viernes, 24 de enero de 2025

Nobleza y clero en la Francia del siglo XVIII; Karl Kautsky, 1889


«La nobleza y el clero sólo constituían una pequeña parte de la nación, sin embargo, sólo una pequeña parte de ellos −y no la más grande− llevaba en el siglo XVIII esa vida de fasto y lujo cuyo resplandor y prodigalidades caracterizan a la sociedad de los privilegiados antes de la revolución. Sólo la élite de la nobleza y del clero, los señores que poseían vastos dominios, podían permitirse ese lujo y prodigalidades y rivalizar entre ellos por el resplandor de sus salones, el esplendor de sus fiestas y la magnificencia de sus moradores: era, por otra parte, la única rivalidad de la que era capaz todavía la nobleza. Hacía mucho tiempo que los nobles se habían hecho demasiado perezosos y demasiado abúlicos para rivalizar en los dominios en los que las capacidades y esfuerzos personales hubiesen decidido la victoria. La victoria era para quien gastase más y pareciese tener los mayores ingresos, rivalidad muy en consonancia con el carácter de la producción mercantil. Pero la nobleza todavía no se había adaptado al nuevo modo de producción tan bien como lo ha hecho la nobleza de nuestros días. Sabía muy bien cómo gastar su dinero pero no prestaba todavía atención, como los nobles de hoy en día, a cómo aumentar sus ingresos mediante el comercio de lana, el trigo, el aguardiente, etc. Reducida a sus ingresos feudales, la nobleza se endeudaba rápidamente. Y si éste era ya el caso para la alta nobleza, ¡qué decir de la media y pequeña nobleza! ¡Existían numerosas familias nobles que no sacaban más de 50 libras, incluso 25, de ingreso anual de sus fondos! Cuanto más precaria devenía su situación, más exigentes e implacables eran con sus campesinos. Pero eso rendía poco. Los préstamos sólo le ofrecían una ayuda pasajera, la miseria se hacía, en consecuencia, más apremiante. Únicamente el estado podía ser de alguna ayuda en esta situación de peligro: explotarlo se convirtió cada vez más en la ocupación principal de la nobleza. Todas las funciones remuneradas que el rey podía ofrecer, eran su presa. Y, como el número de arruinados, o de aquellos a los que amenazaba la ruina, aumentaba de año en año, así crecía el número de esas funciones; se acabó encontrando los pretextos más irrisorios para concederle a la nobleza necesitada un derecho a la explotación del estado. Y, naturalmente, junto a esa nobleza necesitada, la alta nobleza, poderosa, endeudada y ávida, no se dejaba olvidar.

Los cargos en la corte estaban entre las sinecuras más buscadas. Las mejor pagadas de todas exigían para su cumplimiento poco saber y trabajo, y llevaban directamente a la fuente de todos los favores y de todos los placeres. 15.000 personas estaban ocupadas en la corte, la mayoría de ellas sólo estaban en la corte para obtener un título lucrativo. Una décima parte de los ingresos del estado, más de 40 millones de libras −hoy día serían alrededor de 100 millones−, estaban consagrados al mantenimiento de esta masa parásita.

jueves, 16 de enero de 2025

La monarquía absoluta de Luis XVI; Karl Kautsky, 1889

«Antes de considerar los antagonismos de clase en 1789 nos parece indicado lanzar una mirada sobre la forma política en el seno de la que se desarrollaron. La forma política determina la manera en que las clases buscan hacer valer sus intereses; en una palabra, determina las modalidades de la lucha de clases.

De 1614 a 1789 la forma política en Francia fue el absolutismo real; esta forma de estado excluye, en el curso normal de la vida social, toda lucha de clases intensiva pues se opone a toda actividad política de los «sujetos»; a larga, pues, es incompatible con la sociedad moderna. Una lucha de clases debe llevar a una lucha política: toda clase que asciende, si no tiene derechos políticos, debe luchar para conquistarlos. Y una vez conquistados esos derechos, las luchas políticas están lejos de cesar: no hacen, por el contrario, más que comenzar, –verdad ante la que, tanto en 1789 como más tarde en 1848, muchos ideólogos se mostraron sorprendidos y asustados–.

El absolutismo –es decir la independencia en relación con las clases dominantes, forma política en la que el poder público no es directamente un instrumento de dominio para una clase, sino en la que el estado parece llevar una existencia independiente, transcendente a los partidos y clases– sólo se puede establecer allí donde todas las clases –todas las que cuentan en la vida social– están en equilibrio, de forma que ninguna de ellas es lo bastante fuerte como para apoderarse en beneficio propio del poder. El estado puede entonces mantener neutralizadas a todas las clases, a unas frente a otras, y ponerlas a todas al servicio de su dominación.

Tal fue, precisamente, la situación en Francia en el siglo XVII. El modo de producción feudal estaba en decadencia; la nobleza y el clero, cuyo poder reposaba en la propiedad feudal, ya no eran capaces de mantener su independencia política ante el estado, estado que se apoyaba en el creciente poderío del dinero. Estas dos órdenes se convirtieron en los servidores del reino, los sostenedores del absolutismo. Una parte cada vez más grande de la nobleza acudió a la corte, formando alrededor el rey una especie de servidumbre más brillante, y el rey, a su vez, le aseguraba el bienestar material. La nobleza, y con ella el alto clero, cesaron de oponerse al absolutismo real para devenir sus más firmes apoyos.

sábado, 11 de enero de 2025

La lucha de clases en Francia en 1789. Los antagonismos de clase en la época de la Revolución Francesa; Karl Kautsky, 1889

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«Los burgueses, aquí como siempre, fueron demasiado cobardes para defender sus propios intereses, que a partir de la toma de la Bastilla la plebe tuvo que hacer todo el trabajo en su lugar, que sin la intervención de esta plebe, el 14 de julio, los días 5 y 6 de octubre, hasta el 10 de agosto y el 2 de septiembre, etcétera, la burguesía siempre hubiese sido vencida por el antiguo régimen, la coalición aliada a la corte habría aplastado la revolución, y que, en consecuencia, esos plebeyos hicieron ellos solos la revolución pero que eso no ocurrió sin que esos plebeyos se asignaran reivindicaciones revolucionarias de la burguesía en un sentido que no tenían, no llevasen la igualdad y la fraternidad a consecuencias extremas y no destruyesen completamente el sentido de esas fórmulas, porque ese sentido, llevado al extremo, se transformaría, precisamente, en su contrario». (Friedrich Engels; Carta a Karl Kautsky; 20 de febrero de 1889)

Introducción de Bitácora (M-L)

A continuación, dejamos al lector con una obra clásica de Karl Kautsky escrita en 1889, es decir, durante su primera etapa de pensamiento revolucionario y mucho antes de deslizarse por el sendero del revisionismo. Salvo la forma de citación de ciertas referencias, la cual hacía por momentos ilegible el texto, no hemos modificado en exceso las traducciones ya disponibles en castellano, en este caso la de «Alejandría Proletaria».

Hemos decidido rescatar dicho trabajo ya que explica algunos hechos sobre un evento crucial en la historia de la humanidad: la Revolución Francesa (1789-99). De hecho, la historiografía burguesa, bien sea a través de conservadores como Burke, socialdemócratas como Fuiret o republicanos liberales como Adolphe Thiers, siempre ha tratado de difundir medias verdades sobre unos temas, blanquear algunos e inventar otros tantos a fin de justificar sus proyectos presentes. Por este motivo, es menester aclarar malentendidos y clichés.

Por nuestra parte querríamos resaltar varios aspectos −algunos de los cuales Kautsky mencionó aquí y otros no fueron tratados por diversas razones−.

El absolutismo monárquico de Luis XVI ni siquiera fue compatible con los proyectos reformadores del despotismo ilustrado del siglo XVIII, por lo que ni mucho menos deseó nunca una «transición pacífica» hacia una monarquía constitucional y una división de poderes. Más bien la ineficacia y torpeza de su gobernanza le obligó a colocarse bajo una serie de circunstancias y condicionantes que poco a poco sobrepasaron al monarca. Esto, sumado a su falta de carácter, algo imperdonable en un autócrata, hizo que Luis XVI fuese cediendo ese «poder absoluto» −lo cual era ya de por sí incoherente−. Realizó todo tipo de concesiones a los constitucionalistas, restituyendo a Necker para las finanzas o aceptando el mando de tropas en el Marqués de La Fayette, prebendas que tuvo que continuar haciendo después, cuando la revolución se radicalizó. Esto último se simbolizó en actos como aceptar la primera constitución de 1791, ponerse el gorro frigio −símbolo de la revolución− o establecer su estancia en el Palacio de las Tullerías como le exigieron las masas −para que no huyera al extranjero−. Sin embargo, él y los suyos −con su hermano Carlos X a la cabeza− intentaron obstaculizar en la Asamblea Nacional Constituyente todas las tímidas medidas de reforma −con el derecho a veto del rey− y conspiraron con los emigrados y potencias extranjeras para recuperar su autoridad. 

La revolución y sus episodios más crueles entre sus contendientes no fue fruto de la «casualidad», de la «maldad del populacho», del «destino» o cualquier otra fruslería a la que se agarran los historiadores −y que realmente no explica nada−, sino que fue resultado de unas causas fácilmente investigables. Ya en los años previos hubo sonados casos de corruptelas y verdaderas crisis de subsistencia −como la Guerra de las harinas (1773)− que advirtieron a los mandatarios lo que podía ocurrir cuando a los más desdichados se les acababa la paciencia. Estos fenómenos negativos fueron paralelos a los «deberes» y aventuras que tuvo que afrontar la corona en política exterior décadas antes −Guerra de los Siete Años (1756-63) y la Guerra de Independencia de los Estados Unidos (1776-83)−. El nefasto resultado no solo incluyó el desprestigio militar de Francia o el desalojo de zonas importantes como la India o Canadá, sino el asumir una deuda que, en lo sucesivo, resultó imposible de pagar. 

Por ende, el monarca no procuró nunca garantizar el «bienestar del pueblo», como insiste la historiografía conservadora, esto solo fue un relato que siempre se lanzó para justificar el rol parasitario del rey como un «árbitro entre las diversas fuerzas» y «padre de la nación». Fue precisamente el estilo de vida lujoso y despreocupado de las capas dominantes, así como las medidas del gobierno −que a estas representaba− lo que condujo al país a una situación crítica en lo financiero. En dicha situación los ingresos cada vez eran más insuficientes para abastecer de bienes básicos a las capas populares, conservar las colonias y competir eficazmente contra otros imperios emergentes, como el británico. Para más inri, la negativa de estos colectivos privilegiados a contribuir con los impuestos de la nación durante la convocatoria de los Estados Generales de 1789 liquida de un plumazo el presunto «patriotismo» de las «gentes respetables». Estas prefirieron mirar por su bolsillo y arriesgarse a agudizar la crisis social −como terminó ocurriendo− considerando, en su hondísima arrogancia, que el sistema no podía caer; y cuando tal catástrofe sobrevino teniendo que rogar a sus homólogos del exterior −España o Rusia−, algunos de ellos, enemigos de la corona francesa en los últimos conflictos −Austria, Prusia o Gran Bretaña−. 

lunes, 30 de diciembre de 2024

¿Son las leyes naturales eternas? Engels responde


«Las leves naturales eternas van convirtiéndose cada vez más en leyes históricas. El que el agua se mantiene fluida de los 0º a los 100° constituye una ley natural eterna, pero para que pueda cobrar vigencia tienen que concurrir los siguientes factores: 1) el agua; 2) la temperatura dada, y 3) presión normal. En la luna no existe agua, en el sol existen solamente sus elementos: para estos cuerpos celestes no rige, pues, la ley. Las leyes meteorológicas son también leyes eternas, pero solamente para la Tierra o para un planeta de la magnitud, la densidad, la inclinación del eje y la temperatura de la Tierra, y siempre y cuando que tenga una atmósfera hecha de la misma mezcla de oxígeno y nitrógeno y de las mismas cantidades de vapor de agua sujeto a evaporación y precipitación. La luna no tiene atmósfera y la atmósfera del sol está formada por vapores metálicos ardientes; por tanto, la primera carece de meteorología y el segundo tiene una meteorología completamente distinta de la nuestra. Toda nuestra física, nuestra química y nuestra biología oficiales son exclusivamente geocéntricas, sólo están calculadas para la Tierra. Desconocemos aun totalmente las condiciones de la tensión eléctrica y magnética en el sol, en las estrellas fijas y en las nebulosas, e incluso en los planetas de otra densidad que el nuestro. En el sol, debido a la alta temperatura, quedan en suspenso o sólo rigen momentáneamente dentro de los límites de la atmósfera solar las leyes de la combinación química de los elementos, y las combinaciones vuelven a disociarse cuando se acercan al sol. La química del sol apenas está comenzando y es por fuerza totalmente distinta de la química de la Tierra; no echa por tierra ésta, pero es diferente de ella. En las nebulosas tal vez no existan ni siquiera aquellos de los 65 elementos que posiblemente tienen por sí mismos una naturaleza compleja. Si, por tanto, queremos hablar de las leyes naturales universales aplicables por igual a todos los cuerpos –desde la nebulosa hasta el hombre–, sólo podremos referirnos a la ley de la gravedad y tal vez a la versión más general de la teoría de la transformación de la energía, vulgo la teoría mecánica del calor. Pero, al aplicarse de un modo general y consecuente a todos los fenómenos naturales, esta misma teoría se convierte en una exposición histórica de los cambios que van sucediéndose en un sistema del universo desde que nace hasta que desaparece y, por tanto, en una historia en cada una de cuyas fases rigen otras leyes, es decir, otras formas de manifestarse el mismo movimiento universal, lo que quiere decir que lo único absolutamente universal que permanece es el movimiento». (Friedrich Engels; Dialéctica de la naturaleza, 1883)

Anotaciones de Bitácora (M-L):

«Para nosotros, las llamadas «leyes económicas» no son leyes naturales eternas, sino leyes que surgen y desaparecen históricamente, y el código de la economía política moderna, siempre y cuando que la economía lo refleje objetivamente, es para nosotros el compendio de las leyes y condiciones sin las cuales no puede existir la moderna sociedad burguesa; en una palabra sus condiciones de producción y de cambio, expresadas y resumidas en abstracto. Por tanto, para nosotros, ninguna de estas leyes, en la medida en que exprese relaciones puramente burguesas, es anterior a la sociedad burguesa moderna; aquellas que tenían más o menos vigencia para toda la historia anterior solamente expresan tales relaciones, basadas todas en la dominación y explotación de clase y comunes a los estados sociales correspondientes». (Friedrich Engels; Carta a Albert Lange, 29 marzo 1865)

jueves, 5 de diciembre de 2024

¿Por qué debe implementarse la especialización entre los revolucionarios?


«Hacen falta hombres para actividades de todo género, y cuanto mayor sea el rigor con que se especialicen los revolucionarios en diversas funciones de la acción revolucionaria, cuanto mayor sea el rigor con que ideen métodos clandestinos y medidas de protección de su labor, cuanto mayor sea la abnegación con que se sumerjan en un trabajo modesto, anónimo y parcial, tanto más asegurada estará toda la obra y tanto más difícil les será a los gendarmes y espías descubrir a los revolucionarios. (...) Las diversas funciones de la labor revolucionaria son infinitamente variadas: hacen falta agitadores legales que sepan hablar entre los obreros de tal manera que sea imposible procesarlos por ello, que sepan decir sólo a, dejando que otros digan b y c. Hacen falta distribuidores de publicaciones y octavillas. Hacen falta organizadores de círculos y grupos obreros. Hacen falta corresponsales en todas las fábricas y empresas, que informen de cuanto, ocurra. Hacen falta hombres que vigilen a los espías y provocadores. Hacen falta organizadores de domicilios clandestinos. Hacen falta enlaces para la entrega de publicaciones, para la transmisión de encargos y para establecer contactos de todo tipo. Hacen falta recaudadores de fondos. Hacen falta agentes entre los intelectuales y funcionarios públicos que estén relacionados con los obreros, con la vida de las fábricas, con la administración –con la policía, la inspección fabril, etc.–. Hacen falta hombres para enlazar con distintas ciudades de Rusia y de otros países. Hacen falta hombres para organizar procedimientos diversos de reproducción mecánica de publicaciones de toda clase. Hacen falta hombres para guardar publicaciones y otras cosas, etc., etc. Cuanto más fraccionada y pequeña sea la función que asuma una persona o un grupo, tanto mayores serán las probabilidades de que pueda organizarla de una manera bien meditada y garantizarla al máximo contra el fracaso, de examinar todos los pormenores de la clandestinidad, empleando todos los medios imaginables para burlar la vigilancia de los gendarmes y desorientarlos; tanto más seguro será el éxito de la obra; tanto más difícil les resultará a la policía y a los gendarmes vigilar a un revolucionario y descubrir sus vínculos con la -organización; tanto más fácil será para el partido revolucionario sustituir con otros, sin daño para la causa, a los agentes y miembros caídos. Sabemos que esta especialización es una cosa muy difícil; difícil, porque requiere del hombre la mayor firmeza y la mayor abnegación, porque requiere consagrar todas las energías a un trabajo anónimo, monótono, desligado de los camaradas y que subordina toda la vida del revolucionario a una reglamentación seca y rigurosa. Pero sólo en estas condiciones lograron los adalides de la práctica revolucionaria en Rusia ejecutar las empresas más grandiosas. (...) Al proponer semejante esquema de actividad a nuestros nuevos camaradas, exponemos unos preceptos a los que nos ha llevado una larga experiencia, profundamente convencidos de que este sistema garantiza al máximo el éxito de la labor revolucionaria». (Vladimir Ilich Uliánov, LeninLas tareas de los socialdemócratas rusos, 1897)

sábado, 9 de noviembre de 2024

Lenin sobre la municipalización de la tierra y el llamado «socialismo municipal» de los mencheviques


«La aproximación de lo uno v lo otro es obra de los propios mencheviques, que consiguieron hacer pasar su programa agrario en Estocolmo, Basta mencionar a dos mencheviques notorios, Kostrov y Larin. 

«Algunos camaradas decía Kostrov en Estocolmo parece como si oyesen hablar por primera vez de la propiedad municipal. Les recordaré que en Europa occidental hay toda una corriente [¡nada menos!], el «socialismo municipal» [Inglaterra], que consiste en ampliar la propiedad de los municipios urbanos y rurales y a favor de la cual están igualmente nuestros camaradas. Muchos municipios poseen bienes inmuebles, y esto no contradice a nuestro programa. Ahora tenemos la posibilidad! de conseguir [!] para los municipios, a título gratuito [!!], riqueza inmobiliaria y debemos aprovecharnos de ella. Naturalmente, las tierras confiscadas deben ser municipalizadas». (Kostrov; Discurso en el Vº Congreso del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, 1906) 

El ingenuo punto de vista acerca de la «posibilidad de conseguir riquezas a título gratuito» está expresado aquí de un modo incomparable. En lo único en que no pensó el orador es en la razón de por qué esta «corriente» del socialismo municipal, precisamente como corriente especial y sobre todo en Inglaterra, el país tomado en calidad de ejemplo, es una corriente de oportunismo extremo. ¿Por qué Engels, al caracterizar en las cartas a Sorge este oportunismo intelectualista extremado de los fabianos ingleses, señaló el significado pequeñoburgués de sus tendencias «municipalizadoras» [*]?

Larin, al unísono con Kostrov, dice en su comentario al programa menchevique: 

«Es posible que en algunos lugares la administración autónoma local popular pueda con sus propias fuerzas explotar estas grandes: fincas por su cuenta de la misma manera que, por ejemplo, las dumas urbanas llevan la gestión de los tranvías de caballos y de los mataderos, y entonces toda (!) la población dispondría de todo el beneficio de las mismas». (Y. Larin; El problema campesino y la socialdemocracia, 1907)

¿Y no la burguesía local, estimado Larín? Se echan de ver al punto las Ilusiones pequeñoburguesas de los héroes pequeñoburgueses del socialismo municipal del Occidente europeo. ¡Se olvida la dominación de la burguesía, se olvida también que sólo en las ciudades que cuentan con un alto porcentaje de población proletaria, se consiguen para los trabajadores algunas migajas de la administración municipal! Pero esto lo decimos de pasada. La falsedad principal de la idea «socialista municipal» de la municipalización de la tierra radica en lo siguiente...

miércoles, 6 de noviembre de 2024

Arnold Hauser analizando la transcendencia histórica de los valores de la cultura caballeresca

«El cambio de estructura social del siglo XII reposa, en último extremo, en el hecho de que las clases profesionales se sobreponen a las clases de nacimiento. También la caballería es una institución profesional, si bien después se convierte en una clase hereditaria. Primitivamente no es más que una clase de guerreros profesionales, y comprende en sí elementos del más vario origen. En los primeros tiempos también los príncipes y barones, los condes y los grandes terratenientes habían sido guerreros, y fueron premiados con sus propiedades ante todo por la prestación de servicios militares. Pero, entre tanto, aquellas donaciones habían perdido sus efectos obligatorios y el número de los señores miembros de la antigua nobleza adiestrados en la guerra se redujo tanto, o era ya tan pequeño desde el principio, que no bastaba para atender las exigencias de las interminables guerras y luchas. El que quería ahora hacer la guerra −¿y cuál de los señores no la quería?− debía asegurarse el apoyo de una fuerza más digna de confianza y más numerosa que la antigua leva. La caballería, en gran parte salida de las filas de los ministeriales, se convirtió en este nuevo elemento militar. La gente que encontramos al servicio de cada uno de los grandes señores comprendía los administradores de fincas y propiedades, los funcionarios de la corte, los directores de los talleres del feudo y los miembros de la comitiva y de la guardia, principalmente escuderos, palafreneros y suboficiales. De esta última categoría procedió la mayor parte de la caballería. Casi todos los caballeros eran, por tanto, de origen servil. El elemento libre de la caballería, bien distinto de los ministeriales, estaba integrado por descendientes de la antigua clase militar, los cuales, o no habían poseído jamás un feudo, o habían descendido nuevamente a la categoría de simples mercenarios. Pero los ministeriales formaban, por lo menos, las tres cuartas partes de la caballería y la minoría restante no se distinguía de ellos, pues la conciencia de clase caballeresca no se dio ni entre los guerreros libres ni entre los serviles hasta que se concedió la nobleza a los miembros de la comitiva. En aquel tiempo solo existía una frontera precisa entre los terratenientes y los campesinos, entre los ricos y la «gente pobre», y el criterio de nobleza no se apoyaba en determinaciones jurídicas codificadas, sino en un estilo de vida nobiliario. En este aspecto no existía diferencia alguna entre los acompañantes libres o serviles del noble señor; hasta la constitución de la caballería ambos grupos formaban meramente parte de la comitiva.

Tanto los príncipes como los grandes propietarios necesitaban guerreros a caballo y vasallos leales; pero estos, teniendo en cuenta la economía natural, entonces dominante, no podían ser recompensados más que con feudos. Lo mismo los príncipes que los grandes propietarios estaban dispuestos en todo caso a conceder todas aquellas partes de sus posesiones de que pudieran prescindir con tal de aumentar el número de sus vasallos. Las concesiones de tales feudos en pago de servicios comienzan en el siglo XI; en el siglo XIII el apetito de los miembros del séquito de poseer tales propiedades en feudo está ya suficientemente saciado. La capacidad de ser investido con un feudo es el primer paso de los ministeriales hacia el estado nobiliario. Por lo demás, se repite aquí el conocido proceso de la formación de la nobleza. Los guerreros, por servicios prestados o que han de prestar, reciben para su mantenimiento bienes territoriales; al principio no pueden disponer de estas propiedades de manera completamente libre, pero más tarde el feudo se hace hereditario y el poseedor del feudo se independiza del señor feudal. Al hacerse hereditarios los bienes feudales, la clase profesional de los hombres de la comitiva se transforma en la clase hereditaria de los caballeros. Sin embargo, siguen siendo, aun después de su acceso al estado nobiliario, una nobleza de segunda fila, una baja nobleza que conserva siempre un aire servil frente a la alta aristocracia. Estos nuevos nobles no se sienten en modo alguno rivales de sus señores, en contraste con los miembros de la antigua nobleza feudal, que son todos en potencia pretendientes a la Corona y representan un peligro constante para los príncipes. Los caballeros, a lo sumo, pasan a servir al partido enemigo si se les da una buena recompensa. Su inconstancia explica el lugar preeminente que se concedía a la fidelidad del vasallo en el sistema ético de la caballería.