Micilianos y Guardia de Asalto parando el golpe de Estado fascista, Barcelona, 18 de julio de 1936 |
«Por primera –y única vez– los anarquistas o su degeneración faístas, que para el caso es lo mismo, tuvieron el poder político en Cataluña y la libertad de aplicar los principios, en una situación concreta y momentáneamente dominada. ¿Y qué ocurrió?
La clase obrera, los catalanes progresistas y patriotas y las fuerzas de la Generalitat aplastaron por las calles de Barcelona y las ciudades catalanas sublevadas [a los golpistas fascistas durante el 17 de julio de 1936 - Anotación de Bitácora (M-L)]. En veinticuatro horas se produjo en Cataluña el cambio más radical que haya conocido su historia.
Los partidos políticos nacionalistas pequeño burgueses, que tenían veinticuatro horas antes todo el poder político en sus manos, se derrumbaron verticalmente. El Partido Socialista Unificado de Cataluña nació tres días después como una promesa. Los faístas tomaron el poder. ¿Qué harían? Tenían el dominio del verdadero Gobierno de Cataluña, el Comité de Milicias, que pudo actuar, dadas las circunstancias, como un poder independizado del Gobierno central. Se apoderaron de los organismos militares, del armamento, y la confiaron a la dirección exclusiva del Comité de Milicias, es decir, a ellos mismos. Se apoderaron de la economía de Cataluña y de la frontera. Establecieron su dominio mediante los controles de carretera y la actuación terrorista de los grupos especiales enviados a comarcas, sobre Cataluña entera. Los faístas tuvieron en sus manos todo el poder político, económico y militar. Y no supieron que hacer con él. No supieron hacer la revolución. No supieron hacer la guerra. Y fueron, junto a los socialdemócratas y trotskistas, los factores principales interiores de la derrota. Eran apolíticos y formaron Gobiernos. Eran antiestatales y crearon un aparato de Estado policial y vengativo. Eran antiautoritarios y organizaban las Patrullas de Control y los Comités de Defensa de barriadas y los Comités de Control de todo tipo. Eran «filósofos sentimentales, adoradores de la personalidad humana y de la libertad individual» y de Trilles a Roldan Cortada, pasando por La Fatarella, se descubrieron como aventureros sanguinarios. Todo se convirtió para ellos en un juego de palabras. Aceptaban el Gobierno, si se llamaba Consejo. Aceptaban ser consejeros, si las Consejerías se llamaban Departamentos. Aceptaban la movilización de levas y la formación del Ejército Popular si a los tenientes se les decía delegados de compañía. A veces hacían ver que quemaban las pesetas e imprimían vales. No tenían otra obsesión que la de cubrir su vació mental y su deshonestidad revolucionaria con cambios formales. Y mientras rehusaban de organizar un verdadero frente, a hacer la guerra de verdad, a desarrollar una economía de guerra, a establecer un orden revolucionario en la retaguardia, a asegurar, dando primacía a las exigencias de la guerra, la unidad combatiente de todos los catalanes patriotas entorno a la clase obrera [6]. Siguieron las huellas de los bakuninistas desenmascarados por Engels y crearon los cantones de Puigcerdà, de Molina, de la Torassa, de barrio, de Aragón, e imitando a los republicanos del siglo pasado decían: «salven los principios aunque se pierda la República», proclamaron: «ganamos la Revolución aunque se pierda la guerra». Y pretendieron «ganar la Revolución» organizando la indisciplina». (Joan Comorera; La revolución plantea a la clase obrera el problema del poder político; Carta abierta a un grupo de obreros cenetistas de Barcelona, enero de 1949)
Anotaciones de Bitácora (M-L):
[6] Los anarquistas españoles –de toda tendencia– de los años, 30, y en especial los catalanes, a la llegada del alzamiento fascista de julio de 1936, demostraron que todo su mensaje exaltado antiestatal, antigubernamental, antiautoritario, era un bluf, como ha explicado Comorera. Y aún se veía más penosa su actitud, cuando se veían las prácticas del gobierno, del Estado, de las fuerzas del Estado anarquistas que llevaban al traste toda posibilidad de mantener la revolución y profundizarla. Dicha actitud hipócrita, no era la primera vez que se veía en la historia del anarquismo: era la repetición de las actitudes y actividades anarquistas en la revolución de 1873:
«Haciendo un balance de las enseñanzas de la revolución española. Engels señalaba ante todo que «en cuanto se enfrentaron con una situación revolucionaria seria, los bakuninistas se vieron obligados a echar por la borda todo el programa que hasta entonces habían mantenido». Concretamente «en primer lugar, sacrificaron su dogma del abstencionismo político y, sobre todo, del abstencionismo electoral. Luego, le llegó el turno a la anarquía, a la abolición del Estado». En segundo lugar «abandonaron su principio de que los obreros no debían participar en ninguna revolución que no persiguiese la inmediata y completa emancipación del proletariado, y participaron en un movimiento cuyo carácter puramente burgués era evidente». En tercer lugar –y esta conclusión da respuesta precisamente al problema objeto de nuestra polémica– «pisotearon el principio que acababan de proclamar ellos mismos, principio según el cual la instauración de un gobierno revolucionario no es más que un nuevo engaño y una nueva traición a la clase obrera, instalándose cómodamente en las juntas gubernamentales de las distintas ciudades, y además casi siempre como una minoría impotente, neutralizada y políticamente explotada por los burgueses». Con su incapacidad para dirigir la revolución, al dispersar las fuerzas revolucionarias en lugar de centralizarlas, al ceder la dirección a los señores burgueses, al disolver la sólida y fuerte organización de la Internacional, «los bakuninistas españoles nos han dado un ejemplo insuperable de cómo no debe hacerse una revolución». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Anarquismo y socialismo, 1917)
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