domingo, 28 de octubre de 2018

La descripción del cristianismo y la mujer según Bebel


«Los judíos actuaron de modo opuesto a los hábitos de los romanos de la época imperial en el sentido de dejar que cada vez aumentasen más el celibato y la falta de hijos. Cierto, la judía no tenía derecho a elegir, el padre decidía quién iba a ser su marido, pero el matrimonio era un deber que ella cumplía fielmente. El Talmud aconseja lo siguiente: «Cuando tu hija alcance la edad casadera, regálale la libertad a uno de tus esclavos y cásala con él». Asimismo, los judíos cumplían lealmente el mandamiento de su Dios: «Fructificad y multiplicaos». Conforme a esto, y a pesar de todas las persecuciones y represiones, se han multiplicado profusamente, son los enemigos jurados del malthusianismo.

Ya Tácito decía de ellos: «Entre ellos reina una tenaz cohesión y una pronta generosidad, pero un odio hostil hacia todos los demás. Nunca comen ni duermen con enemigos, y aunque son sumamente inclinados a la sensualidad, se abstienen de cohabitar con extranjeras... Sin embargo, procuran el aumento del pueblo. Pues matar a uno de los descendientes es un pecado para ellos, y tienen por inmortales las almas de quienes mueren en la batalla o son ejecutados. De ahí el amor a la procreación y el desprecio a la muerte». Tácito odiaba y detestaba a los judíos porque, despreciando la religión de sus padres, acumulaban bienes y tesoros. Les llama las «personas peores», un «pueblo detestable» [1].

Al desenfreno se opuso el otro extremo, la más rigurosa abstinencia. Igual que antes el desenfreno, también el ascetismo tomó ahora formas religiosas. Un fanatismo exaltado hacia propaganda de él. La disipación y sensualidad ilimitadas de las clases dominantes guardaba el más vivo contraste con la penuria y la miseria de los millones y millones que la Roma conquistadora arrastraba como esclavos a Italia desde todos los países del mundo entonces conocido. Entre ellos había también numerosas mujeres que, separadas del hogar, de los padres y del marido, y arrancadas de los hijos, sentían del modo más profundo la miseria y ansiaban redención. Gran número de mujeres romanas, asqueadas de lo que pasaba a su alrededor, se hallaba en un estado de ánimo parecido. Cualquier cambio de su situación lo veían con buenos ojos. Un anhelo profundo de cambio, de redención, prendió en amplias capas de la población, y el redentor parecía acercarse. La conquista del reino judío y de Jerusalén por los romanos tuvo por consecuencia la destrucción de la independencia nacional y engendró entre las sectas ascéticas de aquel país visionarios que predicaban el advenimiento de un nuevo reino, que traería la libertad y la felicidad para todos.

Llegó Cristo y surgió el cristianismo. Este encarnaba la oposición contra el materialismo bestial que reinaba entre los grandes y ricos del imperio romano, representaba la rebelión contra el desprecio y la opresión de las masas. Mas como provenía del judaismo, que solo conocía la falta de derechos de la mujer, y, presa de la noción bíblica de que ella era la causante de todo mal, predicaba el desprecio de la mujer, la abstinencia y destrucción de la carne, que tanto pecaba en aquellos tiempos, indicando con sus expresiones de doble sentido un reino futuro que unos interpretaban como celestial y otros como terrenal, que traería libertad y justicia para todos. Con estas doctrinas, el cristianismo encontró suelo fértil en el cenagal del imperio romano. La mujer, como todos los miserables, esperando la liberación y redención de su situación, se unió fervorosa y prontamente a él. Hasta hoy día no ha habido en el mundo ningún gran movimiento significativo en el que no se hayan destacado también las mujeres como combatientes y mártires. Quienes encomian el cristianismo como un gran logro cultural no debieran olvidar que es precisamente a la mujer a la que debe una gran parte de sus éxitos. Su proselitismo desempeñó un papel importante tanto en el imperio romano como entre los pueblos bárbaros de la Edad Media. Con frecuencia fue a través de ellas como se convirtieron al cristianismo los más poderosos. Así, por ejemplo, fue Clotilde la que indujo a Clodoveo, rey de los francos, a que aceptase el cristianismo. Fueron Berta, reina de Kent, y Gisela, reina de Hungría, las que introdujeron el cristianismo en sus países. A la influencia de las mujeres se debe la conversión de muchos grandes. Pero el cristianismo recompensó malamente a la mujer. Contiene en sus doctrinas el mismo desprecio por la mujer que todas la religiones orientales. Le ordena ser la sierva obediente del hombre, y todavía hoy tiene que prometerle obediencia ante el altar.

Oigamos lo que dicen la Biblia y el cristianismo acerca de la mujer y el matrimonio.

Los diez mandamientos del Antiguo Testamento se dirigen exclusivamente al hombre. En el noveno, la mujer se nombra al mismo tiempo que la servidumbre y los animales domésticos. Al hombre se le advierte que no debe codiciar la mujer del prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno ni cosa alguna de su prójimo. Por tanto, la mujer es un objeto, un trozo de propiedad, que el hombre no debe codiciar cuando otro la posee. Jesús, que pertenecía a una secta que se había impuesto un riguroso ascetismo –abstinencia– y la autocastración, respondió así cuando sus discípulos le preguntaron si era bueno casarse: No todos son capaces de recibir esto, sino aquéllos a quienes es dado. Pues hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que son hechos eunucos por los hombres, y hay eunucos que a sí mismos se hicieron eunucos por causa del reino de los cielos. Según esto, la castración se presenta como una obra agradable a Dios y la abstinencia del amor y del matrimonio como un acto bueno.

San Pablo, a quien puede llamarse fundador del cristianismo en mayor grado que el mismo Jesús, San Pablo, que fue el primero en imprimirle a esta doctrina el carácter internacional y la arrancó del limitado sectarismo judío, escribe a los Corintios: «En cuanto a las cosas de que me escribisteis, bueno le sería al hombre no tocar mujer; pero a causa de las fornicaciones, cada uno tenga su propia mujer y cada una tenga su propio marido». «El matrimonio es un estado bajo; casarse es bueno, no casarse es mejor». «Marchad en el espíritu y resistid los deseos de la carne. La carne se conjura contra el espíritu y el espíritu contra la carne». «Aquellos a quienes ha conquistado Cristo, han crucificado su carne junto con sus pasiones y deseos». Él mismo cumplió sus doctrinas y no se casó. Este odio contra la carne es el odio contra la mujer, pero también el temor a la mujer, que se representa como seductora del hombre –véase la escena del paraíso–. En este espíritu predicaron los apóstoles y los padres de la Iglesia, en este espíritu actuó la Iglesia durante toda la Edad Media, creando conventos e introduciendo el celibato de los sacerdotes, y aún sigue actuando en este espíritu.

Conforme al cristianismo, la mujer es la impura, la seductora, que trajo los pecados al mundo y arruinó al hombre. Por eso, los apóstoles y padres de la Iglesia han considerado siempre el matrimonio como un mal necesario, lo mismo que se dice hoy de la prostitución. Tertuliano clama: «¡Mujer! Debieras ir siempre vestida de luto y de andrajos para hacer olvidar que eres tú la que arruinaste al género humano. ¡Mujer! ¡Tú eres la puerta del infierno!» Y: «Debe elegirse el celibato, aunque vaya a pique el género humano». Jerónimo dice: «El matrimonio es siempre un vicio, todo lo que puede hacerse es disculparlo y santificarlo», por lo que se hizo de él un sacramento de la Iglesia. Orígenes explica: «El matrimonio es algo profano e impuro, medio del placer sensual», y para resistir a la tentación se castró. San Agustín enseña: «Los célibes brillarán en el cielo como estrellas resplandecientes, mientras que sus padres –que los engendraron– se parecen a las estrellas oscuras». Eusebio y Jerónimo concuerdan en que la sentencia bíblica «Creced y multiplicaos» no responde ya a los tiempos y no debe preocupar a los cristianos. Podrían indicarse cientos de citas de los maestros más influyentes de la Iglesia, todas las cuales señalan en la misma dirección. Y con sus continuadas doctrinas y prédicas han difundido esas nociones antinaturales sobre cosas sexuales y sobre el comercio sexual, comercio que es un mandamiento de la naturaleza y cuyo cumplimiento constituye uno de los deberes más importantes de la finalidad de la vida. La sociedad actual sufre todavía las consecuencias nocivas de esta doctrina, y sólo se recuperando de ellas lentamente.

San Pedro clama enfáticamente: «Mujeres, sed obedientes a vuestros maridos». San Pablo escribe a los Efesios: «El hombre es la cabeza de la mujer como Cristo es la cabeza de la Iglesia», y a los Corintios: «El hombre es la imagen y gloria de Dios y la mujer la gloria del hombre». Según esto, cualquier pazguato puede tenerse por algo mejor que la mujer más excelente, y en la práctica así es hasta hoy. San Pablo levanta también su poderosa voz contra la educación superior de la mujer, pues en la primera epístola Timoteo, cap. 2, vers. 11 y sig., dice: «La mujer aprenda en silencio con toda sujeción. Porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio». Y a los Corintios, cap. 14, vers. 34 y 35: «Vuestras mujeres callen en las congregaciones; porque no les es permitido hablar, sino que estén sujetas, como también la ley lo dice. Y si quieren aprender algo, pregunten en casa a sus maridos, porque es indecoroso que una mujer hable en la congregación». Santo Tomás de Aquino (1227-1274) dice: «La mujer es una mala hierba que crece rápidamente, es una persona imperfecta, cuyo cuerpo alcanza su desarrollo completo más rápidamente solo porque es de menos valor y porque la naturaleza se ocupa menos de él». «Las mujeres nacen para estar sujetas eternamente bajo el yugo de su dueño y señor, a quien la naturaleza ha destinado al señorío por la superioridad que le ha dado al hombre en todos los aspectos».

Estas doctrinas no son peculiares únicamente del cristianismo. Lo mismo que el cristianismo es una mescolanza de judaismo y filosofía griega y estos dos, a su vez, tienen sus raíces en las culturas más viejas de los indios, babilonios y egipcios, así también la posición subordinada que el cristianismo asignaba a la mujer era común a la del viejo mundo cultural después de existir el derecho materno. Así, por ejemplo, se dice en el código indio de Manu: «La causa de la deshonra es la mujer, la causa de la enemistad es la mujer, la causa de la existencia terrenal es la mujer, por eso debe evitarse la mujer». La denigración de la mujer expresa siempre de una manera ingenua el temor a ella; así, por ejemplo, se dice en el Manu: «Las mujeres se inclinan siempre, por naturaleza, a la seducción del hombre: por eso el hombre no debe sentarse nunca en un lugar aislado ni con su pariente más cercana». La mujer es, pues, la seductora tanto según la concepción india como la del Antiguo Testamento y la cristiana. Toda relación de dominio contiene la degradación del dominado. Y la posición subordinada de la mujer se ha mantenido hasta hoy en la rezagada evolución cultural de Oriente más aún que entre los pueblos de concepción cristiana. Lo que gradualmente mejoró la posición de la mujer en el llamado mundo cristiano no fue el cristianismo, sino la cultura de Occidente adquirida en la lucha contra la concepción cristiana.

El cristianismo no es la causa de que la población de la mujer se a hoy superior a la que ocupaba en la época de su origen. Tan solo en contra de su voluntad y a la fuerza ha negado su verdadera esencia en relación con la mujer. Quienes sueñan con la «misión liberadora de la humanidad por parte del cristianismo», piensan ciertamente de otra manera. Afirman más bien que el cristianismo ha liberado a la mujer de la baja posición anterior, y se apoyan para ello, especialmente, en el culto a María o a la Madre de Dios que adquirió validez más tarde en el cristianismo y que constituye un síntoma de la estima del sexo femenino. La iglesia católica, que fomenta este culto, apenas podría pensar así. Las manifestaciones ya citadas de los santos y padres de la Iglesia, que podrían aumentarse fácilmente, se pronuncian todas ellas en contra de la mujer y del matrimonio. El concilio de Macon, que en el siglo VI discutió sobre si la mujer tenía alma o no y en el que se decidió que sí por un voto de mayoría, se pronuncia también contra esa concepción favorable a la mujer. La introducción del celibato de los religiosos por parte de Gregorio VII, motivada para tener un poder sobre los religiosos célibes, cuyos intereses de familia los alienarían del servicio eclesiástico, solo fue posible gracias a las nociones subyacentes a la Iglesia acerca del carácter pecaminoso del deseo carnal. Tampoco han dejado lugar a dudas sobre la concepción misógina del cristianismo algunos reformadores, especialmente Calvino y los religiosos escoceses.

Al introducir la Iglesia católica el culto a María, la colocó astutamente en lugar del culto de las diosas paganas, existente en todos los pueblos sobre los que por entonces se extendió el cristianismo. María sustituyo a Cibeles, Mylitta, Afrodita, Venus, Ceres, etcétera, de los pueblos meridionales, y a la Freya, Frija, etcétera, de los pueblos germánicos; únicamente se idealizó de manera cristiano-espiritual». (August Bebel; La mujer y el socialismo, 1879)

Anotaciones de la edición:

[1] Tácito, Historias, libro V.

[2] Mantegazza, L'amour dans l'humanité.

[3] San Mateo, cap.19, vers. 11 y 12.

[4] Paso éste contra el que se quejaron y se manifestaron los curas de la diócesis de Maguncia en los siguientes términos: Vostoros, obispos y abades, poseéis grandes riquezas, una mesa real y abundantes equipos de caza, nosotros, curas pobres y sencillos, sólo tenemos para nuestro consuelo una mujer. Cabe que la abstinencia sea una hermosa virtud, pero en realidad es «pesada y dura». YVES GUYOT, Les Théories sociales du Christianisme, 2.ª edición, París.

[5] En su Geschichte der Zivilisation in England, traducción alemana de Arnold Ruge, 4.ª edición, Leipzig y Heldelberg 1870, ofrece Buckle muchísimos ejemplos.

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