«El futuro no puede pertenecer a concepciones confusas e indefinidas; tales, precisamente, son las de Monod y, sobre todo, las de Lamprecht. No es posible, naturalmente, dejar de saludar la tendencia que proclama que la tarea primordial de la ciencia histórica es el estudio de las instituciones sociales y de las condiciones económicas. Esta ciencia irá lejos, cuando dicha tendencia arraigue en ella definitivamente. Pero, en primer término, Pirenne se equivoca considerando que esta tendencia es nueva. Ha surgido en la ciencia histórica ya en la segunda década del siglo XIX: sus representantes más destacados y consecuentes fueron Guizot, Mignet, Agustín Thierry [20] y, más tarde, Tocqueville y otros. Las ideas de Monod y Lamprecht no son más que una copia pálida de un original viejo, pero muy notable. En segundo término, por profundas que hayan sido para su época las concepciones de Guizot, Mignet y otros historiadores franceses, muchos puntos han quedado sin esclarecer. No dan una solución precisa y completa a la cuestión del papel del individuo en la Historia. Ahora bien, la ciencia histórica debe resolver de una manera efectiva esta cuestión, si es que sus representantes quieren librarse de una concepción unilateral del objeto de su ciencia. El futuro pertenece a la escuela que mejor resuelva este problema.
Las ideas de Guizot, Mignet y otros historiadores pertenecientes a esta tendencia, eran como una reacción frente a las ideas históricas del siglo XVIII y son su antítesis. Los hombres que en aquel siglo se ocupaban de la filosofía de la Historia lo reducían todo a la actividad consciente de los individuos. Ciertamente, existían también entonces algunas excepciones a la regla general: el campo visual histórico-filosófico, por ejemplo, de Vico, Montesquieu y Herder [21] era mucho más amplio. Pero nosotros no nos referimos a las excepciones, la enorme mayoría de los pensadores del siglo XVIII interpretaban la Historia tal como lo hemos expuesto. Es muy interesante a este respecto volver a leer hoy las obras históricas de Mably [22]. Según este autor, fue Minos el que organizó la vida social y política y las costumbres de los cretenses, mientras Licurgo prestó el mismo servicio a Esparta. Si los espartanos «despreciaban» los bienes materiales, esto es debido a Licurgo, que «penetró, por decirlo así, hasta el corazón mismo de sus conciudadanos y ahogó en ellos todo germen de pasión por las riquezas» [23]. Y si más tarde los espartanos abandonaron la senda señalada por el sabio Licurgo la culpa es de Lisandro, que les había convencido de que «los tiempos nuevos y las nuevas circunstancias exigen, nuevas leyes y una política nueva» [24].
Las obras escritas partiendo de este punto de vista, no tenían nada que ver con la ciencia y se escribían, como sermones, únicamente con vistas a las «lecciones» morales que de ellos se desprenden. Contra estas concepciones fue contra las que se levantaron los historiadores franceses de la época de la Restauración (1815-1830). Después de las convulsiones de fines del siglo XVIII, era ya en absoluto imposible considerar a la Historia como obra de personalidades más o menos eminentes, más o menos nobles e ilustradas, que arbitrariamente inculcaran a una masa ignorante, pero sumisa, estos o los otros sentimientos e ideas. Contra tal filosofía de la Historia se rebelaba además el orgullo plebeyo de los teóricos burgueses. Eran los mismos sentimientos que todavía en el siglo XVIII se pusieron de manifiesto en la naciente dramaturgia burguesa. En la lucha contra las viejas concepciones históricas, Thierry empleaba, entre otros, los mismos argumentos que fueron empleados por Beaumarchais y otros contra la vieja estética [25].
Por último, las tempestades que poco tiempo antes habían estallado en Francia, demostraban claramente que la marcha de los acontecimientos históricos estaba lejos de ser determinada exclusivamente por la actividad consciente de los hombres; ésta sola circunstancia debía ya sugerir la idea de que los acontecimientos tienen lugar bajo la influencia de cierta necesidad latente que actúa de manera ciega, como las fuerzas de la naturaleza, pero conforme a determinadas leyes inexorables. Es interesante −aunque hasta ahora, que nosotros sepamos, nadie lo ha señalado− el hecho de que la nueva concepción de la Historia, como proceso que obedece a determinadas leyes, fue defendido de la manera más consecuente por los historiadores franceses de la época de la Restauración, y precisamente en las obras dedicadas a la Revolución Francesa.
Tales eran, entre otras, las obras de Mignet. Y Thiers [26]. [El romántico] François-René de Chateaubriand dio el nombre de fatalista a la nueva escuela histórica. He aquí cómo él definía las tareas que esta escuela planteaba ante los investigadores.
«Este sistema exige que el historiador relate sin indignación las ferocidades más atroces, que hable sin amor de las más altas virtudes y con su fría mirada no vea en la vida social más que la manifestación de las leyes ineluctables, en virtud de las cuales todo fenómeno se produce precisamente como inevitablemente debía producirse». (François-René de Chateaubriand; Prefacio a Estudios históricos, 1831)
Esto, naturalmente, es inexacto. La nueva escuela no exigía de ningún modo la impasibilidad del historiador. Augustin Thierry incluso declaró abiertamente que las pasiones políticas, aguzando el espíritu del investigador, pueden ser un arma potente para el descubrimiento de la verdad [28]. Y basta repasar las obras históricas de Guizot, Thierry o Mignet, para ver que ellos estaban animados de la simpatía más viva hacia la burguesía, tanto en su lucha contra la aristocracia y el clero, como en su tendencia a ahogar las reivindicaciones del proletariado naciente. Pero lo que es indiscutible es que la nueva escuela histórica ha surgido entre 1820 y 1830, es decir, en una época en que la aristocracia estaba ya vencida por la burguesía, aunque aquélla trataba aún de restablecer algunos de sus viejos privilegios. El orgullo que les infundía la conciencia del triunfo de su clase se reflejaba en todos los razonamientos de los historiadores de la nueva escuela, Y como la burguesía no se ha distinguido nunca por una delicadeza caballeresca de sentimientos, es natural que en los argumentos de sus sabios representantes asomara a veces la crueldad hacia el vencido. «El más fuerte absorbe al más débil, lo cual es legítimo», dice Guizot en uno de sus panfletos. No menos cruel es su actitud hacia la clase obrera. Esta crueldad, que en determinadas épocas adquiría la forma de una impasibilidad tranquila, indujo a error a Chateaubriand. Además, entonces no se veía claramente aún cómo debía concebirse la regularidad del movimiento histórico. Por último, la nueva escuela podía parecer fatalista precisamente porque, tratando de apoyarse con decisión sobre la regularidad, se ocupaba poco de las grandes personalidades históricas [29]. Esto es lo que no podían comprender fácilmente gente formada en las ideas históricas del siglo XVIII. Sobre los nuevos historiadores se volcaron las refutaciones procedentes de todos lados, y fue entonces cuando se entabló la discusión que, como hemos visto, continúa en nuestros días.
En enero de 1828, Sainte-Beuve [30], escribió en Globe, con motivo de la aparición de los tomos V y VI de la «Historia de la Revolución Francesa» (1838), de Mignet:
«En cada momento dado, el hombre puede, por una decisión súbita de su voluntad, introducir en la marcha de los acontecimientos una fuerza nueva, inesperada y variable, capaz de imprimirle otra dirección, pero que, no obstante, sola no se presta a ser medida a causa de su variabilidad». (Sainte-Beuve; Señor Mignet. Historia de la Revolución Francesa de 1789 a 1814, 1828)
No hay que pensar que Sainte-Beuve, suponía que las «decisiones súbitas» de la voluntad del hombre aparecen sin razón alguna. No. Sería muy ingenuo. Él no ha hecho más que afirmar que las cualidades intelectuales y morales del hombre que desempeña un papel más o menos importante en la vida social, su talento, sus conocimientos, su decisión o indecisión, su valor, o cobardía, etc., no podían dejar de ejercer una influencia notable sobre el curso y el desenlace de los acontecimientos, y, sin embargo, estas cualidades no se explican solamente por las leyes generales del desenvolvimiento de los pueblos, sino que se forman, siempre y en alto grado, bajo la influencia de lo que podríamos llamar casualidades de la vida privada. Citaremos unos cuantos ejemplos para aclarar este pensamiento, que, por otra parte, nos parece suficientemente claro.
En la Guerra de Sucesión de Austria (1740-1748), las tropas francesas obtuvieron unas cuantas victorias brillantes y Francia hubiera podido, indudablemente, lograr de Austria la cesión de un territorio bastante extenso en lo que hoy es Bélgica; pero Luis XV, no exigía esta anexión porque él, según decía, no peleaba como mercader, sino como rey; así, la paz de Aquisgrán (1748), no ha dado nada a los franceses. Pero si el carácter de Luis XV hubiese sido otro, el territorio de Francia, tal vez hubiera aumentado, por cuyo motivo hubiera variado un tanto el curso de su desarrollo económico y político.
Como es sabido, la Guerra de los Siete Años (1756-1763), Francia la llevó a cabo en alianza con Austria. Se dice que en la concentración de esta alianza influyó grandemente Madame de Pompadour [31], a quien había halagado extraordinariamente el hecho de que la orgullosa María Teresa, la llamara, en una carta, su prima o su querida amiga. Puede decirse, por tanto, que si Luis XV hubiese poseído una moral más austera y se hubiese dejado influir menos por sus favoritas, Madame de Pompadour no habría ejercido esa influencia sobre los acontecimientos y éstos habrían tomado otro giro. En la Guerra de los Siete Años, los franceses no tuvieron éxito. Sus generales sufrieron varias derrotas vergonzosas. En general, la conducta observada por ellos ha sido más que extraña. Richelieu se dedicaba a la rapiña, mientras que Soubise y Broglie, siempre se estorbaban mutuamente. Así, cuando Broglie atacó al enemigo en Willinghausen, Soubise, que había oído los disparos de cañón, no acudió en ayuda de su compañero, como estaba convenido y como, indudablemente, debía haber hecho y Broglie, se vio obligado a retirarse [32]. Ahora bien, a Soubise, inepto en extremo, le protegía Madame de Pompadour. Y puede decirse una vez más que si Luis XV hubiese sido menos voluptuoso o si su favorita no hubiese intervenido en política, los acontecimientos no habrían sido tan desfavorables para Francia.
Los historiadores franceses afirman que Francia no debía en absoluto pelear en el continente europeo, sino que debía concentrar todos sus esfuerzos en el mar para defender sus colonias [como Canadá y la India] de la codicia de Inglaterra. Ahora bien, si Francia, obró de otra manera, la culpa es una vez más de la inevitable Madame de Pompadour, que aspiraba a complacer a su «querida amiga», María Teresa. A causa de la Guerra de los Siete Años, Francia perdió sus mejores colonias, lo que, sin duda, influyó fuertemente sobre el desarrollo de sus relaciones económicas. La vanidad femenina aparece aquí ante nosotros como un «factor» influyente del desarrollo económico. ¿Hacen falta otros ejemplos? Citaremos uno más, quizá el más sorprendente. En agosto de 1761, durante la misma Guerra de los Siete Años, las tropas austríacas, después de unirse con las rusas en la Silesia cercaron a Federico cerca de Striegau. La situación de Federico era desesperada, pero los aliados no se apresuraron a atacar y el general Buturlín [33], después de permanecer veinte días inactivo frente al enemigo, se retiró de la Silesia, dejando únicamente una parte de las tropas como refuerzo de las del general austriaco Laudon. Éste ocupó Schweidnitz; cerca del cual se encontraba Federico. Pero este éxito había sido de poca importancia. En cambio, ¿qué habría sucedido si Buturlín, hubiese poseído un carácter más enérgico, si los aliados hubiesen atacado a Federico, sin darle tiempo a fortificarse? Es posible que hubiese sido derrotado por completo y que hubiera tenido que someterse a la voluntad de sus vencedores. Esto sucedió unos cuantos meses antes de que un nuevo hecho fortuito, la muerte de la emperatriz Elisabeth, modificara súbita y radicalmente la situación en favor de Federico. Cabe preguntar: ¿qué hubiera sucedido si Buturlín hubiera sido más enérgico o si en su lugar hubiera habido un Suvórov? [34].
En sus análisis de la concepción de los historiadores «fatalistas», Sainte-Beuve, formuló también otro razonamiento que conviene tener en cuenta. En el ya citado artículo sobre la «Historia de la Revolución Francesa», de Mignet, él demuestra que el curso y el desenlace de la Revolución Francesa no sólo fueron condicionados por las causas generales que la originaron y por las pasiones que ella a su vez desencadenó, sino también por numerosos pequeños fenómenos que se escapan a la atención del investigador y que, incluso, no forman parte siquiera de los fenómenos sociales propiamente dichos.
«En el momento en que obran estas pasiones −provocadas por los fenómenos sociales−, las fuerzas físicas y fisiológicas de la naturaleza tampoco estaban inactivas: la piedra seguía sometida a la fuerza de la gravedad, la sangre no cesaba de circular por las venas. ¿Es posible que el curso de los acontecimientos no habría cambiado si Mirabeau, por ejemplo, no hubiese muerto atacado por unas fiebres, si la caída inesperada de un ladrillo o la apoplejía hubiese ocasionado la muerte de Robespierre, si una bala hubiese matado a Bonaparte? ¿Se atreverían ustedes a afirmar que el resultado de los acontecimientos habría sido el mismo? Ante un número suficientemente grande de casualidades como las sugeridas por mí, el resultado habría podido ser completamente opuesto al que, según ustedes, era inevitable. Ahora bien, yo tengo derecho a suponer tales contingencias, porque no las excluyen ni las causas generales de la revolución ni las pasiones engendradas por estas causas generales». (Sainte-Beuve; Señor Mignet. Historia de la Revolución Francesa de 1789 a 1814, 1828)
Más adelante cita la conocida observación de que la Historia habría seguido completamente otro rumbo si la nariz de Cleopatra hubiera sido un poco más corta, y, en su conclusión, reconociendo que se pueden decir muchas cosas en defensa de la concepción de Mignet, señala una vez más en qué consiste el error de ese autor. Mignet, atribuye únicamente a la acción de las causas generales aquellos resultados a cuyo nacimiento han contribuido también numerosas causas pequeñas, oscuras, imperceptibles: su espíritu rígido parece resistirse a reconocer la existencia de aquello que no obedece a un orden y a unas leyes determinadas.
¿Son fundadas las objeciones de Sainte-Beuve? Parece que contienen cierta parte de verdad. Pero ¿cuál, precisamente? Para determinarla, examinemos primero la idea según la cual el hombre, mediante «las decisiones súbitas de su voluntad», puede introducir en la marcha de los acontecimientos una fuerza nueva, capaz de modificarla sensiblemente. Hemos citado varios ejemplos que, en nuestra opinión, lo explican muy bien. Reflexionemos sobre estos ejemplos.
De todos es sabido que durante el reinado de Luis XV, el arte militar en Francia decaía cada vez más. Según hace notar Henri Martin, durante la Guerra de los Siete Años, las tropas francesas, tras las cuales marchaban numerosas prostitutas, mercaderes y lacayos y que tenían más caballos de tiro que fuerzas montadas, recordaba más las huestes de Darío y Jerjes que los ejércitos de Turenne y de Gustavo Adolfo [35].
En su «Historia de la Guerra de los Siete Años» (1788), Archenholz, escribe, refiriéndose a la Guerra de los Siete Años, que los oficiales franceses que estaban de guardia abandonaban con frecuencia sus puestos para ir a bailar a alguna parte de los alrededores y que únicamente cumplían las órdenes de sus mandos cuando lo consideraban necesario y cómodo. Este deplorable estado de los asuntos militares era condicionado por la decadencia de la nobleza, que, no obstante, continuaba ocupando todos los altos puestos en el ejército, y por el desbarajuste general de todo el «viejo orden», que marchaba rápidamente hacia su destrucción. Estas solas causas generales eran más que suficientes para hacer que la Guerra de los Siete Años tuviera un desenlace desfavorable para Francia. Pero no cabe duda que la ineptitud de generales como Soubise, aumentaron aún más las probabilidades de fracaso del ejército francés, condicionadas por las causas generales. Y como Soubise se mantenía en su puesto gracias a Madame de Pompadour, hay que reconocer que la vanidosa marquesa fue uno de los «factores» que acentuaron considerablemente la influencia desfavorable de las causas generales sobre la situación de Francia, durante la Guerra de los Siete Años.
La fuerza de la marquesa de Pompadour no residía en ella misma sino en el poder del rey, el cual estaba sometido a su voluntad. ¿Puede acaso, afirmarse que el carácter de Luis XV era tal como necesariamente tenía que ser dado el curso general del desarrollo de las relaciones sociales de Francia? No. En idénticas condiciones de dicho desarrollo, el lugar del rey pudo ser ocupado por otro cuya actitud hacia las mujeres fuese diferente. Sainte-Beuve diría que para eso hubiera bastado la acción de causas fisiológicas oscuras e imperceptibles. Y tendría razón. Pero no es así, resulta que estas causas fisiológicas oscuras al influir en la marcha, y el desarrollo de la Guerra de los Siete Años, ha influido también sobre el desarrollo ulterior de Francia, que habría seguido otro rumbo si la mencionada guerra no le hubiera hecho perder la mayor parte de sus colonias. Cabe preguntar si no contradice esta conclusión a la idea del desarrollo de la sociedad conforme a determinadas leyes.
De ningún modo. Por indudable que fuese en los casos indicados la acción de las particularidades individuales, no es menos cierto que ello podía tener lugar únicamente bajo determinadas condiciones sociales. Después de la batalla de Rossbach, los franceses estaban terriblemente indignados contra la protectora de Soubise, que cada día recibía un gran número de cartas anónimas, llenas de amenazas e insultos. Madame de Pompadour estaba atormentada; comenzó a sufrir de insomnio [36]. Sin embargo, continuó protegiendo a Soubise. En 1762, en una de las cartas a él dirigidas, después de decirle que no ha justificado las esperanzas que en él había cifrado, añadió: «A pesar de eso, no temáis nada, tomaré bajo mi cuidado vuestros intereses y me esforzaré en reconciliaros con el rey» [37].
Como se ve, ella no había cedido ante la opinión pública. ¿Por qué no lo ha hecho? Indudablemente, porque la sociedad francesa de entonces no estaba en condiciones de obligarla a ceder. Pero, ¿por qué la sociedad de entonces no estaba en condiciones de hacerlo? Impedía hacerlo su organización, que, a su vez, dependía de la correlación de las fuerzas sociales de la Francia de aquella época. Por consiguiente, es la correlación de estas fuerzas la que, en última instancia, explica el hecho de que el carácter de Luis XV y los caprichos de sus favoritas pudieran ejercer una influencia tan nefasta sobre los destinos de Francia. Si no hubiese sido el rey el que se habría caracterizado por su debilidad hacia el sexo femenino, sino uno cualquiera de sus cocineros o de sus mozos de cuadra, ésta no habría tenido ninguna importancia histórica. Es evidente que no se trata aquí de dicha debilidad, sino de la situación social del individuo que padece de ella. El lector comprenderá que estos razonamientos pueden ser aplicados a todos los ejemplos arriba citados. Basta cambiar los nombres; colocar, por ejemplo, Rusia en lugar de Francia, Buturlín en lugar de Soubise, etc. Por eso nos abstendremos de repetirlos.
Resulta, pues, que, gracias a las peculiaridades de su carácter, los individuos pueden influir en los destinos de la sociedad. A veces, la influencia es, incluso, bastante considerable, pero tanto la posibilidad misma de esta influencia como sus proporciones son determinadas por la organización de la sociedad, por la correlación de las fuerzas que en ella actúan. El carácter del individuo constituye el «factor» del desarrollo social sólo allí, sólo entonces, y sólo en el grado en que lo permiten las relaciones sociales. Se nos puede objetar que el grado de la influencia personal, depende asimismo del talento del individuo. Estamos de acuerdo. Pero el individuo constituye el «factor» del desarrollo social cuando ocupa en la sociedad la situación necesaria a este efecto. ¿Por qué pudo el destino de Francia hallarse en manos de un hombre privado en absoluto de capacidad y deseo de servir al bien público? Porque tal era la organización de la sociedad. Es esta organización la que determina en cada época el papel y, por consiguiente, la importancia social que puede corresponder a los individuos dotados de talento o que carecen de él.
Ahora bien, si el papel de los individuos está determinado por la organización de la sociedad, ¿cómo su influencia social, condicionada por este papel, puede estar en contradicción con la idea del desarrollo de la sociedad conforme a leyes determinadas? Esta influencia no sólo no está en contradicción con tal idea, sino que es una de sus ilustraciones más brillantes. Pero aquí hay que hacer notar lo siguiente. La posibilidad de la influencia social del individuo, condicionada por la organización de la sociedad, abre las puertas a la influencia de las llamadas casualidades sobre el destino histórico de los pueblos. La lujuria de Luis XV era una consecuencia necesaria del estado de su organismo. Pero, en lo que se refiere al curso del desarrollo de Francia, este estado era casual. Mas, como ya hemos dicho, no dejó de ejercer su influencia sobre el destino ulterior de Francia y, por lo mismo, figura entre las causas que han condicionado este destino. La muerte de Mirabeau, obedeció, naturalmente, a procesos patológicos perfectamente regulares. Pero la necesidad de estos procesos no surgía en absoluto del curso general del desarrollo de Francia, sino de algunas propiedades particulares del organismo del famoso orador y de las condiciones físicas en que se produjo el contagio. En lo que se refiere al curso general del desarrollo de Francia, estas particularidades y estas condiciones son casuales. Y, sin embargo, la muerte de Mirabeau ha influido en la marcha ulterior de la revolución y forma parte de las causas que la han condicionado.
Más sorprendente aún es la obra de la casualidad en el ejemplo de Federico II, citado antes, el cual se libró de una situación embarazosa gracias únicamente a la indecisión de Buturlín. El nombramiento de Buturlín, incluso con respecto al curso general del desarrollo de Rusia, podía ser casual en el sentido que nosotros atribuimos a esta palabra y nada tenía que ver con el curso general del desarrollo de Prusia. En cambio, no es infundada la hipótesis de que la indecisión de Buturlín salvó a Federico de una situación desesperada. Si en el lugar de Buturlín, hubiese estado Suvórov, la historia de Prusia habría tal vez tomado otro rumbo. Resulta, pues, que la suerte de los Estados depende a veces de casualidades que podríamos llamar casualidades de segundo grado. Hegel, decía: «En todo lo finito hay un elemento casual». En la ciencia no tenemos que ver únicamente con lo «finito»; por eso puede decirse que en todos los procesos que ella estudia existe un elemento casual. ¿Excluye esto la posibilidad del conocimiento científico de los fenómenos? No. La casualidad es algo relativo. No aparece más que en el punto de intersección de los procesos necesarios. La aparición de los europeos en América fue, para los habitantes de México y Perú, una casualidad en el sentido de que ella no surgía del desarrollo social de dichos países. Pero no era una casualidad la pasión por la navegación que se había apoderado de los europeos del Occidente a fines de la Edad Media; ni fue casual el hecho de que la fuerza de los europeos venciera fácilmente la resistencia de los indígenas. Las consecuencias de la conquista de México y Perú por los europeos no eran tampoco debido a la casualidad; en fin de cuentas, estas consecuencias eran la resultante de dos fuerzas; la situación económica de los países conquistados, por un lado, y la situación económica de los conquistadores, por el otro. Y estas fuerzas, así como su resultante, pueden muy bien ser objeto de un estudio científico riguroso.
Las contingencias de la Guerra de los Siete Años ejercieron una gran influencia en la historia ulterior de Prusia. Pero esta influencia habría sido completamente otra si la hubieran sorprendido en otra fase de su desarrollo. Las consecuencias de las casualidades también aquí fueron definidas por la resultante de dos fuerzas: el estado político y social de Prusia, por un lado, y el estado político y social de los estados europeos que ejercían su influencia sobre ella, por el otro. En consecuencia, tampoco aquí la casualidad impide en absoluto el estudio científico de los fenómenos.
Sabemos ahora que los individuos ejercen con frecuencia una gran influencia sobre el destino de la sociedad, pero que esta influencia está determinada por la estructura interna de aquélla y por su relación con otras sociedades. Pero con esto no queda agotada la cuestión del papel del individuo en la Historia. Debemos abordarlo todavía en otro de sus aspectos. Sainte-Beuve pensaba que bajo un número suficiente de causas pequeñas y oscuras del género de las por él indicadas, la Revolución Francesa hubiera podido tener un desenlace contrario al que conocemos. Esto es un gran error. Cualquiera que hubiese sido la combinación de pequeñas causas psicológicas y fisiológicas, en ningún caso habría eliminado las grandes necesidades sociales que engendraron la Revolución Francesa; y mientras estas necesidades no hubiesen sido satisfechas, no habría, cesado en Francia el movimiento revolucionario. Para que el resultado hubiese sido contrario al que fue en realidad, habría habido que sustituir esas necesidades por otras opuestas, lo que naturalmente, jamás habría estado en condiciones de hacerlo ninguna combinación de pequeñas causas. Las causas de la Revolución Francesa residían en la naturaleza de las relaciones sociales, y las pequeñas causas supuestas por Sainte-Beuve, podían residir únicamente en las particularidades individuales de diferentes personas. La causa última de las relaciones sociales reside en el estado de las fuerzas productivas. Depende de las particularidades individuales de diferentes personas únicamente en el sentido de una mayor o menor capacidad de tales individuos para impulsar los perfeccionamientos técnicos, descubrimientos e inventos. Sainte-Beuve, no tuvo en cuenta las particularidades de este género. Pero ninguna otra particularidad garantiza a personas determinadas el ejercicio de una influencia directa sobre el estado de las fuerzas productivas y, por consiguiente, sobre las relaciones sociales por ellas determinadas, es decir, sobre las relaciones económicas. Cualesquiera que sean las particularidades de un determinado individuo, éste no puede eliminar unas determinadas relaciones económicas cuando éstas corresponden a un determinado estado de las fuerzas productivas. Pero las particularidades individuales de la personalidad la hacen más o menos apta para satisfacer las necesidades sociales que surgen en virtud de las relaciones económicas existentes o para oponerse a esta satisfacción. La necesidad social más urgente de la Francia de fines del siglo XVIII consistía en la sustitución de las viejas instituciones políticas por otras que armonizaran más con el nuevo régimen económico». (Georgui Plejánov; El papel del individuo en la historia, 1898)
Anotaciones de la edición:
[20] Guizot, Mignet, Thierry. Historiadores burgueses franceses de la época de la Restauración (1814-1830).
[21] Vico, filósofo italiano e historiados de la primera mitad del siglo XVIII; Montesquieu, sociólogo francés del mismo período; Herder, filósofo alemán e historiador de la segunda mitad del siglo XVIII. En sus obras trataban de fundamentar la regularidad del proceso histórico, de presentar la marcha de los acontecimientos históricos como independiente de la voluntad y aspiraciones de los reyes, de los hombres de Estado y de los gobernantes. Vico veía la regularidad en la alternación de los auges y decadencias de los estados, que se sustituían en el eterno ciclo de la historia, condicionado, según él, por la voluntad de Dios. Montesquieu y Herder trataban de fundamentar la regularidad de la Historia mediante la influencia de las condiciones naturales, fundamentalmente climatológicas y geográficas en la sociedad.
[22] Gabriel Mably (1709-1785). Abate, comunista utópico francés. Veía la causa fundamental de los cambios históricos en la actuación de los soberanos y de las personalidades destacadas.
[29] En el artículo dedicado a la tercera edición de la «Historia de la Revolución Francesa» de Mignet, Sainte-Beuve caracterizaba de la siguiente manera la actitud de este historiador hacia las personalidades:
«Ante la vista de las vastas y profundas emociones populares que tuvo que describir, frente al espectáculo de la incapacidad e impotencia de los genios más sublimes y de las virtudes más santas cuando se sublevaron las masas, fue embargado por un sentimiento de compasión hacia el individuo, sin ver en éste nada más que flaqueza y negándole su capacidad para llevar a cabo una acción eficaz de no ser en unión con la masa». (Sainte-Beuve; Señor Mignet. Historia de la Revolución Francesa de 1789 a 1814, 1828)
[30] Agustín Sainte-Beuve (1804-1869). Poeta y crítico literario francés. Consideraba la actividad del individuo como independiente de las condiciones sociales.
[31] Juana Antonieta Pompadour (1721-1764). Favorita del rey francés Luis XV, que jugó un gran papel en la política interior y exterior de Francia.
[32] Otros dicen que la culpa no fue de Soubise, sino de Broglie, quien no esperó a su compañero por no compartir con él los laureles de la victoria. Pero esto no tiene para nosotros ninguna importancia, ya que en nada cambia el fondo de la cuestión. [G. V. Plejánov].
[33] Conde Buturlín (1694-1767). Mariscal de campo que mandaba el ejército ruso durante la Guerra de los Siete años (1756-1763).
[34] A. V. Suvórov (1730-1800). Notable militar ruso.
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