«En su momento ya Marx nos advirtió que debíamos estar ojo avizor a las distorsiones que solían hacerse en materia histórica:
«Relación de la historiografía ideal, tal como ella se ha desarrollado hasta ahora, con la historiografía real. En particular, de las llamadas historias de la civilización, que son todas historias de la religión y de los estados». (Karl Marx; Introducción general a la crítica política, 1857)
Gustavo Bueno, en su alto grado de patetismo, llegó a declarar, por orgullo chovinista, que el Imperio Carolingio (768-843) fue simplemente, y en palabras suyas, una «fantasmada»:
«España es el primer imperio que se constituyó después de Roma. (…) El imperio de Carlomagno fue una fantasmada. (…) Como lo fue el Imperio Sacro Germánico. (…) No rebasaron ni Francia, ni Inglaterra, ni nada». (Gustavo Bueno; España, 14 de abril de 1998)
Estamos hablando de uno de los imperios más grandes de su época –justamente en un momento de extremo fraccionalismo territorial en Europa–, con un sistema fiscal muy notable para su época y una eficiente red de funcionarios reales. La conquista militar, incorporación al imperio y la progresiva transformación religiosa de los sajones y de otros pueblos es una muestra palpable de su ambicioso proyecto político, de su ávido expansionismo. La recuperación del derecho romano, el arte y todo su bagaje cultural bajo el llamado «renacimiento carolingio», haciendo de la letra carolina la letra internacional del momento, son otra muestra más de su notable capacidad de desarrollo y adaptación, de síntesis. Si dicho imperio no tuvo trascendencia ni poder, ¿cómo explica la conquista de las tropas carolingias de ciudades como Barcelona o Gerona frente a las tropas musulmanas y la creación de sendos condados en lo que sería luego conocido como la «Marca Hispánica»? ¿Olvida acaso los lazos de dependencia ya existentes entre el Reino de Pamplona con los carolingios, aunque estos lazos se forjaran con la anterior dinastía, la de los merovingios? ¿Cómo explica la misma sumisión del condado de Aragón, sino como muestra ineludible de la dependencia prolongada de estas zonas hacia los francos? ¿A qué se debe el abandono progresivo de la escritura visigótica en pro de la escritura carolina? Estos comentarios del señor Bueno son la prueba inequívoca de su ínfimo conocimiento de la historia en todos y cada uno de sus aspectos.
Uno de sus sucesores, el Sacro Imperio Romano Germánico (962-1806), también es calificado de mera «fantasmada» sin relevancia. Aunque acabase derrotado, lo cierto es que fue durante mucho tiempo una formación política clave en la pugna imperio-iglesia en Occidente, albergó un fuerte control en las florecientes ciudades del Norte de Italia y parte Oriental de Francia, así como más allá del río Elba; de hecho, este imperio fue el impulsor, junto a la Orden Teutónica, de las mayores expediciones colonizadoras y evangelizadoras hacia los territorios eslavos y bálticos del Este –iniciadas por Carlomagno–. Este imperio sería la cuna de grandes y prósperas ciudades, como Lübeck o, poco después, Hamburgo. ¿Qué rigor como historiador podemos atribuirle a este hombre tras estos comentarios que rezuman total ignorancia? ¿Acaso la extensión territorial define si es un imperio en la antigüedad? ¿Acaso su duración? ¿Acaso que tuviese una estructura más descentralizada? Cualquier historiador contestaría que no son preguntas serias, pero aquí de lo que se trata, siguiendo la estrategia de Bueno, es simplemente de desprestigiar y hacer de menos el protagonismo hegemónico, que quiérase o no, tuvieron también otros pueblos en determinadas etapas y zonas de Europa.
En otra conferencia se desdice de sus conceptos utilizados. Buscando los orígenes de la «nación española» se retrotrae a Roma y, después, al Reino Visigodo. Allí defiende que el Reino de Asturias (718-924), un reino mucho más efímero y mucho más pequeño, sí debe de ser tenido en cuenta en la historia:
«Una identidad que se creó, precisamente a partir de los reyes asturianos, esta identidad se mantuvo mucho más, y por encima de esa fractura de la unidad, en eso que llamamos reconquista. (…) Nada de minúsculo, ya quisieran muchos Estados actuales europeos tener la magnitud que alcanzó el reino de Alfonso II o III. (…) En absoluto era pequeño, era un reino imperialista desde el principio». (Gustavo Bueno; España como nación, 2015)
Primero. Durante 710-1492 las alianzas de los musulmanes con los cristianos, y viceversa, para derrocar a una dinastía o facción rebelde no serían tampoco una extrañeza, sino un fenómeno extendido y que debe ser tomado en consideración. Veamos algunos ejemplos. El apoyo del Rey musulmán Zafadola en favor de Alfonso VII contra el rey musulmán Texufín–. Los servicios del Cid Campeador al Rey de Zaragoza o el musulmán al-Muqtadir son también un hecho indicativo de las relaciones pragmáticas de este tipo. La alianza entre los vascos y los musulmanes –la familia Banu Qasi– para derrotar a los ejércitos de Carlomagno en la segunda Batalla de Roncesvalles. Las luchas entre el Rey Lobo de la Taifa de Murcia frente al imperio almohade –con apoyo de Alfonso VII hacia el primero–. Las constantes guerras entre Castilla y Aragón en los siglos medievales. De hecho, ¿cómo es posible que el fin tan tardío de la presencia del poder musulmán se diese con la conquista del Reino de Granada en 1492, frente a unos reinos cristianos claramente superiores económica y militarmente? La respuesta está en que la tendencia de los reinos cristianos a partir del siglo XIII no fue acabar de expulsar a los reinos musulmanes, sino cobrarles tributos mientras se trataba de hacer la guerra y debilitar a los reinos cristianos competidores. Todo ello da a entender sobradamente que hay que huir de reducir los conflictos político-militares a cuestiones de «cristianos contra musulmanes», fruto de conceptos identitarios que no existían en aquella época.
Estas alianzas solo le pueden parecer extrañas a quienes desconozcan la historia –véase las peticiones de los príncipes protestantes al imperio otomano para derrotar a los reinos católicos o la alianza católico-protestante para aniquilar a los anabaptistas, otra rama del protestantismo–. Incluso si el lector quiere más ejemplos, podemos remontarnos más atrás en la historia: la rivalidad y guerras de las ciudades sumerias del 2.500 a.C. no son producto de «la lucha eterna entre los dioses tutelares de cada ciudad» como ellos creían, sino que, como reconocen los historiadores materialistas de hoy, fueron conflictos motivados por cuestiones socio-económicas muy sencillas de explicar.
Gustavo Bueno, a fuerza de sus convicciones idealistas, postulaba que entre los reinos cristianos de la península ibérica primaba la «identidad española» que se estaba gestando, en cuyo componente la religión cristiana toma un aspecto principal. Los hechos antes explicados demuestran al lector que lo que primaba entre los reinos cristianos y musulmanes de la península era el interés político-económico de sobrevivir y expandirse, no un concepto de nación española que no inexistente en la época y cuyo desarrollo en una etapa donde el Estado estaba diluido y fragmentado bajo el poder del feudalismo era un imposible. Como desmontó correctamente el marxista alemán Franz Mehring, las ideas nunca tienen primacía ante la base material existente. Por tanto, la religión o las «ideas nacionalistas» del Medievo son consecuencias de la base económica y sus derivados, y no al revés:
«Con toda razón considera Marx que toda historia de la religión que prescinda de su base material es no crítica. En efecto, resulta mucho más sencillo encontrar el núcleo terrenal de las fantasías religiosas por análisis, que a la inversa, desarrollar las formas celestiales a partir de las condiciones de vida reales en cada caso. Pero éste constituye el único método materialista y, por consiguiente, el único método científico. (…) El cristianismo tuvo un origen puramente económico; constituía éste una religión social, una religión de masas, una religión universal, que surgió sobre el suelo del imperio romano universal y de las distintas ideologías de los pueblos que lo componían, bajo el efecto que producía en el espíritu y en el ánimo de los hombres el incomprensible proceso del derrumbe económico. Y con cada cambio del modo de producción se modificaba más o menos aceleradamente el contenido espiritual de la religión cristiana». (Franz Mehring; Sobre el materialismo histórico y otros escritos filosóficos, 1893)
Segundo. Para ser justos históricamente hablando, y sin desmerecer para nada la trascendencia del Reino de Asturias, lo suyo sería decir que ya hubiera querido Alfonso II o III tener en su reino la magnitud y extensión del Imperio Carolingio bajo Carlomagno o la del Sacro Imperio Germánico bajo Otón I. Pero esto es lo que hace el fanatismo: sobredimensiona lo propio y desprecia lo ajeno. ¿Qué tipo de discurso es este? Uno romántico-nacionalista muy común ya comentado otras veces:
«Con el fin de hacer cuadrar los sueños del chovinismo nacional, hay autores que hablan de que la nación catalana [y muchas otras] existe desde épocas medievales, lo cual no solo es antimarxista –el hablar de naciones en la Edad Media– sino que todo discurso similar es sumamente tendencioso. Hay que entender de una vez que la historia medieval y sus formaciones políticas solo ayudan a comprender el desarrollo y encaje posterior, pero la historia no es algo lineal, y la etapas medieval y moderna no son determinantes para entender todo lo que pasó siglos después, pues, sobre todo, este tipo de teorías carecen de sentido cuando más ignoran los siglos posteriores, los cuales son decisivos en la conformación del capitalismo y, por tanto, del concepto de nación moderno. Ciertamente, en el caso de lo que hoy forma España, si observamos la Edad Media, veremos como en sus postrimerías es la hegemonía de Castilla es la que lidera los procesos de conquista y los intentos de unificación del resto de reinos en lo que hoy se conoce como España, aunque no tendría el éxito esperado, como sabemos. En cambio, no se puede anticipar ni ligar demasiado el surgimiento posterior del nacionalismo catalán mirando a una época como la medieval o su final, ya que la propia Cataluña entró en un periodo de decadencia económica que le impediría defenderse efectivamente de sus competidores económicos y políticos castellanos y genoveses, lo que, por contra, contrasta con su florecer económico y despertar nacional posteriores, que veremos en el siglo XIX. Véase como otro ejemplo el caso italiano, donde el Reino de Piamonte lleva a cabo la unificación de Italia, que se certifica finalmente en 1871. Pero, ¿qué tiene que ver el panorama de dicho reino hegemónico con lo que ocurría en la época medieval e inmediatamente posterior, siendo Italia un conjunto de pujantes repúblicas como la de Florencia, Milán o Venecia, que fueron pereciendo ante el empuje de nuevos reinos italianos bajo dominio francés o español? Se trata de un paralelismo mecánico que demuestra los límites de las comparativas». (Equipo de Bitácora (M-L); Estudio histórico sobre los bandazos políticos oportunistas del PCE (r) y las prácticas terroristas de los GRAPO, 2017)
La escuela de Gustavo Bueno ha dado sus frutos, y hoy, entre sus discípulos disciplinados, se lanzan perlas antihistóricas que siguen el legado de su mentor:
«Pedro Ínsua: Mientras se está cayendo un imperio, que no es moco de pavo, y los políticos del siglo XIX, muy maltratados por cierto por la historiografía del siglo XX, intentan salvar los trastos del mayor imperio que hubo jamás». (La izquierda y los nacionalismos en España, con Paco Frutos, Pedro Ínsua y Santiago Armesilla, 2018)
¿Es el imperio español el mayor imperio que hubo jamás en cuanto a qué? ¿Más trascendente en la historia que el Imperio romano? ¿Más extenso que el británico o el mongol? Ni en lo uno ni en lo otro acertaría.
Cambiando ligeramente de tema, pero con relación al mismo: pongamos atención sobre lo que nos tienen que decir estas gentes sobre la cuestión cultural.
Rizando el rizo de lo humorístico, Jesús G. Maestro, el reconocido faltón y chovinista, nos advertía:
«Todo el mundo quiere ser español. De ahí que Gustavo Bueno dijera que es más importante ser español que europeo, ¡hombre, claro que es mucho más importante, solo falta macho, no hay más que verse español para sentirse seguro!». (Jesús G. Maestro; Cómo la Universidad anglosajona posmoderna destruye la literatura española e hispanoamericana, 2018)
¡Claro! ¡Todo el mundo quiere ser español! ¿Empezando por los catalanes, vascos y gallegos, verdad? Los ciudadanos de Cuba, Venezuela, Filipinas, y las Islas Marianas ruegan incorporarse al imperio hispánico todos los días, mientras los ciudadanos de Laponia se lamentan de no haber disfrutado del privilegio de haber formado parte del imperio de Felipe II. ¿En qué mundo paralelo vive este ser? Para más ridículo habla de que ser español vendría a proporcionar al sujeto una especie de superpoder que le hace sentirse seguro, pues… le decimos que ciertamente no creemos que esa españolidad haya salvado a nadie cuando los reyes, nobles, obispos, burgueses y todo tipo de parásitos han arrastrado a los trabajadores de la península a guerras, hambre, paro, represión y desolación.
Las conclusiones a las que llegan estas personas jamás podrían ser calificadas como productos de una visión pertrechada en el materialismo histórico –naturalmente que ultraderechistas como Jesús G. Maestro están exentos de esta riña–, pues como vamos exponiendo en el presente documento, no se trata de un discurso patriota e internacionalista, sino de la clásica prédica antimarxista que bebe del nacionalismo más subjetivista y distorsionador de la verdad histórica, la cual intenta estirar hasta el máximo un relato engrandecido de lo propio y denigrante de lo ajeno. Por eso se torna tan patético y casposo». (Equipo de Bitácora (M-L); Epítome histórico sobre la cuestión nacional en España y sus consecuencias en el movimiento obrero, 2020)
Excelente artículo.
ResponderEliminarCoincido completamente. Excelente investigación
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