Bergson, Spencer y Comte |
En la revolución de 1848, el proletariado apareció por primera vez como fuerza política independiente, como el sepulturero de la burguesía. La revolución de 1848 es, como indica Engels, el momento crucial en la historia de la burguesía. Desde entonces, la burguesía pierde definitivamente su anterior carácter revolucionario y se torna reaccionaria. Vinculado a ello, termina también la línea ascendente en la filosofía burguesa. Todo su desarrollo ulterior constituye ya un cuadro de movimiento retrógrado, de decadencia y de descomposición. La filosofía burguesa, en su conjunto, rompe con el materialismo, y las pequeñas escuelas idealistas anticientíficas obtienen en ella cada vez mayor predicamento. A medida que la lucha de clases se agudiza, y particularmente durante la época del imperialismo, la filosofía burguesa, se toma cada vez más reaccionaria y anticientífica y se transforma en sirvienta del clericalismo.
En el presente capítulo se da una breve exposición de algunas corrientes, las más características, de la filosofía burguesa de la Europa Occidental y de América, al mediar el siglo XIX.
El positivismo y el agnosticismo
El llamado positivismo consiguió una amplia divulgación en la filosofía burguesa del siglo XIX. Una serie de filósofos y sabios burgueses comenzó a predicar la filosofía «positivista» –afirmativa–. Tal filosofía «positivista» debe, a su juicio, renunciar a los intentos, según ellos «metafísicos» y «escolásticos», de resolver los problemas funda-; mentales de la filosofía sobre la esencia del mundo, sobre lo que es primero: la materia o el espíritu, sobre si existe en general una realidad objetiva independiente del hombre. La filosofía sólo debe tomar como punto de partida los datos que nos proporciona nuestra experiencia, y confundirse con la ciencia. Así, los positivistas, bajo la bandera de la lucha contra la metafísica y la escolástica, por la unidad de la filosofía y de la ciencia, exigían en realidad la supresión de la filosofía, su dilución en las diversas ciencias concretas.
Pero las ciencias naturales no pueden existir sin una fundamentación metodológica; por eso, la lucha de los positivistas contra la existencia autónoma de la filosofía suponía de hecho la lucha contra el materialismo. Los positivistas pasaron al agnosticismo y al idealismo abierto.
El fundador del positivismo y autor del propio término «positivismo» fue el filósofo francés Augusto Comte (1798-1857). Comte aparece en 1832-1842 con una gran obra en 6 tomos, «Curso de filosofía positiva», En lo fundamental, Comte se coloca en la posición del escepticismo y del idealismo de Hume, a los que intenta unir con las ideas vulgarizadas de Saint-Simón sobre las fases progresivas de la evolución de la humanidad. Comte niega la posibilidad de conocer la esencia de las cosas. Según él, todo lo que se halla fuera de la esfera de las percepciones sensibles es inasequible para el conocimiento científico «positivo», y lo declara cuestión «metafísica» que debe ser expulsada de la ciencia. En el dominio de la sociología, el idealismo de Comte se manifiesta de modo completamente abierto. Afirma que las ideas gobiernan el mundo y que la evolución de la inteligencia determina todo el desarrollo social de la humanidad. En relación con ello, Comte divide la historia de la humanidad en tres estados: el teológico –el imperio de la religión–; el metafísico– el imperio de la filosofía–; y el positivo –el imperio de la ciencia–. Según Comte, la misión de la sociología consiste en «mitigar» el antagonismo entre las clases y, asegurar el «equilibrio» del organismo social; arremete furiosamente contra todas las teorías y doctrinas revolucionarias, declarándolas «metafísicas» y tratando de demostrar su falta de base científica, etc.
El positivismo de Comte significaba un retroceso en comparación con la filosofía de la burguesía progresiva y revolucionaria, con el materialismo francés del siglo XVIII y con la dialéctica de Hegel. Comte expresaba el punto de vista de la burguesía ya convertida en una clase reaccionaria, preocupada por aplastar la lucha revolucionaria de la clase obrera. En los últimos años de su vida, Comte se pasó definitivamente al campo de la reacción y del clericalismo directo, predicando la organización religiosa de la sociedad con un «papa» positivista al frente.
Otro gran representante del positivismo fue el inglés Heriberto Spencer (1820-1903). Spencer era un agnóstico. Reconociendo la existencia de algo independiente de nuestra conciencia, Spencer declaró, como Comte, que este «algo» es absolutamente incognoscible, ignorado». Según Spencer, la ciencia, sólo conoce los «fenómenos»; pero la esencia de las cosas es incognoscible. Spencer pasa cuidadosamente lo «incognoscible» a la disposición del clericalismo, como dominio de la fe religiosa y no de la ciencia. Spencer es conocido por su vulgar teoría de la evolución, en la que no tienen lugar los saltos, pero en cambio desempeña un gran papel la llamada «teoría del equilibrio». «La evolución, en todas sus formas, dice Spencer, se aproxima constantemente a un equilibrio en movimiento y, en mayor o menor grado, se sostiene sobre él». En su teoría social, Spencer intenta sacar a relucir la misma idea del «equilibrio entre las fuerzas antagónicas». Propugna la «teoría organicista» de la sociedad que identifica La sociedad humana con el organismo biológico y declara la sociedad de clases como la sociedad más perfecta y que más se asemeja al organismo animal más perfecto, con un alto desarrollo en la diferenciación de los diversos órganos y miembros y con la subordinación de las partes «inferiores» a las «superiores». El sentido de clase de esta falsa «teoría» salta a la vista; la defensa del régimen de explotación capitalista y su proclamación como estado perpetuo y natural de la sociedad. Para justificar la perpetuidad de la lucha de clases y de la explotación, Spencer trata de apoyarse en el darwinismo vulgarizado, en la teoría de la lucha por la existencia.
En el siglo XIX, el agnosticismo fue la corriente filosófica imperante en los círculos científicos de Inglaterra. Sabios tan grandes como el biólogo Huxley, autor del propio término «agnosticismo» apoyaba esta corriente. En los problemas que atañen a las ciencias especiales, los agnósticos como Huxley eran materialistas convencidos; pero en los problemas filosóficos generales abjuraban del materialismo y declaraban que el mundo es incognoscible, que no podemos saber cual es su fundamento, el espíritu o la materia, y, que por lo tanto hay que renunciar al propio planteamiento de estos problemas.
Engels señala que, en aquella época, el agnosticismo era a menudo un «materialismo ruborizado». El materialismo era objeto de persecución por parte de la burguesía reaccionaria; por eso, muchos experimentadores naturalistas, siendo en realidad materialistas, encubrían su materialismo con el agnosticismo. Engels decía de ellos que:
«Prácticamente no es más que una manera vergonzante de aceptar el materialismo por debajo de cuerda y renegar de él publicamente». (Fiedrich Engels; Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)
Sin embargo, a medida que aumentaba el carácter reaccionario de la burguesía, el agnosticismo iba convirtiéndose en un «idealismo ruborizado». Actualmente, los agnósticos se juntan más o menos abiertamente con el idealismo subjetivo y con el fideísmo –los neokantianos, los machistas–, que reconocen a la religión iguales derechos que a la ciencia, entregando a la primera el terreno de lo «incognoscible».
El materialismo vulgar
El materialismo vulgar –Büchner, Vogt, Moleschot– obtuvo una amplia divulgación en la Alemania de la segunda mitad del siglo XIX. Después de la revolución de 1848, Alemania comenzó a evolucionar rápidamente por el camino del capitalismo. En relación con esto, obtuvieron allí un mayor desenvolvimiento las ciencias naturales, pero el pensamiento filosófico burgués, en las condiciones de la reacción política iniciada después de 1848, no sólo no pudo elevarse hacia el materialismo dialéctico, sino que ni siquiera estuvo en condiciones de sostenerse a la altura del materialismo feuerbachiano. El materialismo vulgar no sólo no desenvolvió la teoría filosófica general de los materialistas franceses del siglo XVIII y la de Feuerbach, no sólo no la emancipó de la limitación específica del siglo XVIII –el mecanicismo, el carácter metafísico– en consonancia con los grandes avances logrados por las ciencias en el siglo XIX, sino que banalizó el materialismo por su simplismo extremado.
La obra más conocida de los materialistas vulgares, «Fuerza y Materia» de Büchner, apareció en 1855 y se reeditó muchas veces. Büchner no introduce nada nuevo en la interpretación de la materia en comparación con lo ya hecho por los materialistas franceses del siglo XVIII; sólo algún que otro complemento en cuanto a la fisiología, que en el siglo XIX alcanzó grandes progresos. Los materialistas vulgares no supieron explicar la fuente del movimiento de la materia, no comprendieron su energía interna, su automovimiento. El concepto de la fuerza como causa del movimiento tenía para ellos un carácter poco claro y metafísico, y los conducía constantemente a la confusión y a la contradicción, al agnosticismo y al idealismo –Büchner, por ejemplo, decía que «la naturaleza de la fuerza, como la de la materia, nos es desconocida–. Los materialistas vulgares, al refutar acertadamente toda clase de sustancia espiritual, se imaginaban sin embargo de manera en extremo simplista la relación existente entre el cerebro y el pensamiento. A su juicio, el pensamiento es una secreción del cerebro, exactamente y en el mismo sentido que la bilis es la secreción del hígado.
Los materialistas vulgares extendían este planteamiento fisiológico grosero a todos los fenómenos de la vida social. Hicieron gran uso de la teoría de la lucha por la existencia copiada de Darwin, aplicando de una manera falsa las leyes biológicas a la sociedad, Al biologizar la vida social, los materialistas vulgares redujeron todas las diferencias da clase, así como las diferencias entre las naciones adelantadas y atrasadas, a factores tales como el carácter de la alimentación adoptada por estos u otros hombres y que a su vez condiciona la riqueza o pobreza de la sustancia cerebral. Afirmaban además que las aptitudes y la preponderancia adquiridas sobre esta base se transmiten por herencia de generación en generación, reforzando así y perpetuando el abismo entre «cultos» e «incultos».
Los materialistas vulgares eran los ideólogos de la burguesía radical y de la pequeña burguesía. Se pronunciaban contra la revolución socialista y contra el comunismo. Declaraban que «reino de los incultos sobre los cultos es un absurdo». No es menos cierto que también criticaban las normas feudal-burguesas existentes en Alemania y proponían ciertas reformas sociales; pero las reivindicaciones contenidas en dichas reformas no iban más allá de la abolición de la renta sobre la tierra, la limitación de la herencia de grandes propiedades, el seguro del Estado para la vejez y la enfermedad. En los problemas político-sociales, el materialismo trivial de los materialistas vulgares se repliega hacia el idealismo y revela a cada paso su naturaleza burguesa.
El materialismo científico-naturalista
Si el materialismo vulgar de las décadas del 50 y del 60 era, en comparación con el materialismo dialéctico e incluso con el feuerbachiano, una corriente indiscutiblemente atrasada, tenía todavía, sin embargo, cierto valor progresivo por cuanto defendía el derecho de la ciencia y propagaba –por cierto, inconsecuentemente– el ateísmo. Pero más adelante, la burguesía se apartó incluso de este materialismo burgués inconsecuente y trivial como el de Büchner, Vogt y Moleschot. Después de la Comuna de París (1871), primera forma de dictadura del proletariado, comenzó la decadencia gradual del capitalismo. El capitalismo entró a fines del siglo XIX en su última etapa, en la etapa imperialista, en la etapa del capitalismo monopolista y putrefacto, lo que se reflejó también en la ideología de la burguesía. La lucha cada vez más furiosa contra el materialismo, la complacencia cada vez más refinada para el clericalismo, constituyen la característica de la filosofía burguesa de fines del siglo XIX y de principios del XX. La burguesía no pudo ni puede ya crear ninguna nueva teoría filosófica original; desentierra, pues, del pasado trozos de sistemas idealistas hace ya mucho tiempo pasados a mejor vida; amputa además sus aspectos más flacos y los combina eclécticamente entre sí, encubriéndolos nuevamente en una terminología pseudocientífica.
Durante este período, los puntos de vista materialistas en la ciencia burguesa aparecen sólo en la forma del materialismo espontáneo de los experimentadores naturalistas. El planteamiento materialista en las investigaciones científicas de la naturaleza es, como lo señala Lenin, algo que se comprende por sí mismo; pero sólo unos cuantos experimentadores naturalistas se atrevieron a defender abiertamente el materialismo. Entre los que a fines del siglo XIX y a comienzos del XX no temían manifestarse contra el poder del idealismo y del clericalismo, se cuenta el famoso biólogo Ernesto Haeckel (1834-1919). En 1899 apareció su libro «El enigma del Universo» que despertó contra su autor la rabiosa persecución de todos los círculos reaccionarios; entre las amplias masas trabajadoras, en cambio, este libro halló una acogida de completa simpatía, siendo traducido a 24 idiomas –en la Rusia zarista fue prohibido y condenado al fuego–. El propio Haeckel se hace llamar monista e incluso panteísta, y reniega de la denominación de materiálista. No obstante la inconsecuencia y la estrechez de su materialismo, Haeckel fue uno de los defensores más grandes del materialismo en las ciencias naturales. Demostró de una manera clara y convincente que las ciencias naturales sólo pueden desarrollarse sobre la base del materialismo y son incompatibles con el idealismo.
«Se burla de los filósofos que tienen un punto de vista materialista, sin darse cuenta de que él mismo se coloca en el punto de vista materialista». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y empiriocriticismo, 1909)
La concepción del mundo de Haeckel se formó bajo la influencia de los grandes descubrimientos del siglo XIX: la ley de la conservación y transformación de la energía, la teoría de evolución de Darwin. Haeckel defendió ardientemente estos descubrimientos contra los ataques de los reaccionarios, y los enriqueció con nuevas investigaciones. Comprendía el enorme valor filosófico de estos descubrimientos científicos que constituyen una brillante confirmación del materialismo e infligen un golpe mortal al idealismo y al clericalismo. El principio director fundamental en la concepción del mundo de Haeckel es el del nacimiento y de la evolución naturales. Haeckel, biólogo de profesión, se dedica principalmente a los problemas del origen y evolución de la vida orgánica, y hace en este terreno una serie de investigaciones valiosísimas. Es de un valor particularmente importante su ley biogenética, según la cual el desarrollo embrionario del ser vivo individual es una repetición abreviada –que cambia de forma– del desarrollo de la especie, de una larga serie de formas biológicas que se sustituyen unas a las otras en la historia de la tierra. Pero también en el terreno de la naturaleza inorgánica, la posición materialista general de Haeckel y su interpretación materialista de la materia y del movimiento lo condujeron a conclusiones que a veces pronosticaban incluso el desarrollo ulterior de la ciencia, por ejemplo, en el problema del origen y transformación mutua de los elementos químicos, en el problema de la inconsistencia de la teoría de Clausius referente a la «entropía» –«la muerte calorífica del universo», etc.–.
Pero, a pesar de su valor científico progresista, el materialismo de Haeckel, no era más que el materialismo espontáneo de un sabio burgués. A Haeckel le era completamente ajena la dialéctica materialista consciente de Marx y Engels. De aquí la inconsecuencia, el carácter incompleto de su materialismo, y los elementos de agnosticismo existentes en los conceptos de Haeckel.
En 1906 fundó Haeckel una sociedad atea, la «Unión de los monistas», de carácter burgués –en parte pequeño burgués–; su ateísmo era muy limitado e inconsecuente por lo que no ejerció gran influencia.
A pesar de todas las persecuciones y de todos los asedios, el materialismo naturalista científico, goza todavía hoy de gran divulgación en las ciencias naturales modernas. El idealismo no puede triunfar plenamente en las ciencias naturales. Refiriéndose a la crisis de la física de fines del siglo XIX y de principios del XX, Lenin señala:
«La aplastante mayoría de los experimentadores naturalistas, tanto en general como en esta rama especial, o sea en la física, tiene invariablemente el punto de vista materialista». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y empiriocriticismo, 1909)
Además de Haeckel, grandes sabios como Mendeley, Timiriazev, Pavlov, Thomson-Kelvin, Michurín: actualmente Langevin y otros grandes físicos, sostenían y sostienen el punto de vista del materialismo natural-científico.
El neokantismo
Durante el último tercio del siglo XIX se divulgó considerablemente el neokantismo entre la intelectualidad burguesa y pequeño burguesa.
El neokantismo era la filosofía de la burguesía liberal del período inmediatamente anterior a la época del imperialismo y del comienzo de éste. El neokantismo tenía varias y diversas escuelas. Lenin dio la característica general común a todo el neokantismo al indicar que los neokantianos:
«Depuraron la doctrina de Kant en favor de la de Hume». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y empiriocriticismo, 1909)
Desechando los elementos de materialismo que contiene la doctrina de Kant –por ejemplo, su «cosa en sí» material–.
Los primeros representantes del neokantismo, O. Liebman y F. A. Lange, estaban más cerca del Kant histórico que los neokantiános siguientes. No renunciaban todavía totalmente al reconocimiento de la «cosa en sí» como una realidad que existe objetivamente, y señalaban, principalmente, su carácter de absoluta incognoscibilidad. Los neokantianos posteriores dieron, en cambio, un paso más hacia «la derecha» de Kant, hacia el idealismo subjetivo, declarando que la «cosa en sí» sólo era una noción condicional «fuera de los límites», que no tiene existencia fuera del raciocinio. A fines del siglo XIX había entre los neokantianós dos escuelas principales: la marbugiana y la friburgiana. Los representantes de la primera –Kohen, Natorp, Kassirer– dedicaron su principal atención a la interpretación –mejor dicho a la falsificación– idealista de las ciencias naturales –la matemática, la mecánica, la física, la biología–. A esta escuela perteneció la mayoría de los oportunistas de la Segunda Internacional –Bernstein, Fórlander y otros–, entre los cuales el neokantismo fue considerado durante mucho tiempo como su filosofía casi oficial. Los revisionistas sustituyeron el materialismo dialéctico por el neokantismo. Los representantes de la segunda escuela, la friburgiana –Vindelband, Rickeft–, se especializaron en los problemas de la historia. Trataban de crear una valla infranqueable entre las ciencias naturales y las sociales y, mediante la falsificación idealista de estas últimas, «demostrar» que en el campo de la historia no existen leyes objetivas algunas que la rijan.
Los neokantianos de la escuela marburgiana se «esforzaron» en fundamentar filosóficamente el idealismo físico desnaturalizando los progresos más recientes de ciencias como la física matemática. Trataban de presentar la cosa como si las ciencias naturales redujeran cada vez más la materia –los átomos, el éter, la energía material– a un solo nivel matemático. Desfiguraban la propia naturaleza de la matemática negando que esta última refleja también las leyes y las relaciones del mundo material. Los neokantianos reducen todas las formas cualitativas, múltiples y variadas, del mundo real a una cantidad abstracta, a una relación matemática. Niegan que las sensaciones sean la fuente del conocimiento: los marburgianos creen que todo conocimiento verdaderamente científico extrae su contenido sola, y exclusivamente del «pensar puro», supuestamente independiente de la experiencia.
En sus teorías sociológicas, los neokantianos de la escuela marburgiana dividen la sociedad en una economía espontánea, que se desarrolla de una manera fatalista, y el hombre, que dispone de todo y al que declaran una personalidad absolutamente libre, independiente de toda ley y necesidad y que proceda conforme al «imperativo categórico» de Kant. La ética idealista kantiana es declarada ciencia de la sociedad. Los neokantianos afirman algo así como si la actividad consciente de los hombres no fuera condicionada por ninguna causa objetiva, por ninguna necesidad económica y constituyendo sólo la aspiración libre de los hombres hacia objetivos ideales. Por objetivos ideales entienden no estos u otros objetivos concretos, sino el «imperativo categórico» de Kant, el «ideal ético» conforme al cual actúan, según ellos, todos los hombres.
Los neokantianos exigen la fundamentación ética del socialismo. Niegan que el triunfo del socialismo sea preparado por las leyes objetivas de la evolución social. El socialismo es para ellos un objetivo ideal al que aspiran los hombres, la encarnación del «imperativo categórico» en forma del Estado ideal kantiano equitativo –o sea la república burguesa liberal con la que de hecho identifican el socialismo–. Al aspirar a un ideal socialista inasequible, logran los hombres en su lucha conquistas prácticas, de «cinco centavos». En esto se basa la famosa fórmula del jefe de los revisionistas alemanes, el neokantiano Bernstein: «La meta final no es nada, el movimiento lo es todo».
De este modo, los neokantianos de la Segunda Internacional castran el socialismo, tratan de despojarlo de todo valor revolucionario práctico y convertirlo en una especie de ideal inalcanzable, del otro mundo. Así se comprende también por qué los revisionistas de toda clase, que sustituyen el socialismo por el liberalismo burgués y predican la renuncia a la lucha de clases del proletariado, a la revolución socialista y a la dictadura de la clase obrera, se hallan aferradas a este falso «socialismo ético».
Los neokantianos de la escuela friburgiana adoptan una posición no menos reaccionaria; sostienen la lucha contra el materialismo valiéndose de los viejos sofismas idealistas de que «no hay objeto sin sujeto» y de la doctrina mística del reino de los valores ideales, o «normas» –el bien, la justicia, lo bello, la verdad, etc.– según las cuales el hombre crea los objetos del material que suministran las representaciones sensibles e introduce en el mundo el orden, las leyes, etc. Si los marburgianos establecían una separación de principio entre las ciencias naturales que reducían a la matemática y las ciencias sociales en las que según ellos impera la ética idealista de Kant, esta separación se ahonda aún más en los friburgianos. Rickert afirma que las ciencias naturales se interesan sólo por lo general y aspiran «a alejar los elementos históricos de sus conceptos», o sea que las ciencias naturales son antihistóricas –esto, claro está, no es justo en el fondo– y en cambio la ¡historia se interesa sólo por lo individual, por lo que históricamente no se repite ni puede establecer leyes generales –tampoco esto es cierto–.
Puesto que la sociedad se compone de hombres que proceden por su libre albedrío, no puede haber leyes objetivas en la historia. «La historia no tiene, leyes», dice Rickert. La tarea de la historia consiste en describir los fenómenos individuales en su originalidad irrepetible. Entre la innumerable cantidad de los sucesos, el historiador debe seleccionar, a juicio de Rickert, los hechos más importantes. Son sucesos históricos importantes los que tienen «un valor para la cultura». Con lo cual se fundamenta también la arbitrariedad Completa de los historiadores idealistas burgueses en su «elaboración crítica» y la falsificación del proceso histórico. Estos conceptos de los neokantianos apuntan directamente contra el materialismo histórico al que los neokantianos combaten encarnizadamente. La negación de la existencia de leyes objetivas que rigen la evolución social refleja el temor de la burguesía ante estas leyes históricas, que condenan al capitalismo a la muerte y con tanta profundidad descubiertas por los fundadores del comunismo científico.
El neokaritismo se divulgó durante la segunda mitad del siglo XIX no sólo en Alemania, sino también en Francia, donde se unió directamente con los ideólogos del clericalismo católico. También los «marxistas legales» –Struve y otros– y muchos «economistas» en Rusia se colocaron en posiciones neokantianas. Lenin hace notar la influencia del neokantismo sobre los mencheviques –Axelrold y otros–.
El machismo
Durante la octava década del siglo XIX se puso «de moda» en Alemania y en Austria, y posteriormente en los demás países, otra corriente idealista: el empiriocriticismo o machismo. Sus fundadores fueron el filósofo alemán Avenarius (1843-1896) y el físico austríaco Mach (1838-1916), por cuyo nombre es conocida esta corriente. La palabra «empiriocriticismo» significa «crítica de la experiencia». La principal obra de Avenarius se titula «Crítica de la experiencia pura», por analogía de la «Crítica de la razón pura» de Kant.
Lenin demostró que el machismo trata de resucitar las viejas doctrinas idealistas subjetivas de Berkeley y de Hume. El machismo, al igual que el berekeleysnio, representa un idealismo subjetivo; pero, a diferencia de este último, los empiriocriticistas tratan de encubrir su idealismo y presentarlo en forma más disfrazada. A este fin, Mach y Avenarius llegaron a manifestar su aspiración a conciliar el materialismo con el idealismo, a superar la «estrechez» de ésta y de la otra concepción filosófica. Se remiten en eso a fragmentos de los viejos conceptos sobre la materia, a los últimos descubrimientos de la física desfigurados de una manera idealista, afirmando que las ciencias naturales más recientes demuestran que la materia ha desaparecido.
Mach y Avenarius, al igual que Berkeley, consideran que en el conocimiento hay que partir de la «experiencia pura», y los hombres, a su juicio, perciben en la experiencia no la materia ni el espíritu, sino los llamados elementos de la experiencia, es decir, el color, el sonido, las formas: lo bello, lo amarillo, lo redondo, lo frío, etc. Los «elementos de la experiencia», que los machistas declaran el primer principio del mundo, son en realidad la misma sensación humana de que habló Berkeley. El nuevo término «elementos», introducido por los machistas, sólo sirve para enredar el asunto. Si dijesen directa y abiertamente que el mundo existe sólo en las percepciones humanas, sería demasiado notorio su idealismo subjetivo, que contradice a toda la ciencia moderna. La nueva palabrita «elemento» crea la apariencia de algún nuevo sistema filosófico, diferente del de Berkeley y de otras formas del idealismo subjetivo. Pero, en realidad, como señala ya Lenin, los machistas realizan en este problema un plagio compacto a Berkeley. Como Berkeley, los machistas niegan la existencia del mundo objetivo, fuente de las percepciones humanas. Declaran que es «metafísica» todo intento de salirse fuera de los límites de las sensaciones.
Lenin puso al descubierto el subjetivismo de los empirocriticistas. Según él, el descubrimiento de los «elementos de la experiencia», que los machistas consideran su mayor adquisición, se reduce a lo siguiente: 1) todo lo existente es considerado como sensación, 2) las sensaciones son denominadas elementos. El machismo identifica así el ser con el pensar, el objeto con su percepción, lo físico con lo psíquico. «Sólo experimentamos nuestras sensaciones», «el mundo se compone sólo de mis sensaciones», «sólo yo existo»: he aquí lo que supone la teoría de los machistas en cuánto a que las cosas no son más que «complejos de elementos de la experiencia».
Lo machistas ruedan así hacia el solipsismo, o sea la afirmación de que fuera de mí, de mi conciencia, no existe nade en el mundo.
El empiriocriticismo, que pretende representar la filosofía más nueva de las ciencias naturales y partir de las últimas adquisiciones de la ciencia, niega en realidad las verdades elementales de la ciencia. Así, por ejemplo, llegó Avenarius a afirmar que el pensamiento y la sensación existen independientemente del hombre y de su cerebro.
«Todos saben, lo que es la sensación humana; pero la sensación sin el hombre o anterior al hombre es un absurdo, una abstracción muerta, un subterfugio idealista». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y empiriocriticismo, 1909)
Para encubrir su idealismo subjetivo, los machistas introdujeron abundantemente diversos términos nuevos. En cada fenómeno, decían, tenemos a la vista dos factores: el sujeto que percibe, el «yo», y el medio que lo rodea. Por consiguiente, no hay medio sin un sujeto que percibe, ni hay sujeto sin un medio. Los machistas llaman a esta tesis la «coordinación de principio», el «yo» y el «medio». Declaran que esta teoría de la «coordinación de principio» supera al materialismo, que afirma que el medio, la naturaleza, existe independientemente del hombre, y al idealismo, según el cual la naturaleza se rige: la causalidad objetiva y la necesidad.
En realidad tenemos aquí a la vista al idealismo de pura cepa. Según los machistas, la naturaleza resulta dependiente del hombre. Según su punto de vista, sin un sujeto que percibe no existe ninguna realidad objetiva. Resulta, pues, que antes de la aparición del ser pensante, el hombre, tampoco pudo existir el mundo. Plejanov ridiculizó ingeniosamente a los machistas diciendo que desde su punto de vista no son los padres los que engendran al hombre, sino al revés, es el hombre que engendra a sus padres, que el hombre con sus sensaciones existía antes todavía de la aparición del globo terráqueo, etc.
Al negar la existencia objetiva de la naturaleza, el machismo niega también la existencia de las leyes objetivas por las que la naturaleza se rige: la causalidad objetiva y la necesidad.
Desde el punto de vista del materialismo, la misión fundamental de las ciencias naturales, es la ¡de conocer las leyes del movimiento y del desarrollo de la materia. El empiriocriticismo, en cambio, considera que, puesto que no existen leyes objetivas en la naturaleza, puesto que la única realidad es la sensación, la misión de toda la ciencia, y dentro de ella la física, se reduce al estudio de los lazos entre las sensaciones. Desde el punto de vista de los machistas, el mundo representa un caos de elementos: las sensaciones. De este caos, la conciencia del hombre construye el mundo, establece en él un orden, introduciendo las leyes que han de regirlo. «La relación causal universal de los fenómenos, escribe el machista ruso Bogdanov... es la ley universal, la ley suprema que, expresándose en palabras del filósofo, la razón humana impone a la naturaleza».
Partiendo de esta interpretación idealista de las leyes de la naturaleza, el empiriocriticismo renuncia al conocimiento del condicionamiento causal de los fenómenos. Puesto que a juicio de los machistas no existe el mundo objetivo ni sus leyes, puesto que todas las leyes de la naturaleza son inventadas por los propios hombres, tampoco hay nada, naturalmente, que conocer. Por lo tanto, la ciencia debe limitarse a la observación, anotación y descripción de los fenómenos que fluyen ante el observador.
Una teoría científica no es, desde el punto de vista del machismo, aquella que con más exactitud descubre la esencia y las leyes de los fenómenos de la materia, sino la que describe más sencilla y oportunamente, de la manera más «económica», los fenómenos observados. Todos los conceptos y las leyes físicas son condicionales, sólo son los símbolos más «económicos» para la descripción de nuestra experiencia vivida.
Reconociendo a veces en las palabras la incompatibilidad de la ciencia con la religión, el machismo no sólo no lucha contra esta última, sino que proclama de hecho su igualdad de derechos con la ciencia. Mach decía que la religión es un asunto privado de cada hombre; el empiriocriticismo, pues, no es adversario ni amigo de la religión.
Lenin caracterizó esta «neutralidad» del machismo frente a la religión como un servilismo ante el fideismo, demostrando que la interpretación machista de la ciencia, que renuncia al estudio de la esencia de las cosas, abre un camino amplio para toda clase de mística y de fideísmo.
En su crítica del machismo, Lenin puso al descubierto las causas que han engendrado la divulgación del machismo entre la sociedad burguesa, demostrando que este hecho está relacionado con la crisis de las ciencias naturales burguesas. La infiltración del idealismo en la física es facilitada por las dificultades del crecimiento de la propia ciencia dentro de la sociedad burguesa. La ruptura de las viejas teorías físicas demuestra el carácter relativo de los conocimientos humanos. Una parte de los físicos, al no dominar el método dialéctico materialista, dedujo la conclusión idealista de que la verdad objetiva no existe en general, yendo a parar a la completa negación del carácter objetivo de la ciencia. Desde el punto de vista del machismo, que niega la realidad objetiva y declara que el mundo sólo es un complejo de sensaciones del sujeto aislado –el hombre–, no puede haber ninguna verdad objetiva. Toda verdad es subjetiva: tantos hombres, tantas verdades. La teoría científica y el dogma religioso son igualmente justos. Partiendo de este punto de vista, los machistas llegaron a Un relativismo completo.
Lenin demostró que detrás de la lucha del machismo contra el materialismo no se puede dejar de ver la lucha de los partidos en la filosofía, lucha que, en última instancia, expresa la tendencia y la ideología de las clases hostiles dentro de la sociedad moderna. Refutó los intentos de Mach y de Avenarius de presentar sus puntos de vista como la filosofía «más nueva» de las ciencias naturales y subrayó que, por el contrario, el machismo es, en el fondo, lo opuesto a las ciencias naturales.
Entre los elementos oportunistas de la Segunda Internacional hubo los revisionistas que hicieron intentos de «complementar» el marxismo con el machismo, o sea sustituir el materialismo dialéctico por el empiriocriticismo. Uno de estos revisionistas-machistas fue el austríaco Federico Adler. En Rusia, durante los años de la reacción stolipiniana, cuando la ofensiva de la contrarrevolución se desarrollaba también en el frente ideológico, se adhirió al machismo una serie de socialdemócratas que jamás se habían mantenido con firmeza en las posiciones del marxismo. Entre ellos figuraban escritores como Bogdanov, Basarov y Lunacharski –que en 1905 se habían adherido a los bolcheviques–, y Yushkevich y Valentinov –mencheviques–. Estos intelectuales dirigían su «crítica» a la vez contra los fundamentos filosófico-teóricos del marxismo, es decir, contra el materialismo dialéctico, y contra sus fundamentos histórico-científicos, es decir, contra el materialismo histórico.
Esta «crítica» se distinguía de la crítica usual en que no se desarrollaba de un modo franco y honrado, sino velada e hipócritamente pretextando «defender» las posiciones fundamentales del marxismo. Nosotros, decían estos «críticos», somos esencialmente marxistas; pero queremos «mejorar» el marxismo, depurarlo de algunas tesis «envejecidas». En realidad eran enemigos del marxismo, pues aspiraban a socavar sus cimientos teóricos, aunque de palabra negasen hipócritamente su hostilidad hacia el marxismo y en su doblez, siguiesen llamándose marxistas. El peligro de esta crítica farisaica Consistía en que con ella se pretendía engañar a los militantes de filas del Partido y se les podía mover a confusión. Y Cuanto más hipócrita fuese esa labor crítica de zapa que trataba de minar los fundamentos teóricos del marxismo, más peligrosa era para el Partido, pues se identificaba más de lleno con la cruzada general emprendida por la reacción contra el Partido y contra la revolución. Una parte de los intelectuales –el grupo de los llamados «buscadores» o «constructores de Dios»–, que había desertado del marxismo, llegó incluso a predicar la necesidad de crear una nueva religión.
Ante los marxistas se planteaba la tarea indeclinable dé dar a estos degenerados una respuesta cumplida en el campo de la teoría del marxismo, de quitarles el disfraz y desenmascararlos por entero, defendiendo de este modo los fundamentos teóricos del Partido marxista.
Fue Lenin quien afrontó y llevó a cabo esta empresa, con su famoso libro «Materialismo y empiriocriticismo», publicado en 1909. Véase la obra: «Historia del PC (b) de la URSS» de 1938.
También hoy día actúa el machismo como uno de los enemigos más irreconciliables del materialismo. Los actuales machistas aspiran a modernizar el empiriocriticismo, adaptándolo a los descubrimientos más nuevos de las ciencias naturales, a las nuevas demandas que la burguesía formula a su filosofía como instrumento de reacción ideológica. Hasta hoy el machismo sigue siendo la filosofía más divulgada, entre los experimentadores naturalistas idealistas burgueses. También se identifica con la posición machista una serie de físicos extranjeros, como Heisenberg, Schredinger, Dirac, Jeans, Eddington. El machismo moderno, al interpretar de un modo idealista y tergiversado los descubrimientos más grandes de la física, se despeña hasta el misticismo franco, hasta el reconocimiento de una cuarta dimensión, poblada de espíritus, etc.
El pragmatismo
Colocado muy cerca del machismo, se encuentra el llamado Pragmatismo –del griego, pragma=obra; «filosofía de la obra», o, por cuanto la obra es comprendida aquí en su estrecho sentido utilitario, la «filosofía del practicismo»–. Esta corriente se ha difundido principalmente en Inglaterra y en América, donde obtuvo un amplio desarrollo durante las primeras décadas del siglo XX. Los representantes principales del pragmatismo son los americanos James y Dewey. Los pragmatistas se caracterizan por su falta de confianza en la teoría y su devoción por la práctica netamente practicista, por la ventaja y la utilidad. Para ellos, la ciencia como reflejo del mundo objetivo es metafísica ociosa En las palabras, los pragmatistas se manifiestan no sólo contra el materialismo, sino también contra el idealismo, calificándolo de «metafísica».
Pero, en realidad, los pragmatistas predican el idealismo subjetivo y el agnosticismo, adulterando de un modo idealista los conceptos de la experiencia y de la práctica. Para ellos, el criterio de la verdad es la práctica, pero no en el sentido de una práctica productora y social revolucionaria, sino en el más estrechó sentido utilitario como provecho, como practicismo. Desde el punto de vista de los pragmatistas, sólo es verdad lo qué ayuda prácticamente a los hombres a adaptarse a la vida. La verdad debe corresponder no al objeto, sino a nuestras tareas y necesidades «prácticas». Desde este punto de vista, las ideas religiosas se consideran verdaderas, ya que tienen un valor práctico, llevando a los hombres «el consuelo y de alivio». Por eso, James da vueltas y más vueltas alrededor de la «experiencia religiosa», del dios «práctico», etc. ¡He aquí la desvergüenza a que, llevada por los pragmatistas, llega la falsificación idealista de la práctica! James es en este aspecto el más franco de los pragmatistas. En cambio, los otros, como Dewey, se expresan con mayor cuidado y no renuncian a hacer frecuente uso de frases de «izquierda», aunque sin cambiar el contenido fundamental de su objetivismo y relativismo.
El neohegelianismo
Si a fines del siglo XIX y en los primeros años del XX, las tendencias predominantes en la filosofía burguesa eran neokantianas y machistas, más o menos las teorías filosóficas de la burguesía liberal, durante el curso ulterior del desarrollo del pensamiento filosófico burgués gana la supremacía una corriente más reaccionaria aún, una especie de neohegelianismo y de intuicionismo.
El neohegelianismo nació durante la década del 60 del siglo XIX en Italia e Inglaterra, pero tuvo su mayor divulgación poco antes de la primera guerra imperialista, y particularmente después de ésta. Los neohegelianos surgieron en Alemania –Kroner, Libert y Kohen–, en Italia –Gentilé–, en Francia, en Holanda.
Los ideólogos del capitalismo putrefacto son atraídos por la filosofía de Hegel, claro es que no por su lado revolucionario, no por su dialéctica, el «álgebra de la revolución», la «teoría de evolución más multilateral, rica en contenido y en profundidad», no por el historicismo de Hegel. Todo lo contrario, este aspecto revolucionario de la filosofía hegeliana es liso y llanamente negado y cualquier alusión a él es considerada como un «abuso ilícito de Hegel». En cambio, es empujado hacia adelante, por todos los medios, el aspecto reaccionario del sistema idealista hegeliano; se exagera la mística y el clericalismo. Hegel es declarado un místico ciento por ciento, un intuitivista e irracionalista; es interpretado en el espíritu del idealismo subjetivo y elogiado como conciliador de la filosofía con la religión. Los ideólogos del imperialismo se aferran a la deificación del Estado por Hegel, a la teoría hegeliana sobre la justificación moral de la guerra, a la identificación por Hegel del derecho con la fuerza, a la defensa hegeliana del régimen de casta, a su nacionalismo. Por todos los medios a su alcance, abultan estos aspectos doblemente reaccionarios del hegelianismo, los absolutizan y los utilizan para justificar la política reaccionaria interior y exterior de los Estados imperialistas.
Los neohegelianos hablan mucho del «actualismo», de la «energía» de la filosofía. Hablan incluso de la «libertad» individual. Pero, en realidad, su juicio de la «libertad» no significa otra cosa que el intento de emanciparse de las leyes de la necesidad histórica que condenan al capitalismo a la muerte, y el intento de dar marcha atrás a la rueda de la historia. Llaman a la burguesía a la «energía», o sea a la lucha contra el movimiento revolucionario de las masas, al terror
El intuicionismo
Toda la filosofía burguesa contemporánea se caracteriza por su aspiración a disminuir los derechos de la razón, a exaltar el principio irracional, o alógico –a en griego significa negación; logos significa razón–. El pensamiento científico, el entendimiento y la razón, el conocimiento racional y la lógica comienzan a ser peligrosos en las condiciones del capitalismo putrefacto, cuando la burguesía se ve obligada a entablar la lucha a muerte contra sus sepultureros, contra el proletariado revolucionario, que se manifiesta bajo la bandera de la ciencia más avanzada, bajo la bandera del comunismo científico. La concepción filosófica del materialismo dialéctico, que es el sucesor y continuador de todo lo progresivo en la historia del pensamiento humano; que representa las conquistas más grandes de la razón humana en su lucha contra toda clase de opresión, contra toda clase de explotación y contra sus defensores –las fuerzas negras del clericalismo y de la mística–, esta concepción filosófica, infunde un terror y un espanto a la burguesía moderna. Esta se vuelve de espaldas, en general, a la ciencia y a la razón, y predica cada vez más abiertamente el irracionalismo, el alogicismo, el intuicionismo –de la palabra latina intuición, que aquí significa la meditación mística inmediata, opuesta al conocimiento racional, lógico–.
El representante más conocido del intuicionismo es el filósofo francés Enrique Bergson (1859-1941); Bergson afirma que el conocimiento razonado que se obtiene por medio de las ciencias como la matemática, la física, la química, sólo sirven a objetivos estrechamente prácticos y no descubre, ni mucho menos, la esencia de las cosas. La razón sólo es capaz de conocer la realidad en su aspecto externo, pero tal conocimiento no es el verdadero, puesto que tergiversa la verdadera realidad.
El conocimiento auténtico de la realidad en su aspecto interno sólo nos lo puede proporcionar, según Bergson, una filosofía que salga de los límites de la razón y se encamine hacia la intuición. Esta intuición mística concibe al mundo material como un torrente compacto de génesis espirituales que no se someten al conocimiento racional; la materia es considerada como una «conciencia cogida con pinzas»; la vida es interpretada como algo inmaterial; se declara al «impulso vital» místico como el principio de los procesos vitales. En una palabra, Bergson proclama abiertamente que la fuente de la génesis espiritual y del «impulso vital» es la divinidad, torrente ininterrumpido de «energía creadora». Los sofismas refinados de que Bergson hace uso para propagar su idealismo místico tienden a dar a su filosofía la apariencia de algo nuevo y original. En realidad, sólo se nutre de los desechos de las viejas doctrinas filosóficas reaccionarias, como las del neoplatónico Plotino o las del «padre de la iglesia católica» Agustín.
En 1932, Bergson publicó un libro archirreaccionario, «Dos fuentes de la moral y de la religión», en el que predica la necesidad biológica de las guerras, arremete contra la democracia como concepción política «antinatural», habla de los genios superhombres místicos como guías espirituales de la humanidad y «argumenta» la necesidad eterna de la religión como sostén espiritual del régimen capitalista existente. Es evidente que el intuicionismo se ha convergido en una de las teorías anticientíficas utilizadas ampliamente para justificar ideológicamente el latrocinio imperialista y su saqueo en los pueblos coloniales.
Análogas funciones desempeñan en Inglaterra el llamado «wholismo» –filosofía del totalismo»– del general Smuts; en Alemania, el racismo del conde de Gabineau, que predica la «mística de la sangre», el «valor desigual» nato de las diversas razas y la necesidad de la subordinación de las razas «inferiores» a las «superiores».
Conclusión
La crisis general del sistema capitalista se revela también en el terreno ideológcio en una descomposición, una putrefacción y una decadencia ideológica absoluta. Las diversas formas reaccionarias del idealismo ecléctico, el socavamiento de la base de los conocimientos científicos, el descrédito del pensamiento humano, la mitología en lugar de la ciencia, la intuición mística en lugar de la razón: he ahí lo que se observa cada vez más en toda la actual filosofía burguesa. Los mejores cerebros de la intelectualidad de la Europa Occidental y de América comienzan ya a comprender que la Unión Soviética es el único baluarte firme contra la barbarie imperialista; que sólo bajo la gran bandera de Marx-Engels-Lenin-Stalin, la ciencia y la cultura pueden conservarse y avanzar. De aquí el interés de los mejores hombres del mundo capitalista por el materialismo dialéctico, por la concepción filosófica más avanzada y consecuente creada hasta la fecha por el genio humano.
Los sabios más grandes de diversos países del mundo capitalista se proclaman abiertamente adeptos del materialismo dialéctico y tratan de guiarse por él en sus investigaciones científicas. No es menos cierto que este proceso se efectúa lenta y desigualmente: la ruta que los sabios extranjeros recorren hacia el materialismo dialéctico está llena de supervivencias de la ideología burguesa. Sin embargo, es cada vez mayor el número de los sabios que aspiran a incorporarse a la bandera del materialismo dialéctico. Cada vez se avanza más resueltamente hacia el frente popular antiimperialista, hacia la ideología del proletariado revolucionario, hacía el marxismo-leninismo.
En el campo ideológico hay dos clases de ideas opuestas: las ideas de las fuerzas de vanguardia de la sociedad, y las de las fuerzas caducas. Las primeras facilitan el desarrollo de la sociedad, su marcha progresiva, siendo su importancia más grande cuanto mayor es la exactitud con que responden a las exigencias del desarrollo de la vida material de la sociedad. Véase la obra de Stalin: «Materialismo histórico y dialéctico» de 1938.
Las segundas frenan el desarrollo de la sociedad y aspiran a que marche hacia atrás la rueda de la historia. Las ideas primeras están encarnadas en la teoría marxista-leninista. Las segundas son desarrolladas por la actual filosofía burguesa. La lucha por el comunismo supone a la vez la lucha contra las ideas putrefactas de la actual filosofía burguesa que se alza como una barrera en el camino del progreso social, científico y cultural de la humanidad». (Profesor A. V. Shcheglov y un grupo de catedráticos de la Academia de Ciencias de la URSS; Historia general de la filosofía; de Sócrates a Scheler, 1942)
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