«Después de toda revolución o contrarrevolución abortada, los emigrados que se refugian en el extranjero despliegan una activad febril. Se forman grupos partidarios de diversos matices, cada uno de los cuales reprocha a los otros el haber llevado el carro al tremedal y los acusa de traición y de toda clase de pecados mortales. Mientras tanto conservan estrecho contacto con la patria, organizan, conspiran, publican octavillas y periódicos, juran que va a «recomenzar» dentro de veinticuatro horas, que la victoria es segura, en previsión de lo cual distribuyen desde ya los puestos gubernamentales. Como es lógico, se va de desilusión en desilusión, y como eso no se relaciona con las inevitables condiciones históricas, a las que no se quiere comprender, sino que se atribuye a errores fortuitos de unas u otras personas, las acusaciones recíprocas se acumulan y todo desemboca en una cizaña general. Tal es la historia de todas las emigraciones, desde los emigrados realistas de 1792 hasta nuestros días; y los emigrados que no pierden el sentido común y la razón procuran apartarse lo más posible de las riñas estériles en cuanto se presenta la menor posibilidad de hacerlo con tacto, y se ocupan de algo más útil.
La emigración francesa después de la Comuna tampoco ha evitado esa fatalidad. En virtud de la campaña europea de calumnias que ha afectado por igual a todos, más que nada en Londres, ya que se encuentra aquí el centro común, que la emigración francesa ha hallado en el Consejo General de la Internacional, ha debido contener por cierto tiempo, aunque no sea más que ante el mundo exterior, sus querellas intestinas, pero a lo largo de los dos años últimos ya no ha estado en condiciones de ocultar el proceso acelerado de disgregación. Una franca enemistad ha estallado por doquier. En Suiza, una parte de los emigrados, se adhirió a los bakuninistas particularmente bajo la influencia de Malón, que fue uno de los fundadores de la Alianza secreta. Después, en Londres, los llamados blanquistas se separaron de la Internacional para constituir un grupo autónomo llamado «La comuna revolucionaria». Luego han aparecido multitud de otros grupos que, no obstante, se han visto en estado de incesante transformación y reorganización y no han hecho nada que valga ni siquiera en materia de manifiestos; en cambio, los blanquistas, en su proclama a los «Communeux» [Confederados], han dado a conocer su programa al mundo entero.
No se llaman blanquistas por representar un grupo fundado por Blanqui –de los treinta y tres signatarios del programa, sólo dos o tres, todo lo más, habrán tenido alguna ocasión de hablar con él–, sino porque quieren actuar con arreglo a su espíritu y tradición. Blanqui es esencialmente un revolucionario político; no es socialista más que de sentimiento, por indignarse con los sufrimientos del pueblo, pero no posee teoría socialista ni propuestas prácticas definidas para la reorganización de la sociedad. En su actividad política no es sino un «hombre de acción» convencido de que una pequeña minoría bien organizada, al intentar en un momento oportuno efectuar un golpe de mano revolucionario, puede llevar a las masas del pueblo, tras de alcanzar algunos éxitos iniciales, a realizar una revolución victoriosa. Bajo Luis Felipe pudo organizar semejante núcleo, por supuesto, sólo como sociedad secreta, y ocurrió lo que suele ocurrir en las conspiraciones: los hombres, hartos de contenerse sin cesar y de escuchar promesas de que la cosa no tardaría en comenzar, terminaron por perder la paciencia, se rebelaron, y hubo de elegir una de dos: dejar que se disolviese la conspiración o comenzar la insurrección sin ningún motivo aparente. La insurrección estalló –el 12 de mayo de 1839– y fue aplastada en el acto. Por cierto, esta conspiración de Blanqui fue la única de la que la policía no consiguió hallar las huellas; la insurrección fue para ella como un rayo de un cielo sereno. De la idea blanquista de que toda revolución es obra de una pequeña minoría revolucionaria se desprende automáticamente la necesidad de una dictadura inmediatamente después del éxito de la insurrección, de una dictadura no de toda la clase revolucionaria, del proletariado, como es lógico, sino del contado número de personas que han llevado a cabo el golpe y que, a su vez, se hallan ya de antemano sometidas a la dictadura de una o de varias personas.
Como vemos, Blanqui es un revolucionario de la generación pasada.
Estas ideas acerca de la marcha de los acontecimientos revolucionarios, al menos para el partido obrero alemán, han envejecido ya desde hace mucho tiempo y, en Francia, no pueden contar con la aprobación más que de los obreros menos maduros o más impacientes. Veremos igualmente que, también en el programa en cuestión, estas ideas han sufrido ciertas restricciones. Sin embargo, igualmente nuestros blanquistas de Londres se guían por el mismo principio de que las revoluciones no se hacen de por sí; que son obra de una minoría relativamente contada y se efectúan con arreglo a un plan fijado de antemano y, finalmente, que la cosa puede «comenzar pronto» de un momento a otro.
Los que se guían por tales principios se ven, naturalmente, víctimas irremediables de las ilusiones propias de los emigrados y se lanzan de un absurdo a otro. Lo que más quieren es desempeñar el papel de Blanqui, el «hombre de acción». Pero aquí no basta la buena voluntad; no todo el mundo posee el instinto revolucionario de Blanqui y su rápida capacidad de decisión, y por más que Hamlet hable de energía, no dejará de ser Hamlet. Y cuando nuestros treinta y tres hombres de acción no tienen absolutamente nada que hacer en este dominio, al que llaman acción, nuestros treinta y tres Brutos incurren en una contradicción, más cómica que trágica, con ellos mismos, en una contradicción que no se hace en absoluto más trágica al asumir una apariencia sombría como si cada uno fuese un «Möros con puñal escondido» [2], lo cual, por cierto, ni siquiera se les ocurre. ¿Qué hacen, pues? Preparan la «explosión» siguiente, redactando de antemano las listas de proscripción, a fin de depurar –épurer– las filas de los hombres que han participado en la Comuna; por eso, los demás emigrados los llaman puros –les purs–. No sé si aceptan ellos mismos ese título, además, a algunos de ellos no les vendría bien de ninguna manera. Sus reuniones se celebran a puertas cerradas y las decisiones deben guardarse en secreto, lo cual, no obstante, no impide que toda la barriada francesa hable de ellas la mañana siguiente. Y, como ocurre siempre con semejantes hombres de acción graves que no tienen nada que hacer, han entablado una discusión primero personal y luego literaria, con un adversario digno, uno de los individuos más sospechosos de la pequeña prensa parisina, con un cierto Vermersch, que bajo la Comuna publicaba el periódico «Le Père Duchêne», triste caricatura del periódico de Hébert de 1793 [3]. Como respuesta a su virtuosa indignación, este noble caballero los califica a todos de «granujas o cómplices de granujas» en uno de sus libelos, cubriéndolos de profusa colección de injurias obscenas:
«Cada palabra es un bacín y, además, lleno». (Heine. «La disputa»)
¡Y con semejante adversario nuestros treinta y tres Brutos estiman oportuno liarse en público!
Lo que sí está fuera de duda es que, después de la agotadora guerra, después del hambre en París y sobre todo después de la horrible matanza de las jornadas de mayo de 1871, el proletariado parisino necesita un largo período de reposo para recuperar las fuerzas y que toda tentativa prematura de insurrección corre el riesgo de llevar a una nueva derrota, posiblemente aún más tremenda. Nuestros blanquistas se atienen a otro criterio.
A su juicio, la disgregación de la mayoría monárquica en Versalles anuncia:
«La caída de Versalles, la revancha de la Comuna. Ya que nos acercamos a uno de esos grandes momentos históricos, a una de esas grandes crisis cuando el pueblo, diríase sumido en la miseria y condenado a muerte, vuelve a emprenuer con redoblada fuerza su marcha revolucionaria».
Así que la cosa vuelve a comenzar y, además, ahora mismo. Esta esperanza de una inmediata «revancha de la Comuna» no es una simple ilusión de emigrados; es un símbolo de fe indispensable para los que se han metido en la cabeza que deben ser «hombres de acción» cuando no hay nada que hacer en absoluto en su sentido, en el sentido de la insurrección revolucionaria.
Lo mismo de siempre. Como ya comienza, les parece que «ha llegado el momento en que todos los emigrados que todavía poseen alguna vitalidad deben definir su posición».
Y, además, los treinta y tres nos declaran que son 1) ateos, 2) comunistas y 3) revolucionarios.
Nuestros blanquistas poseen con los bakuninistas el rasgo común de pretender representar la corriente más avanzada y más extrema. Esta es la razón de que, por cierto, pese a lo opuesto de sus objetivos, coincidan con ellos en cuanto a los medios. Por tanto, trátase de ser más radicales que los otros en lo concerniente al ateísmo. Afortunadamente, en nuestros días no es ya difícil ser ateo. El ateísmo es una cosa que se sobreentiende en los partidos obreros europeos, aunque, en ciertos países, revista con frecuencia el mismo carácter que el de ese bakuninista español que ha declarado: «creer en Dios es contrario a todo socialismo, pero creer en la Virgen María es diferente, todo socialista decente debe creer en ella». Se puede decir incluso que, para la gran mayoría de los obreros socialdemócratas alemanes, el ateísmo es una etapa ya pasada; esta palabra puramente negativa ya no es aplicable a ellos, puesto que no se oponen ya teóricamente, sino prácticamente a la creencia en Dios; simplemente han dado al traste con Dios, viven y piensan en el mundo real, por cuya razón son materialistas. Indudablemente lo mismo se observa en Francia. Si eso no es así, lo más sencillo es difundir entre los obreros la excelente literatura materialista francesa del siglo pasado, literatura en que hasta el momento, tanto por su forma, como por el contenido, ha encontrado su más alta expresión el espíritu francés, literatura que, habida cuenta del nivel de la ciencia a la sazón, se halla, por el contenido, a una altura infinita y sigue, por la forma, siendo un modelo sin par. Ahora bien, eso no les agrada a nuestros blanquistas. A fin de probar que son más radicales que todos, Dios, al igual que en 1793, es abolido por decreto:
«Que la Comuna libere para siempre a la humanidad de este espectro de miserias pasadas» –de Dios–, «de esta causa» –¡Dios inexistente es una causa!– «de sus miserias presentes. En la Comuna no cabe el sacerdote; todo servicio religioso, toda organización religiosa debe prohibirse».
¡Y esta exigencia de convertir al pueblo en ateos par ordre du mufti [por orden de arriba] viene firmada por dos miembros de la Comuna, que habrán tenido la ocasión de convencerse, primero, de que se pueden escribir en el papel todas las órdenes que se quiera sin hacerse nada para asegurar su cumplimiento en la práctica y, segundo, que las persecuciones son el mejor medio para afirmar las convicciones indeseables! Una cosa está clara: el único servicio que en nuestros días se puede todavía prestar a Dios es proclamar el ateísmo como símbolo de fe coercitivo y sobrepasar las leyes anticlericales de Bismarck acerca de la Kulturkampf [4], prohibiendo la religión en general.
El segundo punto del programa es el comunismo.
Aquí nos encontramos ya en un terreno más familiar, ya que el barco en que se navega se denomina «Manifiesto del Partido Comunista» publicado en febrero de 1848 [Véase la presente edición, tomo 1, págs. 110-140]. Ya en otoño de 1872, cinco blanquistas salidos de la Internacional se declararon partidarios de un programa socialista que coincidía en todos los puntos esenciales con el programa del comunismo alemán actual y motivaron su salida sólo con el que la Internacional se había negado a jugar a la revolución a la manera de estos cinco. Hoy, el consejo de los treinta y tres adopta este programa con toda su concepción materialista de la historia, aunque su traducción en francés blanquista deje mucho que desear allí donde el texto del «Manifiesto» no ha sido reproducido casi literalmente, como, por ejemplo, en el lugar siguiente:
«De la explotación del trabajo, expresión última de todas las formas de esclavitud, la burguesía ha quitado los velos místicos que la encubrían antes: los gobiernos, las religiones, la familia, las leyes y las instituciones, lo mismo del pasado que del presente, aparecen, en fin, en esta sociedad reducidos a la simple oposición entre capitalistas y obreros asalariados, como instrumentos de opresión por medio de los cuales la burguesía mantiene su dominación y subyuga al proletariado».
Compárese con eso la sección I del «Manifiesto Comunista»:
«En una palabra, en lugar de la explotación velada por ilusiones religiosas y políticas, ha establecido una explotación abierta, descarada, directa y brutal.
La burguesía ha despojado de su aureola a todas las profesiones que hasta entonces se tenían por venerables y dignas de piadoso respeto. Al médico, al jurisconsulto, al sacerdote, al poeta, al hombre de ciencia, los ha convertido en sus servidores asalariados.
La burguesía ha desgarrado el velo de emocionante sentimentalismo que encubría las relaciones familiares, y las ha reducido a simples relaciones de dinero», etc. (Véase la presente edición, t. 1, pág. 113)
Pero, en cuanto bajamos de la teoría a la práctica se revela la peculiaridad distintiva de los treinta y tres:
«Nosotros somos comunistas porque queremos llegar a nuestra meta sin detenernos en paradas intermedias, sin aceptar compromisos, que no hacen más que alejar el día de la victoria y prolongar la esclavitud».
Los comunistas alemanes son comunistas porque a través de todas las paradas intermedias y los compromisos creados por la marcha del desarrollo histórico, y no por ellos, ven claramente y persiguen constantemente la meta final: la supresión de las clases y la construcción de una sociedad en la que no habrá lugar para la propiedad privada sobre la tierra y sobre todos los medios de producción. Los treinta y tres blanquistas son comunistas porque se figuran que, desde el momento en que su deseo es saltarse las paradas intermedias y los compromisos, la cosa está hecha, y que si «comienza» esos días, de lo que están segurísimos, y si toman el poder en sus manos, pasado mañana «será instaurado el comunismo». Por consiguiente, si no se puede hacerlo en el acto, no son comunistas.
¡Qué ingenuidad pueril el presentar la impaciencia de uno mismo como argumento teórico!
Finalmente, nuestros treinta y tres son «revolucionarios».
Por lo que se refiere a palabras pomposas, los bakuninistas, como se sabe, han alcanzado los límites humanamente posibles; sin embargo, nuestros blanquistas estiman que es su deber superarlos. Pero, ¿de qué manera? Es sabido que todo el proletariado socialista, desde Lisboa y Nueva York hasta Budapest y Belgrado, ha asumido en seguida en bloc la responsabilidad por los actos de la Comuna de París. Esto les parece poco a nuestros blanquistas:
«En lo que nos toca a nosotros, reivindicamos nuestra parte de responsabilidad por las ejecuciones» –bajo la Comuna– «de enemigos del pueblo» –sigue el recuento de los fusilados– «reivindicamos nuestra parte de responsabilidad por los incendios efectuados para destruir los instrumentos de opresión monárquica o burguesa o para proteger a los combatientes».
En toda revolución se cometen inevitablemente multitud de necedades, lo mismo que en otras épocas; y cuando, finalmente, los hombres se tranquilizan para recobrar la capacidad de crítica, sacan forzosamente la conclusión: hicimos muchas cosas que hubiera sido mejor evitar, y no hicimos muchas cosas que había que hacer, por cuya razón las cosas marcharon tan mal.
Ahora bien, ¡qué falta de crítica se precisa para canonizar la Comuna, proclamarla impecable, afirmar que con cada casa quemada, con cada rehén fusilado se ha procedido debidamente basta el último punto sobre la i! ¿No será eso lo mismo que afirmar que en la semana de mayo el pueblo fusiló precisamente a aquellos hombres que lo merecían, y no más, quemó precisamente los edificios que debían ser quemados, y no más? ¿Acaso no es lo mismo que afirmar que durante la primera revolución francesa cada decapitado recibió lo merecido, primero los guillotinados por orden de Robespierre, y después el propio Robespierre? He aquí los infantilismos a que se llega cuando personas, en esencia, de espíritu muy pacífico dejan rienda suelta a su afán de parecer muy terribles.
Basta. A pesar de todas las memeces de los emigrados y de sus intentos cómicos de dar al pequeño Carlos –o ¿Eduardo?– [Alusión a Eduardo Vaillan] un aspecto terrible, no se puede por menos de advertir en este programa un importante paso adelante. Es el primer manifiesto en el que los obreros franceses se adhieren al comunismo alemán moderno. Es más, son los obreros de la corriente que considera a los franceses el pueblo elegido de la revolución, y París, la Jerusalén revolucionaria. El que hayan llegado a eso viene a ser un mérito incontestable de Vaillant [5], cuya firma, entre otras, figura al pie del manifiesto y que, como se sabe, conoce a fondo el idioma alemán y la literatura socialista alemana. En cuanto a los obreros socialistas alemanes, que probaron en 1870 que estaban completamente libres de todo chovinismo nacional, pueblen considerar como una buena señal el que los obreros franceses adopten tesis teóricas justas, aunque éstas procedan de Alemania». (Friedrich Engels; El programa de los emigrados blanquistas de la comuna, 1875)
Anotación de Engels:
[1] La obra de Engels «El programa de los emigrados blanquistas de la Comuna» es el segundo artículo de la serie «Literatura de los emigrados», publicada en el periódico «Volksstaat» en junio de 1874-abril de 1875. Aclarando las nuevas tendencias en el desarrollo del movimiento socialista francés, Engels pone al descubierto los principales errores de los emigrados blanquistas de la Comuna, reflejados en el folleto «Aux Communeux» [«A los federados»]. Haciendo constar un considerable cambio en las concepciones de los emigrados blanquistas en Londres —su aproximación al comunismo científico—, Engels critica, a la vez, su táctica conspiradora, su voluntarismo, su absoluta negación de cualquier compromiso en la marcha de la lucha revolucionaria del proletariado.- 401.
[2] Morös: personaje de una poesía de Schiller.
[3] «Le Père Duchesne» [«El padre Duchesne»], periódico francés que J. Hébert publicó en París de 1790 a 1794; expresaba los estados de ánimo de las masas semiproletarias de la ciudad.
«Le Père Duchêne» [«El padre Duchêne»], diario francés que Vermersch publicó en París del 6 de marzo al 21 de mayo de 1871, era próximo, por su orientación, a la prensa blanquista.
[4] «Kulturkamf» [«Lucha por la cultura»], denominación dada por los liberales burgueses al sistema de medidas del Gobierno de Bismarck en los años 70 del siglo XIX aplicadas so pretexto de lucha por la cultura laica y dirigidas contra la Iglesia católica y el partido del centro, que apoyaban las tendencias separatistas y antiprusianas de los terratenientes, de la burguesía y de una parte de los campesinos de las comarcas católicas de Prusia y de los Estados del Sudoeste de Alemania. Alegando la necesidad de combatir el catolicismo, el Gobierno de Bismarck reforzó igualmente la opresión nacional en las tierras polacas que habían caído bajo la dominación de Prusia. Esta política de Bismarck se planteaba también fomentar las pasiones religiosas para distraer a los obreros de la lucha de clases. A principios de los años 80, al crecer el movimiento obrero, Bismarck abolió una gran parte de estas medidas, a fin de unir las fuerzas reaccionarias.
[5] Vaillant, Eduardo María (1840-1915): socialista francés, blanquista; miembro de la Comuna de París y del Consejo General de la I Internacional (187-1872); participante del Congreso Obrero Socialista Internacional de 1889; uno de los fundadores del Partido Socialista de Francia (1901); durante la primera guerra mundial mantuvo las posiciones del socialchovinismo.
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