«En el primer capítulo de su obra, Marx resume nuevamente las ideas expuestas en 1859 acerca de la mercancía y el dinero. Y no lo hace meramente por un afán sistemático, para que el estudio sea completo, sino porque incluso lectores inteligentes no habían comprendido del todo el problema, lo cual indicaba que el estudio tenía algún defecto, especialmente en lo referido al análisis de la mercancía.
Entre aquellos lectores inteligentes no estaban, por supuesto, los profesores alemanes, que repudiaron precisamente este mismo primer capítulo de la obra de Marx por su «confuso carácter místico». «A primera vista, una mercancía parece un objeto evidente y trivial. Sin embargo, su análisis muestra que es un objeto bastante confuso y complicado, repleto de pliegues metafísicas y de caprichos teológicos. Mientras no es más que valor de uso, no encierra nada de misterioso… La forma de la madera cambia cuando ésta se convierte en una mesa. No obstante, la mesa sigue siendo un pedazo de madera, un objeto ordinario y material. Pero, en cuanto se nos presenta como mercancía sufre una metamorfosis y se convierte en un objeto a la vez material e intangible. Por un lado, la vemos descansar tranquilamente con sus patas sobre el suelo y, por el otro, ponerse de cabeza frente a todas las demás mercancías, y que de su cabeza de madera empiecen a salir fantasías que causan mucha más sorpresa que si de pronto la mesa se pusiera a bailar por sus propios medios». Era natural que todas aquellas cabezas de madera que se pasan la vida produciendo grandes cantidades de falacias metafísicas y quimeras teológicas, pero que son incapaces de producir un solo objeto material y tangible, ni siquiera una ordinaria mesa de verdad, tomaran a mal estos argumentos.
Lo cierto es que este primer capítulo, juzgado desde un punto de vista puramente literario, se cuenta entre los más importantes que escribió Marx. De aquí pasa a investigar cómo el dinero se convierte en capital. Si en el proceso de circulación de las mercancías se intercambian valores iguales, ¿cómo puede el poseedor de dinero comprar mercancías por su valor, vendiéndolas también por lo que valen, y, sin embargo, obtener por ellas más de lo que pagó? Puede porque, en la sociedad actual, hay una mercancía especial que tiene como característica particular que, al consumirse, genera nuevo valor. Esta mercancía es el trabajo humano, y se hace carne en el obrero, un ser vivo que, para subsistir y mantener a su familia, encargada de reproducir la fuerza de trabajo después de su muerte, necesita de una determinada suma de víveres. El tiempo que precisa trabajar para producirlos representa el valor de su fuerza de trabajo. Pero este valor, que se le paga en forma de salario, es muy inferior al que el empresario, comprador de la fuerza de trabajo, puede extraer de ella. El trabajo que el obrero realiza después de haber trabajado el tiempo necesario para generar el valor representado por su salario, constituye la fuente de la plusvalía, de la constante y creciente acumulación de capital. El trabajo no remunerado del obrero se distribuye entre todos los miembros ociosos de la sociedad, y en él descansa todo el orden social bajo el cual vivimos.
Es cierto que el trabajo no retribuido no es de por sí una característica específica de la moderna sociedad burguesa. Dondequiera que ha habido clases poseedoras y desposeídas, estas han tenido que realizar un trabajo no remunerado. Y mientras una parte de la sociedad detente el monopolio de los medios de producción, el obrero, sea libre o esclavo, tendrá que trabajar más tiempo que el necesita para sostenerse, con el fin de alimentar a quienes monopolizan los medios de producción. El trabajo asalariado no es más que una forma histórica especial del sistema de trabajo no remunerado, imperante desde que existe una división de clases; una forma histórica especial y que como tal debe ser examinada, si se la quiere entender correctamente.
Para convertir su dinero en capital, el poseedor de dinero necesita encontrar, en el mercado, obreros libres. Libres en un sentido doble; no basta que puedan disponer libremente de su fuerza de trabajo como de una mercancía, sino que además hace falta que no tengan otras mercancías que vender, que estén despojados y libres de todos los instrumentos necesarios para trabajar por su cuenta. No se trata de un estado natural, ya que la naturaleza no produce, por un lado, poseedores de dinero o mercancías y, por el otro, simples poseedores de su fuerza de trabajo. Pero tampoco es un estado social común a todas las épocas de la historia, sino el resultado de una larga evolución histórica, producto de muchos cambios económicos y de la desaparición de toda una serie de antiguas formas de producción social.
La producción de mercancías es el punto de partida del capital. La producción de las mercancías, su circulación, primero simple y luego compleja, y el comercio, forman las condiciones históricas previas bajo las cuales nace el capital. La historia de los destinos modernos del capital data de la creación del comercio y del mercado mundiales en el transcurso del siglo XVI. Esa creencia ilusoria de los economistas vulgares de que el capital empezó gracias a una elite de hombres laboriosos que se dedicaron a acumular riquezas, mientras la masa seguía ociosa, sin tener nada que vender más que su piel, es una tontería sin sentido; igual que esa sombra en que los historiadores burgueses se representan la caída del régimen feudal de producción como la emancipación del obrero, sin reflexionar sobre la transformación del régimen de producción feudal en el sistema capitalista. En el momento en que los obreros dejaron de ser considerados medios de producción, como eran los esclavos y los siervos, los medios de producción dejaron de pertenecerles, como pertenecen al campesino o al artesano que trabaja por su cuenta. Por medio de una serie de métodos violentos y crueles, que Marx describe y detalla en El Capital, al hablar de la acumulación originaria, con pruebas tomadas de la historia inglesa, la gran masa de la población fue desposeída de la tierra que cultivaba y de los alimentos y de las herramientas de trabajo. Y así aparecieron en escena esos obreros libres, sin los cuales no podría existir el régimen capitalista de producción. El capital viene al mundo chorreando sangre y lodo desde la cabeza hasta los pies, por todos sus poros. Y ni bien pudo mantenerse por su cuenta, no solo sostuvo la separación entre el obrero y las condiciones necesarias para emplear su fuerza de trabajo, sino que reprodujo esa separación a una escala cada vez mayor.
El trabajo asalariado se distingue de las modalidades de trabajo no retribuido que le precedieron en la historia por el hecho de que el movimiento del capital no tiene límites y su hambre devoradora de plusvalía es insaciable. En sociedades en las que el valor de uso de un producto predomina sobre el valor de cambio, la plusvalía se restringe a un círculo más o menos amplio de necesidades, pero sin que el propio régimen de producción engendre, por sí mismo, una necesidad irrefrenable de plusvalía. Donde impera el valor de cambio, la situación es diferente. Como productor y promotor del esfuerzo ajeno, como poder absorbente de plusvalía y explotador del trabajo humano, el capital supera en energía, en imprudencia y en eficacia a todos los procesos de producción anteriores, basados en el trabajo forzoso. Al capital no le preocupa el proceso de trabajo en sí, la creación de valores de uso, sino el proceso de explotación, la creación de valores de cambio de los que pueda extraer más valor del que invirtió en ellos. El hambre de plusvalía no conoce la sensación de saciedad; la producción de valores de cambio no se detiene ante el límite que opone a la producción de los valores de uso la necesidad satisfecha.
Al igual que la mercancía, unidad de valor de uso y valor de cambio, el proceso de producción de la mercadería aúna y resume el proceso del trabajo y el de la creación de valor. El proceso de creación de valor termina donde él valor de la fuerza de trabajo invertida, pagado mediante el salario, es sustituido por otro valor igual. A partir de ahí, se convierte en un proceso que genera plusvalía, en proceso de explotación. Así concebido, como unidad de proceso de trabajo y de explotación o formación de valores nuevos, tenemos ante nosotros el proceso capitalista de producción, la forma capitalista de producción de mercancías. En el proceso del trabajo confluyen las energías del obrero y los medios de producción; en el proceso creador de valores, estos elementos integrantes del capital se nos presentan bajo la forma de capital constante y variable. El capital constante se invierte en medios de producción, en materias primas, material auxiliar, instrumentos de trabajo, y la magnitud de su valor se mantiene inalterable durante el proceso de producción. El capital variable se invierte en fuerza de trabajo, y su valor cambia en el proceso productivo; después de reproducir su propio valor, crea un superávit, la plusvalía, que puede, a su vez, variar y ser mayor o menor. De este modo, Marx despeja el camino para el examen de la plusvalía, en la que distingue dos formas, la plusvalía absoluta y la relativa, que tienen un papel distinto, pero en ambos casos fundamental, en la historia del régimen de producción capitalista.
La plusvalía absoluta se produce cuando el capitalista extiende la jornada de trabajo más allá del tiempo necesario para recuperar lo invertido en la mano de obra. Si fuera por él, la jornada de trabajo tendría veinticuatro horas, ya que cuanto más se prolongue, mayor es la plusvalía que obtiene. Por el contrario, el obrero tiene la sensación justificada de que cada hora de trabajo que se ve obligado a hacer después de haber cubierto su salario, es una hora de trabajo de la cual se lo despoja abusivamente, y mantiene en su cuerpo, grabadas en su piel, las pruebas de ese abuso. La lucha en torno a la disminución de la jornada de trabajo comienza en el mismo momento histórico en el que aparece en escena el obrero libre, y llega hasta nuestros días, sin que esté, ni mucho menos, resuelta. El capitalista lucha por su interés, y la competencia lo obliga —cualquiera sea su personalidad, sea un gran hombre o un sinvergüenza— a prolongar la jornada de trabajo hasta el límite de lo humanamente soportable. El obrero lucha por su salud, por tener un par de horas de descanso por día, en las que pueda sentirse hombre, y no una bestia nacida para trabajar, comer y dormir. Marx describe nítidamente la guerra civil que durante medio siglo libraron en Inglaterra la clase capitalista y los obreros, desde el nacimiento de la gran industria, que llevó a los capitalistas a romper todos los límites que la naturaleza y las costumbres, el sexo y la edad, el día y la noche, ponían ante la explotación del proletariado, hasta la promulgación de la ley sobre la jornada de diez horas, arrancada por la clase obrera como un obstáculo insuperable que le impedía, aunque quisiera, entregarse atada de pies y manos, ella y su descendencia, a la esclavitud y al tormento del capital, mediante un contrato libremente acordado.
La plusvalía relativa se produce acortando el tiempo que es necesario trabajar para reproducir la fuerza de trabajo en benéfico de la plusvalía. El valor de la fuerza de trabajo disminuye consiguiendo que la fuerza productiva del trabajo se intensifique en aquellas ramas industriales cuyos productos determinan el valor de la mano de obra. Para esto, es necesario que el régimen de producción, las condiciones técnicas y sociales del proceso del trabajo, experimenten una constante transformación. Los desarrollos históricos, tecnológicos y de psicología social que Marx hace a propósito de esto, en toda una serie de capítulos dedicados a estudiar la cooperación, la división del trabajo y la manufactura, la tecnología y la gran industria, han sido reconocidos como enormes aportes a la ciencia, incluso por los propios científicos burgueses.
Marx no solo demuestra que la maquinaria y la gran industria han generado una miseria tan espantosa como ningún otro régimen anterior de producción, sino que también demuestra que en la incesante transformación revolucionaria de la sociedad capitalista se está preparando el camino para una formación social superior. La legislación fabril es la primera reacción consciente y reflexiva de la sociedad contra las consecuencias monstruosas de su proceso de producción.
A primera vista, esta reglamentación del trabajo en las fábricas y manufacturas solo parece una intromisión de la ley en los derechos de explotación del capital. Pero la fuerza de los hechos no tarda en obligarla a reglamentar también el trabajo domiciliario y a ponerle un límite a la autoridad paterna, reconociendo que la gran industria, al destruir las bases económicas de la antigua sociedad familiar y del trabajo familiar que le correspondía, destruye también la institución misma de la familia tradicional. «A pesar de todo lo espantosa y repugnante que nos parece la destrucción de la familia antigua dentro del régimen capitalista, no puede negarse que la gran industria, al atribuirle un rol fundamental en los procesos productivos fuera del ámbito doméstico a las mujeres, a los jóvenes y a los niños de ambos sexos, sienta las nuevas bases económicas para una forma superior de familia y de relación entre los sexos. Sería, naturalmente, muy necio considerar inmutable la forma cristiano-germánica de la familia, como lo sería tomar por absoluta la vieja forma patriarcal romana o griega, o la oriental, entre las cuales existe, por lo demás, una serie histórica progresiva. Asimismo, es evidente que el trabajo combinado de los obreros, individuos de ambos sexos y diferentes edades, que, bajo la forma capitalista, primitivamente brutal, en la que el trabajador existe para el proceso productivo y no este para el trabajador, es una fuente horrorosa de corrupción y esclavitud, será, bajo condiciones adecuadas, la fuente del progreso humano». La máquina, que degrada al obrero al convertirlo en un apéndice suyo, crea a la vez la posibilidad de incrementar las fuerzas productivas de la sociedad a un nivel tal que haga posible un desarrollo igualmente digno y humano para todos los miembros de la sociedad, en comparación con el cual todas las formas sociales anteriores resultarán demasiado pobres.
Después de investigar la producción de la plusvalía absoluta y relativa, Marx elabora la primera teoría racional del salario que se conoce en la historia de la economía política. El precio de una mercancía es su valor expresado en dinero, y el salario no es sino el precio de la fuerza de trabajo. No es el trabajo el que baja al mercado sino el obrero, que ofrece sus fuerzas al mejor postor; el trabajo surge al consumirse la mercancía así adquirida, la energía del trabajador. El trabajo es la sustancia y medida inmanente de todos los valores, pero ella de por sí no tiene valor. Parece, sin embargo, como si el salario remunerara el trabajo, pero es porque al obrero no se le paga sino después de cumplir con su labor. La forma en la que se pagan los salarios oculta, efectivamente, todo rastro de l||a división de la jornada laboral en el tiempo de trabajo retribuido y no retribuido. Sucede al revés con el esclavo. El esclavo parece que solo trabaja para su señor, aun durante la parte de la jornada en la que no hace más que saldar el valor de los víveres que consume, todo lo que el esclavo trabaja parece, a primera vista, trabajo no remunerado. Con el trabajo del jornalero pasa lo contrario; el trabajo no remunerado parece compartir también la retribución. En la esclavitud, la relación de propiedad oculta el trabajo que para su propia subsistencia realiza el esclavo; en el asalariado, el dinero pagado por el patrón, el salario, disfraza el trabajo gratuito realizado por el trabajador. Es fácil, entonces, dice Marx, comprender la importancia decisiva que tiene la transformación del valor y precio de la fuerza de trabajo en la forma del salario, o sea en el valor y precio del trabajo mismo. Bajo este modo de manifestarse, que oculta la verdadera realidad para no mostrarnos más que su reverso, descansan todas las mistificaciones del régimen capitalista de producción, todas las ilusiones liberales, todas las mentiras con las que los economistas ordinarios pretenden embellecer la realidad.
Las dos formas fundamentales del salario son el salarlo por tiempo y el salario por producción. Apoyándose en las leyes del salario por periodos de tiempo, Marx desenmascara principalmente la necedad interesada de todos esos discursos según los cuales la reducción de la jornada de trabajo tiene que conducir necesariamente a una baja en el salario. Lo que sucede es precisamente lo contrario. La reducción transitoria de la jornada laboral hace disminuir los salarios, pero, implantada con carácter permanente, determina su incremento; cuanto más larga sea la jornada de trabajo, más bajos serán los salarios.
El salario por producción no es más que una modalidad del salario por tiempo; es la forma de salario más adecuada al régimen capitalista de producción. Se difundió ampliamente durante el periodo actual de la manufactura, y en la época turbulenta de la gran industria en Inglaterra sirvió de trampolín para alargar la jornada de trabajo y disminuir el salario. El salario por producción es muy beneficioso para el capitalista, porque permite suprimir en gran parte la vigilancia del obrero, y además ofrece múltiples oportunidades para hacerle descuentos en el salario y todo tipo de trampas. En cambio, es muy perjudicial para el trabajador: este se esfuerza hasta el límite para ganar más pero, en realidad, no hace más que disminuir su salario real; aumenta la competencia entre los obreros y debilita su sentimiento de solidaridad; aparecen, entre el capitalista y el proletario, una serie de intermediarios parásitos que muerden porciones considerables del salario del trabajador, etcétera.
La relación entre plusvalía y salario hace que el sistema de producción capitalista, a la vez que reproduce incesantemente el capital, crea, también incesantemente, la miseria del obrero: por una parte, el capitalista, propietario de todos los víveres, materias primas e instrumentos de trabajo; por la otra, la gran masa obrera obligada a venderle al capitalista su fuerza laboral, por una determinada cantidad de víveres que, en el mejor de los casos, alcanza para mantenerla en condiciones de seguir trabajando y producir una nueva generación de proletarios. Pero el capital no solo se reproduce, sino que se incrementa y multiplica incesantemente: a estudiar el «proceso de acumulación» del capital Marx dedica la última sección de este primer tomo.
No solo la plusvalía resulta del capital, sino que el capital resulta de la plusvalía. Una parte de la plusvalía que se produce cada año es consumida por las clases poseedoras, entre las cuales se reparte a modo de ingresos; el resto se acumula como capital. Y así, por esta vía, el trabajo no retribuido que se le extrae a la clase obrera sirve de medio para arrancarle nuevo trabajo no remunerado. En el fluir de la producción, todo capital inicial adelantado representa una partida insignificante y cada vez menor, si se la compara con el capital directamente acumulado, o lo que es lo mismo, con la plusvalía o plusproducto reinvertidos en capital, ya sea que se mantenga en mano del mismo capitalista que lo acumuló o en otras. La ley de la propiedad privada, basada en la producción y circulación de mercancías, se vuelve, por la fuerza inmanente e inexorable de su propia dialéctica, lo contrario de lo que es. Las leyes de la producción de mercancías parecían fundamentar el derecho de propiedad sobre el trabajo propio. Dos poseedores de mercancías iguales en derechos se enfrentaban el uno contra el otro; la apropiación de la mercancía del primero estaba condicionada por la enajenación de la del segundo, que debía su mercancía propia a su trabajo. Ahora, la propiedad es, desde el punto de vista del capitalista, el derecho de éste a apropiarse del trabajo ajeno no remunerado o su producto; desde el punto de vista del obrero, la imposibilidad de apropiarse de los productos de su trabajo personal.
Cuando los proletarios modernos empezaron a darse cuenta de esto y el proletariado urbano de Lyon tocó las campanas de la lucha y el proletariado campesino de Inglaterra se declaró en rebeldía, los economistas vulgares inventaron la «teoría de la abstinencia», según la cual el capital se forma por las «privaciones voluntarias» del capitalista, teoría que Marx desarma tan implacablemente como antes de él ya lo hiciera Lassalle. Las que en realidad alimentan la acumulación del capital son las «privaciones» no precisamente voluntarias de los obreros, la depresión violenta de los salarios por debajo del valor de la fuerza del trabajo, con el fin de convertir una parte del fondo necesario de consumo del obrero en fondo de acumulación del capitalista. Este es el verdadero origen de esos gritos histéricos de queja por la vida «lujuriosa” de los obreros, de los interminables lamentos por la botella de champán que, según dicen, tuvieron la osadía de beber unos albañiles, y aquí es también donde radican, en el fondo, todas esas recetas baratas de los social reformistas cristianos y demás remendones capitalistas.
La ley general de la acumulación capitalista es la siguiente: el incremento del capital incluye el incremento del capital variable, o sea del invertido en fuerza de trabajo. Si la composición del capital se mantiene inalterable, y una determinada cantidad de medios de producción reclama siempre la misma masa de fuerza de trabajo para ponerlos en movimiento, es evidente que la demanda de trabajo y los fondos de subsistencia de los obreros crecerán proporcionalmente al capital y con la misma velocidad con que este aumente. Y así como la simple producción reproduce constantemente la propia proporción del capital, la acumulación reproduce la proporción del capital en una escala mayor: cuantos más capitales se reúnan en un polo o mayores sean sus capitales, más asalariados habrá en el otro. La acumulación del capital implica, entonces, el incremento del proletariado, que, además, en el supuesto del que partimos, se realiza bajo las condiciones más favorables para el obrero. Una gran parte del plusproducto que éste genera y que pasa a alimentar los nuevos capitales, regresa a él en forma de víveres, permitiéndole ampliar el horizonte de sus necesidades, disfrutar más de la vida, incrementando su capacidad de consumo de ropa, muebles, etcétera. Pero esto no afecta para nada el régimen de sujeción en el que viven, del mismo modo que un esclavo no deja de serlo mientras no se libere, por muy bien vestido y comido que esté. Siempre tendrá que entregar una determinada cantidad de trabajo no retribuido, cantidad que puede indudablemente disminuir, pero nunca hasta el punto de poner seriamente en peligro el carácter capitalista del proceso de producción. Si los salarios superan este límite, el aguijón de la ganancia se engrosa, y la acumulación del capital decae, hasta que los salarios vuelven a bajar, retrotrayéndose al nivel que corresponde a las necesidades de explotación de aquel.
Sin embargo, la cadena de oro que el obrero se forja a sí mismo va cediendo en peso y longitud cuando en la acumulación del capital no varía la relación entre los elementos constantes y variables que lo integran. En cambio, al progresar la acumulación, se produce una gran revolución en lo que Marx llama composición orgánica del capital. El capital constante aumenta a costa del capital variable. La productividad creciente del trabajo hace que la masa de los medios de producción se desarrolle más rápidamente que la masa de la fuerza de trabajo puesta a su servicio; la demanda, en el mercado de trabajo, no se incrementa al ritmo de la acumulación de capital, sino que mantiene un nivel proporcionalmente más bajo. Idénticos efectos produce otra modalidad de concentración del capital independiente de su acumulación y que se da por imperio de las leyes de la competencia capitalista, que determinan la absorción de los pequeños capitalistas por el gran capital. A la par que el capital adicional formado en el transcurso de la acumulación emplea cada vez a menos obreros en comparación con su magnitud, el capital primitivo, reproducido ahora bajo una nueva integración, tiende a eliminar a un número cada vez mayor de los obreros a los que ocupaba. Y así va formándose una población obrera relativa, es decir, sobrante para las necesidades de explotación del capital, un ejército industrial de reserva que en las épocas malas o regulares recibe salarios inferiores al valor de su fuerza de trabajo, y eso si encuentra ocupación y no tiene que vivir de la beneficencia pública; en todo caso, este ejército industrial de reserva sirve para vencer la resistencia de los trabajadores ocupados y mantener sus salarios lo más bajos posible.
El ejército industrial de reserva, producto necesario de la acumulación y el desarrollo de la riqueza dentro del régimen capitalista, es además una de las palancas de este sistema. Con la acumulación y el desarrollo de la fuerza productiva del trabajo, también crece el poder de expansión del capital, que exige grandes masas de trabajadores que puedan ser empleados, con la mayor rapidez posible y sin que se resienta la producción en otros ámbitos, sobre nuevos mercados o sobre nuevas ramas. Los desarrollos característicos de la industria moderna, que forman ciclos de diez años, solo interrumpidos por pequeñas oscilaciones y en los que a períodos de mediana actividad le siguen otros de producción a toda máquina, de crisis y estancamientos, tienen su explicación es estas constantes vicisitudes de absorción, según sea esta más grande o más pequeña, con la consiguiente formación de ejércitos industriales de reserva. Cuanto mayor es la riqueza social, el capital activo, el volumen y la energía de su desarrollo, y en consecuencia la magnitud absoluta de la población obrera y la fuerza productiva de su trabajo, mayor es también la superpoblación relativa o ejército industrial de reserva. Este crece en paralelo a la acumulación de la riqueza. Pero cuanto mayor sea el ejército industrial de reserva en relación con el ejército obrero activo, más extensas serán también las masas obreras, cuya miseria mantiene una relación inversa con su tormento laboral. Y, finalmente, cuanto mayor y más extendida la miseria de la clase obrera, y más nutridas las filas industriales de la reserva, mayor será el pobreza oficial. He ahí la ley general y absoluta de la acumulación capitalista.
De ella se deriva asimismo su tendencia histórica. A la par de la acumulación y la concentración del capital se desarrolla la forma cooperativa del proceso de trabajo en una escala cada vez más alta, la aplicación tecnológica consciente de la ciencia, la explotación sistemática de las tierras comunes, la transformación de los medios de trabajo de forma tal que solo puedan usarse colectivamente, al igual que ocurre con los medios de producción, economizados a! utilizarse como medios de producción comunes, y puestos al servicio de un trabajo social combinado. Al decrecer incesantemente el número de los magnates del capital que usurpan y monopolizan todas las ventajas de este proceso de transformación, crece la miseria, la opresión, el esclavizamiento, la degradación, la explotación, pero crece también la rebeldía de la clase obrera, cada vez más numerosa y disciplinada, unida y organizada por el propio proceso capitalista de la producción. El monopolio del capital se convierte en obstáculo del régimen de producción que ha prosperado con él y gracias a él. La concentración de los medios de producción y la socialización del trabajo, al desarrollarse, llegan a un punto en el que se vuelven incompatibles con su cáscara capitalista. A la propiedad privada del capitalismo le ha llegado su hora: los expropiadores son expropiados.
La propiedad individual, basada en el trabajo propio, vuelve a restaurarse, sobre la base de los logros de la era capitalista, pero también de la cooperación de los obreros libres y su propiedad colectiva sobre la tierra y los medios de producción que genera el propio trabajo. Está claro que la transformación de la propiedad capitalista, que ya descansa hoy, de hecho, en un régimen colectivo de producción, en un régimen de propiedad social, no tendrá que recorrer, ni mucho menos, un camino tan largo, difícil y espinoso como tuvo que seguir la propiedad capitalista para absorber el patrimonio de los individuos, fruto de su trabajo personal. El capitalismo fue expropiación de la masa del pueblo por unos cuantos usurpadores; el socialismo será la expropiación de este puñado de usurpadores por la masa del pueblo». (Franz Mehring; Karl Marx: Historia de su vida, 1918)
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