domingo, 6 de febrero de 2022

Cómo el armesillismo rechaza a Lenin y ataca su teoría del imperialismo; Equipo de Bitácora (M-L), 2022


[Publicado originalmente en 2021. Reeditado en 2022]

«En esta sección analizaremos varias cuestiones clave que son importantes o recurrentes en torno a la teoría del imperialismo: a) ¿Existe hoy el «imperialismo» que describe Lenin, ha existido «desde siempre» o simplemente es una entelequia? b) Repasaremos a los economistas como Manuel Sutherland y sus métodos subjetivos de investigación. c) Partiendo de lo anterior, analizaremos cómo a la hora de distorsionar la historia existe o bien una tendencia «igualatoria» o una tendencia «particularista». d) Revisaremos las ideas de Jon Illescas y otros que niegan el proceso de monopolización y daremos datos actualizados de la economía actual. e) Sintetizaremos, pues, cuáles son los rasgos generales del imperialismo moderno. f) Por último, para comprender la interrelación entre imperialismo y oportunismo, repasaremos quiénes suelen ser aquellos que consideran las teorías de Lenin como «caducas» o «superadas».


¿Existe hoy el imperialismo que describe Lenin, ha existido «desde siempre» o simplemente es una entelequia?

Según la RAE un imperio es, según su sexta acepción: «Conjunto de Estados o territorios sometidos a otro»; mientras en la tercera acepción se da por hecho: «Organización política del Estado regido por un emperador». Históricamente ya hemos visto que se ha utilizado la palabra imperio para designar a la primera definición que hemos visto, sin que sea necesario la existencia de un emperador o monarca. 

Por ese motivo los imperios que se dan en el capitalismo actual, en su etapa monopolística, no tiene nada que ver con los imperios de la Edad Antigua, Edad Media, ni siquiera son del todo acertadas las comparativas forzadas con los de la Edad Moderna. No ver esta contraposición es todavía más burdo si tenemos en cuenta que la política económica de muchos de estos viejos imperios del pasado se basaban principalmente en una política rentista del suelo combinada con una expansión colonial, mientras que en cualquier imperialismo actual prima a toda costa la máxima rentabilidad del capital, además de que el papel del capital financiero es aquí de mucha mayor importancia. Siendo este un «detalle» que ya explicó Friedrich Engels en obras como la mencionada «Del socialismo utópico al socialismo científico» (1880). 

También, como hemos visto hasta aquí, debería haber quedado claro que por «imperialismo» no debemos imaginarnos siempre un imperio como el de Gengis Kan ni como el de Napoleón. En efecto, Lenin utilizó tal palabra que ha causado tanto debate y dolor de cabeza. ¿Por qué? Seguramente porque era idóneo en su momento, ya que reflejaba esa imponente expansión del imperialismo europeo y estadounidense, donde la cuestión colonial era objeto de debate en los parlamentos, prensa y cafeterías. Pero el mismo autor se encargó se refutar en «Imperialismo, fase superior del capitalismo» (1916) los paralelismos históricos sin demasiado sentido entre el imperio de Roma de la antigüedad y el de Gran Bretaña en su época. Empezó por aclarar que: «El imperialismo −el dominio del capital financiero− es la fase superior del capitalismo», lo que ya nos daba a entender la diferencia histórica de este último aspecto −aunque él mismo aclararía que este no era el único factor importante a tener en cuenta−. 

Nosotros podemos dar otros tantos apuntes históricos. Por ejemplo, a diferencia de la Edad Antigua, donde observamos las guerras imperialistas entre el Reino de Macedonia y el Imperio persa (siglo IV. a. C.), o como las tres guerras que enfrentaron a la República Roma y la República de Cartago (264 a. C.-146 a. C.), si bien estos bandos luchaban por recursos y territorios, jamás ninguna potencia antigua −ni siquiera de mayor extensión− abarcó y penetró en todo el «mundo conocido». ¿Qué diferencia había, pues, con el capitalismo moderno? En que a partir del siglo XX no hubo territorio importante donde las empresas o la presencia militar de las potencias no penetrase y tuviera un peso absolutamente clave en la economía y política del lugar. El Imperio asirio o sus mercaderes no pusieron pie en la África del Sur, Oceanía o América, por motivos obvios, esto para el imperialismo británico del siglo XIX cada vez supuso un problema menor, mientras el estadounidense del siglo XX ya operó e influyó decisivamente en las cuatro esquinas del globo −como todavía hace−, lo mismo puede decirse hoy del chino en el siglo XXI. 

Es más, en los imperialismos contemporáneos el colonialismo en sentido estricto del término es un fenómeno excepcional, pues el dominio sobre estos mercados se ejerce a través de las llamadas fórmulas neocoloniales, mediante las cuales no necesitan tanto de una presencia militar permanente para asegurar sus esferas de influencia. Aquí, aunque ciertos países han logrado una independencia estatal, siguen estando ligados en lo político-económico −esto no significa que antaño no existieran protectorados, gobiernos títere, satrapías y todo tipo de fórmulas intermedias−. En cualquier caso, los imperialismos modernos se valen principalmente de otros entramados como la presencia económica de multinacionales, operaciones con créditos y una paulatina creación de deuda que a su vez también ayuda para apuntalar en otros países dependientes lo que ya de por sí un comercio de mercancías desigual y una balanza comercial deficitaria fruto de la división del trabajo internacional.

Esto tampoco excluye, faltaría más, el uso o amenaza de uso de la violencia militar, que a veces acaba dirimiendo estas «negociaciones» en posición de franca ventaja, pero en el día a día las potencias imperialistas no necesitan valerse principalmente de este método −más bien es su as en la manga en casos extremos− y aunque así lo quisiera tampoco podrían, ¿a qué nos referimos? A que no solo hoy, sino en cualquier época, para que X grupo pueda desatar un conflicto militar contra el vecino no es algo que dependa única y exclusivamente de la voluntad de sus gobernantes, sino de los intereses y condicionantes que hacen que esa hipotética guerra pueda ser sostenible y vaya a ser beneficiosa a largo plazo para los que la inician. De otro modo, caeríamos en tesis históricas como las del señor Dühring que explicaba todos los procesos sociales por medio de la «victoria del más fuerte», pero Engels ya señaló que «en todas partes y siempre son condiciones económicas y medios de poder económico los que posibilitan la victoria de la violencia», de otro modo, «el que quisiera reformar la organización militar según los principios del señor Dühring y de acuerdo con el punto de vista contrario, no cosecharía más que palizas». Véase el capítulo: «La burguesía contemporánea no necesita del colonialismo del siglo XIX para ser agresiva o imponer su dominio» de 2020.

No le faltaba razón a Lenin cuando declaró que:

«Cuando Marx escribió «El capital» hace medio siglo, para la mayor parte de los economistas la libre competencia era una «ley natural». Mediante la conspiración del silencio, la ciencia oficial intentó aniquilar la obra de Marx, cuyo análisis teórico e histórico del capitalismo había demostrado que la libre competencia provoca la concentración de la producción, concentración que, en cierta fase de su desarrollo, conduce al monopolio». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Imperialismo, fase superior del capitalismo, 1916)

En efecto, según lo que Marx sacó en claro de sus profundas investigaciones históricas, fruto de varios años:

«Esta expropiación se lleva a cabo por medio de la acción de las propias leyes inmanentes de la producción capitalista, por medio de la concentración de los capitales. Cada capitalista liquida a otros muchos». (Karl Marx; El capital, Tomo I, 1867)

Entre tanto, su compañero Engels le sugirió en su «Carta a Karl Marx» (16 de septiembre de 1868): «¿No se ha convertido en una necesidad urgente una breve presentación popular del contenido de su libro para los trabajadores? Si no está escrito, algún Moisés u otro vendrá y lo hará y lo estropeará». Ese el mismo día Karl Marx consideró tal preocupación en su: «Carta a Friedrich Engels» (16 de septiembre de 1868), contestándole que, aunque por el momento estaba ocupado: «Sería muy bueno que usted mismo escribiera un pequeño folleto explicativo popular». Se puede concluir que el esfuerzo más cercano que vería la luz sería la conocida obra de Engels «Del socialismo utópico al socialismo científico» (1880), publicado aun en vida de Marx. ¿Qué encontramos allí respecto a la cuestión de la concentración de la propiedad? Anotando los últimos datos de interés, en la versión inglesa de 1892 se comentaba lo siguiente:

«Al llegar a una determinada fase de desarrollo, ya no basta tampoco esta forma; los grandes productores nacionales de una rama industrial se unen para formar un trust, una agrupación encaminada a regular la producción; determinan la cantidad total que ha de producirse, se la reparten entre ellos e imponen de este modo un precio de venta fijado de antemano. Pero, como estos trusts se desmoronan al sobrevenir la primera racha mala en los negocios, empujan con ello a una socialización todavía más concentrada; toda la rama industrial se convierte en una sola gran sociedad anónima, y la competencia interior cede el puesto al monopolio interior de esta única sociedad; así sucedió ya en 1890 con la producción inglesa de álcalis, que en la actualidad, después de fusionarse todas las cuarenta y ocho grandes fábricas del país, es explotada por una sola sociedad con dirección única y un capital de 120 millones de marcos. En los trusts, la libre concurrencia se trueca en monopolio». (Friedrich Engels; Del socialismo utópico al socialismo científico, 1880)

Estas tendencias, agudizadas a principios del siglo XX, fue lo que Lenin definió como los rasgos generales de la fase imperialista del capitalismo, es decir, la era de los monopolios:

«Sin olvidar la significación condicional y relativa de todas las definiciones en general, las cuales no pueden nunca abarcar en todos sus aspectos las relaciones del fenómeno en su desarrollo completo, conviene dar una definición del imperialismo que contenga sus cinco rasgos fundamentales siguientes, a saber: 1) la concentración de la producción y del capital llegada hasta un grado tan elevado de desarrollo que ha creado los monopolios, que desempeñan un papel decisivo en la vida económica; 2) la fusión del capital bancario con el industrial y la creación, sobre la base de este «capital financiero», de la oligarquía financiera; 3) la exportación de capital, a diferencia de la exportación de mercancías, adquiere una importancia particular; 4) la formación de asociaciones internacionales monopolistas de capitalistas, las cuales se reparten el mundo; y 5) la terminación del reparto territorial del mundo entre las potencias capitalistas más importantes». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Imperialismo, fase superior del capitalismo, 1916)

¿En qué basaba Lenin su teoría económica para describir los cambios sustanciales que se habían ido operando respecto al capitalismo primigenio y que otorgaban al monopolismo un papel totalmente clave?

«Así pues, el resumen de la historia de los monopolios es el siguiente: 1) Décadas de 1860 y 1870: cénit del desarrollo de la libre competencia. Los monopolios están en un estado embrionario apenas perceptible. 2) Tras la crisis de 1873, largo período de desarrollo de los cárteles, que son todavía una excepción. No están aún consolidados, son todavía un fenómeno pasajero. 3) Auge de finales del siglo XIX y crisis de 1900-1903: los cárteles se convierten en un fundamento de la vida económica. El capitalismo se ha transformado en imperialismo. Los cárteles pactan entre ellos las condiciones de venta, los plazos de pago, etc. Se reparten los mercados. Deciden la cantidad de productos a fabricar. Fijan los precios. Reparten los beneficios entre las distintas empresas, etc». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Imperialismo, fase superior del capitalismo, 1916)

Todos estos datos, insistimos, fueron relatados en comparativa a las estadísticas de años y siglos anteriores, constatándose, en lo sucesivo, como una tendencia objetiva. Como nota importantísima hay que aclarar que los países punteros advertían el camino general, ya que estos eran rasgos inherentes al propio sistema de producción. Esto significaba que fenómenos como la «concentración de la producción y capital», la «fusión del capital bancario con el industrial», la «exportación de capital», la «formación de asociaciones internacionales que se reparten el mundo», etc. eran «estaciones» −etapas− a las que iban a ir llegando −como así sucedió− todos los «trenes» −países− que estuvieran históricamente viajando en el mismo «rail» −capitalista−. Otra cosa muy diferente, claro está, es la velocidad para completar tal trayecto −y en qué estaciones se encontrarían ya viajeros que fueron pioneros−. En la práctica el hecho de que X haya alcanzado un alto grado −pongamos− de exportación de capital −algo quizás inédito en su pasado reciente−, no excluye que a su alrededor existan otros gobiernos o empresas Y o Z que doblen o tripliquen sus datos, ni que en la arena internacional le amenacen debido a sus fuertes alianzas internacionales, ejército, balanza comercial, deuda, etc. Esto implica que hay y seguirá habiendo, más allá de rasgos generales o específicos, capitalistas dominados y dominantes −y este estatus puede alterarse de forma sorprendente en el devenir histórico−. Por eso, el mayor pecado del analista metafísico es, como veremos más adelante, reducirlo todo a uno o varios factores −olvidándose de otros y no llegando jamás a un cómputo general lúcido−. Este tipo de «confusiones» son las que luego abren el paso, entre otras, a teorías «tercermundistas», es decir, aquellas que intentan reconciliarse con X bloque de países imperialistas y sus aliados. Véase el capítulo: «El PCE (r) y Cía. como voceros del imperialismo ruso» de 2022.

¿Y qué responden sus detractores? En el caso de Santiago Armesilla, él paradójicamente tiene la pretensión de enseñar o restaurar la «esencia del marxismo» partiendo de corregir las «interpretaciones equivocadas» del resto de mortales, ¿cómo? A partir de las «geniales revelaciones» de su mentor Gustavo Bueno, cuyo tronco de pensamiento choca frontalmente con Marx; y aquí no solo nos referimos a sus conocidas aberraciones respecto a materias como la cuestión nacional −donde profesa un profundo chovinismo−, sino también en el campo de la economía política −en el que comprobaremos que no está mucho mejor versado−. A lo largo del capítulo expondremos nítidamente cómo sus teorías económicas son calcadas a las que sostienen otros «marxistas heterodoxos» como Manuel Sutherland en Venezuela o Jon E. Illescas en España. A estas alturas de la película el lector podrá intuir que de «marxistas» solo tienen las ínfulas y etiquetas que se da. Vean:

«Pues bien, estas cinco características que para Lenin ha de tener el Imperialismo son falsas. La primera característica es falsa porque los monopolios han existido junto con las pequeñas y medianas empresas desde siempre. (...) La segunda característica también es falsa porque la oligarquía financiera ha existido siempre desde que nació el capitalismo, la cual lo ha dominado siempre. (...) Lenin erraba en su aserto, en que una oligarquía financiera dominara en la «fase» del Imperialismo, ya que, desde sus inicios en Génova, el capitalismo ha estado dominado por una oligarquía financiera». (Santiago Armesilla; Reescritos de la disidencia, 2012)

¡¿Se ha molestado usted señor Armesilla en leer algo de historia económica?! Lo dudamos mucho. Esta es una equivocación muy típica de todo economista vulgar de universidad, pero también es común en aquellos que, como en su momento el señor Dühring, pretenden cruzar a nado de las aguas del academicismo burgués a las aguas del socialismo proletario; unos pensadores aventureros que, pese a presentarse como muy osados en sus propuestas, terminan siempre ahogándose en un mar de incoherencias. Este ha sido también el error fatal del señor Armesilla, quien pretende mezclar agua y aceite, es decir, el «materialismo filosófico» de Gustavo Bueno con el «materialismo histórico» de Marx y Engels. Si el lector desea otro símil, la inherente falta de conocimientos históricos que se detecta en este «erudito» salta a la vista, convirtiéndole en la versión ibérica de Louis Althusser. Por esta razón acaba confundiendo el «monopolio» y la «aristocracia financiera» de tiempos pretéritos con la de los tiempos modernos, algo que causaría la mofa de cualquiera:

«El plustrabajo, el trabajo realizado añadido al tiempo necesario para el sustento del trabajador, y la apropiación de ese plustrabajo por otros, o sea la explotación del trabajo, es común a todas las formas de sociedad que han existido, en la medida en que se basaran en antagonismos de clase. Pero el medio de producción no cobra, según Marx, el carácter específico de capital más que cuando el producto de ese plustrabajo asume la forma de plusvalía, cuando el propietario de los medios de producción se enfrenta con el trabajador libre libre de ataduras sociales y exento de posesión propia como objeto de la explotación, y lo explota con el fin de producir mercancías. Y esto no ocurrió a gran escala sino desde finales del siglo XV y comienzos del XVI. El señor Dühring, en cambio, declara capital toda suma de medios de producción que «constituya participaciones en los frutos de la fuerza de trabajo general», es decir, toda suma de medios de producción que consigan de un modo u otro plustrabajo. (...) Según éste, es capital sin distinción no sólo el patrimonio mueble e inmueble de los ciudadanos corintios o atenienses que producían con esclavos, sino también el del gran terrateniente romano de la época imperial, y no menos lo era el de los barones feudales de la Edad Media, por poco que sirvieran en algún modo a la producción.». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)

La falta de conocimientos históricos de estos pretendidos «eruditos» como Santiago Armesilla salta a la vista. Es de sobra conocido que algunos de los métodos mercantiles y bancarios más primitivos ya eran utilizados en su forma incipiente en varios de los antiguos imperios ya fenecidos –sumerios, acadios, fenicios, griegos, cartaginenses, romanos y otros–. Hoy disponemos de abundante y actualizada información al respecto, como la obra de Pilar Fernández Uriel «Introducción a la historia antigua. El mundo griego. Tomo I» (1993) o la obra de Carlos G. Wagner: «Historia del cercano Oriente» (1999); y podríamos seguir citando libros muchísimo más recientes y especializados. Pero, más allá de eso, ¿cuál la diferencia fundamental aquí? Que hablamos de cálculos y formas de organización que hoy a juicio de nuestros ojos modernos parecen primitivos, intuitivos y sin la sistematización y complejidad como para que estos pudieran actuar con eficacia en las condiciones actuales. Por esta misma razón, Marx, en su cuaderno «Formaciones económicas precapitalistas» declaró lo siguiente al respecto de los sistemas monetarios antiguos:

«Entre los antiguos, el valor de cambio no era el nexo de las cosas; sólo se presenta de ese modo entre los pueblos dedicados al comercio, los cuales sin embargo tenían sólo un  comercio itinerante, que implica transporte de bienes y no una producción propia. Por lo menos ésta era secundaria entre los fenicios, los cartagineses, etc. Ellos podían vivir tan bien en los intersticios del mundo antiguo como los hebreos en Polonia o en el Medioevo. (...) Y hasta en la antigüedad más culta, entre los griegos y los romanos, sólo en el período de su disolución alcanza el dinero su pleno desarrollo, el cual en la moderna sociedad burguesa constituye un presupuesto. Esta categoría totalmente simple aparece históricamente en toda su plena intensidad sólo en las condiciones más desarrolladas de la sociedad. Pero de ninguna manera impregna todas las relaciones económicas. Por ejemplo, el impuesto en especie y las prestaciones en especie continuaron siendo el fundamento del Imperio romano en su punto de mayor desarrollo. Allí, el sistema monetario propiamente dicho sólo se había desarrollado completamente en el ejército». (Karl Marx; Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, 1858) 

Aunque aquí existen partes no del todo fieles a la verdad histórica −dado que los fenicios sí desarrollaron una producción enfocada al comercio especializado de vidrio, orfebrería, marfil y talla de madera como anotaba Carlos G. Wagner en su obra «Historia del cercano oriente» (1999)−. De todos modos, a fin de cuentas la esencia de lo que aquí Marx quería transmitir era totalmente cierta. ¿Cuál era el objetivo principal? Dar a entender que esta famosa categoría, el «dinero», si bien existía, había que subrayar fuertemente que durante esta época a nivel general:

«Jamás llegó a dominar en la totalidad de la esfera del trabajo. De modo que, aunque la categoría más simple [dinero] haya podido existir históricamente antes que la más concreta, en su pleno desarrollo intensivo y extensivo ella puede pertenecer sólo a una forma social compleja [capital], mientras que la categoría más concreta se hallaba plenamente desarrollada en una forma social menos desarrollada». (Karl Marx; Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, 1858) 


Una década después, en 1868, tenemos otro ejemplo análogo con un Marx totalmente furioso por las críticas tan absurdas que había recibido de parte la revista «Centralblatt». En esa ocasión le comunicó a su amigo Kugelmann que pareciera que el «economista vulgar» siempre:

«Se enorgullece de reptar ante la apariencia y toma ésta por la última palabra. ¿Qué falta puede hacer entonces la ciencia?». (Karl Marx; Carta a Ludwig Kugelmann, 11 de julio de 1868)

De la misma forma comparar −o mejor dicho equiparar− los «monopolios medievales» del Imperio bizantino o el Califato omeya en plena era feudal, donde a veces el Estado tenía un gran control directo o indirecto de las actividades económicas del agro, artesanía y el comercio, con los monopolios de la época capitalista, es una analogía que solo puede atreverse a hacerla un verdadero zote, aquel que no comprende ni siquiera superficialmente las diferencias entre las relaciones de producción y las fuerzas productivas de una época y otra. Dicho de otra forma: es un anacronismo carente de toda seriedad analítica. F. Simón Segura en su «Manual de historia económica mundial y de España» (1993) seguía el curso histórico demostrando que a mediados y finales del Medievo hubo grandes hitos en el comercio: las letras de cambio italianas del siglo XII; las ferias medievales mensuales o anuales del siglo XIII; o la gran red de comercio marítimo de la Liga Hanseática del siglo XIV... pero de nuevo estos son fenómenos que deslucen muchísimo si se colocan al lado de eventos y escenarios posteriores. ¿Acaso esto puede sernos sorpresivo?

Lenin, siguiendo a Marx y Engels, ya advirtió en su: «Imperialismo, fase superior del capitalismo» (1916), que sería un atentado histórico intentar asemejar las relaciones de producción y las fuerzas productivas esclavistas durante el Imperio romano del siglo I con las del Imperio británico del siglo XIX:

«La política colonial y el imperialismo ya existían antes de la fase contemporánea del capitalismo e incluso antes del capitalismo. Roma, basada en la esclavitud, mantuvo una política colonial y practicó el imperialismo. Pero los análisis «generales» sobre el imperialismo que olvidan o ponen en segundo plano la diferencia esencial entre las formaciones socioeconómicas se convierten inevitablemente en trivialidades huecas o en fanfarronerías, como la de comparar «la gran Roma con la Gran Bretaña». Incluso la política colonial capitalista de las fases previas del capitalismo es esencialmente diferente de la política colonial del capital financiero». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Imperialismo, fase superior del capitalismo, 1916)

Pero aun aceptando esta tesis falsa de Armesilla, donde se compara como «similares» el poderío de las élites de las ciudades italianas con cualquier empresa que hoy cotiza en el Ibex-35, deberíamos preguntarnos, ¿cómo va a tener de verdad el mismo peso –tanto a nivel nacional como planetario– la «oligarquía financiera» que se erige sobre economías eminentemente agrarias en la Edad Media o Moderna que la que surge después en los países industrializados y globalizados en la Edad Contemporánea? ¿Cómo va a ser igual el peso de los mercaderes venecianos o los banqueros genoveses con la omnipotencia y omnipresencia de empresas como Google, Microsoft, Apple, Amazon que tienen el equivalente o el doble del PIB de varios de los países más punteros como España? ¿Estamos locos?

Si conocemos la génesis de las entidades bancarias de las repúblicas italianas del siglo XIV, fundadas a través de familias influyentes como los Bardi, Peruzzi o Medici, también sabremos que solo con el desarrollo de nuevas demandas se recuperaron o se crearon nuevos tipos de pagos para satisfacer las necesidades del comercio –como las letras de cambios, las cuales ni siquiera se generalizaron hasta el siglo XVIII–. Esto ya indica que la historia no ha sido una línea recta ininterrumpida de «progresos». Ha sido a partir de las caídas de los grandes imperios antes declarados como «eternos», de las distintas convulsiones como los levantamientos sociales, del abandono o destrucción de las fuerzas productivas por epidemias, guerras o crisis alimenticias, que se modifica lo que antes parecía seguro. Esto, junto a otros fenómenos como la nueva demanda, la apertura de nuevas vías de comunicación y mercados, el florecimiento de nuevas inquietudes y condiciones materiales, la extensión de nuevas formas de explotación social, costumbres y propiedad, tenemos, en suma, la creación de toda una serie de necesidades distintas a las temporales en otros momentos históricos, lo que sumado al trabajo acumulado en un tiempo y espacio determinado da siempre un cuadro muy diferente al previsto poco antes. Estos nuevos actores y variopintas circunstancias hicieron posible que se olvidasen, recuperasen o perfeccionasen en según qué momentos métodos, estructuras o legislaciones útiles para el campo económico. Sin esto no se puede entender ni los «descubrimientos» de la ciencia ni la perfección de los «inventos» ya conocidos. A este respecto recomendamos repasar la famosa obra del marxista alemán Franz Mehring «Sobre el materialismo histórico» (1893), quien realiza una explicación magistral de estos fenómenos.

Si nos referimos al «monopolio estatal» o a la «propiedad mixta» –compañías privadas, pero con ayudas y prebendas del gobierno– como pudieron ser las sociedades mercantiles portuguesas, castellanas, holandesas y británicas del siglo XVII-XIX, ¿qué paralelismo podríamos realizar entre unas y otras con lo que acontece hoy? Muchos, y algunos de sumo interés para entender la evolución económica de los últimos siglos. Nosotros no negamos este estudio ni el uso de comparativas adecuadas, ya que es importante ya que, por ejemplo, también a partir de las sociedades actuales podemos reconstruir y entender las antiguas. Como muy acertadamente dijo Marx en una ocasión, «estudiar la anatomía del hombre es clave para analizar la anatomía del mono». Pero señores, seamos honestos, si nadie hoy aseguraría que el Homo Australopithecus y el Homo Sapiens operaron bajo las mismas circunstancias y han logrado desarrollar la misma inteligencia, ¿quién en su sano juicio concluiría que las unidades de producción actuales operan bajo los mismos parámetros que otras remotas del pasado? Nadie salvo un necio. Las multinacionales o las operaciones que pueden enfrentar los diferentes gobiernos del presente, con su amplísima capacidad de exportación de mercancías y capitales, no son comparables, ni por asomo, a las unidades y entramados económicos más potentes que hubo en la Edad Moderna, como demostró Ernst Hinrichs en su «Introducción a la historia de la Edad Moderna» (2001)Esto es una verdad de perogrulloTanto en términos cuantitativos como cualitativos esta comparativa concreta no resiste una ojeada rápida. Hoy estamos frente a una Unión Europea que mantiene un intercambio comercial diario, tanto dentro de sus fronteras como hacia el resto del mundo; el Fondo Monetario Internacional (FMI) o el banco central de cualquier potencia tienen la posibilidad de extender volúmenes enormes de créditos y préstamos a cualquier parte del mundo; hoy existen barcos transatlánticos con una capacidad de tonelaje y tiempos de entrega que avergonzaría la capacidad de los medios de transporte antiguos −como el drakar, el dromón, la galera o las cocas−. Por no hablar de la evolución en cuanto a vías de transporte. ¿Cómo decirlo para que se nos entienda? ¡¡¡Los unos se parecen a los otros tanto como un caballo a un camello!!! 

Ergo, nadie en su sano juicio se atrevería a equiparar la incidencia en la economía nacional y mundial de los «monopolios» de unas épocas y otras. ¿Cuál es la equivocación continua de estos historiadores, filósofos y/o economistas burgueses? Que desean ver en todas las etapas anteriores la huella de su «sistema natural»:

«La economía burguesa suministra así la clave de la economía antigua, etc. Pero no ciertamente al modo de los economistas, que cancelan todas las diferencias históricas y ven la forma burguesa en todas las formas de sociedad. Se puede comprender el tributo, el diezmo, etc., cuando se conoce la renta del suelo. Pero no hay por qué identificarlos. En consecuencia, si es verdad que las categorías de la economía burguesa poseen cierto grado de validez para todas las otras formas de sociedad, esto debe ser tomado con indulgencia. Ellas pueden contener esas formas de un modo desarrollado, atrofiado, caricaturizado, etc., pero la diferencia será siempre esencial». (Karl Marx; Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, 1858) 


Manuel Sutherland. Los economistas y sus métodos subjetivos de investigación

Visto lo visto, podríamos dar carpetazo final a la estéril discusión sobre si Marx y Engels plantearon que la concentración del capital es una ley social inherente al sistema capitalista de producción o no, de si es igual el imperialismo de la época esclavista que el actual, o de si existen pruebas del proceso de concentración de la producción y propiedad. Pero ya que existen diversos personajillos que se empeñan en insistir en lo contrario, nos divertiremos humillando a estos fantoches repasando uno a uno sus argumentos. Hoy gracias a las redes sociales podemos ver de forma sintetizada lo que opinan todos estos «expertos» de «gran prestigio». Desde Venezuela, uno de los economistas más laureados y sabihondos, Manual Sutherland, se afanaba por aclarar que él opera no por pruebas factuales, sino por designios personales:

«El llamado «imperialismo» para mí no es una fase especial distinta y última del capitalismo». (Manuel Sutherland; Facebook, 3 de marzo de 2015)

No hace falta más que observar el lenguaje para constatar que estamos ante un vulgar charlatán. Lo sentimos, pero de nuevo esto no puede sino arrancarnos una maliciosa carcajada porque todo esto nos resulta muy familiar:

«Las considero útiles porque tal es mi deseo. Tras de la exclusión del criterio objetivo, no existe para mí ningún otro criterio fuera de mis deseos. «¡No traben mis gustos!» este es el último argumento del subjetivismo».  El método subjetivo es una reductio ad absurdum del idealismo, y, de paso, por supuesto, también del eclecticismo, puesto que encima de la cabeza de este parásito se recargan todos los errores de los «buenos señores». (Gueorgui Plejánov; La concepción monista de la historia, 1895)

A pesar de estas evidencias, dictadas por la lógica más sencilla de la historia y de nuestra clara cotidianidad, el señor Sutherland también se resiste públicamente a aceptar los postulados económicos de Lenin, aunque estos sean la continuación de las ideas más consecuentes esgrimidas en su momento por Marx y Engels. Le encontramos, pues, haciendo piña con Santiago Armesilla y alimañas similares del mundo académico, todos ellos simpatizantes o arduos defensores de la China de Xi Jinping, famosos por manejar una visión sumamente «particular» de lo que es y no es el «imperialismo», de lo que son «relaciones pacíficas» entre países, etc. Véase el capítulo: «¿Qué es eso de que China es un «imperialismo pacífico»?» de 2021.

Pero, esto no es lo peor, ¿qué es lo más tronchante de todo esto? Que el autor latinoamericano reconocía no gustarle ni estar de acuerdo con la exposición de Lenin, pero tampoco tenía una alternativa más plausible de explicar estos fenómenos:

«No tengo una contrateoría del imperialismo. (...) Sobre el imperialismo, te repito, no tengo NADA ESCRITO ni he dado NINGUNA conferencia sobre mi crítica a la ideología imperialista». (Manuel Sutherland; Facebook, 25 de enero de 2017)

Él mismo afirma no tener una tesis «alternativa» oficial acabada que pueda contraponer a la teoría de Lenin sobre el imperialismo, aunque, a su vez, tiene las santísimas narices de seguir negándola. ¿Y qué hombre de ciencia se atreve a «negar» o «replicar» algo sin presentar una mínima prueba? Esto se asemeja en demasía a los debates que en Rusia tuvieron los marxistas contra los populistas, quienes en aquel entonces eran una de las versiones anarquistas. Los primeros reclamaban a los segundos:

«¿En qué habrá de residir esta síntesis? −añade el señor profesor−. Por ahora no me pondré a hablar de esto». ¡Qué lástima! (…) De inmediato da a entender en qué habrá de radicar y de dónde habrá de brotar esta verdad científica completa, que, con el tiempo, habrá de ser comprendida, finalmente, por toda la humanidad culta, y que por ahora la conoce solamente el señor Kareiev». (Gueorgui Plejánov; La concepción monista de la historia, 1895)

Sea como fuere, aunque dicha teoría de Sutherland se encuentre en un estado «embrionario», para nosotros siempre será menester criticar estas insinuaciones, pues sus nociones incipientes van dando forma a la negación de una realidad fundamental, el rechazo hacia una de las manifestaciones clave en la lucha de clases a escala internacional. Él, al igual que Armesilla, que cree que el papel de la «oligarquía financiera» es igual hoy que hace 500 años, y esta no implica ningún problema sustancial para los trabajadores y sus intereses, por tanto, Sutherland considera que la exportación de capital es algo «normal» sin mayor transcendencia para la soberanía de los países. Entiéndase que esto en la práctica ha supuesto para él acabar bendiciendo la irrupción de capital extranjero ruso y chino en Venezuela. Véase la obra: «Las perlas antileninistas del economista burgués Manuel Sutherland» de 2018.

¿Así que no existen diferencias sustanciales en la etapa capitalista de la época de Marx respecto al de la época de Lenin? Bueno, parece ser que el señor Sutherland no ha leído los propios escritos de Marx «El capital. Tomo I» (1867) y Engels «Sobre la cuestión del libre comercio» (1888), textos que informaban y anticipaban al lector lo que luego el discurrir de la historia confirmaría plenamente. Pero esto será abordado más adelante, por lo que el lector nos dejará desviarnos hacia una cuestión de índole metodológica. 


La tendencia «igualatoria» y la tendencia «particularista» a la hora de abordar la historia

Existen dos manías muy nocivas a la hora de tratar los fenómenos sociohistóricos: a) por un lado, la tendencia «igualatoria», que tiende a reducir esto y lo otro «como lo mismo», no apreciando nunca ninguna particularidad significativa; b) por otro, la tendencia «particularista», que suele agarrarse a cualquier ligera diferencia y acaba proclamando que «esto es totalmente diferente, lo nunca visto».

a) Empecemos con la primera desviación, la tendencia «igualatoria». Para todos estos caballeros el capitalismo es un proceso «más o menos» continuo, pero a su vez este no adquiere ninguna particularidad derivada de la etapa de desarrollo en que se encuentra, y por lo visto, en todos los países se expresa de igual forma, arrastra las mismas formaciones económicas del pasado y se proyecta en el futuro de la misma forma, ¿qué sencillo debe de ser estudiar todo esto, no? Esto sería, volviendo al ejemplo anterior, como afirmar que entre la Alta Edad Media (siglos V-X), Plena Edad Media (X-XIII) y la Baja Edad Media (siglos XIV-XV) no hubo cambios significativos porque al fin y al cabo «todo era Edad Media» y estaba «repleto de feudalismo», lo mismo en una zona que en otra, ¿verdad? Lo mismo era el ocaso del Imperio romano, el nacimiento del Imperio carolingio que el florecimiento de la República de Nóvgorod. ¿Se imaginan donde acabarían las ciencias sociales con este tipo de reduccionismos? ¿Cómo se explicaría entonces el propio tránsito del feudalismo al capitalismo, que razón habría para que unos países manifestasen antes que otros una fisonomía nunca antes vista? Bajo tales lineamentos directamente no se podría. Esto demuestra que el método subjetivista de investigación, es decir, una variante del idealismo filosófico, conduce irremediablemente a un callejón sin salida. Esto no tiene ningún sentido ya que es todos conocido que el desarrollo histórico:

«No impide que a misma base económica −la misma, en cuanto a sus condiciones fundamentales− pueda mostrar en su modo de manifestarse infinitas variaciones y gradaciones debidas a distintas e innumerables circunstancias empíricas, condiciones naturales, factores étnicos, influencias históricas que actúan desde el exterior, etc., variaciones y gradaciones que sólo pueden comprenderse mediante el análisis de estas circunstancias empíricamente dadas». (Karl Marx; El capital, Tomo III, 1894)

En sus apuntes socioeconómicos de 1858 Marx se burlaba de los economistas de moda como John St. Mill quienes utilizaban todo tipo de simplificaciones sobre la «producción» para acabar planteando la «continuidad» y «eternización» de las leyes y categorías económicas, dando a entender que la producción burguesa era la misma en lo fundamental «natural». ¿Pero era esto correcto? En absoluto. El historiador soviético N. Lukin en su artículo: «Marx como historiador» subrayó la forma en que:

«Marx ridiculiza cáusticamente [en «El capital» (1867)] el traslado de las categorías de la economía capitalista a la antigüedad clásica. «En algunas enciclopedias de la Antigüedad clásica puede leerse el absurdo de que en el mundo antiguo estaba ya plenamente desarrollado el capital, «con la sola diferencia de que no existían obreros libres ni crédito». También el señor Mommsen incurre, en su Historia de Roma, en un quid pro quo tras otro». Estas palabras de Marx alguna vez estuvieron dirigidas contra la modernización de la historia del mundo antiguo por parte de Mommsen, pero son igualmente aplicables a algunos historiadores modernos de la antigüedad. Definitivamente están dirigidas especialmente contra Eduard Mayer con su transferencia a la antigua Grecia y Roma de las relaciones capitalistas de la Europa moderna; contra Dopsh con su «capitalismo patrimonial», o Rostovtsev con su «capitalismo de Estado del siglo IV». (Historiador Marxista; Nº2, 1933)

Esto demuestra que es menester hallar lo singular de cada época y para ello es necesario estudiar cada modo de producción −comunismo primitivo, esclavismo, feudalismo, capitalismo−, y no solo a nivel «general», sino también sus representaciones particulares de cada zona. ¿De qué modo? Pasando a desglosar y examinar de forma minuciosa cada periodo de la historia, y dentro de cada época sus categorías, sus leyes y, sus flujos y reflujos. En definitiva, que anotemos sus manifestaciones típicas y atípicas, tanto cuando estos sistemas parecen estar naciendo como cuando parecen estar pereciendo, siendo esta la única forma para poder investigar luego sus características inherentes:

«Todos los estadios de la producción tienen caracteres comunes que el pensamiento fija como determinaciones generales, pero las llamadas condiciones generales de toda producción no son más que esos momentos abstractos que no permiten comprender ningún nivel histórico concreto de la producción. (…) [Por ejemplo] ninguna producción es posible sin un instrumento de producción, aunque este instrumento sea sólo la mano. Ninguna es posible sin trabajo pasado, acumulado, aunque este trabajo sea solamente la destreza que el ejercicio repetido ha desarrollado y concentrado en la mano del salvaje.  (…) Sin embargo, lo general o lo común, extraído por comparación, es a su vez algo completamente articulado y que se despliega en distintas determinaciones. Algunas de éstas pertenecen a todas las épocas; otras son comunes sólo a algunas. [Ciertas] determinaciones serán comunes a la época más moderna y a la más antigua. Sin ellas no podría concebirse ninguna producción, pues si los idiomas más evolucionados tienen leyes y determinaciones que son comunes a los menos desarrollados, lo que constituye su desarrollo es precisamente aquello que los diferencia de estos elementos generales y comunes». (Karl Marx; Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, 1858)

En otra ocasión, aclarando cualquier equívoco, Marx contestó a las dudas y malentendidos de sus lejanos amigos rusos, dando a entender que el desarrollo de Inglaterra ni siquiera era exactamente igual al de otras partes de Europa Occidental, y que comparar estas formaciones a otras zonas del mundo como Rusia y el desarrollo que aquí tomaba o podía tomar el capitalismo, sería simplemente un disparate al que desde luego no le correspondía a él su paternidad: 

«[Mi crítico] Se siente obligado a metamorfosear mi esbozo histórico de la génesis del capitalismo en el Occidente europeo en una teoría histórico-filosófica de la marcha general que el destino le impone a todo pueblo, cualesquiera sean las circunstancias históricas en que se encuentre. (...) [En cambio] sucesos notablemente análogos pero que tienen lugar en medios históricos diferentes conducen a resultados totalmente distintos. Estudiando por separado cada una de estas formas de evolución y comparándolas luego, se puede encontrar fácilmente la clave de este fenómeno, pero nunca se llegará a ello mediante el pasaporte universal de una teoría histórico-filosófica general cuya suprema virtud consiste en ser suprahistórica». (Karl Marx; Al director de Otiechéstvennie Zapiski, 1877) 

Recurramos a un ejemplo externo, un historiador no marxista, para que el lector entienda mejor la necesidad e importancia del estudio pormenorizado de cada etapa y cada lugar. Si repasamos el desarrollo diferente que hubo entre dos países punteros durante la Edad Moderna, como Inglaterra y Francia, observaremos claramente como el primero, a diferencia del segundo, tuvo un desarrollo muy dispar en cuanto a aquellas «formas de transición» del feudalismo al capitalismo:

«Durante el siglo XVI se fue desarrollando una forma alternativa de organización, que es conocida con diferentes términos: sistema de trabajo a domicilio, «verlagsistem» y «putting out system».  (...) El mercader aportaba el capital en forma de materia prima y organizaba todo el proceso de fabricación, para lo que contrataba con artesanos para las distintas fases de fabricación. (...) Recurría, para ello, a mano de obra rural, en primer lugar, por ser más barato que en las ciudades, y, en segundo lugar, porque así podía mantener al margen del control de los gremios del ámbito urbano. (...) En la mayor parte de Europa los gremios ganaron la batalla y, gracias al respaldo de las monarquías, consiguieron mantener sus privilegios. Así, en países como Francia, las estructuras gremiales salieron reforzadas del enfrentamiento. (...) Sin embargo, en otros países, como Inglaterra, los gremios no consiguieron impedir el desarrollo de nuevas formas de organizar la producción. (...) En un primer momento, durante las primeras décadas, del siglo XVI, los gremios consiguieron el apoyo de la monarquía. (...) En la segunda mitad del siglo XVI cambiaron las circunstancias; la inmigración de artesanos especializados de los Países Bajos, que llevaron a Inglaterra las técnicas de fabricación de los «nuevos tejidos», hizo que surgieran centros de producción manufacturera en distritos rurales en torno a Londres, donde los gremios no podían ejercer su influencia. Esta circunstancia, unida a una crisis del sector textil tradicional [en esta misma época] cambió la actitud de la Corona». (F. Simón Segura; Manual de historia económica mundial y de España, 1993)

¿Se corresponde esto, en líneas generales, con las explicaciones vistas más atrás por Marx y Engels? Absolutamente. Este último señalaba en un texto poco conocido, «El prefacio a la obra: «La guerra de los campesinos en Alemania» de 1850 (1870), Engels señaló las dos razones principales «por la cual no pudo desarrollarse industria alguna en Alemania en los siglos XVII y XVIII». En primer lugar: por «la división invertida del trabajo entre los gremios; la opuesta que en la manufactura»; en segundo lugar: «en Inglaterra, en esta etapa, se produjo una migración hacia el territorio exterior a los gremios; pero en Alemania esto fue impedido por la transformación de la población rural y de los habitantes de las villas de mercados agrícolas en siervos». 

Engels en su obra «Del socialismo utópico al socialismo científico» (1880) subrayó la necesidad de que, para comprender lo que a veces llamamos el «cuadro general» o la «tendencia general» a nivel nacional, regional o local, hemos de entender esas partes, esos compartimentos, aunque a priori parezcan secundarias o inestables, puesto que más tarde pueden tener una importancia decisiva o puede que se nos haya escapado algo de suma transcendencia, es más, declaró que sin entender las partes no se pueden entender el todo: «Si nos paramos a pensar sobre la naturaleza, sobre la historia humana, o sobre nuestra propia actividad espiritual, nos encontramos de primeras con la imagen de una trama infinita de concatenaciones y mutuas influencias, en la que nada permanece en lo que era, ni cómo y dónde era, sino que todo se mueve y cambia, nace y perece». El problema es que declarar que como «todo fluye» todo «está sujeto a transformación», por muy: «Exactamente que refleje el carácter general del cuadro que nos ofrecen los fenómenos, no basta para explicar los elementos aislados que forman ese cuadro total; sin conocerlos, la imagen general no adquirirá tampoco un sentido claro». Por esto, mismo recomendó que: «Para penetrar en estos detalles tenemos que desgajarlos de su entronque histórico o natural e investigarlos por separado, cada uno de por sí, en su carácter, causas y efectos especiales, etc».

En cualquier caso, queda claro que uno de los objetivos principales de Engels siempre fue tratar de entender mejor el desarrollo histórico desigual que tuvieron las regiones de Alemania. En especial le interesaba saber de los ecos de esclavitud en el Medievo, los debates sobre la segunda servidumbre tras la Guerra de los Treinta Años en el siglo XVII, la tardía industrialización de Alemania en comparación con Inglaterra, y un largo etcétera de temas que se reflejan en su: «Carta a Karl Marx» (16 de diciembre de 1882). Así, pues, dedicó gran tiempo a analizar las formas de producción, las formas de propiedad, las legislaciones civiles, las costumbres, las relaciones internacionales, las tendencias políticas, filosóficas, religiosas y demás expresiones que se daban en Sajonia, Prusia oriental, Brandeburgo, Silesia o Schleswig-Holstein en los siglos anteriores, ¿acaso había otra forma? Este tipo de cartas, junto a otras, como la famosa: «Carta a J. Bloch» (22 de setiembre de 1890), echan abajo el falso relato de que «el marxismo es unilateral porque reduce el estudio de la sociedad a la economía». Por supuesto, huelga comentar que estos prefacios y cartas breves no agotan todo el estudio y conclusiones extraídas por el autor alemán en torno a estas cuestiones, pero no es momento de extendernos con el tema.

Indudablemente, para llegar a estas conclusiones se vio obligado a repasar de arriba a abajo los principales trabajos de los historiadores oficiales de aquel entonces, como Kindlinger o Maurer. ¿La razón? No solo aprender, sino también cotejar y criticar las limitaciones de estos expertos. A este último, un historiador medievalista, pese a reconocerle el mérito de sus investigaciones le reclamaba:

«1) Su hábito de juntar pruebas y ejemplos correspondientes a todos los períodos; 2) de los remanentes de su inclinación legalista, la que siempre se abre camino cuando se trata de entender un proceso; 3) de su descuido por la función desempeñada por la fuerza, y 4) de su prejuicio ilustrado, de que a partir de la noche medieval debe seguramente haber tenido lugar un continuo progreso hacia cosas mejores lo que le impide ver, no sólo el carácter contradictorio del progreso real, sino también los retrocesos particulares−». (Friedrich Engels; Carta a Karl Marx, 15 de diciembre de 1882)

b) Por último, habría que abordar, aunque sea brevemente la segunda desviación, la «particularista», que no es sino un grito escepticismo y relativismo que abre las puertas de par en par al misticismo y al pragmatismo. De esta corriente −que es el extremo opuesto a la tendencia «igualatoria»− forman parte aquellos que constantemente se sienten incapacitados para manejar categorías clasificatorias so pena de equivocarse de pleno y caer en reduccionismos. Por ignorancia, vulgarización o porque se fijen en o anecdótico, a cada paso destacan el «particularismo» de cada episodio histórico, y rara vez son capaces de encontrar paralelismos, regularidades ni sintetizar algo de valor, por lo que terminan decretando que la historia es un cúmulo de fenómenos aparentemente parecidos, pero tan diferentes y complejos como para buscar leyes en ella. A fin de acallar sus dudas permanentes, algunos buscan una coincidencia exacta y milimétrica entre todas las definiciones de todos y cada de los respectivos fenómenos que sean llamados de esa forma. ¿Cuál era y es el problema de estos angustiados agoreros de la lingüística? Si esto no sucede, si hay una mínima disonancia entre «concepto» y «realidad», esto para ellos es motivo de desesperación, por lo que comienzan con cavilaciones y dudas sobre la posibilidad real acerca del conocer. Esto les conduce no tanto a ajustar o rectificar sus pretensiones conceptuales, como sería normal, sino a abandonar su pretensión de utilizar tales herramientas por haberse mostrado «insuficientemente eficaces». Un absurdo, dado que el concepto, aun habiendo sido bien calibrado, nunca será sino una aproximación respecto a la manifestación que hace referencia.  

En relación a las palabras como «feudalismo» que reflejan sistemas económicos, Engels dijo que estos conceptos lejos de pasar estas por la historia de los diferentes países como simples calcos de una realidad, adoptan o desarrollan todo tipo de variantes −lo que a su vez no excluye, por supuesto, que podamos distinguir unas características fundamentales de dicho sistema de producción−:

«En otras palabras, la unidad de concepto y apariencia se manifiesta como un proceso esencialmente infinito, y esto es lo que es, tanto en este caso como en los demás. ¿Acaso correspondió el feudalismo a su concepto? Fundado en el reino de los francos occidentales, perfeccionado en Normandía por los conquistadores noruegos, continuada su formación por los normandos franceses en Inglaterra y en Italia meridional, se aproximó más a su concepto en... Jerusalén, en el reino de un día, que en las Assises de Jerusalén dejó la más clásica expresión del orden feudal. ¿Fue entonces este orden una ficción porque sólo alcanzó una existencia efímera, en su completa forma clásica, en Palestina y aun esto casi exclusivamente sobre el papel? O los conceptos que prevalecen en las ciencias naturales, ¿son ficciones porque en modo alguno coinciden siempre con la realidad? Desde el momento en que aceptamos la teoría evolucionista, todos nuestros conceptos sobre la vida orgánica corresponden sólo aproximadamente a la realidad. De lo contrario no habría cambio: el día que los conceptos coincidan por completo con la realidad en el mundo orgánico, termina el desarrollo. El concepto de pez incluye vida en el agua y respiración por agallas; ¿cómo haría usted para pasar del pez al anfibio sin quebrar este concepto? Y este ha sido quebrado y conocemos toda una serie de peces cuyas vejigas natatorias se han transformado en pulmones, pudiendo respirar en el aire. ¿Cómo, si no es poniendo en conflicto con la realidad uno o ambos conceptos, podrá usted pasar del reptil ovíparo al mamífero, que pare sus hijos ya con vida?». (Friedrich Engels; Carta a Conrad Schmidt, 12 de marzo de 1895)

Esto que aclaró Engels no era nuevo, más bien el problema fue que todos estos «marxistas» posteriores no quisieron nunca entender lo obvio sobre la historia de los hombres. Por ejemplo, en el capítulo XII de «El Capital» (1867) sobre el maquinismo y la gran industria, Marx dejó claro que, por supuesto: «Hemos de investigar, por tanto, qué es lo que convierte al instrumento de trabajo de herramienta en máquina y en qué se distingue esta del instrumento que maneja el artesano. Sin embargo, «se trata de encontrar los grandes rasgos, las características generales, pues en la historia de la sociedad ocurre como en la historia de la tierra, donde las épocas no se hallan separadas las unas de las otras por fronteras rigurosas». Allí Marx también se detiene a explicar las diferencias entre las nociones de los matemáticos y mecánicos sobre las herramientas en donde «no tienen en cuenta el elemento histórico». Del mismo modo, aclara lo difícil que suele ser rastrear la paternidad de todo invento, el cual, por cuestiones obvias, suele tener varios precedentes, y estos han sido impulsados por la mera necesidad de la producción. Por ello comenta que, como ocurre con la historia de la religión, esta «carece de sentido si se hace abstracción de esa base material».


Jon Illescas y otros negacionistas del proceso de monopolización

Entre toda esta colección de valerosos paladines «marxistas» que blanden su espada contra las «distorsiones leninistas» contamos con uno que nos hizo especial gracia. Nos referimos a ese caricaturesco ser que se hace llamar Jon Illescas. Para quien no tenga el honor de conocer a este sociólogo hablábamos de una persona muy peculiar, primo hermano, ideológicamente hablando, del «marxista» rojipardo Santiago Armesilla, que como este también en su día militó en el Partido Comunista de España (PCE). Hace no mucho el señor Illescas también empezó a colaborar en «El baluarte» de Roberto Vaquero, otro famoso personaje skinhead metido a escritorzuelo y youtuber de medio pelo y jefe de esa estafa llamada Reconstrucción Comunista-Frente Obrero (RC-FO). ¿Y qué tesis novedosas traía el respetadísimo sociólogo marxista»? En verdad, ninguna que no hayamos visto repetida ya hasta la náusea. En 2017 creía estar iluminando al público con la siguiente revelación: ¡Lenin no habría entendido a Marx y no existen los monopolios!  ¡Vaya! Las mismas patochadas de siempre:

«@jonjuanma: El problema de la teoría del imperialismo de Lenin, entre otros, es que no existe el capitalismo monopolista. El capitalismo es oligopolista y decir lo contrario es no entender el libro II y III de El Capital. Y peor todavía, desconocer la realidad económica de nuestro mundo». (Twitter; Jon Illescas, 3 dic. 2017)

Alguno preguntará anonadado: «¿Cómo es posible que alguien licenciado como Doctor Cum Laude en ciencias sociales afirme tal majadería?». Comprendemos su sorpresa, pero en realidad tampoco tiene mucho misterio, esto demuestra que cualquier simio ilustrado puede lograr un título en cualquiera de las universidades públicas y privadas de España aun no teniendo ni la más remota idea de su campo. Nepotismo, amiguismos, favoritismos, escarceos amorosos, parné… la lista de posibles explicaciones para que se consiga el dichoso título es interminable, pero nosotros no entraremos en esto porque ahora mismo no interesa. Bien, entonces, una vez sabido esto, otros se preguntarán: «Aun así, ¿cómo es posible que alguien que se diga «marxista» pueda sostener esto sin que se le caiga la cara de vergüenza?». La razón parece todavía más simple: Illescas es otro esperpento clásico de nuestro tiempo, uno más. Ha pasado de estar deslumbrado y beber los vientos por el reformismo posibilista y feminista de Izquierda Unida, a estar hoy confabulado con el proyecto lumpen, populista y nacionalista del Reconstrucción Comunista. Y la rueda del tiempo seguirá girando y quién sabe si mañana le encontraremos en las filas de Vox, como buen defensor que es del «cristianismo», en Ciudadanos por querer «legalizar la prostitución», ¿o puede que en Bastión Frontal por su «obrerismo» y «lucha contra el posmodernismo»? Quien sabe, pero una cosa nos dejó clara: no virará hacia el leninismo, algo que al menos a nosotros, nos deja tranquilos, pues no necesitamos más farsantes a cuestas:

«@jonjuanma: El leninismo es un camino estéril, sin retorno, muerto para las sociedades actuales. Hay que apostar por una socialdemocracia marxista como fue la que apoyaron Marx, Engels, Bebel, Kautsky, etc. pero enmendando los errores pasados y actualizando nuestra inserción social». (Twitter; Jon Illescas, 3 dic. 2017)

¿Se han dado cuenta desposeídos del mundo? ¡El leninismo es un «camino estéril»! ¡Solo logró el primer régimen marxista estable de la historia! ¡Y su sucesor Stalin solo consiguió «hitos menores» como convertir a la URSS en la potencia mundial que venció a la maquinaria militar del nazismo y expandió la influencia comunista por todo el globo! ¡Minucias! Es mucho más transcendente e importante para el progreso histórico abrazar las posiciones socialreformistas y socialchovinistas de los líderes de la II Internacional, esos jefes que degeneraron y que a Illescas tanto le seducen por su inteligente pragmatismo. Las geniales ideas del viejo Kautsky, aquel que se convirtió en aquello que juró destruir –Eduard Bernstein–, y que le llevaron a… ¿convertirse en una vergüenza para su yo de la juventud? Estamos seguro que es este, el «illesquismo», fase superior del kautskismo, es el sendero correcto que augura y garantiza a la humanidad un porvenir precioso: seguir vendiendo su fuerza de trabajo y aun así no llegar a fin de mes, ver cómo se rescata a la banca con sus impuestos mientras sus hermanos no pueden costearse la carrera o pagar el alquiler, y eso no es todo; con algo de suerte y la sagacidad de esos fenómenos de la «realpolitik», es posible que todos tengamos la oportunidad de ir a una carnicería imperialista para «defender la madre patria» o presenciar el ascenso de un «colorido» movimiento llamado fascismo.

La barbaridad de negar algo tan evidente como el proceso de monopolización no es algo que nos deba causar asombro, pues ha sido y es la tónica común de los politólogos, oradores y filósofos más mediocres, se digan estos neoliberales, fascistas, keynesianos o «marxistas»:

«Para mí no existe una etapa monopólica del capitalismo ni mucho menos premonopólica. (...) No veo nada científico en la teoría del capitalismo monopolista, en mi criterio». (Manuel Sutherland; Facebook, 3 de marzo de 2015)

Sea como sea, volvamos a la fauna autóctona de España para repasar el ruido que monta esa manada de babuinos que es la Escuela de Gustavo Bueno, especialmente con el griterío que monta otro autoproclamado «marxista», el ya citado Santiago Armesilla, que tampoco podía faltar a esta fiesta del revisionismo internacional:

«La primera característica [de Lenin sobre el imperialismo] es falsa porque los monopolios han existido junto con las pequeñas y medianas empresas desde siempre». (Santiago Armesilla; Reescritos de la disidencia, 2012)

Parémonos aquí, para ir refutando todas estas imbecilidades. ¿Las pequeñas y medianas empresas «han existido desde siempre»? ¿Entonces la propiedad privada sobre los medios de producción y el comercio basado en productores individuales fragmentarios es una ley absoluta de la economía política en cualquiera de sus épocas? Estas absurdidades nos llevan, necesariamente, a dos conclusiones. 

Primero, Armesilla parece decir, a modo de un Karl Polanyi, que la propiedad privada es «intrínseca» –afirma que los monopolios han existido «desde siempre» junto con la pequeña y mediana propiedad–, algo innato a la existencia de las sociedades humanas. Esto es una falsedad que está demostrada desde hace muchos siglos. Ya en su obra: «Elementos fundamentales para la crítica de la economía política» (1858), Marx se encargó de recordar basándose en los registros o descubrimientos de los historiadores, antropólogos, economistas, arqueólogos y otros que la forma social primigenia de los eslavos, celtas, hindúes y otros fue la propiedad colectiva común, la cual ocupó en el largo desarrollo de la humanidad un periodo mucho más largo del que la estrechez de miras de estos ignorantes les permite alcanzar a conocer. 

Segundo, Armesilla nos habla como si la existencia de las pequeñas y medianas empresas, de alguna forma, implicase que la monopolización no ha alcanzado ningún grado significativo desde el siglo XIX, que «todo sigue igual», lo cual es todavía más risible, ya que la existencia de una convivencia entre monopolios y pequeñas y medianas empresas no conlleva el cese del crecimiento inexorable de los monopolios, de su importancia sobre la producción total, sino que mirando los datos uno se da cuenta que los monopolios llevan ganando la partida desde hace tiempo. 

Tercero, asegurar que no existe proceso de concentración de la propiedad –monopolización–, es desde luego un tremendo disparate que ni siquiera los fascistas de los años 30 como José Antonio Primo de Rivera se atrevían a negar so pena de quedar en completo ridículo y ser acusado por los obreros, intelectuales y pequeño burgueses de colaboracionista y blanqueador del gran capital. Él y su cúpula falangista eran sabedores de que negar tal proceso e intentar engañar a la gente en esto no tendría calado ni siquiera entre las masas trabajadoras sin conciencia política, ya que era algo que podía ser fácilmente comprobado en el día a día por todos. Se era consciente, por tanto, que hubiera sido perjudicial adoptar como eje discursivo la negación del proceso de monopolización para su organización populista. Fijémonos pues a qué niveles de patetismo han llegado «marxistas» como Armesilla, Illescas y Sutherland, donde los fascistas de siempre los adelantan por la izquierda.

¿Qué queremos esgrimir con todo esto? Que hacer pasar semejantes alegatos del fijismo metafísico por algo cercano a una «crítica constructiva» y «dialéctica» es un embuste que solo puede reportar resultados así de ridículos. El señor Armesilla demuestra, en su empeño por hacernos creer que nada evoluciona y que todo permanece, que ni siquiera ha centrado la vista al menos por un momento en los datos más recientes relativos a la fusión de grandes empresas y a la dependencia de las pequeñas y medianas empresas respecto a aquellas. Pero está bien, supongamos por un momento que su argumento se reduce a afirmar que, «aunque exista la concentración progresiva del capital en grandes monopolios, esto no ha afectado en absoluto al carácter del capitalismo y de su política exterior». En este caso seguimos viendo su propuesta como una falsedad y un error peligroso que adormece a los trabajadores ante las tareas de su época. 

La monopolización, en resumidas cuentas, genera una presión mayor en el mercado externo debido a que, cuando tiene lugar, propicia que el volumen de producción se expanda a ritmos a los que el mercado interno no puede seguir el paso. La mayor productividad acarrea que se generen condiciones donde la reproducción social necesita de muchos más recursos para tener lugar, siendo así que la lucha por las fuentes de materias primas y de mano de obra barata se intensifican como nunca. Asimismo, este mayor volumen de producción ocasiona que el mercado financiero deba expandirse a pasos agigantados para cubrir las operaciones empresariales cada vez más costosas. Estas condiciones son el caldo de cultivo idóneo para que el capital financiero –la fusión del capital bancario y del industrial, en palabras de Lenin– gane un papel cada vez más protagonista en la escena del capitalismo monopolista. Este crecimiento lo sitúa en la punta de lanza de las operaciones del imperialismo; es el capital financiero el que busca esta expansión del mercado para garantizarse la maximización del beneficio. Es él, por tanto, el que dicta la política de las potencias imperialistas y el que ocasiona que estas finalicen el viraje que las lleva desde un dominio militar y colonial de las fuentes de materias primas a un dominio fiduciario de las mismas. La política del capitalismo, por tanto, se transforma en una política neocolonial a causa del avance de la monopolización. Creemos que esto es algo más que significativo y que sí establece una diferencia entre el antiguo capitalismo premonopolista y el actual –y esto sin adentrarnos en el rol del Estado burgués en todo este proceso que Marx, Engels y Lenin analizaron tan brillantemente; su transformación de árbitro de los negocios al de capitalista colectivo: un ejemplo más de las sociedades por acciones que brillan en el capitalismo monopolista como estrellas centrales de todo el sistema productivo–. 

Esta tendencia monopolista es parte del capitalismo ya desde sus orígenes premonopolistas, lo que empezó en libre competencia termina en monopolio, pues no hay más objetivo en la competencia que vencer, esto es, ganar a los competidores y conquistar cada vez una parte mayor del mercado, diversificar la producción, exportar capital para producir más barato y conquistar nuevos mercados, etc. Y para obtener más beneficio no hay otra opción que eliminar a la competencia. Todo hijo de vecino debería saber que la afirmación de que el capitalismo tiene una tendencia a caminar siempre hacia el monopolismo no es estrictamente un fenómeno registrado por Lenin; Marx y Engels ya dejaron constancia que este es un fenómeno implícito del capitalismo, para ello, por supuesto, se basaron en los datos de la economía burguesa de su época, pero también en lo que exponían y confesaban las propias obras de los pensadores y economistas burgueses más antiguos como Adam Smith o David Ricardo. En su famosa obra «Manuscritos económicos y filosóficos» (1844), Marx refleja que, en el proceso de acumulación del capitalismo, el monopolio es un fenómeno característico del capitalismo, su «curso natural». Con el paso del tiempo:

«Como ya sabemos que los precios de monopolio son tan altos como sea posible y que el interés de los capitalistas, incluso desde el punto de vista de la Economía Política común, se opone abiertamente al de la sociedad, puesto que el alza en los beneficios del capital obra como el interés compuesto sobre el precio de las mercancías (Smith, t. I, págs. 199—201), la única protección frente a los capitalistas es la competencia, la cual, según la Economía Política, obra tan benéficamente sobre la elevación del salario como sobre el abaratamiento de las mercancías en favor del público consumidor. La competencia, sin embargo, sólo es posible mediante la multiplicación de capitales, y esto en muchas manos. El surgimiento de muchos capitalistas sólo es posible mediante una acumulación multilateral, pues el capital, en general, sólo mediante la acumulación surge, y la acumulación multilateral se transforma necesariamente en acumulación unilateral. La acumulación, que bajo el dominio de la propiedad privada es concentración del capital en pocas manos, es una consecuencia necesaria cuando se deja a los capitales seguir su curso natural, y mediante la competencia no hace sino abrirse libre camino esta determinación natural del capital». (Karl Marx; Manuscritos económicos y filosóficos, 1844)

Marx al examinar las vacilaciones históricas de recalcitrantes idealistas como Proudhon, quienes que no entendían realmente el sentido del «monopolio» en cada etapa histórica y pretendían justificar su existencia ad infinitum, se vio en obligación de replicar lo siguiente:

«Todo el mundo sabe que el monopolio moderno es engendrado por la competencia. (…) El señor Proudhon no habla más que del monopolio moderno engendrado por la competencia. Pero todos sabemos que la competencia ha sido engendrada por el monopolio feudal. Así, pues, primitivamente la competencia ha sido lo contrario del monopolio, y no el monopolio lo contrario de la competencia. Por tanto, el monopolio moderno no es una simple antítesis, sino que, por el contrario, es la verdadera síntesis. Tesis: el monopolio feudal anterior a la competencia. Antítesis: la competencia. Síntesis: el monopolio moderno, que es la negación del monopolio feudal por cuanto presupone el régimen de la competencia, y la negación de la competencia por cuanto es monopolio. (…) Los monopolistas compiten entre sí, los competidores pasan a ser monopolistas. Si los monopolistas restringen la competencia entre ellos por medio de asociaciones parciales, se acentúa la competencia entre los obreros; y cuanto más crece la masa de proletarios con respecto a los monopolistas de una nación, más desenfrenada es la competencia entre los monopolistas de diferentes naciones. La síntesis consiste en que el monopolio no puede mantenerse sino librando continuamente la lucha de la competencia». (Karl Marx; Miseria de la filosofía, 1847)

En la que es considerada su obra magna: «El capital. Tomo I» (1867), el autor alemán expresó como fue el surgimiento y evolución del capitalismo a partir de la llamada «acumulación originaria». Allí comenzaba detallando la forma en que antiguamente:

«La propiedad privada del trabajador sobre sus medios de producción es la base de la pequeña producción y ésta es una condición necesaria para el desarrollo de la producción social y de la libre individualidad del propio trabajador. Cierto es que este modo de producción existe también bajo la esclavitud, bajo la servidumbre de la gleba y en otras relaciones de dependencia. Pero sólo florece, sólo despliega todas sus energías, sólo conquista la forma clásica adecuada allí donde el trabajador es propietario privado y libre de las condiciones de trabajo manejadas por él mismo, el campesino dueño de la tierra que trabaja, el artesano dueño del instrumento que maneja como virtuoso. Este modo de producción supone el fraccionamiento de la tierra y de los demás medios de producción. Excluye la concentración de éstos y excluye también la cooperación, la división del trabajo dentro de los mismos procesos de producción, el dominio y la regulación social de la naturaleza, el libre desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad. Sólo es compatible con unos límites estrechos y primitivos de la producción y de la sociedad. Querer eternizarlo, equivaldría, como acertadamente dice Pecqueur, a «decretar la mediocridad general». (Karl Marx; El capital, Tomo I, 1867)

Entonces, ¿qué ocurría de vuelta a su época, mediados del siglo XIX, cuando el capitalismo ya había no solo despertado, sino que había extendido enormemente sus fuerzas, superando esa «mediocridad»? Se concluyó, para fatalidad de nuestros «marxistas» como Armesilla, Sutherland o Illescas, lo que sigue:

«Un capitalista devora a muchos otros. Paralelamente a esta centralización o expropiación de una multitud de capitalistas por unos pocos, se desarrolla cada vez en mayor escala la forma cooperativa del proceso del trabajo, se desarrolla la aplicación tecnológica consciente de la ciencia, la metódica explotación de la tierra, la transformación de los medios de trabajo en medios de trabajo que sólo pueden ser utilizados en común, y la economía de todos los medios de producción, por ser utilizados como medios de producción del trabajo combinado, del trabajo social, el enlazamiento de todos los pueblos por la red del mercado mundial y, como consecuencia de esto, el carácter internacional del régimen capitalista. A la par con la disminución constante del número de magnates del capital, que usurpan y monopolizan todas las ventajas de este proceso de transformación, aumenta la masa de la miseria, de la opresión, de la esclavitud, de la degradación y de la explotación; pero aumenta también la indignación de la clase obrera, que constantemente crece en número, se instruye, unifica y organiza por el propio mecanismo del proceso capitalista de producción. El monopolio del capital se convierte en traba del modo de producción que ha florecido junto con él y bajo su amparo. La centralización de los medios de producción y la socialización del trabajo llegan a tal punto que se hacen incompatibles con su envoltura capitalista. Esta se rompe. Le llega la hora a la propiedad privada capitalista. Los expropiadores son expropiados. El modo capitalista de apropiación que brota del modo capitalista de producción, y, por tanto, la propiedad privada capitalista, es la primera negación de la propiedad privada individual basada en el trabajo propio. Pero la producción capitalista engendra, con la fuerza inexorable de un proceso de la naturaleza, su propia negación. Es la negación de la negación. Esta no restaura la propiedad privada, sino la propiedad individual, basada en los progresos de la era capitalista: en la cooperación y en la posesión colectiva de la tierra y de los medios de producción creados por el propio trabajo». (Karl Marx; El capital, Tomo I, 1867)

Esto no quiere decir que esta sea una tendencia absoluta y lineal, sin ningún tipo de impedimento ni dependiente de otras tendencias propias de ese sistema de producción. En el III Tomo de «El Capital» (1894) –escrito por Marx en 1867 pero revisado y publicado post morten por Engels en 1894–, libro que es tan socorrido por el señor Illescas, esto se mantiene, solo que aquí Marx explicaba las razones por las que existen contratendencias que pueden matizar y suavizar dicho proceso, pues de otro modo, todo sería tan lineal y sencillo, y dicha centralización de la producción y concentración de los capitales se hubiera hecho absoluta hace largo tiempo:

«Si, como hemos visto, la cuota decreciente de ganancia coincide con el aumento de la masa de ganancia, el capitalista se apropiará en la categoría del capital una parte mayor del producto anual del trabajo como reposición del capital consumido y una parte menor en la categoría de la ganancia. (...) La masa de la ganancia, aunque la cuota sea menor, aumenta, indudablemente, con la magnitud del capital invertido. Pero esto condiciona, al mismo tiempo, la concentración del capital, puesto que ahora las condiciones de producción exigen empleo de capital en masa. Y condiciona al mismo tiempo su centralización, es decir, la absorción de los pequeños por los grandes capitalistas y la eliminación de los primeros por los segundos. Es, simplemente, el divorcio elevado a la segunda potencia de las condiciones de trabajo con respectos a los productores, entre los que se cuentan todavía estos pequeños capitalistas, puesto que el trabajo propio desempeña aún, aquí, cierto papel. el trabajo desplegado por el capitalista se hallan siempre, en efecto, en razón inversa a la magnitud de su capital, es decir, al grado en que es tal capitalista. (...) Este proceso no tardaría en llevar a la producción capitalista a la hecatombe, sí no existiesen otras tendencias contrarias que actúan constantemente en un sentido descentralizador al lado de esta fuerza centrípeta». (Karl Marx; El capital, Tomo III, 1894)

¿Significaba eso que las predicciones de Marx eran «obtusas», «poco claras»? En absoluto, más bien que, como suele ser normal, hay más de uno y de dos matices a tener en cuenta, que no todo es blanco o negro. Entendemos que, como dijo Engels en: «Del socialismo utópico al socialismo científico» (1880): para el metafísico y su mente cuadriculada esto puede ser un poco complejo de entender, puesto que: «para él, una de dos: sí, sí; no, no; porque lo que va más allá de esto, de mal procede, una cosa existe o no existe; un objeto no puede ser al mismo tiempo lo que es y otro distinto». En cambio «para la dialéctica, que enfoca las cosas y sus imágenes conceptuales substancialmente en sus conexiones, en su concatenación, en su dinámica». ¿En este caso, qué es lo que ocurre?

«Es precisamente la productividad, y por lo tanto la cantidad de producción, el número de la población y de la población excedente, creada por este modo de producción, que constantemente invoca nuevas ramas de industriales, las cuales operan con el capital y el trabajo que han sido liberados. En estas ramas, el capital puede volver a trabajar en pequeña escala y pasar de nuevo por las diversas fases de desarrollo necesarias, hasta que con el desarrollo de la producción capitalista el trabajo se lleva a cabo a escala social también en estas nuevas ramas de la industria, y correspondientemente el capital aparece como una concentración de una gran masa de medios sociales de producción en manos de una sola persona. Este proceso es continuo». (Karl Marx; Una contribución a la crítica de la economía política, 1858)

El problema es que el señor Illescas defiende hasta el final su cabezonería con falsedades del tipo: «¿Veis? Hasta el propio Marx habló de que ese proceso de monopolización no es una tendencia absoluta, ergo yo tengo razón, el monopolismo no existe». Es decir, para el señor Illescas, cuando dos fuerzas operan en la sociedad, y cuando el científico halla las dos fuerzas y demuestra cómo actúan en este caso siendo la tendencia hacia el monopolismo la fuerza de mayor virulencia, lo que él piensa automáticamente es: «¡Ajá...! Pondré el suspenso una de ellas, para así aparentar que solo una de ellas funciona». Pero más allá de sus deseos esto no puede hacerse realidad, porque como ya se encargó de repetir una y otra vez Marx: 

«Rige la ley de que el desarrollo económico distribuya las funciones entre diferentes personas; y el artesano o el campesino que produce con sus medios de producción propios va convirtiéndose poco a poco en un pequeño capitalista dedicado a explotar también trabajo ajeno o se ve despojado de sus medios de producción cosa que puede suceder, aunque, por él momento, siga siendo propietario nominal, como ocurre con los gravámenes hipotecarios y convertido en trabajador asalariado. Tal es la tendencia, en la forma de sociedad en la que predomina el modo de producción capitalista». (Karl Marx; Teorías sobre la plusvalía, 1863)

Estas contraposiciones en torno al proceso de concentración de capitales –con sus correspondientes tendencias y contratendencias–, no puede ser sorprendente para un marxista. Estas también se podrían explicar con múltiples ejemplos que se dan constantemente en otros ámbitos. Sin ir más lejos, los detractores de Marx le acusaban de que su teoría del valor era una estafa porque pareciera que hubiera otros fenómenos contrarios, ¿qué pensaba él?

«La tarea de la ciencia consiste, concretamente, en explicar cómo se manifiesta la ley del valor. Por tanto, si se quisiera «explicar» de golpe todos los fenómenos que aparentemente se contradicen con la ley, habría que hacer que la ciencia antecediese a la ciencia. Esta es justamente la equivocación de Ricardo cuando, en su primer capítulo sobre el valor, supone dadas todas las categorías posibles, que deben ser aún desarrolladas, para demostrar su conformidad con la ley del valor». (Karl Marx; Carta a Ludwig Kugelmann, 11 de julio de 1868)

Mismos comentarios hallamos en Engels cuando comentaba en su famoso «Anti-Dühring» (1878) las estúpidas pretensiones de Dühring de establecer una «ciencia radical» con «verdades auténticas inmutables». Volviendo al tema central, ¿qué ha demostrado la historia al fin y al cabo? ¿Qué confirmaron las cifras de las principales economías en torno a la cuestión de la concentración de la propiedad y la producción? En 1888, más de dos décadas después de la publicación del primer tomo de la obra de Marx: «El capital» (1867), Engels describiría cómo había ya datos inequívocos que corroboraban el creciente proceso de monopolización. Unos números que habían superado con creces todos los pronósticos anunciados por ambos:

«Desde que Marx escribió lo que antecede, se han desarrollado, como es sabido, nuevas formas de empresas industriales que representan la segunda y la tercera potencia de las sociedades anónimas. La rapidez diariamente creciente con que hoy puede aumentarse la producción en todos los campos de la gran industria choca con la lentitud cada vez mayor de la expansión del mercado para dar salida a esta producción acrecentada. Lo que aquélla produce en meses apenas es absorbido por éste en años. Añádase a esto la política arancelaria con que cada país industrial se protege frente a los demás y especialmente frente a Inglaterra, estimulando además artificialmente la capacidad de producción interior. Las consecuencias son: superproducción general crónica, precios bajos, tendencia de las ganancias a disminuir e incluso a desaparecer, en una palabra, la tan cacareada libertad de competencia ha llegado al final de su carrera y se ve obligada a proclamar por sí misma su manifiesta y escandalosa bancarrota. La proclama a través del hecho de que no hay ningún país en que los grandes industriales de una determinada rama no se asocien para formar un consorcio cuya finalidad es regular la producción. Un comité se encarga de señalar la cantidad que cada establecimiento ha de producir y de distribuir en última instancia los encargos recibidos. En algunos casos han llegado a formarse incluso consorcios internacionales, por ejemplo, entre la producción siderúrgica de Inglaterra y de Alemania. Pero tampoco esta forma de socialización de la producción ha sido suficiente. El antagonismo de intereses entre las distintas empresas rompía con harta frecuencia los diques del consorcio y volvía a imponerse la competencia. Para evitar esto se recurrió, en aquellas ramas en que el nivel de producción lo consentía, a concentrar toda la producción de una rama industrial en una gran sociedad anónima con una dirección única. Esto se ha hecho ya en los Estados Unidos en más de una ocasión: en Europa, el ejemplo más importante de esto, hasta ahora, es el United Alkali Trust, que ha puesto toda la producción británica de sosa en manos de una sola empresa. (...) Así, pues, en esta rama, base de toda la industria química, la competencia ha sido sustituida en Inglaterra por el monopolio, preparándose así del modo más halagüeño la futura expropiación por la sociedad en su conjunto, por la nación». (Friedrich Engels; Anotaciones al III Tomo de El Capital de Karl Marx, 1894)

¡Vaya! Parece que lejos de lo que Sutherland, Armesilla, Illescas y otros han cacareado durante décadas, los padres del socialismo científico sí hablaron largo y tendido del proceso y tendencia hacia la monopolización en los países capitalistas. Quizás nuestros queridos «marxistas» –léase aquí más bien sus distorsionadores– deberían familiarizarse mejor con la literatura de estos autores antes de emitir opiniones infundadas bajo su pasmosa ignorancia.

Antes de finalizar recomendamos encarecidamente al lector que consulte el excelente capítulo «Cuestiones teóricas» de la obra de Friedrich Engels: «Anti-Dühring» (1878), el cual, por si alguien no lo sabe, Engels publicó –a petición de otros compañeros– para defender a Marx de los ataques y distorsiones del ya mencionado Dühring, un intrépido positivista que convertido al «socialismo» que también albergaba unas ínfulas similares a la de nuestros revisionistas actuales. En ella Engels pone gran parte de las bases del pensamiento de Lenin sobre el capitalismo moderno del próximo siglo: no solo registró el proceso de concentración de capitales, la cada vez mayor importancia de las acciones y la especulación financiera, sino que además explicó cómo la burguesía debido a las crisis periódicas tomaba medidas desesperadas con intentos de «planificar» la anarquía económica a la cual se sometía el capitalismo cada cierto tiempo. Se sintetiza, en definitiva, por qué la propiedad social sobre los medios de producción no es un capricho sino una necesidad histórica, la cual hará abandonar al hombre, definitivamente, el reino animal –del cual lleva emancipándose mediante el trabajo, la técnica y la ciencia desde hace miles de años–, embarcándolo a condiciones plenamente humanas.


¿Qué es lo que hizo entonces Lenin para estudiar y demostrar su teoría del imperialismo?

Lenin, al igual que Marx, matizaba que esto no quería decir que esta tendencia hacia el monopolismo capitalista no coexistiese junto a formas de producción antiguas, ni que tales empresas capitalistas lograsen dominar siempre todas las ramas –ya que la espontaneidad del sistema, siempre hacía posible la aparición de una nueva competencia, o de leyes para intentar regular dicho proceso de concentración de la producción y la propiedad–:

«El imperialismo es la continuación del desarrollo del capitalismo. (...) Complica y agudiza las contradicciones del capitalismo, «enlaza» la libre competencia con el monopolio, pero no puede suprimir el intercambio, el mercado, la competencia, las crisis, etc. El imperialismo es el capitalismo agonizante, pero vivo aún, el capitalismo moribundo, pero no muerto. La característica fundamental del imperialismo, en términos generales, no son los monopolios puros, sino l0s monopolios junto con el intercambio, el mercado, la competencia, las crisis». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materiales para la revisión del partido, 1917)

Cualquiera que haya leído la literatura leninista verá que este autor no edificó su teoría del imperialismo sobre una lectura superficial de los expertos de su tiempo. Además de estudiar sus trabajos en profundidad, también hizo un gran trabajo de recopilación de información que filtraría críticamente para poder llegar a sus certeras conclusiones. ¿Cómo hizo esto último? Consultando los cientos de noticias y obras de los expertos, periodistas, economistas y analistas que estudiaron el fenómeno del imperialismo –véase en sus Obras Completas sus «Cuadernos sobre el imperialismo» (1916)–.  

«Se deduce claramente que la concentración, al llegar a un grado determinado de su desarrollo, por sí misma conduce, puede decirse, de lleno al monopolio, ya que a unas cuantas decenas de empresas gigantescas les resulta fácil ponerse de acuerdo entre sí, y, por otra parte, la competencia, que se hace cada vez más difícil, y la tendencia al monopolio, nacen precisamente de las grandes proporciones de las empresas. Esta transformación de la competencia en monopolio constituye de por sí uno de los fenómenos más importantes –por no decir el más importante– de la economía del capitalismo moderno». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Imperialismo, fase superior del capitalismo, 1916)

Queda claro entonces que lo que hizo Lenin fue estudiar las lecciones pertinentes sobre la realidad que sus referentes habían recogido, y cotejar todo ello con los fenómenos de su época. En lo referido al proceso de concentración de capitales, este se había agudizado, justamente como los marxistas antes que él había pronosticado que sucedería a raíz de evaluar las causas y efectos de la crisis de 1873. ¿Y cómo aclaró y demostró Lenin en sus trabajos de 1916 que ese proceso de monopolización iba viento en popa? Con datos aplastantes. Aunque resulte pesado, repasemos algunos de ellos para cerrar el pico a estos charlatanes:

«En Alemania, por ejemplo, de cada mil empresas industriales, en 1882, tres eran empresas grandes, es decir, que contaban con más de 50 obreros; en 1895, seis, y en 1907, nueve. De cada cien obreros les correspondían, respectivamente, 22, 30 y 37. Pero la concentración de la producción es mucho más intensa que la de los obreros, pues el trabajo en las grandes empresas es mucho más productivo, como lo indican los datos relativos a las máquinas de vapor y a los motores eléctricos. Si tomamos lo que en Alemania se llama industria en el sentido amplio de esta palabra, es decir, incluyendo el comercio, las vías de comunicación, etc., obtendremos el cuadro siguiente: grandes empresas, 30.588 sobre un total de 3.265.623, es decir, el 0,9%. En ellas están empleados 5,7 millones de obreros sobre un total de 14,4 millones, es decir, el 39,4%; caballos de fuerza de vapor, 6,6 millones sobre 8,8, es decir, el 75,3%; de fuerza eléctrica 1,2 millones de kilovatios sobre 1,5 millones, o sea el 77,2%. ¡Menos de una centésima parte de las empresas tienen más de 3/4 de la cantidad total de la fuerza de vapor y eléctrica! ¡A los 2,97 millones de pequeñas empresas –hasta 5 obreros asalariados– que constituyen el 91% de todas las empresas, corresponde únicamente el 7% de la fuerza eléctrica y de vapor! Las decenas de miles de grandes empresas lo son todo; los millones de pequeñas empresas no son nada. En 1907, había en Alemania 586 establecimientos que contaban con mil obreros y más. A esos establecimientos correspondía casi la décima parte –1,38 millones– del número total de obreros y casi el tercio –32%– del total de la fuerza eléctrica y de vapor. El capital monetario y los bancos, como veremos, hacen todavía más aplastante este predominio de un puñado de grandes empresas, y decimos aplastante en el sentido más literal de la palabra, es decir, que millones de pequeños, medianos e incluso una parte de los grandes «patronos» se hallan de hecho completamente sometidos a unos pocos centenares de financieros millonarios». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Imperialismo, fase superior del capitalismo, 1916)

Mismas estadísticas se proporcionaban sobre la economía de los EE.UU. y otros países, no dejando una ventana abierta al escepticismo:

«En otro país avanzado del capitalismo contemporáneo, en los Estados Unidos, el incremento de la concentración de la producción es todavía más intenso. En este país, la estadística considera aparte a la industria en la acepción estrecha de la palabra y agrupa los establecimientos de acuerdo con el valor de la producción anual. En 1904, había 1.900 grandes empresas –sobre 216.180, es decir, el 0,9%–, con una producción de 1 millón de dólares y más; en ellas, el número de obreros era de 1,4 millones –sobre 5,5 millones, es decir el 25,6%–, y la producción, de 5.600 millones –sobre 14.800 millones, o sea, el 38%–. Cinco años después, en 1909, las cifras correspondientes eran las siguientes: 3.060 establecimientos –sobre 268.491, es decir, el 1,1%– con dos millones de obreros –sobre 6,6 millones, es decir el 30,5%– y 9.000 millones de producción anual –sobre 20.700 millones, o sea el 43,8%–. ¡Casi la mitad de la producción global de todas las empresas del país en las manos de la centésima parte del número total de empresas! Y esas tres mil empresas gigantescas abrazan 258 ramas industriales». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Imperialismo, fase superior del capitalismo, 1916)

El señorito Illescas y otros pueden estar frotándose las manos y ver la posibilidad de contraatacar poniendo el grito en el cielo: «¡De lo que hablan todas estas citas no es de monopolios sino de oligopolios! ¡Yo tenía razón!». ¿Es que su Cum laude le es insuficiente para conocer los rasgos de ambas categorías? Un «monopolio» se trata del control del mercado por un único vendedor, mientras que el «oligopolio» parte de la existencia de un número superior de vendedores, pero muy reducido. Las diferencias se disipan cuando tenemos en cuenta que los oligopolios, normalmente, colaboran entre sí para mantener un control exclusivo del mercado. Se alían entre sí y forman, a efectos prácticos, una situación monopolista donde varios agentes se ponen de acuerdo para tomar una única posición común de control del mercado. Los oligopolios no son algo que se diferencie radicalmente de los monopolios. Son fruto de la concentración de la producción, del proceso de monopolización, y, a su vez, aunque no se acaben fusionando en una única empresa, forman trusts y cártels que, por muy prohibidos que estén, por ejemplo, en las leyes europeas, siguen teniendo un peso innegable en la producción.

Avancemos un poco más históricamente para comprobar cómo las cifras del proceso de monopolización desde principios del siglo XX hasta mediados de dicha centuria:

«En 1925, las pequeñas empresas –de 1 a 5 personas–, sumaban en Alemania 1.614.069 y las grandes –más de 5.000 personas– 67. Del total de la fuerza motriz alemana –en HP– 1.368 millones fueron consumidos por la industria pequeña y 2.738 millones para la grande. En 1937, el promedio de la fuerza motriz para gran empresa aumentó el 26%. En el mismo periodo desaparecieron engullidas por los monopolistas, 58.600 pequeñas empresas. En los EEUU, del 1909 al 1929, las grandes empresas saltaron de 540 a 996 y el valor de su producción pasó de 43,8% a 69,3%, en relación a la producción total. Con la crisis de 1929, las pequeñas empresas disminuyeron un 38,4% y en 8,8% las grandes. Pero, al mismo tiempo el número de empleados de las grandes empresas aumentó un 11,4%. En Francia –sin contar Alsacia-Lorena–, de 1906 a 1926, las empresas gigantes –más de 1.000 obreros– ascendían de 207 a 362. El personal de las grandes –de 50 a 1.000 obreros– y de las empresas gigantes –1.000 y más obreros–, en relación al total francés, pasó de 38,7% a 58,2%. (...) Veamos algunos ejemplos de concentración bancaria: En Alemania, de 1912 a 1913, 9 grandes bancos berlineses controlaban el 49% de los capitales bancarios. En 1931, 4 grandes bancos berlineses controlaban el 63%. En los Estados Unidos, la parte que corresponde a los bancos con un capital superior a 5.000.000 de dólares aumentó del 32 al 48% en el periodo 1923-1934. En Japón, la parte de los cinco grandes bancos de Gran Bretaña fue: 1900, tenían el 25%; en 1913, el 40%; en 1924, el 72%. Del 1929 a 1933, el número de bancos en los Estados Unidos, cayó de 25.000 a 15.000. Los de Japón, entre 1914 y 1935, disminuyeron de 2.155 a 563». (Joan Comorera; La nación en una nueva etapa histórica, 1944)

Como se está demostrando, la tendencia a la concentración de la producción y el capital es un hecho irrefutable e intrínseco al capitalismo, lo que significa que, tarde o temprano, y dependiendo de las condiciones de cada zona, llegarán a ello, lo que no excluye, que unas empresas sean dominadas por otras, ni unos países por otros:

«Un rasgo característico del capitalismo actual es la concentración cada vez mayor de la producción y del capital, que ha llevado a la unión de las pequeñas empresas con las empresas poderosas, o a la absorción de aquellas por estas. Asimismo, esto ha traído como consecuencia el agrupamiento masivo de la fuerza de trabajo en grandes trusts y consorcios. Además, estas empresas han concentrado en sus manos enormes capacidades productivas, fuentes energéticas y de materias primas en proporciones incalculables. En la actualidad, en las grandes empresas capitalistas se explota también la energía nuclear y la tecnología más reciente, que pertenecen exclusivamente a dichas empresas. Estos gigantescos organismos tienen un carácter nacional e internacional. En el interior del país han destruido la mayoría de los pequeños patronos e industriales, mientras que en el plano internacional se han erigido en consorcios colosales, que abarcan ramas enteras de la industria, la agricultura, la construcción, el transporte, etc., de muchos países. Dondequiera que los consorcios hayan clavado sus garras y que un puñado de capitalistas multimillonarios haya realizado la concentración de la producción, se amplía y profundiza la tendencia a eliminar a los pequeños patronos e industriales. Este camino ha conducido al ulterior fortalecimiento de los monopolios. (...) Las pequeñas y medianas empresas, que subsisten en estos países; dependen directamente de los monopolios. Reciben encargos de estos monopolios y trabajan para ellos, reciben créditos y materias primas, tecnología; etc. Prácticamente se han convertido en sus apéndices. (...) La potencia económica de los monopolios y la creciente concentración del capital, hacen que las «pequeñas criaturas», es decir, las empresas no monopolizadas, típicas del pasado, no sean las únicas víctimas de la lucha competitiva, sino también las grandes empresas y grupos financieros. Debido a la desenfrenada sed de los monopolios de obtener elevados beneficios y a la exacerbación al máximo de la competencia, este proceso, a lo largo de los últimos dos decenios, ha adquirido proporciones colosales. Actualmente las fusiones y las absorciones en el mundo capitalista son de 7 a 10 veces mayores que en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial». (Enver Hoxha; El imperialismo y la revolución, 1978)

¿No les parecen suficientes estas cifras a nuestros ideólogos «marxistoides» empecinados en negar a Marx, Engels y Lenin? Quizás esto no ha sido suficiente. Bien. Sigamos, pues, repasando los datos de mediados del siglo XX. Esta vez no solo analizando la producción, sino la mano de obra según los datos proporcionados por Statistical Yearbook, Monthly Bulletin of Statistics, United Nations and Fortune:

«Así, por ejemplo, en 1976, en las 500 corporaciones estadounidenses más grandes, trabajaban casi 17 millones de personas, que representaban más del 20 por ciento de la mano de obra ocupada. A ellas correspondía el 66 por ciento de las mercancías vendidas. En la época en la que Lenin escribió su obra: «El imperialismo, fase superior del capitalismo» en 1916, cuando en el mundo capitalista sólo existían una gran compañía estadounidense, la «United States Steel Corporation», cuyo capital activo ascendía a más de mil millones de dólares, mientras que en 1976 el número de sociedades multimillonarias era alrededor de 350. El trust automovilístico «General Motors Corporation», este súper monopolio, en 1975 disponía de un capital global superior a los 22.000 millones de dólares y explotaba a un ejército de 800.000 obreros. A éste le sigue el monopolio «Standard Oil of New Jersey», que domina la industria petrolera de los Estados Unidos y de los demás países y explota a más de 700.000 obreros. En la industria automovilística existen tres grandes monopolios que venden más del 90 por ciento de la producción de dicha rama; en las industrias aeronáutica y siderúrgica cuatro compañías gigantescas dan, respectivamente, el 65 y el 47 por ciento de la producción. Un proceso similar ha tenido y tiene lugar también en los otros países imperialistas. En la República Federal Alemana, el 13 por ciento del total de las empresas han concentrado en sus manos alrededor del 50 por ciento de la producción y el 40 por ciento de la fuerza laboral del país. En Inglaterra dominan 50 grandes monopolios. La corporación británica del acero proporciona más del 90 por ciento de la producción del país. En Francia las tres cuartas partes de esta producción están concentradas en las manos de dos sociedades; cuatro monopolios poseen toda la producción de automóviles y otros cuatro toda la producción de los derivados del petróleo. En el Japón, diez grandes compañías siderúrgicas producen todo el hierro colado y más de las tres cuartas partes del acero, mientras que en la metalurgia no ferrosa actúan ocho compañías. Y lo mismo sucede en las demás ramas y sectores». (Enver Hoxha; El imperialismo y la revolución, 1978)


Algunos datos actualizados sobre el proceso de monopolización en la economía actual

«¿Quizás estos datos fueron ciertos en su momento, pero hoy ya no existe tal tendencia?», dudarán algunos. ¡Claro! Bien podría haber ocurrido así, pero para desgracia de nuestros oponentes esto no ha sido así ni mucho menos, los hechos son tozudos. En realidad, podríamos poner mil casos actuales de procesos de monopolización en cualquier país y en cualquier rama productiva, pero para no extendernos demasiado nos conformaremos con algunos:

a) Vayamos a las fusiones bancarias de los bancos españoles que se han venido sucediendo, especialmente desde 2009, aproximadamente:

«El proceso de concentración iniciado por el sistema financiero a primeros de 2010, a raíz del estallido de la crisis de las cajas, ha hecho que el ahorro de los españoles esté cada vez en menos manos. A 31 de marzo del presente año, seis grupos (Santander, BBVA, Caixabank, Bankia, Popular y Sabadell) copaban el 72,1% del total de los depósitos bancarios, diez puntos más que a finales de 2009. La principal causa de ese aumento ha sido la absorción por las entidades más grandes de aquellas otras que presentaban serios problemas como consecuencia del desplome del mercado inmobiliario. Gracias a ello, han conseguido incrementar su implantación territorial y hacerse con una mayor porción del negocio de la que disfrutaban antes de que el sector iniciara su reestructuración». (El Público; Seis bancos controlan ya tres cuartas partes del ahorro de los españoles, 21 de julio de 2015)

El diario español «El Confidencial» creó un gráfico muy ilustrativo sobre la concentración bancaria española durante 2008-2017, uno que para escépticos de la monopolización como el señor Armesilla debería dejar patidifuso:

«Media docena de fabricantes de turrón en España, los más importantes entre ellos, fueron sancionados hace unos días por la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) con una multa de 6,12 millones de euros por pactar para repartirse el mercado. (...) El caso de los fabricantes de turrón puede parecer anecdótico, pero es un buen ejemplo de otras situaciones con rasgos de oligopolio que nos afectan a diario y de un modo mucho más grave. Los subidones que sufrimos en los precios de la gasolina o en la factura de la luz se relacionan desde hace años con este tipo de prácticas, en las que han incurrido empresas de los más diversos sectores, en un contexto donde grupos reducidos de grandes compañías tienden cada vez más a repartirse algunos de los mercados más importantes: Endesa, Gas Natural e Iberdrola el sector energético; Repsol, Cepsa y BP, el de los carburantes; Telefónica, Vodafone y Orange, el de la telefonía móvil... (...) En la mayoría de los países, y aunque en diversos grados, las prácticas oligopólicas no son legales, por lo que no se llevan a cabo abiertamente. La apariencia es que existe una competencia real, en la que las empresas mantienen una lucha por obtener la mayor cuota de mercado. La realidad, sin embargo, es que estas compañías toman continuamente decisiones estratégicas, teniendo en cuenta las fortalezas y debilidades de la estructura empresarial de cada competidor. La posición dominante de estas empresas y la falta de competencia real se traduce en efectos claramente negativos para el consumidor, incluyendo precios por encima de la realidad del mercado, una producción inferior a las necesidades derivadas de la demanda, bajos niveles de calidad, o la práctica imposibilidad de que se incorporen nuevos oferentes a un determinado sector». (20 minutos; Electricidad, gasolina, móviles y hasta el turrón: el poder de los oligopolios, 9 de mayo de 2016)

¿Por qué un diario no sospechoso de profesar una admiración por Lenin se iba a empeñar en demostrar una conclusión así sobre el capitalismo si no fuese una realidad escandalosa? Sigamos repasando algunos datos sobre esta tendencia en las últimas décadas. 

b) Adentrémonos ahora en el sector de los productos agrícolas, donde los monopolios manejan el mercado de manera abrumadora:

«Estudio de 2011 del Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA, por sus siglas en inglés) analizó la concentración del mercado mundial durante el período 1994-2009 en las cinco principales industrias de insumos agrícolas: agroquímicos, semillas, productos farmacéuticos para animales, genética animal y maquinaria agrícola. En 2009 las cuatro firmas más grandes de cada sector representaban más del 50% de las ventas en el mercado global, lo que se traduce en un oligopolio. Actualmente seis empresas controlan el 60% del mercado global de semillas y el 75% del mercado global de plaguicidas, y se estima que cuatro corporaciones representan históricamente casi el 90% del comercio mundial de granos». (Derecho a la alimentación; El oligopolio que ejercen algunas empresas del sector agroalimentario pone en peligro la seguridad alimentaria global, 2018)

c) Sigamos con el comercio electrónico y el negocio de la publicidad online:

«[Amazon] Domina casi el 50% del comercio electrónico en EEUU, espera triplicar su cuota en la venta de ropa y es el que más crece en ingresos de largo. En el 2010 contaba con 33.700 empleados, en junio de 2016 con 268.000 y hoy en día ha superado el millón de personas en plantilla tras añadir más de 400.000 puestos para gestionar la brutal demanda generada durante la pandemia». (El confidencial; Esta genio de Yale es la única persona en el mundo que sabe cómo derrotar a Amazon, 22 de marzo de 2021)

«El e-commerce BD & Product Director de Comercia Global Payments incidió en la gran concentración del comercio electrónico, ya que casi el 25% de todas las compras online realizadas en España en los últimos 12 meses se han hecho en 10 grandes operadores». (Cmd sport; El 25% de las compras online se concentra en 10 grandes operadores, 23/01/2020)

«¿Qué hacer cuando dos empresas tienen más del 50% de un mercado que crece a un ritmo del 15% anual? ¿Es ésa una definición de duopolio? Si ése es el caso, es un término aplicable al mercado de la publicidad online a nivel mundial. Google tiene casi un tercio de la inversión en ese sector; Facebook, un poco menos de la quinta parte. La consultora eMarketer estimaba en julio que Google acabaría el año con el 37,2%; Facebook con el 21,8%; y Amazon con el 8,8%. Si el porcentaje de la empresa de Jeff Bezos parece todavía pequeño, téngase en cuenta este dato: en 2018, su cuota de mercado era del 4%». (El mundo; El oligopolio de la publicidad online, en el punto de mira, 23 de enero de 2020)

d) Pasemos ahora a la industria textil:

«El conjunto del comercio textil en España se hundió en 2018, con un descenso del 2,3%. Sin embargo, los gigantes del sector elevaron un 2,17% sus ingresos en el mercado español. Actualmente, tres gigantes como son Inditex, H&M y Primark siguen incrementando su cifra de negocio en el país, copando el 37,8% del total, frente al 36,15% registrado en 2017». (Economía digital Galicia; ¿Oligopolio textil? Inditex, H&M y Primark copan el 38% de las ventas, 31 de julio de 2019)

e) Y acabemos este repaso con el sector bancario:

«En EE UU había 37 bancos en los años noventa del pasado siglo; hoy, producto de las fusiones, solo hay cinco entidades grandes (Citigroup, JPMorgan Chase, Bank of America Merrill Lynch, Wells Fargo y Goldman Sachs) que acaparan el 45% de los activos bancarios totales del país». (El país; La amenaza de los oligopolios mundiales, 30 de octubre de 2016)
«Los 28 bancos detentan recursos superiores a los de la deuda pública de 200 Estados del planeta. Mientras que estas entidades tienen activos por US$50.341 billones, la deuda pública mundial asciende a US$48.957 billones. Otra manera de dimensionarlo: hay cientos de miles de bancos en todo el mundo, pero estas 28 entidades concentran el 90% de los activos financieros». (BBC; Cómo funcionan los 28 bancos que dominan la economía global, 28 de marzo de 2016)

¿Acaso es diferente en otros países? Ni por asomo:

«La tendencia que muestra el mercado español hacia la concentración es ciertamente llamativa: si ampliamos el abanico, tras esta última fusión los cinco mayores bancos de España pasarán de controlar el 71,5% del mercado al 73,5%. Después del verano se ha ido claramente a más: antes de la reciente fusión Caixabank-Bankia, anunciada el pasado mes de septiembre, esa cuota era del 68,5%. La comparación con los principales países europeos resulta chocante: en Alemania los cinco mayores bancos acaparan el 29,1 %, en el Reino Unido el 31,8 %, mientras que en Francia e Italia no llegan al 50%». (El Público: «Baile de fusiones: España se encamina hacia el oligopolio bancario, 17 de noviembre de 2020)

f) Pongamos un último ejemplo, con permiso del lector, respecto al caso de las eléctricas en España. La extinta OCTE, que sin duda nos legó en su momento grandes análisis, publicaban en 2017 un excelente artículo sobre esta cuestión:

«Los antecedentes de la situación oligopólica en España son tanto los monopolios del capitalismo de Estado franquista como la liberalización del mercado en 1997, a raíz de la crisis económica de 1995. Los monopolios franquistas hicieron posible que, con la liberalización, las diferentes y pocas grandes empresas eléctricas pudiesen alimentarse de empresas menores y acaparar cuota de mercado ante sus homónimas, llegándose a la situación actual. Presenciamos la competencia encarnizada entre los tres oligopolios de la electricidad en España, proceso que llevará de forma insoslayable al monopolio. El mercado exterior tiene una gran importancia en este proceso.

La situación, después de ese proceso, quedó configurada de tal modo que sólo hay tres oferentes mayoristas –Gas Natural, Iberdrola y Endesa– a pesar de que existen cuantiosas empresas minoristas, a las cuáles pagamos por la luz. Estas empresas minoristas compran la electricidad, almacenada en la Red Eléctrica, a los oligopolios, para ofertarla de nuevo –habiendo subido el precio para dejar un margen de beneficios, el cual se denomina técnicamente «interés del capital»– y que llegue a los consumidores.

La relación de esta situación mercantil con la subida del precio de la luz consiste en que los tres oligopolios, al ver que dado el temporal se redujo la producción de electricidad, decidieron todos a una –pero independientemente– subir el precio de la electricidad paulatinamente. Sólo cuando vieron que sus competidores oligopólicos empezaron a hacer lo mismo, el precio empezó a aumentar de manera desenfrenada. Esta subida afecta sólo a una tarifa, que posee el 46% de los usuarios. Pero dado el papel de la electricidad en la producción en general, el Índice de Precios al Consumo aumentó en un 3%, afectando asimismo a toda la sociedad española». (Organización Comunista del Trabajo de España; Sobre el precio de la luz, 2017)

Como ya hemos dicho, la tendencia monopolista no elimina las contradicciones principales del capitalismo, sino que las agudiza y, además, no elimina del todo la competencia, sino que el monopolio actúa de forma paralela a esta, este ejemplo es bastante representativo y cercano a quienes vivan en países como España, con tanta presencia del sector servicios. Esto fue registrado y denunciado muy correctamente por Kautsky antes de dar su salto al vacío hacia las filas del oportunismo y crear toda una serie de nociones para embellecer al imperialismo:

«Encontramos también una concentración del capital allí donde un capitalista se apodera, desde un punto de vista económico, de empresas independientes desde el punto de vista técnico. (...) Algo parecido ocurre con el pequeño comercio y los «restaurants» de todas clases, cuyos propietarios nominales se transforman cada vez más en agentes y en asalariados efectivos de algún gran capitalista. Los dueños de los «restaurants» dependen cada vez más de los grandes fabricantes de cerveza, quienes les adelantan con frecuencia no sólo la cerveza, sino todo su material; además, los fumaderos y los «restaurants» se convierten cada vez más en propiedad directa de las cervecerías. Los dueños de estos establecimientos no son más que arrendatarios instalados por los cerveceros».  (Karl Kautsky; La doctrina socialista, 1909)

Es decir, por debajo de los trusts, monopolios y grandes empresas, se reúnen una variedad de ramas intermedias y «subempresas» que realizan todo tipo de labores del proceso de producción, entonces, los monopolios no solo tienen el control de todas las fases de la producción –garantizando una mayor automatización y una mayor ganancia– sino que se da una enorme competitividad entre estas mismas subempresas dentro del terreno de las empresas grandes, aparentando también así una libertad de mercado, cuando en realidad todas ellas están siendo supeditadas a las grandes. Un caso bastante representativo es el de las famosas empresas de trabajo temporal (ETT) que suelen hacer el «trabajo sucio» de contratar a trabajadores temporales para que realicen trabajos para otras empresas más grandes que contratan los servicios de las ETT.

«Un rasgo extremadamente importante del capitalismo en su más alta fase de desarrollo es la llamada combinación, o sea, el agrupamiento de distintas ramas de la industria en una sola empresa, ramas que o bien representan fases sucesivas del proceso de elaboración de las materias primas –por ejemplo, la fundición del mineral de hierro, la transformación del hierro colado en acero y, en ciertos casos, la producción de tales o cuales artículos de acero– o bien son ramas auxiliares unas de otras –por ejemplo, la utilización de los residuos o de los productos secundarios, la elaboración de embalajes, etc.–. «La combinación –dice Hilferding– nivela las fluctuaciones coyunturales en el mercado y, por tanto, garantiza a las empresas combinadas una tasa de ganancia más estable. En segundo lugar, la combinación provoca la desaparición del comercio. En tercer lugar, hace posible las mejoras técnicas y, por tanto, la obtención de beneficios suplementarios en comparación con las empresas «simples» –es decir, no combinadas–. En cuarto lugar, fortalece la posición de las empresas combinadas en comparación con las «simples», reforzando su competitividad durante los períodos de depresión económica grave, cuando el precio de las materias primas cae a un ritmo menor que el de los productos manufacturados». El economista burgués alemán Heymann, que ha escrito un libro sobre las empresas «mixtas» –combinadas– en la industria siderúrgica alemana, dice: «Las empresas simples perecen, aplastadas por el elevado precio de las materias primas y el bajo precio de los productos elaborados». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Imperialismo, fase superior del capitalismo, 1916)

Para finalizar esta sección, ahora sí, ¿qué podemos concluir de lo visto hasta aquí? A este punto queda demostrado que el proceso de monopolización, más allá de las distintas formas y variantes que adopte, es un hecho indiscutible. En consecuencia, hablar de que vivimos en un capitalismo «sin monopolios» indica una miopía gravosa; mientras que hablar de que «siempre han existido monopolios» y que los actuales «no implican nada diferente» denota una ignorancia histórica cubierta de falsa sapiencia. La monopolización es una constante que impone la ley fundamental del capitalismo, como forma última de la economía mercantil, hablamos de la «ley del máximo beneficio», ley que genera una voluntad depredadora entre sus elementos. Tal ley genera la característica competencia por las cuotas de mercados que permiten a unos competidores imponerse sobre otros tanto en el mercado nacional como internacional, a su vez genera la ruina de los pequeños y medianos burgueses ante los poderosos monopolios, el aumento de la especulación y, por supuesto, la destrucción de las propias fuerzas productivas durante las «crisis de sobreproducción». Estos sucesos parten en paralelo a otros de los cuales no puede escapar el capitalismo moderno como la «llamada mecanización», «deslocalización» o la «tasa de ganancia media». Véase la obra: «Unas reflexiones sobre la huelga de los trabajadores de LM Windpower en El Bierzo» de 2021.

Estas son cuestiones clave de la sociedad que hoy deberían ser estudiadas por los llamados marxistas −nos referimos a los de verdad, no a estos farsantes−. Lamentablemente, estas cuestiones económicas han sido dejadas muy de lado, haciendo del marxismo más una pose de simpatía que otra cosa. ¿Qué ha supuesto esto? Entre otras cosas, dejar la vía libre a que gran parte de los enemigos del marxismo hayan atacado o distorsionado fuertemente todos estos fundamentos de la economía política. Sin ir más lejos, Gustavo Bueno, este fascistoide que a ratos también se reivindicaba como «marxista» llegó a recuperar algunos de los mitos más delirantes contra Marx, ¿a qué nos referimos? Aseguraba que la plusvalía es un «invento metafísico», atacaba al marxismo por confundir la propiedad personal con la propiedad de los medios de producción y terminaba echándole la culpa de las crisis a los propios trabajadores por no aceptar rebajarse los sueldos (sic). Véase el capítulo: «El buenismo como guardián del orden económico capitalista» de 2021.


¿Cuáles son los rasgos del imperialismo de nuestros días?

En cualquier caso, a modo de recordatorio, debemos decir que el capitalismo de nuestro tiempo se caracteriza, entre otros rasgos, por lo que sigue: 

a) En el capitalismo los monopolios industriales, farmacéuticos, comerciales, informáticos o agrarios, sean estos públicos, privados o «mixtos», han crecido tan desproporcionadamente que controlan hasta el último residuo de la economía y condicionan política y culturalmente a los gobiernos a escala local y planetaria. ¿Cómo? Gracias a las redes de influencia dentro de los resortes del Estado, por medio de los organismos económicos internacionales en los que se asocian o bien a través del halo de poder y miedo que levanta su propia institución, los monopolios hacen uso de esa fuerza para asegurar sus intereses económicos incluso por encima del control de muchos gobiernos. Ahora, esta omnipotencia no ha evitado las crisis periódicas del capitalismo ni la destrucción de sus fuerzas productivas, más bien todo lo contrario, ha demostrado una vez la incompatibilidad de esta forma de producción irracional.

b) Es un hecho constatable que la «terciarización» de la economía ha sido uno de los fenómenos más comentado en los últimos años. Esta responde una vez más a una tendencia capitalista, especialmente destacada en las principales potencias imperialistas. ¿En qué consiste? En que en según qué países –por razones de reducción de costes, innovaciones tecnológicas o exigencias de otras potencias externas–, la industria y el agro, dado el caso, ha sido limitada, deslocalizada o desmantelada, lo cual no implica que los niveles de producción industriales o agrícola hayan decrecido a nivel mundial, todo lo contrario, el ritmo de crecimiento es positivo. Mucho de este «sector terciario» corresponde a ramas relacionadas directa o indirectamente con la producción industrial o, en su defecto han sido creadas para satisfacer nuevas demandas de la población contemporánea que antaño no existían o no tenían relevancia de peso. Por eso, a su vez, ramas específicas como la Tecnología de la Información y Comunicación (TIC) han irrumpido hasta alcanzar también un porcentaje del PIB. En resumidas cuentas, la terciarización es el grado paulatinamente mayor de peso del sector servicios en la estructura económica de un país. Los tres factores que la posibilitan son: automatización de la producción –porque se libera capital variable que puede ser empleado en los servicios–, deslocalización/externalización de la producción –con los superbeneficios obtenidos de trasladar la producción allá donde es más rentable se puede costear la reinserción en el sector servicios de la fuerza de trabajo «patria» desechada en el proceso deslocalizador– y, por último, la descomposición de la agricultura –que es el sector donde más «transfuguismo» ha habido hacia el sector servicios; de donde provienen la gran mayoría de los empleados del sector terciario–.

c) En la actualidad la exportación de capitales es un instrumento primario de toda gran potencia imperialista tanto para el sometimiento de los países periféricos como para minar a otras potencias competidoras. Con ello se asegura varias cosas: obtener jugosos beneficios en mercados muy concretos y a los que no todos pueden acceder; acceso a una mano de obra barata y bajos costes de producción; mantener el desbalance comercial entre países y el incremento de la dependencia de la importación tecnológica e industrial; la fijación de medidas económicas draconianas a partir del cobro de la deuda o el imponer concesiones en las leyes de inversión extranjera de terceros países para que sus inversores accedan a llevar allí su capital en condiciones ventajosas, etcétera. En un país dependiente la burguesía no suele tener un gran excedente para reinvertir fuera. Y aun cuando no es así, tampoco tiene mucha libertad en donde destinar este monto –porque tiene que buscar las formas primero de cómo pagar la deuda externa, ampliar o modernizar sus fuerzas productivas para ponerse a la par de las empresas extranjeras que le hacen la competencia, e incluso se ve obligado a destinarlo a importar alimentos o productos acabados que su economía necesita para subsistir–. Por otro lado, en una potencia imperialista el excedente es mucho más común por su músculo industrial, por su productividad y por su amplio desarrollo de las fuerzas productivas en general. El hecho de poder tener un número de capital «sobrante» tan alto le permite sobornar mejor a la «aristocracia obrera», reforzar la militarización de la economía que estima necesaria para intimidar a los países bajo su influencia o enfrentarse a sus competidores, pero sobre todo puede explotar las diferentes posibilidades de una jugosa rentabilidad fuera de sus fronteras: bien en forma de préstamos, créditos, formando nuevas empresas que operan en dichos países, empresas mixtas concertadas entre los monopolios y la burguesía indígena, etc.

d) Con el devenir se ha generado toda una serie de instrumentos político-económicos internacionales con el fin de garantizar el máximo beneficio de los monopolios y la «estabilidad» de las economías nacionales, como el Fondo Monetario Internacional (FMI), Banco Mundial (BM), Organización Mundial del Comercio (OMC). Así, por ejemplo, cada país que quiera acceder a préstamos o a algunas de las prebendas que estas instituciones ofrecen deberá de cumplir con ciertos requisitos reclamados por estos organismos competentes, entre los cuales es recurrente el dejar en garantía los fondos nacionales o reducir ramas de la economía en perjuicio de la propia soberanía nacional. Estos son los encargados de coordinar que se cumplan tales planes y son respetados como instituciones de referencia del capitalismo mundial, por lo que la mayoría de gobiernos deben adoptar sus recetas económicas so pena de ser marginados y castigados. El capital financiero, surgido de la fusión entre el capital industrial y el capital bancario, ahora es lo que domina los mercados con puño de hierro. Los bancos ya no hacen de intermediarios o facilitadores de dinero, sino que controlan la mayor parte de las economías nacionales e internacionales, desviando dinero a una empresa o a otra, controlando la economía de otros países, creando un conglomerado de capitalistas que actúan prácticamente como uno solo. Tienen toda la información necesaria para obtener la máxima rentabilidad y controlar todo lo que pasa en el mercado.

e) En nuestro tiempo, casi todos los territorios y fronteras están claramente delineadas entre los diversos países capitalistas. Apenas existen colonias como tal y predominan las fórmulas neocoloniales ya comentadas, que implican la independencia estatal, no existiendo, en cambio, una soberanía real en lo político, económico y cultural. Aunque a veces los gobiernos y corporaciones imperialistas pueden compartir las cuotas de los mercados, siempre existen indicios que indican qué potencia tiene la supremacía en los recursos de la zona o cual tiene influencia sobre las decisiones de X gobierno. Como se constata a diario, la competencia entre los grandes y pequeños países por obtener su puesto es totalmente feroz y esto hace que se produzcan intentos –unas veces exitosos y otras no– de una reconfiguración de las «zonas de influencia» por medio de vías pacíficas y/o violentas: negociaciones diplomáticas, bloqueos comerciales, sanciones económicas, condonaciones de las deudas, financiamiento de mercenarios, movilizaciones militares o directamente conflictos bélicos. Aplicar hasta las últimas consecuencias muchos de estos «métodos especiales» tienen costes elevados, por eso, al ser muy gravosos en verdad su aplicación solo está al alcance de unas cuantas potencias que se lo pueden permitir. Estas destinan parte de su presupuesto a mantener en pie sus enclaves geoestratégicos comerciales, militares, inversiones o activos de otro tipo, ya que esperan a través de ellas no solo mantener el prestigio internacional, sino seguir recalando superganancias. 

Como vemos, pues, la evidencia está a la vista, el «imperialismo» como fase superior del capitalismo caracterizado por Lenin está activo, su vigencia echa abajo los intentos negacionistas de todos ideólogos del revisionismo moderno.


¿Quiénes suelen ser aquellos que consideran las teorías de Lenin como «caducas» o «superadas»?

«Por más vueltas y tergiversaciones que inventen los renegados del marxismo-leninismo y del socialismo y los ideólogos de distinto pelaje de la burguesía, los acontecimientos y el desarrollo objetivo de la situación en el mundo y la misma situación actual, muestran de manera irrefutable, no sólo la justeza y el valor histórico de los análisis de Lenin sobre el imperialismo, en 1916, sino también sus bases científicas y su actualidad». (Elena Ódena; El imperialismo y nuestra lucha actual, 1982)

Sencillamente, el marxismo sin el leninismo no responde a las demandas que plantea la época en la que nos encontramos, por lo demás, es rechazar de facto la realidad misma de nuestra época, algo que han intentado y seguirán intentado por cándida necedad u oportunismo consciente.

Para cualquier grupo político del mundo que desee volar el régimen por los aires es menester comprender la importancia que guarda el saber acertar de pleno con la caracterización del sistema de producción de su tiempo, tanto a nivel general como en los consiguientes apuntes que deberá hacerse sobre el particularismo de su zona concreta, ¿por qué? Porque solo así se puede trazar una línea política acertada. Si esto no se hace correctamente ya sabemos cómo se suele acabar, normalmente en dos tipos de pragmatismo: a) o bien aceptando esquemas mecánicos, difusos y desactualizados de terceros autores; b) o bien tirando de especulaciones y subjetivismos basados en el ego de algún «especialista». En el primer caso, «a falta de pan buenas son tortas», el grupo se contenta con adherirse a lo ya dicho por otros, sin pasar ningún filtro. En el segundo caso, se trata de aceptar las ideas de un ideólogo de tres al cuarto que trata de sobresalir con un aporte tan novedoso como falto de constatación empírica. Por eso ambas expresiones carecen de contenido real y son tan nocivas. 

En suma, los revolucionarios de cualquier parte del globo no podrán jamás emprender una estrategia y táctica correctas sin que sus postulados estén en consonancia con las características y contradicciones del capitalismo de su tiempo, tanto generales como específicas. Por esta razón solo cabe dos posibilidades para que los revisionistas esgriman sus análisis sobre el contenido de nuestra época –dos causas que muchas veces se entremezclan–: o bien emprenden tal labor a propósito –con plena conciencia, por mero oportunismo político–, o bien por mero desconocimiento, porque carecen de las herramientas filosóficas adecuadas –del materialismo moderno, que como tal debe de ser histórico y dialéctico–. No hay otra.

«Preguntar–y dar respuesta– sobre los fenómenos naturales o sociales es el deber de todo revolucionario. La pregunta implica que el individuo reconoce sus dudas y debilidades, sí, pero también su voluntad de saber, su aspiración a forjar una defensa o ataque consciente sobre algo o alguien. La respuesta bien articulada es la prueba de que el sujeto ha hecho un trabajo previo, que ha adquirido una competencia que le permite demostrar que no actúa por inercia o por creencias tradicionales de dudoso sostén. Puesto que nuestro conocer es finito, las preguntas y dudas son algo que recorrerán la vida del individuo mientras esta dure. A esto deberíamos añadir una nota, una cuestión que los «nietzscheanos» parecen olvidar sobre los «genios»: el sujeto puede ser netamente superior a otro u otros en un campo específico, pero, ¿significa esto que no puede equivocarse en su tema fetiche? ¿Significa que no existen otros sabios que puedan contradecirle? Inevitablemente, el que es especialista en uno o varios campos es ignorante en muchos otros, dado que la capacidad de conocimiento para el ser humano en una sola vida es limitada. Por tanto, este «astro», por mucho que alumbre a sus satélites, siempre necesitará «la luz de otro astro» en otro campo.

El hombre que trata de partir de una cosmovisión científica estudia el punto de partida y la dirección de los fenómenos vivos, pues sabe que sin intentar acercarse al todo no puede realizar una radiografía fiable del cuadro que tiene delante –todo lo contario al positivismo que registra los hechos y los toma como algo congelado que debe volverse a producir de forma mecánica–. En qué medida lo logre le permite ser un vector transformador –revolucionario– del estado de las cosas existentes. En cambio, el que actúa antes de reflexionar y afirma antes de confirmar es preso de una suerte de casualidades y tesis falsas que giran a su alrededor y que, en el supuesto más afortunado, pueden conducirle a emitir conclusiones acertadas, aunque sin saber explicar bien cómo ha llegado a ellas. Esto es normal, pues las más de las veces tal posición ha sido reproducida en base a la repetición mecánica de argumentos tradicionales, cuando no a una casualidad o favoritismo especial. En consecuencia, este segundo sujeto jamás podrá ser transformador de nada porque parte de una forma de conocer endeble. Ante los próximos fenómenos que se sucedan no será, ni mucho menos, garantía de nada, ya que actúa por impulsos, sentimentalismo o mitos». (Equipo de Bitácora (M-L), Fundamentos y propósitos, 2022)

Todos estos políticos, ideólogos, opinólogos, filósofos y economistas parten frecuentemente de una revisión errónea del carácter de nuestra época y sus leyes sociales que concluyen luego en sus descabelladas y desconcertantes nociones sobre los eventos de nuestro tiempo. De esta incomprensión sobre cómo opera el capitalismo, bien sea esta inconsciente o a propósito, se derivan luego teorías demagógicas y conspiranoicas como las que abanderan los llamados «antiglobalistas», entre los cuales, por supuesto, se encuentran en mayor o menor medida varios de los discípulos del buenismo, como Vox o los armesillistas. Véase el capítulo: «Las teorías conspiranoicas sobre el COVID-19» de 2021. 

Los tipejos como Sutherland, Illescas y Armesilla afirman constantemente que ellos son «marxistas» pero que no comparten la teoría de Lenin del imperialismo, su postura sobre cuestión nacional o su concepción del partido basado en el centralismo democrático, con lo cual, niegan tres de los ejes centrales de los aportes del leninismo a la doctrina marxista –o, mejor dicho, su aplicación y adecuación a cada momento concreto de la historia–. De nuevo, el haber estudiado a los anteriores revisionismos nos permite desenmascarar más fácilmente a sus sucedáneos. Por ejemplo, podemos ver similitudes entre las técnicas para negar las bases del marxismo-leninismo que usan los Sutherland, Illescas o Armesilla con las que usaban hace unas décadas atrás los eurocomunistas. Si uno lee las ediciones de «Nuestra Bandera», periódico del Partido Comunista de España (PCE) durante la época de Carrillo-Ibárruri, encontramos la publicación Nº92 de 1978 bajo el sospechoso título «Debate sobre el leninismo». Esta estaba dedicada a discutir si era apropiado considerar que las ideas del leninismo tenían vigencia en aquella década, mientras otros proponían discutir si directamente sus tesis alguna vez fueron justas. En resumidas cuentas, estos eran unos debates encaminados desde un principio a negar al leninismo para introducir de contrabando las ideas superadas en el movimiento comunista.

¿A qué nos referimos? A que los eurocomunistas utilizaron todo tipo de figuras revisionistas, incluyendo en el pack de Luxemburgo, Lukács, Korsch, Mao y Trotski, aun cuando estos ya habían sido refutados tiempo atrás por los representantes del marxismo-leninismo, tanto desde el plano teórico como en el campo de la práctica. Pero los eurocomunistas, una vez abierta la veda, también decidieron valerse de personajes por entonces muy de moda entre la «nueva izquierda europea»: es el caso de Bettelheim, Mariátegui, Guevara, Mandel, Ho, Althusser, Marcuse o Sartre. Los ideológicos más «cultos» del carrillismo se atrevían a asegurarnos que Lenin habría revisado de modo oportunista a Marx, justo como ahora pretenden hacernos creer Illescas y Sutherland. ¿Y qué hace Armesilla? ¿Eleva la apuesta? Por supuesto. Él no solo recupera los escritos de Luxemburgo, Mao, Guevara o Nin… sino también de Unamuno, Ortega y Gasset, Gustavo Bueno y demás morralla. De esta forma busca un «sano equilibrio» entre su rancio chovinismo y su lenguaje pseudorevolucionario.

Finalmente, hay que anotar otra curiosidad: en los estatutos del PCE de 1978 se cambió el término marxismo-leninismo por «marxismo-revolucionario». El señor Sutherland se contenta con lo mismo: primero reconoce que su Centro de Investigación y Formación Obrera (CIFO) propaga la línea ideológica reformista del Partido Comunista de Venezuela (PCV); después abraza como referencias el semimenchevismo de Rosa Luxemburgo y el trotskismo Mandel; y finalmente, después de tanto rodeo, cuando ya no quedan muchas dudas sobre sus inclinaciones, termina por autodenominarse públicamente como «marxista heterodoxo», un término cuanto menos chocante. Visto lo visto hasta aquí, existen infinidad de coincidencias que hemos venido encontrado entre los Carrillo-Ibárruri, Armesilla, Illescas y Sutherland. En el caso de este último, resulta que ese espíritu posibilista hizo que, pese a ser un «crítico» del chavismo, haya tenido sonadas aproximaciones al «socialismo del siglo XXI» por medio del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV). No por casualidad ha sido uno de sus ideólogos convocados para adiestrar tanto a los militantes del PSUV como del PCV. ¿Ahora se entiende por qué el chavismo y sus aliados nunca han estado ni siquiera cerca de superar el modelo capitalista?». (Equipo de Bitácora (M-L); El viejo chovinismo: la Escuela de Gustavo Bueno, 2021)

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