«La cuestión de la causalidad es de singular importancia para la determinación de la línea filosófica de este o el otro novísimo «ismo», razón por la cual debemos detenernos en esta cuestión más detalladamente.
Empezaremos con la exposición de la teoría materialista del conocimiento en cuanto a este punto. En su réplica ya citada a R. Haym, expuso L. Feuerbach con particular claridad su criterio sobre esta materia.
«La naturaleza y la razón humana −dice Haym− se divorcian en él [en Feuerbach] por completo: un abismo infranqueable se abre entre una y otra. Haym funda este reproche en el párrafo 48 de mi «Esencia de la religión», donde se dice que «la naturaleza no puede ser concebida más que por ella misma; que su necesidad no es una necesidad humana o lógica, metafísica o matemática; que sólo la naturaleza es un ser al cual no se puede aplicar ninguna medida humana, aun cuando comparemos entre sí sus fenómenos y apliquemos en general a ella, con objeto de hacerla inteligible para nosotros, expresiones y conceptos humanos tales como: el orden, la finalidad, la ley, ya que estamos obligados a aplicar a ella tales expresiones dada la naturaleza de nuestro lenguaje». ¿Qué significa esto? ¿Quiero yo decir con esto que en la naturaleza no hay ningún orden, de suerte que, por ejemplo, el verano puede suceder al otoño, el invierno a la primavera, el otoño al invierno? ¿Que no hay finalidad, de suerte, que, por ejemplo, no existe ninguna coordinación entre los pulmones y el aire, entre la luz y el ojo, entre el sonido y el oído? ¿Que no hay ley, de suerte que, por ejemplo, la tierra sigue tan pronto una órbita elíptica como una órbita circular, tardando ya un año, ya un cuarto de hora, en hacer su revolución alrededor del sol? ¡Qué absurdo! ¿Qué es lo que yo quería decir en este pasaje? Yo no pretendía más que trazar la diferencia entre lo que pertenece a la naturaleza y lo que pertenece al hombre; en este pasaje no se dice que, a las palabras y a las representaciones sobre el orden, la finalidad y la ley no corresponda nada real en la naturaleza, en él se niega únicamente la identidad del pensar y del ser, se niega que el orden, etc., existan en la naturaleza precisamente iguales que en la cabeza o en la mente del hombre. El orden, la finalidad, la ley no son más que palabras con ayuda de las cuales traduce el hombre en su lengua, para comprenderlas, las obras de la naturaleza; estas palabras no se hallan desprovistas de sentido, no se hallan desprovistas de contenido objetivo; pero, sin embargo, es preciso distinguir el original de la traducción. El orden, la finalidad, la ley expresan en el sentido humano algo arbitrario. (…) El teísmo deduce directamente del carácter fortuito del orden, de la finalidad y de las leyes de la naturaleza su origen arbitrario, la existencia de un ser diferente a la naturaleza, y que infunde el orden, la finalidad y la ley a la naturaleza caótica por sí misma y extraña a toda determinación. La razón de los teístas... es una razón que se halla en contradicción con la naturaleza y está absolutamente privada de la comprensión de la esencia de la naturaleza. La razón de los teístas divide a la naturaleza en dos seres: uno material y otro formal o espiritual». (Ludwig Feuerbach; Obras completas tomo VII, 1903)
De modo que Feuerbach reconoce en la naturaleza las leyes objetivas, la causalidad objetiva, que sólo con aproximada exactitud es reflejada por las representaciones humanas sobre el orden, la ley, etc. El reconocimiento de las leyes objetivas en la naturaleza está para Feuerbach indisolublemente ligado al reconocimiento de la realidad objetiva del mundo exterior, de los objetos, de los cuerpos, de las cosas, reflejados por nuestra conciencia. Las concepciones de Feuerbach son consecuentemente materialistas. Y todas las demás concepciones o, más exactamente, toda otra línea filosófica en la cuestión acerca de la causalidad, la negación de las leyes objetivas, de la causalidad y de la necesidad en la naturaleza, Feuerbach cree con razón que corresponden a la dirección del fideísmo. Pues está claro, en efecto, que la línea subjetivista en la cuestión de la causalidad, el atribuir el origen del orden y de la necesidad en la naturaleza, no al mundo exterior objetivo, sino a la conciencia, a la razón, a la lógica, etc., no sólo desliga la razón humana de la naturaleza, no sólo contrapone la primera a la segunda, sino que hace de la naturaleza una parte de la razón, en lugar de considerar la razón como una partícula de la naturaleza. La línea subjetivista en la cuestión de la causalidad es el idealismo filosófico −del que sólo son variedades las teorías de la causalidad de Hume y de Kant−, es decir, un fideísmo más o menos atenuado, diluido. El reconocimiento de las leyes objetivas de la naturaleza y del reflejo aproximadamente exacto de tales leyes en el cerebro del hombre, es materialismo.
Por lo que se refiere a Engels, no tuvo ocasión, si no me equivoco, de contraponer de manera especial su punto de vista materialista de la causalidad a las otras direcciones. No tuvo necesidad de hacerlo, desde el momento que se había desolidarizado de modo plenamente definido de todos los agnósticos en una cuestión más capital, en la cuestión de la realidad objetiva del mundo exterior. Pero debe estar claro para el que haya leído con alguna atención las obras filosóficas de Engels que éste no admitía ni sombra de duda a propósito de la existencia de las leyes objetivas, de la causalidad y de la necesidad de la naturaleza. Ciñámonos a algunos ejemplos. En el primer párrafo del «Anti-Dühring», Engels dice:
«Para conocer estos detalles [o las particularidades del cuadro de conjunto de los fenómenos universales], tenemos que desgajarlos de su entronque histórico o natural e investigarlos por separado, cada uno de por sí, en su carácter, causas y efectos especiales». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)
Es evidente que este entronque natural, este entronque de los fenómenos de la naturaleza, existe objetivamente. Engels subraya en particular el concepto dialéctico de la causa y del efecto:
«La causa y el efecto son representaciones que sólo rigen como tales en su aplicación al caso aislado, pero que, examinando el caso aislado en su concatenación general con la imagen total del universo, convergen y se diluyen en la idea de una trama universal de acciones y reacciones, en que las causas y los efectos cambian constantemente de sitio y en que lo que ahora y aquí es efecto, adquiere luego y allí carácter de causa, y viceversa». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)
Por consiguiente, el concepto humano de la causa y el efecto siempre simplifica algo la conexión objetiva de los fenómenos de la naturaleza, reflejándola tan sólo aproximadamente, aislando artificialmente tales o cuales aspectos del proceso universal único. Cuando hallamos que las leyes del pensamiento corresponden a las leyes de la naturaleza, esto se hace plenamente comprensible para nosotros −dice Engels−, si tomamos en consideración que el pensamiento y la conciencia son «productos del cerebro humano y el mismo hombre no es más que un producto natural». Se comprende que los «productos del cerebro humano, que en última instancia no son tampoco más que productos naturales, no se contradicen, sino que corresponden al resto de la concatenación de la naturaleza». No hay la menor duda de que existe una conexión natural, objetiva, entre los fenómenos del universo. Engels habla constantemente de las «leyes de la naturaleza», de la «necesidad natural» y no juzga indispensable aclarar de una manera especial las tesis generalmente conocidas del materialismo.
En su obra «Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana» (1886) leemos igualmente que:
«Las leyes generales del movimiento, tanto del mundo exterior como del pensamiento humano son esencialmente idénticas en cuanto a la cosa, pero distintas en cuanto a la expresión, en el sentido de que el cerebro humano puede aplicarlas conscientemente mientras que en la naturaleza, y hasta hoy también, en gran parte, en la historia humana, estas leyes se abren paso de un modo inconsciente, bajo la forma de una necesidad exterior, en medio de una serie infinita de aparentes casualidades». (Friedrich Engels; Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)
Y Engels acusa a la antigua filosofía de la naturaleza de haber suplantado las:
«Concatenaciones reales [de los fenómenos de la naturaleza], que aún no se habían descubierto, por otras ideales, imaginarias». (Friedrich Engels; Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)
El reconocimiento de las leyes objetivas, el reconocimiento de la causalidad y de la necesidad en la naturaleza, está expresado muy claramente por Engels, que al mismo tiempo subraya el carácter relativo de nuestros reflejos, es decir, de los reflejos humanos, aproximativos, de esas leyes en tales o cuales conceptos.
Refiriéndonos a J. Dietzgen, debemos indicar ante todo una de las innumerables tergiversaciones de la cuestión por nuestros machistas [Nota de Bitácora (M-L): los «machistas» a los que se refiere Lenin son los seguidores de Ernst Mach, figura fundamental, junto a Avenarius, de la filosofía empiriocriticista]. Uno de los autores de los Ensayos «sobre» La filosofía del marxismo, el señor Helfond, nos dice:
«Los puntos fundamentales de la concepción del mundo de Dietzgen pueden ser resumidos como sigue: a) la dependencia causal que atribuimos a las cosas no está, en realidad, contenida en las cosas mismas». (O. I. Helfond; Ensayos sobre la filosofía del marxismo, 1908)
Esto es un completo absurdo. El señor Helfond, cuyas ideas propias representan una verdadera ensalada de materialismo y agnosticismo, ha falseado sin escrúpulos a J. Dietzgen. Naturalmente, en J. Dietzgen se pueden encontrar no pocas confusiones, imprecisiones y errores que son del agrado de los machistas y que obligan a todo materialista a ver en J. Dietzgen un filósofo no del todo consecuente. Pero únicamente los Helfond, únicamente los machistas rusos son capaces de atribuir al materialista J. Dietzgen la negación directa del concepto materialista de la causalidad.
«El conocimiento científico objetivo busca las causas no en la fe, no en la especulación, sino en la experiencia, en la inducción, no a priori, sino a posteriori. Las ciencias naturales no buscan las causas fuera de los fenómenos, detrás de los fenómenos, sino en ellos o por medio de ellos». «Las causas son productos de la facultad de pensar. Pero no son sus productos puros; son engendrados por esta facultad en unión con el material suministrado por los sentidos. El material suministrado por los sentidos da a la causa así engendrada su existencia objetiva. Lo mismo que exigimos de la verdad que sea la de un fenómeno objetivo, así exigimos de la causa que sea real, que sea la causa de un efecto objetivamente dado». «La causa de una cosa está en su concatenación». (Joseph Dietzgen; La esencia del trabajo intelectual, 1869)
De aquí se desprende que el señor Helfond ha vertido una afirmación directamente contraria a la realidad. La concepción del mundo del materialismo, expuesta por J. Dietzgen, reconoce que la «dependencia causal» está «en las cosas mismas». Para confeccionar su ensalada machista, el señor Helfond ha tenido que confundir la línea materialista y la línea idealista en la cuestión de la causalidad. Pasemos a esta segunda línea.
Avenarius nos da en su primera obra, una exposición clara de los puntos de partida de su filosofía en cuanto a esta cuestión. Leemos en el párrafo 81:
«No percibiendo [no conociendo por la experiencia] la fuerza como algo que origina el movimiento, no percibimos tampoco la necesidad de movimiento alguno… Todo lo que percibimos es que lo uno sigue a lo otro». (Richard Avenarius; La filosofía, como concepción del mundo según el principio del mínimo esfuerzo, 1876)
Estamos en presencia del punto de vista de Hume en su forma más pura: la sensación, la experiencia, nada nos hablan de necesidad alguna. El filósofo que afirma −fundándose en el principio de la «economía del pensamiento»− que sólo existe la sensación, no podía llegar a ninguna otra conclusión.
«Por cuanto la idea de la causalidad exige la fuerza y la necesidad o la imposición como partes integrantes del efecto, dicha idea se desvanece con estas últimas. (…) La necesidad expresa un grado determinado de la probabilidad con que se espera la llegada del efecto». (Richard Avenarius; La filosofía, como concepción del mundo según el principio del mínimo esfuerzo, 1876)
Esto es subjetivismo bien definido en la cuestión de la causalidad. Un mínimo de consecuencia no nos permitiría alcanzar otra conclusión que el reconocimiento de la realidad objetiva como origen de nuestras sensaciones.
Tomemos a Mach:
«La crítica de Hume [del concepto de causalidad] sigue en todo su vigor [Kant y Hume resuelven diferentemente el problema de la causalidad, ¡los demás filósofos no existen para Mach!] «nos adherimos» a la solución de Hume. (…) Excepto la necesidad lógica [subrayado por Mach] no existe ninguna otra, por ejemplo, la física». (Ernst Mach; Principios de la teoría del calor, 1896)
Tal es justamente la concepción que de manera tan resuelta combatía Feuerbach. Ni siquiera se le ocurre a Mach negar su afinidad con Hume. Tan sólo los machistas rusos han podido llegar hasta afirmar la «compatibilidad» del agnosticismo de Hume con el materialismo de Marx y de Engels. Leemos en la Mecánica de Mach:
«En la naturaleza no hay ni causa ni efecto. (…) Yo he expuesto muchas veces que todas las formas de la ley de la causalidad proceden de las tendencias subjetivas; ninguna necesidad obliga a la naturaleza a corresponder a éstas». (Ernst Mach; Desarrollo histórico-crítico de la mecánica, 1883)
Es preciso advertir ahora que nuestros machistas rusos sustituyen con chocante ingenuidad la cuestión del carácter materialista o idealista de todos los razonamientos sobre la ley de la causalidad con la cuestión de esta o la otra formulación de dicha ley. Los profesores empiriocriticistas alemanes les han hecho creer que decir: «correlación funcional», es hacer un descubrimiento propio del «novísimo positivismo» y desembarazarse del «fetichismo» de expresiones por el estilo de «necesidad», «ley», etc. Naturalmente, eso son puras simplezas, y Wundt tenía completa razón al burlarse de ese cambio de palabras −del artículo citado en Phil. Studien−, que en nada cambian el fondo de la cuestión. El mismo Mach habla de «todas las formas» de la ley de la causalidad y hace en su obra «Conocimiento y error» (1905) la reserva, muy comprensible, de que el concepto de «función» puede expresar de manera más exacta la «dependencia de los elementos» únicamente cuando se ha logrado la posibilidad de expresar los resultados de las investigaciones en magnitudes mensurables, lo que hasta en ciencias como la química no se ha logrado más que parcialmente. Hay que creer que, desde el punto de vista de nuestros machistas, poseídos de tanta confianza en los descubrimientos profesorales, Feuerbach −sin hablar ya de Engels− ¡no sabía que los conceptos de orden, de ley, etc., pueden bajo ciertas condiciones ser expresados matemáticamente por determinadas correlaciones funcionales.
La cuestión gnoseológica verdaderamente importante, la que divide las direcciones filosóficas, no consiste en saber cuál es el grado de precisión que han alcanzado nuestras descripciones de las conexiones causales, ni si tales descripciones pueden ser expresadas en una fórmula matemática precisa, sino en saber si el origen de nuestro conocimiento de esas conexiones está en las leyes objetivas de la naturaleza o en las propiedades de nuestra mente, en la capacidad inherente a ella de conocer ciertas verdades apriorísticas, etc. Eso es lo que separa irrevocablemente a los materialistas Feuerbach, Marx y Engels de los agnósticos −humistas− Avenarius y Mach.
En ciertos lugares de sus obras Mach −a quien sería un pecado acusar de consecuente− a menudo «olvida» su conformidad con Hume y su teoría subjetivista de la causalidad, razonando «buenamente» como un naturalista, es decir, desde un punto de vista espontáneamente materialista. Por ejemplo, en la Mecánica leemos:
«La naturaleza nos enseña a hallar la uniformidad en sus fenómenos». (Ernst Mach; Desarrollo histórico-crítico de la mecánica, 1883)
Si encontramos uniformidad en los fenómenos de la naturaleza, ¿hay que deducir de ello que tal uniformidad tenga una existencia objetiva, fuera de nuestra mente? No. Sobre esta misma cuestión de la uniformidad de la naturaleza, Mach afirma cosas como ésta:
«La fuerza que nos incita a completar en el pensamiento hechos que no hemos observado más que a medias, es la fuerza de la asociación. Esta se refuerza grandemente por la repetición. Entonces nos parece una fuerza extraña independiente de nuestra voluntad y de los hechos aislados, fuerza que dirige los pensamientos y los hechos, manteniendo en conformidad los unos con los otros, como una ley de unos y otros. Que nos creamos capaces de formular predicciones con ayuda de esa ley, sólo prueba la suficiente uniformidad de nuestro medio, pero en modo alguno prueba la necesidad del éxito de las predicciones». (Ernst Mach; Principios de la teoría del calor, 1896)
¡Resulta que se puede y se debe buscar no se sabe qué otra necesidad fuera de la uniformidad del medio, es decir, de la naturaleza! ¿Dónde buscarla? Ese es el secreto de la filosofía idealista, que teme reconocer la capacidad cognoscitiva del hombre como un simple reflejo de la naturaleza. En su última obra, «Conocimiento y error» (1905), ¡Mach llega hasta a definir la ley de la naturaleza como una «limitación de la expectativa»! A pesar de todo, saca su parte el solipsismo.
Veamos cuál es la posición de otros autores pertenecientes a esta misma dirección filosófica. El inglés Karl Pearson se expresa con la precisión que le es propia:
«Las leyes de la ciencia son más bien productos de la inteligencia humana que factores del mundo exterior. (…) Tanto los poetas como los materialistas que ven en la naturaleza la soberana del hombre, olvidan con demasiada frecuencia que el orden y la complejidad de los fenómenos que admiran, son, por lo menos, lo mismo el producto de las facultades cognoscitivas del hombre, que sus propios recuerdos y pensamientos. (…) El carácter tan amplio de la ley de la naturaleza es producto de la ingeniosidad del espíritu humano. (…) El hombre es el creador de la ley de la naturaleza. (…) La afirmación de que el hombre dicta las leyes a la naturaleza tiene mucho más sentido que la afirmación contraria, según la cual la naturaleza dicta las leyes al hombre», aun cuando [el honorabilísimo profesor lo reconoce con amargura] este último punto de vista [materialista] «desgraciadamente está demasiado extendido en nuestros días». (Karl Pearson; La gramática de la ciencia, 1892)
En el capítulo IV, dedicado a la cuestión de la causalidad, en el párrafo 11, formula así su tesis Pearson:
«La necesidad pertenece al mundo de los conceptos y no al mundo de las percepciones». (Karl Pearson; La gramática de la ciencia, 1892)
Hay que señalar que para Pearson las percepciones o las impresiones de los sentidos «son precisamente» la realidad existente fuera de nosotros.
«No hay ninguna necesidad interior en la uniformidad con que se repiten ciertas series de percepciones, en esa rutina de las percepciones; pero la rutina de las percepciones es la condición indispensable para la existencia de los seres pensantes. Luego la necesidad está en la naturaleza del ser pensante, y no en las percepciones mismas: es un producto de la capacidad cognoscitiva». (Karl Pearson; La gramática de la ciencia, 1892)
Nuestro machista, con el cual el «mismo» Mach expresa su plena solidaridad repetidas veces, llega así con toda felicidad al puro idealismo kantiano: ¡el hombre dicta las leyes a la naturaleza y no la naturaleza al hombre! No se trata de repetir con Kant la doctrina del apriorismo −esto determina, no la línea idealista en filosofía, sino una formulación particular de dicha línea−, sino de que la razón, el pensamiento, la conciencia son aquí lo primario, y la naturaleza lo secundario. No es la razón una partícula de la naturaleza, uno de sus productos supremos, el reflejo de sus procesos, sino que la naturaleza es una parte integrante de la razón, que de este modo se dilata, convirtiéndose de la ordinaria y simple razón humana, a todos familiar, en la razón «ilimitada» −como decía J. Dietzgen−, misteriosa, divina. La fórmula kantiana-machista: «el hombre dicta las leyes a la naturaleza», es la fórmula del fideísmo. Cuando nuestros machistas se asombran al leer en Engels que la admisión de la naturaleza y no del espíritu como lo primario es el fundamental rasgo distintivo del materialismo, sólo demuestran con ello hasta qué punto son incapaces de distinguir las corrientes filosóficas verdaderamente importantes del juego profesoral de la erudición y de los terminillos sabiondos.
J. Petzoldt, que en sus dos volúmenes analiza y desarrolla a Avenarius, puede proporcionarnos una bonita muestra de la escolástica reaccionaria de la doctrina de Mach:
«Todavía en nuestros días, 150 años después de Hume, la sustancialidad y la causalidad paralizan el ánimo del pensador». (Joseph Petzoldt; Introducción a la filosofía de la experiencia pura, 1900)
¡Sin duda, los más «animosos» son los solipsistas, que han descubierto la sensación sin materia orgánica, el pensamiento sin cerebro, la naturaleza sin leyes objetivas! «La última formulación, aún no mencionada por nosotros, de la causalidad, la necesidad o la necesidad de la naturaleza, tiene algo de vago y de místico»: la idea del «fetichismo», del «antropomorfismo», etc. ¡Cuán pobres místicos son Feuerbach, Marx y Engels! Hablaban sin cesar de la necesidad de la naturaleza, y hasta tildaban de reaccionarios teóricos a los partidarios de la línea de Hume... Petzoldt está por encima de todo antropomorfismo. Ha descubierto la gran «ley de la determinación en sentido único», que elimina toda falta de claridad, todo rastro de «fetichismo», etc., etc., etc. Por ejemplo: el paralelogramo de fuerzas. No se le puede «demostrar», hay que admitirlo como un «hecho de la experiencia». No se puede admitir que un cuerpo que recibe los mismos impulsos se mueva de formas variadas.
«No podemos admitir tanta indeterminación y arbitrariedad en la naturaleza; debemos exigir de ella determinación y leyes». (Joseph Petzoldt; Introducción a la filosofía de la experiencia pura, 1900)
Bien. Bien. Exigimos leyes de la naturaleza. La burguesía exige de sus profesores reaccionarismo.
«Nuestro pensamiento exige de la naturaleza determinación, y la naturaleza siempre se somete a tal exigencia; inclusive veremos que, en cierto sentido, está obligado a someterse a ella». (Joseph Petzoldt; Introducción a la filosofía de la experiencia pura, 1900)
¿Por qué un cuerpo que recibe un impulso sobre la línea «AB» se mueve hacia «C» y no hacia «D» o hacia «F», etc.?
«¿Por qué la naturaleza no acepta otra dirección entre las innumerables direcciones posibles?». (Joseph Petzoldt; Introducción a la filosofía de la experiencia pura, 1900)
Porque entonces habría «determinación múltiple», mientras que el gran descubrimiento empiriocriticista de Joseph Petzoldt exige la determinación en sentido único. ¡Y los «empiriocriticistas» llenan páginas a docenas con tan inefable galimatías!
«Hemos notado repetidas veces que nuestra tesis no extrae su fuerza de una suma de experiencias aisladas, sino que exigimos su reconocimiento por la naturaleza. Y en efecto, dicha tesis es para nosotros, antes de llegar a ser ley, un principio que aplicamos a la realidad, o sea un postulado. Tiene valor, por decirlo así, a priori, independientemente de toda experiencia aislada. A primera vista, no es propio de la filosofía de la experiencia pura predicar verdades a priori, volviendo así a la más estéril metafísica. Pero nuestro apriorismo no es más que un apriorismo lógico, y no psicológico ni metafísico». (Joseph Petzoldt; Introducción a la filosofía de la experiencia pura, 1900)
¡Evidentemente, no hay más que calibrar el a priori de lógico para que esa idea pierda todo lo que tiene de reaccionaria y se eleve a la cumbre del «novísimo positivismo»!
«No puede haber determinación en sentido único de los fenómenos psíquicos: el papel de la fantasía, la importancia de los grandes inventores, etc., son causa de excepciones, mientras que la ley de la naturaleza o la ley del espíritu no consiente «excepción alguna». (Joseph Petzoldt; Introducción a la filosofía de la experiencia pura, 1900)
Estamos en presencia del más puro de los metafísicos, que no tiene la menor idea de la relatividad de la distinción entre lo fortuito y lo necesario.
«¿Se me argüirá quizá con la motivación de los acontecimientos de la historia o del desarrollo del carácter en las obras poéticas? Si examinamos atentamente el asunto, no encontraremos esa determinación en sentido único. No hay ni un acontecimiento histórico, ni un drama en el que no podamos representarnos a los actores obrando diferentemente en las condiciones psíquicas dadas. (…) No solamente está ausente en lo psíquico la determinación en sentido único, sino que tenemos el derecho de exigir que esté ausente de la realidad. De ese modo nuestra doctrina se eleva… a la categoría de postulado…, es decir, de condición indispensable de toda experiencia anterior, de un a priori lógico». (Joseph Petzoldt; Introducción a la filosofía de la experiencia pura, 1900)
Petzoldt continúa operando con dicho «a priori lógico» en los dos volúmenes de su «Introducción» y en su opúsculo «El cuadro del mundo desde el punto de vista positivista» (1906). Estamos en presencia del segundo ejemplo de un destacado empiriocriticista, caído sin darse cuenta en el kantismo y que predica, bajo un aspecto apenas modificado, las más reaccionarias doctrinas. Y eso no es un hecho fortuito, puesto que la doctrina de la causalidad de Mach y de Avenarius es en su misma base una mentira idealista, cualesquiera que sean las frases sonoras sobre el «positivismo» con que se la disfrace. La diferencia entre la teoría de la causalidad de Hume y la de Kant es una diferencia de segundo orden entre los agnósticos, que están de acuerdo en lo esencial: en la negación de las leyes objetivas de la naturaleza, condenándose así, inevitablemente, a llegar a estas o a las otras conclusiones idealistas. Un empiriocriticista un poco más «escrupuloso» que J. Petzoldt y que se sonroja de su afinidad con los inmanentistas, Rudolf Willy, rechaza, por ejemplo, toda la teoría de la «determinación en sentido único» de Petzoldt, como teoría que no da otra cosa que un «formalismo lógico». ¿Pero mejora Willy su posición al renegar de Petzoldt? De ningún modo. Porque no hace más que renegar del agnosticismo de Kant a favor del agnosticismo de Hume:
«Sabemos desde hace ya mucho tiempo, desde los tiempos de Hume, que la «necesidad» es una característica puramente lógica, no «transcendental» o, como diría mejor y como lo he dicho ya otras veces, puramente verbal». (R. Willy; Contra la sabiduría escolar, 1905)
El agnóstico califica de «transcendental» nuestra concepción materialista de la necesidad, puesto que, desde el punto de vista de esa misma «sabiduría escolar» de Hume y de Kant, que Willy no rechaza, sino que depura un poco, todo reconocimiento de la realidad objetiva que nos es dada en la experiencia es un «transcensus» ilegítimo.
Entre los autores franceses pertenecientes a la dirección filosófica que analizamos, también se desorienta incesantemente yendo a parar al senderillo del agnosticismo Henri Poincaré, gran físico y débil filósofo, cuyos errores, naturalmente, representan para P. Iushkévich la última palabra del novísimo positivismo, «novísimo» hasta el punto de que incluso ha sido necesario designarle por un nuevo «ismo»: el «empiriosimbolismo». Para Poincaré −de cuyas concepciones en conjunto hablaremos en el capítulo dedicado a la nueva física−, las leyes de la naturaleza son símbolos, convenciones creadas por el hombre para su «comodidad»:
«La armonía interior del mundo es la única realidad objetiva verdadera». (Henri Poincaré; El valor de la ciencia, 1905)
Para Poincaré lo objetivo es lo que tiene una significación universal, lo que está admitido por la mayoría o por la totalidad de los hombres, es decir, Poincaré, como todos los prosélitos de Mach, suprime de forma puramente subjetivista la verdad objetiva, y en cuanto a si la «armonía» existe fuera de nosotros, responde de manera categórica: «indudablemente, no». Es bien evidente que los términos nuevos no cambian en nada la vieja, muy vieja línea filosófica del agnosticismo, pues la esencia de la «original» teoría de Poincaré se reduce a la negación −aunque está lejos de ser consecuente en ello− de la realidad objetiva y de las leyes objetivas de la naturaleza. Es completamente natural, por tanto, que los kantianos alemanes, a diferencia de los machistas rusos, que toman las nuevas formulaciones de los antiguos errores por descubrimientos novísimos, hayan acogido con entusiasmo tal teoría, como una adhesión a sus concepciones sobre la cuestión filosófica esencial, como una adhesión al agnosticismo. El kantiano Philiph Frank escribió lo siguiente:
«El matemático francés Henri Poincaré defiende el punto de vista de que muchos de los principios más generales de las ciencias naturales teóricas −ley de la inercia, de la conservación de la energía, etc.−, de los que frecuentemente es difícil decir si provienen del empirismo o del apriorismo, no tiene en realidad ni uno ni otro de estos orígenes, sino que son postulados convencionales, dependientes del humano arbitrio. (…) Así que la novísima filosofía de la naturaleza renueva de un modo inopinado el concepto fundamental del idealismo crítico, a saber: que la experiencia no hace más que llenar los marcos que el hombre trae ya consigo al mundo». (Anales de la Filosofía de la Naturaleza, 1907)
Hemos citado este ejemplo para demostrar de manera bien patente al lector el grado de ingenuidad de nuestros Iushkévich y Cía., que toman una «teoría del simbolismo» cualquiera por una novedad de buena ley, mientras que los filósofos un poco competentes dicen clara y sencillamente: ¡el autor ha pasado a sostener el punto de vista del idealismo crítico! Pues la esencia de dicho punto de vista no está obligatoriamente en la repetición de las fórmulas de Kant, sino en la admisión de la idea fundamental, común a Hume y a Kant: la negación de las leyes objetivas de la naturaleza y la deducción de estas o las otras «condiciones de la experiencia», de estos o los otros principios, postulados, premisas partiendo del sujeto, de la conciencia humana y no de la naturaleza. Tenía razón Engels cuando decía que lo importante no es saber a cuál de las numerosas escuelas del materialismo o del idealismo se adhiere este o el otro filósofo, sino saber si se toma como lo primario la naturaleza, el mundo exterior, la materia en movimiento, o el espíritu, la razón, la conciencia, etcétera». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y empiriocriticismo, 1909)
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