«Lenin nos ha dicho magistralmente:
«Cuando una gran empresa se convierte en gigantesca y organiza sistemáticamente, sobre la base de un cálculo exacto de múltiples datos, el abastecimiento en la proporción de los 2/3 o de los 3/4 de la materia prima de todo lo necesario para una población de varias decenas de millones; cuando se organiza sistemáticamente el transporte de dichas materias primas a los puntos de producción más cómodos, que se hallan a veces a una distancia de centenares y de miles de kilómetros uno de otro- cuando desde un centro se dirige la elaboración del material en todas sus diversas fases hasta la obtención de una serie de productos diversos terminados; cuando la distribución de dichos productos se efectúa según un solo plan entre decenas y centenares de millones de consumidores –venta de petróleo en América y en Alemania por el «Trust del Petróleo» americano–, aparece entonces con evidencia que nos hallamos ante una socialización de la producción y no ante un simple «entrelazamiento»; que las relaciones de economía y propiedad privadas constituyen una envoltura que no corresponde ya al contenido, que debe inevitablemente descomponerse si se aplaza artificialmente su supresión, que puede permanecer en estado de descomposición durante un período relativamente largo –en el peor de los casos, si la curación del tumor oportunista se prolonga demasiado–, pero que, sin embargo, será ineluctablemente suprimida». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Imperialismo fase superior del capitalismo, 1916)
Hoy está claro para todos que el «tumor del oportunismo» ha prolongado la vida del capitalismo monopolista. También está claro que la antítesis revelada por Lenin, producción social y propiedad privada de los medios de producción, se debe resolver ahora. Y que lo debemos resolver, esencialmente, nosotros. Y ese «nosotros», quiere decir nuestros partidos de hoy, la clase obrera de hoy, la masa popular de hoy.
¿Y para sustituirlo con qué, compañeros? Si reaccionamos estrictamente como sectarios contestaremos: con el socialismo. Si reflexionamos que no somos la única fuerza que necesita contar con otras fuerzas populares, que junto con nosotros combaten a muerte contra el nazi-fascismo-falangismo, que junto con nosotros deben participar en la reconstrucción del mundo, después de la victoria, que no estamos en presencia de un fenómeno aislado, localizado, sino de un fenómeno universal, que estamos ante un cambio de civilización en escala mundial: nos guardaremos mucho y bastante de forjarnos una línea rígida de aplicación nacional.
Es necesario, en primer lugar, que barramos el camino.
Sin miedo a equivocarnos podemos afirmar que la opinión universal contra el capitalismo monopolista está hecha. «La teoría se convierte en una fuerza material tan pronto como prende en las masas», Dijo Marx. La «teoría» anticapitalista-monopolista ha prendido entre las masas. Es, por tanto, una fuerza material. La «teoría» del nuevo régimen que ha de sustituir el capitalismo monopolista: la producción social; propiedad social de los medios de producción, ha prendido también en las masas, es una fuerza material, pero no goza todavía de la universalidad del anticapitalismo-monopolista. Los agentes de los monopolistas y muy particularmente su creación, la niña de sus ojos, el nazi-fascismo-falangismo, han estorbado con éxito la polarización de opiniones. Recogieron el odio creciente de la mediana y pequeña burguesía, del campesinado, de la masa «neutral» media, de intelectuales y funcionarios, de patriotas a secas, contra los excesos y los estragos del capitalismo monopolista del sistema y predicaron con perseverancia infatigable la «teoría» providencialista, la «buena nueva»: el regreso al campo, a la agricultura de la vida bucólica de los antepasados, a los gremios medievales, a la producción familiar, el despegue de la «sustancia y nervio nacional»: las clases medias en peligro mortal de proletarización por culpa de los monopolistas, de la oligarquía financiera. Y bordado en sus banderas de combate: ¡«Mueran los plutócratas! ¡Mueran los monopolistas!».
Aunque a nosotros, marxistas, nos parezcan infantiles, estos eslóganes fabricados por los agentes de los monopolistas «prendieron» entre la masa, se convirtieron, por tanto, en una fuerza material. Desde la finalización de la Primera Guerra Mundial, el capitalismo monopolista ha ido adelante apoyandose en dos muletas: una, la reformista, que paralizaba la acción revolucionaria de la clase obrera, la otra, la fascista, que exaltaba las clases medias, el campesinado, los patriotas, el conjunto de la masa «neutra», el peso de la cual cuenta si uno acierta a movilizarla. Una y otra muleta están bien agrietadas. La primera más que la segunda. Hay que desmenuzarlas. La muleta reformista está ya tan carcomida que ni los propios reformistas supervivientes se atreven a sacarla de la buhardilla. Ahora se van desconcertados, detrás del plan Beveridge, detrás la cuadratura del círculo. La muleta fascista será enterrada con la victoria militar de las Naciones Unidas. Con no demasiado fundamento, pero, los monopolistas no pierden la esperanza de descolgarla, mientras los eslóganes que sirvieron el nazi-fascismo-falangismo no serán enterrados con ella.
¿Es posible volver del capitalismo monopolista al régimen de libre concurrencia, al liberalismo económico? No, compañeros. El viejo capitalismo murió al dar nacimiento al imperialismo, al capitalismo monopolista. Es imposible encontrar, nos dice Lenin, «principios firmes», «hasta concretos» para la «conciliación» del monopolio con la libre concurrencia. El capitalismo monopolista es la fase superior al capitalismo liberal. Por lo tanto, la libre concurrencia se ha transformado en un ideal reaccionario. En el seno de un sistema económico actual van creándose los elementos del sistema que lo sustituirá. Y el sistema que se va forjando en el interior del condenado a la caducidad, a la muerte, es siempre superior. Los modos de producción y las relaciones de producción provocan el salto de un sistema viejo a un sistema nuevo. Por lo demás, la historia humana no es una repetición de círculos concéntricos de regreso constante a un punto de partida constante: es una ascensión progresiva, saltos de etapas inferiores a etapas superiores. Por eso nunca se ha producido un regreso a sistemas económicos históricamente superados. Del trabajo tribal no se volvió al trabajo comunista primitivo. De la esclavitud no se volvió a la economía patriarcal. De la servidumbre no se volvió a la esclavitud. Del sistema asalariado no se puede volver a la servidumbre, como de la libre concurrencia no se puede volver a la manufactura y los gremios. Del mismo modo, del capitalismo monopolista no se volverá a la libre concurrencia. La lógica de la historia es de acero.
«El monopolio, el cual nace única y exclusivamente de la libre concurrencia, es el trámite del capitalismo a otro sistema social-económico más elevado». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Imperialismo fase superior del capitalismo, 1916)
¿Es posible retornar del capitalismo monopolista a la economía «pastoril agraria», a la manufactura de antes de la Revolución francesa, a los gremios, a las ciudades «libres» y a las regiones feudales de la Edad Media, a fin de salvar las clases medias del sistema de opresión colonial y del estrangulamiento financiero, de una proletarización que se ha acelerado desde la advertencia del monopolismo? La respuesta, la encontraremos en la conducta del nazi-fascismo-falangista. Este «ideal» era la médula –teórica– del fascismo de Mussolini, del nacional-socialismo de Hitler, del nacional-sindicalismo de Franco. ¿Qué ha quedado de tanta pamplina llamativa? Conquistado el poder, hicieron exactamente una política contraria: reforzaron los monopolios, es decir, el capitalismo monopolista, hicieron de esto una política oficial y la impusieron con la brutalidad característica del régimen. Pocos meses después de la toma de poder, el 15 de julio de 1933, Hitler dictó la ley de organización forzosa de los cárteles. Por mandato de esta ley se constituyeron inmediatamente o se agrandaron los siguientes cárteles: de fabricación de relojes, de cigarros y tabaco, de papel y cartón, del jabón, de los cristales, de redes metálicas, de acero estirado, del transporte fluvial, de la cal y soluciones de cal, de tela de yute, de la sal, de las llantas de los automóviles, de productos lácteos, de la fábricas de conservas de pescado. Para todos estos cárteles, nuevos unos y otros reforzados, se dictaron disposiciones que prohibían la construcción de nuevas fábricas y la incorporación inmediata de los industriales independientes. Se prohibieron también la construcción de nuevas fábricas y el ensanchamiento de las existentes en las ramas industriales ya cartelizadas: del zinc y del plomo laminado, del nitrógeno sintético, del superfosfatos, del arsénico, de los tintes, de los cables eléctricos, de las bombillas eléctricas, de las lozas, de los botones, de las cajas de puros, de los aparatos de radio, de las herraduras, de las medias, de los guantes, de las piedras para la reconstrucción, de las fibras, etc. Las nuevas leyes dictadas de 1934 a 1936, aceleraron la cartelización y el reforzamiento de los cárteles ya existentes. El resultado de esta política fue que a finales de 1936 el conjunto de los cárteles comprendían no menos de las 2/3 partes de la industrias de productos acabados, en comparación con el 40% del total de la industria alemana, el 100% del total de la industria alemana, el 100% de las materias primas de las industrias semifacturadas, y el 50% de la industria de productos acabados, en comparación con el 40% existente a finales de 1933. Mussolini cartelizó por la fuerza la marina mercante, la metalurgia, las fábricas de automóviles, los combustibles líquidos. El 16 de junio de 1932 dictó una ley de cartelización obligatoria en virtud de la que formaron los cárteles de las industrias del algodón, cáñamo, seda y tintes. En España, nunca la oligarquía financiera había sido tan omnipotente como bajo el régimen del traidor Franco.
Pero no se puede decir que ésta es una política económica impuesta por el nazi-fascismo-falangismo, que no vale como enjuiciamiento general para el capitalismo monopolista. Lo cierto es que los Gobiernos de los países formalmente demócratas han tenido la misma política. Antes que Hitler, los diferentes gobiernos de la República de Weimar crearon y abonaron los monopolios. Es más: salvaron a muchos de la ruina con subvenciones estatales, es decir, del pueblo alemán. En 1932, el Gobierno alemán decidió subsidiar con 40.000.000 de marcos y con créditos asegurados por 70.000.000 a la empresa naviera Hapag-Lloyd, el mayor monopolio de la marina mercante alemana. En 1931, el Gobierno alemán «ayudó» las fábricas unidas del acero, el trust más grande de Europa, comprándole acciones, a un precio cuatro veces superior al de mercado, por valor de 110 millones de marcos. En 1931, el Gobierno alemán espoleó la absorción de dos grandes bancos por el Banco de Dredsner, es decir, la creación de un super-trust bancario, dando a éste una subvención de 525 millones de marcos antes de 1933, el pueblo alemán había perdido ya totalmente 288000000 y luego, con Hitler, perdió el resto, más de 100 millones de marcos, que ya fue obsequio de los nazis a la oligarquía financiera. Antes de Hitler, el Gobierno alemán «avanzó» a los trusts bancarios alemanes más de 1.500 millones de marcos. El Gobierno austriaco subvencionó el Crédito Anstalt con 723 millones de chelines austriacos, una suma casi igual a las pérdidas sufridas por la oligarquía financiera. En Gran Bretaña, debido a las leyes de las minas de carbón de los años 1931-1932, se formaron sindicatos regionales de control de la producción y de los precios y de «racionalización», esto quiere decir la paralización de las minas «antieconómicas», con ello cientos de miles de obreros fueron lanzados al infierno del paro forzoso. En Estados Unidos, los «códigos de competencia leal» de Roosevelt reforzaron las tendencias monopolistas y aceleraron el sometimiento de las empresas pequeñas y medianas a los monopolios. En Francia, la «República financiera» por antonomasia, la concentración monopolista siempre fue acompañada de altibajos políticos y se caracterizaba, por añadidura, por los frecuentes escándalos como los del Caso Stavisky, que mostraron a la superficie la profunda corrupción interior. En España, la República siguió las huellas económicas de la monarquía y la oligarquía financiera y los monopolios ferroviarios, eléctricos, de los teléfonos, del papel, del azúcar, del tabaco, etc., que continuaron recibiendo la ayuda del Estado cuando lo necesitaban o cuando «demostraban» que lo necesitaban.
En el régimen nazi-fascista-falangista, o en el régimen formalmente democrático, el capitalismo monopolista es quién dicta la ley. Como decimos nosotros: ¿quién manda en casa? El monopolio está por encima de la nación, del régimen político y «otras particularidades». Por ello con el capitalismo monopolista no se trata ni se pacta. Tampoco se puede sustituir, como acabamos de ver, con sistemas pasados para siempre a la historia. Sólo se puede sustituir con un sistema socio-económico más elevado.
Barriendo el camino hemos llegado, compañeros, a la cuestión central de esta conferencia.
La nación, bajo el capitalismo monopolista ha perdido la soberanía. La nación, si el capitalismo monopolista venciera la crisis de la posguerra cercana como venció la crisis de la posguerra anterior, sufriría, no ya una política de mediatización efectiva y de respeto soberano aparente, sino una política abierta de agresiones, de anexiones, de privación del derecho nacional de autodeterminación; el Gobierno Militar Aliado de los Territorios Ocupados (AMGOT) a escala mundial. La nación, por tanto, por el recobro y en defensa de su soberanía, del derecho inalienable de autodeterminación, no tiene más que una salida: aniquilar a nivel nacional el capitalismo monopolista. ¿Significa esto disolver los monopolios? No, compañeros. El capitalismo monopolista ha creado una organización técnico-económica progresiva, unos modos de producción y unas relaciones de producción superiores a los del viejo capitalismo muerto y enterrado. La destrucción de los monopolios sería un error grave y una regresión política. La nación recobrará la soberanía, la afianzará, ejercerá libremente el derecho de autodeterminación aniquilando el capitalismo monopolista de una vez y de una sola manera: nacionalizando los monopolios.
Para la nación es el dilema de acero.
En el duelo histórico entre la nación y el capitalismo monopolista, la victoria será de la nación, pues la nación es una entidad progresiva, en ascensión, y el capitalismo monopolista es un sistema socio-económico regresivo llegado a la etapa última de evolución, en estado definitivo de descomposición y de parasitismo. La nación no es en sí misma una fase definitiva de la convivencia humana. Pero así como el capitalismo monopolista no tiene ya ante sí más que la muerte, la nación debe cubrir todavía otras etapas progresivas antes de morir. El capitalismo monopolista, como todo sistema de opresión y de estrangulamiento financiero, que tiende a la dominación y no a la libertad, a la explotación humana y no a la cooperación fraternal entre los hombres, muere de muerte violenta. La nación, como entidad de convivencia humana que tiende a la libertad y no a la dominación, a la cooperación y no a la explotación, morirá de muerte natural, en la perspectiva lejana, cuando su función histórica se haya terminado, no por imposición, sino por agotamiento, por evolución. Del clan a la tribu, de la tribu a las ciudades libres y regiones feudales, de éstas, a la nación feudal, de ésta a la nación burguesa soberana, de ésta a la nación burguesa mediatizada por la finanza internacional. De este a la nación popular, a la nación socialista, los núcleos humanos reunidos por razones históricas y factores geográficos determinados, han subido peldaño a peldaño la escalera del progreso humano, correspondiente a cada fase histórica a modos de producción y relaciones de producción ascendentes. Y en la evolución histórica es evidente que únicamente en el seno de la civilización comunista plenamente desarrollada, la nación perderá su carácter progresivo, de entidad histórica necesaria, y en ascensión a fases superiores. Sólo entonces, la nación desaparecerá, morirá de muerte natural, como morirán la democracia y el Estado. Morirán la democracia, el Estado y la nación, porque «hombres nuevos en circunstancias nuevas» –como dijo Marx– no necesitarán la compulsión mayoritaria, esencia de la democracia, ni la coerción de un aparato en manos de la clase dirigente, esencia del Estado, para cumplir con sus deberes para con ellos mismos y la colectividad, porque estos «hombres nuevos en circunstancias nuevas» no serán, no se sentirán nacionales, sino universales. Evidentemente, compañeros: la batalla histórica entre la nación y el capitalismo monopolista será ganada por la nación.
Pero, compañeros, Stalin acaba de decirnos que la fiera mortalmente herida que se va al cubil es peligrosa y que antes de llegar al cubil, antes de matarla, puede causarnos grandes daños y dolor. Al capitalismo monopolista herido de muerte, hay que rematarlo.
Si la nación no actúa inmediatamente después de la victoria militar de las Naciones Unidas, si no se esfuerza para agotar los frutos de esta victoria inevitable, el capitalismo monopolista en agonía se lanzará contra ella. No hay que hacerse ninguna ilusión: se lanzará contra ella con el propósito de prolongar su vida sembrando la muerte a su alrededor. El capitalismo monopolista no se contenta con intervenir en la vida nacional para extraer riqueza y poder. Va mucho más lejos.
Ya en 1916 Lenin reveló, genialmente, que el capitalismo monopolista es anexionista, que tiende a suprimir el derecho de autodeterminación de las naciones. Y bien, compañeros, estamos ya en este periodo, el capitalismo monopolista puede aplazar su fin inevitable. Durante mucho tiempo, circuló la «teoría» de «el hombre blanco», de la «carga del hombre blanco». Los blancos tenían la misión, la «carga», de civilizar negros, amarillos, hindúes y mestizos, llevarles la «buena nueva», la «civilización cristiana, occidental». Pero los hombres blancos tenían a la vez el deber «sagrado» de respetarse entre ellos, la nación blanca era «tabú» para las otras naciones blancas. Una nación, un Estado europeo tenía licencia para saquear, asesinar hombres negros, amarillos, hindúes y mestizos, para quemar sus pueblos y ciudades, para uncir a la explotación capitalista. Pero si esta nación o Estado codiciaban el dominio colonial sobre una nación o Estado de su «clase» se ganaba el reproche universal, el epíteto de bárbaro. Esta «teoría», careta tartufiana de los imperialistas, está bien muerta. El capitalismo monopolista lo ha matado. Los monopolistas han descubierto que los mejores clientes no son los negros, los amarillos, los hindúes, los mestizos, sino los blancos, que los mercados más codiciables no son de vida, que las naciones a conquistar no son las embrionarias, ya repartidas, sino las superiores, las industrializadas. La primera brecha en la «teoría» del hombre blanco, la produjo la Alemania de Bismarck al apoderarse por la fuerza de las armas de dos provincias francesas: Alsacia y Lorena. La segunda rendija la produjo el capitalismo monopolista al mediatizar la soberanía nacional, de las naciones y de los Estados grandes y pequeños, de manera directa y por medio de las oligarquías interiores, de las capas dirigentes de la nación y del Estado. Y la teoría, finalmente, ha sido desmenuzada por el nazi-fascismo-falangismo, niña de los ojos del capitalismo monopolista. Los nazis han «conquistado» los pueblos europeos, con la voluntad de colonizarlos, de convertirlos en comunidades agrarias, embrutecidas y al servicio del nuevo feudalismo teutónico. Tras este derrumbe, ya todo el mundo se atreve. ¿Qué es el Gobierno Militar Aliado de los Territorios Ocupados sino la voluntad colonizadora del capitalismo monopolista? ¿Cómo puede interpretarse de otro modo la proposición del mariscal Smuth de incorporar al imperio británico, con categoría de dominio, Holanda, Bélgica y Francia? ¿Cómo pueden interpretarse de otro modo los sondeos y la propaganda de conocidos agentes del capitalismo monopolista sobre la prefederación europea, federación que sería reaccionaria, como lo habría sido la predicada después de la Primera Guerra Mundial y denunciada con tanto vigor por Lenin? La perspectiva no puede ser más clara, compañeros. Si el capitalismo monopolista se reanuda de la crisis agudísima de las guerras supuestamente nacionales, los conflictos de fronteras y de intereses supuestamente nacionales se sucederán por un período más o menos largo, como ocurrió en la posguerra pasada, hasta el momento en que los conflictos internos, el envenenamiento al último grado de las contradicciones del capitalismo monopolista desatarán la Tercera Guerra Mundial. Y la nación resurgida de las cenizas, debería reconstruirse, haciendo esfuerzos gigantescos, para cumplir su misión histórica, truncada ahora.
¿Este nuevo período de guerras y conflictos, una Tercera Guerra Mundial, son exigencias históricas, un período que nos impone analizar objetivamente los factores en presencia? No, compañeros. Ocurre precisamente todo lo contrario.
Después de la guerra contra el nazi-fascismo-falangismo, el capitalismo imperialista está en trágica orfandad. El primer período de la posguerra anterior fue de inestabilidad del régimen capitalista. El período a iniciar en la posguerra cercana, la inestabilidad del régimen capitalista mucho más profunda. En el primer período de la posguerra anterior, el Estado, el instrumento de opresión y de represión del régimen capitalista, sufrió una crisis de equilibrio que le obligó a aparecer «neutral» –como dice Lenin– entre las «clases en lucha». En el período a iniciar en la posguerra cercana, el «equilibrio», la «neutralidad» del Estado serán indiscutiblemente mayores. Y las razones de esta afirmación son definitivas. El capitalismo monopolista habrá perdido los auxiliares más preciados, el reformismo de una socialdemocracia que fue mayoritaria en el movimiento obrero, el nazi-fascismo aplastado por la fuerza militar de las Naciones Unidas, las capas dirigentes que le ayudaron a mediatizar las soberanías nacionales y las que, por la traición nacional cometida antes y en el curso de la Segunda Guerra Mundial, serán necesariamente incompatibles con la nación. La conjunción de estos tres elementos determinará la toma del poder político por las masas populares, dirigidas por la clase obrera, por la masa nacional que no traicionó la nación, que derramó su sangre para reconquistar la nación, para enjuagar de la nación los invasores, colonizadores y sus agentes e instrumentos anteriores. Y si la masa popular dirigida por la clase obrera, unida en el combate de hoy contra el nazi-fascismo-falangismo, continúa unida mañana, para reconstruir la nación y recobrar la soberanía nacional, ¿qué potente fuerza podrá ponerse frente a ella en un esfuerzo supremo para cerrarle el paso, para quitarle de nuevo la nación y ponerla al servicio capitalista monopolista?
La fuerza de las masas populares dirigidas por la clase obrera será tan potente, tan extraordinaria, que se puede hacer una afirmación de perspectiva histórica enorme: las masas populares dirigidas por la clase obrera podrán tomar el poder político de la nación y marchar adelante en el proceso de su reconstrucción democráticamente. Unas naciones, según sean las condiciones objetivas y la real correlación de fuerzas, podrán quemar etapas y organizarse en nación socialista. Otras, de acuerdo también con las condiciones objetivas y la correlación de fuerzas, podrán organizarse en nación popular, pasar, por tanto, por una fase de transición hacia el socialismo y por la vía de los principios socialistas. En uno y otro caso la nación popular y la nación socialista podrán organizarse, después de la victoria de las Naciones Unidas democráticamente y desarrollarse democráticamente, si bien, en el mismo período, la lucha de clases no se debilitará, sino que se agudizará.
¿Es esto oportunismo, compañeros?
¿Es esto obligar a negar la ley de la violencia necesaria, en los cambios de civilización, formulada por Marx y Engels, ratificada por Lenin y Stalin, confirmada por la historia?
¿O es, contrariamente, una consecuencia lógica de los principios básicos del marxismo-leninismo-stalinismo, su aplicación dialéctica?
Oportunismo es colaboración de clases, reforzamiento del régimen capitalista mediante una política de reformas que no afectan a la sustancia del régimen y que paralizan la acción revolucionaria de la clase obrera, esencialmente. ¿Es la colaboración de clases, es la política de reformas, a la conclusión a la que hemos llegado?
Esta conclusión es el resultado de un principio básico: la soberanía nacional y el capitalismo monopolista son incompatibles y su consecuencia lógica: el retomar la soberanía para la nación supone la previa liquidación del capitalismo monopolista, vale decir, como primera medida, la nacionalización de los monopolios. Esto no es colaboración de clases, sino aniquilamiento del capitalismo monopolista, esto no es reforzamiento del régimen capitalista, sino la sustitución por otro régimen superior. No estamos ante una política de reformas, sino de transformación socio-económica.
La nación popular y la nación socialista marchan juntas hasta un cierto punto donde se bifurcan, la socialista para ir a la realización integral e inmediata del socialismo, la popular para desarrollarse en un régimen transitorio y de coexistencia de producción y propiedad social, y de producción social y propiedad privada. En una evolución posterior la nación popular se reencontrará con la nación socialista en el camino que conduce a la nación comunista. Marchan juntas en la acción para el aniquilamiento de los monopolios y la ejecución de la revolución agraria y se separan, porque la nación socialista socializará todos los medios de producción y la popular nacionalizará una parte, si bien sustancial. Una u otra estructura nacional no será el fruto del azar, sino de circunstancias bien conocidas, de condiciones objetivas bien caracterizadas y, esencialmente, del grado de unidad integral de la clase obrera, de la efectividad de la alianza permanente obrera y campesina. Como también la posibilidad de una reconstrucción democrática estará determinada, esencialmente, por el grado de unidad de la clase obrera, de efectividad de la alianza permanente obrera y campesina. Esto quiere decir, aunque ya se concluye claramente del texto, que la toma del poder y la restauración nacional podrán hacerse, no deberán hacerse, democráticamente. Pero, ¿qué deberá ser la nación popular, la democracia popular, allí donde esta estructura transitoria sea impuesta por la realidad histórica?
Primeramente: ¿a quién corresponderá la dirección de la nación? La lógica de la historia nos demuestra que las clases, castas o capas dirigentes de la nación pierden la hegemonía política, la dirección, cuando traicionan la nación. Al estallar la Revolución francesa, revolución de la burguesía por la toma del poder político, dirigían la nación francesa, en torno al rey absoluto, la aristocracia y la iglesia, es decir, la casta feudal. En derrota, la aristocracia y el alto clero huyeron al extranjero y desataron la guerra en el extranjero contra su patria, contra la nación, la guerra de los príncipes alemanes, de las monarquías inglesa y española, la guerra de todos los feudales que temblaban por sus privilegios. La revolución francesa triunfó y los aristócratas y la iglesia, la casta feudal, perdieron para siempre la hegemonía política, la dirección política de la nación francesa. Intentaron rehacer el Estado feudal tras la caída de Napoleón, 1815. Pero eran un cuerpo tan extraño a la nación, tan contradictorio con la fisonomía de la nación que había cambiado radicalmente en el curso de las jornadas y guerras revolucionarias y de las campañas napoleónicas, que se ahogaban en la incongruencia y cayeron del todo sin pena ni gloria y sin ninguna perspectiva de reinicio. Este antecedente histórico se aplica cien por cien a las capas dirigentes del capitalismo monopolista. Los herederos de la revolución francesa también han traicionado la nación. La traicionaron antes, entregando la soberanía nacional a la oligarquía financiera. La han traicionado definitivamente al comenzar la Segunda Guerra Mundial al entregar la nación al opresor, colaborando con el invasor para reformar la servidumbre de la nación y de los nacionales. Como los aristócratas y los clérigos del siglo XVIII libraron la defensa de sus intereses y privilegios de clase con el extranjero, con los enemigos mortales de la nación. Como los aristócratas y los clérigos del siglo XVIII han ahogado en sangre a patriotas y, yendo más lejos aún, han profundizado su traición, han pretendido la colonización definitiva de su país a cambio de una limosna llamada «coparticipación» en el poder de los colonizadores. Como los aristócratas y clérigos del siglo XVIII, la alta burguesía y las capas que le apoyaban en el poder y que la han acompañado en la traición, han perdido históricamente, la hegemonía, la dirección política de la nación. ¿O puede alguien creer que todo lo que ha sucedido no ha sido más que un episodio pasajero, sin trascendencia histórica, que, pasada la tormenta, traidores y traicionados sentarán alrededor de la misma mesa para rehacer amistosamente la vieja estructura política y económica de la nación, para mantener los primeros el bastón de mando y los segundos la tarea humilde de los explotados sin redención? La historia nos demuestra que el síntoma fatal de un régimen, de una civilización no ya en periodo de descomposición y parasitismo, sino de trance de muerte, es la corrupción histórica y cínica de sus capas dirigentes. Las viejas civilizaciones de la edad antigua son la prueba indiscutible. En vísperas de la revolución francesa, la aristocracia y el alto clero estaban corrompidos hasta la médula de los huesos. El Estado degeneró en una casa pública en la que todo se compraba y se vendía, donde la diversión sin freno de los poderosos contrastaba con la miseria sobrecogedora de la nación, en donde se veía las vehementes aspiraciones económicas y las osadías intelectuales de la clase que tenía que recoger el poder político desde del lodo en el que se revolcaba. ¿No es este hoy el espectáculo que tenemos ante nuestros ojos? La profunda e incurable corrupción política de los altos círculos dirigentes, fruto y pregón de la Primera Guerra Mundial y de la compra-venta de hombres y de patrias, practicada por el capitalismo monopolista parasitario y en descomposición acelerada, dio a luz en toda la vida nacional a la figura símbolo de un régimen, de una civilización condenada a muerte: los Quisling de la Segunda Guerra Mundial. Cuando las clases y capas dirigentes de una nación llegan a una degeneración colectiva, un capítulo de la historia humana se cierra, otro se abre. La aristocracia y el clero podridos fueron lanzados del poder por una burguesía triunfante y que predicaba la virtud y el amor al género humano. La podrida oligarquía financiera será lanzada del poder por la masa popular dirigida por la clase obrera triunfante que no predica, sino que practica la virtud y el amor fraternal entre los hombres y los pueblos. Pero, compañeros, ¿qué es la masa popular? Si no contara con una fuerza aglutinante, con una clase dirigente y heredera histórica del capitalismo monopolista, sería un conjunto heterogéneo de hombres e incapaz de una acción coordinada hacia una finalidad concreta. Por ello, necesariamente, al hablar de la masa popular como entidad histórica que debe reconquistar la nación, restablecer su soberanía y construir su civilización, surge con esplendor deslumbrante la clase obrera, la clase dirigente, la clase columna vertebral de la nación. Y surge necesariamente, como una inevitable conclusión histórica, la clase obrera, porque es la más nacional, la más consecuente, la heredera indiscutible del capitalismo monopolista, la que contiene y ha asimilado la teoría y la práctica del nuevo mundo a crear. La clase dirigente y constructiva de la nación socialista de la clase obrera. Pero, compañeros, la clase dirigente de la nación popular, estructura nacional transitoria, debe ser también, no puede ser más que la clase obrera. Esta conclusión nos lleva a una revisión de valor, a un desplazamiento absoluto de fuerzas y de perspectivas políticas. En la posguerra anterior, el capitalismo monopolista formó gobiernos de coalición burguesa, con participación de la clase obrera dirigida, mayoritariamente, por la socialdemocracia. La finalidad única de aquellos gobiernos de coalición y la de los gobiernos homogéneos socialdemócratas permitidos con clara visión política de los «gobiernos efectivos» de la oligarquía financiera –no fue otra– que la de reforzar la estabilidad política del régimen capitalista. En la posguerra próxima y en las naciones populares que se constituyan como una consecuencia obligada de la Segunda Guerra Mundial, se formarán gobiernos de coalición obrera y campesina con participación de la mediana y pequeña burguesía y la misión esencial de los cuales será asegurar el poder de la nación y su desarrollo hacia la estructura superior socialista. En la posguerra anterior, los gobiernos de coalición reformaron el Estado burgués, estabilizaron el régimen capitalista, y en la posguerra cercana los gobiernos de coalición en la nación popular, aniquilarán el Estado burgués, bastará el Estado popular como instrumento de consolidación y desarrollo de la democracia popular, el Estado nuevo que aplastará cualquier intento de retorno ofensivo del capitalismo monopolista.
En segundo lugar: ¿cuál debe ser el contenido socio-económico de la nación popular? Una política de reformas sería la negación de la nación popular. Suceda lo que suceda, será después de la victoria de las Naciones Unidas. Pero es seguro que no se volverá a la estéril y contrarrevolucionaria política de reformas. Esta política está condenada por la experiencia histórica. En el tira y afloja de la política de reformas la última palabra ha sido siempre del capitalismo monopolista y la última miseria de la clase obrera, es decir, del conjunto nacional. Nación popular significa nacionalización de los monopolios: de la banca y de los seguros, de las materias primas y de los transportes, de la industria pesada y de los servicios públicos, del combustible y del comercio exterior. Nación popular significa acelerada industrialización de la agricultura: nivelar el progreso industrial y el progreso agrícola, suprimir las rentas parasitarias, que la tierra sea de quien la trabaja. En la nación popular coexistirán la economía social básica, la economía particular de la mediana y pequeña burguesía nacional y comercial de contenido social, sin embargo, al servicio de las necesidades sociales de la nación, la economía cooperativa de consumo, de sanidad social, de compra y venta en común de los sindicatos agrarios, y la economía cooperativa de producción, agraria y menestral. Si tenemos presente la experiencia histórica podemos afirmar que la mediana y pequeña burguesía no tendrán ni la fuerza ni la voluntad de oponerse a la coexistencia de varias economías con tendencia en la perspectiva, de fundirse en una sola y superior, y al instrumento político que será la consecuencia obligada. El sistema de opresión colonial y de estrangulamiento financiero que les impone el capitalismo monopolista, acerca sus intereses inmediatos a los intereses de la clase obrera, de la masa nacional. El enemigo es común y la unión de los explotados será siempre, no una necesidad sino una realidad.
En tercer lugar: ¿Cuál debe ser la tendencia internacional de la nación popular? La burguesía del viejo capitalismo, consideró la nación como su mercado natural. En el ejercicio de una soberanía no mediatizada, aquella burguesía defendió su mercado y lo convirtió, prácticamente, en monopolio. La acumulación de capitales, la progresiva concentración industrial, la transición de la humilde banca intermediaria a la banca prepotente del capital financiero, crearon el mercado mundial, del cual el mercado nacional no se pudo desligar, ni rehuir su caída en una dependencia absoluta. Para el nuevo capitalismo, el objetivo no es el mercado nacional, sino el mercado mundial; no reafirmar con la soberanía nacional un mercado nacional, sino borrar las fronteras, aniquilar las soberanías nacionales y refundir los mercados nacionales en el mercado mundial, campo de batalla de los grupos oligárquicos componentes del capitalismo monopolista. De ahí el cosmopolitismo del capitalismo monopolista, el cosmopolitismo de los Shylock contemporáneos. Evidentemente, la nación popular es la antítesis tanto del chovinismo nacional de la burguesía liberal, como del cosmopolitismo regresivo del capitalismo monopolista.
El baluarte de los monopolistas británicos es el imperio británico. Ensanchar el imperio, hacer de él un recinto cerrado de uso exclusivo, esa es «la aspiración sublime» de los monopolistas británicos. La defensa y la justificación del imperio es, por tanto, una necesidad vital para ellos. Igual que el ataque y el descuartizamiento del imperio, como unidad económica monopolizada por el capitalismo británico, es y será una necesidad vital para los monopolistas estadounidenses, no por razones ideológicas, sino, dadas las exigencias pregonadas de su estructura, de su tendencia a dominar y no a liberar, a un expansionismo imperialista sin límite y sin freno.
Siempre se han hecho grandes esfuerzos para popularizar la política colonial, presentándola como una «obligación» del hombre blanco, como una deuda histórica: incorporar las razas inferiores, los pueblos «salvajes», a la civilización occidental. El mayor esfuerzo en esta dirección lo han hecho los panegíricos del imperio británico, unos asalariados y otros, de buena fe. De una manera metódica nos presentan, no el imperio tal como es, sino los dominios, que forman con la metrópoli una federación más o menos voluntaria. Todo ello para llegar a la conclusión de que el imperio británico es una organización política y económica modélica, avanzada progresiva que puede ensancharse incorporando nuevos pueblos, nuevas naciones europeas. Esta propaganda se ha intensificado enormemente desde la trascendental reforma de la constitución soviética y raíz de la conferencia imperial habida anteriormente en Londres. ¿Verdaderamente, es una organización modélica? El imperio británico es una sociedad de naciones blancas unidas por la defensa de intereses comunes contra enemigos más fuertes que cada una de ellas separadas: el interés común, la explotación monopolista de un inmenso sector de la tierra, de cerca de 500 millones de seres humanos, negros, amarillos, hindúes, malayos, indonesios, mestizos, de un depósito inagotable de materias primas esenciales, de un mercado exclusivo para la exportación de capitales. En el imperio británico existen los subimperios de Australia, Nueva Zelanda y Unión Sudafricana que explotan como colonias propias miles de islas del Océano Pacífico y más de 10 millones de negros de las antiguas colonias africanas de Alemania. Siendo la población que habita los dominios y la metrópolis de origen anglosajón, la discriminación radical es un rasgo fundamental que los identifica, el concepto reaccionario de la superioridad de la raza anglosajona, contiene el rechazo absoluto por tanto, a mezclarse con las razas indígenas, a formar, en virtud del cruce biológico una nueva raza. Las poblaciones blancas de la metrópoli y de los dominios son verdaderos islotes de seres privilegiados en un océano de razas «inferiores», que explotan a muerte, y basándose en su explotación se ha convertido en una especie de aristocracia superior –la oligarquía financiera, monopolista– e inferior –los sirvientes y aprovechados más inmediatos, los sectores y los líderes del movimiento obrero que viven de las migajas imperialistas y que constituyen lo que Lenin llamaba «la aristocracia obrera»–. El principio stalinista según el cual los pueblos son iguales en derechos, pero no en deberes, pues los pueblos más avanzados tienen el deber de ayudar a los más atrasados hasta elevarlos, al menos, a su propio nivel, es para los blancos usufructuarios del imperio británico una herejía perfectamente bolchevique. Practican, con una consecuencia inquebrantable, el principio opuesto: mantener en la ignorancia, en el ensuciamiento a los pueblos «inferiores» y explotados, envenenar los odios religiosos y raciales que los dividen, alimentar las guerras civiles que los debilitan, conservar con cuidado las tradiciones más inhumanas, como la división de castas en la India, por ejemplo, subvencionar groseramente rajás y maharajás, reyes negros, reyes amarillos, soldados morenos, verdugos feudales que se pasean, enjoyados, en los cabarets y «casinos» de Europa. Naturalmente, estos blancos son atentos lectores de la Biblia y tienen una conciencia escrupulosa que les impide conocer las cosas por su nombre, que los obliga a cubrir las vergüenzas íntimas con frases y tesis filosófico-religiosas que tranquilizan el alma y abren, de par en par, las puertas del cielo. De esta táctica imperialista dicen: «respetar las costumbres locales, no intervenir en la vida local, proteger la tradición y la soberanía de los grupos antagónicos, restablecer el orden sólo cuando los odios locales lo perturban». Y aplicando esta «doctrina cristiana» es como en la India de hoy el virrey y los funcionarios británicos que controlan la India británica son ayudados por más de 500 príncipes feudales, por la guerra permanente de hindúes y musulmanes, por la trágica impotencia de más de 100 millones de intocables siempre en los umbrales de la muerte por inanición, por funcionarios de las castas «superiores» que embadurnan de «color local» el Gobierno imperial de toda la India.
No, compañeros, los pueblos liberados, por la victoria de las Naciones Unidas, por el aplastamiento inmisericorde del nazi-fascismo, no deben seguir las huellas «modélicas» del Imperio británico. No las seguirán. Tampoco pueden aspirar a convertirse en socios menores de los núcleos anglosajones que se enriquecen con la sangre y la miseria de tantos millones de seres humanos. Los pueblos no combaten hoy a muerte para consolidar y extender el latrocinio, la explotación, la tiranía del capitalismo monopolista: combaten a muerte para liberarse ellos mismos del capitalismo monopolista, para recobrar la perdida soberanía, para poner los cimientos de un internacionalismo proletario, humano, progresivo, cuyos principios tienen ya fuerza de ley en el más grande y más poderoso Estado del mundo contemporáneo: la Unión Soviética. La línea nacional staliniana será la línea de los pueblos liberados. La fisonomía de una nación es la de su clase dirigente. La nación chovinista, cerrada, correspondía a la fisonomía económica y, por tanto, política del viejo y enterrado capitalismo liberal. La nación mediatizada, moneda de cambio en el mercado mundial, ha correspondido a la fisonomía antinacional, extranacional, cosmopolita, de la oligarquía financiera. La nación popular, soberana y constructora de una civilización nueva y superior, tendrá, tiene ya allí donde se ha constituido la fisonomía de su clase dirigente: la clase obrera. Será nacional e internacionalista, nacional por la forma, internacional por el contenido. Y su tendencia constante no podrá ser otra que la de suprimir toda opresión nacional de las naciones mayores sobre las menores, la de proclamar la igualdad de derechos de todas las naciones, la de cumplir el deber que tienen las naciones más avanzadas en ayudar fraternalmente a las más atrasadas, la de derrumbar las fronteras económicas arancelarias que dividen hoy el mundo capitalista en innumerables estancos en los que se ahogan las masas trabajadoras, la de constituir pactos federativos amplios con las naciones más afines por razones históricas, económicas, culturales y geográficas, primero, con las más cercanas, con las alejadas tiempo después. Los filisteos del capitalismo monopolista nos hablan hoy, nos hablaron después de la Primera Guerra Mundial, de una poderosa Federación Europea controlada y dirigida, por supuesto, por la oligarquía financiera.
¿La posibilidad de una reconstrucción democrática de la nación, en la línea popular y en la socialista, es una herejía teórica, es un disfraz del oportunismo, es un intento de negación y, por consiguiente, de revisión de los principios marxistas? ¿O es, contrariamente, una interpretación marxista, dialéctica, de la situación presente y la perspectiva histórica inmediata? Evidentemente, Marx dijo:
«La violencia es la comadrona de toda sociedad vieja que lleva en sus entrañas otra nueva». (Karl Marx; El Capital, Tomo I, 1867)
Evidentemente, Lenin nos ha dicho:
«La sustitución del Estado burgués por el Estado proletario es imposible sin una revolución violenta». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; El Estado y la revolución, 1917)
Evidentemente, Stalin nos ha dicho:
«El paso del capitalismo al socialismo y la liberación de la clase obrera del yugo capitalista no puede realizarse mediante cambios lentos, por medio de reformas, sino únicamente mediante la transformación cualitativa del régimen capitalista, es decir, mediante la revolución». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; Materialismo dialéctico y materialismo histórico, 1938)
Si dialéctica es:
«En sentido estricto, el estudio de las contradicciones contenidas en la esencia materia del objeto». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Resumen del libro de Hegel «Lecciones de historia de la filosofía», 1915)
Si la:
«Ley del desarrollo es el trámite de los lentos cambios cuantitativos a los rápidos, repentinos, cambios cualitativos». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; Materialismo dialéctico y materialismo histórico, 1938)
¿Qué nos demuestra la realidad presente y la perspectiva histórica inmediata? En el régimen capitalista se han producido cambios, invisibles, los unos; conocidos, los demás, consecuencia inevitable de la lucha entre lo que parece estable y marcha hacia la muerte y lo que nace y se desarrolla. Estos cambios cuantitativos han sido lentos y se refieren a la correlación de fuerzas, a la progresiva caducidad del régimen que parecía estable y marchaba hacia la muerte, a la madurez histórica del régimen nuevo, al término del desarrollo capitalista, al agotamiento de la táctica de las reformas, al principio de aplicación de los principios socialistas. Los cambios cuantitativos, sin embargo, no cambian el régimen, no transforman su esencia. El capitalista sigue siendo capitalista hasta el momento en que el cambio cuantitativo es sustituido por el cambio cualitativo, la evolución por la revolución. Los cambios cuantitativos van agravando las contradicciones en la esencia de los objetos, sin alterar su contextura. Los cambios cualitativos ponen fin a las contradicciones en la esencia del objetivo viejo y crean otro objeto, absolutamente nuevo. Por eso el cambio cuantitativo es la evolución y el cambio cualitativo la revolución. En el Estado de Morelos (México) había una extensa llanura y de repente una explosión volcánica transformó la llanura en montaña en unos días de llamas y de fuego. Se produjo un cambio cualitativo, es decir, una revolución. Y si esta es una verdad absoluta, comprobada por la historia, cabe preguntarse:
¿La ley histórica de la violencia no se ha cumplido ya?
¿El cambio cualitativo, revolucionario, no se ha producido ya?
¿Y si las leyes de la violencia y del desarrollo ya se ha cumplido, debemos considerar la tierra como un conjunto de entidades humanas aisladas, cerradas, y en las que se debe cumplir, inexorablemente, mecánicamente, las leyes mencionadas? ¿O como un conjunto humano, interdependiente interinfluenciable, como un todo en el que repercuten los fenómenos cualitativos que se producen en una parte de él? ¿Y en la violencia que la sacude a fondo, no tenemos un hecho histórico que profundiza esta repercusión, con intensidad, claro, no uniforme, sino diversa, según sea la correlación de fuerzas actuales en el seno de cada entidad humana?
Vivimos, compañeros, en un ciclo histórico de violencia, la dureza y la duración de la que no tienen parangón. Este ciclo histórico comenzó con la Primera Guerra Mundial (1914-1918). En la Primera Guerra Mundial se produjo un cambio cualitativo: la gloriosa Revolución Socialista de Octubre (1917) que creó un Estado nuevo: la Unión Soviética, que opone a la vieja civilización capitalista una nueva civilización: la socialista, que se ha consolidado en una sexta parte de la tierra, que ha construido pieza a pieza, el poder más sólido, más invencible que la historia humana conoce. El resto del mundo que sigue sometida al sistema de opresión colonial y de estrangulamiento financiero, no volvió ya al equilibrio de antes de la Primera Guerra Mundial, pero continuó sometido a la violencia más extrema. Revoluciones y contrarrevoluciones, guerras coloniales, guerras de fronteras, guerras «ideológicas» desatadas por aniquilar los movimientos y los regímenes democráticos populares, conflictos innumerables y sangrantes provocados por la competencia entre grupos monopolistas rivales, la guerra activa y latente contra la Unión Soviética, las proporciones monstruosas de terror blanco y el surgimiento del nazi-fascismo-falangismo, esfuerzo desesperado y mortal de una sociedad condenada a muerte y que no se resigna a morir: esto ha caracterizado el armisticio entre las dos guerras mundiales. ¿Este ciclo de violencia gigantesca que ha costado a la humanidad decenas de millones de vidas, tesoros incontables, no puede ser cerrado por la Segunda Guerra Mundial, el coste en vidas y en riquezas excede en cifras astronómicas el de cualquier otro período de crisis? ¿Es que, compañeros, esta Segunda Guerra Mundial no es en sí misma «una gran revolución? ¿Es que, compañeros, la Revolución Socialista de Octubre ha sido un fenómeno limitado por unas líneas fronterizas? ¿La presencia histórica de la Unión Soviética que sale fortalecida de la prueba terrible de la guerra, no ha de provocar, aunque fuera sólo por gravitación natural, cambios profundos en el resto del mundo? ¿Debemos considerar el ciclo de violencia creado por un régimen que se consideraba estable y marchaba hacia la muerte, y el cambio cualitativo soviético, como hechos sin otra trascendencia histórica más que lo que ocurre en el mundo capitalista como lo universal y considerar que lo que ocurre en una nueva civilización creada en un enorme sector de tierra está aislado del resto por una altísima muralla china?
¿Qué nos demuestra la historia, compañeros?
La Historia nos demuestra que la burguesía no ha hecho más que una revolución violenta para tomar históricamente posesión del poder político: la Revolución Francesa (1879). La Historia nos demuestra que el régimen feudal murió históricamente al producirse el cambio cualitativo en uno de sus Estados: Francia, terminada la revolución, cerrado el ciclo de violencia abierto por ella con la derrota de Napoleón en 1815, el mundo europeo ya no pudo volver al 1789. La estructura interna había cambiado, la correlación de fuerzas también, siendo estos cambios la consecuencia inevitable de los modos de producción, de las nuevas relaciones de producción que la revolución y el largo periodo de violencia continental que siguió consolidaron y posaron en el camino de su desarrollo incontenible. Los aristócratas que regresaron del exilio en Francia, apoyados en las bayonetas de la Santa Alianza, pretendieron borrar la historia, dar por no existente el periodo vital 1789-1815, dictar las leyes y decretos reales de 1789 como si verdaderamente la tierra se hubiera detenido, reconstruir, por tanto, pieza a pieza, el mundo feudal que perdieron. Pero fueron impotentes ante la nueva nación, en la que eran un cuerpo absolutamente extraño. La nación y la casta feudal otra vez al poder hablaban un lenguaje diferente, el lenguaje vivo de la nación en marcha, el lenguaje de ultratumba de un fantasma reavivado por otros fantasmas del resto del continente que, si bien les parecía que estaban más vivos, estaban tan muertos como el fantasma francés. De esta antítesis salió un régimen híbrido en el que, sin embargo, la burguesía no perdió el dominio económico ni la coparticipación política, régimen que desapareció sin pena ni gloria pocos años después, cuando la burguesía francesa, respaldada por la masa popular de sentimientos republicanos que no pudo ahogar Napoleón, puso la corona real en manos de los Orleans. Con el cambio dinástico, la burguesía se amparó totalmente del poder político y la vieja casta aristocrática descendió a la categoría de escudera del nuevo señor. La burguesía se apresuró a realizar el lema de aquellos tiempos: «enriquecernos». Ciertamente, hubo un nuevo período revolucionario continental en Europa: el del 1848 al 1849. Pero su carácter histórico fue muy diferente. En Francia, estalló la revolución de 1848, no para asegurar el poder político de la burguesía, definitivamente alcanzado. La revolución francesa de 1848 tuvo dos fuentes de energía: la burguesía liberal y la juventud intelectual que se había identificado con los ideales y las pasiones gigantescas de la Gran Revolución y que aspiraban a restablecer la República aniquilada por Napoleón, y la clase obrera que ya perseguía fines propios, aunque de una manera intuitiva, romántica y no científica, ligada en la continuación histórica con el club «los iguales» de Babeuf y con la exaltación revolucionaria intransigente de Marat. Guillotinada la revolución de 1848 por la misma burguesía republicana atemorizada ante el surgimiento de una fuerza nueva homogénea, la fuerza proletaria, la conclusión histórica no fue que la burguesía asegurara un poder político amenazado por la casta feudal, sino por la clase obrera. En Alemania, la revolución de 1848 expresó el anhelo de la burguesía liberal y del proletariado por una democratización del Estado alemán, por su unificación. En uno y otro país la revolución no fue contra el feudalismo, sino contra la burguesía reaccionaria aliada con las fuerzas del pasado y el desarrollo de la democracia burguesa. En el ex imperio de Austro-Húngaro, la revolución del 1848-1849 fue, esencialmente, el renacimiento violento de las viejas nacionalidades oprimidas: checa, croata y eslovaca las que quisieron realizar la línea nacional que liberó el centro y sur del continente de América. El ciclo revolucionario 1848-1849 no fue, pues, una repetición de la Revolución Francesa, a fin de devolver a la burguesía un poder político que le hubiera sido arrebatado por la fuerza feudal. Fue la continuidad histórica de la revolución francesa, con contenido diferente, con factores nuevos, con nueva perspectiva. Esta es la conclusión a la que llegó Marx al analizar las revoluciones del 1848-1849: después de ellas, nos dice Marx, el poder del Estado se convirtió en un «arma nacional de guerra del capital contra el trabajo». Si las revoluciones del 1848-1849 tenían ya la característica fundamental de un antagonismo entre el capital y el trabajo, aunque confundido en sus inicios, la Revolución de 1871, la Comuna de París, fue ya una revolución proletaria, un ensayo del Estado socialista sin clases. Y si en todos los países europeos estallaron movimientos revolucionarios, estos se movían, se producían, se desarrollaban en el conjunto del régimen capitalista, no eran reacciones hacia el pasado, sino hacia el futuro. La Revolución Francesa enterró el régimen feudal, instaló la burguesía triunfante en el poder político. Las revoluciones del siglo XIX tuvieron como objetivo el desarrollo de la democracia en el régimen burgués estabilizado, siendo su motor un nuevo elemento histórico, al que la burguesía dio vida y aceleró el crecimiento en la medida que ella acumulaba capital y concentraba la industria y aceptaba el progreso técnico de la clase obrera. En el siglo XX, nos dijo Karl Marx, se desarrolló:
«El poder centralizado, con sus órganos correspondientes: el ejército permanente, la policía, la burocracia, el clero y la judicatura. (...) El poder del Estado ir logrando cada vez más el carácter de un poder social por la opresión del trabajo, el carácter de una dominación de clase. Después de cada revolución que señalaba un paso adelante en la lucha de clase, se acusaba con rasgos aún más salientes el carácter permanente represivo del Estado». (Karl Marx; La Guerra Civil en Francia, 1871)
Napoleón, espada militar de la burguesía triunfante, fue vencido. Pero el Código Civil de Napoleón de 1804, monumento de los derechos y privilegios de la burguesía dirigente y propietaria del Estado, venció los residuos feudales que la Santa Alianza pretendió vitalizar.
Si la historia nos demuestra que la burguesía tomó posesión del poder político con una revolución, que el régimen feudal murió históricamente con un solo cambio cualitativo en uno de sus Estados, ¿debemos concluir que la clase obrera tiene que hacer necesariamente, inexorablemente, una revolución violenta en cada Estado o Nación, que la Revolución de Octubre, que el cambio cualitativo del que surgió el mundo nuevo, la Unión Soviética, son hechos históricos de menor trascendencia que la revolución francesa, que su influencia y su fuerza se detiene al llegar a la línea caprichosa «de una frontera política»? ¿Debemos concluir que si el Código Civil de Napoleón tuvo un valor universal, la Constitución Staliniana de 1936 no puede tener más que un valor doméstico? Bien ciegos seríamos si llegáramos a conclusión tan absurda, tan antihistórica.
¿Qué nos demuestran, compañeros, no la historia, sino los hechos que se han producido en los últimos años, en este periodo del cual son actores y testigos? Se han constituido dos naciones populares y tres naciones socialistas, sin que, en ninguno de los cinco casos, la clase obrera se viera históricamente obligada a repetir una Revolución de Octubre. Se han constituido dos naciones populares en el continente asiático: las Repúblicas de Mongolia y Tannu Tuva, el contenido socio-económico de las cuales es sustantivamente el mismo que hemos visto más arriba. Se han constituido tres naciones socialistas en el continente europeo: Estonia, Letonia y Lituania. Las naciones asiáticas se crearon democráticamente, pacíficamente. Las tres naciones socialistas europeas se constituyeron democráticamente, pacíficamente. En los países bálticos una conmoción política parecida a la nuestra del 14 de abril de 1931, echó del poder a los Quisling del capitalismo monopolista, los agentes de la Alemania hitleriana. Los pueblos en posesión del poder político eligieron democráticamente en Cortes Constituyentes y con los representantes populares, por votación mayoritaria, acordando constituirse en nación socialista y solicitaron el altísimo honor, que consiguieron, de formar parte de la gloriosa familia de la Unión Soviética. ¿Y si la realidad histórica de nuestros días nos demuestra que es posible reconstruir un país en la línea de la nación popular o de la nación socialista, debemos concluir que necesariamente, inexorablemente, la clase obrera del resto del mundo debe hacer una Revolución de Octubre en cada país para aplicar la preocupación de aplicar de manera mecánica principios justos, principios ciertos, justezas y certidumbres comprobadas por la historia, pero ya realizadas? No, compañeros, aquello que se ha realizado en unos países corresponde en cualquier otro país, sin otra situación que las características propias, que la real corporación interior de fuerzas, que la positiva o negativa unidad integral de la clase obrera, que la débil o sólida alianza de la clase obrera única con el campesinado, que el grado de madurez patriótica sustantiva, no aparente, de la pequeña o mediana burguesía. Con todo, sin embargo, la unidad orgánica de la clase obrera es el factor más determinante.
Esta es, compañeros, la característica esencial de nuestro tiempo, de la posguerra inmediata: la posibilidad de la reconstrucción democrática de un país en la línea general de la nación popular, de la nación socialista. ¿Quiere decir esto que la violencia ya no será necesaria ninguna parte? Absolutamente, no. La posibilidad no será nunca, en ningún caso, obligatoriedad.
El desarrollo desigual del capitalismo agrava sus contradicciones internas, multiplica los conflictos bélicos y de otro orden, acelera su descomposición y parasitismo, es decir, su caducidad histórica. Del mismo modo el desarrollo desigual de la capacidad, de la madurez política en los pueblos, determina variantes profundas en la aplicación de una línea general que la experiencia histórica y las realidades presentes definen como justa. Sería, por tanto, un error grave creer en la posibilidad de una línea rígida. En algunos países será posible realizar sin grandes dificultades y en un período breve, la línea general de la nación popular o de la nación socialista. En otros países, pocos o muchos, esta realización será difícil, y alcanzable tras nuevas jornadas de lucha sangrienta. Y debe ser así, ya que el capitalismo monopolista aunque sustantivamente debilitado e inestable al terminar la Segunda Guerra Mundial se defenderá con los dientes y las uñas. Y su poder no será pequeño. La conclusión final, histórica, no puede ser más que una: el aniquilamiento universal del capitalismo monopolista. Ya recorre su «camino de la amargura». Ha sido derrotado el capitalismo monopolista en la maniobra de la coalición mundial contra la Unión Soviética. Ha sido derrotado en la maniobra de las dos guerras, que los bandidos trotskistas tratan de popularizar, y la perspectiva de la que no es otra que facilitar una paz separada de la Gran Bretaña y los Estados Unidos con la Alemania hitleriana, la de reconstruir el bloque de Múnich contra la Unión Soviética. Ha sido derrotado en la maniobra de la guerra empatada que el traidor Franco hizo rodar por el mundo. Ha sido derrotado en la maniobra de la humanización de la guerra, puesta en marcha, en colaboración fraternal, por el traidor Franco y el Papa filofascista. Ha sido derrotado en la maniobra de sabotear el segundo frente, de alargamiento de la guerra querido por Hitler, sus aliados y cómplices. Ha sido derrotado en la maniobra, que las resume todas, de la paz negociada, de una paz de reforzamiento de la reacción alemana y mundial, de ataque contra la Unión Soviética y los pueblos renacientes. Será derrotado, también, el capitalismo monopolista en las maniobras que ya son suficientemente visibles y preparatorias de su política de posguerra. No hay duda de que será al final vencido, pero no golpeado por una derrota fulminante simultánea y universal. Será vencido por un período de nuevas luchas, de nuevos sufrimientos, sobre todo en los países que son la sede del máximo poder de opresión colonial y de estrangulamiento financiero: los Estados Unidos y Gran Bretaña. En estos países, baluartes aparentemente inconmovibles del capitalismo monopolista, la clase obrera, los pueblos, se encontrarán ante un dilema: rebelarse contra los verdugos comunes y de la humanidad entera o reforzarlos para caer, dentro de pocos años, en una Tercera Guerra Mundial. ¿Cómo resolverán este dilema? La Primera Guerra Mundial aceleró la madurez política de la clase obrera británica, a pesar de los esfuerzos que los líderes burócratas del movimiento laborista y tradeunionista hicieron para impedirlo. La Segunda Guerra Mundial radicalizará más profundamente aún a la clase obrera británica, dará un golpe mortal al aristocraticismo infantil de sectores importantes de la clase obrera estadounidense. Los obreros británicos y estadounidenses, los pueblos británico y estadounidense no comprenderán cuando, tras el sacrificio de la guerra, se encontrarán presos en el engranaje del capitalismo monopolista y sufrirán los horrores de un régimen socio-económico que para pervivir no hará otra cosa que hundirlos en la miseria del paro forzoso y de la represión interior. Del genial principio marxista: «no puede ser libre el pueblo que oprime a otros pueblos»; comprenderán que el camino de salvación no es complicarse con el capitalismo monopolista para recibir las exiguas y sucias migajas de la explotación, de la miseria universal, sino el del internacionalismo proletario, el de la fraternidad de los pueblos, en el esfuerzo mancomunado para construir en toda la tierra la nueva civilización. Es cierto, compañeros, que el capitalismo monopolista, el inventor de la AGM, para uso exclusivo y consumo obligatorio de los pueblos europeos liberados del nazi-fascismo, deberá fabricar un Gobierno Militar Aliado de los Territorios Ocupados (AMGOT) especial y mucho más fuerte, como garantía de su tranquilidad en el interior de las fortalezas clásicas: los Estados Unidos y Gran Bretaña.
El capitalismo monopolista será vencido, porque ni nosotros comunistas, ni la clase obrera, ni los pueblos liberados del mal en el presente no renunciaremos en ningún caso, en ninguna situación, a nuestra misión histórica: ¡realizar el socialismo!
Hace falta, sin embargo, compañeros, que miremos con los ojos bien abiertos las realidades y las complejidades de la situación actual. Es necesario que nos preparamos para recibir y captar con el cerebro bien abierto la realidad y las complejidades de la posguerra cercana. Si no fuera así, pronto degeneraríamos en una pequeña secta de seres ruidosos, inútiles para servir los intereses fundamentales, permanentes, de la clase obrera, de nuestro pueblo». (Joan Comorera; La nación en una nueva etapa histórica, 15 de junio de 1944)
Anotaciones de Bitácora (M-L):
Como se puede observar Comorera en «La nación en una nueva etapa histórica» de 1944 se adelanta a la teorización de muchos dirigentes de lo que luego se llamarían los regímenes de «democracia popular», un término que en nuestra opinión sobraba, ya que dio cabida a muchos equívocos y especulaciones teóricas como se vio durante 1944-1948 en el movimiento marxista-leninista. Cayendo en estos errores no solamente a figuras que han pasado a la historia como grandes revisionistas, sino también en un principio incurrieron en graves errores teóricos oportunistas sobre las democracias populares grandes figuras de renombre. Este tema será estudiado en otro post de forma más profunda.
En el presente texto Comorera no solo demuestra un hondo conocimiento del materialismo histórico, sino que su lucidez sobre los acontecimientos mundiales le hacen adelantar algunos hechos que ocurrirían en la posguerra como se ha visto, sino lo más sorprendente es que plantea unos esquemas sobre las democracias populares que se asemejan precisamente a varias de las correcciones que los máximos dirigentes comunistas tuvieron que asumir a partir de 1948 sobre las democracias populares, en contra de los oportunistas. Hablamos de temas muy concretos.
1) Es necesario clarificar y suprimir las teorías oportunistas sobre el significado histórico de las llamadas democracias populares desde una perspectiva revolucionaria y científica:
«Algunas personas empezaron pensando que la democracia popular era cualitativamente y fundamentalmente diferente del sistema basado en la dictadura del proletariado. El sistema de democracia popular en Polonia también fue definido a veces como un camino específico hacia un nuevo sistema, su particularidad fue a menudo entendida en el sentido de que fue considerada como un proceso especial de desarrollo cuyo punto de llegada era imposible de establecer, como se dijo. Algunos imaginaron que era la síntesis de un tipo de proceso propio de capitalismo y socialismo, de un sistema socio-político, en el cual el capitalismo y el socialismo, viven uno al lado del otro, reconociéndose el uno al otro. Otras personas, creyeron que el sistema de democracia popular era un efecto temporal de la situación específica determinada por las condiciones de la post-guerra, esforzándose por estabilizar esta situación, con la esperanza de que fuera posible una vuelta a la situación existente antes de septiembre de 1939 –en alusión a la invasión nazi de Polonia del 1 de septiembre de 1939–. (...) ¿Cuál es la propiedad más característica de estas «pequeñas y grandes» teorías? Por supuesto que están fundadas en la herencia de la socialdemocracia, en algún tipo de reincidencia de tipo socialdemocrata, que significa la vuelta al oportunismo en el movimiento obrero». (Bolesław Bierut; El rol y carácter de la democracia popular; Discurso en el Iº Congreso del Partido Obrero Unificado Polaco, 15 de diciembre de 1948)
2) Las democracias populares no puede ser sino la aplicación en todo su término de la dictadura del proletariado, que incluye la coacción y supresión de la resistencia de las clases explotadoras y la reeducación de las capas vacilantes:
«Somos conscientes de que la dictadura del proletariado no consiste sólo en el ejercicio de la fuerza, sus funciones esenciales incluyen también la construcción, para la cual debe conquistar aliados para el proletariado y unirlos para la producción socialista. En nuestro caso, gracias al hecho de que podemos confiar en la Unión Soviética y que hemos podido ahorrarnos una guerra civil, la función más importante de nuestra dictadura del proletariado es una tarea de construcción económica y cultural. Sin embargo, esto no significa en absoluto que las funciones de la opresión y la violencia también pertenecientes a la dictadura del proletariado deben pasarse por alto como algo secundario. La atención continua sobre los agentes de los imperialistas y los enemigos de clase en el interior no son en absoluto las tareas secundarias, por el contrario, son las condiciones requeridas para la obra de construcción del socialismo. Por otra parte, también debemos darnos cuenta claramente en que períodos pueden venir en nuestra evolución que la función principal de la dictadura del proletariado sea el ejercicio de la fuerza contra los enemigos de dentro y fuera. El que olvida esto comete el delito de pacifismo, desmoviliza al partido y a la clase obrera, y pasa por alto la construcción de nuestra organización estatal, así como la de nuestro ejército». (József Révai; Sobre el carácter de nuestra democracia popular, 1949)
3) El triunfo de la URSS y la ayuda al resto de naciones quebraba buena parte de la oposición y maniobras de las clases explotadoras internas:
«La clase obrera contó con un gran aliado de clase: el Ejército Rojo Soviético, que liberó a nuestra nación del régimen nazi. Un aliado que con su sola presencia paralizó a los grupos reaccionarios locales –siendo así incapaces de detener el movimiento revolucionario polaco–. El Ejército Rojo Soviético fue un amigo que aseguró, que el imperialismo no decidiera el destino del país sin permiso del pueblo –haciendo además posible, que la revolución anticapitalista no necesitara de la guerra civil y un uso amplio de la violencia–. (...) La base de la democracia popular en Polonia fue construida sobre el hecho de que en el momento de su nacimiento el apartado del invasor y del poder de la burguesía polaca fue descompuesto y devastado, intimidado y comprometido. No podemos olvidar la realidad histórica, la verdad: que esto ocurrió gracias a la existencia de un gran y revolucionario nuevo poder de clase. De que no se permitió que la burguesía retomara el dominio político. Un poder que estuvo del lado de la clase obrera y ayudó a consolidar su dominación política. Recordemos que está situación no ocurrió en otros países liberados donde estaban apostados los ejércitos imperialistas. La Unión Soviética facilitó el surgimiento de las democracias populares gracias a su victoria sobre los nazis. La Unión Soviética facilitó así mismo la creación de las democracias populares, ya que como dijimos la sola presencia del Ejército Rojo Soviético intimidó a nuestros enemigos de clase». (Bolesław Bierut; El rol y carácter de la democracia popular; Discurso en el Iº Congreso del Partido Obrero Unificado Polaco, 15 de diciembre de 1948)
4) Pese a todo, el triunfo de la URSS y la toma del poder por los comunistas en estos países con el fin de la construcción socialista no supondría la supresión de la lucha de clases, sino que se agudizaría:
«El régimen de democracia popular continúa desarrollándose en una atmósfera de lucha de clases encarnizada, lucha que no solamente no se debilitará a medida que se aproxime al socialismo, sino que por el contrario se irá agudizando. En las ciudades, los elementos explotadores, privados del poder político y habiendo perdido sus posiciones económicas, recurren al sabotaje, al espionaje, al terrorismo y al diversionismo. En el campo, los kulaks destruyen el grano a fin de sabotear el plan de almacenamientos, asesinando a los militantes de los partidos obreros así como a los representantes del poder popular, infiltrándose en las organizaciones regionales, a fin de comprometer, por los abusos que cometen en ellas, al poder popular. Esta intensificación de la lucha de clases está en la naturaleza de las cosas. (...) En Polonia la desviación oportunista y nacionalista se puso de manifiesto en la posición del antiguo Secretario General del Comité Central del Partido Obrero de Polonia, Władysław Gomułka. Subestimando el carácter explotador de la clase de los kulaks, Władysław Gomułka había pensado que Polonia podría llegar al socialismo por vías que le fueran «propias». De hecho, esta vía «propia» no era otra cosa que la teoría del «justo medio» una «tercera vía» que marcharía entre el socialismo y el capitalismo, comparable a las «terceras fuerzas» occidentales. Como es sabido el Partido Obrero Unificado Polaco ha vencido esta tendencia oportunista y se ha fortalecido aún más sobre la base de la lucha de clases». (Naum Farberov; Las democracias populares, 1949)
5) No podemos caer en el error del liberalismo de hablar de un Estado por encima de las clases, ni soltar frases abstractas sobre la democracia y la libertad:
«Nosotros, los obreros revolucionarios, los campesinos, los pequeños burgueses, los intelectuales progresistas, todos los patriotas, somos una parte integrante del campo antiimperialista y democrático, y nuestro deber es luchar para liberar al Estado español de las castas y las clases que lo monopolizan, hemos de dar término a la revolución democrática española. (...) Y entendamos, porque hoy, hasta Franco se califica de demócrata, no podemos dejarnos deslumbrar por la democracia formal. Debemos querer la forma y el contenido de la democracia. Hemos de arrancar las raíces de las castas parásitas, tenemos que dejar fuera del territorio al capital monopolista extranjero, tenemos que liquidar a los monopolios [nacionales] internos, que son sus cómplices e instrumentos. Debemos nacionalizar el suelo, el subsuelo, tenemos que nacionalizar bancos y seguros, transportes y otros servicios públicos, la gran industria y el comercio. Hemos de liquidar el parasitismo terrateniente y entregar la tierra a los campesinos que la trabajan, hemos de asegurar una vida digna y libre de la opresión económica explotadora a la pequeña burguesía y los campesinos medios. Debemos crear un verdadero Ejército Popular, un auténtico orden público popular, un régimen de igualdad absoluta entre los sexos y que asegure a la juventud y a la infancia una perspectiva ilimitada de progreso y bienestar. Debemos limpiar el Estado de los agentes y de los instrumentos de las castas y los capitalistas. Debemos reestructurar el Estado español, para que en la línea federativa, obtengan la realización plena los derechos nacionales Cataluña, Euskadi y Galicia. Y para consolidar la revolución democrática, desarrollar y marchar hacia el socialismo, debemos exigir que el nuevo Estado español, surgido de la revolución española, sea dirigido por la clase obrera y las masas populares». (Joan Comorera; Nuestro problema no comienza ni acaba en la persona de Franco; Carta Abierta a J. Navarro i Costabella, noviembre de 1948)
6) No puede haber un eterno equilibrio entre diferentes sectores económicos que representan diferentes relaciones de producción, sino una lucha en pro del sector socialista y en detrimento del capitalista y su germen:
«Mientras existan elementos capitalistas y se desarrollen y la pequeña producción de la economía sea dependiente de la ley elemental del intercambio de bienes, mientras las raíces económicas del sistema capitalista puedan enviar y crear nuevos brotes, el sistema capitalista tiene posibilidades de revivir. Sin erradicar las raíces de la explotación económica capitalista, los elementos capitalistas se esforzarán a toda costa por restaurar el viejo sistema capitalista. Por esta razón, la clase obrera tiene que llevar una lucha implacable contra los elementos capitalistas, debe apuntar hacia la completa eliminación de todas las formas y fuentes de explotación capitalista. La conclusión principal de nuestras consideraciones debe ser que la democracia popular no es una síntesis o una forma estabilizada de coexistencia de dos sistemas sociales diferentes, sino que es una forma. Es una forma de remplazar el sistema capitalista, y que al mismo tiempo una forma que desarrolla y fortalece la base de la futura economía socialista». (Bolesław Bierut; El rol y carácter de la democracia popular; Discurso en el Iº Congreso del Partido Obrero Unificado Polaco, 15 de diciembre de 1948)
7) En lo económico, con la toma del poder se debían liquidar inmediatamente los monopolios creando el sector socialista, limitar la pequeña y mediana propiedad privada en un principio, y hacerla entrar en cooperativas y finalmente incorporarlas a la propiedad social común:
«Ciertos errores han sido cometidos igualmente en la dirección del Partido de los Trabajadores Búlgaros (comunistas), principalmente por la subestimación de la necesidad de intensificar la lucha de clases en el período de transición que va del capitalismo al socialismo. Se ha hablado en Bulgaria –como también en Polonia y Rumanía– de las relaciones armónicas que serían posibles entre los tres sectores de la economía nacional –sector del Estado, sector capitalista, sector del pequeño comercio y de los tenderos–. (...) El sector del Estado que predomina en la industria y desempeña un papel dirigente en el conjunto de la economía, es socialista por su naturaleza: el hecho de que el poder político pertenezca a los trabajadores asegura la marcha de la economía nacional hacia el socialismo. En lo que concierne al sector privado capitalista cuya participación relativa es insignificante en la industria y el comercio al por mayor, pero que tiene en su poder todavía una parte de relativa importancia en el comercio al por menor, el Estado de democracia popular aplica a su respecto una política restrictiva consistente en la reglamentación de los suministros de materias primas y de combustibles, en el control de los precios, y en el sistema fiscal. Esta política está destinada a limitar, a aislar y finalmente a desalojar a los elementos capitalistas». (Naum Farberov; Las democracias populares, 1949)
8) La clase obrera debía ocupar el papel dirigente en dicha reconstrucción nacional:
«¿Por qué no puede este poder ser ejercido junto con el campesinado? Porque en tal caso, el Estado dejaría de ser un arma con la que cuenta el socialismo. Para el campesinado, aun siendo una clase trabajadora, es a veces indiferente a la propiedad privada y otras veces indiferente frente a las cooperativas. Vacila. Es por ello que debe ser apoyado, conducido, educado y ayudado para que éste acepte el camino a las cooperativas. Y es por eso también, que el liderazgo, educación y asistencia se debe prestar por parte del Estado, no puede ser dividido con el campesinado. Por otra parte, la vacilación que concierne la materia de la progresión socialista del área rural que ocupa el campesino, quiere decir al mismo tiempo la vacilación entre el capitalismo y el socialismo, la incertidumbre en la lucha contra kulak, vacilación en la lucha contra el imperialismo. Pero un Estado que se transforma en el socialismo, un Estado que lucha contra kulak, un Estado que debe protegerse contra el imperialismo, un poder dedicado a la opresión de actitudes que van contra las clases sociales trabajadoras, no debe vacilar. Es la razón, camaradas, por qué debemos liquidar el concepto de que la clase obrera comparte su poder con otras clases. En este concepto encontramos los remanentes de un punto de vista según el cual una democracia popular es un Estado bastante específico que se diferencia del Estado soviético no sólo en su forma, sino también en su esencia y funciones. Algo errado». (Jozsef Revai, Sobre el carácter de nuestra democracia popular, octubre de 1949)
9) Si la clase debía liderar el proceso en alianza con las capas trabajadoras, era iluso preocuparse de asustar a la burguesía nacional:
«Si manteníamos –yo consideraba que sí– el programa de la camarada Dolores Ibárruri, no podíamos afirmar que luchábamos por la revolución democrático-burguesa por cuanto este programa va más allá, ya que se demanda decapitar a la burguesía de su fuerza dirigente; que mantener el programa de la camarada Dolores Ibárruri y, al mismo tiempo, emplear la formulación revolución democrática-burguesa era oportunismo; que pretender aquietar a la burguesía y así conseguir que esta ingresara en la unidad nacional combatiente contra el franco-falangismo era un absurdo teórico y práctico siempre y, mucho más, en el periodo de presencia de los dos campos y de la agudización de la lucha de clases, y que marchando por este camino, nos alejaríamos de la clase obrera y facilitaríamos la demagogia de los elementos faístas, trotskistas y socialdemócratas; que el programa de Dolores Ibárruri correspondía al primer periodo de las democracias populares; que si no consideraba adecuado hacer la formulación de revolución democrática-popular, desde que teóricamente se ha definido que ejerce las funciones de la dictadura del proletariado, habíamos que emplear simplemente la formulación de revolución democrática española y su desarrollo hacia el socialismo». (Joan Comorera; Declaración de Joan Comorera: Secretario General del Partido Socialista Unificado de Cataluña, 14 de noviembre de 1949)
10) Tampoco se puede confundir el partido con las alianzas que traza en el frente:
«El partido no puede identificarse así mismo con el frente, ya que el partido, como vanguardia de la clase trabajadora, está por encima del Frente de la Patria, su programa va más allá del programa del frente, y su rol de liderazgo es absolutamente fundamental para el próximo progreso y fructífero trabajo del frente. Los comunistas búlgaros se dan cuenta que el Frente de la Patria es una forma especial de organización, una forma especial de alianza militante de los obreros industriales, los campesinos, los artesanos y los intelectuales que sólo puede cumplir su función bajo la dirección de la clase obrera y su liderazgo por el Partido Obrero (comunista) Búlgaro». (Vulko Chervenkov; El rol de liderazgo del Partido Obrero (comunista) Búlgaro en la construcción de la democracia popular, junio de 1948)
11) Los ritmos en la transición al socialismo dependerán en buena parte de la influencia del partido comunista sobre la propia clase obrera y de su instrucción, de la fortaleza de la alianza obrero-campesina, etc.:
«Los países de democracia popular, incluido nuestro país, han emprendido ya el camino del socialismo, sin cesar su lucha contra las fuerzas enemigas del interior y sobre todo del exterior. Actualmente, se trabaja en estos países por la creación de las condiciones necesarias para la edificación del socialismo. En la presente etapa esa es precisamente la tarea fundamental de la democracia popular, y en consecuencia, la de la clase obrera y de su guía, el partido comunista.
Esta tarea general lleva consigo una serie de otras tareas importantes, algunas de las cuales tienen, a nuestro parecer, una importancia decisiva.
Estas son:
A) Reforzar de manera ininterrumpida las posiciones dirigentes de la clase obrera, con el partido comunista al frente, en todas las ramas de la vida del Estado, político-social, económica y cultural.
b) Consolidar la unión de la clase obrera y de los campesinos trabajadores bajo la dirección de la clase obrera.
c) Acelerar el desarrollo del sector colectivo de la economía nacional y de la gran industria en particular.
d) Preparar las condiciones necesarias para la liquidación de los elementos capitalistas explotadores en la economía rural mediante una política consecuente enfocada a limitarlos, primero, y a extirparlos y liquidarlos después.
e) Desarrollar las cooperativas de producción en el seno de la gran masa de campesinos; aportar la ayuda del Estado a los campesinos pobres y medios –servicio de estaciones de máquinas y tractores, créditos, préstamos de simientes–, aumentar el interés que estos últimos sienten por la alianza con la clase obrera, persuadirles con ejemplos prácticos de las ventajas de un trabajo colectivo en la agricultura y educarles en un espíritu de intransigencia frente a los elementos capitalistas». (Georgi Dimitrov; Informe al Vº Congreso del Partido Obrero (Comunista) Búlgaro, 1948)
12) Una vez construido la base económica del socialismo, el multipartidismo que pudiera persistir deja de tener su razón de ser:
«El desarrollo del progreso social de nuestro país no se mueve hacia atrás, hacia una multitud de partidos y agrupaciones, sino hacia la eliminación de todos los remanentes del sistema capitalista de explotación, y esto conducirá al establecimiento de un partido político unificado que dirigirá el Estado y a la sociedad. Nuestro pueblo que tiene aún fresco los amargos recuerdos del pasado, nunca estarán de acuerdo en que la dirección de nuestro Estado y la sociedad se asemeje a la del cisne, el cangrejo, y el lucio de la fábula de Krylov, quienes a pesar de sus esfuerzos no pudieron mover el carro, ya que el cisne empujaba hacia arriba el cangrejo retrocedía hacia atrás, mientras el lucio se hundía hacia abajo en el río. Pero la formación de un partido político unificado de nuestro pueblo clama un duro trabajo. Un número de cambios radicales son necesarios para eliminar completamente el sistema capitalista de explotación y acabar con la existencia de clases antagónicas; es necesario también para ello realizar el trabajo considerable en materia de reeducar a nuestra gente». (Georgi Dimitrov; El pueblo búlgaro en lucha por la democracia y el socialismo: Informe en el IIº Congreso del Frente de la Patria, 2 de febrero de 1948)
13) Pese a tomar en cuenta las características nacionales el modelo soviético no se puede ignorar por su transcendencia histórica:
«Es natural que nuestro camino al socialismo, al igual que en otros países de democracia popular sea algo diferente de la forma en que fue en la Unión Soviética. Debía haber una diferencia entre la revolución del 1917 y la nuestra de 1945. Sin embargo, estas diferencias solo se refieren a la forma y no a la naturaleza del nuevo orden, que es un gobierno popular bajo la dirección de la clase obrera, que cumple la función de la dictadura del proletariado. (...) Por lo tanto habría sido dogmático y un absurdo peligroso, haber hecho caso omiso a esa diferencia en el camino emprendido desde 1945. Pero por el contrario, hemos sido capaces de darnos cuenta y hemos sido capaces de responder a esas particularidades de forma adecuada, lo que nos ayudó entre otras cosas a terminar con la reacción burguesa en el interior en febrero de 1948. Por otro lado hubiera sido una locura y un crimen si nos hubiéramos basados en esas diferencias, que era transitorias y poco a poco desaparecían, habiendo querido resaltarlas. Precisamente el uso amplio y profundo de la experiencia de la Unión Soviética y su ejemplo, es una de las principales leyes de desarrollo de las democracias populares como la nuestra. La aproximación al modelo soviético –en un país donde ya se ha confirmado la construcción del socialismo, nos ahorra una cantidad de dolor en el hallazgo, prueba y búsqueda de las vías para la construcción de eso mismo– es una garantía de éxito para nosotros, garantía de progreso en el camino al socialismo. Tal éxito es por ejemplo la adopción de unos nuevos estatutos en el Partido Comunista Checoslovaco que en líneas generales coinciden en sus puntos con el del Partido Comunista de la Unión Soviética. A la inversa; intentar empujar al país y promover formas intermedias, publicándolas como especificidades e inmutables, rechazar el ejemplo y la experiencia soviética, solo conduce a la negación y a revertir la esencia misma de la democracia popular, a la restauración del capitalismo. El leninismo nos enseña el uso versátil de la gran experiencia del primer país socialista y como llegar de las formas inferiores a las formas superiores de la sociedad socialista». (Klement Gottwald; Discurso en la apertura del Museo de Lenin, 21 de enero de 1953)
14) Cada nación y su vanguardia no puede aislarse del proceso general internacional y debe de tomar una postura concreta ante los acontecimientos mundiales:
«Los que defienden el poder del pueblo, que quieren la felicidad y el éxito para el pueblo, los que son patriotas genuinos y quieren la prosperidad y la soberanía de su país, estos son los campeones de la paz, la democracia y el socialismo. Los que quieren las explotación y opresión de los trabajadores, el regreso de los terratenientes y capitalistas, quienes son los adoradores del dólar, y que a pesar de su fraseología nacionalista son los más puros cosmopolitas que están traicionando la independencia de sus países. Esa es la línea de demarcación social y política en nuestros días». (Bolesław Bierut, Dos mundos, dos caminos, 1949)
«Cuando una gran empresa se convierte en gigantesca y organiza sistemáticamente, sobre la base de un cálculo exacto de múltiples datos, el abastecimiento en la proporción de los 2/3 o de los 3/4 de la materia prima de todo lo necesario para una población de varias decenas de millones; cuando se organiza sistemáticamente el transporte de dichas materias primas a los puntos de producción más cómodos, que se hallan a veces a una distancia de centenares y de miles de kilómetros uno de otro- cuando desde un centro se dirige la elaboración del material en todas sus diversas fases hasta la obtención de una serie de productos diversos terminados; cuando la distribución de dichos productos se efectúa según un solo plan entre decenas y centenares de millones de consumidores –venta de petróleo en América y en Alemania por el «Trust del Petróleo» americano–, aparece entonces con evidencia que nos hallamos ante una socialización de la producción y no ante un simple «entrelazamiento»; que las relaciones de economía y propiedad privadas constituyen una envoltura que no corresponde ya al contenido, que debe inevitablemente descomponerse si se aplaza artificialmente su supresión, que puede permanecer en estado de descomposición durante un período relativamente largo –en el peor de los casos, si la curación del tumor oportunista se prolonga demasiado–, pero que, sin embargo, será ineluctablemente suprimida». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Imperialismo fase superior del capitalismo, 1916)
Hoy está claro para todos que el «tumor del oportunismo» ha prolongado la vida del capitalismo monopolista. También está claro que la antítesis revelada por Lenin, producción social y propiedad privada de los medios de producción, se debe resolver ahora. Y que lo debemos resolver, esencialmente, nosotros. Y ese «nosotros», quiere decir nuestros partidos de hoy, la clase obrera de hoy, la masa popular de hoy.
¿Y para sustituirlo con qué, compañeros? Si reaccionamos estrictamente como sectarios contestaremos: con el socialismo. Si reflexionamos que no somos la única fuerza que necesita contar con otras fuerzas populares, que junto con nosotros combaten a muerte contra el nazi-fascismo-falangismo, que junto con nosotros deben participar en la reconstrucción del mundo, después de la victoria, que no estamos en presencia de un fenómeno aislado, localizado, sino de un fenómeno universal, que estamos ante un cambio de civilización en escala mundial: nos guardaremos mucho y bastante de forjarnos una línea rígida de aplicación nacional.
Es necesario, en primer lugar, que barramos el camino.
Sin miedo a equivocarnos podemos afirmar que la opinión universal contra el capitalismo monopolista está hecha. «La teoría se convierte en una fuerza material tan pronto como prende en las masas», Dijo Marx. La «teoría» anticapitalista-monopolista ha prendido entre las masas. Es, por tanto, una fuerza material. La «teoría» del nuevo régimen que ha de sustituir el capitalismo monopolista: la producción social; propiedad social de los medios de producción, ha prendido también en las masas, es una fuerza material, pero no goza todavía de la universalidad del anticapitalismo-monopolista. Los agentes de los monopolistas y muy particularmente su creación, la niña de sus ojos, el nazi-fascismo-falangismo, han estorbado con éxito la polarización de opiniones. Recogieron el odio creciente de la mediana y pequeña burguesía, del campesinado, de la masa «neutral» media, de intelectuales y funcionarios, de patriotas a secas, contra los excesos y los estragos del capitalismo monopolista del sistema y predicaron con perseverancia infatigable la «teoría» providencialista, la «buena nueva»: el regreso al campo, a la agricultura de la vida bucólica de los antepasados, a los gremios medievales, a la producción familiar, el despegue de la «sustancia y nervio nacional»: las clases medias en peligro mortal de proletarización por culpa de los monopolistas, de la oligarquía financiera. Y bordado en sus banderas de combate: ¡«Mueran los plutócratas! ¡Mueran los monopolistas!».
Aunque a nosotros, marxistas, nos parezcan infantiles, estos eslóganes fabricados por los agentes de los monopolistas «prendieron» entre la masa, se convirtieron, por tanto, en una fuerza material. Desde la finalización de la Primera Guerra Mundial, el capitalismo monopolista ha ido adelante apoyandose en dos muletas: una, la reformista, que paralizaba la acción revolucionaria de la clase obrera, la otra, la fascista, que exaltaba las clases medias, el campesinado, los patriotas, el conjunto de la masa «neutra», el peso de la cual cuenta si uno acierta a movilizarla. Una y otra muleta están bien agrietadas. La primera más que la segunda. Hay que desmenuzarlas. La muleta reformista está ya tan carcomida que ni los propios reformistas supervivientes se atreven a sacarla de la buhardilla. Ahora se van desconcertados, detrás del plan Beveridge, detrás la cuadratura del círculo. La muleta fascista será enterrada con la victoria militar de las Naciones Unidas. Con no demasiado fundamento, pero, los monopolistas no pierden la esperanza de descolgarla, mientras los eslóganes que sirvieron el nazi-fascismo-falangismo no serán enterrados con ella.
¿Es posible volver del capitalismo monopolista al régimen de libre concurrencia, al liberalismo económico? No, compañeros. El viejo capitalismo murió al dar nacimiento al imperialismo, al capitalismo monopolista. Es imposible encontrar, nos dice Lenin, «principios firmes», «hasta concretos» para la «conciliación» del monopolio con la libre concurrencia. El capitalismo monopolista es la fase superior al capitalismo liberal. Por lo tanto, la libre concurrencia se ha transformado en un ideal reaccionario. En el seno de un sistema económico actual van creándose los elementos del sistema que lo sustituirá. Y el sistema que se va forjando en el interior del condenado a la caducidad, a la muerte, es siempre superior. Los modos de producción y las relaciones de producción provocan el salto de un sistema viejo a un sistema nuevo. Por lo demás, la historia humana no es una repetición de círculos concéntricos de regreso constante a un punto de partida constante: es una ascensión progresiva, saltos de etapas inferiores a etapas superiores. Por eso nunca se ha producido un regreso a sistemas económicos históricamente superados. Del trabajo tribal no se volvió al trabajo comunista primitivo. De la esclavitud no se volvió a la economía patriarcal. De la servidumbre no se volvió a la esclavitud. Del sistema asalariado no se puede volver a la servidumbre, como de la libre concurrencia no se puede volver a la manufactura y los gremios. Del mismo modo, del capitalismo monopolista no se volverá a la libre concurrencia. La lógica de la historia es de acero.
«El monopolio, el cual nace única y exclusivamente de la libre concurrencia, es el trámite del capitalismo a otro sistema social-económico más elevado». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Imperialismo fase superior del capitalismo, 1916)
¿Es posible retornar del capitalismo monopolista a la economía «pastoril agraria», a la manufactura de antes de la Revolución francesa, a los gremios, a las ciudades «libres» y a las regiones feudales de la Edad Media, a fin de salvar las clases medias del sistema de opresión colonial y del estrangulamiento financiero, de una proletarización que se ha acelerado desde la advertencia del monopolismo? La respuesta, la encontraremos en la conducta del nazi-fascismo-falangista. Este «ideal» era la médula –teórica– del fascismo de Mussolini, del nacional-socialismo de Hitler, del nacional-sindicalismo de Franco. ¿Qué ha quedado de tanta pamplina llamativa? Conquistado el poder, hicieron exactamente una política contraria: reforzaron los monopolios, es decir, el capitalismo monopolista, hicieron de esto una política oficial y la impusieron con la brutalidad característica del régimen. Pocos meses después de la toma de poder, el 15 de julio de 1933, Hitler dictó la ley de organización forzosa de los cárteles. Por mandato de esta ley se constituyeron inmediatamente o se agrandaron los siguientes cárteles: de fabricación de relojes, de cigarros y tabaco, de papel y cartón, del jabón, de los cristales, de redes metálicas, de acero estirado, del transporte fluvial, de la cal y soluciones de cal, de tela de yute, de la sal, de las llantas de los automóviles, de productos lácteos, de la fábricas de conservas de pescado. Para todos estos cárteles, nuevos unos y otros reforzados, se dictaron disposiciones que prohibían la construcción de nuevas fábricas y la incorporación inmediata de los industriales independientes. Se prohibieron también la construcción de nuevas fábricas y el ensanchamiento de las existentes en las ramas industriales ya cartelizadas: del zinc y del plomo laminado, del nitrógeno sintético, del superfosfatos, del arsénico, de los tintes, de los cables eléctricos, de las bombillas eléctricas, de las lozas, de los botones, de las cajas de puros, de los aparatos de radio, de las herraduras, de las medias, de los guantes, de las piedras para la reconstrucción, de las fibras, etc. Las nuevas leyes dictadas de 1934 a 1936, aceleraron la cartelización y el reforzamiento de los cárteles ya existentes. El resultado de esta política fue que a finales de 1936 el conjunto de los cárteles comprendían no menos de las 2/3 partes de la industrias de productos acabados, en comparación con el 40% del total de la industria alemana, el 100% del total de la industria alemana, el 100% de las materias primas de las industrias semifacturadas, y el 50% de la industria de productos acabados, en comparación con el 40% existente a finales de 1933. Mussolini cartelizó por la fuerza la marina mercante, la metalurgia, las fábricas de automóviles, los combustibles líquidos. El 16 de junio de 1932 dictó una ley de cartelización obligatoria en virtud de la que formaron los cárteles de las industrias del algodón, cáñamo, seda y tintes. En España, nunca la oligarquía financiera había sido tan omnipotente como bajo el régimen del traidor Franco.
Pero no se puede decir que ésta es una política económica impuesta por el nazi-fascismo-falangismo, que no vale como enjuiciamiento general para el capitalismo monopolista. Lo cierto es que los Gobiernos de los países formalmente demócratas han tenido la misma política. Antes que Hitler, los diferentes gobiernos de la República de Weimar crearon y abonaron los monopolios. Es más: salvaron a muchos de la ruina con subvenciones estatales, es decir, del pueblo alemán. En 1932, el Gobierno alemán decidió subsidiar con 40.000.000 de marcos y con créditos asegurados por 70.000.000 a la empresa naviera Hapag-Lloyd, el mayor monopolio de la marina mercante alemana. En 1931, el Gobierno alemán «ayudó» las fábricas unidas del acero, el trust más grande de Europa, comprándole acciones, a un precio cuatro veces superior al de mercado, por valor de 110 millones de marcos. En 1931, el Gobierno alemán espoleó la absorción de dos grandes bancos por el Banco de Dredsner, es decir, la creación de un super-trust bancario, dando a éste una subvención de 525 millones de marcos antes de 1933, el pueblo alemán había perdido ya totalmente 288000000 y luego, con Hitler, perdió el resto, más de 100 millones de marcos, que ya fue obsequio de los nazis a la oligarquía financiera. Antes de Hitler, el Gobierno alemán «avanzó» a los trusts bancarios alemanes más de 1.500 millones de marcos. El Gobierno austriaco subvencionó el Crédito Anstalt con 723 millones de chelines austriacos, una suma casi igual a las pérdidas sufridas por la oligarquía financiera. En Gran Bretaña, debido a las leyes de las minas de carbón de los años 1931-1932, se formaron sindicatos regionales de control de la producción y de los precios y de «racionalización», esto quiere decir la paralización de las minas «antieconómicas», con ello cientos de miles de obreros fueron lanzados al infierno del paro forzoso. En Estados Unidos, los «códigos de competencia leal» de Roosevelt reforzaron las tendencias monopolistas y aceleraron el sometimiento de las empresas pequeñas y medianas a los monopolios. En Francia, la «República financiera» por antonomasia, la concentración monopolista siempre fue acompañada de altibajos políticos y se caracterizaba, por añadidura, por los frecuentes escándalos como los del Caso Stavisky, que mostraron a la superficie la profunda corrupción interior. En España, la República siguió las huellas económicas de la monarquía y la oligarquía financiera y los monopolios ferroviarios, eléctricos, de los teléfonos, del papel, del azúcar, del tabaco, etc., que continuaron recibiendo la ayuda del Estado cuando lo necesitaban o cuando «demostraban» que lo necesitaban.
En el régimen nazi-fascista-falangista, o en el régimen formalmente democrático, el capitalismo monopolista es quién dicta la ley. Como decimos nosotros: ¿quién manda en casa? El monopolio está por encima de la nación, del régimen político y «otras particularidades». Por ello con el capitalismo monopolista no se trata ni se pacta. Tampoco se puede sustituir, como acabamos de ver, con sistemas pasados para siempre a la historia. Sólo se puede sustituir con un sistema socio-económico más elevado.
Barriendo el camino hemos llegado, compañeros, a la cuestión central de esta conferencia.
La nación, bajo el capitalismo monopolista ha perdido la soberanía. La nación, si el capitalismo monopolista venciera la crisis de la posguerra cercana como venció la crisis de la posguerra anterior, sufriría, no ya una política de mediatización efectiva y de respeto soberano aparente, sino una política abierta de agresiones, de anexiones, de privación del derecho nacional de autodeterminación; el Gobierno Militar Aliado de los Territorios Ocupados (AMGOT) a escala mundial. La nación, por tanto, por el recobro y en defensa de su soberanía, del derecho inalienable de autodeterminación, no tiene más que una salida: aniquilar a nivel nacional el capitalismo monopolista. ¿Significa esto disolver los monopolios? No, compañeros. El capitalismo monopolista ha creado una organización técnico-económica progresiva, unos modos de producción y unas relaciones de producción superiores a los del viejo capitalismo muerto y enterrado. La destrucción de los monopolios sería un error grave y una regresión política. La nación recobrará la soberanía, la afianzará, ejercerá libremente el derecho de autodeterminación aniquilando el capitalismo monopolista de una vez y de una sola manera: nacionalizando los monopolios.
Para la nación es el dilema de acero.
En el duelo histórico entre la nación y el capitalismo monopolista, la victoria será de la nación, pues la nación es una entidad progresiva, en ascensión, y el capitalismo monopolista es un sistema socio-económico regresivo llegado a la etapa última de evolución, en estado definitivo de descomposición y de parasitismo. La nación no es en sí misma una fase definitiva de la convivencia humana. Pero así como el capitalismo monopolista no tiene ya ante sí más que la muerte, la nación debe cubrir todavía otras etapas progresivas antes de morir. El capitalismo monopolista, como todo sistema de opresión y de estrangulamiento financiero, que tiende a la dominación y no a la libertad, a la explotación humana y no a la cooperación fraternal entre los hombres, muere de muerte violenta. La nación, como entidad de convivencia humana que tiende a la libertad y no a la dominación, a la cooperación y no a la explotación, morirá de muerte natural, en la perspectiva lejana, cuando su función histórica se haya terminado, no por imposición, sino por agotamiento, por evolución. Del clan a la tribu, de la tribu a las ciudades libres y regiones feudales, de éstas, a la nación feudal, de ésta a la nación burguesa soberana, de ésta a la nación burguesa mediatizada por la finanza internacional. De este a la nación popular, a la nación socialista, los núcleos humanos reunidos por razones históricas y factores geográficos determinados, han subido peldaño a peldaño la escalera del progreso humano, correspondiente a cada fase histórica a modos de producción y relaciones de producción ascendentes. Y en la evolución histórica es evidente que únicamente en el seno de la civilización comunista plenamente desarrollada, la nación perderá su carácter progresivo, de entidad histórica necesaria, y en ascensión a fases superiores. Sólo entonces, la nación desaparecerá, morirá de muerte natural, como morirán la democracia y el Estado. Morirán la democracia, el Estado y la nación, porque «hombres nuevos en circunstancias nuevas» –como dijo Marx– no necesitarán la compulsión mayoritaria, esencia de la democracia, ni la coerción de un aparato en manos de la clase dirigente, esencia del Estado, para cumplir con sus deberes para con ellos mismos y la colectividad, porque estos «hombres nuevos en circunstancias nuevas» no serán, no se sentirán nacionales, sino universales. Evidentemente, compañeros: la batalla histórica entre la nación y el capitalismo monopolista será ganada por la nación.
Pero, compañeros, Stalin acaba de decirnos que la fiera mortalmente herida que se va al cubil es peligrosa y que antes de llegar al cubil, antes de matarla, puede causarnos grandes daños y dolor. Al capitalismo monopolista herido de muerte, hay que rematarlo.
Si la nación no actúa inmediatamente después de la victoria militar de las Naciones Unidas, si no se esfuerza para agotar los frutos de esta victoria inevitable, el capitalismo monopolista en agonía se lanzará contra ella. No hay que hacerse ninguna ilusión: se lanzará contra ella con el propósito de prolongar su vida sembrando la muerte a su alrededor. El capitalismo monopolista no se contenta con intervenir en la vida nacional para extraer riqueza y poder. Va mucho más lejos.
Ya en 1916 Lenin reveló, genialmente, que el capitalismo monopolista es anexionista, que tiende a suprimir el derecho de autodeterminación de las naciones. Y bien, compañeros, estamos ya en este periodo, el capitalismo monopolista puede aplazar su fin inevitable. Durante mucho tiempo, circuló la «teoría» de «el hombre blanco», de la «carga del hombre blanco». Los blancos tenían la misión, la «carga», de civilizar negros, amarillos, hindúes y mestizos, llevarles la «buena nueva», la «civilización cristiana, occidental». Pero los hombres blancos tenían a la vez el deber «sagrado» de respetarse entre ellos, la nación blanca era «tabú» para las otras naciones blancas. Una nación, un Estado europeo tenía licencia para saquear, asesinar hombres negros, amarillos, hindúes y mestizos, para quemar sus pueblos y ciudades, para uncir a la explotación capitalista. Pero si esta nación o Estado codiciaban el dominio colonial sobre una nación o Estado de su «clase» se ganaba el reproche universal, el epíteto de bárbaro. Esta «teoría», careta tartufiana de los imperialistas, está bien muerta. El capitalismo monopolista lo ha matado. Los monopolistas han descubierto que los mejores clientes no son los negros, los amarillos, los hindúes, los mestizos, sino los blancos, que los mercados más codiciables no son de vida, que las naciones a conquistar no son las embrionarias, ya repartidas, sino las superiores, las industrializadas. La primera brecha en la «teoría» del hombre blanco, la produjo la Alemania de Bismarck al apoderarse por la fuerza de las armas de dos provincias francesas: Alsacia y Lorena. La segunda rendija la produjo el capitalismo monopolista al mediatizar la soberanía nacional, de las naciones y de los Estados grandes y pequeños, de manera directa y por medio de las oligarquías interiores, de las capas dirigentes de la nación y del Estado. Y la teoría, finalmente, ha sido desmenuzada por el nazi-fascismo-falangismo, niña de los ojos del capitalismo monopolista. Los nazis han «conquistado» los pueblos europeos, con la voluntad de colonizarlos, de convertirlos en comunidades agrarias, embrutecidas y al servicio del nuevo feudalismo teutónico. Tras este derrumbe, ya todo el mundo se atreve. ¿Qué es el Gobierno Militar Aliado de los Territorios Ocupados sino la voluntad colonizadora del capitalismo monopolista? ¿Cómo puede interpretarse de otro modo la proposición del mariscal Smuth de incorporar al imperio británico, con categoría de dominio, Holanda, Bélgica y Francia? ¿Cómo pueden interpretarse de otro modo los sondeos y la propaganda de conocidos agentes del capitalismo monopolista sobre la prefederación europea, federación que sería reaccionaria, como lo habría sido la predicada después de la Primera Guerra Mundial y denunciada con tanto vigor por Lenin? La perspectiva no puede ser más clara, compañeros. Si el capitalismo monopolista se reanuda de la crisis agudísima de las guerras supuestamente nacionales, los conflictos de fronteras y de intereses supuestamente nacionales se sucederán por un período más o menos largo, como ocurrió en la posguerra pasada, hasta el momento en que los conflictos internos, el envenenamiento al último grado de las contradicciones del capitalismo monopolista desatarán la Tercera Guerra Mundial. Y la nación resurgida de las cenizas, debería reconstruirse, haciendo esfuerzos gigantescos, para cumplir su misión histórica, truncada ahora.
¿Este nuevo período de guerras y conflictos, una Tercera Guerra Mundial, son exigencias históricas, un período que nos impone analizar objetivamente los factores en presencia? No, compañeros. Ocurre precisamente todo lo contrario.
Después de la guerra contra el nazi-fascismo-falangismo, el capitalismo imperialista está en trágica orfandad. El primer período de la posguerra anterior fue de inestabilidad del régimen capitalista. El período a iniciar en la posguerra cercana, la inestabilidad del régimen capitalista mucho más profunda. En el primer período de la posguerra anterior, el Estado, el instrumento de opresión y de represión del régimen capitalista, sufrió una crisis de equilibrio que le obligó a aparecer «neutral» –como dice Lenin– entre las «clases en lucha». En el período a iniciar en la posguerra cercana, el «equilibrio», la «neutralidad» del Estado serán indiscutiblemente mayores. Y las razones de esta afirmación son definitivas. El capitalismo monopolista habrá perdido los auxiliares más preciados, el reformismo de una socialdemocracia que fue mayoritaria en el movimiento obrero, el nazi-fascismo aplastado por la fuerza militar de las Naciones Unidas, las capas dirigentes que le ayudaron a mediatizar las soberanías nacionales y las que, por la traición nacional cometida antes y en el curso de la Segunda Guerra Mundial, serán necesariamente incompatibles con la nación. La conjunción de estos tres elementos determinará la toma del poder político por las masas populares, dirigidas por la clase obrera, por la masa nacional que no traicionó la nación, que derramó su sangre para reconquistar la nación, para enjuagar de la nación los invasores, colonizadores y sus agentes e instrumentos anteriores. Y si la masa popular dirigida por la clase obrera, unida en el combate de hoy contra el nazi-fascismo-falangismo, continúa unida mañana, para reconstruir la nación y recobrar la soberanía nacional, ¿qué potente fuerza podrá ponerse frente a ella en un esfuerzo supremo para cerrarle el paso, para quitarle de nuevo la nación y ponerla al servicio capitalista monopolista?
La fuerza de las masas populares dirigidas por la clase obrera será tan potente, tan extraordinaria, que se puede hacer una afirmación de perspectiva histórica enorme: las masas populares dirigidas por la clase obrera podrán tomar el poder político de la nación y marchar adelante en el proceso de su reconstrucción democráticamente. Unas naciones, según sean las condiciones objetivas y la real correlación de fuerzas, podrán quemar etapas y organizarse en nación socialista. Otras, de acuerdo también con las condiciones objetivas y la correlación de fuerzas, podrán organizarse en nación popular, pasar, por tanto, por una fase de transición hacia el socialismo y por la vía de los principios socialistas. En uno y otro caso la nación popular y la nación socialista podrán organizarse, después de la victoria de las Naciones Unidas democráticamente y desarrollarse democráticamente, si bien, en el mismo período, la lucha de clases no se debilitará, sino que se agudizará.
¿Es esto oportunismo, compañeros?
¿Es esto obligar a negar la ley de la violencia necesaria, en los cambios de civilización, formulada por Marx y Engels, ratificada por Lenin y Stalin, confirmada por la historia?
¿O es, contrariamente, una consecuencia lógica de los principios básicos del marxismo-leninismo-stalinismo, su aplicación dialéctica?
Oportunismo es colaboración de clases, reforzamiento del régimen capitalista mediante una política de reformas que no afectan a la sustancia del régimen y que paralizan la acción revolucionaria de la clase obrera, esencialmente. ¿Es la colaboración de clases, es la política de reformas, a la conclusión a la que hemos llegado?
Esta conclusión es el resultado de un principio básico: la soberanía nacional y el capitalismo monopolista son incompatibles y su consecuencia lógica: el retomar la soberanía para la nación supone la previa liquidación del capitalismo monopolista, vale decir, como primera medida, la nacionalización de los monopolios. Esto no es colaboración de clases, sino aniquilamiento del capitalismo monopolista, esto no es reforzamiento del régimen capitalista, sino la sustitución por otro régimen superior. No estamos ante una política de reformas, sino de transformación socio-económica.
La nación popular y la nación socialista marchan juntas hasta un cierto punto donde se bifurcan, la socialista para ir a la realización integral e inmediata del socialismo, la popular para desarrollarse en un régimen transitorio y de coexistencia de producción y propiedad social, y de producción social y propiedad privada. En una evolución posterior la nación popular se reencontrará con la nación socialista en el camino que conduce a la nación comunista. Marchan juntas en la acción para el aniquilamiento de los monopolios y la ejecución de la revolución agraria y se separan, porque la nación socialista socializará todos los medios de producción y la popular nacionalizará una parte, si bien sustancial. Una u otra estructura nacional no será el fruto del azar, sino de circunstancias bien conocidas, de condiciones objetivas bien caracterizadas y, esencialmente, del grado de unidad integral de la clase obrera, de la efectividad de la alianza permanente obrera y campesina. Como también la posibilidad de una reconstrucción democrática estará determinada, esencialmente, por el grado de unidad de la clase obrera, de efectividad de la alianza permanente obrera y campesina. Esto quiere decir, aunque ya se concluye claramente del texto, que la toma del poder y la restauración nacional podrán hacerse, no deberán hacerse, democráticamente. Pero, ¿qué deberá ser la nación popular, la democracia popular, allí donde esta estructura transitoria sea impuesta por la realidad histórica?
Primeramente: ¿a quién corresponderá la dirección de la nación? La lógica de la historia nos demuestra que las clases, castas o capas dirigentes de la nación pierden la hegemonía política, la dirección, cuando traicionan la nación. Al estallar la Revolución francesa, revolución de la burguesía por la toma del poder político, dirigían la nación francesa, en torno al rey absoluto, la aristocracia y la iglesia, es decir, la casta feudal. En derrota, la aristocracia y el alto clero huyeron al extranjero y desataron la guerra en el extranjero contra su patria, contra la nación, la guerra de los príncipes alemanes, de las monarquías inglesa y española, la guerra de todos los feudales que temblaban por sus privilegios. La revolución francesa triunfó y los aristócratas y la iglesia, la casta feudal, perdieron para siempre la hegemonía política, la dirección política de la nación francesa. Intentaron rehacer el Estado feudal tras la caída de Napoleón, 1815. Pero eran un cuerpo tan extraño a la nación, tan contradictorio con la fisonomía de la nación que había cambiado radicalmente en el curso de las jornadas y guerras revolucionarias y de las campañas napoleónicas, que se ahogaban en la incongruencia y cayeron del todo sin pena ni gloria y sin ninguna perspectiva de reinicio. Este antecedente histórico se aplica cien por cien a las capas dirigentes del capitalismo monopolista. Los herederos de la revolución francesa también han traicionado la nación. La traicionaron antes, entregando la soberanía nacional a la oligarquía financiera. La han traicionado definitivamente al comenzar la Segunda Guerra Mundial al entregar la nación al opresor, colaborando con el invasor para reformar la servidumbre de la nación y de los nacionales. Como los aristócratas y los clérigos del siglo XVIII libraron la defensa de sus intereses y privilegios de clase con el extranjero, con los enemigos mortales de la nación. Como los aristócratas y los clérigos del siglo XVIII han ahogado en sangre a patriotas y, yendo más lejos aún, han profundizado su traición, han pretendido la colonización definitiva de su país a cambio de una limosna llamada «coparticipación» en el poder de los colonizadores. Como los aristócratas y clérigos del siglo XVIII, la alta burguesía y las capas que le apoyaban en el poder y que la han acompañado en la traición, han perdido históricamente, la hegemonía, la dirección política de la nación. ¿O puede alguien creer que todo lo que ha sucedido no ha sido más que un episodio pasajero, sin trascendencia histórica, que, pasada la tormenta, traidores y traicionados sentarán alrededor de la misma mesa para rehacer amistosamente la vieja estructura política y económica de la nación, para mantener los primeros el bastón de mando y los segundos la tarea humilde de los explotados sin redención? La historia nos demuestra que el síntoma fatal de un régimen, de una civilización no ya en periodo de descomposición y parasitismo, sino de trance de muerte, es la corrupción histórica y cínica de sus capas dirigentes. Las viejas civilizaciones de la edad antigua son la prueba indiscutible. En vísperas de la revolución francesa, la aristocracia y el alto clero estaban corrompidos hasta la médula de los huesos. El Estado degeneró en una casa pública en la que todo se compraba y se vendía, donde la diversión sin freno de los poderosos contrastaba con la miseria sobrecogedora de la nación, en donde se veía las vehementes aspiraciones económicas y las osadías intelectuales de la clase que tenía que recoger el poder político desde del lodo en el que se revolcaba. ¿No es este hoy el espectáculo que tenemos ante nuestros ojos? La profunda e incurable corrupción política de los altos círculos dirigentes, fruto y pregón de la Primera Guerra Mundial y de la compra-venta de hombres y de patrias, practicada por el capitalismo monopolista parasitario y en descomposición acelerada, dio a luz en toda la vida nacional a la figura símbolo de un régimen, de una civilización condenada a muerte: los Quisling de la Segunda Guerra Mundial. Cuando las clases y capas dirigentes de una nación llegan a una degeneración colectiva, un capítulo de la historia humana se cierra, otro se abre. La aristocracia y el clero podridos fueron lanzados del poder por una burguesía triunfante y que predicaba la virtud y el amor al género humano. La podrida oligarquía financiera será lanzada del poder por la masa popular dirigida por la clase obrera triunfante que no predica, sino que practica la virtud y el amor fraternal entre los hombres y los pueblos. Pero, compañeros, ¿qué es la masa popular? Si no contara con una fuerza aglutinante, con una clase dirigente y heredera histórica del capitalismo monopolista, sería un conjunto heterogéneo de hombres e incapaz de una acción coordinada hacia una finalidad concreta. Por ello, necesariamente, al hablar de la masa popular como entidad histórica que debe reconquistar la nación, restablecer su soberanía y construir su civilización, surge con esplendor deslumbrante la clase obrera, la clase dirigente, la clase columna vertebral de la nación. Y surge necesariamente, como una inevitable conclusión histórica, la clase obrera, porque es la más nacional, la más consecuente, la heredera indiscutible del capitalismo monopolista, la que contiene y ha asimilado la teoría y la práctica del nuevo mundo a crear. La clase dirigente y constructiva de la nación socialista de la clase obrera. Pero, compañeros, la clase dirigente de la nación popular, estructura nacional transitoria, debe ser también, no puede ser más que la clase obrera. Esta conclusión nos lleva a una revisión de valor, a un desplazamiento absoluto de fuerzas y de perspectivas políticas. En la posguerra anterior, el capitalismo monopolista formó gobiernos de coalición burguesa, con participación de la clase obrera dirigida, mayoritariamente, por la socialdemocracia. La finalidad única de aquellos gobiernos de coalición y la de los gobiernos homogéneos socialdemócratas permitidos con clara visión política de los «gobiernos efectivos» de la oligarquía financiera –no fue otra– que la de reforzar la estabilidad política del régimen capitalista. En la posguerra próxima y en las naciones populares que se constituyan como una consecuencia obligada de la Segunda Guerra Mundial, se formarán gobiernos de coalición obrera y campesina con participación de la mediana y pequeña burguesía y la misión esencial de los cuales será asegurar el poder de la nación y su desarrollo hacia la estructura superior socialista. En la posguerra anterior, los gobiernos de coalición reformaron el Estado burgués, estabilizaron el régimen capitalista, y en la posguerra cercana los gobiernos de coalición en la nación popular, aniquilarán el Estado burgués, bastará el Estado popular como instrumento de consolidación y desarrollo de la democracia popular, el Estado nuevo que aplastará cualquier intento de retorno ofensivo del capitalismo monopolista.
En segundo lugar: ¿cuál debe ser el contenido socio-económico de la nación popular? Una política de reformas sería la negación de la nación popular. Suceda lo que suceda, será después de la victoria de las Naciones Unidas. Pero es seguro que no se volverá a la estéril y contrarrevolucionaria política de reformas. Esta política está condenada por la experiencia histórica. En el tira y afloja de la política de reformas la última palabra ha sido siempre del capitalismo monopolista y la última miseria de la clase obrera, es decir, del conjunto nacional. Nación popular significa nacionalización de los monopolios: de la banca y de los seguros, de las materias primas y de los transportes, de la industria pesada y de los servicios públicos, del combustible y del comercio exterior. Nación popular significa acelerada industrialización de la agricultura: nivelar el progreso industrial y el progreso agrícola, suprimir las rentas parasitarias, que la tierra sea de quien la trabaja. En la nación popular coexistirán la economía social básica, la economía particular de la mediana y pequeña burguesía nacional y comercial de contenido social, sin embargo, al servicio de las necesidades sociales de la nación, la economía cooperativa de consumo, de sanidad social, de compra y venta en común de los sindicatos agrarios, y la economía cooperativa de producción, agraria y menestral. Si tenemos presente la experiencia histórica podemos afirmar que la mediana y pequeña burguesía no tendrán ni la fuerza ni la voluntad de oponerse a la coexistencia de varias economías con tendencia en la perspectiva, de fundirse en una sola y superior, y al instrumento político que será la consecuencia obligada. El sistema de opresión colonial y de estrangulamiento financiero que les impone el capitalismo monopolista, acerca sus intereses inmediatos a los intereses de la clase obrera, de la masa nacional. El enemigo es común y la unión de los explotados será siempre, no una necesidad sino una realidad.
En tercer lugar: ¿Cuál debe ser la tendencia internacional de la nación popular? La burguesía del viejo capitalismo, consideró la nación como su mercado natural. En el ejercicio de una soberanía no mediatizada, aquella burguesía defendió su mercado y lo convirtió, prácticamente, en monopolio. La acumulación de capitales, la progresiva concentración industrial, la transición de la humilde banca intermediaria a la banca prepotente del capital financiero, crearon el mercado mundial, del cual el mercado nacional no se pudo desligar, ni rehuir su caída en una dependencia absoluta. Para el nuevo capitalismo, el objetivo no es el mercado nacional, sino el mercado mundial; no reafirmar con la soberanía nacional un mercado nacional, sino borrar las fronteras, aniquilar las soberanías nacionales y refundir los mercados nacionales en el mercado mundial, campo de batalla de los grupos oligárquicos componentes del capitalismo monopolista. De ahí el cosmopolitismo del capitalismo monopolista, el cosmopolitismo de los Shylock contemporáneos. Evidentemente, la nación popular es la antítesis tanto del chovinismo nacional de la burguesía liberal, como del cosmopolitismo regresivo del capitalismo monopolista.
El baluarte de los monopolistas británicos es el imperio británico. Ensanchar el imperio, hacer de él un recinto cerrado de uso exclusivo, esa es «la aspiración sublime» de los monopolistas británicos. La defensa y la justificación del imperio es, por tanto, una necesidad vital para ellos. Igual que el ataque y el descuartizamiento del imperio, como unidad económica monopolizada por el capitalismo británico, es y será una necesidad vital para los monopolistas estadounidenses, no por razones ideológicas, sino, dadas las exigencias pregonadas de su estructura, de su tendencia a dominar y no a liberar, a un expansionismo imperialista sin límite y sin freno.
Siempre se han hecho grandes esfuerzos para popularizar la política colonial, presentándola como una «obligación» del hombre blanco, como una deuda histórica: incorporar las razas inferiores, los pueblos «salvajes», a la civilización occidental. El mayor esfuerzo en esta dirección lo han hecho los panegíricos del imperio británico, unos asalariados y otros, de buena fe. De una manera metódica nos presentan, no el imperio tal como es, sino los dominios, que forman con la metrópoli una federación más o menos voluntaria. Todo ello para llegar a la conclusión de que el imperio británico es una organización política y económica modélica, avanzada progresiva que puede ensancharse incorporando nuevos pueblos, nuevas naciones europeas. Esta propaganda se ha intensificado enormemente desde la trascendental reforma de la constitución soviética y raíz de la conferencia imperial habida anteriormente en Londres. ¿Verdaderamente, es una organización modélica? El imperio británico es una sociedad de naciones blancas unidas por la defensa de intereses comunes contra enemigos más fuertes que cada una de ellas separadas: el interés común, la explotación monopolista de un inmenso sector de la tierra, de cerca de 500 millones de seres humanos, negros, amarillos, hindúes, malayos, indonesios, mestizos, de un depósito inagotable de materias primas esenciales, de un mercado exclusivo para la exportación de capitales. En el imperio británico existen los subimperios de Australia, Nueva Zelanda y Unión Sudafricana que explotan como colonias propias miles de islas del Océano Pacífico y más de 10 millones de negros de las antiguas colonias africanas de Alemania. Siendo la población que habita los dominios y la metrópolis de origen anglosajón, la discriminación radical es un rasgo fundamental que los identifica, el concepto reaccionario de la superioridad de la raza anglosajona, contiene el rechazo absoluto por tanto, a mezclarse con las razas indígenas, a formar, en virtud del cruce biológico una nueva raza. Las poblaciones blancas de la metrópoli y de los dominios son verdaderos islotes de seres privilegiados en un océano de razas «inferiores», que explotan a muerte, y basándose en su explotación se ha convertido en una especie de aristocracia superior –la oligarquía financiera, monopolista– e inferior –los sirvientes y aprovechados más inmediatos, los sectores y los líderes del movimiento obrero que viven de las migajas imperialistas y que constituyen lo que Lenin llamaba «la aristocracia obrera»–. El principio stalinista según el cual los pueblos son iguales en derechos, pero no en deberes, pues los pueblos más avanzados tienen el deber de ayudar a los más atrasados hasta elevarlos, al menos, a su propio nivel, es para los blancos usufructuarios del imperio británico una herejía perfectamente bolchevique. Practican, con una consecuencia inquebrantable, el principio opuesto: mantener en la ignorancia, en el ensuciamiento a los pueblos «inferiores» y explotados, envenenar los odios religiosos y raciales que los dividen, alimentar las guerras civiles que los debilitan, conservar con cuidado las tradiciones más inhumanas, como la división de castas en la India, por ejemplo, subvencionar groseramente rajás y maharajás, reyes negros, reyes amarillos, soldados morenos, verdugos feudales que se pasean, enjoyados, en los cabarets y «casinos» de Europa. Naturalmente, estos blancos son atentos lectores de la Biblia y tienen una conciencia escrupulosa que les impide conocer las cosas por su nombre, que los obliga a cubrir las vergüenzas íntimas con frases y tesis filosófico-religiosas que tranquilizan el alma y abren, de par en par, las puertas del cielo. De esta táctica imperialista dicen: «respetar las costumbres locales, no intervenir en la vida local, proteger la tradición y la soberanía de los grupos antagónicos, restablecer el orden sólo cuando los odios locales lo perturban». Y aplicando esta «doctrina cristiana» es como en la India de hoy el virrey y los funcionarios británicos que controlan la India británica son ayudados por más de 500 príncipes feudales, por la guerra permanente de hindúes y musulmanes, por la trágica impotencia de más de 100 millones de intocables siempre en los umbrales de la muerte por inanición, por funcionarios de las castas «superiores» que embadurnan de «color local» el Gobierno imperial de toda la India.
No, compañeros, los pueblos liberados, por la victoria de las Naciones Unidas, por el aplastamiento inmisericorde del nazi-fascismo, no deben seguir las huellas «modélicas» del Imperio británico. No las seguirán. Tampoco pueden aspirar a convertirse en socios menores de los núcleos anglosajones que se enriquecen con la sangre y la miseria de tantos millones de seres humanos. Los pueblos no combaten hoy a muerte para consolidar y extender el latrocinio, la explotación, la tiranía del capitalismo monopolista: combaten a muerte para liberarse ellos mismos del capitalismo monopolista, para recobrar la perdida soberanía, para poner los cimientos de un internacionalismo proletario, humano, progresivo, cuyos principios tienen ya fuerza de ley en el más grande y más poderoso Estado del mundo contemporáneo: la Unión Soviética. La línea nacional staliniana será la línea de los pueblos liberados. La fisonomía de una nación es la de su clase dirigente. La nación chovinista, cerrada, correspondía a la fisonomía económica y, por tanto, política del viejo y enterrado capitalismo liberal. La nación mediatizada, moneda de cambio en el mercado mundial, ha correspondido a la fisonomía antinacional, extranacional, cosmopolita, de la oligarquía financiera. La nación popular, soberana y constructora de una civilización nueva y superior, tendrá, tiene ya allí donde se ha constituido la fisonomía de su clase dirigente: la clase obrera. Será nacional e internacionalista, nacional por la forma, internacional por el contenido. Y su tendencia constante no podrá ser otra que la de suprimir toda opresión nacional de las naciones mayores sobre las menores, la de proclamar la igualdad de derechos de todas las naciones, la de cumplir el deber que tienen las naciones más avanzadas en ayudar fraternalmente a las más atrasadas, la de derrumbar las fronteras económicas arancelarias que dividen hoy el mundo capitalista en innumerables estancos en los que se ahogan las masas trabajadoras, la de constituir pactos federativos amplios con las naciones más afines por razones históricas, económicas, culturales y geográficas, primero, con las más cercanas, con las alejadas tiempo después. Los filisteos del capitalismo monopolista nos hablan hoy, nos hablaron después de la Primera Guerra Mundial, de una poderosa Federación Europea controlada y dirigida, por supuesto, por la oligarquía financiera.
¿La posibilidad de una reconstrucción democrática de la nación, en la línea popular y en la socialista, es una herejía teórica, es un disfraz del oportunismo, es un intento de negación y, por consiguiente, de revisión de los principios marxistas? ¿O es, contrariamente, una interpretación marxista, dialéctica, de la situación presente y la perspectiva histórica inmediata? Evidentemente, Marx dijo:
«La violencia es la comadrona de toda sociedad vieja que lleva en sus entrañas otra nueva». (Karl Marx; El Capital, Tomo I, 1867)
Evidentemente, Lenin nos ha dicho:
«La sustitución del Estado burgués por el Estado proletario es imposible sin una revolución violenta». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; El Estado y la revolución, 1917)
Evidentemente, Stalin nos ha dicho:
«El paso del capitalismo al socialismo y la liberación de la clase obrera del yugo capitalista no puede realizarse mediante cambios lentos, por medio de reformas, sino únicamente mediante la transformación cualitativa del régimen capitalista, es decir, mediante la revolución». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; Materialismo dialéctico y materialismo histórico, 1938)
Si dialéctica es:
«En sentido estricto, el estudio de las contradicciones contenidas en la esencia materia del objeto». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Resumen del libro de Hegel «Lecciones de historia de la filosofía», 1915)
Si la:
«Ley del desarrollo es el trámite de los lentos cambios cuantitativos a los rápidos, repentinos, cambios cualitativos». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; Materialismo dialéctico y materialismo histórico, 1938)
¿Qué nos demuestra la realidad presente y la perspectiva histórica inmediata? En el régimen capitalista se han producido cambios, invisibles, los unos; conocidos, los demás, consecuencia inevitable de la lucha entre lo que parece estable y marcha hacia la muerte y lo que nace y se desarrolla. Estos cambios cuantitativos han sido lentos y se refieren a la correlación de fuerzas, a la progresiva caducidad del régimen que parecía estable y marchaba hacia la muerte, a la madurez histórica del régimen nuevo, al término del desarrollo capitalista, al agotamiento de la táctica de las reformas, al principio de aplicación de los principios socialistas. Los cambios cuantitativos, sin embargo, no cambian el régimen, no transforman su esencia. El capitalista sigue siendo capitalista hasta el momento en que el cambio cuantitativo es sustituido por el cambio cualitativo, la evolución por la revolución. Los cambios cuantitativos van agravando las contradicciones en la esencia de los objetos, sin alterar su contextura. Los cambios cualitativos ponen fin a las contradicciones en la esencia del objetivo viejo y crean otro objeto, absolutamente nuevo. Por eso el cambio cuantitativo es la evolución y el cambio cualitativo la revolución. En el Estado de Morelos (México) había una extensa llanura y de repente una explosión volcánica transformó la llanura en montaña en unos días de llamas y de fuego. Se produjo un cambio cualitativo, es decir, una revolución. Y si esta es una verdad absoluta, comprobada por la historia, cabe preguntarse:
¿La ley histórica de la violencia no se ha cumplido ya?
¿El cambio cualitativo, revolucionario, no se ha producido ya?
¿Y si las leyes de la violencia y del desarrollo ya se ha cumplido, debemos considerar la tierra como un conjunto de entidades humanas aisladas, cerradas, y en las que se debe cumplir, inexorablemente, mecánicamente, las leyes mencionadas? ¿O como un conjunto humano, interdependiente interinfluenciable, como un todo en el que repercuten los fenómenos cualitativos que se producen en una parte de él? ¿Y en la violencia que la sacude a fondo, no tenemos un hecho histórico que profundiza esta repercusión, con intensidad, claro, no uniforme, sino diversa, según sea la correlación de fuerzas actuales en el seno de cada entidad humana?
Vivimos, compañeros, en un ciclo histórico de violencia, la dureza y la duración de la que no tienen parangón. Este ciclo histórico comenzó con la Primera Guerra Mundial (1914-1918). En la Primera Guerra Mundial se produjo un cambio cualitativo: la gloriosa Revolución Socialista de Octubre (1917) que creó un Estado nuevo: la Unión Soviética, que opone a la vieja civilización capitalista una nueva civilización: la socialista, que se ha consolidado en una sexta parte de la tierra, que ha construido pieza a pieza, el poder más sólido, más invencible que la historia humana conoce. El resto del mundo que sigue sometida al sistema de opresión colonial y de estrangulamiento financiero, no volvió ya al equilibrio de antes de la Primera Guerra Mundial, pero continuó sometido a la violencia más extrema. Revoluciones y contrarrevoluciones, guerras coloniales, guerras de fronteras, guerras «ideológicas» desatadas por aniquilar los movimientos y los regímenes democráticos populares, conflictos innumerables y sangrantes provocados por la competencia entre grupos monopolistas rivales, la guerra activa y latente contra la Unión Soviética, las proporciones monstruosas de terror blanco y el surgimiento del nazi-fascismo-falangismo, esfuerzo desesperado y mortal de una sociedad condenada a muerte y que no se resigna a morir: esto ha caracterizado el armisticio entre las dos guerras mundiales. ¿Este ciclo de violencia gigantesca que ha costado a la humanidad decenas de millones de vidas, tesoros incontables, no puede ser cerrado por la Segunda Guerra Mundial, el coste en vidas y en riquezas excede en cifras astronómicas el de cualquier otro período de crisis? ¿Es que, compañeros, esta Segunda Guerra Mundial no es en sí misma «una gran revolución? ¿Es que, compañeros, la Revolución Socialista de Octubre ha sido un fenómeno limitado por unas líneas fronterizas? ¿La presencia histórica de la Unión Soviética que sale fortalecida de la prueba terrible de la guerra, no ha de provocar, aunque fuera sólo por gravitación natural, cambios profundos en el resto del mundo? ¿Debemos considerar el ciclo de violencia creado por un régimen que se consideraba estable y marchaba hacia la muerte, y el cambio cualitativo soviético, como hechos sin otra trascendencia histórica más que lo que ocurre en el mundo capitalista como lo universal y considerar que lo que ocurre en una nueva civilización creada en un enorme sector de tierra está aislado del resto por una altísima muralla china?
¿Qué nos demuestra la historia, compañeros?
La Historia nos demuestra que la burguesía no ha hecho más que una revolución violenta para tomar históricamente posesión del poder político: la Revolución Francesa (1879). La Historia nos demuestra que el régimen feudal murió históricamente al producirse el cambio cualitativo en uno de sus Estados: Francia, terminada la revolución, cerrado el ciclo de violencia abierto por ella con la derrota de Napoleón en 1815, el mundo europeo ya no pudo volver al 1789. La estructura interna había cambiado, la correlación de fuerzas también, siendo estos cambios la consecuencia inevitable de los modos de producción, de las nuevas relaciones de producción que la revolución y el largo periodo de violencia continental que siguió consolidaron y posaron en el camino de su desarrollo incontenible. Los aristócratas que regresaron del exilio en Francia, apoyados en las bayonetas de la Santa Alianza, pretendieron borrar la historia, dar por no existente el periodo vital 1789-1815, dictar las leyes y decretos reales de 1789 como si verdaderamente la tierra se hubiera detenido, reconstruir, por tanto, pieza a pieza, el mundo feudal que perdieron. Pero fueron impotentes ante la nueva nación, en la que eran un cuerpo absolutamente extraño. La nación y la casta feudal otra vez al poder hablaban un lenguaje diferente, el lenguaje vivo de la nación en marcha, el lenguaje de ultratumba de un fantasma reavivado por otros fantasmas del resto del continente que, si bien les parecía que estaban más vivos, estaban tan muertos como el fantasma francés. De esta antítesis salió un régimen híbrido en el que, sin embargo, la burguesía no perdió el dominio económico ni la coparticipación política, régimen que desapareció sin pena ni gloria pocos años después, cuando la burguesía francesa, respaldada por la masa popular de sentimientos republicanos que no pudo ahogar Napoleón, puso la corona real en manos de los Orleans. Con el cambio dinástico, la burguesía se amparó totalmente del poder político y la vieja casta aristocrática descendió a la categoría de escudera del nuevo señor. La burguesía se apresuró a realizar el lema de aquellos tiempos: «enriquecernos». Ciertamente, hubo un nuevo período revolucionario continental en Europa: el del 1848 al 1849. Pero su carácter histórico fue muy diferente. En Francia, estalló la revolución de 1848, no para asegurar el poder político de la burguesía, definitivamente alcanzado. La revolución francesa de 1848 tuvo dos fuentes de energía: la burguesía liberal y la juventud intelectual que se había identificado con los ideales y las pasiones gigantescas de la Gran Revolución y que aspiraban a restablecer la República aniquilada por Napoleón, y la clase obrera que ya perseguía fines propios, aunque de una manera intuitiva, romántica y no científica, ligada en la continuación histórica con el club «los iguales» de Babeuf y con la exaltación revolucionaria intransigente de Marat. Guillotinada la revolución de 1848 por la misma burguesía republicana atemorizada ante el surgimiento de una fuerza nueva homogénea, la fuerza proletaria, la conclusión histórica no fue que la burguesía asegurara un poder político amenazado por la casta feudal, sino por la clase obrera. En Alemania, la revolución de 1848 expresó el anhelo de la burguesía liberal y del proletariado por una democratización del Estado alemán, por su unificación. En uno y otro país la revolución no fue contra el feudalismo, sino contra la burguesía reaccionaria aliada con las fuerzas del pasado y el desarrollo de la democracia burguesa. En el ex imperio de Austro-Húngaro, la revolución del 1848-1849 fue, esencialmente, el renacimiento violento de las viejas nacionalidades oprimidas: checa, croata y eslovaca las que quisieron realizar la línea nacional que liberó el centro y sur del continente de América. El ciclo revolucionario 1848-1849 no fue, pues, una repetición de la Revolución Francesa, a fin de devolver a la burguesía un poder político que le hubiera sido arrebatado por la fuerza feudal. Fue la continuidad histórica de la revolución francesa, con contenido diferente, con factores nuevos, con nueva perspectiva. Esta es la conclusión a la que llegó Marx al analizar las revoluciones del 1848-1849: después de ellas, nos dice Marx, el poder del Estado se convirtió en un «arma nacional de guerra del capital contra el trabajo». Si las revoluciones del 1848-1849 tenían ya la característica fundamental de un antagonismo entre el capital y el trabajo, aunque confundido en sus inicios, la Revolución de 1871, la Comuna de París, fue ya una revolución proletaria, un ensayo del Estado socialista sin clases. Y si en todos los países europeos estallaron movimientos revolucionarios, estos se movían, se producían, se desarrollaban en el conjunto del régimen capitalista, no eran reacciones hacia el pasado, sino hacia el futuro. La Revolución Francesa enterró el régimen feudal, instaló la burguesía triunfante en el poder político. Las revoluciones del siglo XIX tuvieron como objetivo el desarrollo de la democracia en el régimen burgués estabilizado, siendo su motor un nuevo elemento histórico, al que la burguesía dio vida y aceleró el crecimiento en la medida que ella acumulaba capital y concentraba la industria y aceptaba el progreso técnico de la clase obrera. En el siglo XX, nos dijo Karl Marx, se desarrolló:
«El poder centralizado, con sus órganos correspondientes: el ejército permanente, la policía, la burocracia, el clero y la judicatura. (...) El poder del Estado ir logrando cada vez más el carácter de un poder social por la opresión del trabajo, el carácter de una dominación de clase. Después de cada revolución que señalaba un paso adelante en la lucha de clase, se acusaba con rasgos aún más salientes el carácter permanente represivo del Estado». (Karl Marx; La Guerra Civil en Francia, 1871)
Napoleón, espada militar de la burguesía triunfante, fue vencido. Pero el Código Civil de Napoleón de 1804, monumento de los derechos y privilegios de la burguesía dirigente y propietaria del Estado, venció los residuos feudales que la Santa Alianza pretendió vitalizar.
Si la historia nos demuestra que la burguesía tomó posesión del poder político con una revolución, que el régimen feudal murió históricamente con un solo cambio cualitativo en uno de sus Estados, ¿debemos concluir que la clase obrera tiene que hacer necesariamente, inexorablemente, una revolución violenta en cada Estado o Nación, que la Revolución de Octubre, que el cambio cualitativo del que surgió el mundo nuevo, la Unión Soviética, son hechos históricos de menor trascendencia que la revolución francesa, que su influencia y su fuerza se detiene al llegar a la línea caprichosa «de una frontera política»? ¿Debemos concluir que si el Código Civil de Napoleón tuvo un valor universal, la Constitución Staliniana de 1936 no puede tener más que un valor doméstico? Bien ciegos seríamos si llegáramos a conclusión tan absurda, tan antihistórica.
¿Qué nos demuestran, compañeros, no la historia, sino los hechos que se han producido en los últimos años, en este periodo del cual son actores y testigos? Se han constituido dos naciones populares y tres naciones socialistas, sin que, en ninguno de los cinco casos, la clase obrera se viera históricamente obligada a repetir una Revolución de Octubre. Se han constituido dos naciones populares en el continente asiático: las Repúblicas de Mongolia y Tannu Tuva, el contenido socio-económico de las cuales es sustantivamente el mismo que hemos visto más arriba. Se han constituido tres naciones socialistas en el continente europeo: Estonia, Letonia y Lituania. Las naciones asiáticas se crearon democráticamente, pacíficamente. Las tres naciones socialistas europeas se constituyeron democráticamente, pacíficamente. En los países bálticos una conmoción política parecida a la nuestra del 14 de abril de 1931, echó del poder a los Quisling del capitalismo monopolista, los agentes de la Alemania hitleriana. Los pueblos en posesión del poder político eligieron democráticamente en Cortes Constituyentes y con los representantes populares, por votación mayoritaria, acordando constituirse en nación socialista y solicitaron el altísimo honor, que consiguieron, de formar parte de la gloriosa familia de la Unión Soviética. ¿Y si la realidad histórica de nuestros días nos demuestra que es posible reconstruir un país en la línea de la nación popular o de la nación socialista, debemos concluir que necesariamente, inexorablemente, la clase obrera del resto del mundo debe hacer una Revolución de Octubre en cada país para aplicar la preocupación de aplicar de manera mecánica principios justos, principios ciertos, justezas y certidumbres comprobadas por la historia, pero ya realizadas? No, compañeros, aquello que se ha realizado en unos países corresponde en cualquier otro país, sin otra situación que las características propias, que la real corporación interior de fuerzas, que la positiva o negativa unidad integral de la clase obrera, que la débil o sólida alianza de la clase obrera única con el campesinado, que el grado de madurez patriótica sustantiva, no aparente, de la pequeña o mediana burguesía. Con todo, sin embargo, la unidad orgánica de la clase obrera es el factor más determinante.
Esta es, compañeros, la característica esencial de nuestro tiempo, de la posguerra inmediata: la posibilidad de la reconstrucción democrática de un país en la línea general de la nación popular, de la nación socialista. ¿Quiere decir esto que la violencia ya no será necesaria ninguna parte? Absolutamente, no. La posibilidad no será nunca, en ningún caso, obligatoriedad.
El desarrollo desigual del capitalismo agrava sus contradicciones internas, multiplica los conflictos bélicos y de otro orden, acelera su descomposición y parasitismo, es decir, su caducidad histórica. Del mismo modo el desarrollo desigual de la capacidad, de la madurez política en los pueblos, determina variantes profundas en la aplicación de una línea general que la experiencia histórica y las realidades presentes definen como justa. Sería, por tanto, un error grave creer en la posibilidad de una línea rígida. En algunos países será posible realizar sin grandes dificultades y en un período breve, la línea general de la nación popular o de la nación socialista. En otros países, pocos o muchos, esta realización será difícil, y alcanzable tras nuevas jornadas de lucha sangrienta. Y debe ser así, ya que el capitalismo monopolista aunque sustantivamente debilitado e inestable al terminar la Segunda Guerra Mundial se defenderá con los dientes y las uñas. Y su poder no será pequeño. La conclusión final, histórica, no puede ser más que una: el aniquilamiento universal del capitalismo monopolista. Ya recorre su «camino de la amargura». Ha sido derrotado el capitalismo monopolista en la maniobra de la coalición mundial contra la Unión Soviética. Ha sido derrotado en la maniobra de las dos guerras, que los bandidos trotskistas tratan de popularizar, y la perspectiva de la que no es otra que facilitar una paz separada de la Gran Bretaña y los Estados Unidos con la Alemania hitleriana, la de reconstruir el bloque de Múnich contra la Unión Soviética. Ha sido derrotado en la maniobra de la guerra empatada que el traidor Franco hizo rodar por el mundo. Ha sido derrotado en la maniobra de la humanización de la guerra, puesta en marcha, en colaboración fraternal, por el traidor Franco y el Papa filofascista. Ha sido derrotado en la maniobra de sabotear el segundo frente, de alargamiento de la guerra querido por Hitler, sus aliados y cómplices. Ha sido derrotado en la maniobra, que las resume todas, de la paz negociada, de una paz de reforzamiento de la reacción alemana y mundial, de ataque contra la Unión Soviética y los pueblos renacientes. Será derrotado, también, el capitalismo monopolista en las maniobras que ya son suficientemente visibles y preparatorias de su política de posguerra. No hay duda de que será al final vencido, pero no golpeado por una derrota fulminante simultánea y universal. Será vencido por un período de nuevas luchas, de nuevos sufrimientos, sobre todo en los países que son la sede del máximo poder de opresión colonial y de estrangulamiento financiero: los Estados Unidos y Gran Bretaña. En estos países, baluartes aparentemente inconmovibles del capitalismo monopolista, la clase obrera, los pueblos, se encontrarán ante un dilema: rebelarse contra los verdugos comunes y de la humanidad entera o reforzarlos para caer, dentro de pocos años, en una Tercera Guerra Mundial. ¿Cómo resolverán este dilema? La Primera Guerra Mundial aceleró la madurez política de la clase obrera británica, a pesar de los esfuerzos que los líderes burócratas del movimiento laborista y tradeunionista hicieron para impedirlo. La Segunda Guerra Mundial radicalizará más profundamente aún a la clase obrera británica, dará un golpe mortal al aristocraticismo infantil de sectores importantes de la clase obrera estadounidense. Los obreros británicos y estadounidenses, los pueblos británico y estadounidense no comprenderán cuando, tras el sacrificio de la guerra, se encontrarán presos en el engranaje del capitalismo monopolista y sufrirán los horrores de un régimen socio-económico que para pervivir no hará otra cosa que hundirlos en la miseria del paro forzoso y de la represión interior. Del genial principio marxista: «no puede ser libre el pueblo que oprime a otros pueblos»; comprenderán que el camino de salvación no es complicarse con el capitalismo monopolista para recibir las exiguas y sucias migajas de la explotación, de la miseria universal, sino el del internacionalismo proletario, el de la fraternidad de los pueblos, en el esfuerzo mancomunado para construir en toda la tierra la nueva civilización. Es cierto, compañeros, que el capitalismo monopolista, el inventor de la AGM, para uso exclusivo y consumo obligatorio de los pueblos europeos liberados del nazi-fascismo, deberá fabricar un Gobierno Militar Aliado de los Territorios Ocupados (AMGOT) especial y mucho más fuerte, como garantía de su tranquilidad en el interior de las fortalezas clásicas: los Estados Unidos y Gran Bretaña.
El capitalismo monopolista será vencido, porque ni nosotros comunistas, ni la clase obrera, ni los pueblos liberados del mal en el presente no renunciaremos en ningún caso, en ninguna situación, a nuestra misión histórica: ¡realizar el socialismo!
Hace falta, sin embargo, compañeros, que miremos con los ojos bien abiertos las realidades y las complejidades de la situación actual. Es necesario que nos preparamos para recibir y captar con el cerebro bien abierto la realidad y las complejidades de la posguerra cercana. Si no fuera así, pronto degeneraríamos en una pequeña secta de seres ruidosos, inútiles para servir los intereses fundamentales, permanentes, de la clase obrera, de nuestro pueblo». (Joan Comorera; La nación en una nueva etapa histórica, 15 de junio de 1944)
Anotaciones de Bitácora (M-L):
Como se puede observar Comorera en «La nación en una nueva etapa histórica» de 1944 se adelanta a la teorización de muchos dirigentes de lo que luego se llamarían los regímenes de «democracia popular», un término que en nuestra opinión sobraba, ya que dio cabida a muchos equívocos y especulaciones teóricas como se vio durante 1944-1948 en el movimiento marxista-leninista. Cayendo en estos errores no solamente a figuras que han pasado a la historia como grandes revisionistas, sino también en un principio incurrieron en graves errores teóricos oportunistas sobre las democracias populares grandes figuras de renombre. Este tema será estudiado en otro post de forma más profunda.
En el presente texto Comorera no solo demuestra un hondo conocimiento del materialismo histórico, sino que su lucidez sobre los acontecimientos mundiales le hacen adelantar algunos hechos que ocurrirían en la posguerra como se ha visto, sino lo más sorprendente es que plantea unos esquemas sobre las democracias populares que se asemejan precisamente a varias de las correcciones que los máximos dirigentes comunistas tuvieron que asumir a partir de 1948 sobre las democracias populares, en contra de los oportunistas. Hablamos de temas muy concretos.
1) Es necesario clarificar y suprimir las teorías oportunistas sobre el significado histórico de las llamadas democracias populares desde una perspectiva revolucionaria y científica:
«Algunas personas empezaron pensando que la democracia popular era cualitativamente y fundamentalmente diferente del sistema basado en la dictadura del proletariado. El sistema de democracia popular en Polonia también fue definido a veces como un camino específico hacia un nuevo sistema, su particularidad fue a menudo entendida en el sentido de que fue considerada como un proceso especial de desarrollo cuyo punto de llegada era imposible de establecer, como se dijo. Algunos imaginaron que era la síntesis de un tipo de proceso propio de capitalismo y socialismo, de un sistema socio-político, en el cual el capitalismo y el socialismo, viven uno al lado del otro, reconociéndose el uno al otro. Otras personas, creyeron que el sistema de democracia popular era un efecto temporal de la situación específica determinada por las condiciones de la post-guerra, esforzándose por estabilizar esta situación, con la esperanza de que fuera posible una vuelta a la situación existente antes de septiembre de 1939 –en alusión a la invasión nazi de Polonia del 1 de septiembre de 1939–. (...) ¿Cuál es la propiedad más característica de estas «pequeñas y grandes» teorías? Por supuesto que están fundadas en la herencia de la socialdemocracia, en algún tipo de reincidencia de tipo socialdemocrata, que significa la vuelta al oportunismo en el movimiento obrero». (Bolesław Bierut; El rol y carácter de la democracia popular; Discurso en el Iº Congreso del Partido Obrero Unificado Polaco, 15 de diciembre de 1948)
2) Las democracias populares no puede ser sino la aplicación en todo su término de la dictadura del proletariado, que incluye la coacción y supresión de la resistencia de las clases explotadoras y la reeducación de las capas vacilantes:
«Somos conscientes de que la dictadura del proletariado no consiste sólo en el ejercicio de la fuerza, sus funciones esenciales incluyen también la construcción, para la cual debe conquistar aliados para el proletariado y unirlos para la producción socialista. En nuestro caso, gracias al hecho de que podemos confiar en la Unión Soviética y que hemos podido ahorrarnos una guerra civil, la función más importante de nuestra dictadura del proletariado es una tarea de construcción económica y cultural. Sin embargo, esto no significa en absoluto que las funciones de la opresión y la violencia también pertenecientes a la dictadura del proletariado deben pasarse por alto como algo secundario. La atención continua sobre los agentes de los imperialistas y los enemigos de clase en el interior no son en absoluto las tareas secundarias, por el contrario, son las condiciones requeridas para la obra de construcción del socialismo. Por otra parte, también debemos darnos cuenta claramente en que períodos pueden venir en nuestra evolución que la función principal de la dictadura del proletariado sea el ejercicio de la fuerza contra los enemigos de dentro y fuera. El que olvida esto comete el delito de pacifismo, desmoviliza al partido y a la clase obrera, y pasa por alto la construcción de nuestra organización estatal, así como la de nuestro ejército». (József Révai; Sobre el carácter de nuestra democracia popular, 1949)
3) El triunfo de la URSS y la ayuda al resto de naciones quebraba buena parte de la oposición y maniobras de las clases explotadoras internas:
«La clase obrera contó con un gran aliado de clase: el Ejército Rojo Soviético, que liberó a nuestra nación del régimen nazi. Un aliado que con su sola presencia paralizó a los grupos reaccionarios locales –siendo así incapaces de detener el movimiento revolucionario polaco–. El Ejército Rojo Soviético fue un amigo que aseguró, que el imperialismo no decidiera el destino del país sin permiso del pueblo –haciendo además posible, que la revolución anticapitalista no necesitara de la guerra civil y un uso amplio de la violencia–. (...) La base de la democracia popular en Polonia fue construida sobre el hecho de que en el momento de su nacimiento el apartado del invasor y del poder de la burguesía polaca fue descompuesto y devastado, intimidado y comprometido. No podemos olvidar la realidad histórica, la verdad: que esto ocurrió gracias a la existencia de un gran y revolucionario nuevo poder de clase. De que no se permitió que la burguesía retomara el dominio político. Un poder que estuvo del lado de la clase obrera y ayudó a consolidar su dominación política. Recordemos que está situación no ocurrió en otros países liberados donde estaban apostados los ejércitos imperialistas. La Unión Soviética facilitó el surgimiento de las democracias populares gracias a su victoria sobre los nazis. La Unión Soviética facilitó así mismo la creación de las democracias populares, ya que como dijimos la sola presencia del Ejército Rojo Soviético intimidó a nuestros enemigos de clase». (Bolesław Bierut; El rol y carácter de la democracia popular; Discurso en el Iº Congreso del Partido Obrero Unificado Polaco, 15 de diciembre de 1948)
4) Pese a todo, el triunfo de la URSS y la toma del poder por los comunistas en estos países con el fin de la construcción socialista no supondría la supresión de la lucha de clases, sino que se agudizaría:
«El régimen de democracia popular continúa desarrollándose en una atmósfera de lucha de clases encarnizada, lucha que no solamente no se debilitará a medida que se aproxime al socialismo, sino que por el contrario se irá agudizando. En las ciudades, los elementos explotadores, privados del poder político y habiendo perdido sus posiciones económicas, recurren al sabotaje, al espionaje, al terrorismo y al diversionismo. En el campo, los kulaks destruyen el grano a fin de sabotear el plan de almacenamientos, asesinando a los militantes de los partidos obreros así como a los representantes del poder popular, infiltrándose en las organizaciones regionales, a fin de comprometer, por los abusos que cometen en ellas, al poder popular. Esta intensificación de la lucha de clases está en la naturaleza de las cosas. (...) En Polonia la desviación oportunista y nacionalista se puso de manifiesto en la posición del antiguo Secretario General del Comité Central del Partido Obrero de Polonia, Władysław Gomułka. Subestimando el carácter explotador de la clase de los kulaks, Władysław Gomułka había pensado que Polonia podría llegar al socialismo por vías que le fueran «propias». De hecho, esta vía «propia» no era otra cosa que la teoría del «justo medio» una «tercera vía» que marcharía entre el socialismo y el capitalismo, comparable a las «terceras fuerzas» occidentales. Como es sabido el Partido Obrero Unificado Polaco ha vencido esta tendencia oportunista y se ha fortalecido aún más sobre la base de la lucha de clases». (Naum Farberov; Las democracias populares, 1949)
5) No podemos caer en el error del liberalismo de hablar de un Estado por encima de las clases, ni soltar frases abstractas sobre la democracia y la libertad:
«Nosotros, los obreros revolucionarios, los campesinos, los pequeños burgueses, los intelectuales progresistas, todos los patriotas, somos una parte integrante del campo antiimperialista y democrático, y nuestro deber es luchar para liberar al Estado español de las castas y las clases que lo monopolizan, hemos de dar término a la revolución democrática española. (...) Y entendamos, porque hoy, hasta Franco se califica de demócrata, no podemos dejarnos deslumbrar por la democracia formal. Debemos querer la forma y el contenido de la democracia. Hemos de arrancar las raíces de las castas parásitas, tenemos que dejar fuera del territorio al capital monopolista extranjero, tenemos que liquidar a los monopolios [nacionales] internos, que son sus cómplices e instrumentos. Debemos nacionalizar el suelo, el subsuelo, tenemos que nacionalizar bancos y seguros, transportes y otros servicios públicos, la gran industria y el comercio. Hemos de liquidar el parasitismo terrateniente y entregar la tierra a los campesinos que la trabajan, hemos de asegurar una vida digna y libre de la opresión económica explotadora a la pequeña burguesía y los campesinos medios. Debemos crear un verdadero Ejército Popular, un auténtico orden público popular, un régimen de igualdad absoluta entre los sexos y que asegure a la juventud y a la infancia una perspectiva ilimitada de progreso y bienestar. Debemos limpiar el Estado de los agentes y de los instrumentos de las castas y los capitalistas. Debemos reestructurar el Estado español, para que en la línea federativa, obtengan la realización plena los derechos nacionales Cataluña, Euskadi y Galicia. Y para consolidar la revolución democrática, desarrollar y marchar hacia el socialismo, debemos exigir que el nuevo Estado español, surgido de la revolución española, sea dirigido por la clase obrera y las masas populares». (Joan Comorera; Nuestro problema no comienza ni acaba en la persona de Franco; Carta Abierta a J. Navarro i Costabella, noviembre de 1948)
6) No puede haber un eterno equilibrio entre diferentes sectores económicos que representan diferentes relaciones de producción, sino una lucha en pro del sector socialista y en detrimento del capitalista y su germen:
«Mientras existan elementos capitalistas y se desarrollen y la pequeña producción de la economía sea dependiente de la ley elemental del intercambio de bienes, mientras las raíces económicas del sistema capitalista puedan enviar y crear nuevos brotes, el sistema capitalista tiene posibilidades de revivir. Sin erradicar las raíces de la explotación económica capitalista, los elementos capitalistas se esforzarán a toda costa por restaurar el viejo sistema capitalista. Por esta razón, la clase obrera tiene que llevar una lucha implacable contra los elementos capitalistas, debe apuntar hacia la completa eliminación de todas las formas y fuentes de explotación capitalista. La conclusión principal de nuestras consideraciones debe ser que la democracia popular no es una síntesis o una forma estabilizada de coexistencia de dos sistemas sociales diferentes, sino que es una forma. Es una forma de remplazar el sistema capitalista, y que al mismo tiempo una forma que desarrolla y fortalece la base de la futura economía socialista». (Bolesław Bierut; El rol y carácter de la democracia popular; Discurso en el Iº Congreso del Partido Obrero Unificado Polaco, 15 de diciembre de 1948)
7) En lo económico, con la toma del poder se debían liquidar inmediatamente los monopolios creando el sector socialista, limitar la pequeña y mediana propiedad privada en un principio, y hacerla entrar en cooperativas y finalmente incorporarlas a la propiedad social común:
«Ciertos errores han sido cometidos igualmente en la dirección del Partido de los Trabajadores Búlgaros (comunistas), principalmente por la subestimación de la necesidad de intensificar la lucha de clases en el período de transición que va del capitalismo al socialismo. Se ha hablado en Bulgaria –como también en Polonia y Rumanía– de las relaciones armónicas que serían posibles entre los tres sectores de la economía nacional –sector del Estado, sector capitalista, sector del pequeño comercio y de los tenderos–. (...) El sector del Estado que predomina en la industria y desempeña un papel dirigente en el conjunto de la economía, es socialista por su naturaleza: el hecho de que el poder político pertenezca a los trabajadores asegura la marcha de la economía nacional hacia el socialismo. En lo que concierne al sector privado capitalista cuya participación relativa es insignificante en la industria y el comercio al por mayor, pero que tiene en su poder todavía una parte de relativa importancia en el comercio al por menor, el Estado de democracia popular aplica a su respecto una política restrictiva consistente en la reglamentación de los suministros de materias primas y de combustibles, en el control de los precios, y en el sistema fiscal. Esta política está destinada a limitar, a aislar y finalmente a desalojar a los elementos capitalistas». (Naum Farberov; Las democracias populares, 1949)
8) La clase obrera debía ocupar el papel dirigente en dicha reconstrucción nacional:
«¿Por qué no puede este poder ser ejercido junto con el campesinado? Porque en tal caso, el Estado dejaría de ser un arma con la que cuenta el socialismo. Para el campesinado, aun siendo una clase trabajadora, es a veces indiferente a la propiedad privada y otras veces indiferente frente a las cooperativas. Vacila. Es por ello que debe ser apoyado, conducido, educado y ayudado para que éste acepte el camino a las cooperativas. Y es por eso también, que el liderazgo, educación y asistencia se debe prestar por parte del Estado, no puede ser dividido con el campesinado. Por otra parte, la vacilación que concierne la materia de la progresión socialista del área rural que ocupa el campesino, quiere decir al mismo tiempo la vacilación entre el capitalismo y el socialismo, la incertidumbre en la lucha contra kulak, vacilación en la lucha contra el imperialismo. Pero un Estado que se transforma en el socialismo, un Estado que lucha contra kulak, un Estado que debe protegerse contra el imperialismo, un poder dedicado a la opresión de actitudes que van contra las clases sociales trabajadoras, no debe vacilar. Es la razón, camaradas, por qué debemos liquidar el concepto de que la clase obrera comparte su poder con otras clases. En este concepto encontramos los remanentes de un punto de vista según el cual una democracia popular es un Estado bastante específico que se diferencia del Estado soviético no sólo en su forma, sino también en su esencia y funciones. Algo errado». (Jozsef Revai, Sobre el carácter de nuestra democracia popular, octubre de 1949)
9) Si la clase debía liderar el proceso en alianza con las capas trabajadoras, era iluso preocuparse de asustar a la burguesía nacional:
«Si manteníamos –yo consideraba que sí– el programa de la camarada Dolores Ibárruri, no podíamos afirmar que luchábamos por la revolución democrático-burguesa por cuanto este programa va más allá, ya que se demanda decapitar a la burguesía de su fuerza dirigente; que mantener el programa de la camarada Dolores Ibárruri y, al mismo tiempo, emplear la formulación revolución democrática-burguesa era oportunismo; que pretender aquietar a la burguesía y así conseguir que esta ingresara en la unidad nacional combatiente contra el franco-falangismo era un absurdo teórico y práctico siempre y, mucho más, en el periodo de presencia de los dos campos y de la agudización de la lucha de clases, y que marchando por este camino, nos alejaríamos de la clase obrera y facilitaríamos la demagogia de los elementos faístas, trotskistas y socialdemócratas; que el programa de Dolores Ibárruri correspondía al primer periodo de las democracias populares; que si no consideraba adecuado hacer la formulación de revolución democrática-popular, desde que teóricamente se ha definido que ejerce las funciones de la dictadura del proletariado, habíamos que emplear simplemente la formulación de revolución democrática española y su desarrollo hacia el socialismo». (Joan Comorera; Declaración de Joan Comorera: Secretario General del Partido Socialista Unificado de Cataluña, 14 de noviembre de 1949)
10) Tampoco se puede confundir el partido con las alianzas que traza en el frente:
«El partido no puede identificarse así mismo con el frente, ya que el partido, como vanguardia de la clase trabajadora, está por encima del Frente de la Patria, su programa va más allá del programa del frente, y su rol de liderazgo es absolutamente fundamental para el próximo progreso y fructífero trabajo del frente. Los comunistas búlgaros se dan cuenta que el Frente de la Patria es una forma especial de organización, una forma especial de alianza militante de los obreros industriales, los campesinos, los artesanos y los intelectuales que sólo puede cumplir su función bajo la dirección de la clase obrera y su liderazgo por el Partido Obrero (comunista) Búlgaro». (Vulko Chervenkov; El rol de liderazgo del Partido Obrero (comunista) Búlgaro en la construcción de la democracia popular, junio de 1948)
11) Los ritmos en la transición al socialismo dependerán en buena parte de la influencia del partido comunista sobre la propia clase obrera y de su instrucción, de la fortaleza de la alianza obrero-campesina, etc.:
«Los países de democracia popular, incluido nuestro país, han emprendido ya el camino del socialismo, sin cesar su lucha contra las fuerzas enemigas del interior y sobre todo del exterior. Actualmente, se trabaja en estos países por la creación de las condiciones necesarias para la edificación del socialismo. En la presente etapa esa es precisamente la tarea fundamental de la democracia popular, y en consecuencia, la de la clase obrera y de su guía, el partido comunista.
Esta tarea general lleva consigo una serie de otras tareas importantes, algunas de las cuales tienen, a nuestro parecer, una importancia decisiva.
Estas son:
A) Reforzar de manera ininterrumpida las posiciones dirigentes de la clase obrera, con el partido comunista al frente, en todas las ramas de la vida del Estado, político-social, económica y cultural.
b) Consolidar la unión de la clase obrera y de los campesinos trabajadores bajo la dirección de la clase obrera.
c) Acelerar el desarrollo del sector colectivo de la economía nacional y de la gran industria en particular.
d) Preparar las condiciones necesarias para la liquidación de los elementos capitalistas explotadores en la economía rural mediante una política consecuente enfocada a limitarlos, primero, y a extirparlos y liquidarlos después.
e) Desarrollar las cooperativas de producción en el seno de la gran masa de campesinos; aportar la ayuda del Estado a los campesinos pobres y medios –servicio de estaciones de máquinas y tractores, créditos, préstamos de simientes–, aumentar el interés que estos últimos sienten por la alianza con la clase obrera, persuadirles con ejemplos prácticos de las ventajas de un trabajo colectivo en la agricultura y educarles en un espíritu de intransigencia frente a los elementos capitalistas». (Georgi Dimitrov; Informe al Vº Congreso del Partido Obrero (Comunista) Búlgaro, 1948)
12) Una vez construido la base económica del socialismo, el multipartidismo que pudiera persistir deja de tener su razón de ser:
«El desarrollo del progreso social de nuestro país no se mueve hacia atrás, hacia una multitud de partidos y agrupaciones, sino hacia la eliminación de todos los remanentes del sistema capitalista de explotación, y esto conducirá al establecimiento de un partido político unificado que dirigirá el Estado y a la sociedad. Nuestro pueblo que tiene aún fresco los amargos recuerdos del pasado, nunca estarán de acuerdo en que la dirección de nuestro Estado y la sociedad se asemeje a la del cisne, el cangrejo, y el lucio de la fábula de Krylov, quienes a pesar de sus esfuerzos no pudieron mover el carro, ya que el cisne empujaba hacia arriba el cangrejo retrocedía hacia atrás, mientras el lucio se hundía hacia abajo en el río. Pero la formación de un partido político unificado de nuestro pueblo clama un duro trabajo. Un número de cambios radicales son necesarios para eliminar completamente el sistema capitalista de explotación y acabar con la existencia de clases antagónicas; es necesario también para ello realizar el trabajo considerable en materia de reeducar a nuestra gente». (Georgi Dimitrov; El pueblo búlgaro en lucha por la democracia y el socialismo: Informe en el IIº Congreso del Frente de la Patria, 2 de febrero de 1948)
13) Pese a tomar en cuenta las características nacionales el modelo soviético no se puede ignorar por su transcendencia histórica:
«Es natural que nuestro camino al socialismo, al igual que en otros países de democracia popular sea algo diferente de la forma en que fue en la Unión Soviética. Debía haber una diferencia entre la revolución del 1917 y la nuestra de 1945. Sin embargo, estas diferencias solo se refieren a la forma y no a la naturaleza del nuevo orden, que es un gobierno popular bajo la dirección de la clase obrera, que cumple la función de la dictadura del proletariado. (...) Por lo tanto habría sido dogmático y un absurdo peligroso, haber hecho caso omiso a esa diferencia en el camino emprendido desde 1945. Pero por el contrario, hemos sido capaces de darnos cuenta y hemos sido capaces de responder a esas particularidades de forma adecuada, lo que nos ayudó entre otras cosas a terminar con la reacción burguesa en el interior en febrero de 1948. Por otro lado hubiera sido una locura y un crimen si nos hubiéramos basados en esas diferencias, que era transitorias y poco a poco desaparecían, habiendo querido resaltarlas. Precisamente el uso amplio y profundo de la experiencia de la Unión Soviética y su ejemplo, es una de las principales leyes de desarrollo de las democracias populares como la nuestra. La aproximación al modelo soviético –en un país donde ya se ha confirmado la construcción del socialismo, nos ahorra una cantidad de dolor en el hallazgo, prueba y búsqueda de las vías para la construcción de eso mismo– es una garantía de éxito para nosotros, garantía de progreso en el camino al socialismo. Tal éxito es por ejemplo la adopción de unos nuevos estatutos en el Partido Comunista Checoslovaco que en líneas generales coinciden en sus puntos con el del Partido Comunista de la Unión Soviética. A la inversa; intentar empujar al país y promover formas intermedias, publicándolas como especificidades e inmutables, rechazar el ejemplo y la experiencia soviética, solo conduce a la negación y a revertir la esencia misma de la democracia popular, a la restauración del capitalismo. El leninismo nos enseña el uso versátil de la gran experiencia del primer país socialista y como llegar de las formas inferiores a las formas superiores de la sociedad socialista». (Klement Gottwald; Discurso en la apertura del Museo de Lenin, 21 de enero de 1953)
14) Cada nación y su vanguardia no puede aislarse del proceso general internacional y debe de tomar una postura concreta ante los acontecimientos mundiales:
«Los que defienden el poder del pueblo, que quieren la felicidad y el éxito para el pueblo, los que son patriotas genuinos y quieren la prosperidad y la soberanía de su país, estos son los campeones de la paz, la democracia y el socialismo. Los que quieren las explotación y opresión de los trabajadores, el regreso de los terratenientes y capitalistas, quienes son los adoradores del dólar, y que a pesar de su fraseología nacionalista son los más puros cosmopolitas que están traicionando la independencia de sus países. Esa es la línea de demarcación social y política en nuestros días». (Bolesław Bierut, Dos mundos, dos caminos, 1949)
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