jueves, 14 de octubre de 2021

El buenismo como guardián del orden económico capitalista; Equipo de Bitácora (M-L), 2021

«La Escuela de Gustavo Bueno, también llamada «materialismo filosófico», pese a todas sus peroratas bajo una retórica «revolucionaria», nunca ha tenido entre sus pretensiones políticas el eliminar la propiedad privada sobre los medios de producción; siempre se ha valido de todo tipo de diatribas de la economía burguesa para justificar la explotación del hombre por el hombre. Este capítulo servirá para contraponer la postura marxista y antimarxista en los clásicos debates sobre «crisis económicas»«plusvalía»«fuerzas productivas»«materia fiscal», etc.

¿Tienen los trabajadores la culpa de las crisis económicas?

Para empezar, argumentando como un vulgar economista liberal, Gustavo Bueno se mofaba de todos nosotros señalando que:

«En un Estado de derecho, el trabajo es libre, la libertad de la famosa Revolución Francesa, entonces, el trabajador es libre para vender su fuerza de trabajo que es lo que tiene. (…) Si la fuerza de trabajo vale tanto». (Gustavo Bueno; Esbozo sobre las categorías de la economía política, 2010)

¿Han leído bien? El trabajador es «libre» de vender su «fuerza de trabajo», solo que claro, quizás el burgués también es «libre» de no requerir sus servicios y dejarlo vegetando en la cola del paro durante semanas, meses o años. El trabajador es «libre» –según los santísimos «derechos del hombre», sancionados en todas las cartas magnas burguesas– para elegir el oficio que guste –de nuevo, sin tener en cuenta el «detalle» de si puede o no costearse la formación requerida para el puesto–. El trabajador es, asimismo, «libre» de aceptar trabajar en otros tantos oficios que detesta y aguantar carros y carretas por necesidad personal y familiar. En pocas palabras: el trabajador goza de todas estas «libertades» porque estas parten de su rasgo más característico y que lo hace realmente «libre»: ser un sujeto desposeído de los medios de producción. ¡Maravilloso!

Quizás, derivado por su admiración hacia los jonsistas españoles, Bueno deja caer su carácter de esquirol y rompehuelgas, restaurando el papel honorífico del empresario, que, según él, ha sido demonizado injustamente:

«Parece que el empresario es una figura de un extorsionador, un tipo miserable, que está explotando a los trabajadores, mientras que los sindicatos son los que tienen la razón. (…) Y entonces los buenos y los malos. ¡No! (…) La razón de la crisis la tienen los trabajadores. ¡Claro que la tienen! (…) Como si los empresarios fuesen ratas que están explotándoles, coño, ¡montad una empresa vosotros! Protestan cuando una empresa se deslocaliza y se marcha a otro país. (…) ¡Pues cobrad menos! No tienen actitud política». (Gustavo Bueno; Conferencia de Gustavo Bueno, Esbozo de un epílogo a Ensayo sobre las categorías de la Economía Política, 2010)

Dejando a un lado el carácter amarillista de los grandes sindicatos españoles, este tipo de declaraciones alumbran lo que es el buenismo sin trampa ni cartón: el «amigo filosófico» de la patronal. Damas y caballeros, la culpa de los males sociales −paro, precariedad, externalización, subida de precios y demás− es principalmente de los trabajadores, porque algunos de ellos eligen tener a malos líderes sindicales reformistas como representantes −¿y qué ocurre con la gran mayoría de ellos, que no están sindicados?−, y también porque no aceptan cobrar el salario mínimo de Zimbabue con el coste de vida de España. ¡Qué insolidarios! ¡Vaya apátridas! 

Comencemos por la automatización de la producción –la llamada «mecanización»–. Como ya demostró Karl Marx en su ópera magna, «El Capital» (1867), así como en otras investigaciones, todo trabajo produce un excedente que, en el caso del modo de producción capitalista, por basarse en la propiedad privada sobre los medios de producción, es apropiado exclusivamente por el dueño de los mismos. Del mismo modo, la plusvalía misma es un fenómeno complejo que podemos dividir en dos tipos: «plusvalía relativa» y «plusvalía absoluta». 

En la producción capitalista, tenemos por un lado la llamada «plusvalía relativa», que en palabras de Marx «presupone un cambio en la productividad o intensidad del trabajo»; esta predomina sobre la «plusvalía absoluta», adquirida al aumentar las horas de jornada de trabajo. ¿Por qué ocurre de este modo? Debido a que las innovaciones técnicas no tienen un límite claro, como sí lo tiene el tiempo que un individuo puede dedicar a un trabajo durante un día para estar en condiciones de volverlo a realizar al día siguiente. Como el día tiene las horas contadas y se requiere el poder extraer un mayor volumen de productos por hora, es aquí donde entran en juego las innovaciones técnicas, que cada vez permiten con menor número de trabajadores producir más en menos del tiempo que antes requería el trabajo de una plantilla más numerosa. La necesidad de renovar la maquinaria para producir más y más plusvalía en un contexto de lucha entre capitalistas por las «oportunidades de negocio» −el control de los recursos y las cuotas de mercado− implica que la balanza entre «capital constante» −medios de producción− y «capital variable» −fuerza de trabajo− se incline cada vez más a favor del primero, que sustituye al segundo. Aquí es donde encontramos la razón de que el capitalista siempre busque reducir la plantilla de trabajadores de una forma u otra, sustituyéndolos por unas máquinas sobre las que estos trabajadores carecen de control.

Este sistema actual, deudor, al fin y al cabo, del acervo de conocimiento y fuerzas productivas del pasado, lleva aparejado en sus entrañas varias paradojas que hay que comentar. Por su propia idiosincrasia está obligado a buscar desesperadamente la propia expansión tecnológica, esa que finalmente arroja unos resultados increíbles en cuanto productividad o capacidad logística que, para el ciudadano común resultan asombrosas, verdaderos «prodigios del ser humano». Unas marcas que, sin duda, son sorprendentes y nos permiten superar los viejos límites del transporte, cálculo o redes de comercio respecto a los límites de hace dos mil años, dos siglos o dos años. Con el debido tiempo estas innovaciones normalmente se generalizan y resultan cada vez más accesibles y baratas. Pero he aquí el problema: son beneficiosos, pero lo son, sobre todo, a nivel empresarial, no tanto a nivel social −recuerden: el «progreso» en la sociedad de clases siempre es condicionado, no absoluto−. El por qué estos avances no son accesibles a todos los sectores productivos y el por qué no son aprovechados de forma inmediata por todas las regiones y habitantes es algo bien sencillo, y creemos que la respuesta a esto ya es conocida por todo el mundo: la competitividad privada y el «secreto empresarial». Si a esto le sumamos que diariamente −y en especial en cada crisis−, los empresarios no tienen problema en malgastar, sacrificar e incluso destruir tanto las fuerzas productivas como las mercancías que tanto han costado levantar, todo, a fin de salvar su negocio, el lector nos dará la razón sobre la incongruencia de mantener este tipo de sistema productivo irracional. 

«Esa solución no puede consistir sino en reconocer efectivamente la naturaleza social de las modernas fuerzas productivas, es decir, en poner el modo de apropiación y de intercambio en armonía con el carácter social de los medios de producción. Y esto no puede hacerse sino admitiendo que la sociedad tome abierta y directamente posesión de las fuerzas productivas que desbordan ya toda otra dirección que no sea la suya. Con eso el carácter social de los medios de producción y de los productos –que hoy se vuelve contra los productores mismos, rompe periódicamente el modo de producción y de intercambio y se impone sólo, violenta y destructoramente, como ciega ley natural– será utilizado con plena consciencia por los productores, y se transformará, de causa que es de perturbación y hundimiento periódico, en la más poderosa palanca de la producción misma». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)

Entiéndase que la «deslocalización industrial» solo es racional desde el punto de vista del bolsillo del empresario, no de toda la actividad social que ha intervenido en esa unidad de producción. Dicho de forma llana: al trabajador medio que ha estado derramando sudor y tiempo en esa empresa durante años o décadas, no le reporta nada positivo el que vaya a quedarse sin trabajo porque unos analistas le hayan prometido, en un pormenorizado estudio para su jefe, que los costes de la mano de obra serán menores llevándose la fábrica a Tombuctú; no le vale que le digan que la inestabilidad regional de aquí es mayor que en la del país caribeño donde están pensando en llevarse la producción; tampoco le consuela que el gobierno de un país puntero o una entidad supranacional con más recursos se disponga a subvencionar parte de los costes para atraer empleo; y mucho menos le satisface saber que en Latinoamérica el gobierno corrupto X ha aprobado una nueva legislación que le ofrece al propietario de la entidad extranjera suculentos descuentos en cuanto a impuestos. 

Todo esto que estamos relatando, al trabajador promedio ni le va ni le viene, en su caso él ha cumplido sobradamente en sus funciones como para no tener ninguna responsabilidad en los peros que pone el empresario para que él siga teniendo trabajo, que es su fuente de ingresos mensual para poder pagar la comida, la ropa y la hipoteca. Piensa que con su abnegación y rendimiento no tiene por qué sacrificar ahora su vida familiar y social mudándose a otro país o región donde por no conocer no conoce muchas veces ni el idioma, so pena de quedarse en el arroyo del desempleo, algo peligroso cuando uno ya está entrado en años. Inevitablemente, este tipo de cuestiones tan peliagudas acaban en huelgas, movilizaciones y choques entre los trabajadores y los propietarios, gerentes y esquiroles. Véase la obra: «Unas reflexiones sobre la huelga de los trabajadores de LM Windpower en El Bierzo» (2021).

Volviendo a lo que nos concierne, el Sr. Bueno no descarga ninguna responsabilidad sobre los magnates del ladrillo que propiciaron la «burbuja inmobiliaria», ni sobre los empresarios privados que arruinaron la gestión de las autopistas y tuvieron que ser rescatadas por el Estado, ni tampoco a los usureros que inflan los precios de la luz o quienes quiebran los bancos que también recibieron todo tipo de ayudas del erario público, por no mencionar ya la ruina económica que han causado los empresarios y gestores de los hospitales privatizados. ¡Claro, esos sí que son «honrados trabajadores y patriotas»! ¡Los que crean «puestos de trabajo» y «riqueza»! ¡Los que «sustentan la economía» sin la cual se arruinaría el país!

Parece que Marx y Engels se podrían haber ahorrado todo su trabajo invertido en sus obras porque las crisis, según Gustavo Bueno, son culpa de los asalariados, sea a causa de su envidia o su holgazanería. En realidad, señores buenistas, las crisis cíclicas del capital no son por fallos que puedan tener los trabajadores −o incluso los burgueses− que afecten a la producción. Justamente las crisis son debido a la sobreproducción de mercancías, es decir, son debido al pleno y correcto funcionamiento del capitalismo, pues llega un punto en que la inmensa cantidad de mercancías no puede ser absorbida por el mercado. Además, la sobreabundancia de mercancías inevitablemente lleva a la devaluación de estas, forzando a los capitalistas a producir muchas más de las que en el pasado necesitaban para mantener igual una ganancia que conseguían con una menor producción y circulación de mercancías. Cada capital privado pugna con los demás para dominar el mercado, y esto le obliga a producir más y producir más barato para expulsar a la competencia y a la vez no ser expulsado. Esto, como veremos, afecta a la tasa de ganancia y a su decrecimiento. Podemos calcular la tasa de ganancia de la siguiente forma: TG=p/(c+v)... siendo «TG» la tasa de ganancia, «p» la plusvalía total obtenida en el proceso de producción, «c» el capital constante –es decir: compra del capitalista de materias primas, medios de producción, etcétera– y «v» el capital variable –compra de mano de obra–. Simplemente se trata de una proporción de cuánta plusvalía obtiene el burgués en relación al capital invertido. 

A medida que avanzan las fuerzas productivas −nuevas técnicas de fabricación, nuevos materiales y herramientas, mejores formas de organización de la producción, avances científicos y demás−, el capitalista invertirá cada vez una proporción mayor en «capital constante» y cada vez menor en «capital variable», pues necesitará invertir cada vez una mayor cantidad en medios de producción, mejores instalaciones, maquinaria y demás, manteniendo un «capital variable» −trabajadores− igual o pudiendo reducirlo. El objetivo es fabricar más mercancías por una cantidad menor de trabajo, y por lo tanto, vender más y más barato. A su vez, los demás capitales privados, deberán ponerse al mismo nivel para no ser apartados del mercado —o en su defecto, absorbidos por la competencia—, así que el capital mínimo general para poder entrar en el mercado y ser competitivo deberá ser cada vez mayor. Esto, aparte de limitar la entrada de nuevos capitales menores en el mercado, hace que poco a poco, cada capitalista obtenga un porcentaje de beneficio mucho menor. A su vez la tasa de ganancia media tenderá a la baja, pues según la propia fórmula, cada capitalista obtendrá una menor cantidad de plusvalía en relación al capital invertido −cabe destacar que no es que el capitalista deje de acumular riqueza, sino que cada vez recibe una ganancia menor por su inversión inicial−. Esto es debido a que, aunque el capital constante aumente, el decrecimiento del capital variable es mayor. Además, el decrecimiento del capital variable lleva también al decrecimiento de la fuerza de trabajo a disposición del capitalista, por lo que la plusvalía extraída en el proceso de producción es aún menor, quedando así la tasa de ganancia sumamente alterada. 

Esto, como hemos visto, también significa que por el mismo tiempo ahora se producirán más mercancías –además, cada una necesitará de una cantidad menor de trabajo que antes, así que su valor también bajará−. Entonces, para que el capital se revalorice, cada capitalista deberá vender más y más hasta que los consumidores no puedan absorber tal cantidad de mercancías, haciendo que los capitales no se revaloricen y se produzcan enormes pérdidas, quebrando empresas, desapareciendo empleos, etc. El propio afán inmediato de cada burgués para no ser expulsado del mercado y seguir obteniendo más ganancias, hace que se perpetúe esta tendencia. Insistimos, esto en ningún momento es una anomalía del sistema, es lo normal: las empresas que tuvieran mayor capital, una diversificación mayor de la producción o se hubieran procurado de tener más contactos entre las altas esferas políticas, una vez pasada la tormenta de la crisis, estarán en mejor posición de acabar absorbiendo mayor cantidad de mercado, eliminando en una nueva tanda a las empresas de la competencia que no pudieron aguantar el embate y acelerando el proceso inevitable de la acumulación de la riqueza.

Las siguientes gráficas, expuestas en el estudio de la ley de tendencia decreciente de la tasa de ganancia por parte de Esteban Ezequiel Maito, ilustran perfectamente lo que venimos a decir. En la primera se muestra «La tasa media de ganancia en los países centrales»:


En la segunda se muestra «La tasa media en Alemania, Gran Bretaña y Estados»: 

Incluso la economía china –tan alabada por el señor Armesilla–, no se escapa de esta tendencia:


Esto provoca que los capitalistas deban luchar cada vez de forma más salvaje para mantener sus ganancias. Y todo esto sin contar por supuesto, con las crisis provocadas o aceleradas por el capital ficticio, la bolsa y la especulación.

El empresario, ¿un ser superior para el «materialismo filosófico»?

Por si esto no fuese suficientemente vomitivo, el gustavobuenismo también rezuma un elitismo clasista muy orteguiano:

«Tienen la insolencia de considerarse iguales a los empresarios cuando son distintos, no saben. Para ser un empresario no solo tienes que tener una audacia, sino unos conocimientos, muchas cosas». (Gustavo Bueno; Esbozo sobre las categorías de la economía política, 2010)

El empresario, de hecho, es tan inteligente y está tan por encima del populacho que debe contratar a gestores asalariados para que dirijan la empresa por él. Se requiere de mucha audacia para ordenar a alguien que haga el trabajo por ti a cambio de un dinero que has conseguido, en última instancia, de este mismo trabajo ajeno. Desde luego, visto lo visto, en efecto, el capitalista no es ni mucho menos la pieza de la que no se puede prescindir en el proceso de la producción. Y, por supuesto, el empresario y el trabajador no son iguales. Uno se gana su propio pan con el sudor de su frente y otro se lleva una porción del mismo por gracia del santísimo derecho que le otorga el haber sido él quien obliga al primero a trabajar para su empresa, escudado en las necesidades humanas.

Efectivamente, el nivel cultural, la inteligencia y la capacidad de razonamiento no es igual entre todos: el señor Bueno fue el ejemplo perfecto de que, pese a codearse con la «flor y nata» de la «intelectualidad española» nunca produjo más que paparruchas, pues tal y como el idolatrado Ortega y Gasset, se contentó con que una pequeña legión de fieles le acompañase mientras la infinita mayoría del pueblo no quería saber de él y sus cuentos. Pero ya que el Sr. Bueno no está entre nosotros, mejor dejemos que otro que ya no está presente, responda a este imbécil, alguien que verdaderamente fue una eminencia en su campo, la medicina, Jaime Vera:

«Sin metáfora alguna afirmamos que el obrero está supeditado económica y políticamente a la clase poseedora; que la libertad no se ha conquistado para él; que aún existe la estratificación de clases, y que la trabajadora está debajo sufriendo la tiránica pesadumbre de la clase poseyente; que si ha cambiado de forma las relaciones entre las clases poseedoras y la clase que viene desnuda de todas armas a la lucha por su existencia, subsisten en el fondo y la esencia de esas relaciones, por cuya virtud, o, mejor, por cuyo vicio, una parte de la humanidad se alza con el dominio que le da el trabajo ajeno. (...) La incultura de la clase obrera −como toda otra esclavitud, y no es esta la menos dolorosa− de la supeditación económica depende; muchos son ignorantes porque son obreros. ¿Acaso la distribución de los hombres en clases se hace por sus aptitudes mentales? ¿Acaso los obreros son hombres de otra raza intelectualmente inferiores a los poseedores del capital? Ahí está la realidad para demostrar lo contrario. (...) A pesar de las enseñanzas de la ciencia positiva y de las corrientes avasalladoras del pensamiento moderno, no habéis podido desechar de vuestros cerebros la herrumbre de las concepciones estáticas de la naturaleza y la humanidad. ¡Buena idea de progreso la vuestra, que sólo concebís el cambio en lo accesorio, en lo puramente formal o exterior, sin acertar a comprender que la evolución alcance en la naturaleza o a los caracteres fundamentales de tipo orgánico, y en la humanidad al fondo mismo de las relaciones sociales!». (Jaime Vera López; Informe ante la comisión de reformas sociales, 1884)

¿Necesitó el marxismo valerse de «conceptos metafísicos» para justificar la «lucha de clases»?

Junto a las lindezas del Sr. Bueno que acabamos de leer, están los «fallos del marxismo» que este ilustre pensador nos legó. Enfatizando en los conceptos «inventados» y «metafísicos» del marxismo, como el «plustrabajo» y la «plusvalía»:

«¿De dónde sale ese incremento del valor? ¿Ese incremento de dinero? Marx encuentra que solo puede salir del sobretrabajo, entonces se lo inventa. (…) El plustrabajo es un concepto metafísico. (…) Se supone que está ahí pero no está demostrado». (Gustavo Bueno; Esbozo sobre las categorías de la economía política, 2010)

En primer lugar, no hay mayor idealismo que pensar que sin la existencia de un concepto concreto el ser humano se perdería en las tinieblas, que dejaría de estar en capacidad de dominar todo lo que rodea a dicho fenómeno o de explicarlo racionalmente, como si en el estadio que hemos alcanzado lingüísticamente no existieran cien sinónimos o como si acaso hubiera algo que nos impidiese las pertinentes explicaciones que le podemos dar a un concepto, a una manifestación. Claro que el marxismo −si así quisiese− podría «eliminar» mecánicamente del vocabulario que utiliza algunos conceptos «propios» y «ajenos», pero seguiría pudiendo referirse y explicar los fenómenos naturales. Esto es así porque en todo momento nos podemos valer de las variadas herramientas que nos ha legado el rico desarrollo del lenguaje. Lo que no podríamos hacer es seguir suprimiendo palabras arbitrariamente hasta quedarnos sin vocabulario y así acabar en el mero balbuceo para comunicarnos, de ahí la importancia del lenguaje histórico que se ha ido acumulando y perfeccionando en cada etapa. Evidentemente, a mayor riqueza −en cuanto a vocabulario y reglas gramaticales− mayores herramientas otorga a esa comunidad humana para comunicarse y producir toda una gama de variedades en campos como la música, la literatura o la poesía. Resulta harto clarividente para cualquiera que no necesitamos ni la totalidad de «El Capital» (1867) de Marx, ni limitarnos a las palabras y ejemplos de Lenin en «Imperialismo fase superior del capitalismo» (1916), para explicar de manera científica a un obrero de hoy qué es la plusvalía, la enajenación del trabajo, por qué se producen la formación de monopolios o las guerras imperialistas; y esto es cierto de la misma manera que, al fin y al cabo, tampoco podemos abstraernos completamente de los descubrimientos y confirmaciones que ambos pensadores realizaron sobre todos estos campos, porque estaríamos yendo contra la realidad misma, contra la esencia de estos fenómenos que ellos subrayaron y que hoy mantienen absoluta vigencia.

En segundo lugar, el plustrabajo, aunque sea un misterio para los buenistas, es de fácil deducción. ¿Produce el ser humano en una hora más de lo que requeriría para mantenerse vivo durante el mismo tiempo? Sí; y esto es algo inherente a cualquier ser vivo si es que quiere mantener semejante apelativo y no perecer. La particularidad del trabajo humano es que no hace acopio exclusivo de los bienes encontrados como tales en la naturaleza para el consumo inmediato, sino que los transforma de forma generalizada para el consumo posterior. Esto hace posible que hablemos de fuerza productiva, que persigue a las siempre crecientes necesidades sociales de reproducción. El incremento consiguiente en las fuerzas productivas de las sociedades humanas deja fuera de toda duda la capacidad de nuestra especie para producir en cierto tiempo más de lo necesario para reproducirse durante el mismo. Y si centramos la vista en el proceso de producción capitalista, veremos que esto se traduce en que el proletariado, una vez es contratado por el capitalista vendiendo su fuerza de trabajo, este último dispone de las habilidades del primero para usarlo durante un determinado tiempo. Y bien, ¿qué ocurre aquí? El proletario produce el valor necesario para mantenerse con vida durante una fracción de la jornada de trabajo total, siendo que esta jornada se extiende más allá de estas necesidades vitales del proletariado porque, como hemos explicado, con el trabajo de unas pocas horas puede mantenerse con vida −y, por ello, seguir produciendo− durante más tiempo sin afectar a su descanso. Marx, por ello, dividía la jornada de trabajo en: a) trabajo necesario; b) plustrabajo. El tiempo de trabajo que se extiende más allá de la producción de los bienes necesarios para mantener con vida al proletariado va a parar, gratuitamente, al capitalista. Esto es lo que se conoce como explotación.

En otra ocasión, el filósofo riojano nos daría la «solución» para comprender de dónde sale ese plusvalor:

«¿Por qué obtiene más dinero el capitalista? (…) Porque la mercancía que ha obtenido puede tener mucha demanda y encarecerla, entonces la plusvalía viene del propio mercado no del plustrabajo». (Gustavo Bueno; Esbozo sobre las categorías de la economía política, 2010)

Vaya, de nuevo, parece que el viejo sofista no tenía nada demasiado novedoso que ofrecernos. Como si la cantinela de la «riqueza ganada en el intercambio» fuera original. Pero, según el marxismo, ¿de dónde procede esa plusvalía?:

«No puede deberse a que el comprador compre las mercancías por debajo de su valor, ni a que el vendedor las venda por encima de él. Pues en ambos casos se igualan las ganancias y pérdidas de los individuos, en la que cada uno de ellos es alternativamente comprador y vendedor. Tampoco puede proceder de extorsiones, pues la extorsión, aunque puede sin duda enriquecer a uno a costa de otro, no puede aumentar la suma total poseída por ambos, ni tampoco, por tanto, la suma de los valores en circulación. «La totalidad de la clase capitalista de un país no puede perjudicarse a sí misma». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)

¿Entonces? Veamos, si en el intercambio de mercancías capitalista eliminamos de la ecuación, como hace Bueno, la cantidad de trabajo para tratarlas, estamos dando por hecho que la mercancía se produce sola, lo cual es absurdo, por tanto, el concepto plustrabajo dentro de una sociedad de clases y de explotación de unos hombres sobre otros, no solo es lógico, sino inevitable. La oferta y la demanda afectan a posteriori al precio de una mercancía, pero no a su valor, que actúa en primera instancia. El precio es solo una equivalencia en forma de dinero del valor real cristalizado en la mercancía, y ese valor, viene del trabajo humano aplicado en la mercancía durante su confección.

Pero como el señor Bueno no comprende nada de esto, para él la relación capitalista-asalariado es del todo justa, la celebra, quizás porque de su mente obtusa nunca pudo aspirar a mucho más:

«Si el trabajo recibe una remuneración durante 8h de trabajo. (…) A las 4h ya ha satisfecho su negocio, y entonces el resto de horas las ha robado el capitalista, pero sin darse cuenta. (…) Pero eso no es injusto, desde el punto de vista económico es como tiene que ser, porque si el capitalista da más dinero se arruina, o por lo menos gana menos y no tiene por qué, porque si no, ¿para qué quiere invertir? (…) Hay aquí un asunto sumamente oscuro que está en el origen de toda teoría del comunismo». (Gustavo Bueno; Esbozo sobre las categorías de la economía política, 2010)

El capitalista se apropia gratuitamente de una parte de la jornada de trabajo. Se gastan fuerzas productivas de más en garantizarle el sustento debido a que él mismo no forma parte de las fuerzas productivas, sino que se las apropia en su propio beneficio. Y esto, claro, no es «injusto»… al menos desde el punto de vista del propio capitalista –lo que hace que sobren las palabras a la hora de señalar en qué campo se sitúa Gustavo Bueno–. El hecho reconocido de que o el capitalista aumenta la diferencia entre la jornada de trabajo necesario y la jornada al completo o se arruina es una muestra de las contradicciones inherentes a este modo de producción: el sustento de unos depende de que el de otros no pueda satisfacerse. Pero resulta que para los buenistas esta obviedad es un «asunto oscuro». Ese «asunto oscuro» no es ni más ni menos que el hecho de que:

«[El obrero] tiene que vender su fuerza de trabajo a un capitalista. Si la vende por tres chelines diarios o por dieciocho chelines semanales, la vende por su valor. Supongamos que se trata de un hilador. Si trabaja seis horas al día, incorporará al algodón diariamente un valor de tres chelines. Este valor diariamente incorporado por él representaría un equivalente exacto del salario o precio de su fuerza de trabajo que se le abona diariamente. Pero en este caso no afluiría al capitalista ninguna plusvalía o plusproducto. Aquí es donde tropezamos con la verdadera dificultad. Al comprar la fuerza de trabajo del obrero y pagarla por su valor, el capitalista adquiere, como cualquier otro comprador, el derecho a consumir o usar la mercancía comprada. La fuerza de trabajo de un hombre se consume o se usa poniéndole a trabajar, ni más ni menos que una máquina se consume o se usa haciéndola funcionar. Por tanto, el capitalista, al pagar el valor diario o semanal de la fuerza de trabajo del obrero, adquiere el derecho a servirse de ella o a hacerla trabajar durante todo el día o toda la semana. (…) El capitalista, al pagar el valor diario o semanal de la fuerza de trabajo del hilador, adquiere el derecho a usarla durante todo el día o toda la semana. Le hará trabajar, por tanto, supongamos, doce horas diarias. Es decir, que sobre y por encima de las seis horas necesarias para reponer su salario, o el valor de su fuerza de trabajo, tendrá que trabajar otras seis horas, que llamaré horas de plustrabajo, y este plustrabajo se traducirá en una plusvalía y en un plusproducto». (Karl Marx; Salario, precio y ganancia, 1865)

Esta situación de explotación vinculada con el plustrabajo ni siquiera es un fenómeno exclusivo del modo de producción capitalista, sino que:

«Dondequiera que una parte de la sociedad ejerce el monopolio de los medios de producción, el trabajador, libre o no, se ve obligado a añadir al tiempo de trabajo necesario para su propia subsistencia tiempo de trabajo excedentario y producir así los medios de subsistencia para el propietario de los medios de producción, ya sea ese propietario un aristócrata ateniense, el teócrata etrusco, un ciudadano romano, el barón normando, el esclavista norteamericano, el boyardo valaco, el terrateniente moderno o el capitalista». (Karl Marx; El capital, Tomo I, 1867) 

Además, Marx advierte:

«La cuota de plusvalía dependerá, si las demás circunstancias permanecen invariables, de la proporción existente entre la parte de la jornada de trabajo necesaria para reproducir el valor de la fuerza de trabajo y el plustiempo o plustrabajo destinado al capitalista». (Karl Marx; Salario, precio y ganancia, 1865)

¿Cuáles son esas «circunstancias»? La variabilidad dependerá también del «secreto comercial», el «secreto de fábrica», la aparición de monopolios, como explica brevemente en su obra primogénita: «Manuscritos económicos y filosóficos» (1844). Al mercado le es indiferente en qué condiciones ha sido creada la mercancía, por eso los productores que hayan invertido mayor tiempo de trabajo y hayan desarrollado su labor en unas condiciones insalubres, a lo sumo podrán satisfacer una parte de los gastos con la venta de su mercancía, e incluso por debajo de su precio, pues la capacidad de margen de maniobra será mínima frente a sus competidores aventajados; por el contrario, quienes estén a la última en cuanto a técnica, podrán reducir el tiempo de trabajo invertido en producir cada mercancía, pudiendo producirlas en mayor número, garantizando un precio menor al de la competencia y copando el mercado en número, por lo que acabarán contribuyendo a la ruina del primero. Para maximizar sus beneficios, los productores de mercancías deciden diversificar su producción entrando en la producción de varias mercancías diferentes; otros producen según sus estimaciones sobre la demanda que calculan a partir del público; mientras que otros venden sus medios de producción y prueban suerte en otras ramas. Esto denota el caos y la espontaneidad que existe dentro de la competencia capitalista.

 ¿Son lo mismo los «medios de producción» que los «bienes privados»?

El señor Bueno también volvería a justificar sus «reticencias» al marxismo recurriendo a varios mitos de la economía política burguesa refutados hace siglos. Acusó a los marxistas de no dejar claro qué objetos ocuparían esa «propiedad privada sobre los medios de producción»:

«Por otra parte, la distinción entre propiedad de los medios de producción y propiedad privada de «bienes personales», discurre por fronteras sumamente imprecisas, pero que están vinculadas precisamente a los propios contornos que constituyen la individualidad personal. Puede considerarse como enteramente utópica la posibilidad de la maduración de una individualidad personal en un enjambre colectivista en el que toda huella de propiedad privada exterior quedase abolida». (Gustavo Bueno; Principios de una teoría filosófico política materialista, 1995)

Aquí hay varios equívocos comunes a todo aquel que conozca a Marx solo de pasada. En primer lugar, ¿una fábrica, un habitáculo cualquiera, un tenedor, un reloj, un bolígrafo, una estatuilla de madera tallada por mí en mis ratos libres, mi guitarra, mis cuadros pintados y colocados en el trastero son todos ellos bienes personales y/o a la vez medios de producción privados? Entiéndase qué absurdo y abstracto sería plantearlo de ese modo. Naturalmente que el marxismo no cae en ello, dado que entiende la evolución económica e histórica.

Un palo o un canto tallado bien podrían servir como «medios de producción» en la Prehistoria; inicialmente objetos como lanzas o un sílex fueron «herramientas colectivas» bajo un régimen comunal de producción. La debilidad de estos grupos humanos ante la naturaleza los predisponía a mantener un nivel de cooperación simple para sobrevivir, y dado que su nivel de producción general era bajo, la distribución de los productos debía de ser parejo para sus miembros para asegurar su subsistencia. Por resumirlo y simplificar un proceso de milenios, diremos que las más importantes de estas herramientas acabaron «privatizándose» por el desarrollo social que impuso la división del trabajo, remarcándose el carácter personal de estas, y al desarrollo del intercambio de productos con otras comunidades. Entonces, ¿todo «medio de producción» es de por sí «capital»? No, en palabras de Marx, el dinero o los artículos de consumo hay que «convertirlos en capital», y para ello debe darse algo fundamental: los poseedores de dinero, medios de producción y artículos de consumo deben entrar en contacto con los trabajadores; y por lo tanto también es necesario que estos segundos estén dispuestos, o más bien obligados, a vender su fuerza de trabajo trabajando en la producción de mercancías para el capitalista, pues es la única forma que tendrán luego de comprar los medios necesarios para vivir y seguir trabajando al día siguiente. 

Por eso, como explica muy acertadamente Engels en su obra «Del socialismo utópico al socialismo científico» (1880), el campesino medieval, las más de las veces llevaba a cabo un «trabajo personal» con «materias primas de su propiedad», producidas no pocas veces por él mismo, con sus propios medios de trabajo y elaborados con su propio trabajo manual o el de su familia, no pudiendo existir una disputa igual de honda «sobre a quién debía pertenecer los productos del trabajo» a como sí ocurre con el proletariado en la era industrial. Esto no borra, por supuesto, los choques que existían entre los pequeños y grandes propietarios, entre los pequeños propietarios y el gobierno, los impuestos reales, eclesiásticos, etc.

Toda esta cuestión que al señor Bueno parece que le fue harto complicado entender, Marx la resumió en un párrafo tan simple como excelente:

«Una cosa puede ser valor de uso y no ser valor. Es éste el caso cuando su utilidad para el hombre no ha sido mediada por el trabajo. Ocurre ello con el aire, la tierra virgen, las praderas y bosques naturales, etc. Una cosa puede ser útil, y además producto del trabajo humano, y no ser mercancía. Quien, con su producto, satisface su propia necesidad, indudablemente crea un valor de uso, pero no una mercancía. Para producir una mercancía, no sólo debe producir valor de uso, sino valores de uso para otros, valores de uso sociales. [F. E.: Y no sólo, en rigor, para otros]. El campesino medieval producía para el señor feudal el trigo del tributo, y para el cura el del diezmo. Pero ni el trigo del tributo ni el del diezmo se convertían en mercancías por el hecho de ser producidos para otros. Para transformarse en mercancía, el producto ha de transferirse a través del intercambio a quien se sirve de él como valor de uso. Por último, ninguna cosa  puede ser valor si no es un objeto para el uso. Si es inútil, también será inútil el trabajo contenido en ella; no se contará como trabajo y no constituirá valor alguno». (Karl Marx; El capital, Tomo I, 1867) 

En segundo lugar, volvamos a la era de las cavernas: aquel ser que utilizase un palo para alcanzar las frutas más lejanas en un árbol, aquel que utilizase todo tipo de herramientas creadas o modificadas por el ser humano para darle forma acabada a un producto de la naturaleza, estaba valiéndose de unos «medios de producción», pero si estos productos eran destinados para el autoconsumo, no estaban creando mercancías con estas herramientas. ¿Por qué? Porque no se puede considerar cualquier cosa como mercancía si su fin no es el ser intercambiado en el mercado: 

«Para producir una mercancía hay que invertir en ella o incorporar a ella una determinada cantidad de trabajo. Y no simplemente trabajo, sino trabajo social. El que produce un objeto para su uso personal y directo, para consumirlo él mismo, crea un producto, pero no una mercancía. Como productor que se mantiene a sí mismo no tiene nada que ver con la sociedad». (Karl Marx; Salario, precio y ganancia, 1865)

Recomendamos al lector adentrarse en las diferencias en cuanto a trabajo «productivo» e «improductivo», aquel que revaloriza el capital y aquel que no, nociones que se explicarían en los textos inacabados de Marx: «Teorías sobre la plusvalía» (1863), que a su vez debía ser el Tomo IV para su obra magna «El Capital» (1867). Gustavo Bueno, por el contrario, ni siquiera parece entender la palabra «producción». ¿Qué diferencia un bien personal de un medio de producción? Precisamente si se emplea para producir otros bienes. De este modo, el consumo de estos bienes puede ser privado, de cada cual, mientras que su producción puede ser colectiva. No existe ninguna delgada línea que separe ambas esferas, incluso si reconocemos que el modo de producción determina el modo en que se distribuye y consume la producción misma. Esto último, sin embargo, no complica el asunto más que a los ojos de un filósofo que busca cualquier excusa para justificar la perennidad inexistente de la propiedad privada sobre los medios de producción, que al nacer y llegar a existir parte asimismo del hecho de que antes de esto no existió y de que, por tanto, no tiene por qué existir en el futuro. Todo nace y muere; se encuentra en constante cambio, olvida el que acusa al marxismo de metafísico o utópico cada vez que puede.

La producción colectiva abre la puerta a nuevas formas de consumo de los bienes en común, pero esto no convierte a los bienes de consumo en medios de producción de por sí, igual que una naranja puede ser consumida como bien de consumo o empleada como materia prima para la fabricación de zumo de naranja, lo cual no depende de que la haya adquirido un individuo para sí y sea propiedad suya, sino de si se emplea para la producción. No es tan difícil, señores buenistas. Del mismo modo, la producción colectiva parte de las máximas ya señaladas por Marx, según en qué fase de desarrollo se encuentre: «de cada cual, según sus capacidades, a cada cual según su trabajo» y «de cada cual, según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades». En el trabajo, si bien las capacidades de cada individuo pueden estar marcadas por características individuales, nunca son producto de la individualidad, ya que todos los miembros de una sociedad colaboran en la producción y, con ello, en el sustento de todos. Nadie que pueda trabajar vive sin trabajar para sí y para la comunidad.

En resumidas cuentas, los medios de producción son las máquinas, tierras, herramientas… todos aquellos instrumentos necesarios para producir bienes y servicios. El proletariado, al estar privado de los medios de producción, tarde o temprano se ve obligado a interactuar con ellos en la producción social, pero no tiene poder de decisión sobre el producto final en el que interviene, pues ni él ni sus homólogos que crean la riqueza con el trabajo deciden qué tipo de mercancías producen ni cómo se distribuyen, sino que, simplemente, el proletariado vende su «fuerza de trabajo», es decir, sus habilidades, para trabajar en un producto elegido por el capitalista a cambio de un salario que le permita subsistir, fin. La mayoría de las veces, el trabajador ni siquiera está faenando en el oficio que desea desarrollar sus capacidades. Entonces, que sean «medios de producción privados» depende de si son usados para explotar a otros seres, si inducen a una enajenación del trabajador hacia el producto que obra. 

Como explica Marx en su capítulo: «Maquinaria y gran industria» de su obra «El Capital» (1867), aunque los pensadores de la Antigua Grecia así lo pensasen, estaban muy equivocados con la idea de que con la creación de máquinas «ni el maestro necesitaría ayudantes, ni el señor esclavos». La historia derribó estos pronósticos tan optimistas. La aparición de máquinas o de herramientas y artilugios más sofisticados, ciertamente reducen el tiempo de trabajo para la producción de una mercancía y, por ende, el esfuerzo y el número mismo de obreros, rehusando ahora de parte de ellos, así que los que aún se emplean son obligados a aumentar su jornada laboral. Esto es utilizado por el capitalista hasta que la competencia logra adquirir unos baremos parecidos, donde de nuevo, el factor determinante no será la máquina sino la destreza de esa fuerza que hace funcionar a la máquina: el trabajador. Este proceso implica que los competidores no adscritos a esta mecanización y actualización progresiva pierdan productividad −deben pagar más trabajadores y mantener el mismo rendimiento productivo− y, por ende, sean desplazados del mercado, algo que también ocurre a nivel internacional entre empresas y gobiernos poco competitivos, los cuales se verán obligados a vender más caro o reducir costes de otras formas.

Hay que entender que la jornada de trabajo no depende de cuántos obreros haya empleados. En épocas donde la jornada de trabajo llegaba a las 12h, el número relativo de trabajadores, precisamente por el bajo nivel de mecanización en comparación con la actualidad, era mayor. La mecanización puede facilitar que la jornada laboral sea mayor y que haya menos obreros empleados, pero lo que más favorece es el aumento de la plusvalía relativa, que permite incrementar la productividad reduciendo el número de obreros y la longitud de la jornada laboral. Menos obreros, por tanto, no tiene por qué ser igual a mayores jornadas laborales. Lo que ha ocurrido con la mecanización a lo largo de la historia es que el capital constante le ha ido comiendo terreno al capital variable. 

Como no se puede aumentar hasta el infinito el número de horas de la jornada laboral hasta matar a los trabajadores de cansancio, el capitalista tiene ese «pequeño problema», puesto que los obreros luchan en sus demandas por la reducción de las jornadas laborales, una mayor seguridad laboral, la conciliación entre vida laboral y personal, etc. Históricamente, la forma más extendida entre los capitalistas para aumentar la plusvalía era mediante el aumento de la «plusvalía absoluta», es decir, en el periodo manufacturero se hacía trabajar muchas horas al trabajador para aumentar el trabajo excedente respecto el trabajo necesario −véase el capítulo «La jornada laboral» de la obra «El Capital» (1867)−, siendo este el fenómeno que más se presenciaba durante el capitalismo premonopolista. Esto, evidentemente, se da aun hoy en día, sobre todo en países más pobres o en sectores muy precarios con poca organización de los trabajadores, como ha sido por ejemplo en España la hostelería, aunque tarde o temprano el hartazgo produce movilizaciones, autoorganización y exigencias que pugnan contra estos métodos infrahumanos de trabajo −véase en España las luchas por limitar la jornada semanal a 40h y demás−, siendo esta quizás la forma espontánea y primitiva de los asalariados para defender sus intereses inmediatos. Pero ahora, con los grandes avances tecnológicos del capitalismo monopolista en los últimos años −sobre todo teniendo en cuenta el alto grado de mecanización con herramientas como la informática y sus continuos avances− el aumento de la extracción de plusvalía se da sobre todo con la «plusvalía relativa», es decir, reduciendo el trabajo necesario para la producción de una mercancía, aumentando igualmente la relación entre trabajo excedente y necesario pero sin necesidad de aumentar las horas de trabajo totales de la jornada laboral. 

Todo esto entronca con otra cuestión clave: en una sociedad altamente desarrollada, como la actual, pretender volver a una «propiedad privada» de «libre trabajo personal», como la del campesino individual de la Edad Media con su paupérrimo nivel de desarrollo de fuerzas productivas, sería un despropósito, pues la:

«Competencia genera concentración de capital, monopolios, sociedades anónimas. (…) El intercambio privado genera el comercio mundial, la independencia privada genera la total dependencia del llamado mercado mundial. (…) La división del trabajo genera aglomeración, coordinación, cooperación. (…) La antítesis de los intereses privados genera intereses de clase». (Karl Marx; Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, 1858)

Todo aquel que es ignorante en economía política, o, mejor dicho, que opera bajo el pensamiento metafísico del idealismo burgués, tiende a ignorar u olvidar que el capitalismo moderno nace de:

«La expropiación del productor directo, esto es, la disolución de la propiedad privada fundada en el trabajo propio. (...) Al alcanzar cierto grado de su desarrollo, genera los medios materiales de su propia destrucción. (...) Su aniquilamiento, la transformación de los medios de producción individuales y dispersos en socialmente concentrados, y por consiguiente la conversión de la propiedad raquítica de muchos en propiedad masiva de unos pocos, y por tanto la expropiación que despoja de la tierra y de los medios de subsistencia e instrumentos de trabajo a la gran masa del pueblo, esa expropiación terrible y dificultosa de las masas populares, constituye la prehistoria del capital. [Y] comprende una serie de métodos violentos». (Karl Marx; El capital, Tomo I, 1867)

Como Engels explica en su capítulo: «Cuestiones teóricas» de la obra de «Anti-Dühring» (1878), la actual economía capitalista elabora la mayoría de los productos socialmente, esto significa que para tal fin se necesita de toda una serie de redes de trabajadores y sectores económicos estrechamente vinculados para producir y distribuir el producto, pero pese a esas características la propiedad de los medios de producción no es propiedad social sino privada. Por esto mismo:

«Paralelamente a esta concentración, o a la expropiación de muchos capitalistas por pocos, se desarrollan en escala cada vez más amplia la forma cooperativa del proceso laboral, la aplicación tecnológica consciente de la ciencia, la explotación colectiva planificada de la tierra, la transformación de los medios de trabajo en medios de trabajo que sólo son utilizables colectivamente, la economización de todos los medios de producción gracias a su uso como medios de producción colectivos del trabajo social, combinado. La concentración de los medios de producción y la socialización del trabajo alcanzan un punto en que son incompatibles con su corteza capitalista». (Karl Marx; El capital, Tomo I, 1867)

No hay mejor sentencia contra los defensores de la propiedad privada en los medios de producción sociales que la que sigue:

«Os aterráis de que queramos abolir la propiedad privada, ¡cómo si ya en el seno de vuestra sociedad actual, la propiedad privada no estuviese abolida para nueve décimas partes de la población, como si no existiese precisamente a costa de no existir para esas nueve décimas partes! 

¿Qué es, pues, lo que en rigor nos reprocháis? Querer destruir un régimen de propiedad que tiene por necesaria condición el despojo de la inmensa mayoría de la sociedad. Nos reprocháis, para decirlo de una vez, querer abolir vuestra propiedad. Pues sí, a eso es a lo que aspiramos. 

Para vosotros, desde el momento en que el trabajo no pueda convertirse ya en capital, en dinero, en renta, en un poder social monopolizable; desde el momento en que la propiedad personal no pueda ya trocarse en propiedad burguesa, la persona no existe. Con eso confesáis que para vosotros no hay más persona que el burgués, el capitalista. Pues bien, la personalidad así concebida es la que nosotros aspiramos a destruir. 

El comunismo no priva a nadie del poder de apropiarse productos sociales; lo único que no admite es el poder de usurpar por medio de esta apropiación el trabajo ajeno». (Karl Marx y Friedrich Engels; El Manifiesto Comunista, 1848)

Quizás los buenistas más honestos deberían empezar por repasar un clásico del socialismo científico, «El Manifiesto del Partido Comunista» (1848), quizás con fortuna algún día lleguen a despejar sus dudas ante el cúmulo de memeces concatenadas en tan pocas líneas por su ídolo a la hora de hablar sobre el «marxismo», sus «limitaciones» y aspectos más «oscuros»:

«¿O queréis referimos a la moderna propiedad privada de la burguesía?

Decidnos: ¿es que el trabajo asalariado, el trabajo de proletario, le rinde propiedad? No, ni mucho menos. Lo que rinde es capital, esa forma de propiedad que se nutre de la explotación del trabajo asalariado, que sólo puede crecer y multiplicarse a condición de engendrar nuevo trabajo asalariado para hacerlo también objeto de su explotación. La propiedad, en la forma que hoy presenta, no admite salida a este antagonismo del capital y el trabajo asalariado. Detengámonos un momento a contemplar los dos términos de la antítesis.

Ser capitalista es ocupar un puesto, no simplemente personal, sino social, en el proceso de la producción. El capital es un producto colectivo y no puede ponerse en marcha más que por la cooperación de muchos individuos, y aún cabría decir que, en rigor, esta cooperación abarca la actividad común de todos los individuos de la sociedad. El capital no es, pues, un patrimonio personal, sino una potencia social.

Los que, por tanto, aspiramos a convertir el capital en propiedad colectiva, común a todos los miembros de la sociedad, no aspiramos a convertir en colectiva una riqueza personal. A lo único que aspiramos es a transformar el carácter colectivo de la propiedad, a despojarla de su carácter de clase.

Hablemos ahora del trabajo asalariado.

El precio medio del trabajo asalariado es el mínimo del salario, es decir, la suma de víveres necesaria para sostener al obrero como tal obrero. Todo lo que el obrero asalariado adquiere con su trabajo es, pues, lo que estrictamente necesita para seguir viviendo y trabajando. Nosotros no aspiramos en modo alguno a destruir este régimen de apropiación personal de los productos de un trabajo encaminado a crear medios de vida: régimen de apropiación que no deja, como vemos, el menor margen de rendimiento líquido y, con él, la posibilidad de ejercer influencia sobre los demás hombres. A lo que aspiramos es a destruir el carácter oprobioso de este régimen de apropiación en que el obrero sólo vive para multiplicar el capital, en que vive tan sólo en la medida en que el interés de la clase dominante aconseja que viva.

En la sociedad burguesa, el trabajo vivo del hombre no es más que un medio de incrementar el trabajo acumulado. En la sociedad comunista, el trabajo acumulado será, por el contrario, un simple medio para dilatar, fomentar y enriquecer la vida del obrero.

En la sociedad burguesa es, pues, el pasado el que impera sobre el presente; en la comunista, imperará el presente sobre el pasado. En la sociedad burguesa se reserva al capital toda personalidad e iniciativa; el individuo trabajador carece de iniciativa y personalidad.

¡Y a la abolición de estas condiciones, llama la burguesía abolición de la personalidad y la libertad! Y, sin embargo, tiene razón. Aspiramos, en efecto, a ver abolidas la personalidad, la independencia y la libertad burguesa». (Karl Marx y Friedrich Engels; El Manifiesto Comunista, 1848)

La sociedad comunista

Simplifiquémoslo más para que nos entiendan estos cabezas de chorlito con un ejemplo del futuro: en un régimen que surgiese dentro del periodo social que pretende ir del capitalismo al comunismo, los «medios individuales de consumo», como podría ser una barra de pan, aunque sean producidos socialmente bajo «formas de propiedad colectivas», no significa que sean de «toda la comunidad» y, en consecuencia, se deban repartir entre todos los que de una u otra forma han intervenido en su producción −imaginen repartir un chusco de pan entre todos los panaderos que se involucran en su creación, menuda sandez−. Eso es un igualitarismo estúpido al cual Marx y Engels siempre despreciaron. Cuando el trabajador de esta nueva sociedad compra una barra de pan con el salario fruto de su trabajo, esta será completamente suya para hacer con ella lo que guste. Y esto es perfectamente lógico ya que como los medios de producción ahora son de la sociedad, también son de su propiedad; ¿en que se traduce esto? Que, por tanto, tiene derecho a exigir, en consonancia con los cambios en la esfera de distribución de la nueva comunidad, que él y los suyos puedan tener asegurados una buena alimentación, en este caso, que pueda acceder al pan sin problemas. Pero en esto ya interviene el aspecto político, por lo que lo dejaremos para otra ocasión, aunque esté en íntima relación. 

Otra cosa muy diferente es que hablemos de la «etapa superior del comunismo», donde estén dadas las condiciones para la abolición del dinero o se vaya difuminando la antigua división entre trabajo intelectual y manual. Para entonces existirá un «manantial de riquezas» suficientes para satisfacer todas las necesidades de la población y podremos establecer la conocida máxima del comunismo: «¡De cada cual, según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades!», como explicó Marx en su obra: «Crítica al programa de Gotha» (1875). Aquí, un trabajador sí podrá obtener más del «fondo social común» apelando a condiciones particulares como el número de hijos.

En todo caso, para Gustavo Bueno los análisis y pronósticos de Marx y Engels sobre la economía socializada que debía sustituir al capitalismo fueron «sentencias dogmáticas» y «especulaciones metafísicas», no estando de acuerdo con aquello de que la sociedad deberá eliminar la propiedad privada sobre los medios de producción: 

«Se trata de impugnar las relaciones que la tradición engelsiana ofreció como un dogma para definir las relaciones entre la propiedad privada y el Estado. (...) Suele actuar de un modo más o menos solapado, entre «comunismo» e «igualdad»; ni siquiera Marx, en su Crítica al Programa de Gotha, se dejó guiar por una ecuación tan vaga como simplista y metafísica. (...) [Pretendemos] denunciar una vez más el carácter mítico y escatológico –por no decir vacío– de los planes o programas políticos basados en la eliminación de la propiedad privada como medio necesario –y en ocasiones suficiente– para que brote la armonía y la paz perpetua entre los hombres». (Gustavo Bueno; Principios de una teoría filosófico política materialista, 1995)

Resulta jocoso pensar en el tipo de armonía y paz perpetua posible entre los hombres bajo un modo de producción donde una clase social extrae sus medios de vida de la ruina de su antípoda. Nos parecería un enigma a no ser que recordemos lo dicho por Bueno más atrás: que el trabajador debería contentarse con reducir su salario por el bien de la nación. Semejante «armonía» no se diferencia en absoluto de las condiciones actuales de miseria, guerra, excesos, etc. Evidentemente, las formas de propiedad de la producción y las formas de distribución determinan las relaciones sociales, pero para los buenistas esto es una cuestión «secundaria». «Donde hay capitán no manda marinero», o aplicado a su secta nacionalista, teniendo a España, la relación social que esta guarde importa poco o nada; de ahí que el eslogan no oficial del buenismo haya sido siempre «¡Antes España facha que rota!», como grita orgulloso Santiago Armesilla y compañía». (Equipo de Bitácora (M-L); El viejo chovinismo: la Escuela de Gustavo Bueno, 2021)

1 comentario:

  1. buenas, no tiene nada que ver con este texto pero habéis escrito algo sobre Blas infante me interesa conocer esa figura y desde un posicionamiento marxista gracias

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