jueves, 22 de noviembre de 2018

Makarenko sobre la autoridad y los niños


«En la conferencia anterior decíamos que la familia soviética difiere mucho de la burguesa. Ante todo, esa diferencia estriba en el carácter de la autoridad paterna. La sociedad confirió a los padres la misión de formar a los futuros ciudadanos de nuestra patria y la responsabilidad que ello comporta sirve de base al concepto que de su autoridad se forman los hijos. 

Sin embargo, sería incómodo recordar constantemente en el seno de la familia dicha atribución social. La educación infantil comienza en la edad en que ninguna demostración lógica ni alegato de derechos son posibles. Por último, el sentido mismo de la autoridad consiste justamente en que no exige demostraciones, en que se acepta como una dignidad indudable del mayor, cuyo valor y gravitación se imponen espontáneamente al espíritu del niño. 

El padre y la madre deben tener esta autoridad, pues sin ella es imposible educar. Sin embargo escuchamos con frecuencia la pregunta: ¿Qué hacer con el niño cuando no obedece? Pues precisamente este «no obedece» es una señal de que los padres carecen de autoridad sobre él. 

¿De dónde proviene la autoridad paterna, cómo se estructura? Los padres cuyos hijos «no obedecen» se inclinan a veces a pensar que la autoridad proviene de la naturaleza, que es una aptitud especial. Si se carece de ella, no hay nada que hacer, sólo resta envidiar al que la posee. Es un error. La autoridad puede formarse en cada familia, cosa que, por otra parte, no constituye una empresa difícil. 

Desgraciadamente hay padres que tratan de cimentarla en bases falsas. Su objetivo se reduce a que los hijos les obedezcan. Desde luego que se trata de un grave error. La autoridad y la obediencia no pueden erigirse como fines en sí mismas, ya que el único fin que se persigue es el de la educación correcta. La obediencia puede considerarse solamente como uno de los caminos hacia ese fin. Los que persiguen la obediencia por la obediencia misma son los padres que no comprenden, o no piensan, en los verdaderos fines de la educación. Fundan su tranquilidad en la obediencia de los hijos. Eso es lo que constituye su verdadero fin. Desde luego que en los hechos resulta siempre que ni la tranquilidad ni la obediencia perduran mucho. Una autoridad estructurada sobre bases falsas sirve solamente por poco tiempo, se extingue pronto; no quedan ni autoridad ni obediencia. A veces se logra la obediencia, pero los restantes fines de la educación quedan en el último plano: se forman, en verdad, hombres obedientes, pero débiles. 

Existen muchas clases de autoridad falsa. Examinaremos aquí más o menos detalladamente una decena. Confiamos en que después de este análisis será más fácil dilucidar las condiciones de la autoridad verdadera. 

Autoridad de la represión. Es la más temible, aunque no la más dañina. Los que sufren más con ella son los mismos padres. En los hechos, la autoridad de la represión se traduce en que el padre siempre grita y riñe, por cualquier insignificancia se desata en improperios, acude al palo o a la correa por cualquier motivo, responde a cada pregunta con una grosería y castiga cada culpa del niño. Semejante terror paterno mantiene atemorizada a toda la familia; no sólo a los niños, sino también a la madre. Es perjudicial porque, además de intimidar a los niños, convierte a la madre en un ser nulo, apto únicamente para ser sirvienta. No se requiere abundar en demostraciones de que semejante autoridad es dañina. No educa, sino que se limita a habituar a los niños a mantenerse lejos del terrible padre; engendra la mentira infantil y la cobardía y, al mismo tiempo, produce en el niño la aparición de la crueldad. Niños oprimidos y abúlicos se transforman más tarde en hombres insignificantes y despersonalizados, o en déspotas vengadores de una infancia oprimida durante toda su vida ulterior. Es la autoridad más salvaje y se encuentra solamente entre padres muy incultos; felizmente en los últimos tiempos se está extinguiendo.

Autoridad del distanciamiento. Hay padres que están seriamente convencidos de que se consigue la obediencia eludiendo contactos o conversaciones con los niños, manteniénsose a distancia, dirigiéndose a ellos sólo en ejercicio de la autoridad. Esta forma gozaba de especial predicamento en algunas viejas familias de intelectuales. Por lo común, en tales casos el padre se aísla en un gabinete del que emerge raras veces como un ente sagrado. Come por separado, se distrae solo, llegando su alejamiento al punto de transmitir sus resoluciones por intermedio de la madre. Hay también madres por el estilo: se preocupan principalmente por su vida personal, por los intereses y pensamientos propios. Los niños están a cargo de una abuela o de una doméstica. Huelga decir que semejante autoridad no es útil y que una familia en semejantes condiciones carece de organización racional. 

Autoridad de la jactancia. Es un tipo especial de la autoridad del distanciamiento pero acaso más dañino. Todo ciudadano del Estado soviético tiene sus méritos. Pero algunos creen que los suyos son los más valiosos y adoptan una actitud de importancia ante los propios hijos. Su actitud en la casa es aún más vanidosa que en el trabajo y no hacen otra cosa que hablar de sus prominentes cargos personales, tratando a los demás con altivez. Es natural que los niños, influidos por semejante actitud, empiecen también a darse importancia. Se jactan siempre ante sus compañeros repitiendo a cada paso: mi papá es jefe, mi papá es escritor, mi papá es comandante, mi papá es una persona importante. En esa atmósfera de altanena, el importante papá pierde la capacidad de discernir dónde van sus hijos y a quién educa. Entre las madres también se encuentran este tipo de autoridad: un vestido especial, una relación importante, un viaje a un balneario, todo les brinda una base para jactarse, para alejarse de los demás y de sus propios hijos. 

Autoridad de la pedantería. En este caso los padres dedican más atención a los hijos que en el anterior; trabajan más, pero lo hacen como burócratas, están convencidos de que su palabra es sagrada y de que los hijos deben escucharla con unción. Usan un tono frío para comunicar sus resoluciones, las que una vez impartidas se convierten de inmediato en ley. Se trata de gente que teme sobre todo que los hijos piensen que el padre puede equivocarse, que no es un hombre decidido. Si dijo: «Mañana lloverá, no se podrá ir de paseo», entonces, aunque el tiempo al día siguiente sea propicio, ya quedó establecido que no se puede pasear. Le desagradó una película: de ahí una prohibición de ir al cine en general, aún tratándose de películas buenas. Impuso un castigo y más tarde se descubre que el niño no era tan culpable como parecía: el padre por nada cambia su actitud, una vez impuesto el castigo, debe cumplirse. Todos los días encuentra motivos punibles y en cada movimiento del hijo ve una trasgresión del orden y de la legalidad, y lo acosa con nuevas leyes y disposiciones. La vida del niño, sus intereses, su crecimiento, pasan inadvertidos para él; no ve otra cosa fuera de su jefatura burocrática de la familia.

Autoridad del razonamiento. Pretende basarse en la razón y resulta irracional. El padre literalmente agobia la vida del niño con interminables enseñanzas y conversaciones edificantes. En vez de pocas palabras dichas preferentemene en tono de broma, le endilga discursos aburridos y fastidiosos. Cree que la sabiduría pedagógica consiste en impartir enseñanzas. Se forma un clima familiar triste y tedioso. Los padres tratan por todos los medios de aparecer ante los hijos como virtuosos infalibles. Olvidan que los niños no son adultos, que tienen su propia vida, que debe ser respetada. Esa vida es más emocional, más apasionada que la del adulto, y en su primera etapa no existe aún el razonamiento. La costumbre de razonar se forma lenta y gradualmente, y las largas peroratas y los constantes discursos y verborreas, lejos de conferir autoridad a sus autores, constituyen un impedimento. 

Autoridad del amor. Este es tipo de falsa autoridad más difundido entre nosotros. Muchos padres están convencidos de que la obediencia de los hijos es fruto del cariño y que, para ganarlo, es necesario exteriorizarles a cada paso el propio. Prodigan al hijo toda clase de caricias y cuando no obedece le preguntan de inmediato. «¿Quiere decir que no quieres a tu papá?». Están pendientes de la expresión de los ojos infantiles y reclaman ternura y amor. Las madres suelen vanagloriarse ante los conocidos en presencia del niño: «Quiere muchísimo a papá y me quiere mucho a mí; es un hijo muy cariñoso». El sentimentalismo y la ternura absorben en tal forma la atención que no permiten ver otra cosa. Muchos detalles importantes de la educación quedan relegados al olvido. Todos los actos del hijo deben inspirarse en el amor a los padres. Este sistema es muy deficiente. Engendra el egoísmo familiar. Los niños, naturalmente, no pueden comportarse en la forma descrita, y no tardan en advertir que es fácil engañar a los padres con sólo adoptar una expresión tierna. Más aún: que los pueden intimidar adoptando un  aire huraño que presagia la extinción del amor. Desde la más tierna edad empiezan a comprender que se puede ganar a los demás aparentando afecto y se acostumbran a la simulación con todo cinismo; aunque conserven el cariño por los padres durante un tiempo prolongado, se vuelven incapaces de sentir una simpatía desinteresada por los extraños y pierden el espíritu de camaradería. Es un tipo de autoridad muy peligroso. Forma egoístas, mentirosos e hipócritas, siendo con harta frecuencia los padres las primeras víctimas de ese egoísmo. 

Autoridad de la bondad. Es la forma de autoridad menos inteligente. El principal recurso para conseguir la obediencia infantil es también el amor, pero con la variante de que no se traduce en besos y efusiones, sino en concesiones, blandura y bondad. El padre o la madre aparecen ante el niño como un ángel tutelar. Son padres admirables, que todo lo permiten y nada escatiman. Temen cualquier conflicto, anteponen a todo la aparente tranquilidad familiar y para conservarla están prontos a cualquier sacrificio. Lógicamente, en tales casos los hijos empiezan pronto a mandar en la familia. La falta de resistencia brinda un amplio campo para sus deseos, caprichos y exigencias, y cuando los padres intentan una reacción ya es tarde, se ha formado una experiencia negativa. 

Autoridad de la amistad. Es común que aun antes del nacimiento de los hijos,los padres se hayan propuesto ser sus amigos. Desde luego que en principio eso está muy bien. El padre y el hijo, la madre y la hija pueden y deben ser amigos, mas ello no debe afectar a las funciones y responsabilidades de cada uno en la sociedad familiar. Cuando la amistad excede los límites normales, la educación cesa y comienza un proceso inverso: los hijos empiezan a educar a los padres. Eso se suele observar con más frecuencia entre los intelectuales. En esas familias los hijos llaman a los padres por sus nombres, se burlan de ellos, los interrumpen groseramente, los aleccionan a cada paso, y es obvio que no se puede hablar allí de ninguna clase de obediencia. Pero en este caso tampoco hay amistad, pues ninguna amistad es posible sin el respeto mutuo. 

Autoridad del soborno. Es la forma más inmoral: la obediencia se compra con regalos y promesas. Los padres, sin sentir la menor violencia, les dicen al hijo: si obedeces,te compraré un caballito; si obedeces, iremos al circo. Por cierto que el estímulo traducido en premio es admisible, pero en ningún caso debe recompensarse a los niños por su obediencia, por su actitud correcta hacia los padres. Se puede premiar la aplicación al estudio o el cumplimiento de algún trabajo difícil, pero en ningún caso se debe anunciar la recompensa, ni instigar a los niños a que efectúen sus tareas con semejantes promesas. 

Hemos analizado algunos aspectos de falsa autoridad. Hay también muchas otras: la autoridad de la alegría, de la sabiduría, de la «llaneza», de la belleza. Existen también casos en que los padres se despreocupan en general de esta cuestión, carecen de ideas al respecto y arrastran como pueden la carga de la educación de sus hijos. Un día se enojan y los castigan por una nimiedad, al día siguiente les confiesan su amor, más tarde les prometen algo a título de soborno, y luego los castigan de nuevo y les reprochan sus mismas condescendencias. Sus recursos educativos carecen de coherencia y saltan de uno a otro con total incomprensión de lo que hacen. 

En otras familias el padre se atiene a un tipo de autoridad y la madre a otro, poniendo a los niños en trance de ser ante todo diplomáticos y aprender a hacer equilibrios entre el papá y la mamá. 

Por último, ocurre también que los padres simplemente se despreocupan de los hijos y cuidan únicamente su propia tranquilidad. ¿En qué debe consistir una real autoridad paterna en la familia soviética? Su principal fundamento reside en la vida y el trabajo de los padres, en su personalidad cívica y en su conducta. Son los que dirigen a la familia, por la que responden ante la sociedad, ante su propia felicidad y ante los hijos. Si cumplen su misión en forma honesta, racional, si se proponen objetivos importantes y valiosos, si analizan sus propios actos, poseerán una autoridad real evitándose la necesidad de buscar fundamentos y de recurrir a recetas o artificios de cualquier especie. 

A cierta altura de su crecimiento, los niños empiezan a interesarse por el trabajo de los padres y por su situación social. Conviene que conozcan cuanto antes sus medios de vida, sus intereses y el ambiente en que actúan. La ocupación de los padres debe revestir ante el hijo el carácter de una cuestión seria y respetable. Sus méritos adquirirán una categoría social, un valor auténtico, no una simple apariencia, y es muy importante que los niños los vean en función de las conquistas y logros generales y no como hechos aislados y personales. Hay que combatir la vanidad en el niño e infundirle un sano orgullo soviético que no se limite exclusivamente al estrecho círculo doméstico, sino que se extienda a todos los prohombres de nuestra patria, de modo que asocie la imagen de sus padres a ese gran conjunto de nuestras personalidades. 

 Al mismo tiempo se debe tener siempre presente que todo trabajo humano exige esfuerzos y posee dignidad. En ningún caso deben los padres presentarse como personas insuperables en su actividad, y los hijos deben saber apreciar al mismo tiempo los méritos de los demás, particularmente de los compañeros de trabajo de sus padres. La autoridad cívica sólo alcanza una jerarquía real cuando se cimenta en la condición de un miembro activo de la colectividad y no de un advenedizo aparatoso. Si el hijo se siente orgulloso de la fábrica en que trabaja el padre, si le alegran los éxitos de ese establecimiento, será una prueba de que fue educado correctamente. 

Sin embargo, los padres no deben limitarse ala actuación dentro del frente restringido de su familia. Nuestra vida es la de una sociedad socialista, y hay que brindar a los hijos el ejemplo de una participación activa en ella. Los éxitos internacionales, el progreso científico y literario, todo debe reflejarse en las ideas del padre, en sus sentimientos, en sus aspiraciones. Únicamente los que vivan la vida con plenitud, los ciudadanos verdaderos de nuestro país,poseerán ante sus hijos una autoridad auténtica. Desde luego que ello no debe hacerse algo así como «exprofeso», para que los hijos vean, para impresionarlos con cualidades aparentes. La insinceridad sería un recurso vicioso. Es necesario vivir esa vida de hecho, sincera y espontáneamente, y no preocuparse por ostentarla ante los niños. Ellos verán por sí mismos lo necesario.

La conjunción de las virtudes del ciudadano y del padre traducidas en el cumplimiento correcto de la tarea paterna es la que nutre las raíces de la autoridad. Ante todo hay que conocer la vida del niño, qué le interesa, cuáles son sus afectos, las cosas que le agradan y desagradan, quiénes forman su círculo de amigos, con quién juega y cuáles son sus juegos predilectos, qué es lo que lee cómo interpreta y asimila lo leído. Si concurre a la escuela, es necesario estar al tanto de todo lo que atañe a su condición de escolar: su comportamiento general, la actitud hacia los maestros, las dificultades con que tropieza, su conducta en la clase. El padre debe conocer todos estos elementos de juicio desde la edad más temprana de su hijo para evitar las ingratas sorpresas de conflictos e inconvenientes insospechados, que son fáciles de prever y prevenir.

Para conocer todas estas modalidades hay que proceder con tino, cuidando de no convertir al niño en objeto de persecución constante, con indagaciones fastidiosas, con una especie de espionaje molesto y perjudicial para ambas partes. Desde el comienzo mismo es necesario plantear las cosas en forma tal que los niños cuenten espontáneamente sus actividades y aspiraciones, que sientan el deseo de compartirlas con los padres. De vez en cuando conviene invitar a sus compañeros y agasajarlos, trabando relaciones con sus familias en la primera oportunidad. 

 Todo esto no exige mucho tiempo; sólo requiere preocupación por los niños y por su vida. 

Los hijos se dan cuenta de la ilustración que posee el padre y de la atención que se les prodiga, y lo respetan por ello. 

La autoridad del conocimiento conduce necesariamente a la autoridad de la colaboración. Es frecuente que el niño no sepa cómo proceder en ciertos casos y necesite consejo y ayuda, y aunque no la pida –porque no sabe hacerlo– hay que acudir espontáneamente en su auxilio. 

Esa asistencia puede traducirse en un simple consejo, a veces en una broma, otras en una decisión, incluso en una orden. El conocimiento de la vida del niño da la pauta de cómo proceder en la forma más efectiva. Se puede traducir en el hecho de participar en su juego o de relacionarse con sus compañeros, o en el de ir a la escuela para conversar con el maestro. Si en la familia hay varios niños –que es el caso más feliz– pueden participar en esa tarea los hermanos mayores. La asistencia paterna debe ser discreta y ha de prestarse con oportunidad. En los casos en que ello sea posible, conviene proponer al niño que él mismo allane las dificultades, que se habitúe a superarlos obstáculos y resolver los problemas complicados. Pero es necesario observar siempre cómo lo hace para evitar que se desespere por los tropiezos. A veces incluso es útil que el niño vea la diligencia y atención paternas y la confianza que se tiene en sus fuerzas. La autoridad de la colaboración y de la conducción cuidadosa y atenta se complementa eficazmente con la de la conciencia del propio deber. El niño siente la presencia y la solidaridad del padre, su preocupación racional, la seguridad que le brinda, pero al mismo tiempo sabe que algo se exige de él, que no se hacen las cosas por él mismo, eximiéndole de su responsabilidad. Precisamente la responsabilidad es el complemento obligado de la autoridad paterna. En ningún caso el niño debe pensar que la misión de dirigir la familia es simplemente un placer o una distracción. Ha de saber que el padre responde ante la sociedad por sí y por él, y no se debe mostrar vacilación en manifestarle abiertamente y con firmeza que se halla en la etapa de su formación, que necesita estudiar mucho aún, que debe convertirse en un hombre bueno y en un ciudadano útil, que los padres son responsables de ello y saben cumplir con su deber. En el sentido de la responsabilidad reposan tanto el principio de la colaboración como el de la exigencia. En algunos casos esta última debe plantearse en forma severa, que no admita reparos. Desde luego que eso será provechoso sólo en caso de que el niño haya adquirido ya el concepto de la responsabilidad. Es necesario que sienta desde la más temprana edad que no vive con los padres en una isla deshabitada. 

Para finalizar resumiremos brevemente lo dicho. La autoridad es indispensable en la familia. Es necesario distinguir la autoridad verdadera de la falsa, basada en principios artificiosos y tendente a crear la obediencia con cualquier medio. 

La autoridad real se funda en la actividad cívica del padre, en su sentimiento cívico, en su conocimiento de la vida del niño, en la asistencia que le presta y en la responsabilidad por su educación». (Antón Makarenko; La educación infantil, 1937)

No hay comentarios:

Publicar un comentario

«¡Pedimos que se evite el insulto y el subjetivismo!»