«La investigación ha de tender a asimilarse en detalle la materia investigada, a analizar sus diversas normas de desarrollo y a descubrir sus nexos internos. Sólo después de coronada esta labor, puede el investigador proceder a exponer adecuadamente el movimiento real». (Karl Marx; El capital, 1867)
Durante febrero de 2020 tuvimos la «fortuna» de asistir a un bochornoso debate educativo sobre el llamado «pin parental» en la escuela pública. Hubo cruce de ideas tanto de la derecha tradicional como de su presunta «rival» la «izquierda» burguesa que sobrepasó lo cómico, contando, para variar, con un nivel paupérrimo de argumentación desde ambas bancadas. Meses después, en diciembre de ese mismo año, el debate fue reabierto por la cuestión de la nueva ley de educación, la Ley Celaá, impulsada por el gobierno del PSOE-Unidas Podemos y llamada así por la Ministra de Educación, la socialista Isabel Celaá. Llegados aquí cabe preguntarse varias cuestiones en relación con estos debates y otros anexos:
1) ¿Qué aspectos tiene la nueva ley educativa?
2) ¿Acaso existe un rigor científico en la educación actual?
3) ¿Es o puede ser neutral la educación, sin sesgos ideológicos de ningún tipo?
4) ¿Qué papel juegan el feminismo y el posmodernismo en los centros educativos?
5) ¿Es el pin parental un método nuevo y extraordinario en la educación española?
6) ¿Se puede confiar en un gobierno burgués para mejorar la educación o defender la ciencia?
7) ¿Por qué modelo deben apostar los marxistas en el tema educativo en la nueva sociedad que ha de venir?
8) ¿Qué aciertos y errores hubo en la experiencia educativa soviética?
La respuesta a todas estas preguntas y otras secundarias se resolverá durante el desarrollo de este documento. Pero antes de comenzar, aclaremos una vez más una cuestión fundamental.
¿Por qué es importante tener voz propia en este tipo de temas? Primero, porque no se puede confiar en las posiciones de la burguesía y sus representantes. Pongamos varios ejemplos históricos para que el lector comprenda a qué nos referimos
Cuando los marxistas apoyaron la introducción de la jornada laboral de ocho horas en España, coincidían con muchos líderes del sindicalismo reformista y muchos burgueses filantrópicos, sin creer que por ello hubiera que caer en el economicismo que dichos jefes profesaban ni en las ideas utópicas de los segundos. Cuando el Partido Comunista de España (PCE) apoyó la reforma agraria del gobierno republicano-socialista, eso no le excluyó ser muy crítico con sus límites y la lentitud en su implementación.
Cuando, en los 80, el gobierno del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) de Felipe González propuso leyes que despenalizaban el aborto y legalizaba el divorcio, no significaba que el Partido Comunista de España (marxista-leninista) no tuviera profundas reservas en cuanto a las facilidades para garantizar dichos derechos. Del mismo modo que cuando el PCE (m-l) votó NO a la Constitución de 1978, como también hicieron agrupaciones fascistas como Fuerza Nueva, no significaba que padeciera de una deriva falangista.
Cuando la derecha del PP de Aznar propuso investigar en los 90 los diversos casos de corrupción del PSOE de Felipe González, los comunistas estuvieron de acuerdo, aun sabiendo que dichas propuestas de investigación y sus medidas punitivas no tendrían un castigo adecuado ni servirían para paliar un problema endémico bajo el capitalismo.
Podríamos seguir con más pruebas factuales, pero creemos que es más que suficiente. En ninguno de estos casos los marxistas cayeron en una socialdemocratización ni en un acercamiento a la derecha más reaccionaria. Se puede estar y se estará de acuerdo superficialmente en determinadas propuestas cuando tengan sentido –como puede ser, en este caso, la oposición a la enseñanza de la ideología feminista en los centros educativos–, pero, normalmente, nunca se estará de acuerdo ni en las causas del problema ni en las formas más adecuadas de solucionarlo. Y es aquí donde los revolucionarios deben hacer valer su independencia ideológica, poniendo en evidencia al resto, educando a las masas y deslindándose totalmente de la política burguesa.
Si los marxistas están de acuerdo con que no se introduzca de contrabando el feminismo en los centros educativos, no es porque coincidan con la derecha –huelga decir que muchas agrupaciones de derechas, como PP o Ciudadanos, se consideran feministas, justamente como el partido de izquierdas del gran capital: el PSOE–, sino porque no son cómplices del problema que tiene desde hace décadas la presunta «izquierda» de IU, Podemos y diversos grupos republicanos, los cuales han renunciado a toda línea ideología concreta, arrastrándose a lo «transversal», a un «humanismo» abstracto, intentando así buscar la aprobación de todos los movimientos englobados en las «luchas parciales»: movimientos vecinales, feministas, nacionalistas, antirracistas, antiglobalización, LGTB, ecologistas y otros.
Hace demasiado tiempo que estas agrupaciones se fusionaron con corrientes antimarxistas, como por ejemplo el feminismo. Podemos e IU certificaron esta postura cuando decidieron cambiar su nombre a Unidas Podemos; cuando, teniendo líderes masculinos, decidieron hablar en las ruedas de prensa en femenino y utilizando el llamado «lenguaje inclusivo», causando estupor e incomprensión entre la mayoría de asalariados. Esto es solo un detalle que demuestra hasta qué niveles de degradación ha decidido rebajarse la llamada «izquierda constitucional», con tal de arañar un par de votos a través de las corrientes de moda.
El triste hecho de que la lucha contra las teorías más absurdas del feminismo o del colectivo LGTB parezca hoy capitaneada por una formación tan aberrante y ultrarreaccionaria como Vox, cuyos miembros, entre otras lindezas, tratan la homosexualidad como una enfermedad –desoyendo las evidencias científicas– o pretender abolir la posibilidad del aborto –considerándolo, además, pecado–, ya indica en qué lugar ha quedado hoy la «izquierda revolucionaria» y, sobre todo, el retraso de las fuerzas marxistas que antaño denunciaban al feminismo como una corriente burguesa, pero que hoy no tienen problema en abrazarla con sumo entusiasmo.
Delegar –por omisión o incapacidad– en manos de Vox o de cualquier partido «rojipardo» un tema tan delicado e importante como dar respuesta a los desvaríos del feminismo en la cuestión de la mujer o la educación, significa que se van a combatir unas ideas pseudocientíficas, es decir las feministas –que pecan de un revanchismo y un sexismo atroz–, con otras todavía más idealistas y retrógradas: las de los fascistas y conservadores –influidos, entre otras cosas, por una educación católica y los modelos de caudillaje–. El mismo desastre supone para nosotros dejar el posicionamiento revolucionario sobre la cuestión LGTB en manos de anarquistas, reformistas y en general todo tipo de pseudomarxistas que, desorientados, sostienen los argumentos de una y otra bancada burguesa, cayendo ora en argumentos homófobos ora en una idealización del colectivo homosexual.
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