viernes, 10 de octubre de 2025

Dutt y Deborin analizando las propuestas del corporativismo fascista

En esta ocasión traemos al lector una pequeña compilación de dos textos de gran interés y utilidad para estudiar el fascismo, especialmente en lo que se refiere a la propuesta de la sociedad corporativista:

a) Por un lado, el británico Rajani Palme Dutt en su obra «Fascismo y revolución social» (1934) analiza el papel que jugó fascismo en Italia y Alemania −presentándose como una supuesta tercera vía frente al liberalismo y el socialismo− y, a su vez, el papel de este en la defensa del orden burgués y las políticas monopolistas. 

b) Por el otro, el soviético Abraham Deborin en su obra «La ideología del fascismo» (1936) , demuestra que toda la teoría fascista respecto a la cuestión del Estado se resume en la defensa del orden burgués existente, la supeditación de las masas respecto a los caudillos y las «élites» del fascismo, conformadas por los capitalistas y sus ideólogos. 

En cuanto a las ediciones y traducciones utilizadas, queremos dejar constancia que la evolución posterior de ambos autores hacia el revisionismo no menoscaba la esencia de cada texto, que más allá de inexactitudes o errores, da en el blanco a la hora de hallar y desmontar el fenómeno demagógico del fascismo. 

Sin ir más lejos, la obra de Deborin sufrió diferentes reediciones a lo largo de los años, por lo que tras el periodo stalinista algunas frases fueron modificadas  o directamente omitidas. Estos cambios, sin duda con la aprobación del propio autor, fueron una constante desde la subida al poder de Jruschov y no perseguían otro objetivo que borrar de la historia de la URSS, tanto para el público autóctono como el extranjero cualquier referencia a Stalin y su pensamiento. Esto no es una simple especulación nuestra, la obra fue traducida al español en 1964 por la editorial Pueblos Unidos partiendo de la versión soviética más actualizada en aquel entonces, y en esta versión no es rastreable el nombre del georgiano, si bien se mantiene alguna cita suya sin mencionar la obra original. 

Capitalismo, socialismo y Estado corporativo

«El fascismo difiere del socialismo principalmente en esto: que en el Estado Corporativo te dejarán en posesión de tu negocio». (El fascismo llama a los industriales y hombres de negocios; La Semana Fascista, 19-25 de enero de 1934)

El fascismo se esfuerza por presentarse como una tercera alternativa distinta del capitalismo o del socialismo. Ante los trabajadores, el fascismo insiste en que no defiende el capitalismo. Ante los empresarios, el fascismo insiste en que no representa al socialismo. Para su supuesta concepción positiva distinta sigue siendo extremadamente vaga. Sólo después de varios años de existencia el fascismo italiano elaboró la fórmula del «Estado corporativo» para cubrir su objetivo. El fascismo alemán elaboró la fórmula del «nacional-socialismo». Ambas fórmulas pretenden representar la supuesta «tercera alternativa» al capitalismo o al socialismo.

Esta supuesta «tercera alternativa» −el sueño de la ideología pequeñoburguesa desde el desarrollo del capitalismo y la lucha de clases− sigue siendo un mito y nunca podrá ser otra cosa que un mito. De hecho, no es más que una repetición del viejo sueño pequeñoburgués de una sociedad de clases sin contradicciones de clase ni lucha de clases, pero esta vez utilizado para encubrir en realidad el Estado de clases y la supresión de clases más violentamente coercitivos. El «Estado corporativo» es, de hecho, el disfraz transparente del capitalismo moderno, con una desarrollada organización estatal de la industria y la completa supresión de toda organización y derechos independientes de los trabajadores.

Económicamente, sólo puede haber capitalismo o socialismo en las condiciones de la sociedad moderna basada en la industria a gran escala. ¿Qué es el capitalismo? El capitalismo se caracteriza por: a) la producción con fines de lucro, b) la propiedad de clase de los medios de producción, c) el empleo de los trabajadores desposeídos o proletariado a cambio de un salario. ¿Qué es el socialismo? El socialismo se caracteriza por: a) la propiedad común de los medios de producción por parte de los trabajadores, que constituyen toda la sociedad, b) la producción para el empleo. La vulgar palabrería actual de moda de todos los periodistas y políticos burgueses sobre «la desaparición hoy en día de la línea de distinción entre capitalismo y socialismo» sólo se basa en la confusión de que el capitalismo se identifica con el viejo laisser-faire liberal relativamente pequeño capitalismo o individualismo del siglo XIX, mientras que el socialismo se identifica con la intervención del Estado. De ahí que las características más típicas del capitalismo o imperialismo moderno, con el creciente papel del Estado en su organización, se describan como «socialismo», mientras que las realidades del trabajo asalariado, los beneficios y la división de clases permanecen inalteradas e incluso se intensifican. Esta confusión, que es común a toda la ideología capitalista, laborista y fascista, y es el caldo de cultivo de todos los intentos demagógicos del fascismo por ocultar su carácter capitalista, se hace imposible tan pronto como se comprende el análisis de clase del capitalismo.

El fascismo, según todas las pruebas anteriores, es económicamente idéntico al capitalismo, representando sólo un método especial para mantener su poder y sujetar a los trabajadores. El fascismo es la sociedad del beneficio, es la sociedad de clases, es la sociedad basada en la explotación. Al igual que en Italia y en Alemania, la producción se lleva a cabo con fines de lucro; los medios de producción son propiedad de una pequeña minoría, cuyos estratos superiores obtienen grandes ingresos a través de su propiedad; la masa de los trabajadores está separada de la propiedad, y trabaja por un salario, produciendo plusvalía para los propietarios, o se queda sin empleo, si no es rentable emplearlos. Todas estas son las características familiares del capitalismo en todos los países, como lo son igualmente la crisis, la depresión, el declive de la producción y el desempleo masivo. Los países fascistas no muestran ninguna diferencia con los demás países capitalistas en ninguno de estos aspectos. La Italia fascista y la Alemania fascista no están mejor que la Francia no fascista y la Gran Bretaña no fascista −de hecho, están peor, pero por razones no necesariamente relacionadas con el fascismo−; todos están económicamente en el mismo barco, en el barco capitalista. El único contraste lo proporciona el país de la construcción socialista, la Unión Soviética, con su fin del desempleo y su gigantesco aumento de la producción junto al declive en todos los países fascistas u otros países capitalistas.

En primer lugar, es necesario insistir en estos hechos tan elementales, antes de examinar más detenidamente los aspectos económicos concretos del Fascismo, porque la propaganda fascista, que se caracteriza por el descaro de las afirmaciones más que por cualquier intento de carácter objetivo o científico, insiste tanto en negar la base capitalista del Fascismo que puede confundir fácilmente a quienes confunden las palabras con los hechos. Como este alegato está en el corazón de las apologías económicas del fascismo, será necesario examinar más de cerca, primero, la línea de expresión fascista sobre el capitalismo; segundo, la línea de expresión fascista sobre el «socialismo», ejemplificada en el «nacionalsocialismo»; y finalmente, los principios económicos positivos y la práctica del fascismo, ejemplificados en el Estado Corporativo o en el Código Laboral alemán.

La línea de expresión fascista sobre el capitalismo está marcada por una extrema autocontradicción. Según Hitler, no existe el «sistema capitalista». Él escribe:

«No existe un sistema capitalista. Los empresarios se han abierto camino hasta la cima por su industria y eficacia. Y en virtud de esta selección, que demuestra que pertenecen a un tipo superior, tienen derecho a dirigir. Todo líder de la industria prohibirá cualquier interferencia de un consejo de fábrica».

Sin embargo, según Mussolini, en su discurso ante el Consejo de Corporaciones del 14 de noviembre de 1933, la crisis actual es «una crisis general del capitalismo». Define el capitalismo de la siguiente manera: «El capitalismo en su forma más desarrollada es una producción en masa para el consumo de masas, financiada nacional e internacionalmente por capitales anónimos». Después de haber «definido» brillantemente el capitalismo en términos de «capital» −se ve obligado a atarse a sí mismo de esta manera, ya que si tratara de analizar el capital, se vería obligado a poner al descubierto la base capitalista del fascismo−, procede a distinguir tres períodos del capitalismo, el periodo de libre competencia de 1830 a 1870, el periodo «estático» o de «estancamiento» de los grandes trusts de 1870 a 1913, y el periodo de «decadencia» desde la guerra −aquí sólo tenemos un préstamo muy confuso del imperialismo de Lenin−. 

A continuación, plantea la cuestión: «La crisis que nos atenaza desde hace cuatro años, ¿es una crisis en el sistema capitalista o del sistema capitalista?» Y llega a la respuesta de que la crisis que nos tiene «atrapados» −a la Italia fascista− desde hace cuatro años es «una crisis del sistema capitalista» −que Hitler dice que no existe−. Pero después de haber llegado a esta importante admisión, se esfuerza por argumentar que Italia «no es un país capitalista». ¿En qué basa este argumento? En el argumento de que en Italia hay una proporción mayoritaria de agricultura y pequeña industria −como si esto supusiera alguna diferencia para el dominio de la clase capitalista y de la explotación capitalista, que sabe muy bien cómo succionar el trabajo, no sólo de los obreros industriales, sino también de los campesinos y pequeños productores−. Pero si esta estructura hace que Italia «no sea capitalista», esta estructura se aplicaba igualmente a Italia antes del fascismo, e Italia, en consecuencia, «no era capitalista» también antes del fascismo. Pero si Italia «no era capitalista» antes del fascismo, ¿qué era? De nuevo no puede dar una respuesta que no socave todo su intento de presentar a la Italia fascista como diferente en su base capitalista esencial de la Italia prefascista. 

Finalmente argumenta que, puesto que el sistema corporativo ha fracasado en salvar a Italia de la crisis del capitalismo «que nos ha tenido en sus garras durante cuatro años», por lo tanto, el sistema corporativo puede ser recomendado a otros países capitalistas para salvarlos igualmente: «Llegamos a la última pregunta: ¿Puede aplicarse el principio corporativo en otros países? No cabe duda. Como hay una crisis general del capitalismo, la solución por el Estado corporativo parece necesaria en otros países». Sin embargo, en ese caso tendría que demostrar que la «solución por el Estado corporativo» se ha aplicado a Italia, que ha sufrido tan duramente la crisis capitalista como cualquier otro país capitalista. Pero cuando la crisis estalló en Italia en 1929- 30, ¿cuál fue su línea? ¿Afirmó que la «solución por el Estado corporativo» salvaría a Italia? 

Por el contrario, argumentó que la Italia fascista no podía hacer nada más contra la crisis que cualquier otro país capitalista. En su discurso del 1 de octubre de 1930, declaró: «La situación ha empeorado considerablemente en todo el mundo, incluida Italia... El Estado no puede hacer milagros. Ni siquiera el Sr. Hoover, el hombre más poderoso del mundo en el país más rico del mundo, ha conseguido poner orden en su casa». «El Estado» −es decir, el Estado fascista− «no puede hacer milagros». No puede esperar hacer más que otros países capitalistas. Muy cierto, y muy honestamente dicho por una vez. Pero en ese caso, ¿qué ocurre con la presumida superioridad del fascismo y la supuesta emancipación del fascismo del capitalismo y sus contradicciones? 

Es evidente que tenemos aquí una mera maraña de confusiones y autocontradicciones −que podrían ejemplificarse infinitamente más a partir de las declaraciones de todos los principales líderes fascistas de todos los países−, sin intento de pensamiento serio. Pasemos ahora a la línea fascista sobre el «socialismo». Según Mussolini, en su discurso del 13 de enero de 1934, el «socialismo» es condenado rotundamente como «la burocratización de la economía». Según el fascismo alemán, el «socialismo» es el ideal, siempre que sea «nacionalsocialismo». Pero, ¿qué entienden por «socialismo»? Las definiciones dadas por los líderes del fascismo alemán ofrecen una instructiva variedad de opciones.

El decimotercer punto del programa oficial del partido exige la «nacionalización de todos los trusts». Sin embargo, el teórico económico oficial del partido, Feder, explica en su «Manifiesto por la abolición de la esclavitud del interés» (1919): «Todo político honesto sabe que la socialización generalizada significa el colapso económico y la quiebra absoluta del Estado. Nuestra consigna debe ser, no «socialización», sino «desocialización». Goebbels en su «Pequeño A.B.C. de los Nacional Socialistas» (1929), afirma: «La socialización de todos los medios de producción es absolutamente irrealizable». Dirigiéndose a un grupo de hombres de negocios en Hamburgo el 15 de diciembre de 1933, Feder se ganó sus aplausos al declarar que «El Estado no debe participar en los negocios como competidor», y añadir: «no temáis que vuestras empresas sean nacionalizadas».

¿Dónde está entonces el «socialismo»? Las explicaciones abundan. Gregor Strasser, hablando en la radio en nombre del partido el 14 de junio de 1932, dio la siguiente definición exhaustiva: «Por socialismo entendemos las medidas gubernamentales para la protección del individuo o del grupo contra cualquier tipo de explotación. La toma de posesión de los ferrocarriles por el Estado, de los tranvías, centrales eléctricas y fábricas de gas por los municipios; la emancipación de los campesinos por el barón von Stein, y la incorporación del sistema gremial al Estado; el sistema prusiano de selección de oficiales por logros; la incorruptibilidad del funcionario alemán; las viejas murallas, el ayuntamiento, la catedral de la ciudad imperial libre: todas estas son expresiones del socialismo alemán tal como lo concebimos y exigimos».

«El socialismo», después de pasar suavemente por las etapas del fabianismo de gas y agua y una mezcla de «gremios», llega así a descansar por fin en el sólido suelo de «las viejas murallas», «la catedral» y «el sistema de los oficiales prusianos». Goebbels es aún más explícito en su folleto «Prusia debe volver a ser prusiana» (1932): «El socialismo es prusianismo. El concepto «prusianismo» es idéntico a lo que entendemos por socialismo». Y de nuevo en un discurso en Prusia Oriental: «Nuestro socialismo es el que animaba a los reyes de Prusia y se reflejaba en la marcha de los regimientos de granaderos prusianos: un socialismo del deber».

Es imposible no recordar los comentarios de Marx sobre el «socialismo alemán» −a pesar de todas las diferencias− hace casi un siglo: 

«Por su parte, el socialismo alemán fue reconociendo cada vez más que estaba llamado a ser el grandilocuente defensor de esa pequeña burguesía. Proclamó a la nación alemana como la nación normal y al engreído alemán como el hombre normal. Dio a cualquier infamia de éste un sentido oculto, superior, socialista, con el que quería decir lo contrario. Sacó la última consecuencia atacando directamente la «groseramente destructiva» orientación del comunismo y anunciando su imparcial superioridad por moverse por encima de todas las luchas de clases». (Karl Marx y Friedrich Engels; Manifiesto del Partido Comunista, 1848)

Pero este viejo «socialismo alemán», al que Marx fustigó de este modo, era en comparación el idealismo de corazón más noble si se contraponía a la suciedad consciente y abierta de sus descendientes «socialistas alemanes» del siglo XX, los lameculos de la reacción y asesinos de los trabajadores, disfrazando de «socialismo» el odiado cadáver prusiano, militarista y absolutista.

Es obvio que las concepciones fascistas sobre el «socialismo» son aún menos dignas de una discusión seria que sus concepciones sobre el «capitalismo». Queda por considerar su supuesto programa «nuevo» y «distintivo»: el Estado corporativo «la mayor concepción constructiva ideada hasta ahora por la mente del hombre» −Mosley−.
¿Qué es el Estado corporativo?

El documento oficial básico de principios, la Carta Italiana del Trabajo, publicada en 1927, establece lo siguiente: «El Estado corporativo considera que en el ámbito de la producción la iniciativa privada es el instrumento más eficaz y valioso para los intereses de la nación».

Dado que la empresa privada es una función de interés nacional, el organizador de la empresa es responsable ante el Estado de la gestión de su producción. El hecho de que los elementos de producción −trabajo y capital− cooperen en una empresa común les confiere derechos y deberes recíprocos. El trabajador, ya sea obrero, empleado u obrero cualificado, es un colaborador activo en la empresa económica, cuya dirección es responsabilidad del empresario.

Estos principios son bastante conocidos en todos los países capitalistas.

La obra semioficial de referencia sobre la cuestión, «El Estado corporativo italiano» (1933) de Fausto Pitigliani −escrita «en estrecho contacto con el Ministerio de Corporaciones»− declara:

«La idea de la soberanía del Estado y de la unidad nacional es el motivo principal que subyace a la teoría fascista del gobierno. (...) Paralelamente a este principio unificador (...) hay que señalar otro concepto implícito en el sistema de Estado que el fascismo desea construir, a saber, la colaboración económica de las diversas categorías dedicadas a la producción. Puede decirse que esta nueva orientación económica se sitúa entre el liberalismo (...) y el comunismo. (...) Las diferentes categorías de productores están representadas oficialmente por diversas Asociaciones Profesionales.... Estas Asociaciones Profesionales, formadas únicamente por empresarios o por trabajadores o por personas pertenecientes a una u otra de las profesiones liberales, se agrupan en Corporaciones con fines de protección y desarrollo de alguna rama específica de la producción. Estos órganos consultivos son órganos del Estado, y en ellos se integran todos los elementos que intervienen en una determinada rama de la producción, es decir, el capital, el trabajo y la dirección técnica. Precisamente del carácter de estas instituciones −característica tan distintiva del nuevo orden político y económico en Italia− se deriva el epíteto de «corporativo», que sirve para diferenciar al Estado fascista en sus características particulares de otros tipos de Estado». (Fausto Pitigliani; El Estado corporativo italiano, 1933)

Paul Einzig en su profascista «Fundamentos Económicos del Fascismo» (1933) describe el Estado corporativo como «un nuevo sistema económico que difiere fundamentalmente del capitalismo liberal y del comunismo»:

«En el Estado corporativo se respeta la propiedad privada como en cualquier país capitalista. No hay expropiación sin indemnización. No obstante, el Estado se reserva el derecho de limitar y orientar el empleo de los medios de producción y de intervenir en el proceso de distribución en función del interés público. No pretende poseer los medios de producción más que en un país capitalista. La propiedad privada es la regla y la propiedad estatal la excepción. La iniciativa individual no es sustituida por la intervención del Estado. Pero el Gobierno se reserva el derecho de complementar la iniciativa individual siempre que lo considere necesario; de impedir que se desarrolle en direcciones perjudiciales para el interés público y de guiarla para obtener el máximo beneficio para la comunidad en su conjunto». (Paul Einzig; Fundamentos Económicos del Fascismo, 1933)

Mosley en su «La Gran Bretaña» describe el Estado corporativo de la siguiente manera:

«Nuestra política es el establecimiento del Estado corporativo. Como su nombre indica, esto significa un Estado organizado como el cuerpo humano. Cada miembro de ese cuerpo actúa en armonía con el propósito del conjunto bajo la guía y el cerebro conductor del Gobierno Fascista. Esto no significa que la industria será dirigida o interferida desde Whitehall, como en la organización socialista. Pero sí significa que los límites dentro de los cuales los intereses pueden operar serán establecidos por el Gobierno, y que esos límites serán el bienestar de la nación en su conjunto. A ese interés de la nación en su conjunto se subordinan todos los intereses menores, sean de derechas o de izquierdas, sean de federaciones patronales, sindicales, bancarias o profesionales. Todos esos intereses están entretejidos en la maquinaria de funcionamiento permanente del Gobierno Corporativo. Dentro de la estructura corporativa, intereses como los sindicatos y las federaciones de empresarios ya no serán los estados mayores de ejércitos opuestos, sino los directores conjuntos de la empresa nacional. La guerra de clases dará paso a la cooperación nacional. A todos los que persigan una política sectaria y antinacional se les opondrá el poder del Estado organizado. El beneficio puede obtenerse siempre que la actividad enriquezca tanto a la nación como al individuo. El beneficio no puede obtenerse a expensas de la nación y de la clase obrera. El Estado corporativo garantizará que la nación, y los trabajadores que forman parte de la nación, participen plenamente de los beneficios y recompensas de la industria». (Oswald Mosley; La Gran Bretaña, 1932)

Las Sociedades Anónimas, hay que señalarlo, son órganos «consultivos» −Pitigliani−. El control corresponde al empresario privado en su empresa, y al Estado por encima de él, como en todos los países capitalistas. Las Corporaciones son comités mixtos de representantes de los empresarios y de los llamados «representantes de los trabajadores» −tras la destrucción de toda organización obrera independiente−. Sólo son admitidas las «organizaciones obreras» reconocidas por el Estado fascista, no las elegidas por los trabajadores, siendo el único requisito legal que representen a una décima parte de los trabajadores de una industria para asegurarse el reconocimiento exclusivo como representantes de todos los trabajadores de la industria. Las funciones de las Corporaciones −artículo 44 del Decreto de 1 de julio de 1926− son: a) conciliación; b) fomento de medidas «para coordinar la producción y mejorar su organización»; c) establecimiento de bolsas de trabajo; d) regulación de la formación y el aprendizaje.

El carácter puramente nominal y escenográfico de las Corporaciones queda demostrado por el hecho de que hasta 1933, once años después de la instauración del régimen fascista, todavía no se había creado ni una sola Corporación, a excepción de la «industria» del ocio −en 1930−.

«El trabajo será realizado directamente por el Ministro de Corporaciones, y por lo tanto estos organismos, en gran parte nominales, no serán meramente «órganos del Estado», como exige la teoría, sino realmente meros poderes adicionales para los políticos actuales. Como resultado, no se ha creado formalmente ni una sola corporación». (H. W. Schneider; Creando el estado fascista, 1928)

En 1933, Pitigliani, en su obra semioficial ya citada, en el cuarto capítulo sobre «La organización corporativa», al llegar a su tercera sección bajo el grandioso título «Las corporaciones en su funcionamiento real», se ve obligado a escribir bajo ese título −como el famoso capítulo sobre las serpientes en Islandia−: «Es imposible juzgar, a la luz de los resultados prácticos, cómo funciona realmente el sistema en el ámbito corporativo propiamente dicho. Ya se ha hecho referencia al hecho de que hasta ahora sólo se ha creado en Italia una única sociedad anónima, la de la escena».

Hasta febrero de 1934 no se aprobó la ley de Constitución y Funciones de las Corporaciones. El 10 de noviembre de 1934 se inauguraron las veintidós Corporaciones. En esta ocasión Mussolini declaró: «Todavía es prematuro decir qué desarrollos puede tener el sistema corporativo en Italia y en otros lugares desde el punto de vista de la producción y distribución de bienes. El nuestro es un punto de partida y no de llegada. Sin embargo, como el corporativismo fascista representa el contenido social de la revolución, obliga categóricamente a todos los hombres del régimen −dondequiera y comoquiera que estén organizados− a garantizar su desarrollo y su fecunda continuación».

La vaguedad de este lenguaje es digna de un MacDonald.

Entonces, ¿qué representa realmente el Estado corporativo, tal como ha sido descrito en los términos de sus propios defensores? Sus principios, según estas descripciones, equivalen de hecho a lo siguiente: 1) El mantenimiento de la estructura de clases de la sociedad, y de la explotación de clases, al amparo de frases sobre la «unidad orgánica», etc.; [1] 2) mantenimiento de la propiedad capitalista, la «empresa privada», los «beneficios», etc.; 3) intervención moderada del Estado o papel regulador, cuando sea necesario y 4) comités de conciliación obligatorios o consejos industriales paritarios de capital y trabajo.

Pero hasta ahora esto es idéntico a los principios de todos los estados capitalistas modernos. La fría desfachatez de intentar presentar esto como algo «nuevo» sólo se basa en el ingenuo truco de hacer la comparación con la época capitalista del «laisser-faire», preimperialista, desaparecida hace mucho tiempo. Desde la época imperialista, todo el capitalismo moderno ha desarrollado una creciente regulación y control estatales, coordinación y cartelización bajo la dirección del Estado, y cientos de miles de experimentos y dispositivos en consejos industriales conjuntos y cualquier otro mecanismo posible para la colaboración del capital y el trabajo. En cuanto a la concepción de la industria como un «servicio público», y la aprobación de la obtención de beneficios sólo en la medida en que sea coherente con el «bienestar nacional», realmente no se necesita una «revolución» fascista para poder repetir la sabiduría de un Calístenes. El significado práctico de la «revolución» fascista y su «Estado corporativo» está en otra parte, como veremos en breve.

Tomemos, por ejemplo, la Alemania prefascista, donde el Estado ya tenía en sus manos una décima parte de la producción industrial, poseía las acciones dominantes en los grandes bancos, en la navegación y en el Steel Trust, y donde la industria y las relaciones capital-trabajo estaban cubiertas por una red de consejos reguladores. C.B. Hoover escribe en su libro ya citado:

«La cartelización se había llevado a límites más lejanos que en ningún otro país. En 1932 había unos 3.000 carteles de este tipo. En la industria minera del carbón y del potasio la sindicación era obligatoria y se habían creado complicados consejos reguladores conocidos como el Consejo Federal del Carbón y el Consejo Federal del Potasio. En estos consejos estaban representados los explotadores, los trabajadores, los consumidores y los comerciantes de carbón. Existía un Consejo Federal de Economía, pero sus funciones reguladoras no habían llegado a desarrollarse». (C. B. Hoover; Alemania entra en el Tercer Reich, 1933)

Este Consejo Federal del Carbón, basado en la sindicación obligatoria, que representaba a empresarios, trabajadores, consumidores y comerciantes del carbón, con amplios poderes reguladores, era ya una «Corporación» mucho más desarrollada que cualquier cosa producida por el fascismo. Pero esto era sólo un ejemplo avanzado de la tendencia del desarrollo capitalista moderno en todo el mundo. Aquí el fascismo no aporta nada nuevo.

«La idea de un Consejo Nacional», escribe Mosley en su «La Gran Bretaña» (1932), con la complacencia de un pavo real infantil, «fue, creo, avanzada por primera vez en mi discurso de dimisión del Gobierno laborista en mayo de 1930. La idea ha sido desarrollada desde entonces por Sir Arthur Salter y otros escritores». La historia del capitalismo desde la guerra está plagada de «la idea de un Consejo Nacional» −es decir, Consejo Económico Nacional o Consejo Nacional de Industria− en todos los países. Clemenceau en 1918 propuso la formación de un Consejo Económico Nacional, y la propuesta sólo se vino abajo por la oposición de la Confederación del Trabajo. Rathenau, en sus nuevas propuestas de organización estatal, puso en el centro la formación de un Consejo Económico Estatal representativo. Millerand propuso en 1920 la incorporación al Estado de un Consejo Económico Nacional, que incluyera a representantes de los sindicatos. Caillaux hizo la misma propuesta en su «¿Adónde va Francia? ¿Adónde va Europa?» (1922). La Conferencia Nacional Industrial británica de 1919 presenta propuestas similares para la creación de un Consejo Nacional Industrial representativo y permanente.

Toda la tendencia del liberalismo de posguerra, el laborismo y la socialdemocracia, en particular, es estrechamente paralela a la línea y propaganda fascistas del Estado corporativo, es decir, la línea general de combinación del control estatal y la empresa privada, la coordinación a través de una red de consejos reguladores, la colaboración de clases y la llamada representación de los trabajadores, en resumen, todo el mito del «capitalismo organizado». La mayor parte del Libro Amarillo Liberal, de El Trabajo y la Nación y de la Carta del Trabajo Fascista podrían intercambiarse sin diferencia perceptible.

Sin embargo, hay una característica «nueva» y distinta en el Estado corporativo fascista. Todas las propuestas liberal-laboristas se basan en la incorporación de las organizaciones obreras existentes al Estado capitalista, manteniendo los derechos formales independientes de organización y el derecho de huelga. La política fascista del Estado corporativo se basa en la destrucción violenta de las organizaciones independientes de los trabajadores y la abolición completa del derecho de huelga.

Esta es la única característica nueva del Estado corporativo fascista, a la que el capitalismo moderno en otros lugares aún no se ha atrevido a avanzar, aunque se desarrolla en esta dirección tan rápidamente como es capaz.

La Ley italiana de Sindicatos de 3 de abril de 1926, base del Estado corporativo, establece en su artículo 18: «Los empleados y obreros que, en grupos de tres o más, cesen en el trabajo por acuerdo mutuo, o que trabajen de manera que perturbe su continuidad o regularidad, con el fin de obligar a los empresarios a modificar los contratos existentes, son castigados con una multa de 100 a 1.000 liras».

Los jefes, promotores y organizadores de los delitos anteriormente mencionados serán castigados con penas de prisión no inferiores a un año ni superiores a dos, además de las multas prescritas anteriormente.

Aquí está el verdadero corazón del Estado corporativo fascista; todo lo demás es fachada. El significado de esto lo expresa con simple deleite el publicista financiero, Einzig, en sus «Fundamentos económicos del fascismo» (1933) −un libro escrito para el público empresarial−: 

«Las huelgas y los cierres patronales estuvieron prohibidos desde el principio del régimen fascista. En ningún país fue tan fácil como en Italia obtener el consentimiento de los trabajadores para una reducción salarial. Gracias a la instauración de la paz industrial, los salarios en Italia son más elásticos que en ningún otro país. (...) En ningún país fue tan fácil obtener una reducción de salarios». (Paul Einzing; Fundamentos económicos del fascismo, 1933)

He aquí la esencia del Estado corporativo. Del mismo modo Augusto Turati, Secretario General del Partido Fascista, escribió en 1928: 

«El año 1927 fue un año de depresión económica generalizada... Fue necesario que el Gobierno del Partido Fascista tomara medidas para conseguir una reducción general de los salarios del 10 al 20 por ciento…  Fue entonces cuando la Carta del Trabajo se mostró como el único punto de referencia seguro en las negociaciones que siguieron. En la ingrata tarea de reducir los salarios, no se violó ni uno solo de los principios, solemnemente enunciados en la Carta del Trabajo». (A. Turati; Sobre «La Carta del Trabajo», en el Anuario Internacional de Estudios Fascistas, 1928)

Y el destacado responsable sindical fascista, Olivetti, declaró en el Congreso Sindical Fascista de 1928: «Era ilusorio suponer que la existencia de la guerra de clases había quedado definitivamente abolida. Ha sido abolida... para los trabajadores. Por otro lado, la guerra de clases continúa».

El Código del Trabajo alemán, que entró en vigor el 1 de mayo de 1934, revela el mismo panorama. Su esencia es la aniquilación de todos los contratos colectivos que han regulado hasta ahora la industria alemana, y el establecimiento del poder absoluto del empresario, llamado «el líder de la fábrica», sobre sus trabajadores, llamados «seguidores».

En la fábrica, el empresario, como jefe de la fábrica, y los obreros y empleados administrativos, como sus seguidores, trabajan conjuntamente para promover los objetivos de la fábrica en interés común del pueblo y del Estado. La decisión del jefe de la fábrica es vinculante para sus seguidores en todos los asuntos de la fábrica.

En lugar de los anteriores comités de empresa electos, los nuevos consejos de fábrica serán nombrados por el empresario de acuerdo con el líder nazi de la fábrica, y sólo se reunirán cuando los convoque el empresario. Se anulan todos los convenios colectivos para industrias o comercios en su conjunto, o incluso para distritos; los salarios serán fijados por separado por cada empresa según las condiciones de «rentabilidad». La última palabra la tienen los «fideicomisarios del trabajo» o dictadores de distrito en todas las cuestiones de salarios y condiciones laborales, nombrados por el Gobierno nazi. El carácter de estos «fideicomisarios del trabajo» puede juzgarse por el hecho de que el gran industrial Krupp ha sido nombrado «fideicomisario del trabajo» para la cuenca del Ruhr.

La destrucción de toda organización obrera independiente, la completa sumisión de los trabajadores a la patronal, la abolición del derecho de huelga y la intensificación de la explotación: ésta es la única y completa realidad del Estado Corporativo para la clase obrera». (Rahe Palme Dutt; Fascismo y revolución social, 1934)

Anotaciones de la edición:

[1] El engaño transparente, que está en la raíz del «Estado Corporativo», de mantener la división de clases de hecho y negarla de palabra, es expresado de manera sorprendente por Rossoni, escribiendo como Presidente de la Confederación Nacional de Sindicatos Fascistas:

«La concepción del sindicalismo fascista cambia la perspectiva de todos los que trabajan en la industria y quita al socialismo todo lo que tiene de valioso. Incluso la vieja terminología de «amos» y «hombres» está cambiando. La palabra «amo» tiene un significado ofensivo e implica la servidumbre del trabajo, una servidumbre que está en contradicción directa con el progreso moderno. El sistema italiano de sociedades anónimas establece una cooperación muy necesaria entre los directores y los ejecutores de una empresa, y es la única concepción actual que implica equilibrio y justicia económica.
Hay que subrayar que fueron estos mismos organizadores fascistas los primeros en insistir en que había que abolir las viejas expresiones «amos» y «hombres», y ello porque amo supone siervo. Hoy en día ya no podemos estar de acuerdo con la vieja idea absurda de las distinciones de clase, ni sostenemos que exista por naturaleza ninguna inferioridad moral entre los hombres. Por el contrario, se reconoce plenamente que todos los hombres tienen el mismo derecho a la ciudadanía en la vida nacional». (Anuario de Estudios Fascistas ; «El Significado del Sindicalismo Fascista», 1928)

Se verá que la «absurda idea de la división en clases» se considera únicamente una cuestión de «terminología». Así, mientras el socialismo se propone superar la división clasista de la sociedad mediante la abolición de las clases y lograr así por primera vez la unidad social real, el fascismo propone una liquidación verbal de las clases, mientras la realidad permanece. Los empresarios y los asalariados siguen existiendo; todo el sistema de beneficios y explotación sigue existiendo; pero éstos deben quedar cubiertos por los nuevos términos «directores» y «ejecutores» de una empresa −o en el Código Laboral alemán, «dirigentes» y «seguidores»−, y a partir de ahí se supone que la lucha de clases debe terminar. Esto es típico de la perspectiva «idealista» del fascismo o, para hablar con más franqueza, de su patraña.


La ideología del fascismo

«El fascismo reprime al proletariado bajo la bandera de la inclusión de éste en una «nación única» y en el llamado Estado corporativo. Desde el punto de vista ideológico, los hitlerianos se jactan de que el Estado no es como con Hegel, un fin en sí mismo sino sólo un medio, un instrumento para conservar la nación o el núcleo de la raza. 

«El nacional socialismo ve por principio en el Estado sólo un medio para lograr un fin y entiende este fin como la conservación de la existencia racial de los hombres. Por consiguiente, no cree en ningún caso en la igualdad de las razas, sino que reconoce junto con sus diferencias, su valor superior o inferior y, por esta causa, se siente obligado, conforme a la voluntad eterna que dirige el universo, a contribuir a la victoria de los mejores, de los más fuertes y al sometimiento de los peores y más débiles». (Adolf Hitler; Mi lucha, 1925)

Creemos firmemente que para los fascistas el Estado no es un fin en sí mismo, sino un instrumento de la dictadura terrorista de la clase, de la que son parte. Todas las charlas sobre el idealismo, el racismo y el nacionalismo no son más que fraseología que encubre los intereses económicos y políticos de la gran burguesía.

Como panacea para todos los males de la lucha de clases, además del terror directo, del asesinato y de otras medidas de violencia contra las masas trabajadoras, los fascistas han promovido la idea de un Estado fuerte, «autoritario», «total», sobre la base del principio corporativo. En torno al problema de las corporaciones, que deben «sustituir» a las clases, los fascistas han creado toda una literatura. Basta leer los libros de los fascistas Spann [1], Heinrich [2], Hitler y otros, para hacerse una idea de los métodos de esclavización de la clase obrera que los fascistas han inventado «para superar» la lucha de clases del proletariado contra la burguesía.

Procurando desarmar a la clase obrera, los fascistas promueven la tesis acerca de la necesidad de restablecer la unidad de la nación sobre la base del régimen profesional, corporativo. Lleno de furia, el fascista Schultz pretende demostrar los «perjuicios» de la idea de la lucha de clases que debilita y destruye la unidad y la integridad de la nación [3]. Es característico que, al fundamentar la necesidad del régimen corporativo, los fascistas acusan a la Revolución Francesa de haber destruido el «orden natural» del medioevo y creado en lugar de corporaciones y talleres orgánicos, colectividades mecánicas —las clases— y despertado así a la vida «a la masa intranquila», que, además utiliza irracionalmente su «libertad».

La libertad, escribe, por ejemplo, Weippert, es inconcebible sin la autoridad. El rango denota siempre un límite y una dependencia. Para el concepto jerárquico de libertad es característica la autolimitación, mientras que en la concepción marxista libertad significa «arbitrariedad» y «desorden» [4]. En el régimen jerárquico, dicen los fascistas, la política no es asunto de todos los ciudadanos, sino sólo de una capa o estamento especial. «Sin una delimitación rigurosa entre jefes y dirigidos, entre los conductores y los conducidos, entre los dirigentes y los dirigidos no se puede realizar el Estado corporativo. Pero, por otro lado, sin un régimen corporativo no es posible detener el proceso de autodestrucción que vive la sociedad de Europa occidental» [5]. Para salvar al capitalismo, es preciso, por tanto, encerrar a la clase obrera en un corsé de hierro, privarla de todos los derechos y colocarla en dependencia servil del «estamento» superior, los capitalistas. Por este camino van los fascistas y en su lengua mentirosa esto significa «la abolición de las clases y del capitalismo».

Pero antes de desenmascarar esta idea charlatanesca de la abolición de las clases sin abolir la propiedad privada burguesa, analicemos, aunque sea superficialmente, la «argumentación» de los fascistas. 

«Los sindicatos nacional socialistas no un órgano de la lucha de clases, sino un órgano de representación de las profesiones. El Estado nacional socialista no conoce ninguna «clase», sino sólo −en el aspecto político− ciudadanos con iguales derechos y en consonancia con esto, con iguales deberes; pero junto a los ciudadanos el Estado nacional socialista reconoce a súbditos que en el aspecto político-estatal están enteramente privados de derechos». (Adolf Hitler; Mi lucha, 1925)

Los súbditos sin derechos, en el Estado fascista son, desde luego, los obreros. Pero ¿qué es el estamento a diferencia de la clase? Para obtener respuesta a esta pregunta dirijámonos a Scheler, que es completamente franco a este respecto.

En un trabajo especial titulado «El amor cristiano y el mundo actual» (1917), Max Scheler escribía sobre este problema lo siguiente: 

«El espíritu de clase es el espíritu de Mammón. La idea de estamento lleva a primer plano el contenido del trabajo; en cambio, en la clase, el motivo de la actividad es el afán de lucro. Por esta causa, en la sociedad clasista florecen la envidia y el odio de clase, lo que explica la lucha entre las clases. La clase se caracteriza por el concepto del interés común −de clase−, mientras que el estamento tiene por principios constitutivos el honor y la conciencia». (Max Scheler; El amor cristiano y el mundo actual, 1917)

Para los fascistas, con el concepto de régimen corporativo se vincula el concepto de orden jerárquico. El principio de los rangos superior e inferior debe estar no sólo con la base de las relaciones entre los individuos dentro de las corporaciones. Una masa no subordinada a las corporaciones fascistas según el rango, es incompatible con el régimen corporativo «superior» y con las exigencias del Estado fascista. La corporación es un miembro del Estado en cuanto un todo o, según se expresan otros ideólogos del fascismo, del organismo al cual sirve. El lugar de primera corporación en el Estado deben ocuparlo el ejército, los funcionarios y la nobleza, dice Sombart, mientras los representantes oficiales del fascismo dicen: una corporación de soldados.

La negación por los ideólogos del fascismo del principio del desarrollo expresa la situación de la burguesía como clase, condenada a muerte por la historia. El fascismo procura por todos los medios detener la marcha del proceso histórico. El régimen corporativo, en calidad de orden social estático [6], opuesto al dinamismo de la época del capitalismo ascendente, debe servir como instrumento del estancamiento o la inmovilidad, como obstáculo al desarrollo de la sociedad. El régimen corporativo, según la fraseología de los fascistas, lleva a «liquidar» las contradicciones de clase de la sociedad burguesa contemporánea.

El régimen corporativo tiene por fin, según las ideas de los fascistas, fijar en determinadas normas jurídicas y relaciones prácticas de propiedad, la desigualdad de clases, el régimen de castas y la esclavitud de la clase obrera bajo la forma de una «corporación orgánica» más allá de la «clase» −o «corporación»− de los capitalistas. Este régimen corporativo excluye por su misma esencia la ideología del progreso, de la igualdad y del trabajo.

A este respecto se debe subrayar, además, que el fascismo se dedica a difundir la falsa y calumniosa fábula de que «el pueblo» en rigor es a tal punto «idealista» que no aspira a ningún derecho, sino que día y noche sueña en cumplir sus deberes y «obligaciones» ante los superiores, ante los jefes, etc. Esta ideología esclavista es impuesta a las masas trabajadoras por sus explotadores y opresores quienes, naturalmente, son los únicos que gozan de «derechos». Los fascistas utilizan constantemente el argumento de la idea de deber, decretando para las masas trabajadoras que el único sentido de su existencia radica en testimoniar su devoción y su obediencia a «la idea del todo».

El Estado fascista construido sobre los principios corporativo-profesionales y también sobre la falta de derechos del individuo, es un tipo especial de absolutismo ilimitado. Werner Sombart escribe a este respecto lo siguiente: el «socialismo» alemán exige un Estado fuerte; lo exige porque en oposición al liberalismo pone el bien del todo por encima del bienestar individual. 

«El Estado debe tener fuerza suficiente para cumplir y realizar las tareas de la nación pese a todos los intereses particulares de los individuos». (Werner Sombart; El socialismo alemán, 1934)

El capitalismo monopolista exige naturalmente la concentración y centralización del poder político para defender los intereses del «todo», de la «nación», por los cuales se sobrentiende los intereses de la gran burguesía a los que deben ser sacrificados «el bien del individuo», la libertad, el liberalismo, el democratismo, el parlamentarismo, etc. 

La monarquía absoluta es la forma natural del poder estatal autoritario −escribe Sombart−. En «la época democrática tal forma es la dictadura militar o el sistema unipartidista de tipo fascista». La voluntad suprema del Estado no debe encarnarse necesariamente en una persona... El conocimiento de los objetivos verdaderos es inherente al pequeño número de los mejores, al consejo de jefes. Y el principio verdadero de selección para formar esta organización de jefes y encontrar una verdadera «élite» constituye, en estas condiciones, el problema central del gobierno... «La Iglesia Católica con su colegio de cardenales al frente continúa siendo» el prototipo de toda «constitución autoritaria» [7]. 

Para justificar su dominación, los fascistas reviven el principio de autoridad, que tiene como tarea el fortalecimiento del poder del estado −es decir, la clase que está al frente del estado− para lograr los objetivos perseguidos en este momento por el capital monopolista. 

La subordinación de toda la sociedad civil, toda la cultura, la escuela, la literatura, la economía, la religión a los objetivos imperialistas constituye el significado de clase de la idea de un estado total, la idea del estatismo. El significado de la fraseología fascista sobre el llamado socialismo alemán y prusiano también se reduce a otorgar al estado fascista, es decir, la gran burguesía, los derechos especiales para suprimir al proletariado y proporcionar a la gran burguesía la posibilidad de explotación ilimitada de las masas. 

La defensa de la gran propiedad de los magnates del capital supone, en las actuales condiciones, la posibilidad de saquear el país y el tesoro del Estado bajo la apariencia de defender los intereses de la nación y de la «comunidad» popular. La demagogia de los fascistas respecto al derecho de propiedad radica en que, por un lado, la propiedad es declarada sagrada e inviolable y, por otro, se declara la lucha contra el «derecho individual» romano, al que se opone el «derecho social» germano según el cual el derecho de propiedad es santificado por motivos «sociales» y se halla vinculado a determinadas obligaciones del propietario para con la sociedad. 

Los fascistas alemanes, como se sabe, llaman «propiedad feudal» a la forma alemana de propiedad; el derecho romano de propiedad parte del derecho ilimitado del individuo sobre la propiedad que le pertenece, mientras que la «propiedad social» germana limita el derecho de los individuos en beneficio de la «nación». Spann escribe al respecto que, desde el punto de vista del derecho germano, «la propiedad es formalmente privada, pero en realidad existe sólo una propiedad común». Al punto de vista de Spann se adhiere Sombart. Sin embargo, esta demagogia tiene sus peligros, y por ello otros representantes del fascismo dan una formulación opuesta, afirmando que el Estado fascista es formalmente el propietario de todos los bienes que se encuentran en manos de personas privadas, pero en esencia el derecho de posesión y administración de la propiedad pertenece a las personas privadas, a los propietarios. No por esto cambia la esencia del problema. Los capitalistas siguen siendo propietarios del capital, y a los proletarios les quedan sólo frases sobre la propiedad. 

El fascista Reimer, comentando el programa del partido nacional «socialista» afirma que el derecho en general fue creado por el hombre nórdico, es decir, por los germanos, a quienes es innato en virtud de las particularidades de su «sangre». Todas las relaciones de dominio en los alemanes tienen un carácter ético y están vinculadas directamente con la idea de deber. Esto se refiere, en particular, al derecho de propiedad. Pero por más interpretaciones que hagan los fascistas del derecho de propiedad privada, hay algo que no ofrece dudas: que bajo la apariencia de reconocer el derecho supremo de propiedad para el estado, estamos hablando de fortalecer la propiedad privada de los magnates del capital. La dictadura fascista subordina en proporciones nunca vistas, el Estado al capital monopolista; los razonamientos de los ideólogos del fascismo sobre el derecho se reducen a la fundamentación de esta subordinación. 

Pero el fascismo encubre estos objetivos con variadas frases idealistas y con la demagogia. Entre obreros y empresarios debe existir una asociación basada en la «confianza mutua», escribe el filósofo fascista Schwarz; ambas partes deben estar penetradas por la conciencia de la «reciprocidad» y de la responsabilidad solidaria por los destinos del todo económico. «Los obreros saben que están obligados a seguir y obedecer en todo al patrono como a su jefe» [8]. Hasta ahora esto no ha ocurrido porque no existía un «verdadero Estado», que aún debe ser creado. Por «socialismo» los fascistas entienden el «complejo de deberes» de los obreros respecto a la «nación», a los capitalistas, la «disposición al autosacrificio» y el «servicio» de todos los ciudadanos al Estado del capital financiero. 

El «socialismo» autoritario y el Estado autoritario se basan en el mismo principio: el poder pertenece al «todo», el individuo está a su servicio. Él se somete a las órdenes, se distingue por la obediencia incondicional, está privado de todo derecho y cargado sólo de obligaciones. Procurando preparar ideológicamente a las masas para una nueva guerra, movilizarlas en un espíritu de devoción, de sumisión a los intereses del Estado de los capitalistas, los fascistas declaran que el «socialismo» es una «virtud» especial, una virtud de camaradería que se manifiesta con particular evidencia en la guerra. El socialismo alemán, dicen los fascistas, nació o renació en la primera guerra imperialista. En consonancia con ello se le caracteriza como «socialismo del frente gris». La prédica del «socialismo» del cuartel prusiano se difunde tanto más cuanto mayores son las dificultades internas de la dictadura fascista. La demagogia fascista respecto al «socialismo» tiene por objeto mantener bajo su influencia a las masas que se van desilusionando del fascismo. Ley, Goebbels, Hitler, hacen tanto más ruido en torno al «socialismo», cuanto más se agudiza la crisis de abastecimientos en el país.

Al abordar la cuestión de la comprensión de la esencia del Estado, planteada por Hitler, Carl Schmitt e históricamente por románticos reaccionarios como Adam Mueller, Novalis y otros, Sombart insiste en que el Estado es una unión ideal que se origina en el mundo trascendental. Desde un punto de vista empírico, científico y racional, el Estado no puede explicarse. El Estado como «unión ideal» es, por su origen y esencia, algo irracional. No surge, en absoluto, sino que existe eternamente. La misión del Estado consiste en sostener y mantener su propia existencia en su unidad, en la lucha con otros Estados, en desarrollar las aptitudes y virtudes que constituyen la esencia del «hombre político»: el heroísmo, el patriotismo y el espíritu de comunidad. 

El Estado se diferencia de todas las demás formas sociales porque aquí no cabe ningún derecho o pretensión del individuo o de un grupo de hombres respecto al todo. En el Estado, en esta «unión ideal», la conducta de los hombres se caracteriza por el sacrificio, por la disposición permanente del individuo a sacrificarse por completo al todo. Esta «idea» de sacrificio debe servir de nueva arma demagógica en manos de los fascistas en la esclavización de los trabajadores a quienes se priva de todo derecho a plantear determinadas reivindicaciones al poder estatal. Sólo la masa sin derechos debe sufrir los sacrificios en nombre de los intangibles intereses de los capitalistas. Pero el origen «empírico» de la «idea de sacrificio» es una garantía y una defensa demasiado débiles de la burguesía ante las reivindicaciones del proletariado. Para prohibir el derecho de huelga es necesario justificar esta prohibición con la voluntad de Dios. Por ello, los fascistas indican que la «idea de sacrificio» presupone la existencia de una idea que traspasa los límites del mundo terrenal. Dicho de otro modo, no sólo el Estado, sino también la idea de sacrificio son, por su origen y esencia, transcendentes, divinos [9]. Sombart ha descubierto la causa «verdaderamente germana» de todas las actuales calamidades «en la nostalgia del hombre por la unión con Dios». Para que quede claro al lector qué es, a fin de cuentas el Estado, consideramos necesario recordar que en las concepciones de los fascistas el propio Estado es interpretado, «teóricamente», como una corporación. «El Estado —escribe por ejemplo Heinrich, discípulo de Spann— es una corporación independiente; se basa en una determinada capa de hombres que constituye la corporación de los portadores de la estatalidad» [10]. 

«Surge la pregunta —continúa Heinrich— de si también las amplias «masas» pertenecen de algún modo a la corporación «Estado». A esta pregunta el autor responde en el espíritu de Hitler y Spann: directa y pasivamente ellas tienen relación, por supuesto, en cierto modo con el Estado, pero en ningún caso pertenecen ni pueden pertenecer a la capa de hombres que constituyen propiamente el Estado. Esta capa de hombres es la capa de los líderes, o nueva «nobleza». Así, pues, la aristocracia del capital se identifica con el Estado mismo. Las masas, el pueblo, son excluidos del Estado. Su deber es obedecer incondicionalmente a los jefes, es decir, a la aristocracia del capital que concentra en sus manos no sólo todos los valores materiales, sino además todo el poder estatal. Tal es el carácter de la «estatalidad germana» del fascismo que hipertrofia monstruosamente el aparato cuartelero-burocrático prusiano-junker para reprimir a las masas.

¡Cuántas lágrimas de cocodrilo han derramado la burguesía y sus lacayos respecto a que en nuestra Unión, el régimen soviético «aplasta» y «elimina» la personalidad! Leibholz [11], remitiéndose a la «autoridad» del fascista Schramm [12], repite una vez más esta fábula sobre la «destrucción» de la personalidad en la Unión Soviética. Es característico que quienes lloran por el destino de la personalidad en la Unión Soviética son los propios contrarrevolucionarios, los fascistas y los reaccionarios de todos los pelajes que fundamentan teóricamente la tesis de la carencia total y absoluta de derechos del individuo ante el Estado fascista y ante los «líderes» en todos los campos de la vida. 

Sin embargo, los fascistas frecuentemente dicen «por descuido», censurando al régimen soviético, que éste no se ha alejado mucho del «liberalismo» y que protege a la personalidad, que para el marxismo no hay nada superior al bien del individuo. Sombart, como viejo «conocedor» y «crítico» del marxismo, en su última obra donde fundamenta los «principios» del «socialismo» alemán, auténticamente germano, indica de nuevo como argumento demoledor contra el marxismo, que éste parte de la tesis del desarrollo multilateral de la personalidad en la sociedad socialista. Para el señor Sombart, este «ideal del socialismo proletario» le desagrada tanto que lo trata como un ideal burgués. 

«Ya conocemos los valores fundamentales cuyo incremento el socialismo proletario considera un progreso. Estos valores son la vida desahogada, la riqueza, el saber, la técnica, la libertad, la igualdad, la masa». (Werner Sombart; El socialismo alemán, 1934)

De suerte que el «crimen» del socialismo proletario consiste en que procura elevar el bienestar material del individuo y crear las condiciones para el desarrollo universal, de todas sus aptitudes e inclinaciones, y desarrollar el conocimiento, la técnica, la libertad, etc. ¿No es esto, acaso, el fin del mundo? Terrible sacrilegio ve el señor Sombart −y todos los escritores fascistas incluidos Hitler, Rosenberg, Goebbels, etc.− en la aspiración del marxismo a hacer felices a todos los hombres, o como dice cínicamente, para que las masas estén bien alimentadas [13]. No se puede negar que los fascistas cuidan de las personalidades, pero de las personalidades de los «jefes de la industria», los magnates del capital, mientras que el marxismo y el bolchevismo ponen en el centro de sus afanes y cuidados los intereses de las masas trabajadoras. Pero la sola mención de la masa indigna a los fascistas, y despierta en ellos un odio verdaderamente feroz. 

La personalidad del trabajador, del hombre vivo, desempeña en nuestro país un papel verdaderamente fundamental. 

La consigna lanzada por el camarada Stalin, «los cuadros lo deciden todo», exige que nuestros dirigentes muestren la actitud más solidaria hacia nuestros obreros cuando necesiten apoyo, los alienten cuando muestren sus primeros éxitos, los impulsen hacia adelante, etc. 

«Es necesario, por fin, comprender que de todos los valiosos capitales que existen en el mundo, el capital más precioso y decisivo lo constituyen los hombres, los cuadros». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; Discurso pronunciado en el palacio del Kremlin, ante la promoción de mandos salidos de las academias del Ejército Rojo, 1935)

Tal postura es completamente ajena a la burguesía, especialmente a la moderna. El ser humano es el bien más preciado en una sociedad donde decenas de millones de personas son arrojadas a la calle y condenadas al hambre. En nuestro país socialista, es natural que todos los esfuerzos del partido y del gobierno se dirijan a satisfacer todas las necesidades materiales y espirituales de las masas, y que en el centro de todas nuestras aspiraciones esté la tarea de crear condiciones en las que todas las personas no solo estén bien alimentadas y cultas, sino también felices.

En oposición a la actual política de la burguesía, orientada a liquidar los restos de su mezquina democracia, nuestro país sigue, por el contrario, un camino directamente opuesto, el de la ampliación y fortalecimiento de la democracia socialista soviética. Los Guardias Blancas y los líderes reaccionarios de la socialdemocracia se opusieron al poder soviético bajo la bandera de la defensa de la democracia. Lenin y Stalin, al desenmascararlos, demostraron a las masas que la dictadura del proletariado se asienta sobre la amplia base de la democracia soviética, que nuestro sistema es cien veces más democrático que el de cualquiera de los países burgueses más democráticos. Y esto es natural, ya que los «portadores» del sistema soviético son las masas trabajadoras y campesinas.

El poder soviético es totalmente justo y priva abiertamente de derechos políticos a los explotadores, a los contrarrevolucionarios, a todos aquellos que tienen interés en restablecer el régimen terrateniente-burgués.

La dictadura del proletariado ha suprimido las clases y los grupos explotadores en nuestro país; aún hay elementos que nos son furiosamente hostiles, pero extremadamente ínfimos en el aspecto cuantitativo. Tras la entrada masiva del campesinado en la senda socialista gracias al brillante liderazgo del camarada Stalin, tras el triunfo definitivo del socialismo en nuestro país, el gobierno soviético, por iniciativa del camarada Stalin, planteó de inmediato la cuestión de la expansión de la democracia. La sociedad socialista del país soviético avanza hacia la implementación del sufragio universal, igualitario, directo y secreto.

El desarrollo de la Unión Soviética y el de los países burgueses siguen pues, direcciones directamente contrarias. Nuestro país se desarrolla según una línea ascendente en todos los aspectos. Los países burgueses siguen una línea descendente. Debido a que la base de su poder se va estrechando cada vez más, se ven obligados a tomar la vía de liquidar o reducir al extremo los derechos del parlamentarismo, de la democracia, etc. Nuestro país, por el contrario, marcha por el camino del florecimiento y desenvolvimiento de la democracia soviética, que se diferencia por principio de la falsa y limitada democracia burguesa.

Si el Estado en los países fascistas es una herramienta de una capa estrecha de magnates del capital, dirigida contra el resto de la población como políticamente marginados, entonces el Estado soviético atrae a todos los ciudadanos adultos trabajadores del país para participar en la gestión del Estado.

A la época de la libre competencia correspondían más o menos la democracia burguesa y el parlamentarismo. En la época del imperialismo la democracia burguesa se convierte cada vez más en una hoja de parra que encubre la dictadura de un puñado de magnates del capital. Después de la guerra de 1914-18, en el período de la primera etapa de la revolución, los trabajadores reconquistaron en una serie de países, mediante la lucha revolucionaria bajo la dirección de los comunistas, algunos derechos democráticos. En el período de la crisis general del capitalismo, han sido suprimidos en una serie de países también estos derechos democráticos, restos de la democracia burguesa, y sustituidos por la dictadura terrorista del capital financiero, por el régimen sanguinario del fascismo.

Las ideas de soberanía popular, que antes postulaba la democracia burguesa, son abiertamente repudiadas por la burguesía fascistizante. La revelación divina con la que también se fundamenta la autoridad del Estado fascista, es declarada la fuente del poder supremo. El segundo rasgo distintivo que caracteriza el proceso de degeneración de la democracia burguesa cuando se la sustituye por la dictadura abierta de la oligarquía financiera es que en lugar de la libertad y los derechos del individuo se proclaman abiertamente la jerarquía servil y el sometimiento de todos los trabajadores a los dictadores fascistas, a los «líderes» del pueblo, que cumplen la voluntad de los magnates del capital financiero.

A todo lo dicho va unido, naturalmente, el viraje del racionalismo hacia el irracionalismo, hacia la fe religiosa y luego hacia la idea de la estructura jerárquica, piramidal, de la sociedad y del Estado.

En muchos países, la burguesía no puede gobernar con los viejos métodos de la democracia burguesa. Es totalmente natural que la burguesía y sus políticos e ideólogos más militantes, los fascistas, traten con odio y desprecio a las masas populares e intenten convertirlas en esclavos carentes de derechos. 

Pero precisamente en este aspecto se manifiesta una vez más el gran papel revolucionario internacional de la Unión Soviética donde dominan las masas trabajadoras, donde, sobre la base de la dictadura del proletariado, ha florecido la gran democracia proletaria». (Abraham Deborin; La ideología del fascismo, 1936)

Anotaciones de la edición:

[1] Othmar Spann: «El verdadero estado» (1921) y otros de sus trabajos.

[2] Walter Heinrich: «El sistema del Estado» (1934).

[3] Fritz Otto Hermann Schulz: «La caída del marxismo» (1933).

[4] Georg Weippert: «El principio de la jerarquía» (1932).

[5] Werner Sombart: «El socialismo alemán» (1934).

[6] La palabra misma «estado» –en alemán «stand», y en latín «status»– expresa el concepto de estancamiento. 

[7] Werner Sombart: «El socialismo alemán» (1934). A pesar de todos sus esfuerzos por presentarse como un nacionalsocialista puro, Sombart aparentemente no lo consigue. Sombart no reconoce la demagogia racial del nacionalsocialismo y hace comparaciones «criminales» entre el estado fascista y la Iglesia católica. Por estos pecados fue atacado en la prensa fascista. («Веrlіnег Börsenzeitung», 1935)

[8] Hermann Schwarz: «La visión del mundo nacionalsocialista» (1933).

[9] Werner Sombart: «El socialismo alemán» (1934).

[10] Walter Heinrich: «El sistema del Estado» (1934).

[11] Gerhard Leibholz: «La disolución de la democracia liberal» (1933).

[12] Wilbur Schramm: «Política radical» (1932).

[13] Werner Sombart: «El socialismo alemán» (1934). 

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