[Editado originalmente en 2021. Reeditado en 2024]
«La competencia, cada vez más aguda, desatada entre la burguesía, y las crisis comerciales que desencadena, hacen cada vez más inseguro el salario del obrero; los progresos incesantes y cada día más veloces del maquinismo aumentan gradualmente la inseguridad de su existencia; las colisiones entre obreros y burgueses aislados van tomando el carácter, cada vez más señalado, de colisiones entre dos clases. Los obreros empiezan a coaligarse contra los burgueses, se asocian y unen para la defensa de sus salarios. Crean organizaciones permanentes para pertrecharse en previsión de posibles batallas. De vez en cuando estallan revueltas y sublevaciones. Los obreros arrancan algún triunfo que otro, pero transitorio siempre. El verdadero objetivo de estas luchas no es conseguir un resultado inmediato, sino ir extendiendo y consolidando la unión obrera». (Karl Marx y Friedrich Engels; Manifiesto Comunista, 1848)
En el capitalismo impera la llamada «ley del valor»; es decir, la economía se orienta principalmente hacia los sectores y actividades más rentables, pero no por ello necesariamente más útiles para la sociedad. Los recursos materiales y humanos acaban por concentrarse allí donde tenga lugar la explotación de las actividades económicas más rentables. Esto acaba suponiendo toda una serie de desequilibrios regionales que deriva en problemas que hoy a todos nos son de sobra familiares:
a) Como paradigma del primer caso, tenemos a las zonas de la llamada «España vaciada». Comarcas que se encuentran cada vez más alejadas del foco productivo, en donde se producen paulatinamente fenómenos muy desagradables para sus habitantes: aumento de la falta de oportunidades laborales, escasez o pauperización de las vías de comunicación, carencia de centros de salud disponibles, trabas administrativas que impiden que los ciudadanos puedan ser atendidos con rapidez ante una urgencia de salud o en caso de un desastre natural, y como esto, un infinito etcétera.
b) Como ejemplo contrario, podríamos tomar el área metropolitana de Barcelona, donde la concentración espontánea e irracional de las unidades productivas en una determinada zona crea otros problemas igualmente nocivos: aglomeración en las ciudades, elevación desorbitada del precio de la vivienda y el costo de vida general, gentrificación, deforestación, contaminación del aire y las aguas, etc.
Sabemos, así pues, que, según lo expuesto, la producción capitalista distribuye los recursos y a la población de forma desigual, lo que es el punto de origen de los problemas sociales tanto en la ciudad como en el campo. Pero esto también puede aplicarse a las relaciones entre países distintos e incluso entre el trabajador y la máquina; cuestiones estas últimas íntimamente ligadas con los recientes sucesos de Ponferrada, que más adelante abordaremos. Pero primero que todo es menester detenernos sobre otros puntos: «mecanización» y «deslocalización», dos caras de la misma moneda, pero… ¿qué las ocasiona?
La mecanización de la producción
Comencemos por la automatización de la producción –la llamada «mecanización»–. Como ya demostró Karl Marx en su ópera magna, «El Capital» (1867), así como en otras investigaciones, todo trabajo produce un excedente que, en el caso del modo de producción capitalista, por basarse en la propiedad privada sobre los medios de producción, es apropiado exclusivamente por el dueño de estos. Del mismo modo, la plusvalía misma es un fenómeno complejo que podemos dividir en dos tipos: «plusvalía relativa» y «plusvalía absoluta».
En la producción capitalista, tenemos por un lado la llamada «plusvalía relativa», que «presupone un cambio en la productividad o intensidad del trabajo» es decir, producir más en el mismo tiempo, bien aumentando el ritmo del trabajo o bien dotando a la industria de medios de producción más avanzados−; esta predomina sobre la «plusvalía absoluta», que presupone el «alargamiento absoluto de la jornada laboral». ¿Por qué ocurre de este modo? Debido a que las innovaciones técnicas no tienen un límite claro, como sí lo tiene el tiempo que un individuo puede dedicar a un trabajo durante un día para estar en condiciones de volverlo a realizar al día siguiente. Como el día tiene las horas contadas y se busca poder extraer un mayor volumen de productos por hora, es aquí donde entran en juego las innovaciones técnicas, que cada vez permiten con un menor número de trabajadores producir más en menos tiempo del que antes requería el trabajo de una plantilla más numerosa. La necesidad de renovar la maquinaria para producir más y más plusvalía en un contexto de lucha entre capitalistas por acaparar las «oportunidades de negocio» –el control de los recursos y las cuotas de mercado– implica que la balanza entre «capital constante» –medios de producción– y «capital variable» –fuerza de trabajo– se incline cada vez más a favor del primero, que sustituye al segundo. Aquí es donde encontramos la razón de que el capitalista siempre busque reducir la plantilla de trabajadores de una forma u otra, sustituyéndolos por unas máquinas sobre las que estos trabajadores carecen de control.
Este sistema actual, deudor, al fin y al cabo, del acervo del conocimiento y de las fuerzas productivas del pasado, lleva aparejado en sus entrañas varias paradojas que hay que comentar. Por su propia idiosincrasia está obligado a buscar desesperadamente la propia expansión tecnológica, esa que finalmente arroja unos resultados increíbles en cuanto a productividad o capacidad logística que, para el ciudadano común resultan hechos asombrosos, verdaderos «prodigios del ser humano». Unas marcas que, sin duda, son sorprendentes y nos permiten superar los viejos límites del transporte, cálculo o redes de comercio respecto a los existentes hace dos mil años, dos siglos o dos años. Ocurre que con el debido tiempo estas innovaciones normalmente se generalizan y resultan cada vez más accesibles y baratas. Pero he aquí el problema: son beneficiosas, pero lo son, sobre todo, a nivel empresarial, no tanto a nivel social –recuerden: el «progreso» en la sociedad de clases siempre es condicionado, no absoluto–. Porque estos avances no son accesibles a todos los sectores productivos y no son aprovechados de forma inmediata por todas las regiones y habitantes. Creemos que el motivo de esto ya es conocido por todo el mundo: la competitividad privada y el «secreto empresarial». Si a esto le sumamos que diariamente −y en especial en cada crisis−, los empresarios se ven obligados a malgastar, sacrificar e incluso destruir tanto las fuerzas productivas como las mercancías creadas a fin de salvar su negocio y fortuna, poco más queda añadir. A estas alturas el lector se habrá dado cuenta de la incongruencia que es para los trabajadores mantener este sistema productivo tan irracional, donde no solo no se aprovecha todo el potencial, sino donde se producen retrocesos sobre lo ya logrado.
La deslocalización empresarial
Este mismo afán de «rentabilidad ante todo» también puede encontrarse en los intentos por reducir el salario de los trabajadores empleados por el capitalista en cuestión y que, cuando esto choca con la resistencia del trabajo organizado, se tome la medida drástica de desplazar las fábricas hacia países donde la sindicación está comprada, es perseguida con la encarcelación o directamente es inexistente; pero, sobre todo, será desplazada donde, a fin de cuentas, los costes generales sean más baratos. A esto se le pueden sumar otros factores que aporten al capitalista una ventaja fiscal o arancelaria sustancial. Todo esto y mucho más es lo que conduce a que se den procesos muy comunes como la famosa «deslocalización de la producción», hoy tan de moda.
«Son innumerables los ejemplos de compañías estadounidenses y europeas que decidieron mover sus instalaciones productivas a países asiáticos como China, India, Vietnam o Bangladesh, entre otros. Se pueden encontrar ejemplos en diversos sectores, como la tecnología (Apple); ropa y calzado deportivo (Nike); moda (H&M) o juguetes (Mattel)». (The conversation; La covid-19 propicia revertir las deslocalizaciones de empresas, 2021)
En España encontramos estos «fenómenos de deslocalización» en sucesos como el de 1997, donde la mítica empresa Fagor decidió llevarse sus fábricas de Torelló –Barcelona– hacia China; mismo proceso que repitió esta empresa en 2017, cuando se trasladaron las fábricas del País Vasco hacia Oriente. En Zaragoza se asistió en 2020 al traslado de la empresa suiza Schindler hacia Eslovaquia. Estos son algunos de tantos ejemplos que se dan a nivel local, regional, continental e internacional; por lo que citarlos todos sería imposible. Véase el artículo de El País: «La deslocalización empresarial en España deja a más de 10.000 personas sin trabajo» (2004).
Entiéndase que la «deslocalización» solo es racional desde el punto de vista del bolsillo del empresario, no de toda la actividad social que ha intervenido en esa unidad de producción. Dicho de forma llana: al trabajador medio que ha estado derramando sudor y tiempo en esa empresa durante años o décadas, no le reporta nada positivo el que vaya a quedarse sin trabajo porque unos analistas le hayan prometido, en un pormenorizado estudio para su jefe, que los costes de la mano de obra serán menores llevándose la fábrica a Tombuctú; no le vale que le digan que la inestabilidad regional de aquí es mayor que en la del país caribeño donde están pensando llevarse la producción; tampoco le consuela que el gobierno de un país puntero o una entidad supranacional con más recursos se disponga a subvencionar parte de los costes para atraer empleo; y mucho menos le satisface saber que en Latinoamérica el gobierno corrupto «X» ha aprobado una nueva legislación que le ofrece al propietario de la entidad extranjera suculentos descuentos en cuanto a impuestos.
Todo esto que estamos relatando, al trabajador promedio ni le va ni le viene, en su caso él ha cumplido sobradamente en sus funciones como para no tener ninguna responsabilidad en los peros que pone el empresario para que él siga teniendo trabajo; su única fuente de ingresos mensual para poder pagar la comida, la ropa y la hipoteca. Piensa que con su abnegación y rendimiento no tiene por qué sacrificar ahora su vida familiar y social mudándose a otro país o región donde, por no conocer, no conoce muchas veces ni el idioma, so pena de quedarse en ese arroyo llamado desempleo, una situación que se torna más peligrosa cuando uno ya está entrado en años. Inevitablemente, este tipo de cuestiones tan peliagudas acaban en huelgas, movilizaciones y choques entre los trabajadores y los propietarios, gerentes y esquiroles.
Un ejemplo de esto han sido los sucesos vividos en agosto de 2021 en Ponferrada, la capital de la comarca de El Bierzo, donde se ha mostrado lo fea que puede ser la realidad laboral en la idílica Europa. Allí, la empresa LM WindPower emitió un Expediente de Regulación de Empleo (ERE) hacia sus 393 empleados, alegando que entre sus estimaciones estaba la caída de la exportación de sus productos eólicos a EE. UU.
En el caso de esta planta de producción de hélices de molino eólico, la situación parece deberse a factores tan diversos como ahorrarse el coste extra de mantener una planta importante en una zona económicamente deprimida. A su vez, se pretende recolocar a una parte de sus empleados en dos zonas: la primera, en la planta ya existente en Castellón –perteneciente a una región industrial histórica del país y con mejores comunicaciones–; y la segunda, en el nuevo proyecto de la empresa en Cherbourg (Francia), donde inauguraron una planta en 2018 que ya está dedicándose a la exportación de hélices incorporando una técnica puntera. La empresa comentó, además, que el gobierno financiaría parte del proyecto, ofreciendo a 250 de sus futuros trabajadores despedidos «reubicarse» allí a cambio de presuntas ventajas económicas. De este modo se reduce la plantilla de la fábrica de Ponferrada y se invierte lo ahorrado con esto en una nueva planta con mayor grado de automatización. He aquí un vivo ejemplo de la justeza de las tesis de Marx, lo que de paso desmiente los chismes y falsas predicciones de todos esos sociólogos, filósofos y economistas burgueses que no se cansan de anunciar la «caducidad» del marxismo.
«El empleo de máquinas, cualquiera que sea la medida en que, intensificando la fuerza productiva del trabajo, prolongue el trabajo excedente a costa del trabajo necesario, sólo consigue este resultado disminuyendo el número de los obreros colocados por un determinado capital. Convierte una parte del capital que venía siendo variable, es decir, que venía invirtiéndose en fuerza de trabajo viva, en maquinaria, o, lo que tanto vale, en capital constante». (Karl Marx, El Capital, 1867)
En líneas generales, estos despidos repentinos se consideraron injustificados desde el punto de vista de los trabajadores, ya que su empresa siempre había presumido de su alta rentabilidad, por lo que la plantilla reaccionó con huelgas y movilizaciones para defenderse, desarrollándose una sensible solidaridad comarcal. El hecho de que la patronal continuase por este camino y no cediese a las reivindicaciones de paralizar estos despidos, hizo que, tras unas de las últimas negociaciones, los huelguistas y sus simpatizantes iniciasen cortes de carretera y otras acciones contundentes. Recogemos un sentido alegato de uno de los huelguistas en un claro tono de rabia y desesperación:
«¡Vivimos de esto! ¡Joder! ¡No vivimos de otra cosa! (…) Nos han quitado la puta minería, nos han quitado la puta construcción, nos han quitado ahora las putas palas [eólicas]. ¡Somos una mierda! ¿Qué venís a tocarnos los cojones? ¡Marchad para vuestro sitio! [Hacia la policía] Esto es el puto futuro. Y si el futuro se queja, es que algo duele… Si para vosotros esto no es el futuro… ¡¡¡Pero para nosotros sí!!! Tengo tres guajes [niños] y tienen la puta manía de comer tres putas veces al día, todos… y de crecer, y de gastar ropa, libros y de todo. Y no nos ayuda nadie. ¡Hay que defender un puesto de trabajo!». (Huelguista anónimo; Protestas en Ponferrada, agosto de 2021)
¿Qué ocurrió con el paso de los días y las semanas? El saldo no fue una victoria clara para unos ni para otros, en todo caso, si somos generosos, podemos decir que fue una «victoria pírrica» para los huelguistas, que, aunque lograron evitar la deslocalización, fue a costa de pactar con la empresa un despido de 351 de los trabajadores, donde se prometió que los temidos despidos irían en consonancia con la antigüedad. «Divide et impera». Esto, como tantas otras veces, desunió a los huelguistas, consiguiendo de esta forma calmar los ánimos de los más veteranos y de paso dejando desprotegidos a los trabajadores más nuevos en la empresa, seguramente los que tenían contratos más recientes o temporales. Así lo describía uno de sus representantes:
«La negociación ha sido muy larga, dura e intensa. Llegamos a agotar el periodo de consultas. La última reunión la tuvimos que prolongar varias veces una vez cumplido el plazo. Estuvimos el pasado jueves desde las 10 de la mañana hasta las 9:30 horas del día siguiente en un edificio de la Junta de Castilla y León para llegar al preacuerdo», afirma Gabriel Garnelo, presidente del comité de empresa, de USO, y uno de los representantes que ha formado parte de la comisión negociadora. Finalmente, el documento fue votado por 846 empleados, el 79,5% de la plantilla. De ellas, 720, el 85,1% del total, votaron a favor. Frente a ellas, 126 noes, el 14,9% del total». (Público; La deslocalización golpea en El Bierzo: 250 trabajadores recolocados en Francia y 351 despedidos de su fábrica de palas eólicas, 16 de agosto de 2021)
Hay que saber que este acuerdo fue muy similar al alcanzado en 2011, cuando la entidad ya deseaba marcharse, reduciéndose la plantilla de unos 1.500 a unos 150 trabajadores, cifra de la cual se iría recuperando poco a poco en el próximo lustro hasta alcanzar luego los niveles actuales −en torno a los 1.000 trabajadores−. Estos despidos empujarán de nuevo a que muchos trabajadores pasen a formar parte del «ejército de reserva», a que estén dispuestos a aceptar trabajos precarios, pluriemplearse o hasta lumpenizarse teniendo incluso que aceptar todo tipo de labores contrarrevolucionarias para sobrevivir. Por último y no menos importante, esto corrobora otra vez que los sindicatos actuales −como UGT, CC. OO. y otros que se han puesto «a la cabeza» de las protestas− no son capaces de movilizar y hacer cumplir los objetivos para los que supuestamente fueron creados: defender los derechos de los trabajadores.
La depresión de la zona es tal que ya había asistido al cierre del sector de la minería o la térmica, y donde el agro no puede subsistir sin subvenciones. A su vez, estos planes de progresiva reducción de la plantilla o deslocalización tienen relación con la famosa «transición ecológica» que sirve como otro pretexto más para ir cerrando las fábricas existentes o deslocalizarlas. Los vecinos ya han reclamado en infinidad de ocasiones un plan económico apto que vaya realizando dicha transición, pero sin castigar más a una región ya muy debilitada por los desequilibrios territoriales, es decir, ofertando un trabajo a cambio, no a cambio de nada. Nótese cómo entre las reivindicaciones de las organizaciones interesadas en promover esto se hablaba de que el gobierno proporcione una «gestión eficiente, igualitaria», así como una «democracia» con «unos procedimientos trasparentes y de planificación y ordenación del territorio», es decir, hay una idealización de las administraciones y el sistema en general. Véase el artículo de La Nueva Crónica: «17 organizaciones llaman a la concentración por «otro modelo energético» en Ponferrada» (2021).
En todo caso, estos recientes eventos mostraron una vez más que la lucha de clases, es decir, el enfrentamiento directo entre capitalista y proletariado, no es algo remoto del pasado: aunque sea en su versión esporádica, primitiva y local, esta no es un arrebato ni un empecinamiento irracional de los asalariados, sino una realidad que afecta a cosas tan básicas como el «derecho al trabajo» o el «acceso a una vivienda digna», «leyes» que ni un sistema del llamado «primer mundo» de España puede garantizar. Este franco antagonismo entre clases sociales es una situación, que, aunque los de arriba y sus plumíferos traten de tapar, relativizar o eliminar −como muestra la poca repercusión que ha tenido en los medios masivos−, continuará existiendo hasta que dicha contradicción pueda encontrar solución por un régimen superior: el comunismo. Uno de sus mejores teóricos, el alemán Friedrich Engels, resumía así la cuestión:
«Esa solución no puede consistir sino en reconocer efectivamente la naturaleza social de las modernas fuerzas productivas, es decir, en poner el modo de apropiación y de intercambio en armonía con el carácter social de los medios de producción. Y esto no puede hacerse sino admitiendo que la sociedad tome abierta y directamente posesión de las fuerzas productivas que desbordan ya toda otra dirección que no sea la suya. Con eso el carácter social de los medios de producción y de los productos −que hoy se vuelve contra los productores mismos, rompe periódicamente el modo de producción y de intercambio y se impone sólo, violenta y destructoramente, como ciega ley natural− será utilizado con plena consciencia por los productores, y se transformará, de causa que es de perturbación y hundimiento periódico, en la más poderosa palanca de la producción misma». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1875)
El «obrerismo» y «populismo» no son la solución
Pero no toca ahora hablar de esto, sino de la situación concreta de la que hemos sido testigos. Es entendible que en estas situaciones de «roces de clase», los periodistas burgueses señalen preocupados la molestia que puede producir el desperfecto del mobiliario urbano o extraurbano en el municipio. Históricamente, cuando esto ha ocurrido, para la población no ha habido un debate económico sino político. Entiéndase que la aceptación de esto como un acto descabellado o un sacrificio que hay que asumir depende del contexto en el que se llegue a dicha acción. Ha habido ocasiones en que ha sido tolerado por los propios vecinos de la zona y sus simpatizantes, por ejemplo si previamente han visto reivindicados sus derechos y preocupaciones reales en las consignas de los autores, si hay una dirección programática mínima en los actos y, sobre todo, si ellos mismos son partícipes de las luchas, es decir, si han sido persuadidos de la necesidad de formar parte de las movilizaciones −bien sea de forma pacífica o «menos pacífica»− por una causa que consideran justa. Esto ocurrió no hace tanto en las luchas obreras de Reinosa, en 1987; de Linares, en 1994; los disturbios de Gamonal, en 2014; o las luchas vecinales contra el soterramiento del AVE en Murcia en 2017. Ejemplos de luchas masivas y exitosas las hay en todo el territorio peninsular.
Ahora cabe mencionar que, en un periodo de desideologización y desorganización como el actual, flaco favor haríamos a nuestros propósitos emancipatorios si cayésemos en desviaciones «obreristas» y «populistas», en sentimentalismos y reduccionismos, es decir, si idealizásemos a todo aquel que, llegados a un punto extremo, como el descrito atrás, finalmente se alza para defender su «derecho a comer tres veces al día» –algo que altera a cualquiera, hasta al más estoico franciscano−. Si hiciésemos tal ejercicio −que se lo dejamos gustosos al empalagoso demagogo de turno−, nos estaríamos olvidando de varios aspectos de importancia máxima, empezando porque es muy posible que gran parte de la plantilla de trabajadores de la construcción, el acero, la hostelería, la alimentación o la minería han confiado, apoyado y jaleado a los partidos y sindicatos tradicionales, al «oficialismo» y sus aliados, como no pocas veces han demostrado las encuestas sociológicas y las entrevistas periodísticas. ¿Qué queremos decir? Pues que en algunos casos estamos ante una mayoría de individuos que, una vez desesperados por mantener sus medios de vida, inician actos combativos, incluso «subvirtiendo» el orden legal si es preciso, pero que faltos de una cultura política continua y orientada hacia algo mayor, una vez consiguen sus propósitos o la lucha se ha disipado, vuelven a su cotidianeidad, a su pensamiento conformista, cuando no reaccionario. Esto no es extraño, unos trabajadores se mantienen todo lo alejados que pueden de la política, otros abandonan la política desencantados, otros se reconvierten y deambulan de una corriente «oficialista» a otra, otros vuelven del ostracismo político cuando algo les toca de lleno en lo personal, y muy pocos son consecuentes con sus «ideas anticapitalistas» de por vida.
Sea como sea, una cosa es cierta: la tendencia general ha seguido siendo una sumisión al mandato burgués oficial −PP-PSOE− y a lo sumo ha virado hacia sus «alternativas» −VOX, C's, UP y Cía.−, y en muchos casos, como ya se ha dicho, solo como «castigo», ¡para tiempo después volver en forma de péndulo hacia «los partidos de confianza de toda la vida»! Si hay alguien que se resista a aceptar esto como regla general, será porque es alguien que recién empieza a indagar en política española o está obnubilado con perspectivas que de optimistas son cándidas, pues de otra forma le cuadraría perfectamente esto que estamos afirmando. Basta mirar el panorama de mediados de los años 80 del siglo pasado, donde los gobiernos de Felipe González atacaron abiertamente el sistema de pensiones, los derechos laborales, el sistema educativo y llevaron a término la famosa «reconversión industrial» creando un paro masivo; y aun cuando estas medidas afectaron directamente a tantos sectores de la población, incluso, pese a irse descubriendo algunos de los mayores escándalos de corrupción hasta entonces −véase el Caso Filesa o el Caso Flick−, el «felipismo» del PSOE siguió cosechando mayorías absolutas en las elecciones generales. ¿Casualidad?
Comprendemos, pues, que la dirección ideológica es fundamental no solo para que los trabajadores tomen plena conciencia del horror que les rodea, sino también para que se dirijan hacia sus objetivos de forma eficiente y efectiva. Y esto no sucederá ni hoy, ni mañana, ni pasado, sin el partido revolucionario. Los hay que responderán: «¡Pero sí que existe! ¡Mirad el comunicado de mi partido!». Señores, hablamos de PARTIDO −en mayúsculas−, no de caricaturas; de un movimiento organizado que impresione e infunde temor −y no risa− a los poderosos. Si este o aquel «fuese el partido verdadero», el supuesto «marxismo-leninismo» no estaría compuesto por mil y un ejércitos de Pancho Villa −a cada cual más patético−. Por supuesto, un movimiento político que nada en el fraccionalismo y que muda de posición como las serpientes cambian de piel no es garantía de nada ni puede convencer a nadie serio para sumarse a su proyecto. Del mismo modo que toda formación que no ostente la hegemonía en las organizaciones fabriles, agrarias, estudiantiles, vecinales o sociales en las que se mueve, carece de influencia real para realizar cualquier acción seria, sea pequeña o de gran envergadura, sea una manifestación, una huelga o una insurrección, porque si no ha sido capaz de organizar su «corral», no puede pretender desarrollar un trabajo de masas fuera de él compitiendo con otros «gallos».
Sin esta consciencia, organización y constancia, primero en lo interno, nadie nuevo les seguirá salvo algún pequeño puñado de despistados inocentes que no durarán mucho o que no servirán más que de comparsa en una marcha fúnebre hacia la nada. ¿Y por qué optan quienes no han logrado aún solucionar ni lo primero ni lo segundo? Para empezar, lo raro es que reconozcan tales carencias. La mayoría de los que sí reconocen tales problemas optan por resolver su debilidad no tomando cartas en el asunto sobre su evidente fragilidad ideológica, ni tratando de aclarar y deslindar lo que les separa de otras formaciones, ni siquiera mejorando el trabajo de agitación y propaganda hecho hasta ahora. Ellos, simple y llanamente, piensan que lo mejor es echar balones fuera sobre su responsabilidad, buscar chivos expiatorios; en cuanto a la necesidad de solventar su falta de transcendencia, la opción más rápida y factible para ellos es realizar concesiones inaceptables y pactos oportunistas en los que, además, no llevan la voz cantante. Pero, de esta manera, nunca lograrán salir del pozo, o peor, si lo hacen será a efecto de ser un actor secundario de una tragicomedia burguesa.
Ha de saberse que, sin un trabajo de organización de masas efectivo, jamás se logrará organizar la revolución, pero sin un esclarecimiento ideológico absoluto sobre a dónde se quiere ir y de qué forma, directamente, no se logrará ni siquiera ese trabajo de masas efectivo, ni mucho menos, claro está, la ansiada revolución. Esto no lo decimos nosotros, lo dice la historia. Los revolucionarios no han llegado a nada transcendente intentando ocultar sus posturas o regalándole a la pequeña burguesía los debates y terminología que se deben dar. Esto tampoco tiene nada que ver con la «parálisis por análisis» de muchos intelectuales que, prometiéndonos muy pronto sacarnos de nuestros errores con nuevas «perspectivas analíticas» sobre a qué dedicar nuestro tiempo y de qué forma −recetas, que nunca terminan de llegar, porque no pueden ordenar ni sus pensamientos−, desean que hasta entonces no nos movamos, o peor, que les hagamos caso en sus delirios intuitivos aún sin presentar argumento de peso alguno.
Entonces, por favor, señores espontaneístas, hidalgos de la indisciplina, ahorraos el ridículo hablando de «resistencia antisistema» cuando no tenéis capacidad ni para salir indemnes de una manifestación. No deis lecciones de «clandestinidad» cuando retransmitís en redes sociales toda la actuación de vuestra célula a cara descubierta −cenas y fiestas incluidas−. No habléis de «trabajo de masas» cuando vuestra organización no mueve a nadie salvo su parroquia y sois unos completos desconocidos para millones de personas. Se presume de algo cuando se tiene, no cuando se está igual o peor que el resto. En el mismo tono, instamos a los pusilánimes reformistas a que dejen de vendernos caminos mágicos para superar el capitalismo que no se han dado jamás y no se darán mientras el capital nacional y sus aliados internacionales tengan suficientes ánimos y fuerzas, pues no existe experiencia histórica donde la burguesía se haya rendido ni en la que no haya intentado retomar el poder por formas coercitivas, así que parad de darnos la monserga sobre la necesidad de luchar para que el sistema respete los «derechos eternos del hombre», como la «libertad», la «democracia» y todo tipo de pamplinas iusnaturalistas. El pueblo tendrá todo eso −y más− de forma materializada cuando sea consciente de sus condiciones y de su fuerza, cuando conozca su propia historia y la mire sin temor a distinguir la gloria del bochorno. Solo entonces sabrá «poner los puntos sobre las íes», pues nada de provecho sacará escuchando a una panda de posibilistas que siempre le conduce a la indefensión, la derrota y la humillación.
En resumidas cuentas, ¿qué debemos saber en materia estratégica y táctica? Como en todo, se trata de mantener un equilibrio sobrio. Si en las líneas anteriores estamos criticando el «practicismo ciego» y la «debilidad ideológica», esto no quiere decir, claro está, que para diferenciarnos del resto debamos ponernos a jugar a la «futurología», anticipando las tareas que enfrentaremos de aquí a dos años, dado que el trazar planes y perspectivas debe hacerse no «sobre el papel» y las fantasías de cada uno, sino solamente sobre la base de la situación concreta, la cual debe de haber sido bien reflexionada. Por mucho que sepamos o intuyamos «cuál será el siguiente paso», la dialéctica del tiempo puede modificarlas dándonos muchas sorpresas. Ergo, la planificación revolucionaria debe partir de atender las demandas, fortalezas y deficiencias del grupo y el entorno en que se mueve. Para ello no solo hay que registrar y cuantificar lo importante a ejecutar, sino evaluar si se ha cumplido. Sin resolver esto en un «hoy» no se podrá ir concatenando un escalafón con el siguiente, es decir, no habrá «mañana». Como igual de claro que está que si en cada momento, sean tareas humildes o transcendentes, se prescinde de una brújula, de un plan de ruta a seguir, de una crítica y autocrítica sobre cada paso dado, el viaje a emprender acabará siendo una Odisea donde las circunstancias moverán nuestra nave a su antojo, solo que a diferencia de Ulises no será por culpa de los «caprichos de los Dioses» sino de nuestra propia falta de previsión. A diferencia de él, nosotros no retornaremos a Ítaca, sino a la casilla de salida. Y estos «imprevistos» continuos terminarán, como les ocurrió a los marineros del héroe griego, con la desmoralización o locura de nuestras tropas». (Equipo de Bitácora (M-L); Unas reflexiones sobre la huelga de los trabajadores de LM Windpower en El Bierzo, 2021)
Analisis perfecto
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