«Se ve cómo la solución de las mismas oposiciones teóricas sólo es posible de modo práctico sólo es posible mediante la energía práctica del hombre y que, por ello, esta solución no es, en modo alguno, tarea exclusiva del conocimiento, sino una verdadera tarea vital que la filosofía no pudo resolver precisamente porque la entendía únicamente como tarea teórica». (Karl Marx; Manuscritos económicos y filosóficos, 1844)
Por cuestiones obvias, consideramos este capítulo uno de los más importantes de nuestro documento. En él, abordaremos cuáles han sido las confusiones más típicas entre la unidad de la teoría y la práctica, cómo se interrelacionan y qué consecuencias ha tenido esto en el actuar de los grupos revolucionarios y demás. Entre medias, nos veremos obligados a clarificar conceptos variopintos como: «teoría», «abstracción», «práctica» o «praxis», entre otros; confirmándose, como vimos en entregas anteriores, que no se puede hacer un culto a las palabras. Esto demostrará que los sujetos, aun estando separados por otras épocas, distintas lenguas y diferentes culturas filosóficas, y aunque no manejen exactamente los mismos términos, esto muchas veces no les ha impedido entender y actuar de forma análoga. También nos centraremos en indagar por qué el revisionismo tiene tanto interés en rebajar o ignorar la necesidad de un estudio científico de la teoría, insistiendo una y otra vez en «el peligro de caer en la desviación contemplativa» −cuando, desde sus inicios, de lo que más ha adolecido el movimiento emancipador es de un «practicismo ciego»−. Por último, daremos una serie de ejemplos para liquidar ese pensamiento idealista que considera como «práctica» solo las cosas más básicas instaladas en el imaginario colectivo, cuando esta recorre toda actividad humana, haciendo entender que el problema no es la «teoría» o la «práctica», sino de qué tipo se trata, de si es efectiva o no, de si se sostiene sobre bases sólidas, de si parte de la realidad.
La «Línea de Reconstitución» y sus sofismas lukacsianos sobre la «praxis»
Aquí de nuevo tomaremos a la «Línea de Reconstitución» (LR) por ser un buen representante de una o varias desviaciones típicas, lo cual nos servirá una vez más como hilo conductor para explicar las cosas. Ahora, el lector ha de tener en cuenta que, si se fija con detenimiento, sus concepciones nunca son originales, sino reproducciones de las que muchos grupos de la «izquierda» ya cometían antes de su misma existencia −se presentasen estos como más «radicales» y «revolucionarios», o más «moderados» y «académicos», que lo mismo da−; unos planteamientos que, por otra parte, también heredan hoy muchos de los competidores de la LR, lo que certifica que comparten raíces.
Sin ir más lejos, en sus escritos, la LR advierte que hay que saber bien lo que es la «praxis» −o más bien, la versión lukacsiana que ellos entienden de este concepto−, una rehabilitación de Lukács en la que también vinieron insistiendo décadas atrás los eurocomunistas del Partido Comunista de España (PCE) −si el lector no nos cree, hoy tiene disponible las publicaciones de «Nuestra Bandera» o «Utopía» al respecto−. Al parecer su percepción sobre esta le atribuye una transcendencia que «lo habría cambiado todo». Genial. ¡Afortunados somos de teneros entonces! Veamos en qué se basa:
«Esta praxis revolucionaria, como decimos, es la fusión ente la teoría revolucionaria y la práctica revolucionaria». (Comité por la Reconstitución; Línea Proletaria, Nº3, 2018)
¿Y qué hay aquí de novedoso? Nada, todo lo contrario. Pero antes de continuar, nos vemos obligados −aunque no sea muy agradable ni para el lector, ni para nosotros− a detenernos en la etimología del término para observar los errores y malinterpretaciones que se suelen dar −y que acaban en un subjetivismo atroz como veremos más adelante−.
Primero que todo, se puede entender por «teoría», según la primera acepción de la RAE, y no sin una connotación peyorativa, a lo que llamamos: «Conocimiento especulativo considerado con independencia de toda aplicación». Otra variante recogida por la RAE, más benévola e incluso positiva, es su segunda acepción: «Serie de leyes que sirven para relacionar determinado orden de fenómenos». Y, por último, en su tercera acepción: «Hipótesis cuyas consecuencias se aplican a toda una ciencia o a parte muy importante de ella». Evidentemente, esto no nos satisface demasiado, aunque las últimas podrían servirnos si añadiésemos explicaciones adicionales.
En cambio, por «praxis» se entiende, según la misma fuente: «Práctica, en oposición a la teoría»; sin embargo, como sabemos gracias a la dialéctica materialista, no son términos diametralmente opuestos, sino que están en estrecha relación, pues sin práctica no habría teoría. En alemán «práctica» se escribe «trainieren» o «praxis» y, ambas palabras, se utilizan de forma intercambiable, al igual que en castellano. Esta última palabra, por ejemplo, fue utilizada por Marx en sus «Tesis sobre Feuerbach» (1845).
Si nos vamos al origen etimológico de «práctica» vemos que viene del latín tardío «practĭce», y este del griego «πρακτικη» [praktikē]. Mientras que «praxis» procede de «πρᾶξις», «πρᾶξεως» [praksis, prakseos]. Se compone del sufijo «-σις» [-sis] que señala la acción sobre la raíz del verbo «πράσσειν» [prássein] cuyo significado es «hacer», «llevar a cabo», «tratar», «realizar», «efectuar». A este verbo se lo asocia con la raíz indoeuropea «-per» [llevar, traer].
Con esto basta. Poca duda queda sobre lo que significan estos términos según las concepciones generales. Ahora bien, al lector le deben seguir chirriando estas definiciones dadas por los lingüistas oficiales, donde no se ve por ningún lado, la ligazón que pueda haber entre «teoría» y «práctica», algo sin lo cual no se puede entender el desarrollo humano como tal. En el «Diccionario filosófico» (1946) de la URSS no se consideraba necesario definir por separado estos conceptos, sino que bajo el título «teoría y práctica», se afirmaba:
«El materialismo filosófico marxista considera que la práctica social, y ante todo la práctica material, productiva, de los hombres, es la base, la fuente de la teoría. Por eso, «el punto de vista de la vida, de la práctica, debe ser el primordial y fundamental de la teoría del conocimiento» (Lenin). Los datos de la ciencia se comprueban siempre por la práctica, por la experiencia. La práctica es el criterio de la verdad más profundo y decisivo en el conocimiento. La teoría, siendo la síntesis de la experiencia y de la práctica, proporciona a los hombres una perspectiva en su actividad práctica. (…) La teoría deja de tener objeto cuando no se halla vinculada a la práctica revolucionaria, y la práctica es ciega si la teoría revolucionaria no alumbra su camino». (Mark Rosental y Pavel Yudin; Diccionario filosófico, 1940)
Por su parte, desde los altavoces de la LR siempre han confesado que el concepto de «praxis» no fue acuñado ni desarrollado por Marx:
«El concepto de praxis. Este término no fue acuñado por Marx, sino póstumamente por algunos estudiosos de su pensamiento con el fin de describir la concepción que llegó a elaborar sobre la práctica, o, más en concreto, sobre la relación teoría-práctica. A diferencia del vocablo práctica, que se define por oposición a la teoría, la praxis es la práctica fusionada con la teoría, como unidad de contrarios donde la práctica representa el aspecto principal». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja, Nº33, 2005)
Aunque aseguran haber elaborado esta concepción en base a lo expuesto por Marx en las «Tesis sobre Feuerbach» (1845), reconocen que él que nunca desarrolló esta noción en profundidad. De hecho, como vimos en otro capítulo, consideran que Marx y Engels no pasaron de ser «críticos contemplativos» (*). ¡Entendido! ¿Entonces a quiénes se refieren cuando hablan de «otros estudiosos de su pensamiento»? ¿Quiénes desarrollaron esta idea especial de la «praxis» que ellos abanderan hoy?
Podríamos ayudarles en este laberinto en el cual se han metido y señalar a Antonio Labriola, un marxista italiano del siglo XIX, como una de las figuras que sí utilizó el término «praxis». Pero él, muy correctamente, se limitó a subrayar que la «filosofía de la praxis» era el «materialismo histórico»:
«La filosofía de la praxis, que es la esencia del materialismo histórico. Esa es la filosofía inmanente a las cosas sobre las cuales ella filosofa. De la vida al pensamiento y no del pensamiento a la vida: es este el proceso realista. (…) Del desenvolvimiento de la actividad, y al par que es la teoría del hombre que trabaja, considera la ciencia misma como un trabajo». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)
Aquí no hay ninguna ruptura o disonancia de Labriola respecto a Marx y Engels. En la otra punta del mundo, su homólogo ruso, Gueorgui Plejánov, muy influenciado por sus escritos, también hablaba de su doctrina como una «filosofía práctica». Por eso, no podía evitar reírse de sus compatriotas cuando algunos intelectuales rusos acusaban al marxismo «de quietismo, de la tendencia a hacer la paz con el medio circundante, casi de engatusarse con este último». Muy por el contrario, Plejánov replicaba que desde sus comienzos el marxismo había considerado a «la razón, no como un juguete impotente de la casualidad, sino como una grandiosa fuerza invencible». Veamos −los corchetes son nuestros−:
«[Los populistas y los sociólogos subjetivistas] alegan, que mis concepciones predisponen a sus partidarios a la pasividad y al «quietismo». Es muy poco probable que alguien se decida a repetir este reproche último en la actualidad». (Gueorgui Plejánov; La concepción monista de la historia, 1895)
De hecho, siempre consideró importante aclarar la diferencia entre los materialistas de diferentes épocas y escuelas. Pues no era justo, como pretendían los enemigos de Marx y Engels, equiparar el viejo materialismo metafísico del siglo XVIII −de los enciclopedistas franceses− o el materialismo vulgar de los naturalistas alemanes del siglo XIX −como Ludwig Büchner o Karl Vogt− que el materialismo histórico de Marx y Engels, que como tal era histórico y dialéctico, y no solo no se suscribía a las limitaciones de estos, sino que los criticaba ampliamente, como se recogió en «Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana» (1886) o «Dialéctica de la naturaleza» (1883), entre otras. Atentos a cómo lo explica Plejánov, quien de paso lanza un dardo a aquellos naturalistas y biologicistas que pretenden comparar ridículamente el comportamiento del hombre moderno con el de los animales:
«Circunscribirse a examinar al hombre, en tanto que miembro del reino animal, equivale limitarse a examinarlo como «objeto», dejar de vista su evolución histórica, su «práctica» social, la actividad humana concreta. (…) Más aún, significa volverlo −y ya lo hemos mostrado anteriormente− fatalista, que condena al hombre a la plena sumisión de la materia ciega. Marx notó el defecto del materialismo francés. E incluso del feuerbachiano, y se propuso la tarea de enmendarlo. (…) El materialismo dialéctico, no sólo tiende −como lo atribuyen los adversarios− a persuadir al hombre del absurdo que es el sublevarse contra la necesidad económica, sino que también, y por primera vez, le señala como componérselas con ella. Queda eliminado, así, el inevitable carácter fatalista, característico del materialismo metafísico». (Gueorgui Plejánov; La concepción monista de la historia, 1895)
De igual modo, se criticaba el fatalismo histórico y/o decadentismo que irradiaban los pensadores idealistas, quienes, como ocurría con el dramaturgo Georg Büchner:
«La personalidad individual no es sino una espuma sobre la superficie de una ola; los hombres están sometidos a una ley de hierro, de la que solamente pueden tener conciencia, pero a la que no pueden subordinar a la voluntad humana, dijo Georg Büchner. No −responde Marx−, una vez que hayamos adquirido conciencia de esta ley depende de nosotros el derrocamiento de su yugo, depende de nosotros el hacer de la necesidad un esclavo obediente de la razón. (...) La acción −la actividad, sujeta a leyes, de los hombres en el proceso social de la producción− es la que explica el materialista-dialéctico el desarrollo histórico de la razón del hombre social. Es a la acción, también a la que se reduce toda su filosofía práctica. El materialismo dialéctico es la filosofía de la acción». (Georgi Plejánov; La concepción monista de la historia, 1895)
Vayamos ahora con uno de los discípulos de Plejánov, el meritorio alumno que con el tiempo llegó a superar a su maestro, hablamos de un tal Lenin. Este resumió en sus notas filosóficas sobre Hegel cuál era la verdadera postura del materialismo frente al idealismo:
«La razón −el entendimiento−, el pensamiento, la conciencia, sin naturaleza, sin correspondencia con la naturaleza es falsedad = ¡materialismo!». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Resumen del libro de Hegel: «Lecciones de historia de la filosofía», 1915)
Una vez aclarado esto, nos situamos ahora «fuera de las coordenadas de la ortodoxia». Otro autor que usó la palabra «praxis» fue Georg Lukács en su famosísima obra «Conciencia de clase» (1923). Este fue un conocido filósofo húngaro que revisó el marxismo a su parecer, y ante el cual, toda la «nueva izquierda» se ha arrodillado siempre en señal de gran respeto. ¿La razón? Todos los pseudo y anti marxistas consideran que Lukács consiguió marcar «un gran hito» durante un periodo de «gran dogmatismo». Años después, él mismo reconocería el exceso de idealismo en su particular noción de «praxis»:
«Se reduce así y se deforma también el concepto de praxis, que es fundamental para este libro. También en relación con este problema quise partir de Marx y traté de liberar sus conceptos de todas las deformaciones burguesas tardías, para hacerlos aptos a las necesidades del gran salto revolucionario en el presente. Ante todo, en aquel tiempo no me cabía la menor duda de que era necesario superar de forma radical el carácter meramente contemplativo del pensamiento burgués. (…) Era totalmente incorrecto afirmar [contra Engels] que «precisamente el experimento implica un comportamiento contemplativo por excelencia». Mi propia descripción refuta esta argumentación. (…) Igualmente es incorrecto negar la praxis en la industria y ver en ella «en sentido histórico dialéctico, sólo el objeto y no el sujeto de las leyes sociales. (…) Este libro es algo excesiva, lo que estaba de acuerdo con el utopismo mesiánico del comunismo de izquierda de entonces, pero no con la auténtica- teoría de Marx. (…) Sólo que no tuve en cuenta que sin una base en la praxis real, en el trabajo como su forma originaria y su modelo, la exaltación del concepto de praxis se convierte necesariamente en la exaltación de una contemplación idealista.». (Georg Lukács; Prefacio a la obra «Conciencia y clase» (1923), 1967)
¡Ahora sabemos de dónde sacan los «reconstitucionalistas» eso de que Marx y Engels eran unos «contemplativos» (*)! Del omnipresente Lukács, el cual siempre aparece de una forma u otra en sus «lecturas recomendadas». Pero de la concepción que el mismo autor descartó como un idealista fruto de su etapa más infantil. ¡Genial! Dentro de todo este parloteo académico sobre la «praxis» lukacsiana y su supuesta «central importancia» para la «autoconciencia» del sujeto y su «papel trasformador», hubo muchísimos de los seguidores de Lukács, como Adolfo Sánchez Vázquez, que también reclamaron a Lenin por, según él, haber incurrido en una «involución» por culpa de la «filosofía engelsiana»:
«¿Cómo se puede explicar esta fidelidad de Lenin al materialismo criticado por Marx y, en consecuencia, su omisión de la praxis como horizonte filosófico fundamental? (...) Planteado por Marx en las «Tesis sobre Feuerbach», o sea, la necesidad de concebir el mundo como praxis. (...) Korsch fue de los primeros en advertir la involución leniniana a una concepción no dialéctica y premarxiana de las relaciones entre el pensamiento y el ser, y entre la teoría y la práctica, en «Materialismo y empiriocriticismo». (…) La razón fundamental del olvido en que Lenin −genial revolucionario práctico− tiene a la práctica en el plano teórico, está en su inserción en la tradición filosófica marxista que arranca del Engels del Anti-Dühring». (Adolfo Sánchez Vázquez; El concepto de praxis en Lenin, 2015)
¡Vaya! ¿Será cierto? Ni de lejos. Pese a que Lenin no usó la palabrita «praxis», no se olvidó de la unidad teórico-práctica, ni de la unión entre el método inductivo y deductivo:
«El mundo no satisface al hombre y éste decide cambiarlo por medio de su actividad. (…) Las leyes del mundo exterior, de la naturaleza, que se dividen en mecánicas y químicas −esto es muy importante−, son las bases de la actividad del hombre, dirigida a un fin. En su actividad práctica, el hombre se enfrenta con el mundo objetivo, depende de él y determina su actividad de acuerdo con él. (…) El pensamiento que avanza de lo concreto a lo abstracto −siempre que sea correcto− no se aleja de la verdad, sino que se acerca a ella. La abstracción de la materia, de una ley de la naturaleza, la abstracción del valor, etc.; en una palabra, todas las abstracciones científicas −correctas, serias, no absurdas reflejan la naturaleza en forma más profunda, veraz y completa. De la percepción viva al pensamiento abstracto, y de éste a la práctica: tal es el camino dialéctico del conocimiento de la verdad. (…) La actividad práctica del hombre tiene que llevar su conciencia a la repetición de las distintas figuras lógicas, miles de millones de veces, a fin de que esas figuras puedan obtener la significación de axiomas». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Resumen del libro de Hegel «Ciencia de la lógica», 1914)
Y si nos vamos a Stalin, considerado como un «gran zote» intelectual según «grandes pensadores» como Lukács, Trotski, Sacristán y Mao Zedong −nótese la ironía−, resulta que el georgiano resumió a la perfección, y sin artificios de ningún tipo, la correspondencia entre teoría y práctica:
«La teoría puede convertirse en una formidable fuerza del movimiento obrero si se elabora en indisoluble ligazón con la práctica revolucionaria, porque ella, y sólo ella, puede dar al movimiento seguridad, capacidad para orientarse y la comprensión de los vínculos internos entre los acontecimiento que se producen en torno nuestro; porque ella, y sólo ella, puede ayudar a la práctica a comprender, no sólo cómo se mueve y hacia dónde marchan las clases en el momento actual, sino también cómo deben moverse y hacia dónde deben marchar en un futuro próximo». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; Fundamentos del leninismo, 1924)
¿Y cómo les fue a los bolcheviques rusos con esta filosofía que para algunos, como el MAI, sería «arcaica»? Pues desde luego mucho mejor que a los luxemburguistas, a los lukacsianos y demás tendencias de aquella época. En el siglo XX, Lenin se convirtió en la figura central del marxismo mundial en cuanto a «interpretación» y «transformación» del mundo, con lo que su popularidad solo rivalizó con la de sus maestros, Marx y Engels, mientras que en época de Stalin el comunismo alcanzó su época de mayor apogeo. Si en la «Tesis sobre Feuerbach» (1845) Marx retó a los idealistas y charlatanes de todo tipo a «demostrar la verdad con la práctica, lo terrenal de su pensamiento», ¡pues he aquí refutada la validez de estas discusiones escolásticas! El jefe de los bolcheviques demostró en la práctica que la noción de «praxis» de Labriola operaba ya entre los revolucionarios rusos, aunque ellos no empleasen este término.
Además, ¿qué lección extra nos otorga esto? Que los hechos desmontan por sí mismos toda la palabrería de los lingüistas y filósofos idealistas como los «posmodernos», «hermenéuticos», «convencionalistas» o «analíticos». No pocos de ellos llegaron a afirmar que las palabras tienen «una entidad propia», que se valen «por sí mismas»; que el sujeto «podía interpretar mejor que el autor del texto la intención y significación del mismo»; que «no es la naturaleza quien nos proporciona los conceptos»; o que «todos los problemas del mundo se reducen a un entendimiento equivocado de las palabras», siendo sumamente importante utilizar la «precisión» so pena de no poder cumplir nuestros propósitos y deseos:
«Dado que el lenguaje es una forma de pensamiento, la transformación del pensamiento por los idealistas en el principio creativo primario condujo inevitablemente a la mistificación del lenguaje, a la afirmación de su omnipotencia, a la admiración por él. Liberada como resultado del proceso de abstracción de la conexión inseparable con imágenes visuales de cosas concretas, la palabra comenzó a ser elevada por los idealistas a una entidad ideal independiente que determina la naturaleza de las cosas que denota». (L. O. Reznikov; Sobre la cuestión de la relación entre lenguaje y pensamiento, 1947)
En realidad, como ya demostrar capítulos atrás (**), el individuo puede operar en el día a día y cumplir sus objetivos sin necesidad de rendir culto a palabras fetiches para aparentar sabiduría. Algunos se comportan con temor, como si creyesen en que la «realidad contenida de esa palabra», una especie de ente espiritual, fuese a castigarnos por no rendirle pleitesía−. Otros actúan como si el lenguaje fuese una «realidad paralela», cuyas «compuertas» para entrar a ellas estarían cerradas hasta que no descifremos sus «palabras calve». Nada de eso. De lo que depende el buen desempeño es de la comprensión correcta −a través de sinónimos o explicaciones profundas− de la noción que se tiene delante, el resto es pura palabrería, nunca mejor dicho.
Joseph Dietzgen siempre intentó aclarar cualquier posible equívoco por no «ajustarse» a «términos exactos», priorizando la explicación de sus palabras. De ahí que comentase: «Suplico al lector no dirigir sus silenciosas o ruidosas objeciones contra los defectos de forma, contra el modo de decir lo que digo, sino contra lo que quiero decir; pido que no se malentienda intencionalmente mi escrito, sino que se quiera buscar la comprensión en el espíritu, en lo general». Entiéndase también que varias palabras y sus acepciones también varían según la escuela y la tradición, aunque a veces se hable de lo mismo −o casi−, mientras en otras ocasiones un «desliz» puede cambiar todo el significado de la oración. Esto, se reflejó en la dificultad que tuvo Dietzgen en cuanto a explicar lo que denominó la «facultar del pensar». Irónicamente tuvo que dar hasta dos o tres aclaraciones para contentar o contener a los futuros lectores, quienes podrían reclamarle, como, por ejemplo, el mismísimo Lenin haría luego en su «Materialismo y empiriocriticismo» (1909), por haberse «excedido» y relacionar con suma ligereza ciertos términos polémicos:
«Hacemos una distinción entre el pensamiento y el ser. Distinguimos el objeto sensible de su concepto espiritual. Sin embargo, esto no impide que incluso la representación no sensible sea sensible, material, es decir, real. Percibo mi pensamiento del escritorio tan materialmente como al escritorio mismo. Por supuesto, si se le llama material únicamente a lo que se puede asir, entonces el pensamiento es inmaterial. De hecho, el olor de la rosa y el calor de la estufa son igualmente inmateriales. Llamamos sensible, quizá con mayor fortuna, al pensamiento. O incluso, si se nos objeta que allí se trata de un empleo abusivo de la palabra, pues la lengua distingue estrictamente las cosas sensibles y las cosas espirituales, entonces renunciemos también a esa palabra y llamemos real al pensamiento. (…) Aunque el pensamiento se distingue evidentemente de esas cosas, sin embargo tiene en común con ellas el hecho de que es real como las demás cosas. (…) No negamos la diferencia, sólo afirmamos la naturaleza común de esas cosas diferentes. Al menos en adelante el lector no me malinterpretará cuando llame a la facultad de pensar una facultad material, un fenómeno sensible». (Joseph Dietzgen; La esencia del trabajo intelectual del hombre, 1869)
No nos explayaremos más en esto, ya que ya vimos más atrás los posibles problemas −y soluciones− que puede presentar el lenguaje en la exposición y transmisión de un mensaje. En todo caso, sí volvemos a resaltar que el comunicador mantiene una tensión permanente entre él: a) que tiene que realizar una precisión y una adecuación al contexto lo bastante correcta como para que la creación sea lo suficientemente clara; b) y sus receptores −tanto como simpatizantes como detractores−. Es decir, tiene que esforzarse en que estos no tengan la posibilidad de malinterpretar el mensaje ni manipular su esencia −sea este correcto o no−.
Volviendo a la cuestión de la «praxis», en Rusia, Lenin, recomendó a las nuevas generaciones formarse con los clásicos de la literatura, pero aprendiendo siempre a distinguir la letra de la esencia, lo que demuestra que el marxismo siempre ha sido un movimiento crítico, aun con sus propios referentes; vivo, tendiente a adaptar la esencia a sus momentos y particularidades históricas:
«Sería una gran equivocación limitarse a aprender el comunismo simplemente de lo que dicen los libros. Nuestros discursos y artículos de ahora no son simple repetición de lo que antes se ha dicho sobre el comunismo, porque están ligados a nuestro trabajo cotidiano en todos los terrenos. Sin trabajo, sin lucha, el conocimiento libresco del comunismo, adquirido en folletos y obras comunistas, no tiene absolutamente ningún valor, porque no haría más que continuar el antiguo divorcio entre la teoría y la práctica, que era el más nocivo rasgo de la vieja sociedad burguesa». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Tareas de las juventudes comunistas, 1920)
¿Y de dónde sacó Lenin esta noción del marxismo? ¡Del señor Engels! Autor que, para algunos, como Adolfo Sánchez Vázquez, habría causado la «involución» de Lenin. Pero, muy por el contrario, Engels nunca se caracterizó por promover la fosilización de la teoría. Siempre insistió en que, si esta no se actualizaba o adaptaba con la comprobación práctica, se convertiría en un dogma, en un credo religioso. En una ocasión, criticando las actuaciones de sus compatriotas emigrados a los EE.UU., escribió:
«Los alemanes no han aprendido a usar su teoría como palanca que podría poner en movimiento a las masas norteamericanas; en su mayor parte no entienden la teoría y la tratan en forma abstracta y dogmática, como algo que debe aprenderse de memoria y que proveerá entonces sin más a todas las necesidades. Para ellos es un credo y no una guía para la acción». (Friedrich Engels; Carta a Adolph Sorge, 29 de noviembre de 1886)
En su famosa obra «Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana» (1886) Engels resumió de forma magnífica la relación entre la verdad, el conocimiento, y su relatividad espacio-temporal:
«La historia, al igual que el conocimiento, no puede encontrar jamás su remate definitivo en un estado ideal perfecto de la humanidad; una sociedad perfecta, un «Estado» perfecto, son cosas que sólo pueden existir en la imaginación; por el contrario: todos los estadios históricos que se suceden no son más que otras tantas fases transitorias en el proceso infinito de desarrollo de la sociedad humana, desde lo inferior a lo superior. Todas las fases son necesarias, y por tanto, legítimas para la época y para las condiciones que las engendran; pero todas caducan y pierden su razón de ser, al surgir condiciones nuevas y superiores, que van madurando poco a poco en su propio seno; tienen que ceder el paso a otra fase más alta, a la que también le llegará, en su día, la hora de caducar y perecer. (...) Cierto es que tiene también un lado conservador, en cuanto que reconoce la legitimidad de determinadas fases sociales y de conocimiento, para su época y bajo sus circunstancias; pero nada más. El conservadurismo de este modo de concebir es relativo; su carácter revolucionario es absoluto, es lo único absoluto que deja en pie». (Friedrich Engels; Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)
Del mismo modo, en Lenin el tratamiento del marxismo como una «guía para la acción» fue la condición más importante para que la doctrina pudiera ser viva, veraz, emancipadora:
«Nuestra doctrina −dijo Engels en su nombre y en el de su ilustre amigo− no es un dogma, sino una guía para la acción. Esta tesis clásica subraya con notable vigor y fuerza de expresión un aspecto del marxismo que se pierde de vista con mucha frecuencia. Y al perderlo de vista, hacemos del marxismo algo unilateral, deforme, muerto, le arrancamos su alma viva, socavamos sus bases teóricas cardinales: la dialéctica, la doctrina del desarrollo histórico multilateral y pleno de contradicciones; quebrantamos su ligazón con las tareas prácticas determinadas de la época, que pueden cambiar con cada nuevo viraje de la historia». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Algunas particularidades del desarrollo histórico del marxismo, 1910)
Nosotros tampoco hacemos actos de fe con el marxismo, no lo creemos por imposición, ni por meros argumentos de autoridad, ante todo procesamos la información y actuamos en consecuencia. Es fundamental que tengamos un espíritu crítico a la hora de enfrentarnos a los textos de los autores clásicos, que estudiemos sus escritos y sus conclusiones; que analicemos si siguen vigentes en la actualidad, que observemos si sus estrategias y tácticas son aplicables al contexto de nuestro país y al de otros. A veces cuando estemos estudiando el pasado pensaremos que existe este o aquel error o matiz, y no será negativo preguntar o debatir con otros camaradas, pues de esta forma se enriquece el conocimiento por ambas partes. Solo así puede existir una asimilación real y científica. No se trata de revisar a gusto del lector lo que a uno le apetezca reivindicar, ni de basarse en argumentos subjetivos para rechazar los axiomas fundamentales de la teoría, por tanto, toda «revisión» que no sea argumentada estará invalidada automáticamente.
La LR propone superar el eslogan «¡Estudiar, hacer propaganda, organizar!»
Llegados a este punto, tal vez al lector no le habrá quedado claro un detalle sumamente importante, ¿entonces en qué se diferencia la «Línea de Reconstitución» (LR) de todo el «marxismo anterior» y sus presuntos «límites»? Atentos a lo que afirman sus protagonistas, esta vez sí, desde sus medios oficiales:
«La reconstitución ideológica del comunismo, por tanto, no es un ejercicio académico, y por eso mismo es algo que no se realiza desde la teoría para la teoría. (...) Al contrario, la reconstitución ideológica se realiza desde la teoría para la práctica, es decir, en función de los intereses concretos y reales del movimiento de Reconstitución política, en función de los problemas reales que la vanguardia necesita resolver para dar continuidad a ese movimiento y para ampliarlo en su base». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja, Nº31, 2005)
¡La teoría debe servir para satisfacer las necesidades de la práctica revolucionaria! ¡Más de una década de existencia del «glorioso» PCR (1994-2006) para revelarnos tan «novedosa» conclusión! ¡Vaya! Adelantándose varios miles de años a las «grandísimas revelaciones» de la LR, Aristóteles, el famoso pensador de Estagira nos ilustraba en su «Ética a Nicómaco» (siglo IV a. C.): «La primera condición es que sepa lo que hace; la segunda, que lo quiera así mediante una elección reflexiva y que quiera los actos que produce a causa de los actos mismos». En otro de sus escritos «iluminadores», declaraban:
«Ya no es suficiente la consigna de K. Liebknecht, vigente durante todo el periodo preparatorio del Ciclo de Octubre: ¡Estudiar, organizar, hacer propaganda! (…) Resultará imprescindible abordar la cuestión del factor consciente, la cuestión de la relación del sujeto revolucionario con el objetivo revolucionario, la cuestión de la construcción de lo nuevo desde la conciencia −algo resuelto con demasiada espontaneidad e improvisación durante el Ciclo de Octubre−. Durante el Primer Ciclo se pensó, sobre todo, en cómo ganar la dirección de las masas. Tal vez, la dura competencia que imponía la lucha de clases absorbió toda la atención en este cometido; el caso es que se olvidó con demasiada frecuencia pensar en el adónde dirigir a esas masas». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja; Nº31, 2005)
¿Qué podemos sacar en claro? Sí, hay que «estudiar, hacer propaganda, organizar», a lo que la LR añade: «Pero muchachos… ¡siendo conscientes en todo momento de lo que se hace!». ¿Se dan cuenta? Son este tipo de «reflexiones banales» y «matices sutilísimos» de nula importancia lo que la LR nos ofrece como «elemento diferenciador» para seguirles en su proyecto. Ahora resultaría que la máxima que Lenin mismo firmó en su obra «Nuestras tareas inmediatas» (1899): «¡Estudiar, hacer propaganda, organizar!» ya no es apta para las luchas de hoy, porque habría que añadirle el componente de la «conciencia». ¡Que bobadas con aires de «importante descubrimiento» tiene que leer uno! ¿Acaso los cuadros que estudian no reflexionan sobre el «cómo» −método− y el «adónde» −fin−? Las personas con dos dedos de frente saben que, cuando el sujeto o el colectivo echa a andar, el nivel de espontaneidad que imprime en sus tareas no depende de repetir mecánicamente palabrejas −como pudiera ser «praxis», «Ciclo de Octubre», «conciencia» o «dialéctica»−, como los «reconstitucionalistas» hacen siempre. En el caso de estos «ilusionistas políticos», no podemos pedir a sus jefes que superen de una vez este «ritual mágico», sería como pedir a los gurús místicos que abandonen su característica repetición de mantras, ¿cómo va a ser eso posible sin romper con toda la engañifa con la que deslumbran a sus ignorantes seguidores?
En realidad, todas estas tesis de la LR no solo tienen un barniz sospechosamente parecido a las de Lukács, Manuel de Sacristán o Adolfo Sánchez Vázquez. Los «reconstitucionalistas» no se cubren a la hora de promocionar las obras de toda una serie de filósofos y eruditos de la «praxis» igualmente despreciables y charlatanes. Este también es el caso de José Manuel Bermudo, otro «marxista» −entre infinitas comillas− que deja mucho que desear como para ser tomado en serio. Sin embargo, los seguidores de la LR, se declaran embelesados por su pluma al leer a:
«@T_Rejected: J. M. Bermudo Ávila [y su] «El concepto de praxis en el joven Marx». (Totally Rejected, 11 de abril de 2022)
Si alguien se toma la molestia de leer la obra de J. M. Bermudo «Temática del marxismo» (1979), comprobará que este autor no solo reivindicaba los trabajos de Lukács y Korsch sobre la «praxis» −¡qué casualidad!−, sino que además resaltaba cómo, según él, el trotskismo «ha tenido una importante presencia en el marxismo europeo» (sic). En otro tramo destacaba la irrupción del eurocomunismo con un «apoyo teórico-ideológico muy renovado», siendo para él «un importante momento de la historia del marxismo», una «recuperación crítica» muy «centrada en el socialismo italiano» de aquel entonces (sic). En el mismo sentido, este «filósofo de la praxis» también reclamaba que el «empirismo» encontraba en Lenin y su «Materialismo y empiriocriticismo» (1909) su «apoyo y legitimación», pero, por fortuna, «pronto fue sometida a crítica por un «empirismo» más sofisticado, el de la praxis», que «afirmaba el surgimiento de la consciencia en el proceso práctico». Por si esto fuera poco, el señor Bermudo consideraba que: «Lo que demarcaba ambas posiciones era, sin duda, el desigual concepto de práctica: para la primera línea [leninista], la práctica se entendía como experiencia y experimentación, es decir, como un proceso diferenciado del pensamiento, que se apoyaba en la distinción objeto-sujeto, en el reconocimiento de la primacía de aquel y de la pasividad de este». En el próximo capítulo, abordaremos como todo revisionista no puede evitar dedicar unas palabras a dicha obra de Lenin y en especial a la teoría del reflejo, por lo tanto, dejaremos esta cuestión en suspenso por el momento. Véase el capítulo: «¿Es cierto que el marxismo menosprecia o cercena el papel del hombre en la historia?» (2022).
«¡Pero las idioteces o salidas de tono de este o aquel «reconstitucionalista» en sus redes sociales no representan a la LR!», dirá el necio de turno. ¡Por supuesto! ¡No reflejan nada! ¡Claro! ¡A la vista está! Pero que no se preocupen los señores «reconstitucionalistas», ya hemos demostrado que no necesitamos documentar nuestras críticas hacia ellos exclusivamente con las meteduras de pata de ciertos individuos aislados o con materiales «extraoficiales». En cualquier caso, lo visto atrás solo era la guinda al pastel. Una muestra como para que nuestros lectores se convenzan de que, cuando en su día la LR hablaba de la importantísima tarea de revisar y estudiar con otros ojos las fuentes externas al marxismo (La Forja; Nº31, 2005), desde luego no fue para tener un mayor horizonte y capacidad crítica, sino para tragarse dobladas las chorradas de cualquier «marxiólogo» de la Universidad de Barcelona −y adaptarlas en sus escritos sin molestarse demasiado en disimularlo−.
Desafortunadamente, los «reconstitucionalistas» son solo unos pocos de tantos aquellos que se creyeron esta «profecía autocumplida» sobre la «transcendencia» que ha tenido −al menos en sus mentes− esa «nueva noción» sobre la «praxis» que han llegado a desarrollar −extraída, sean conscientes o no, del «marxismo occidental» de Lukács y Korsch−. Esto recuerda a lo que Lenin dijo en su «Materialismo y empiriocriticismo» (1909) respecto al espíritu tan sumamente ignorante o cándido del que hacían gala muchos de sus contrincantes, cuya desgracia consistió en que: «Se proponían «conciliar» la doctrina de Mach con el marxismo», en «haberse fiado de los profesores reaccionarios de filosofía». Es decir: «Leían a Mach, creían a Mach, parafraseaban a Mach y decían: esto es marxismo; leían a Poincaré, creían a Poincaré, parafraseaban a Poincaré y decían: ¡esto es marxismo!». Aplíquese lo mismo, en este caso, con los Lukács, Korsch, Mao o Mariátegui, autores que siempre acostumbran a manejar y encumbrar «reconstitucionalistas» y otros «marxistas heterodoxos».
Como conclusión, a nosotros los «reconstitucionalistas» nos recuerdan a ciertos personajes de la Antigua Grecia que eran considerados por el platonismo como «sofistas». Por lo que nos concierne, algunos de estos llamados sofistas eran hábiles retóricos que por un «módico precio» enseñaban a los ciudadanos de las polis griegas a «tener razón» durante un debate, ya fuese en un juicio o en una mera discusión en el ágora. Algunas veces se valían de la lógica formal, pero pertrechándose con múltiples estratagemas con las que aparentaban «revelar la verdad», engañando al público para tal o cual fin. Una de las características de estos «mercenarios de la verdad» era crear rivales ficticios para derribarlos con facilidad frente a un público impresionable, lo que hoy se conoce como «hombres de paja». Otras veces, se presentaban como grandes «dialécticos», penetrando mejor que nadie en la esencia de las cosas; si bien, lo único que hacían era buscar argumentos a favor y en contra del tema en cuestión, escabulléndose de posicionarse claramente y cayendo en un relativismo que les permitía cambiar de bando según les interesase en cada momento. Entiéndase que, en palabras de Lenin, para «la dialéctica objetiva hay un absoluto dentro de lo relativo», pero «para el subjetivismo y la sofística, lo relativo es sólo relativo y excluye lo absoluto». Como el lector podrá imaginar, estas «escuelas de la sofistería» nunca se eliminaron, sino que se fueron adaptando a cada época. En el siglo XIX, la sofistería fue recapitulada por el místico y reaccionario Schopenhauer bajo el nombre de «dialéctica erística», y en nuestros días, parece que hay quienes reclaman su legado a gritos.
¿Por qué el revisionismo siempre termina infravalorando y despreciando la «teoría»?
«Lo que caracteriza a este período no es el desprecio olímpico de algún admirador de «lo absoluto» por la labor práctica, sino precisamente la unión de un practicismo mezquino con la más completa despreocupación por la teoría. Más que negar abiertamente las «grandes palabras», lo que hacían los héroes de este período era envilecerlas: el socialismo científico dejó de ser una teoría revolucionaria integral, convirtiéndose en una mezcolanza a la que se añadían «libremente» líquidos procedentes de cualquier manual». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; ¿Qué hacer?, 1902)
Durante estas últimas décadas lo que más se ha extendido como insulto o connotación despectiva entre los presuntos «marxistas» ha sido el término «teoricista», «doctrinario» o «dogmático» −siempre, claro, distorsionando la esencia de estos términos o acuñándolos a un contexto no adecuado−. El marxismo ha sufrido una derrota y retroceso mundial −entre otros factores− por la falta de claridad ideológica, y, como consecuencia, desde entonces casi siempre solo hayamos asistido a una caricaturización de la doctrina; por lo que este tipo de acusaciones son el efecto, no la causa. Así, encontramos que la mayoría de militantes que lanzan estos epítetos están totalmente carcomidos por los métodos y rutinas de sus amos revisionistas, volviendo a demostrar que son un obstáculo, no la solución.
Llegados a este punto es de suma importancia recapitular y hablar de nuevo, un poco más, sobre una acepción totalmente equivocada sobre lo que es «teoría» y «práctica» y, peor aún, sobre su interrelación directa. Nos referimos a quienes ponen el foco en la «práctica», pero no tienen ni la más mínima idea de qué es esto. Entre ellos prolifera el eslogan de que: «Sin un trabajo práctico directo, el trabajo teórico cae en especulaciones», lo cual es correcto, pero detengámonos en unas cuantas cosas antes para no debatir a base de eslóganes que nada pueden aclarar en profundidad.
El trabajo teórico de un hombre que desea transformar el mundo consiste en recopilar y tramitar los análisis de la realidad objetiva, las pruebas vivas, como ya hemos dicho tantas veces a lo largo del presente documento. Sin embargo, esto no tiene por qué ser una actividad realizada por él mismo en su totalidad. Quien propague lo contrario cae en un empirismo vulgar y atroz que impide el avance del ser humano. Uno no necesita haber militado en los partidos conservadores, anarquistas o feministas para conocer la esencia de su funcionamiento interno. No se necesita vivir en el país vecino para tener un cuadro bastante aproximado de las cosas que allí suceden. No todo enunciado teórico debe de pasar por una revisión de una práctica vivida in situ, esto es absurdo. Con una correcta selección de fuentes y un correcto método de investigación, cualquiera puede realizar un análisis lúcido que aporte valor. Por tanto, para criticar; por ejemplo, las actividades político-ideológicas de la «izquierda» o la «derecha» no hace falta mucho, pues existe abundante material histórico y contemporáneo −como documentación interna, testimonios, actos− que son la «prueba viva» de su esencia objetiva.
Claro que otra cosa muy distinta es que una organización tenga que trazar un estudio acorde a problemas o desafíos de mayor importancia −como sería establecer un programa de acción a nivel nacional, regional o municipal−, donde se torna tan difícil como peligroso el dejar esto en manos de una o pocas personas, ¿por qué? Porque a mayor complejidad, mayor exigencia colectiva, algo que también ocurre en otras situaciones de la vida, como a la hora de crear una obra de arte o filosófica. ¿O es que alguien piensa que Rafael o Da Vinci pintaron íntegramente todos sus cuadros, o que Platón y Aristóteles escribieron todo lo que salió de sus escuelas? Esto se llama división del trabajo y, en según qué grados de desarrollo de la sociedad, es sumamente normal, ya que la capacidad de una persona o incluso de un «comité de expertos», es limitada. Correspondería pues, a un trabajo grupal de personas más formadas que la media común, en cooperación con expertos en materias concretas, estando todos ellos conectados con la realidad cotidiana.
En resumen, el grado de conocimiento es proporcional al método, cercanía y verosimilitud de la información utilizada para el análisis. Hoy existe una grave disociación entre «teoría y práctica», se confunde o tergiversa qué es cada cosa. El anti o falso marxista siempre pensará que sus teorías son certeras, dado que así lo asegura su líder, partido o doctrina referente; y aunque este no se esfuerce demasiado en argumentar el porqué de las cosas, él seguirá en sus trece, inclinando su apología en una cuestión de fe, donde el rigor y la comprobación práctica poco o nada tienen que decir. El verdadero marxista no concluye sus escritos solo con meras «hipótesis» y «posibilidades» bien sonantes, sino que plasma en sus palabras una realidad manifiesta que ha estudiado a fondo y que sabe explicar al detalle, y deja, eso sí, lo que no puede completar por el momento.
Lo que es irracional siempre es complejo de exponer con fines de convicción a gente con un mínimo juicio crítico. Por eso, la polémica suele ser la piedra de toque que distingue a unos de otros, donde incluso el marxista que a priori tiene peor oratoria o dotes de escritura tendrá más posibilidades de erigirse vencedor, pues camina sobre senderos mucho más seguros. Mientras que aquel que solo tiene como escudo su carisma y como espada el partir de especulaciones, verdades de terceros no comprobadas y falacias, solo convencerá al público más impresionable e infantil. El marxista es un científico; el revisionista, un sofista.
«¡La ignorancia nunca ha ayudado a nadie!»
Muchos son los que han creído estar argumentando de forma incontestable al afirmar que «las luchas ideológicas contra el revisionismo no sirven de nada», que «aburren a la población, que solo ve luchas fratricidas entre la izquierda» −y eso cuando con fortuna tiene noticia de ellas−; que «realizar un análisis sin tener un partido de por medio no es más que una propuesta, exposición o crítica contemplativa, carente de capacidad transformadora». Cuando oímos cosas por el estilo, más allá de la buena intención del autor, oímos el sollozo de un menchevique, pues no hay actitud más antimarxista que la laxitud o el espíritu de conciliación ante las deformaciones más grotescas de la realidad. Como una vez gritó un exasperado Marx a Weitling por su retahíla de clichés y frases populistas: «¡La ignorancia nunca ha ayudado a nadie!». No creemos que sea casualidad que muchos de estos señores sean los que también repiten que somos nosotros los que no entienden la unidad entre «teoría y práctica» y, a la par, abrigan ingenuas ilusiones por superar la «ridícula» lucha entre tendencias marxistas a base de la buena voluntad −esa ingenua política de tender puentes−, sin crítica ni esclarecimiento ideológico.
Es evidente que a Lenin y los suyos no les agradaba tener que ponerse a rebatir las ideas de los populistas, marxistas legales, economicistas, mencheviques, empiriocriticistas, oztovistas, trotskistas, eseristas y tantas otras corrientes a las que el bolchevismo se enfrentó. Algunas ni siquiera tenían un arraigo serio entre la mayoría de la población del siglo XX, pero sí tuvieron cierto eco entre los pensadores y pretendidos grupos «revolucionarios» de aquel entonces; en consecuencia, sí que tenían cierta influencia entre algunos trabajadores politizados que seguían a estos líderes. Esta era la razón por la que desenmascarar estas desviaciones era un trabajo necesario para los bolcheviques, sin el cual no habrían podido encabezar una revolución. Esto, claro está, no significa abandonar la labor de incorporar al partido o a la influencia de este a todas esas vastas masas despolitizadas y desilusionadas.
Otros murmurarán que, pese a todo, al obrero promedio, a la mayoría del campesinado y empleados varios, les importaba bien poco las «riñas ideológicas» de los grupos antizaristas. Seguramente así fuese. ¿Y qué esperan? Esto es del todo normal cuando la mayor parte de la sociedad está alienada y forzada a trabajar de manera prolongada y muy precaria. Por eso, el objetivo del colectivo revolucionario empieza por conquistar ese puesto de avanzadilla entre los elementos conscientes, aquellos que están mínimamente formados −con respecto a cuestiones ideológicas− y muestran mayores aptitudes para la disciplina que se les exige −dado que muchos no llegan a cumplir su palabra−. Tras esta tarea indispensable, y conforme nuestras fuerzas internas estén en crecimiento, el nivel de influencia del partido entre el resto de los trabajadores será mayor; de manera que más se interesará el pueblo por esos debates que antes le sonaban a chino. Y es que los «antiteóricos» olvidan también el hecho de que muchas de estas discusiones siempre guardan una conexión, más o menos directa, con las aspiraciones populares y la forma de hacerlas realidad −y si no fuese así, si sus protagonistas no saben argumentar tal justificación de su trabajo general, entonces sí estaríamos ante un pasatiempo, ante la cruda realidad de que estamos fallando en lo más urgente−.
El partido tiene la tarea de saber explicar por qué son necesarios estos y otros debates; recae sobre sus hombros la tarea de dar a entender que no son una discusión artificiosa, totalmente estéril, que no se trata de debatir sobre el sexo de los ángeles o la santísima trinidad. Debemos revelar el hilo que conecta dicho debate con los intereses de clase, tanto los más próximos como los más lejanos. Así, el hecho de que esa estructura todavía no haya podido ganarse a la mayoría del pueblo, no significa que los debates sobre organización, economía, filosofía, alianzas, religión o, por supuesto, revisionismo, sean poco importantes, más bien al contrario. Adoptar esa postura no es solo negar la importancia de la teoría, sino que es ir a la zaga de las capas más atrasadas; ¡es dejar que los elementos más desorientados y demagogos marquen el paso, con sus prejuicios e ignorancia ideológica, en las tareas que se deben realizar!
Una estructura seria y decidida, en cualquiera de sus estadios de desarrollo, debe guardar un equilibrio coherente entre recoger el sentir del pueblo −más bien solo sus inclinaciones más revolucionarias− y guiarle en el camino hacia la emancipación, ya que es quien tiene la capacidad de hacerlo −si no, no sería necesaria esa «vanguardia»; el «pueblo» y el «partido» serían un todo, pero por desgracia no funciona así−. Jamás podrá ser el «pueblo»; es decir, «las masas» en abstracto, quien clarifique cuáles son las tareas urgentes del movimiento emancipador, ni cuáles son sus propósitos posteriores −esta respuesta vendrá de su ala consciente, pues para eso están los revolucionarios dedicados a ello−.
No nos angustia si a los «reconstitucionalistas» les parece algo «elitista» y «paternalista», como le ocurría al señor Althusser, esto es y ha sido siempre así, salvo que nuestra fantasía populista e idealista nos haga pensar que Marx comprendió la necesidad de refutar el «hegelianismo de izquierda» o el «socialismo verdadero», basándose en discusiones con los millones de taberneros y mineros alemanes que brindaban por Bismark. O quizás alguien piense que Lenin escribió «Materialismo y empiriocriticismo» (1909), o Stalin «El marxismo y la cuestión nacional» (1913), intercambiando impresiones con la ingente masa de campesinos rusos y sus prejuicios, que nada querían saber de esos temas o, que en su mayoría, mantenían opiniones francamente reaccionarias −de lo contrario, ya estarían dentro o cerca de los círculos del partido−. En esta lista podríamos añadir también a la legión de intelectuales reaccionarios que, además de estar muy ocupados lavándole la cara al régimen existente, eran fuertemente hostiles al materialismo como para aportar algo de valor a todos estos debates.
De todo lo dicho hasta aquí, también hay que tener en cuenta que, como ya dijimos en otra ocasión:
«El triunfo −o no− de la popularización de un eslogan, una línea ideológica, así como un programa, dependerá de la capacidad del colectivo de explicar su contenido en el lenguaje de las masas y de saber exponer la conexión existente entre sus reivindicaciones más inmediatas y sus deseos ulteriores de emancipación futura. Pero lejos de lo que creen los oportunistas, el grado de hostilidad o aceptación de las masas al partido revolucionario, su programa y sus eslóganes será alto o bajo no solo por la adecuación de una línea política plasmada a base de tener en cuenta la realidad −algo en lo que ya fallan la mayoría−, sino también dependiendo del trabajo que se haga entre las masas para explicar detenidamente por qué no debe temer a ciertos anatemas como el «marxismo», la «socialización de los medios de producción» o la necesidad de la «dictadura del proletariado». Hacerles comprender que estas palabras, en realidad, son acordes a sus aspiraciones actuales. En otros casos, el marxista deberá trabajar para que, en un futuro, estos conceptos sean aceptados por las capas más atrasadas. Esto no significa que estos términos deban repetirse mecánicamente sin explicar jamás su contenido de forma detallada, tal y como hacen la mayoría de grupos, sino que más vale que las masas sepan identificar en lo fundamental su significado y su necesidad, a que el partido los repita en abstracto hasta hacerlos parecer una entelequia o un mantra. (…) Esto se traduce en situaciones como las que hablamos, en observar si el programa político trazado de la organización se ajusta a la realidad circundante, a las necesidades de las masas, viendo cómo es recibido por ellas, qué apoyo le profesa, si tras años de popularización cala o no entre ellas, si ha supuesto una elevación del nivel de concienciación y combatividad entre las capas más avanzadas, si sus ideas han ayudado a combatir las teorías burguesas asumidas anteriormente por el pueblo. Por supuesto, en el triunfo de tal cuestión influyen otros factores anexos como la capacidad del partido para emanar de él y poner a trabajar a grandes agitadores y propagandistas o la rápida pauperización del nivel de vida de las masas, factores objetivos y subjetivos que obviamente ayudan a acelerar que las masas comprendan, simpaticen y hagan suyo el programa revolucionario, pero lo que es seguro, es que, sin una línea correcta, por grandes oradores o escritores que tenga el partido, por mucha crisis general del sistema, no se avanzará lo suficiente, las masas serán indiferentes a la propaganda del partido o directamente se volcarán sobre otra organización». (Equipo de Bitácora (M-L): Fundamentos y propósitos, 2022)
La interrelación entre teoría y práctica según el socialismo científico
En todos estos casos históricos, las masas no partidistas −e incluso los miembros del partido menos preparados− no «pedían a voces» hablar sobre estos temas, sino volver una y otra vez hacia otros y de una forma totalmente incorrecta. Ahora bien, nadie en sus cabales dirá que, por ejemplo, este trabajo acometido por los bolcheviques fue un «trabajo estéril» o de «intelectualoides de salón». ¿Se elaboraron tales debates y decisiones entre «intelectuales»? Sí, en muchas ocasiones fue así y no podía ser de otro modo, como veremos más adelante en el capítulo donde hablaremos sobre la intelectualidad y su relación con la organización emancipadora. Ellos solían ser en un principio los más preparados culturalmente, lo que no implica que no hubiese obreros participando de dicho proceso, a veces estando incluso por delante de intelectuales «muy formados». Sea como fuere, lo que queda claro es que esta labor ideológica tenía como fin rebatir a la intelectualidad al servicio de la reacción, la cual tiene la producción ideológica de la sociedad, marca los mitos de cada época y enmascara la realidad. A su vez, estas polémicas servían como táctica para agrupar en el partido a los mejores elementos del pueblo, fuesen obreros, intelectuales, u otros.
Entremos a otra afirmación «jerárquica» que quizás haga perder los estribos a muchos: no es lo mismo el partido revolucionario que el conjunto de la población trabajadora simpatizante con la causa, del mismo modo que no son lo mismo los altos cargos que todo el partido en sí. ¿A qué viene esto último? A que no hay equivalencia política entre un joven militante que ha demostrado su capacidad teórica u organizativa −y en consecuencia tiene o puede tener un puesto de responsabilidad− que un hombre que, ya en su vejez, está interesándose en la política; no es igual un sindicalista veterano, que sabe moverse en ciertos ámbitos, que un chaval que apenas está aprendiendo las primeras «nociones del oficio». Esperamos habernos explicado lo suficientemente bien para que todo esto se comprenda con facilidad, pero no creemos que esta cuestión presente demasiadas dificultades de entendimiento:
«Sería una maniloviada y «seguidismo» creer que casi toda o toda la clase puede estar nunca, bajo el capitalismo, en condiciones de elevarse al grado de conciencia y de actividad de su destacamento de vanguardia, de su partido. (…) Ninguno que esté aún en su sano juicio ha puesto nunca en duda que, bajo el capitalismo, ni aun la organización sindical −más primitiva y más asequible al grado de conciencia de las capas menos desarrolladas− está en condiciones de abarcar a toda o a casi toda la clase obrera. Olvidar la diferencia que existe entre el destacamento de vanguardia y toda la masa que marcha detrás de él, olvidar el deber constante que tiene el destacamento de vanguardia de elevar a capas cada vez más amplias a su propio nivel avanzado, sólo significa engañarse a sí mismo, cerrar los ojos a la inmensidad de nuestras tareas y empequeñecer éstas». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Un paso adelante, dos pasos atrás, 1904)
Se entiende que el «órgano de expresión», que es el que sirve de «marco de referencia» para organizar y formar a los cuadros, es la vez −y no es nada sorpresivo− el principal antídoto contra la disgregación y el abatimiento que produce verse en una situación de desventaja frente a las fuerzas del capital y ante el letargo generalizado de la población. No es ningún secreto que, cuanta más conciencia de la realidad tiene el sujeto, más frustración puede sentir; ya que comprende mejor el grado de adversidad al que se enfrenta. No incidiremos más sobre esto aquí, pues está desarrollado íntegramente en obras de Lenin como: «Carta a un camarada acerca de nuestras tareas de organización» (1902), «¿Qué hacer?» (1902) o «Un paso hacia adelante, dos hacia atrás (1904).
A continuación, por si no ha quedado aún claro, pasaremos a resumir por qué la «teoría» no es un «opuesto a la práctica» como nos dice la RAE, así como por qué tampoco es necesario elaborar nociones como la de «praxis» a modo de «conjunción» de «teoría y práctica». Generalmente, en el marxismo se da por hecho que para tener una práctica correcta esta debe ser alumbrada por la teoría; fin del misterio. Si se quiere una mayor comprensión de cómo se da esta interrelación necesitaríamos explayarnos, pero en modo alguno rechazar la histórica concepción leninista de «teoría y práctica».
«Todas las ideas se derivan de la experiencia, son reflejos de la realidad, verdadera o distorsionada». (Friedrich Engels; Materiales preparatorios para el «Anti-Dühring», 1876)
Ergo, la teoría no es sino una acumulación de conocimientos, una síntesis de la experiencia práctica; es decir, de la actividad del ser humano; por lo que, en toda esa cadena de desarrollo, la teoría puede acumular conocimientos absolutamente falsos o distorsionados en torno a la realidad. Esto hace que la metodología a emplear sea decisiva, entre otros muchos condicionantes como la disponibilidad de información, medios técnicos, inspiración o motivación del sujeto. En este sentido dijo Antonio Labriola en su «Filosofía y socialismo» (1897): «Todo acto de pensamiento es un esfuerzo, esto es, un trabajo nuevo; para hacerlo es necesario, ante todo, poseer los materiales de una experiencia madura y, luego, que los instrumentos metódicos sean familiares y manejables por un largo uso». En vista de todo esto, no existe mayor tontería que jurar, como hacen los «reconstitucionalistas» y otros, que uno no realiza un trabajo «desde la teoría» para «seguir teorizando», esto es lo que en filosofía se denomina comúnmente como «tautología»: dar vueltas sobre explicaciones que no aclaran nada, como decir que un círculo es redondo.
En cuanto a la visión sobre la «teoría» de quiénes siguen la «Línea de Reconstitución» (LR), e incluso de muchos de sus enemigos igualmente desorientados, no queda mucho que añadir. Salvo que seamos platónicos o cualquiera de sus sucedáneos idealistas, sabemos que la teoría no brota sin más de la cabeza ni del «mundo de las ideas», sino que procede de la práctica, individual y social. Hasta los «académicos» −de los que hablan con tanto desprecio los bakuninistas, sorelistas o maoístas− para poder realizar un «trabajo teórico» serio, además de tener en cuenta las teorías previas ya constatadas, deben pasar sus hipótesis ante un trabajo práctico mínimo −la puesta en marcha de esas ideas, su experimentación en la realidad− para comprobar la validez de su «teoría» −salvo que quieran dar rienda suelta al «potro de la especulación», en cuyo caso estaríamos ante charlatanes−. Si ninguno de ellos hubiera realizado este proceso de forma más o menos correcta −pues siempre hay ciertos límites del conocimiento, como comentábamos antes−, ninguna de las ciencias habría sido capaz de lograr el desarrollo que han llegado a alcanzar hoy. Luego, una vez estos intelectuales lanzan dicha «teoría» al mundo, no esperan que el lector lea estas ideas para seguir cavilando más «teorizaciones», sino que confían en que sirvan de eje para el desarrollo práctico diario. Según la especialización que hayan abordado, este nuevo conocimiento servirá al obrero, al campesino, al físico, al historiador, al arquitecto, al profesor o al veterinario para comprender el funcionamiento de esta maquinaria o de aquel organismo vivo, de esta o aquella relación entre los fenómenos naturales o sociales, para que sepan cómo deben investigar las fuentes pasadas, cómo organizar sus clases y la disciplina de los escolares, cómo construir edificios sin que el techo se venga abajo, cómo desparasitar a los animales, etc. Labores, todas ellas, que implican necesariamente una práctica y donde, en muchos casos, se tendrán que repensar formas adaptadas a situaciones concretas ante las que se tope quien reciba esta «teoría». A esto cabe añadir que es posible, y hasta normal, que en el proceso de elaboración de la teoría se inoculen concepciones falsas o conclusiones erróneas. Al igual que también puede ocurrir, que sus ejecutores no sepan aplicar al cien por cien una teoría científica o parte de ella; sin embargo, nada de esto pone en duda lo expuesto en este párrafo. El error −y su correspondiente rectificación− es parte inevitable del proceso de conocimiento de la realidad y su posterior aplicación práctica.
Pues bien, la política no es diferente a esto. No existe mayor obviedad que asegurar que una organización no pretende limitarse a «teorizar», dado que teorizar, aunque sea para objetivos humildes y mínimos, es algo que se hace para alumbrar una práctica a seguir, es algo que todo el mundo hace, aunque sea en formas totalmente rudimentarias y alejadas de los cánones científicos actualizados. De ahí que precisamente ni «teorizar» ni «filosofar» sean siempre equivalentes a teorizaciones o filosofías veraces, de carácter científico. En cualquier caso, la actividad práctica continuará siempre, la historia seguirá su curso, y el revolucionario tiene la posibilidad de incidir en el resultado si decide bajo qué lineamientos teóricos se amparará la práctica concreta a desarrollar; si no, serán las fuerzas de las ideas dominantes, la intuición o la costumbre, las que tomarán el mando. Pretender que existe un «desarrollo de la praxis» importante sin una teoría y visión del mundo detrás, es tan absurdo como pretender que existe un arte o una metodología pedagógica sin una filosofía detrás, sin una ideología «artística», «jurídica», «política» o «económica» de por medio −o insértese aquí la forma de conciencia social que el lector prefiera−. Es algo que consciente o inconscientemente sucede más allá de la voluntad de los sujetos por su educación y ambiente.
Aclaraciones finales sobre la unidad entre teoría y práctica
Las dos desviaciones básicas se pueden condensar en lo que sigue: a) En primer lugar, la noción infantil de la «práctica» −impulsada, como ya hemos mencionado, por quienes nos consideran «contemplativos» o «teoricistas»− toma fuerza entre aquellos que solo tienen en mente por «práctica» la imagen de un sujeto realizando labores de agitación y propaganda en un sindicato obrero o acudiendo a grandes manifestaciones; b) En lado opuesto, como ocurre con los «reconstitucionalistas», se encuentran los que opinan que debemos esperar a que un oráculo o un profeta nos certifique que nuestra «práctica» es lo suficientemente «consciente» como para no fracasar o avergonzarnos de ella −incurriendo en la famosa parálisis por análisis−.
No obstante, como bien sabemos, un «partido» −con mayúsculas− exige en su cotidianidad una rigurosa división del trabajo que posibilite su mantenimiento y crecimiento, por ende, siempre existirá una demanda latente de múltiples actividades que no pueden desarrollarse cargando con este tipo de tonterías −que demuestran una profunda inmadurez política−. Podemos estar hablando de llevar a cabo una labor pedagógica frente a tus compañeros −detectando sus virtudes y defectos−, evaluar y distribuir a los simpatizantes −comprendiendo su situación particular y asignándole funciones−, trazar planes más eficientes y rápidos −en materia de organización o financiación−, «detalles» como escoltar a compañeros; y, por qué no, desplazarse a innumerables centros de información para poder adquirir documentación −que, supongamos, otro compañero economista necesite para escribir un artículo que la organización considera necesario−. Todo esto también son −o contienen− «labores prácticas» que el individuo y el colectivo tienen que asumir. Incluso acciones como tomar un manual y aplicar lo que pone en él, adaptándolo a las circunstancias y al lugar concreto, lo son.
¿Por qué hemos dado varios ejemplos de algunas situaciones en donde, lejos de lo que se suele creer, hay «práctica»; o, mejor dicho, la práctica predomina por delante del esfuerzo teórico? Pues para romper con la falsa idea de que, para concluir procesos sociales de gran envergadura, las tareas pueden dividirse artificialmente en aquellas en las que se necesita «solo práctica» o «solo teoría». Es decir, queremos ir más allá de la unilateralidad que predomina hoy, por eso apostamos por verlo todo en su íntima conexión, destruyendo la rígida aplicación mecánica y la ilusoria metafísica que sobrevuela en las mentes de algunos.
Recojamos el último ejemplo propuesto: aquella persona que se desplaza a «innumerables centros de información para adquirir documentación». Si el «sujeto A» va a pedir unos determinados libros a una biblioteca nacional, los lleva bajo el brazo y se los entrega al «sujeto B»; el economista. Desde luego esto no puede ser otra cosa que una «actividad práctica», por muy singular o simplona que pueda parecernos. Luego, será este segundo el que tendrá que hacer la mayor parte de trabajo de «abstracción» para su estudio −«teórico»− de economía. A riesgo de ser cargantes con la terminología −reclamación que aceptamos con gusto, si con ello nuestros lectores no nadan en la confusión−, recordemos la definición de «abstracción científica» que dieron los soviéticos, para que todos estemos en las mismas coordenadas:
«Operación mental que consiste en abstraer los caracteres no esenciales y secundarios, propios de uno u otro grupo de fenómenos, para destacar y sintetizar racionalmente sus peculiaridades sustanciales. (…) La abstracción científica nos da una idea más completa y profunda de la realidad que las sensaciones inmediatas». (Mark Rosental y Pavel Yudin; Diccionario filosófico, 1940)
Esto significa que hasta para crear y plasmar un libro, algo que a priori a algunos les pueden parecer unas pretensiones muy «teóricas», también necesitamos de la «práctica», aunque sea por medio de acciones mecánicas y sencillas. ¿Alguien tendrá que escribir el libro, verdad? ¿O acaso la mente va a mover el bolígrafo o el teclado del ordenador? Ha de anotarse que este tipo de habilidades, como el escribir, cocinar, resolver una ecuación o caminar en bici, son a nuestros ojos sencillas, porque hemos adecuado a nuestro cuerpo y mente para ello a base de la repetición y perfección progresiva, por lo que cada vez están más automatizadas y requieren de menor esfuerzo mental y físico. En este sentido el lector puede observar los experimentos realizados que se recogen en la obra de los psicólogos Eduardo Vidal-Abarca, Rafael García Ros y Francisco Pérez González «Aprendizaje y desarrollo de la personalidad» (2010). Sin embargo, cuando la mente no está adecuada a tales demandas:
«Nos es necesario aún un esfuerzo apropiado para pasar de los estados más elementales de la vida psíquica a ese estado superior, derivado y complejo, que es el pensamiento, en el cual no nos podemos mantener más que gracias a una atención voluntaria, que tiene una intensidad y una duración especiales que no pueden ser sobrepasados». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)
En cualquier caso, estas labores mencionadas son similares a cuando Engels explicó en su obra «Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana» (1886) lo que ocurre durante el proceso de comer o beber; funciones que para satisfacerlas también deben ser pensadas previamente para poder ser ejecutadas −¡cómo no!−. Entiéndase que el pensamiento de «sed» o «hambre» nace de una necesidad fisiológica, y que a su vez cuando uno trata de satisfacerlo se ve obligado a maniobrar con otra serie de operaciones mentales básicas o complejas: desde qué bebida o alimento o seleccionará −en un ambiente seguro y sencillo−, hasta cómo podría obtenerlos −en un ambiente hostil y peligroso−. Y cuando se logra tal cosa, cuando el organismo logra calmar la sensación de sed o hambre, también obtenemos en nuestra cabeza una «certificación» sobre tal cosa.
Muy bien, entonces, ¿qué demuestra todo esto? Que existe toda una cadena de procedimientos que bien podrían llamarse bajo las denominaciones que el académico guste: «pensativos», «contemplativos», «abstractos», «especulativos» −de índole «teórica»−; y otros procesos −«prácticos»− relacionados con «actuar», «accionar», «llevar a cabo», «experimentales»… que se conjugan mutuamente. ¿Qué es lo interesante aquí? El «sujeto B», el compañero «encargado del trabajo teórico», también necesita valerse de la «práctica» −aunque sea de la más básica− para poder realizar esa ordenación de pensamientos, análisis de datos y conclusiones de valor. Necesita de ambos: sentarse, levantarse o cambiar de posición para aprovechar la luz solar o descansar la vista, mover las páginas de estos libros desgastados, tramitar sus pensamientos escribiendo a máquina, consultar dudas a sus compañeros sobre la validez de lo que tiene delante mediante el pensamiento y el lenguaje; y sin entrar ya en las funciones fisiológicas −empezando por el cerebro− que posibilitan el discurrir del pensamiento mental en estos «debates» o «charlas». En este caso, una vez acabado lo fundamental de su objetivo general −que era crear el núcleo escrito de este libro− habrá un proceso posterior de revisión, maquetado y divulgación de esa obra finalizada, en la cual el «teórico» y sus compañeros participarán de nuevo −y volverán a intervenir fenómenos «teórico-prácticos» de diversa índole−. Por eso, en este sentido, Labriola dijo que él en particular al estar hablando de «praxis» plasmaba:
«Este aspecto de totalidad se quiere eliminar la oposición vulgar entre práctica y teoría, porque, en otros términos, la historia es la historia del trabajo, y como, por un lado, en el trabajo así integralmente comprendido está comprendido el desenvolvimiento respectivamente proporcionado y proporcional de las aptitudes mentales y de las aptitudes activas, lo mismo, por otra parte, en el concepto de la historia del trabajo está comprendida siempre la forma social del trabajo mismo, y las variaciones de esta forma». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)
¿Se dan cuenta? Por eso aseveramos que disociar «teoría y práctica» en un proceso así es como separar por un muro infranqueable la unidad entre el «ser y el pensar», o lo «absoluto y relativo». ¿Decimos que son lo mismo? No. Si se repasa el ejemplo anterior se entenderá que esto ya se ha explicado. Pero, por si a alguien le quedan dudas, lo resumiremos con esta otra cita del filósofo soviético M. Shirokov:
«Al igual que un doctor debe unir un conocimiento sólido de la anatomía y patología del hombre con su experiencia práctica y puede no saber mucho como para ser un buen médico, también un político debe entender sobre todo en lo que a leyes del cambio social y la estructura de la sociedad se refiere si su liderazgo pretende llevar a la clase cuyos intereses representa a cualquier lado que no sea para el traste. La verdad es que si forma y contenido, que en este caso son teoría y práctica, pueden dividirse tanto como para llegar a tener apenas relación son de poca relevancia. La filosofía y práctica que caen bajo una cierta categoría pueden ser expuestos de la siguiente manera; más allá de esta categoría, teoría y práctica no están opuestas, ni vagamente relacionadas; son un todo. Hay más que una conexión: hay una unión y una fusión». (M. Shirokov; Un manual de filosofía marxista, 1937)
El lector habrá sido testigo alguna vez de la típica expresión de un profesor después de terminar una lección a sus alumnos: «¡Ahora toca ponerlo en práctica!», es decir, el tutor espera ver como sus pupilos implementan las orientaciones teóricas que él ha dado, comprobar hasta qué punto han asimilado los conceptos y procedimientos, y si ellos pueden aplicar estos a situaciones similares o diferentes. Esto no es nuevo, pues como leímos atrás (*), hasta en la Antigua Grecia, varios filósofos ya explicaban que no se trata de «querer ser», sino de «hacer para llegar a ser». En su «Ética a Nicómaco» (siglo IV a. C.), Aristóteles advirtió en relación a la interrelación entre teoría y práctica: «Es por lo tanto necesario, que consideremos todo lo que se refiere a las acciones, para aprender a realizarlas»; es decir, extraer la teoría de la realidad viva. Mientras que: «No adquirimos las virtudes sino después de haberlas previamente practicado», lo que implica constatar en la práctica si hemos adquirido −o no− los conocimientos teóricos. Este tipo de concepciones dialécticas fueron las que llevaron a que Marx calificase a este pensador como: «El pensador más grande de la antigüedad», mientras Engels apuntó cómo Aristóteles: «Había llegado ya a estudiar las formas más esenciales del pensar dialéctico». Actualmente, resulta vergonzoso que algo que ya manejaban −en mayor o menor medida− pensadores de diversas épocas sea presentado aquí por la LR y otros «praxiólogos» como una «vuelta de tuerca» que «lo ha cambiado todo».
Una vez puesto en orden estas cuestiones, pasemos a los capítulos sobre la ciencia, donde la LR no tiene menos problemas en decir algo que suene medio cuerdo, y donde de nuevo recupera lo peor de lo peor para abalanzarse sobre el materialismo histórico». (Equipo de Bitácora (M-L); Sobre la nueva corriente maoísta de moda: los «reconstitucionalistas», 2022)
Anotaciones de Bitácora (M-L):
(*) Véase el capítulo: «¿Fueron Marx y Engels dos «críticos contemplativos»?» (2022).
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