«La guerra ideológica librada, en una escala hasta ahora desconocida, por la burguesía en los años posteriores a la gran convulsión de Mayo del 68, condujo a una terrible decadencia del marxismo en nuestro país. Pero una vez que hubo logrado −creía que de manera definitiva− imponer la idea de la quiebra de la doctrina de Marx, la burguesía no se dio por satisfecha y prosiguió su ofensiva encaminada a destruir todo pensamiento crítico.
Así, después de haber proclamado la muerte del marxismo, de la teoría de la revolución, ahora trata de decretar la supresión del concepto mismo de revolución. En su pretensión reaccionaria de «exorcizar» todo lo que amenace la perpetuación de su dominación de clase, la burguesía cree poder cerrar el círculo que mantiene al proletariado prisionero de su dictadura, presentando la idea del derrocamiento del orden social como una violencia ilegítima, la posibilidad de una ruptura radical en la marcha de la sociedad como un disparate, la revolución como una peligrosa ilusión.
Con este afán de erradicar para siempre la esperanza en el cambio, de invalidar el propio proceso revolucionario como etapa necesaria en el desarrollo de las sociedades, la historia se convierte en una cuestión ideológica y política imprescindible, ya que para la burguesía se trata de erradicar cualquier sentido de desarrollo histórico, negar cualquier perspectiva histórica, imponer al proletariado la idea de la fatalidad de su condición actual, condenar a las clases dominadas al estrecho horizonte de lo inmediato. Es esta gigantesca mentira que todos los medios de propaganda tratan de hacer pasar por verdad absoluta, en el espacio y en el tiempo. Por otra parte, para realizar su aspiración a una nueva vida, para inventar su propio futuro, el proletariado debe redescubrir su memoria, no solo −como le gustaría a la burguesía− de sus fracasos y derrotas, sino más bien de su misión histórica, que consiste precisamente en liberar a la humanidad de la explotación de clase.
Fin de las ideologías, fin de la historia
El pensamiento burgués actual que, al amparo del modernismo, proclama cínicamente el fin de las ideologías, proclama simultáneamente el fin de la historia. En efecto, el discurso estandarizado que reclama un «consenso sobre lo esencial» se reduce a un pragmatismo que justifica el «statu quo», a una filosofía de la «fuerza de las cosas». Este pensamiento mediático trata de convencernos de que el mundo en el que vivimos es un mal menor y que querer cambiarlo solo puede conducir al gulag o a la barbarie. La burguesía pretende rechazar todas las ideologías, presentadas como sistemas que engendran el terror y el totalitarismo, pero ella misma se esfuerza por ocultar que posee una ideología, la ideología de la resignación, la ideología de una sociedad que pretende no pensarse a sí misma como tal, que prohíbe encarar su propio devenir histórico. Esta ideología de la democracia imperialista, por lo tanto, expresa claramente un deseo de fin de la historia, lo que aseguró el éxito inmediato de las tesis de Fukuyama: «La universalización de la democracia liberal occidental aparece como la forma final de gobierno humano». Por su parte, Fukuyama identifica correctamente el «fin de la historia» con el «fin del pensamiento», cuando muestra que el liberalismo no es solo una ideología, sino un «vacío espiritual».
Los ideólogos actuales de la burguesía, sean de derechas o de izquierdas, pretenden conjurar la revolución a través de la modernidad. Pero estas nuevas ideas con las que nos alimentan son solo los escombros de todas las viejas teorías reaccionarias, llamadas al rescate del capitalismo podrido y puestas al día. La filiación es, en todo caso, directa entre los literatos de la «nueva» izquierda, al servicio del Estado gobernado por el Partido Socialista, y las ya olvidadas tesis de los antiguos «nuevos» filósofos. Fueron precisamente estos intelectuales quienes, arrepentidos de la efímera agitación espontaneísta posterior a 1968, sentaron las bases de las mentiras actuales. Los Lévy, y otros como Glucksmann, proclamaron entonces que habían sido engañados por las ideologías, afirmaron prohibirnos pensar y decretaron el fin de la historia. Lévy escribió lo siguiente: «Estamos viviendo el final de la historia porque vivimos en la órbita del capitalismo continuado. (...) Yo creo, en este sentido, que no hay alternativa más progresista al capitalismo. (...) Es una idea de un soñador reaccionario e irresponsable apostar por una alternativa radiante cuyo aparente maniqueísmo solo esconde el más formidable deseo de orden. Digamos que hoy tenemos que decir: capitalismo o barbarie».
El discurso común a todos estos teóricos al servicio de la democracia burguesa afirmaba que la historia no existe como realidad, que solo existe el presente, un presente atemporal, sin pasado y sin devenir posible. Algunos llegaron incluso a explicar que, lo real mismo, no existe, sino que solo existen el «discurso sobre lo real» y la «historia del discurso». El sueño de los nuevos filósofos era el de una sociedad muerta, en la que la memoria ya no es posible, era el sueño de un pueblo sin pasado y que por tanto no tiene futuro.
Fue el mismo sueño que llevó al ideólogo de la «nueva» izquierda, Julliard, a declarar unos años más tarde: «Puesto que, a pesar de sí mismo, 1968 nos liberó de la utopía, es decir del pasado, mientras que 1981 nos emancipó desde la doctrina, es decir desde el futuro, hoy podemos intentar vivir en el presente». Este cínico discurso del reformismo en el poder, recuerda a todos aquellos que por falta de «alternancia» lo hayan olvidado, que la principal característica del reformismo no es tanto rechazar la revolución, como prohibir toda reforma real, abogar por la resignación.
Una conmemoración contra la historia
La conmemoración en 1989 del bicentenario de la Revolución burguesa francesa, brindó a los ideólogos de la clase dominante la oportunidad de propagar aún más ampliamente su concepción reaccionaria de la historia, mientras que, repugnantemente, atacaban casi con unanimidad la idea de «revolución». El objetivo esencial de esta empresa oficial de revisión de la historia, era cuestionar el carácter histórico fundacional de la revolución burguesa de 1789. A partir de un hecho que representó una ruptura radical, un poderoso movimiento social acompañado de una tremenda conciencia, era necesario crear un epifenómeno mítico e ilusorio. Era necesario quitarle todo sentido a este breve período de profunda transformación, diluyendo el evento en un «largo tiempo», supuestamente marcado por la «permanencia de estructuras y mentalidades», vaciándolo de su contenido social, determinado por las aspiraciones populares de las masas, convertidas en actores de la historia.
La ofensiva se llevó a cabo en todos los sentidos: ocultándose bajo la palabra consensuada de la tradición republicana y retomando el discurso de moda sobre los derechos humanos, sin olvidar el recurso al viejo tema contrarrevolucionario, apenas modernizado. Un líder del Partido Socialista como Mermaz, por ejemplo, optó por desarrollar una dialéctica muy «chispeante» de historia y tradición, pretendiendo que, aunque la revolución sea parte de la tradición, de ninguna manera debe determinar el curso de nuestra historia. Mermaz afirma: «Un país como Francia vive de una tradición ya establecida, la de la Revolución Francesa. Es un logro. La Revolución no está en la agenda de Francia porque la gran Revolución ya tuvo lugar. [...] Todo nuestro enfoque en la Francia de hoy, es deshacer para que no haya Revolución».
Esta última frase es de hecho la quintaesencia de la ideología del Partido Socialista en el poder. Mermaz afirma oponerse a la revolución −proletaria− en nombre de la revolución −burguesa−. Está claro, y debe sonar como una amenaza. Pero aprendemos aún más leyendo la apocalíptica descripción de la revolución que el mismo Mermaz se apresura a darnos: «En una revolución, hay siempre dos aspectos: el inaceptable, el del desencadenamiento de las pasiones, violencias, e instintos impuros, y el del resultado mismo de la revolución. Una revolución nunca será buena en sí misma. Solo podemos estar en contra de este punto de vista. La única observación que se puede hacer es que ha habido revoluciones y, por tanto, que ha habido causas».
Mucho más que el odio a la violencia del pueblo manifestado en este pasaje, lo que nos interesa aquí es la concepción de la historia desplegada por Mermaz. Según él, la revolución parece depender de causas misteriosas, que tienen la particularidad de no determinar en modo alguno ni su curso ni sus consecuencias. Mermaz se contenta con «anotar» resultados −el famoso «logro», sin duda−, resultados sin causa aparente, pero que está obligado a registrar, aunque sean producto de excesos «inaceptables». A Mermaz le gustaría una revolución que sea «pura», una revolución «sin revolución» de hecho, pero con «resultados». Su concepción reaccionaria es básicamente la de una historia cuyo comienzo es ya el comienzo del fin. Las palabras de Mermaz marcaron bastante el tono del discurso conmemorativo de 1989, y no hay necesidad de enlistar las citas. Baste recordar las conclusiones de otra personalidad socialista, el propio Primer Ministro actual, Michel Rocard, quien resumió así la visión oficial del bicentenario: «Entre las muchas consecuencias de la gran Revolución, hay una que es importante, es la de haber convencido a mucha gente de que la revolución es peligrosa y que, si podemos prescindir de ella, esto no es mala idea».
La revolución y la historia
La revolución social, como etapa esencial en el desarrollo de las sociedades, es un acontecimiento que produce una transformación radical, que corresponde al derrocamiento de un modo de producción obsoleto y al establecimiento de un modo de producción nuevo y progresivo. Surge necesariamente del desarrollo de las contradicciones internas de un régimen social dividido en clases antagónicas. Así, la revolución no puede ser en modo alguno, como algunos quieren hacernos creer, un hecho fortuito o una anomalía de la historia, sino que por el contrario constituye un fenómeno histórico, que debe ser considerado tanto desde el punto de vista del pasado como del futuro y cuyo conocimiento implica el conocimiento de las condiciones que lo engendran, así como el de su desarrollo.
Como todo fenómeno histórico, la revolución está marcada por el cambio continuo que expresa su esencia contradictoria y su originalidad específica.
La revolución es, ante todo, una ruptura en la historia, la abolición del pasado, su crítica y negación. Los hombres, para hacer historia, deben liberarse de su peso. La verdadera revolución social:
«No puede comenzar por sí misma hasta que haya liquidado por completo toda superstición con respecto al pasado». (Karl Marx; El 18 de Brumario de Luis Bonaparte, 1852)
Pero la revolución es también la aceleración de esta historia, la apertura de nuevas posibilidades, la creación colectiva de una historia nueva, que no puede ser totalmente ajena a la del pasado. Si la revolución quiere romper con el pasado, las fuerzas reaccionarias la amenazan con dar marcha atrás, por lo que no puede contentarse con ser una ruptura con la historia, sino que debe constituir ella misma su legitimidad histórica.
Por lo tanto, la revolución no es de ninguna manera el final de la historia. El comunismo, la meta que debe alcanzar la humanidad, es solo el comienzo de otra historia, la del destino unificado del hombre y la naturaleza, finalmente reconciliados, y cuyo final solo puede ser la muerte de la humanidad. Si los hombres deben romper con «los espíritus del pasado», su capacidad de generar una revolución depende también, más allá de las condiciones económicas y sociales, de la reconquista de la tradición revolucionaria y, más en general, de la concepción que hagan, en su memoria y su conciencia colectiva, la historia.
Para poder construir la historia, su historia, los hombres deben integrar esta dimensión en su proyecto revolucionario. La revolución, por lo tanto, requiere la conciencia de su propia historicidad, por lo que no puede haber revolución posible en una sociedad no historizada. Esto es lo que diferencia la revolución del mito, del mesianismo o de la revuelta, una diferencia que los ideólogos burgueses se esfuerzan constantemente por negar. Así, las sociedades que han permanecido prisioneras del mito, santifican el pasado y excluyen las representaciones del tiempo histórico capaces de abrir la posibilidad de una ruptura. En cuanto al mesianismo, se refiere a la aspiración de cambio en el futuro lejano de una liberación sobrenatural. Por el contrario, la revolución solo puede darse en la realidad −frente a la utopía− y en el tiempo de una historia conscientemente asumida.
Podemos comprender entonces los esfuerzos desmesurados de la burguesía por rechazar la historia, por «deshistorizar» la sociedad, para alejar definitivamente el espectro de la revolución. Esta «deshistorización» que la sangrienta dictadura nazi supo imponer por medio del terror, la burguesía francesa hoy busca obtenerla a través del discurso de sus ideólogos, encargados de acompañar y amplificar la actual decadencia de las ideas revolucionarias. Cuando esta empresa de las clases explotadoras tiene éxito, cuando las masas se muestran incapaces de encontrarse en su verdad historizada, cuando sus aspiraciones a una nueva existencia no logran vencer el desencanto y la resignación, entonces solo les queda la revuelta espontánea para expresar el rechazo a esta situación. Aunque la revuelta es a menudo una manifestación de violencia extrema, esta violencia permanece confinada en sí misma y no conduce a ningún progreso, porque la revuelta se muestra incapaz de dominar el futuro y permanece prisionera del pasado. Sabemos que el fascismo supo aprovechar una forma de revuelta conservadora, orientada hacia el pasado, que luchaba por la restauración de una idealizada «edad de oro».
La revolución, lo político y lo social
Otra forma de negar la historicidad de la revolución es negar su contenido social. La revolución social, es verdad, pasa por la afirmación de la política, por el surgimiento colectivo del pueblo reunido en torno a objetivos comunes, que designan al Estado como apuesta y reclaman el poder como medio para hacer nacer lo nuevo y lo instituyen irreversiblemente. Esto es especialmente cierto para el proletariado, cuyo programa social y económico no puede implementarse mientras exista el capitalismo. En la sociedad burguesa dividida en clases, el proletariado se ve obligado a utilizar las armas que encuentra en esta sociedad, de ahí el carácter político de su lucha, ya que lo político es constitutivo de la sociedad burguesa. Toda transformación esencial de su condición pasa pues, inevitablemente, por la política, y debe incluir la dimensión del poder.
Sin embargo, el proletariado debe esforzarse por delimitarse claramente de la política burguesa, debe evitar dar una forma exclusivamente política a su lucha, cuyos fundamentos son ante todo económicos y cuyos fines son sociales. Así lo expresó Marx en su obra «Sobre la cuestión judía» (1844) cuando criticó la unilateralidad del espíritu político, llamando a disipar toda ilusión sobre una emancipación puramente política, la cual no puede ser más que «abstracta y parcial».
La forma política de la lucha del proletariado es, por tanto, un elemento histórico determinado por las condiciones de la sociedad de clases burguesa, pero la historicidad de su lucha depende de su capacidad para realizar su futuro social, por medios políticos. Marx resume así la tarea histórica del proletariado, con su dialéctica de lo político y lo social:
«Conquistar la emancipación económica mediante la conquista del poder político, y utilizar esta fuerza política para la realización de los fines sociales». (Entrevista a Karl Marx en la revista The World, in Woodhull and Claffin's Weekly, 1871)
El proceso revolucionario no puede pues reducirse a un simple cambio político, porque eso lo convertiría en un epifenómeno contingente, quizás evitable, mientras que es un proceso global y necesario de transformación de las relaciones sociales. La revolución debe ser, por supuesto, la conquista del poder, por lo tanto, un acto político, pero es precisamente este acto político el que permite al proletariado «hacer retroceder la envoltura política» −como escribió Marx− para disolver las viejas relaciones sociales y emprender su actividad organizativa expresando sus propios objetivos sociales. Por lo tanto, debemos ir más allá de la noción de crisis política para entender la revolución como un evento decisivo de revelación y resolución de las contradicciones de la sociedad, como una ruptura que no es solo cronológica, como un momento fundacional y creativo en la historia de un pueblo y la humanidad.
La conmemoración del bicentenario de la Revolución de 1789, y en muchos sentidos la esencia de la tradición republicana burguesa francesa, se caracteriza por un intento manifiesto de construir una visión mítica y abstracta y, por lo tanto «deshistorizada», de la Revolución. Sumando a los comentarios ya expuestos, vemos ahora que este objetivo antirrevolucionario también puede lograrse eliminando el contenido social de la Revolución. Es cierto que los propios jacobinos se hicieron serias ilusiones sobre la omnipotencia de la voluntad política que aquella manifiesta, pero lo esencial en la Revolución francesa es que ésta estuvo particularmente marcada por una fusión de los ideales de igualdad social e igualdad política. La cuestión social fue una parte integral de la Revolución Francesa, a diferencia de la Revolución Americana, que le dio la espalda. Por eso, en Francia, el pueblo, la voluntad popular, han aparecido como las fuentes del nuevo poder a construir, de ahí el «Terror». Esto es precisamente lo que los ideólogos liberales no pueden aceptar. Algunos incluso afirman ver allí la fuente de todo totalitarismo. Así, Hannah Arendt nos advierte: «Cualquier intento de resolver la cuestión social por medios políticos conduce al terror». Para Arendt, la Revolución Francesa se desvió de su camino, porque Robespierre quiso trocar la libertad por la salvación del pueblo, es decir, dejó que la cuestión social invadiera las nuevas estructuras políticas en formación. En última instancia, Arendt ve la revolución como un movimiento devastador e irracional cuyos actores son solo títeres desconcertados o bárbaros criminales.
Para François Furet, el papa mediático del bicentenario, el «error» de la Revolución fue el de Jean-Jacques Rousseau. Tanto uno como el otro querían «deducir lo político de lo social», querían afirmar «la precedencia de lo social sobre el Estado». Al eliminar de la revolución su contenido social, los ideólogos burgueses hacen que ésta pierda su carácter de acontecimiento profundamente innovador y puede luego ahogarla nuevamente en un proceso a largo plazo en el que no es más que un epifenómeno.
Furet juzga fundamentalmente a la revolución como anormal, porque en su concepción del acontecimiento político, el elemento político surge de la nada, no está ligado a la sociedad, a su economía. Al limitarse a un estudio de las representaciones políticas, Furet privilegia y potencia la esfera política, hasta el punto de darle una lógica independiente desvinculada de otros aspectos, impidiendo así concebir la revolución como un movimiento global de emancipación del hombre. En la línea de Tocqueville y Cochin, Furet también atacó lo que para él era la raíz del mal, al condenar el concepto mismo de revolución, denunció el concepto de soberanía popular como la «matriz del totalitarismo» y afirmó que «1789 abre un período de deriva histórica». Con motivo del bicentenario, se asoció al bochornoso discurso conmemorativo que pretendió celebrar el 89 relativizándolo, cercenándolo de los ideales, valores y obra de los revolucionarios. Evacuada cualquier línea divisoria, cualquier idea de ruptura, Furet, la Fundación Saint-Simon y la socialdemocracia hegemónica pueden entonces aplaudir a sus anchas «el fin de la excepcionalidad de la historia política francesa», la reconciliación nacional y el consenso republicano, garantizado por el engaño del pluralismo. Así creen estar frenando cualquier amenaza que pueda surgir de la conciencia de que la Revolución fue portadora de un «nuevo estado del mundo», de que su obra quedó en parte inconclusa y que la vocación a lo universal, que en cierto sentido la caracterizó, no podrá realizarse sino con la abolición del orden burgués.
Subjetivismo en la historia
En su lucha por aniquilar todo pensamiento histórico, por liquidar la historia, la ideología burguesa ha producido un gran número de concepciones, cuyo fundamento común es el subjetivismo. Es decir, la negativa a captar la historia como objeto susceptible de conocimiento científico; la renuncia de cualquier tipo de causalidad descansando en las leyes objetivas que fundan los procesos sociales. La historia es entonces solo el movimiento ininteligible de una temporalidad múltiple y olvidamos que el tiempo que transcurre es un proceso continuo que produce, en determinadas condiciones, lo concreto, cuyo significado específico puede ser comprendido objetivamente. En el origen de las actuales concepciones reaccionarias de la historia, encontramos muy a menudo a los filósofos alemanes de principios de siglo: Dilthey, Weber, Jaspers, Simmel, Spengler, Heidegger..., cuyo pensamiento fue introducido en Francia por Raymond Aron, en su obra «Introducción a la filosofía de la historia» (1938).
Para estas filosofías subjetivistas de la historia, podemos explicar la naturaleza, pero no podemos explicar al hombre, porque el hombre se define solo por su conciencia, que es pura libertad. Es la conciencia singular del hombre la que se apodera del mundo y le da un sentido, un sentido que, por tanto, depende solo de la libertad de juicio del individuo y que varía según la subjetividad. Por lo tanto, no puede haber una verdad objetiva sobre los acontecimientos del pasado, ya que es cada individuo quien construye esta verdad en su conciencia, quien reconstruye el pasado de acuerdo con su acción presente y sus planes para el futuro.
Una cuestión ideológica importante en las ciencias humanas se refiere a la posibilidad de aplicarles el racionalismo, en particular uno de sus fundamentos, el principio de causalidad. Muchos ideólogos burgueses, más o menos encaprichados con el irracionalismo, se declararon en guerra contra la extensión del principio de causalidad a la historia, contra lo que llamaron «historicismo». Aquí se han explorado dos caminos.
Uno, inspirado en Heidegger, afirma que el rechazo del «historicismo» requiere una destrucción completa del principio de causalidad. Este es el camino seguido por Hannah Arendt. El otro, seguido por Raymond Aron, encuentra su inspiración en Max Weber y busca limitar el principio de causalidad.
Así, para Arendt, la explicación causal conduce a la ideología, que a su vez conduce al terror. Según ella, la ideología es afín a la metafísica tradicional, mientras se adorna con el prestigio del rigor científico, con su pretensión de «comprender el movimiento de los procesos sobrehumanos, naturales o históricos».
Como hemos mencionado, esta concepción discontinuista e irracionalista de la historia se inspira en particular en Heidegger y su crítica al principio de razón suficiente:
«No podemos, jamás, hacer que las épocas se deriven unas de otras, y mucho menos disponerlas como las etapas de un proceso global» (Martin Heidegger; El principio de la razón, 1962)
Arendt, por su parte, aclara:
«Lo novedoso es el terreno del historiador. (…) Esta novedad se puede manipular si el historiador insiste en la causalidad y pretende ser capaz de explicar los acontecimientos mediante una cadena de causas que, finalmente, le conducen a ellos. (...) Sin embargo, en las ciencias históricas, la causalidad es una categoría completamente extraña y falsificadora». (Hannah Arendt; Comprensión y política, 1953)
La historia, por tanto, no existe para los subjetivistas, o más bien la realidad histórica se disuelve en un sistema de conjeturas excluyendo toda idea de necesidad, toda idea de causalidad. El pasado es inaccesible a la comprensión, todo lo que queda en la conciencia de cada uno es un pasado irremediablemente muerto que se ha convertido en una ilusión, incapaz de producir conocimiento. En consecuencia, el devenir tampoco es necesario, no puede ser producto de ninguna ley de la evolución de las sociedades.
Si bien los subjetivistas no niegan la realidad del devenir, éste desaparece muy rápidamente detrás de su concepción subjetiva del tiempo, se disuelve en una eternidad animada por continuas oscilaciones.
Ninguna idea de ruptura es, pues, posible en el marco de este proceso temporal, marcado por la única historicidad de la conciencia privada replegada sobre sí misma. Esta teoría de la historia admite, sin embargo, que el individuo puede actuar, pero considera su acción como un puro acto de fe, como una apuesta impulsiva y arriesgada que el hombre hace al futuro, como un simple juego de su voluntad. La acción política, por tanto, solo puede ser subjetiva, tanto en sus motivos como en sus fines. No puede basarse en los hechos, ya que no cuentan, ni en conocimientos extraídos de la experiencia colectiva. No responde a ninguna lógica científicamente fundada y capaz de producir un progreso. Finalmente, para el subjetivismo, la historia escapa a las masas, como escapa al individuo, que permanece aislado de la realidad del mundo y de sus semejantes.
A pesar de los esfuerzos de Raymond Aron, las circunstancias políticas e intelectuales de la década de 1930, no permitieron que su filosofía idealista importada arraigara en nuestro país. En ese momento, fue otra corriente la que se abrió paso, la de la Escuela de los Annales.
Una corriente idealista dominante: la Escuela de los Annales
Entre las razones que explican la actual hegemonía en nuestro país de las concepciones reaccionarias de la historia y la evolución de las sociedades, debemos mencionar la traición revisionista, que debilitó continuadamente la posición del proletariado, oscureció las perspectivas de ruptura con el sistema burgués y llevó al abandono de toda lucha ideológica contra las teorías de las clases dominantes.
La debilidad secular de los marxistas franceses favoreció este abandono, porque no permitió a los militantes comunistas disponer de las armas ideológicas que les eran necesarias para conservar y reforzar su concepción del mundo revolucionario.
Así, en el campo que nos interesa, el de la historia, debemos señalar que el PCF pocas veces ha sido capaz de defender de manera coherente el materialismo histórico, que muchas veces ha reducido esta defensa a la reedición de determinados textos de Marx o Engels y cuyos ideólogos se han limitado a retomar las tesis más generales. Los historiadores miembros de este partido no han sido lo suficientemente incentivados para tomar conciencia de sus responsabilidades como intelectuales comunistas, no se han mostrado a la altura de las tareas que les incumben y se han contentado con publicar algunos manuales básicos, escritos de pequeña escala, o artículos ocasionales. Fueron conducidos a privilegiar la lucha política inmediata, en detrimento de una polémica ideológica argumentada contra todas las corrientes no marxistas, la cual sería solamente susceptible de afirmar la doctrina de Marx y demostrar el carácter creador de ésta. Poco a poco, a medida que la línea política del PCF se fue contaminando de oportunismo y ellos mismos lograron hacerse un lugar en la universidad y en las demás instituciones burguesas, fueron incorporando de manera ecléctica, en su pensamiento, partes enteras de diferentes teorías idealistas.
Una de las corrientes históricas más peligrosas que el revisionismo se negó a combatir cara a cara, y con la cual tuvo progresivamente una fusión, fue la de la Escuela de los Annales, que lleva el nombre de la revista fundada por Marc Bloch y Lucien Febvre, de los años 30. En la posguerra, bajo el impulso decisivo de Fernand Braudel, esta corriente antimarxista logró hacerse con un lugar hegemónico entre los historiadores franceses. Luego, habiendo conquistado paulatinamente amplios sectores de la intelectualidad y de los medios de comunicación, fue ampliamente divulgada al público en la década de 1970 bajo el nombre de «Nueva Historia».
Originalmente, la Escuela de los Annales tenía la intención declarada de renovar la historia, superando tanto la historia tradicional como el marxismo, en nombre de un supuesto retorno a lo «concreto», de una historia «global» capaz de redescubrir al hombre «total». A diferencia de la historia burguesa tradicional, los «analistas» se cuidaron de no rechazar de plano la explicación marxista de la historia, pero afirmaron vivir con ella, incluso adoptarla en ciertos puntos. Por lo tanto, pretendían alejar del marxismo a los historiadores que sentían la insuficiencia de la historia burguesa, que querían romper con la historia idealista y buscaban un nuevo método histórico. Esta forma de combatir el marxismo, negando su carácter innovador y revolucionario, y llamando a su integración en el fondo común del pensamiento burgués, no era en sí misma nada nuevo, ya que correspondía en ese momento a la estrategia seguida habitualmente por los teóricos de la socialdemocracia, la cual por lo tanto apoyó plenamente la empresa de los Annales.
Esta corriente se instauró en la década de 1930, en circunstancias favorables que sus líderes supieron aprovechar. A fines de la década de 1920, en efecto, las concepciones de la corriente dominante en la historia −representada por Seignobos− comenzaban a ser cuestionadas. Fue entonces cuando Lucien Febvre y Marc Bloch crearon su propia revista, que aseguraría su éxito presentando la imagen de una historia nueva y dinámica que reclama un lugar central en las ciencias humanas, aprovechando al mismo tiempo la desaparición de sus principales competidores; en Francia, superando a la sociología durkheimiana, a la decadente escuela vidaliana de la geografía humana, etcétera; y en el extranjero, la escuela histórica alemana, que se hundió con la llegada del nazismo.
Durante la Ocupación, Bloch se unió a la Resistencia y los nazis lo fusilaron. De hecho, fue recién en la posguerra, a partir de la década de 1950, que los «annalistas» recibieron su consagración oficial, bajo el reinado de los ministros socialistas de educación nacional. Apoyados por el gobierno, consiguieron rápidamente acaparar los puestos clave de la investigación y la docencia. En 1951, Fernand Braudel era ya profesor del «College de France», director de la sexta sección de la «École Pratique des Hautes Etudes» y presidente del jurado de la agregación de la historia −del que sin duda era el más decisivo−. A partir de entonces, aprovechando la estructura centralizada de la Universidad francesa, nunca carente de recursos, la Escuela de los Annales supo imponer su hegemonía doctrinal y el esquematismo de sus concepciones, reuniendo en ella a una serie de historiadores incapaces de comprender el materialismo histórico e instalando paulatinamente a estos reclutas dentro de la institución universitaria, hasta adquirir el control de la misma. Al mismo tiempo, la penetración de los medios de comunicación y la edición, proporcionaron a los «annalistas» las palancas para comunicar su producción literaria al público.
Según sus promotores, la «Nueva Historia» no tendría contenido ideológico, cuando en realidad reproduce los valores de la sociedad capitalista, la ideología dominante, y existe en realidad una identidad esencial de puntos de vista entre esta «Nueva Historia» y la tradicional historia burguesa.
La apología del capitalismo eterno
La Escuela de los Annales renuncia fundamentalmente a la causalidad en la historia. No niega explícitamente que existan leyes objetivas de los procesos sociales y que el historiador deba basar su investigación en estas leyes, pero se niega a colocar en el centro de su estudio el análisis objetivo de las categorías esenciales, propias de cada sociedad. Los «annalistas», por lo tanto, se limitan a un estudio superficial de los fenómenos; reemplazan el análisis científico de los modos de producción con una descripción esquemática de los «factores económicos». Pretenden así tener en cuenta los «requisitos económicos», pero en realidad se limitan a unos pocos elementos elegidos arbitrariamente: las técnicas, la circulación de las mercancías y los medios de pago. Además, solo consideran la acción mecánica de estos factores, según una concepción reduccionista y abstracta del determinismo.
Con este sustituto de la historia económica, considerado como un fin en sí mismo, y que se reduce la mayor parte del tiempo al análisis del comercio y la circulación, los Annales se alinean completamente con las posiciones de la economía política burguesa. La influencia de historiadores-economistas como Henri Hauser o François Simiand fue aquí decisiva en Fernand Braudel. De hecho, es Simiand quien fue el primero en aplicar en la historia la teoría cuantitativa del dinero de los teóricos burgueses del siglo XIX. El uso frecuente de un imponente aparato estadístico es otro legado que deja Simiand, que tampoco contribuye a desvelar las leyes específicas del régimen capitalista estudiado. La historia de una sociedad no puede deducirse mecánicamente de la curva de precios de una época.
El principal sucesor de Simiand fue Ernest Labrousse, también socialdemócrata. Aunque tomó prestados ciertos elementos de análisis del marxismo, Labrousse también rechazó el materialismo histórico y su concepto central, el del modo de producción. Se interesó por la Revolución Francesa, pero se mostró incapaz de explicar su necesidad, pues ignoró constantemente las relaciones de producción y la forma en que éstas se modificaban bajo la influencia del desarrollo de las fuerzas productivas feudales.
Al negarse a analizar los aspectos esenciales de las bases materiales de las sociedades que estudian, Labrousse, Morazé, Fernand Braudel y el resto de los «annalistas» se muestran incapaces de distinguir los diferentes modos de producción y de comprender, en particular, la transición del feudalismo al capitalismo. Se contentan con describir superficialmente las formas sucesivas de la circulación de las mercancías y del dinero, y como éstas aparecen desde la antigüedad, solo ven diferencias cuantitativas entre estas diversas formas. Ponen así al mismo nivel el capital usurero o comercial que comenzó a acumularse bajo los regímenes esclavistas y feudales con el moderno capitalismo industrial y financiero basado en la explotación de la fuerza de trabajo libre. El siervo y el asalariado se ponen al mismo nivel, lo que permite suprimir la ley específica de la extorsión del plustrabajo en el sistema capitalista.
Lejos de ser considerado como un modo de producción definido por la ley de la plusvalía, el capitalismo se identifica, por tanto, con la eterna categoría de la ganancia comercial. La historia general ya no es, entonces, un proceso marcado por la sucesión de los modos de producción, sino que se reduce a la descripción del desarrollo del capitalismo eterno, cuyo nacimiento parece remontarse a los albores de los tiempos y que parece probable que dure hasta el final de la humanidad. Ya no hay lugar para la noción de revolución en esta concepción histórica. Se pretende hacer creer que el capitalismo ha podido extender su sistema de producción sin romper las viejas relaciones feudales, sin revolución burguesa; se finge no ver que el desarrollo actual de sus fuerzas productivas puestas a trabajar socialmente, entra cada vez más en contradicción con la forma privada de apropiación, lo que hace necesaria una nueva revolución socialista.
El eclecticismo de los Annales y la «Nueva Historia»
Al ignorar deliberadamente las relaciones de producción, los «annalistas» niegan de hecho el papel de los hombres en la historia. En efecto, lo que constituye a los hombres como tales son sus condiciones de existencia. Los hombres son principalmente el producto de las condiciones en que se desarrolla su actividad material, la producción y reproducción de la vida real. La forma en que los hombres producen y las relaciones sociales que establecen en consecuencia, constituyen el sistema de relaciones de producción. Como los diferentes lugares ocupados dentro de las relaciones de producción definen las clases sociales, es decir, las relaciones de los hombres entre sí, las relaciones sociales son, por tanto, relaciones de clase. Sin embargo, entre las acciones públicas de múltiples personalidades, solo se convierten en actos históricos aquellas que son realmente la expresión de fuerzas sociales activas, que por lo tanto reflejan los intereses de tal o cual clase social. Siendo estos intereses contradictorios, la lucha de clases es el motor de la historia y es la participación creadora de los hombres, de las masas en lucha, lo que determina la marcha de la historia.
Los historiadores burgueses trabajan constantemente para enmascarar la lucha de clases, dando un protagonismo excesivo al individuo −aislado de sus condiciones de existencia− e incluso negando la existencia objetiva de las clases. Los «annalistas» participan de esta mistificación al pretender, por ejemplo, definir las clases subjetivamente, a través de la conciencia que tienen de sí mismas. Tal definición hace imposible cualquier explicación científica del pasado y prohíbe cualquier perspectiva de un futuro libre de explotación de clase.
Los «annalistas» pretendían «ir más allá» de la concepción del materialismo histórico, del que conservaban solo ciertos conceptos en forma de vulgar economicismo, destinado a dar a su discurso un aire marxista en su tiempo. Pero su concepción es en realidad ecléctica, hecha de préstamos de todo tipo de teorías idealistas −aquí encontramos una característica bien conocida del socialismo francés al estilo de Jaurés−. Los sistemas de explicación varían de un historiador a otro, diluyéndose los métodos estrictamente históricos en otras disciplinas introducidas empíricamente.
Febvre reduce así la historia a la psicología, que aplica tanto a los individuos como a las naciones −esta falsificación se vuelve asombrosa con su concepción del nazismo como una catástrofe individual que ocurre en una Alemania «eterna»−; Morazé retoma una «elaborada» explicación demográfica −con créditos estadounidenses−, una teoría lunática que hace de apología a la civilización marítima atlántica −Estados Unidos−, la cual es generosa y democrática, opuesta a la civilización continental y autoritaria −la Rusia soviética, por supuesto−; Braudel se refugia también en un estrecho determinismo geográfico −basado además en una mala geografía−, mientras redescubre el viejo espiritualismo, incluso tiene ciertos temas con tintes racistas. Liquida la lucha de clases en favor de los «conflictos civilizatorios» y, en nombre de la «complejidad del hombre», sustituye las causas objetivas reales por el azar.
Finalmente, todos estos historiadores vuelven a las «fuerzas misteriosas» de la historia, a sus «caminos impenetrables», reintroducen la providencia y la irracionalidad de la historia tradicional, supuestamente trasnochada. El papel creador de los hombres desaparece y no se les reconoce ninguna posibilidad de dirigir el curso de la historia. Braudel lo admite en la conclusión de su obra principal: «Siempre estoy tentado, frente a un hombre, de verlo encerrado en un destino que apenas fabrica». De hecho, al liquidar la herencia de la llamada historia tradicional, los «annalistas» liquidaron simultáneamente la de los historiadores de finales del siglo XVIII o XIX −Barnave, Thierry, Guizot, Michelet− que, como representantes de la burguesía en lucha contra el orden feudal, tenían un sentido muy superior de las realidades sociales y económicas, y de la lucha de clases, aunque sus concepciones fueran todavía poco científicas.
En la década de 1970, la «Nueva Historia» continuó su ofensiva contra el pensamiento histórico y la verdadera ciencia histórica, adoptando toda una serie de nuevos conceptos supuestamente operativos importados de otras disciplinas. Así, no es casualidad que la sociología empírica y cuantitativa haya influido fuertemente en los «nuevos historiadores», cuando sabemos que esta pseudociencia proviene directamente de los Estados Unidos, una sociedad particularmente «deshistorizada», donde los mitos atemporales del consumo, de la abundancia, de la tecnología… parecen asegurar un dominio ilimitado del capital.
Contra el materialismo histórico, la «Nueva Historia» también ha pretendido utilizar la antropología o la etnología, intentando, por ejemplo, oponer el papel de las relaciones de parentesco al conocimiento de las relaciones sociales de producción, que es lo único que permite captar en su totalidad la estructura propia del sistema concreto estudiado. La «Nueva Historia» amplió simultáneamente sus «campos de observación» a nuevos «objetos históricos» que también contribuyeron a relegar a un segundo plano el análisis de las estructuras materiales. Terminamos así con un desmoronamiento de la realidad histórica donde el estudio de las mentalidades tomó cada vez más importancia. Según la concepción idealista subjetiva de estos historiadores de las estructuras ideológicas, la historia de los hombres se reduce así a la «sucesión de sistemas de autoconciencia».
Una historia inmóvil
Con la moda de la historia de las mentalidades, encontramos una concepción común a todos los «annalistas» y de la que Braudel se ha convertido en teórico: la «larga duración». Todos los historiadores aquí mencionados favorecen la estabilidad y permanencia de las estructuras y de esta manera también cuestionan la noción de cambio, la de mutación súbita y progresiva en la historia. Con el pretexto de rechazar la historia de los acontecimientos, dejan de lado los acontecimientos políticos, como si estos hechos históricos concretos no fueran la consecuencia objetiva del papel actoral de los hombres, que son los verdaderos artífices de los acontecimientos. Para los «nuevos historiadores», la historia ya no está marcada por la intervención humana, que le da un significado particular, sino que parece sujeta a eternas oscilaciones, a una evolución cíclica o, incluso, que parece eternamente inmóvil. En este sentido, un evento tan significativo como una revolución social no puede dejar de ser mal visto por estos historiadores reaccionarios, cuyo papel en última instancia es explicar que el orden inmutable de las cosas no debe ser perturbado. Como escribe el historiador Jacques Revel: «La historia, en su mayoría, en Annales es ajena a cualquier análisis del cambio social, a cualquier explicación de la transición de un sistema histórico al siguiente».
Para dar la ilusión de cierta cientificidad a esta historia inmóvil, los «nuevos historiadores» han disfrutado particularmente recurriendo a métodos cuantitativos. Basándose en una impresionante documentación en serie, afirmaron establecer la racionalidad de sus observaciones utilizando el formalismo matemático o modelado matemático. De hecho, el uso de métodos cuantitativos ha llevado varias veces a los historiadores a cometer ridículos anacronismos, prueba que la magia de las cifras prevalecía sobre la conceptualización necesaria para el trabajo de síntesis. Los «nuevos historiadores» han demostrado así una vez más que son incapaces de captar la totalidad histórica, que no puede agotarse en el estudio de múltiples fenómenos cuantificables, por numerosos que sean, elegidos no se sabe muy bien cómo. La realidad histórica es en efecto el producto de determinadas relaciones sociales; y las clases sociales, el Estado... son objetos históricos que no pueden reducirse a cuadros de cifras. El salario mismo, cuya evolución se ocupan de describir nuestros historiadores, no debe confundirse en modo alguno con una curva de largo plazo, no es algo simplemente medible, sino una relación. La categoría del salario refleja en realidad un aspecto de las relaciones sociales bajo el capitalismo, relaciones de explotación.
Finalmente, cabe señalar que la moda del estructuralismo ha influido fuertemente en nuestros historiadores, seguidores de la historia cuantitativa y del inmovilismo. Las concepciones antihistóricas de Claude Lévi-Strauss, su oposición a la historia como ciencia, van en efecto también en la dirección de la negación del movimiento, del abandono del sentido de la historia. Al centrarse exclusivamente en la búsqueda de invariancias en las sociedades, al aceptarlas sin crítica, los estructuralistas privilegian la estabilidad de formas y estructuras, sin ver que éstas tienen contenidos que pueden variar profundamente, y que ellas mismas nunca son eternas. Lévi-Strauss solo pudo encontrar a los «annalistas» a través de su deseo de abolir el sentido del tiempo −congelado en el estudio de las sociedades arcaicas− y el tiempo mismo. Con él, el hecho histórico se reduce a una simple perturbación irracional de las estructuras existentes, y es la ideología del «statu quo», la justificación del orden existente, lo que prevalece.
Por otra parte, este fundamento invariable constituye un «inconsciente social», que solo puede ser revelado por una construcción intelectual, un modelo −la «estructura» precisamente−, obra del etnólogo. Los hombres no pueden, por tanto, tener acceso, en el tiempo presente, a la conciencia de su actividad histórica. Es esta línea reaccionaria la que siguieron Michel Foucault y Louis Althusser, al proclamar la desaparición del sujeto de la historia, al eliminar al hombre de la realidad compleja y cognoscible del mundo, del que no queda nada concreto, que luego se reduce a un sistema estructurado únicamente por el discurso, por el lenguaje. Como escribe Paul Veyne en su artículo «Foucault revoluciona la historia» (1979), para Foucault los hombres no solo no saben cuál es su práctica, sino que ni siquiera saben que no saben, «como un autómata que no ve que no ve».
Para evitar que los hombres tomen conciencia de que la historia puede servir para transformar el mundo, la burguesía se esfuerza por eliminar todo pensamiento histórico. Para eliminar cualquier reflexión crítica sobre la sociedad, para evitar que aparezca cualquier idea de ruptura histórica, trata de tergiversar el pasado, de desterrar su memoria. Al mismo tiempo, se esfuerza por presentar el presente como fijo y sin posibilidad de otro devenir. Sin embargo, llegará necesariamente el momento en que el proletariado, en que las masas, recuperen su memoria, orienten su acción revolucionaria y construyan su propia historia emancipada». (Bernard Peltier; La historia, una cuestión ideológica y política, 1990)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
«¡Pedimos que se evite el insulto y el subjetivismo!»