viernes, 29 de marzo de 2019

Los falsos revolucionarios


«Cual si pretendieran algo más que verificar un simple cambio político, como si su programa no estuviese reducido solamente a sustituir una forma de gobierno por otra, sin tocar un ápice al fondo, a la estructura económica de la sociedad burguesa, los partidos republicanos, excepción hecha del posibilista, danse el título de revolucionarios y hablan constantemente de ir a la revolución. Como en realidad los que se proponen efectuar ésta, los que pueden y deben llamarse revolucionarios, son aquellos que quieren llegar a lo hondo, cambiar la organización social presente, matar los privilegios y monopolios que permiten a unos hombres ser dueños de la fortuna y la vida de los demás, y establecer un orden de cosas que tenga por base la solidaridad entre los seres humanos, conviene hagamos notar en qué se distinguen los verdaderos revolucionarios de los que lo son únicamente de nombre. 

Son falsos revolucionarios los que, mediante un hecho de fuerza en que el pueblo trabajador no toma parte, tratar de derribar un trono y poner en su lugar un presidente que mantenga igual que aquél los intereses de la clase explotadora. 

Son falsos revolucionarios los que desean barrer la monarquía, acabar con reyes que ciñen corona, y dejar subsistir, sin embargo, el régimen burgués y los reyes de taller, mucho peores que 312 aquéllos. 

Son falsos revolucionarios los que, reconociendo que la existencia de la Iglesia católica es un obstáculo al progreso del pueblo, y ensalzando a todas horas el librepensamiento, y hasta el ateísmo, se contentan con pedir que se suprima del presupuesto la cantidad que anualmente se entrega a aquélla, en lugar de reclamar que cuanto la misma posee, cuanto ha acaparado, explotando conciencias y valiéndose del engaño, se arranque de su poder y se restituya a la sociedad. 

Son falsos revolucionarios y socialistas de pega los que quieren curar el malestar social, la explotación obrera, haciendo pequeños lotes de terreno que aún posee el Estado, entregándolos a censo a un puñado de proletarios, precisamente lo contrario de lo que exige la solución del problema social. 

Son falsos revolucionarios los que se limitan a pedir la supresión de la lista civil y el presupuesto del clero, todo lo cual no pasa de 60 millones de pesetas, y no hacen lo mismo con la deuda pública –la lista civil de los vagos explotadores– que cuesta anualmente cerca de 300 millones. 

Son falsos revolucionarios los que sostienen que el pueblo obtendrá completa libertad y mejorará su situación económica en el día que la federación política sea un hecho, pues ni ésta puede hacer que aumenten los salarios un sólo céntimo, ni impedirá que el patrono explote lo mismo que ahora, o más, si la centralización capitalista ha aumentado. 

Son falsos revolucionarios los que, cerrando los ojos ante la lucha incesante, ante el antagonismo declarado de los intereses patronales y los intereses obreros, afirman que unos y otros pueden vivir en perfecta armonía y prosperar dentro del régimen republicano. 

De tales gentes no puede esperar la clase trabajadora otra cosa que desengaños y traiciones. Los que de veras van a la revolución, los verdaderos socialistas revolucionarios, se hallan separados de aquéllos por una insalvable distancia. Proclaman, en primer lugar, la lucha de clases, o sea la guerra de los proletarios, de los desposeídos, contra los poseedores, contra los que tienen acaparados todos los medios de producción y de cambio y, al efecto, recomiendan la organización de los trabajadores en partido político distinto y opuesto a todos los partidos burgueses. 

Tienen por aspiración e ideal la emancipación económica de cuantos trabajan, o lo que es lo mismo, la abolición de clases, pues siendo todos iguales, no habiendo explotadores, la esclavitud y la miseria dejarán de existir. Consideran el único medio de acabar con el predominio de unos sobre otros la transformación en propiedad común o social de los instrumentos de trabajo, primeras materias y todas cuantas cosas sean necesarias a la producción, que son hoy propiedad individual o privada, de la que nace el salario, que es el precio del alquiler del obrero, y la imposibilidad de que éste pueda disponer de todo el fruto de su trabajo. 

Entienden que esta transformación sólo podrá hacerse violentamente, por medio de la fuerza, y previa la conquista, efectuada también por procedimientos revolucionarios, del poder político por la clase trabajadora. Quieren, además, que mientras los desheredados obtienen la organización y reúnen las fuerzas necesarias para asaltar la fortaleza de la burguesía e implantar las soluciones igualitarias y científicas que el socialismo sustenta, se alcancen mejoras positivas reducción de horas de trabajo, un mínimo de salario, pensión a los inválidos, etc., que pongan al obrero en condiciones de trabajar con más eficacia que hoy por redimirse del yugo capitalista. Esfuérzanse por que los trabajadores hagan política propia, apartándose de los partidos burgueses, donde están sus enemigos y verdugos, y reforzando las filas de los que ya luchan contra la clase patronal. 

Y, en una palabra, de acuerdo con la afirmación del inolvidable Marx, sostienen a todas horas que la emancipación de los trabajadores, la muerte como clase de los capitalistas, no pueda producirla ningún partido burgués, aunque se llame zorrillista o federal, sino que ha de ser obra única y exclusivamente de los mismos explotados. Marcada la importante diferencia entre los falsos y los verdaderos revolucionarios, entre los vergonzantes defensores de la burguesía y los declarados enemigos de ella, réstanos decir a los trabajadores que están con los primeros que los abandonen, que no hagan caso de ellos, aunque les hablen vagamente de emancipación y de socialismo –etiqueta con que quieren ocultar sus doctrinas y procedimientos burgueses–, y que vengan a su propio campo, al campo socialista revolucionario, donde se pelea de veras por que desaparezca la explotación del hombre por el hombre». (Pablo Iglesias Posse; Los falsos revolucionarios, 1889)

Anotaciones de Bitácora (M-L):

Es innegable la labor de propaganda y agitación de Pablo Iglesias Posse en favor del marxismo y durante el siglo XIX e inicios del siglo XX, dirigiendo gran parte de sus dardos contra las deformaciones reformistas y sufriendo por ello una feroz represión, pero no podemos olvidar su posterior recorrido político que también forma parte de su biografía. 

Ya durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918) el PSOE adoptó en principio y teóricamente una posición neutral ante la guerra imperialista internacional, pero la postura aliadófila se acabó imponiendo, razón por la que el PSOE no participaría en la famosa Conferencia de Zimmerwal de 1915 donde los partidos revolucionarios condenarían dicha guerra como un enfrentamiento imperialista.

Pablo Iglesias Posse saludó favorablemente la Revolución Bolchevique de 1917, pero criticó desde una óptica liberal ciertas de las medidas del gobierno bolchevique. Poco después en el Congreso Extraordinario de 1920 la militancia del PSOE demandaba abandonar la desacreditada II Internacional e ingresar en la nueva Internacional Comunista; así se decidió con más de  8.000 votos a favor y 5.000 en contra. Pero los líderes del PSOE como Iglesias, Prieto, Besteiro o Caballero se negaron a aceptar las 21 condiciones que la Internacional Comunista exigía a cualquier partido para ingresar en ella. Esto era normal ya que suponía tener que purgar las desviaciones y personalidades reformistas que el PSOE llevaba arrastrando. Poco después, estos líderes aprovechando la ausencia de delegados –que no llegaba ni a un 30% de los afiliados– en el Congreso Extraordinario de 1921 se forzó para que se votara, con unos resultados en favor del reformismo con 8.269 frente a 5.016. A la postre, el PSOE acabaría reintegrándose en la II Internacional, lo que indicaba el posicionamiento político del partido y sus líderes. Esto causaría las sucesivas escisiones en el PSOE de que darían pie al Partido Comunista de España (PCE) ese mismo año. 

Ante el golpe de Estado de Primo de Rivera de 1923, el PSOE volvió a mantener una postura de ambigüedad: por un lado se condenaba el golpe pero se instaba a la pasividad pidiendo calma. No se tardó en plantear una política de colaboración –encabezada por Largo Caballero– que le permitiría mantenerse en la legalidad mientras los revolucionarios como anarquistas y comunistas eran duramente reprimidos. 

Esto demuestra una vez que los jefes revolucionarios no deben ser venerados como seres infalibles, ya que pueden degenerar y convertirse en aquello contra lo que luchaban antaño. 

Este texto sirve para demostrar de paso la cara del Pablo Iglesías revolucionario, y sobre todo para demostrar que lejos está el actual PSOE de aquellos pasos de sus inicios, renunciando a la lucha de clases por la colaboración de clases, ya que todos los rasgos que describe aquí sobre los «falsos revolucionarios» se pueden achacar perfectamente a los socialistas actuales.

1 comentario:

  1. De todas formas a pesar de la actitud final del Pablo Iglesias (el autentico) su labor no desmerece en absoluto, fue educador de las muchedumbres asalariadas, y fue a la manera que aprecio el dirigente sovietico V. Ilitch, un Plejanov. Salud.

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