 13 de marzo, los generales sediciosos lanzaron sobre Berlín unidades militares y, sin encontrar la menor resistencia por parte del gobierno, implantaron una dictadura militar. Los obreros de Alemania respondieron al golpe de Estado con la huelga general. El Gobierno Kapp cayó bajo el embate del proletariado el 17 de marzo, volviendo al poder los socialdemócratas de derecha.
[58] Asunto Dreyfus: proceso provocador urdido en 1894 por los monárquicos reaccionarios de la camarilla militar de Francia contra Alfredo Dreyfus, oficial hebreo del Estado Mayor General francés, acusado falsamente de espionaje y alta traición. Un consejo de guerra condenó a Dreyfus a cadena perpetua. Los medios reaccionarios de Francia aprovecharon la condena de Dreyfus, inspirada por los militaristas, para atizar el antisemitismo y desplegar la ofensiva contra el régimen republicano y las libertades democráticas. En 1898, cuando los socialistas y los demócratas burgueses avanzados –entre los que figuraban Emilio Zola. Juan Jaurès y Anatolio France– emprendieron una campaña en pro de la revisión de la causa, el asunto Dreyfus adquirió un carácter político evidente y dividió el país en dos campos: republicanos y demócratas, de un lado, y el bloque de monárquicos, clericales, antisemitas y nacionalistas, de otro. Bajo la presión de la opinión pública. Dreyfus fue indultado y puesto en libertad en 1899; pero sólo en 1906, el Tribunal de Apelación le declaró inocente y lo reincorporó al ejército.
Vladimir Ilich Uliánov, Lenin;
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