miércoles, 14 de noviembre de 2018

El formalismo, el cosmopolitismo y sus raíces filosóficas


«El séptimo decenio del siglo XIX, iluminado por la Comuna de París, es el decenio en el que se agotaron las fuerzas creadoras del capitalismo. La burguesía vislumbró ya a su enterrador. Vislumbró el peligro que le amenazaba por parte de la clase obrera. Desde ese instante, la burguesía se vio obligada a abandonar sus posiciones de conocimiento por las de autoconservación, por posiciones de un estéril frenar los fenómenos del progreso. Los filósofos y pensadores del capitalismo comenzaron a perder su interés en la investigación de las relaciones humanas. Se inició el período de distanciamiento del hombre y de la realidad. Venció la posición de negación de las posibilidades cognoscentes de la inteligencia del hombre. 

El relativismo filosófico –la concepción de la relatividad de todo lo existente– ajeno a la percepción de los fenómenos en sus procesos de movimiento y considerado como piedra angular de toda la concepción del mundo, se convierte en filosofía oficial de la burguesía agonizante. Desde los empiriocriticistas Mach y Avenarius, que aceptaban como premisa del conocimiento, no el mundo existente objetivamente, sino nuestra impresión subjetiva como la única verdad cognoscible, a través de Bergson y Husserl con su teoría de la fenomenología, que considera el juicio subjetivo como único y definitivo sistema de investigación de un mundo en el fondo incognoscible, hasta los existencialistas, que proclaman la existencia solitaria del hombre, cuya impresión subjetiva e intuición son el principio y el fin de una existencia encerrada en sí misma, todo esto surge de la misma posición filosófica en cuya raíz se hallan la duda, el miedo, el desistir del conocimiento de la verdad objetiva y el intento desesperado de huir, ante la era del socialismo que avanza, hacia una esfera de mistificación irracional con un mundo propio de vivencias subjetivas. Es evidentemente necesario distinguir el fenómeno, no siempre consciente, del perderse filosóficamente de los artistas y su huida del mundo capitalista hacia la noche nihilista de la duda, de la activa y cínica política de los representantes del imperialismo y del fascismo, que con sus mendaces teorías presentadas con nombre cada vez distinto, procuran crear en los pueblos la trágica convicción de la catastrófica irrevocabilidad del destino del hombre, la fatalidad de la guerra, la explotación y la impotencia de la inteligencia humana, a fin de aplicar a las sociedades humanas, sobre ese fondo de duda y desesperación, el método de la fuerza y del terror fascista, como única salvación y solución. No es casual que los refinados estetas del fin de la noche. Celine, Gide, Malraux, Sartre y Orwell, terminen cantando loas al fascismo y a la guerra y a menudo a la vulgar colaboración. No es casual que el marqués de Sade, quien vivió y cometió sus crímenes en el siglo XVIII, y murió finalmente en un hospital para dementes en 1818, y quien proclamó abierta y cínicamente el derecho del hombre a atormentar al prójimo, como la única actitud que libera «al hombre integral», se haya convertido en héroe y oráculo del mundo agonizante. 

De este modo, el superhombre hitlerista halló a su continuador en el hombre integral del imperialismo norteamericano, que procura dignamente superar a su prototipo alemán. La literatura transfirió, ante todo, su interés a las decadentes especulaciones psicoanalíticas, desvinculadas del mundo objetivo. Liberó estados patológicos, el malsano errar en derredor de uno mismo, la concepción catastrófica del mundo, el odio hacia el hombre, el derecho cósmico al crimen, la degeneración y la unificación cosmopolita de los ciudadanos del mundo, perdidos en su propia duda e impotencia. Naturalmente que este proceso adquiere en distintos decenios un grado de intensidad diferente y diversas formas de soluciones formales. La descomposición del régimen intensifica cada vez más la descomposición de las concepciones estéticas de la burguesía, hasta que aparece la consigna: terminar con la dependencia esclavizadora de la naturaleza y del mundo real. La imagen la frase musical como combinación abstracta; los intentos de desintegrar el idioma artístico en elementos inconexos; el énfasis del absurdo; el snobismo de la ignorancia; la ofensiva de la banalidad cosmopolita; el ignorar al lector, el desvincular el arte del pueblo; el rendir pleitesía a la superstición y a la estupidez intuitiva, como emblema del futuro. El abstraccionismo en la pintura, la música dodecafónica, el balbuceo dadaista; he aquí los rasgos característicos del arte burgués en el período del imperialismo. 

El fascismo no se conforma sin embargo con el arte formalista, aunque sólo sea, porque éste no puede llegar a las masas. En los instantes de abiertos preparativos bélicos, el imperialismo unce el arte al carro de sus reaccionarios fines políticos, obligando a los artistas a proclamar el culto a la intuición del hombre integral y finalmente del sistema norteamericano de dominio del mundo. En política, ello significa la apoteosis de la guerra y del terror fascista, y en el arte –con frecuencia cada vez mayor– un naturalismo, biológico en su primitivismo, que propaga abiertamente el sadismo, el odio y las consignas políticas del campo de la guerra, y que al igual que el formalismo, es una deformación evidente del mundo existente objetivamente. ¿Cuál es por ejemplo, la teoría sostenida por el escritor norteamericano Orwell, uno de los técnicos del naturalismo patológico? Es necesario liberar al hombre de la mentira de la civilización liberal, liberar la intuición, el instinto creador. El hombre se libera con mayor intensidad en el sueño. En el sueño renace el hombre puro.. El mundo real es un sueño, un engaño; es necesario convertir el sueño en la medida de la realidad. Se ignora lo que existe en verdad; si la vida de ultratumba de la que somos el sueño, o la vida real y su sueño. 

Esta es la teoría. ¿Y la práctica? La práctica, son las películas sádicas que ponen en libertad los más salvajes instintos del crimen y la aberración. La práctica, es la literatura de ese mismo Orwell, Miller y otros semejantes, es el arte de escribir al borde de la demencia, dedicado a la descripción naturalista de la degeneración, el misticismo malsano, el odio al comunismo y a la clase obrera. Es la literatura que proclama abiertamente la necesidad de aniquilar a la humanidad por medio de la bomba atómica, que esgrime el argumento del asesinato como condición indispensable de la victoria de la civilización norteamericana. La libertad para Orwell, es la libertad de destruir; la apoteosis de la ley del linchamiento, el odio racial, las conquistas coloniales, el desprecio hacia los pueblos europeos. Es la libertad de editar a Shakespeare en forma de historietas, de la goma de mascar, de la barbará cultura de la ignorancia, la estupidez y el desenfreno. 

La práctica es el naturalismo de actos de degeneración, de aberraciones; de las botas de los soldados perdidas en la nada. La cabeza de una mujer entre las ruinas del Coliseo. El esquematismo de rostros sin expresión; del color absurdo. La opacidad y la completa deformación de la sensibilidad artística del hombre. La práctica, es la música de jazz, el eclecticismo epigónico de la melodía fuera del contenido ideológico del texto; es Chopin a ritmo de rumba y el despectivo abandono de Bach. La práctica, es la histeria antinacional; la lucha contra la expresión nacional del arte, contra la herencia y la forma nacional. Es el cosmopolitismo del arte panamericano, con las botas yanquis sobre la mesa europea. Toda clase que está desapareciendo del campo de la historia se encuentra en contradicción con los intereses de su pueblo. El pueblo, considerado históricamente, no es uniforme. Está dividido en clases; y también su cultura es clasista. En determinadas condiciones, sin embargo, los rasgos de la cultura nacional están trazados por la clase gobernante, a la que se enfrenta la corriente cada vez mayor de una cultura nueva, y socialmente opuesta, de la clase oprimida. He ahí por qué, en el momento en que el desarrollo social impone como vencedora a una clase nueva, ésta, no sólo destruye las viejas concepciones ideológicas y artísticas, sino que va en busca de la histórica herencia cultural de su pueblo, haciendo suya la tradición progresista y rechazando en cambio el decaimiento de la época de decadencia. Por lo mismo, sobre la base de la revalorización de la cultura vieja y sobre la de una nueva vida y nuevas concepciones ideológicas y artísticas, crea nuevos valores. La clase en descomposición no se retira, sin embargo, sin lucha, teniendo en contra suya en el período de decadencia y declive, no sólo a la clase nueva, sino también los intereses de todo el pueblo, cuyo futuro representa la clase progresista. Ayer el feudalismo y hoy la burguesía, se oponen de este modo a los intereses históricos de su propio pueblo y procuran ocultar su propio sometimiento al asociado más fuerte de su mismo campo, con frases cosmopolitas robre la cultura supernacional. Así sucedió en la época de la caída del feudalismo cosmopolitismo de la nobleza, que en el siglo XVIII llegó hasta renegar de su propio idioma y así sucede hoy, en la época decadente del imperialismo.

Los vasallos del dueño del mundo yanqui reniegan hoy abiertamente de la cultura nacional y proclaman la victoria de la cultura cosmopolita. Malraux elaboró una síntesis teórica, afirmando que «el hombre libre comienza donde termina su vínculo con el pueblo». El colaboracionismo elevado a la dignidad de filosofía, el arte de los colaboracionistas como símbolo del modernismo y receta de contemporaneidad. 

En contraposición a la traición de los políticos y filósofos de la burguesía, la clase obrera, al representar los intereses históricos del pueblo, ha ido decididamente en busca de la totalidad de la herencia cultural progresista y del estandarte de la cultura nacional de la época del socialismo, época de sociedades y pueblos sin antagonismos. 

De esa manera, el problema de la actitud hacia la herencia cultural se ha convertido en una especie de piedra de toque de nuestra lucha contra el cosmopolitismo y el formalismo en el arte.

El arte formalista, al tratar el contenido, la idea de la obra, como derivado de la forma, al privar a la forma de su colorido popular y nacional, al tratar de reducir el convencionalismo artístico a esquemas tácitos, mecánicamente comunes a todos los pueblos sometidos por los Estados Unidos, hubo de convertirse en esencia, no sólo en un arte extraño a las masas populares desde el punto de vista de clase, sino también desde el punto de vista nacional. Dicho en otras palabras, hubo de convertirse en un arte antinacional, no solo en fundamentar su rompimiento con la herencia del pasado, remplazando la actitud científica hacia la traducción nacional por un snobismo de falsa innovación formal y un bárbaro desprecio hacia el camino histórico del hombre, típico de los nuevos ricos yanquis. El cosmopolitismo se ha convertido en un intento reaccionario de aislarse de la gran corriente progresista del arte de los siglos pasados. 

En contraposición al arte cosmopolita de la época del imperialismo, la clase obrera se vincula decididamente a la corriente progresista del pasado, viendo en el arte de los grandes realistas un proceso incesante de configuración de la obra de arte, como el proceso de conocimiento de la realidad objetiva, en la vivencia emocional de la imagen artística. 

Por eso, el realismo socialista, común a todos los pueblos, como método emanado de una posición de conocimiento del mundo, es al mismo tiempo un método que cultiva la forma nacional del arte, surgida de tradiciones nacionales progresistas y del presente nacional y socialista. 

El arte socialista intensifica pues la forma nacional y la desarrolla, absorbiendo todo elemento puro del arte popular, la mejor tradición del arte progresista y revolucionario y la corriente del nuevo arte de la época del socialismo, hoy en formación. Habiendo surgido de las tradiciones del arte realista del pasado, el arte socialista se proyecta hacia el futuro, sin perder nada de la grandeza de las épocas pasadas». (Wlodzimierz Sokorski; Problemas del realismo socialista, 1952)

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