«Su interpretación de la historia, cuando la tiene, es esencialmente pragmática; lo enjuicia todo con arreglo a los móviles de los actos; clasifica a los hombres que actúan en la historia en buenos y en malos, y luego comprueba que, por regla general, los buenos son los engañados, y los malos los vencedores. De donde se sigue, para el viejo materialismo, que el estudio de la historia no arroja enseñanzas muy edificantes, y, para nosotros, que en el campo histórico este viejo materialismo se hace traición a sí mismo, puesto que acepta como últimas causas los móviles ideales que allí actúan, en vez de indagar detrás de ellos, cuáles son los móviles de esos móviles. La inconsecuencia no estriba precisamente en admitir móviles ideales, sino en no remontarse, partiendo de ellos, hasta sus causas determinantes». (Friedrich Engels; Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)
En su obra: «Las guerras de Stalin: de la Segunda Guerra Mundial a la Guerra Fría, 1939-1953» (2005), el sovietólogo Geoffrey Roberts intentó dar una explicación racional de Stalin acotando su imagen a su «esencia humana», dicho de otra manera, a partir de una explicación psicologista basada en el estudio de la personalidad política. Roberts quiso demostrar que, como todo ser, el estadista soviético tuvo sus propias contradicciones internas. Pero, ¿por qué, según señaló Roberts, se ha tendido siempre a un trato maniqueo sobre el georgiano? Aquí nos dio una respuesta interesantísima: según sus observaciones, esto ha sido así debido a que desde la propia propaganda soviética, centrada en el culto a la personalidad, se condujo a crear la imagen de dicha figura en una bifurcación histórica muy definida: entre los comunistas se creó en su mente un endiosamiento hacia su líder, el que todo lo podía, por el que había que agradecer todo lo bueno conseguido; mientras que entre los anticomunistas se forjó en su mente una imagen demonizada de su enemigo, el que lo controlaba todo, el que tentaba a los buenos hombres para corromperlos. En ambos casos cada bando moduló en su mente una imagen de Stalin como alguien con una voluntad inquebrantable y sin grises. Muy por el contrario, Roberts consideró que el jefe soviético era «carismático» y con un gran don de «habilidades sociales» para dominar a los de su entorno, pero no era «sobrehumano» ni «omnipresente». Era un hombre que también «calculaba mal» e incluso tomaba decisiones «en contra de sus propios intereses» y aún más interesante: como todo jefe político, sus ideas estaban abiertas a la evolución y los nuevos desafíos, por lo que llegados al inicio de la Guerra Fría «no siempre tenía claro qué hacer». Esto, aunque parezca increíble, es un cuadro que se acerca mucho más a un retrato fidedigno.
Seguramente no haya mejor ejemplo en el campo histórico de los palos de ciego que dan unos y otros, detractores y fanáticos del comunismo, que la forma en que suelen enfrentarse a la hora de evaluar la polémica «época stalinista». Mientras para los historiadores anticomunistas todo vale con tal de atacar a Stalin, sus contrarios, le defienden de todo lo que hiciera o se sospeche que hiciera, además en su fuero interno piensan ingenuamente que con tal actitud se es más «revolucionario» que nadie. Estos últimos hacen gala de un nulo espíritu crítico, venerando la figura de Stalin como si de su mismísima santidad se tratase. En el peor de los casos, cuando los errores cometidos por su adorada figura son flagrantes, estos afables individuos nos recomiendan hacer de tripas corazón frente a esta encrucijada y contentarnos con una vieja fórmula bien pragmática que para el pobre idealista todo lo resuelve, ¿qué receta será esta? ¡Aguantar a base de seguidismo y misticismo! ¡Mejor eso que nada! ¿Cree el lector que exageramos? Pasen y vean. De cualquier modo, si bien recomendamos la lectura íntegra del capítulo, estos serán los subcapítulos a abordar, por si el lector prefiere indagar solo en algunos ejemplos:
a) Bill Bland o la Escuela de la especulación;
b) El PCE (m-l) y su promesa de profundizar en el tema Stalin;
c) «Rabochy Put» y su cándida idealización del periodo stalinista;
d) Las invenciones históricas de Grover Furr sobre Stalin;
e) RC-FO, otro ejemplo de reivindicación folclórica;
f) Los «stalinistas italianos» y cómo conservar los mitos nacionales;
g) Reflexiones sobre los vínculos del «stalinismo» (1925-1953) con el «jruschovismo» (1954-1964).
Los «stalinistas españoles» del PCE (m-l) y su ociosidad respecto al estudio del tema Stalin
«Me ha importado menos «dar a conocer» los hechos que ayudar a comprender su mecanismo. El mayor pecado que se puede cometer es juzgar sin haber comprendido». (Pierre Vilar; La guerra civil española, 1986)
Si algo caracterizó a Marx o Engels es que pocas veces temieron la confrontación ideológica y la rectificación en base a las evidencias disponibles, ya que reconocer una falencia en el trabajo, lejos de ser algo negativo, siempre ha de ser bienvenido para mejorar el rendimiento personal y colectivo. En cuanto a los fenómenos históricos, a la hora de analizar victorias y sobre todo derrotas, también observamos cómo los Mehring o Labriola declararon en multitud de ocasiones que muchos eventos poco claros, que en aquellos momentos aún no estaban claros, quizás lo estarían en un futuro donde hubiera mayores medios e información para los investigadores. En resumidas cuentas, la herramienta analítica del marxismo, el materialismo histórico, siempre ha exigido, pues, una crítica demoledora de sus enemigos, algo indiscutible, pero también una mayor exigencia si cabe a la hora de analizar sus propios movimientos y experiencias. De otro modo, no sería una doctrina científica, sino otra ideología más del montón, otra comunidad de fieles −en el sentido más teológico del término−. En este sentido, dejando el ego a un lado, hemos de estimular «que el alumno supere al maestro», o al menos así se intente:
«Podemos afirmar sin temor a equivocarnos, que sospechoso es aquel que no sabe ver accidentes, equivocaciones y malas decisiones en la historia de sus referentes, pues estamos ante un ignorante o un exaltado. Es deber de los revolucionarios de cada país, como mínimo, hacer una evaluación crítica de sus experiencias más próximas para no repetir los mismos tropiezos. ¿Debemos repetir los discursos del «hegelianismo de izquierda» de Marx y Engels sobre los pueblos sin historia y demás epítetos que ellos mismos acabaron corrigiendo? ¿No fue Lenin quien se autocrítico por promulgar el boicot al parlamentarismo cuando no se daban las condiciones, no fue él quien teorizó un tránsito pacífico al socialismo en 1917 cuando reconocería poco después que en aquel momento era imposible? ¿No fueron Lenin y Stalin quienes reconocieron haberse equivocado sobre la utilidad de la federación administrativa para resolver la cuestión nacional y acercar a los pueblos? ¿No reconoció Dimitrov haberse dado cuenta tarde de la transcendencia y superioridad de los «bolcheviques» rusos en comparación con los «socialistas intransigentes» búlgaros? ¿No fue el propio Hoxha quien reconoció no haber estado lo suficientemente rápido en detectar el carácter nocivo del titoísmo, de hacerle concesiones posteriores, pese a ser conocido como uno de sus más firmes opositores, misma historia que ocurrió con el jruschovismo y el maoísmo? Como se ve, todas las figuras magnas del marxismo-leninismo cometieron patinazos de mucho calado, en muchas ocasiones ellos mismos fueron capaces de detectar sus deficiencias y actuar en consecuencia, en otros casos, es tarea de sus sucesores tratar de prestar atención a sus limitaciones sin que ello signifique hacer de menos su gran obra». (Equipo de Bitácora (M-L); Fundamentos y propósitos, 2025)
No sería equivocado asegurar que hoy casi toda la «izquierda radical» se reclama «prosoviética» de una forma u otra. Unos reivindican los años de Lenin, otros los de Lenin y Stalin, mientras lo más oportunistas llegan a realizar una apología de la era de Jruschov, Brézhnev, algunos hasta incluyen a Gorbachov. El caso es que todos parlotean sobre la «ineludible necesidad del estudio sobre la URSS y las causas de su caída». ¿Y bien? ¿Qué han hecho para alumbrar al público? ¿Qué han hecho para cumplir su responsabilidad histórica? Especialmente le preguntamos esto a aquellas organizaciones que ya se presentan como el «ariete ideológico del pueblo», la «vanguardia teórica y guía». ¿Qué nos han ofrecido hasta hoy? Pues poco o nada. Por eso, cuando el público honesto −o deshonesto− les cuestiona, no pueden hacer más que balbucear frases hechas. Así ocurre cuando el típico joven que recién se empieza a interesar en la historia soviética o en los principios del marxismo-leninismo les espeta: «Aun no acabo de entender una cosa, ¿por qué les fue tan fácil a los jruschovistas llevar a cabo la restauración del capitalismo tras Stalin?». En ese momento solo saben escapar a tan incómoda confesión con explicaciones burguesas sobre el discurrir de la historia, guiones sobre «buenos» y «malos», «incorruptibles líderes en minoría» contra «elementos infiltradores, agentes y saboteadores del imperialismo», relatos donde pareciera que el pueblo, la masa, era inerte ante tales disputas. En todo caso, aceptemos tal premisa, tal visión de cómo fueron las cosas. Habría que volver a preguntar entonces, ¿qué tan buena era la salud de ese gobierno revolucionario que anidaba en la URSS para que, en 1953, su pueblo se quedase mirando mientras unos traidores desvalijaban, uno a uno, los principios que aún conservaba? Es más, ¿cómo lo habrían hecho los bolcheviques para acabar sembrando la indiferencia y la pasividad en un pueblo que asistió como espectador al desguace de su futuro? Véase el capítulo: «¿Por qué cayeron los regímenes marxistas del siglo XX?» (2021).
En el año 1979, coincidiendo con el natalicio de Stalin, el Partido Comunista de España (marxista-leninista) dedicó una biografía −o debería decirse más bien hagiografía− sobre Stalin, donde no se señalaba ni una sola equivocación del líder soviético, algo que sorprendería a cualquiera, dado su prolongado mandato al frente del Partido Bolchevique desde 1924 a 1953, y su influencia directa de sus directrices en el movimiento internacional. En el IVº Congreso del PCE (m-l) celebrado en 1984, refiriéndose a las desviaciones en la «era stalinista» de ciertos partidos −como el francés o italiano−, solo se llegó a esbozar que:
«Aquella actitud de los dirigentes comunistas de estos países era ya, quizá inconscientemente, revisionista. (...) Esto nos lleva de nuevo a la necesidad de buscar las raíces del revisionismo hasta sus últimas consecuencias y no contentarnos con la formulación simplista de «a raíz de la muerte de Stalin surgió el revisionismo». (Partido Comunista de España (marxista-leninista); Documentos del IVº Congreso del PCE (m-l), 1984)
Esta noble y ambiciosa intención no era un estéril ejercicio de «escolástica histórica», sino que resultaba clave para el porvenir de la línea política por razones obvias: se trataba de aprender de la historia, de no tropezar dos veces con la misma piedra. ¿Y bien? ¿En qué quedó este proyecto de estudio histórico? En verdad, el PCE (m-l) jamás emprendió tal análisis sobre las fuentes del descarrilamiento ideológico de los partidos tradicionales del comunismo, solo se acercó a intuir y denunciar las actitudes más escandalosas, y siempre sacando de la ecuación a Stalin como posible responsable. En este sentido, uno no puede aceptar los supuestos sobre «el abandono progresivo de los principios», la «relajación ideológica», la «creación de una casta de privilegiados», la «grave pérdida de cuadros en la Segunda Guerra Mundial», etcétera. Unos argumentos que, si bien son válidos, sus creadores ni siquiera se molestan en demostrar ni explicar con detalle hasta qué punto fueron claves en el resultado final, obligando, por tanto, al lector a un ejercicio de fe.
Entiéndase que mientras los renegados y revisionistas de la época, como Ibárruri, Carrillo o Líster, escribían sus memorias ofreciendo una visión manipulada de la Internacional Comunista (1919-43), la Kominform (1947-56) y decoraban su propia actuación durante los años del «stalinismo», los principales dirigentes de estos nuevos partidos marxista-leninistas no emprendieron el duro pero necesario trabajo de recopilar documentos, testimonios y reconstruir, criticar y poner en su sitio a cada uno. ¿Cuál fue la consecuencia? En resumidas cuentas, la mayoría de las «defensas de Stalin» y el «stalinismo» que se emprendieron durante este periodo, como puede verse en los escritos de Elena Ódena, reproducían este esquema que arrastraba notables limitaciones. Eran una apología a medio camino entre la comprensión real y la devoción meramente sentimental: se defendían prodigios y méritos obvios de la trayectoria de Stalin, pero se eludía indagar y poner sobre la mesa las debilidades, las cuales son inherentes a todo proceso −incluso en el más exitoso, como fue el caso del camino recorrido por los bolcheviques−. En aquellos tiempos, defender el legado del «stalinismo» era un impulso natural de todo aquel que había visto los «frutos» podridos de la «desestalinización», sin embargo, a falta de conocimientos palpables, se pasaba a embellecer el pasado, a suponer −con apriorismos− que todo lo anterior era un todo armonioso, un cúmulo de virtudes, en resumen, la idealización de sus admirados ancestros. Véase la obra: «Ensayo sobre el auge y caída del Partido Comunista de España (marxista-leninista)» (2020).
Esta concepción triunfalista no resistió un hecho que sobresalía por encima del resto: si la propia URSS ya no estaba en manos de los «stalinistas» era porque el sistema no era tan «sólido» y «monolítico» como se había hecho creer desde la propia propaganda, por lo tanto, dejando a un lado los innegables triunfos y méritos del proceso anterior, el deber de sus sucesores era intentar averiguar qué había ocurrido −sin poner cortapisas y cayese el mito que cayese en el proceso de autoexaminación−. Si el PCE (m-l) hubiera cumplido su promesa de realizar la pertinente investigación, tarde o temprano hubiera llegado a la conclusión de que aberraciones ideológicas como el «eurocomunismo», el «jruschovismo» y tantas otras no eran sino la recuperación de las «desviaciones» que pulularon libremente en décadas anteriores, algunas de ellas incluso con la aprobación del sello de Moscú −como demostraron los archivos soviéticos y los testimonios directos−. Esta ociosidad de los dirigentes del PCE (m-l) solo pudo indicar tres cosas: a) o bien una absoluta despreocupación al estudio de la cuestión soviética; b) o una incapacidad analítica fruto de una carencia de formación ideológica; c) o, incluso peor, una cobardía para exponer lo que se supo que podía causar incomprensión o rechazo.
Si avanzamos al año 1996 no encontramos nada diferente. En un claro ejercicio infinito de charlatanería, Raúl Marco en su artículo «Pereza ideológica» siguió declarando su evidente incapacidad para analizar la regresión en el sistema soviético. Doce años después solo pudiendo balbucear los mismos clichés que en 1984:
«Hubo una degeneración que creó un burocratismo fatal que acabó con la URSS. Mas sostenemos que si hubo degeneración, que si dieron respuestas erróneas, equivocadas, las preguntas eran y siguen siendo correctas. Esas preguntas, esos planteamientos correctos, necesitan respuestas que solo los comunistas podemos dar. (...) Deberemos ver en qué nos equivocamos». (Unidad ideológica; Nº2, 1996)
En su artículo «El camino hacia el abismo revisionista: Notas sobre la experiencia histórica de la Unión Soviética» (2020), −«notas» desde luego muy breves, ya que su artículo no ocupa más de 1 página y media en su periódico (sic)−, más de dos décadas después desde 1996, sus jefes nos prometen por fin que, ahora sí, ¡hay que dar respuesta a las incógnitas sobre la desaparición de la URSS!:
«Llegados a este punto, debemos preguntarnos sobre las causas que provocaron la degeneración del partido bolchevique y, más allá de la experiencia soviética, lo ocurrido en el resto de los partidos comunistas. La respuesta es enormemente compleja y lo que aquí apuntamos son algunas observaciones que deben ser estudiadas y analizadas en profundidad». (Octubre Nº140, diciembre 2020)
Si el viejo PCE (m-l) de 1964-92 prometió varios estudios sobre la Internacional Comunista (IC) y las causas de la degeneración de los partidos comunistas tradicionales, como se insistió por ejemplo en el IVº Congreso (1984), parece que este nuevo PCE (m-l) refundado en el 2006 todavía necesita «un poquito más de tiempo» para ofrecernos tal esperado análisis. ¿Qué podemos contestar a eso? Escribir bonito, tener una idea brillante o saber investigar una cosa son cualidades que todos podemos tener en mayor o menor medida, pero hay otras más difíciles de conseguir: fluidez en la escritura, capacidad argumentativa, dotar de una estructura coherente al texto o puntualidad en las entregas. Evidentemente, Karl Marx tuvo muchas de las cualidades mencionadas, por eso fue brillante, pero desde luego no logró adquirir la última, y algunos −como los redactores de «Octubre» y Cía.− en sus torpes intentos de aproximación al «marxismo» lo único que adoptan del originario de Tréveris es la tardanza en las entregas, solo que en sus casos hablamos no de documentos a medio acabar, sino abstractos, que nunca llegan a materializarse, ni siquiera en borradores.
En cualquier caso, hace largo tiempo que hemos dejado de tener cualquier expectativa sobre los «aportes teóricos» que nos fuesen a brindar los fósiles intelectuales del PCE (m-l), pues los miniartículos publicados en su medio «Octubre» −¡con una asombrosa publicación de 10 números en todo 2024 con una media de 8 páginas! (sic)− son tan ambiciosamente pobres en extensión y tan mediocres en cuanto a su contenido, que nada se puede esperar rescatar de ahí. A pesar de asegurar a sus lectores que ellos analizan los grandes eventos de la historia desde los filtros del llamado «materialismo histórico», en realidad, todo su discurso se reduce a meras descripciones de los hechos, presentando a las figuras involucradas y sus roles prefabricados, narrando al lector datos y conexiones ya de sobra conocidas por todos. En estos pequeños escritos incurren en aquello que Lenin o Zhdánov calificaron en Struve y Aleksándrov como «objetivismo burgués», es decir, aquella tendencia que se limita a reproducir el relato hegemónico y reproducir clichés, pero sin poner nada en tela de juicio y sin aportar ninguna novedad que sirva para arrojar algo de luz. Este proceder es completamente opuesto a nuestra doctrina, puesto que nos es inútil si lo que buscamos es extraer de cada suceso sus lecciones pertinentes en aras de perfeccionar y fortalecernos ideológicamente para actuar en consecuencia. No por casualidad esta forma de raciocinio tan primitiva, más basada en la memorística y respeto a la autoridad que otra cosa, ha sido el cariz predominante en el sistema educativo contemporáneo, cuyo fin no fue otro que reducir hasta la mínima expresión todo espíritu crítico en el individuo. No olvidemos que en la cuestión educativa el PCE (m-l) no sobrepasó este modo de pensamiento limitado, motivo por el cual hoy día a través de Carlos Hermida incurrió en propuestas liberales cuanto menos ridículas como que en las aulas se pueda explicar a «Platón y Kant y Marx» o «eliminar trámites burocráticos» que no vulneran las bases del poder educativo burgués. Véase el capítulo «La cuestión educativa y el liberalismo de la «izquierda» (2021).
«Aprovechemos esta oportunidad para recordar al lector que de 1949 a 1952 e inmediatamente después no es un período en el que solo se redacta el «Camino británico al socialismo» en acuerdo con Stalin y el PCGB; sino que en casi todos los países del mundo, casi todos los partidos comunistas elaboran sus propios programas de «camino al socialismo». Cuando los críticos se oponen al esto, se oponen no solo al «Camino británico al socialismo», sino a todos estos programas, estrategias y tácticas formuladas por todos estos partidos del movimiento comunista mundial en cooperación con Stalin y el PCUS. ¡Eso sólo significaría que los críticos son, y todos son, verdaderamente trotskistas, es decir, parte de los destacamentos dirigentes de la burguesía mundial!». (Direct Democracy; El camino británico al socialismo, ¿fecha?)
«Habla usted de su «devoción» hacia mí. Quizás se le haya escapado casualmente esta frase. Quizás, pero si no es una frase casual, le aconsejaría que desechara el «principio» de la devoción a las personas. Ese no es el camino bolchevique. Sed únicamente devotos de la clase obrera, de su partido, de su estado. Esta es una cosa buena y útil. Pero no la confundáis con la devoción a las personas, esa fruslería vana e inútil propia de intelectuales de escasa voluntad». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; Carta al camarada Shatunovsky, agosto de 1930)
Evidentemente, para estos caballeros en esos y otros artículos el fenómeno del revisionismo empieza a partir de 1956, pero no explica por qué aparece ni cuál es su origen.
En Rusia, los «stalinistas» de «Rabochy Put», lanzaron al mundo su evaluación de la figura en cuestión. Atentos porque tampoco desperdicio:
«Stalin fue un bolchevique, 100% marxista-leninista, un materialista-dialéctico impecable». («Rabochy Put»; Acerca de los volúmenes adicionales de las obras de Stalin. Respuesta a los Khlebnikovitas indignados, 2015)
En pleno siglo XXI volvemos al dogma religioso de la «infalibilidad papal»; ¡Stalin fue «impecable»! Pues debió de ser el único ser humano que en su desempeño político no erró nunca, ¡ni siquiera, aunque él en sus comentarios públicos y privados así lo reconociese! Sin embargo, el propio Stalin, en el prólogo a la reedición de 1946 de su obra «Brevemente sobre las discrepancias en el partido» (1905), reconoció haber caído en el espontaneísmo durante aquellos años, dado que, según él, todavía el partido no estaba muy familiarizado con los preceptos que luego Lenin hizo dominantes. Él mismo confesó que sus primeros escritos políticos eran los de un marxista no completamente formado, con deficiencias en la comprensión de elementos clave tales como las condiciones para la victoria de la revolución. Bien, roto este mito sobre el «implacable» actuar del dirigente georgiano, ¿se pueden descartar más fallos suyos? Evidentemente que no.
El ejercicio de idealismo filosófico de los señores de «Rabochy Put» no acaba aquí, pues consideran que las cifras de los mandos soviéticos o sus dirigentes siempre fueron correctas. ¿Y qué se presenta para aseverar tal arriesgada afirmación? Fácil, dado que:
«Uno de los principios estrictamente observados por los bolcheviques era el principio de no mentir nunca a la clase obrera, para no perder su confianza, en todo y siempre para decirle a los trabajadores la verdad, no importa lo que fuese». («Rabochy Put»; Acerca de los volúmenes adicionales de las obras de Stalin. Respuesta a los Khlebnikovites indignados, 2015)
¡Claro! Como esto era el «principio bolchevique», se da por hecho que se cumplió, ¡y «Rabochy Put» se permite dar lecciones al resto de «rigurosidad científica»! Por lo visto, los jefes bolcheviques a nivel nacional, regional y local, no eran seres humanos que sienten y padecen, sometidos a un tiempo-espacio concreto; personas de carne y hueso determinadas por la educación recibida, su círculo social y las ideas de su tiempo; sometidos a una presión ideológica del cerco capitalista externo y la herencia de la vieja sociedad feudal-capitalista. Para nada. Por lo visto, eran «robots de la revolución» programados para ejecutar un plan perfecto, creados por la «Madre Revolución» que anida en alguna esquina de la infinidad del Universo. Estos simpáticos mecanicistas están a un paso de concluir que la contrarrevolución en la URSS aconteció cuando a estos «robots» se les acabó su batería o sufrieron un cortocircuito, ¡momento en que la «vigilancia impecable» se derrumbó y los revisionistas consiguieron lo que siempre desearon!
En cambio, «Rabochy Put» considera muy orgullosamente que sus artículos esgrimen un «análisis bajo la luz del bolchevismo», aunque no comprueben que ocurrió con esos acuerdos y resoluciones oficiales. Si anteriormente en el caso del señor Bland era una temeridad ir en contra de no uno sino varios documentos disponibles −y negarse a cotejarlos con otras pruebas documentales−, en el caso de los caballeros de «Rabochy Put» directamente incurren en el defecto diametralmente opuesto: una vez descubierto un documento no hace falta comprobar si en la práctica se cumplió dicho acuerdo o resolución. ¿Tiene sentido esto? Dejemos hablar a su ídolo:
«¿Quién, excepto los burócratas incurables, puede fiarse sólo de documentos escritos? ¿Quién, excepto los ratones de biblioteca, no comprende que a los partidos y a los líderes hay que comprobarlos, ante todo, por sus hechos, y no sólo por sus palabras?». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; Sobre algunas cuestiones de la historia del bolchevismo, 1931)
Esta forma de pensar y operar de «Rabochy Put», aunque sea deshonrosa para ellos, está muy por debajo del nivel metodológico que puede mostrar hoy cualquier académico experto en evaluación de textos. Un catedrático de paleografía y diplomática en la Universidad de Burgos, nos advirtió:
«No nos podemos conformar con lo legislado. En todo caso, y siempre, es preciso comprobar si se cumplió o no lo prescrito». (José Antonio Fernández Flórez; La génesis documental: desde las pizarras visigodas y la Lex Romana Visigothorum al siglo X, 2013)
Al parecer estos señores no se enteraron de episodios muy paradigmáticos, como el de Eugeni Varga, quien, en 7 de abril de 1934, en presencia de Dimitrov, Mólotov y Stalin, ante una crisis llegó a preguntar al jefe bolchevique qué «números» deseaba, ante lo que Stalin respondió que «los números reales, por supuesto». El húngaro, francamente sorprendido, espetó su alegría por encontrar aún a «gente que amaba la verdad». Esto, seguramente, denotaba cuán acostumbrado estaba al fraude y a la decoración de las cifras ante sus superiores, y si esto era común en un «economista reputado» como él, imagínese el lector qué ocurriría con funcionarios menores y anónimos. Véase la obra de la Yale University Press: «El diario de Dimitrov» (2003). También puede contabilizarse el Caso Leningrado (1949), donde varios de los implicados, como Nikolái Voznesenski, intentaron adulterar los datos y previsiones del plan en vistas a contentar a la cúpula dirigente, algo que fue severamente penado una vez el Gosplán denunció la situación a las altas instancias. Véase la obra de Sigismund Sigismundovich Mironin «La orden de Stalin» (2007).
Sabemos que estos documentos no son convincentes para los señores de «Rabochy Put», así que recurriremos una vez al propio Stalin, ya que al parecer es la única fuente de autoridad aceptable para ellos:
«Tuve el año pasado una conversación con uno de estos camaradas, un camarada muy estimable, pero un charlatán incorregible, capaz de ahogar con su verborrea cualquier obra viva. He aquí la conversación:
Yo: ¿Que tal va la siembra? El: ¿La siembra, Camarada Stalin? Nos hemos movilizado.
Yo: Bien, y ¿qué? El: Hemos planteado la cuestión de plano.
Yo: Bien, ¿y qué más?
El: Hay un viraje, Camarada Stalin, pronto se producirá un viraje.
Yo: Bueno, pero ¿que hay en realidad?
El: Se perfilan progresos. Yo: Bien, pero, ¿qué tal va la siembra?
El: Hasta ahora no hemos logrado hacer nada, Camarada Stalin.
He aquí la fisonomía del charlatán. Se han movilizado, han planteado la cuestión de plano, hay un viraje y progresos, pero la cosa no avanza. Exactamente así es como ha caracterizado hace un poco un obrero ucraniano el estado de una organización. Cuando se le pregunto si dicha organización se atenía a la línea, respondió: «¡Ah! ¿la línea?... la línea existe, naturalmente, solo que el trabajo no se ve». Por lo visto, esta organización tiene también sus charlatanes honrados. Y cuando se destituye a estos charlatanes, separándoles del trabajo de la dirección, se quedan atónitos, boquiabiertos: «¿Por qué nos destituyen?». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; Sobre los defectos del trabajo del Partido y sobre las medidas para liquidar a los elementos trotskistas y demás elementos de doble cara, 1937)
La falta de lógica en el discurrir estas criaturas llegó al punto de que en su artículo «Sobre las represiones stalinistas» (2020), en vez de realizar un análisis frío y cabal sobre este delicado tema −que tanto daño hizo a la postre al sistema soviético y su confianza en él−, los autores de «Rabochy Put» solo pudieron alegar lo que tantos otros repitieron antes que ellos: que todo se trata de propaganda imperialista, que no hay nada que revisar ni que criticar porque «Stalin es más famoso que nunca en Rusia» (sic):
«A pesar de toda esta histeria masiva antisoviética y anticomunista, la actitud de los trabajadores de nuestro país hacia las represiones de los años 30 (...) es ambigua, cada vez más desconfiada del punto de vista oficial antiestalinista y cada vez más aprobando la política, llevada a cabo en esos años por el Comité Central del Partido Bolchevique. La autoridad de Stalin entre el pueblo está creciendo a un ritmo gigantesco, es tan alta que simplemente no hay nadie a quien poner al lado de esta figura histórica». («Rabochy Put»; Sobre las represiones stalinistas, 2020)
Según ellos, las purgas se llevaron a cabo de forma ejemplar porque entre los países capitalistas aún se sigue escribiendo todo tipo de calumnias contra el comunismo soviético, mientras entre el pueblo ruso ha aumentado la popularidad de Stalin porque así lo muestran las «encuestas recientes». Ya el qué encuestas son esas o qué ideas puede tener el pueblo ruso al calificar positivamente el pasado soviético, son cuestiones que parecen no plantearse los redactores de «Rabochy Put» −recordemos que para muchos nacionalistas Stalin representa un periodo de gran expansión territorial para Rusia−.
Aun así, si les preguntásemos a estos caballeros, muy seguramente ellos responderían con tesón que son profundamente «autocríticos» con el periodo soviético, ¿y de qué forma lo muestran? Por ejemplo, en cuanto a la doctrina militar. Algunos de estos elementos, siempre que pueden, sacan a relucir el famoso brindis de Stalin en el Kremlin frente a los comandantes del Ejército Rojo (24 de mayo de 1945). En este brevísimo discurso, efectivamente, el mandatario reconoció que:
«Nuestro Gobierno cometió no pocos errores, vivimos por momentos una situación desesperada en 1941-1942, cuando nuestro ejército se retiraba, abandonando nuestras propias aldeas y ciudades de Ucrania, Bielorrusia, Moldavia, la región de Leningrado, la zona del Báltico y la República Karelo-finlandesa, abandonándolos porque no había otra salida». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; Brindis por el pueblo ruso en una recepción en honor de los comandantes del Ejército Rojo ofrecida por el gobierno soviético en el Kremlin, 1945)
Si hasta el propio Stalin reconoció que existieron «no pocos errores», ¿cómo alguien simpatizante con dicha figura puede eludir el realizar el pertinente análisis sobre tales deficiencias si no es por fanatismo? Evidentemente, aquí, en un brindis, no era el momento de desarrollar dicha autocrítica de forma extensa. Pero, en el caso de nuestros «stalinistas» modernos, ¿qué reevaluación del periodo soviético tienen? ¿Qué tienen que aportar al tema, a qué errores creen que se refería Stalin o cuáles observan ellos, una vez consultada la documentación pertinente? ¿Quizás la doctrina militar soviética era mejorable en su teoría o aplicación? ¿Fallos en la logística, producción, despliegue, selección de cuadros o purgas injustificadas? ¡Nadie lo sabe! Por el contrario, realizan un ejercicio de culto al Ejército Rojo que causa vergüenza ajena.
«Rabochy Put» publicitó en su web un artículo de A. Yanovsky «Sobre las aproximaciones a una gran guerra» (2018), en el que se intentó vender que la teoría militar soviética llamada «Batalla profunda» destacó por «la preservación máxima de las preciosas vidas del pueblo soviético» (sic):
«Esta experiencia permitió aclarar la doctrina militar soviética: las principales tareas de defensa de la URSS deben llevarse a cabo con poco derramamiento de sangre por parte del propio ejército, con tasas ofensivas extremadamente altas, con una poderosa respuesta concentrada a los ataques enemigos y con la transferencia (o conducción) de hostilidades principalmente en su territorio. (…) La doctrina prescribía la preservación máxima de las preciosas vidas del pueblo soviético, el territorio y la riqueza nacional de la URSS de la destrucción». (A. Yanovsky; Sobre las aproximaciones a una gran guerra, 2018)
Si debemos de tomarnos estas afirmaciones en serio, entonces los señores de «Rabochy Put» y Cía., tendrían que explicarnos varias cuestiones. Si la doctrina militar soviética era tan eficiente y primaba la salvaguardia de las vidas de los soldados, ¿cómo es posible que entre 1941-45 el Ejército Rojo sufrió más del doble o triple de pérdidas −heridos o muertos− que la Wehrmacht? ¿Cómo fue posible que esto ocurriese tanto en las acciones en que el Ejército Rojo fue derrotado −como la Batalla de Kiev (1941)− como en las que triunfó −Operación Bagratión (1944)−? ¿Por qué esta sangría de bajas humanas sucedió inclusive en periodos del conflicto en que la derrota de la Alemania nazi era inminente, como la propia Batalla de Berlín (1945)?
Grover Furr y sus invenciones históricas sobre el pensamiento y las acciones de Stalin
«Beria y Stalin fueron los que lucharon por la reforma democrática y perdieron esa lucha. Tuvieron una oposición de la mayoría del Comité Central de esa época. (...) Hay un texto de Grover Furr que se llama «La lucha por la reforma democrática» que expresa muy bien lo que quería Stalin». (Roberto Vaquero; ¿Quién fue Stalin?, 2021)
Últimamente, existe un extraño embelesamiento hacia Grover Furr, un historiador estadounidense que afirmó haberse propuesto como tarea desmitificar las acusaciones y distorsiones contra Stalin y que es conocido por obras como «Stalin y la lucha por la reforma democrática» (2005) o «Jruschov mintió» (2011). Empero, aunque en ocasiones sí realiza tal labor, otras muchas veces lo que en realidad realiza es un bochornoso ejercicio de devoción absoluta. Y como el lector comprenderá, la falsificación de algunos de los aspectos clave de la trayectoria del periodo soviético, y de este personaje histórico en particular, termina convirtiéndose en un relato muy peligroso. Entiéndase que la mitificación o el seguidismo hacia las instituciones o figuras siempre suponen un estancamiento o un retroceso en el conocimiento, pero nunca un avance positivo y productivo. Este peculiar historiador se ha caracterizado por acometer todo tipo de especulaciones sin respaldo, cuando no directamente ha incurrido en invenciones flagrantes, todo, en aras de cuadrar lo que le hubiera gustado que hubiera hecho Stalin:
«El concepto de democracia que Stalin y sus seguidores en la dirección del Partido deseaban aplicar en la Unión Soviética incluía un cambio cualitativo en el papel del Partido bolchevique en el seno de la sociedad. (...) Lo que perseguían era sacar al Partido Comunista de la dirección directa de la Unión Soviética. (...) Parece ser que Stalin creyó que una vez apartado el Partido del control directo sobre la sociedad, su papel debiera quedar limitado a la agitación y a la propaganda, y a la participación en la selección de cuadros». (Grover Furr; Stalin y la lucha por la reforma democrática, 2005)
Esto que el señor Furr nos aseguró aquí, que Stalin mantenía o deseaba este modelo de partido y régimen, es una completa aberración para cualquiera que esté familiarizado un mínimo con la sovietología. Pero no debemos llevarnos a engaño, esto no es casual. Si uno observa cual ha sido su principal fuente de formación política, notará que el señor Furr rezuma maoísmo por los cuatro costados, por lo que se vale de sus «técnicas historiográficas» para decorar el pasado y engañar a incautos. Desde el inicio su pretensión es absurda, pues pretende vanamente mezclar agua y aceite, es decir, reunir en un eclecticismo imposible a Stalin y Mao. Para comenzar a desmontar esta sartenada de despropósitos y mirar a la historia de frente, rescataremos la reunión del Buró Político del Partido Bolchevique, celebrada en octubre de 1952, con la cual podremos saber cuál fue la posición del estadista soviético sobre el tema:
«Stalin: Sí, tuvimos el congreso de nuestro Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS). Funcionó muy bien, y muchos de vosotros podríais pensar que, entre nosotros, existe una armonía y unidad plenas. Pero no tenemos esta armonía y unidad de pensamiento. Algunos de vosotros incluso se oponen y no os gusta nuestra decisión.
Dicen, ¿por qué necesitamos ampliar el Comité Central (CC)? Pero, ¿no es evidente que necesitamos inyectar nueva sangre y nuevas fuerzas al CC del PCUS? Estamos envejeciendo y tarde o temprano moriremos, pero debemos pensar a manos de quién debemos dar esta antorcha de nuestra gran empresa, ¿quién la llevará adelante y alcanzará la meta del comunismo? Para esto necesitamos gente más joven con más energía, camaradas dedicados y líderes políticos. ¿Y qué significa criar a un líder político dedicado y devoto del Estado? Necesita diez, no, quince años para que podamos hablar de un líder estatal, capaz de continuar con esta antorcha.
Pero solo desear que esto suceda no es suficiente. Educar a tales nuevos cuadros requiere tiempo y participación en el gobierno cotidiano del Estado, aprender de los asuntos prácticos que abarcan toda la gama de planes de aparatos estatales y conceptos ideológicos que eleven a un nivel más alto la construcción de una sociedad socialista, así mismo los camaradas deben ser capaces de reconocer y luchar contra todo tipo de tendencias oportunistas. (...) ¿No es evidente que debemos elevar la importancia y el papel de nuestro partido y sus comités partidarios? ¿Podemos permitirnos no seguir el deseo de Lenin de mejorar el trabajo del partido constantemente?». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; Discurso en el Buró Político del Partido Comunista de la Unión Soviética, 16 de octubre de 1952)
Estas últimas declaraciones, meses antes de fallecer, refutan de un plumazo las hipótesis del señor Furr: a) tanto aquella que viene a especular −sin prueba alguna− que Stalin pensó algo así como disolver el Partido Bolchevique y regirse solamente por los soviets −como un vulgar anarquista−; b) aquella que sostiene que Stalin consideró que el partido en la etapa del socialismo debía de ser solo un mero «orientador ideológico-cultural», pero no inmiscuirse ni en la economía ni en la política −justo como teorizaban en aquel entonces los titoístas−; c) como también aquella hipótesis que plantea que Stalin deseó la creación de otros partidos y un multipartidismo en el socialismo −teoría política al gusto de maoístas y trotskistas−. En fin, elucubraciones sin fundamentar.
Muy por el contrario, la máxima de Stalin siempre fue reforzar el papel del partido en todo aquel periodo que media del capitalismo al comunismo, algo que él mismo dejó constancia en sus obras oficiales y no oficiales. Esto no significa que no pusiera condicionantes, como que esto siempre debía de ir acompañado de una elevación del nivel ideológico, que los cargos dirigentes no podían permitirse el lujo de alejarse de las masas −como denunció amargamente en esta transcripción citada−. Es más, incluso si revisamos sus obras más conocidas, tampoco da lugar a duda. En 1936, en medio de los debates sobre el nuevo sistema legislativo soviético, planteó lo siguiente:
«Debo reconocer que el proyecto de la nueva Constitución deja efectivamente en vigor el régimen de la dictadura de la clase obrera y no cambia en nada la actual posición dirigente del Partido Comunista de la Unión Soviética. (Clamorosos aplausos)
Si los honorables críticos consideran esto un defecto del proyecto de Constitución, no podemos hacer más que lamentarlo. Los bolcheviques lo consideramos una virtud del proyecto de Constitución. (Clamorosos aplausos)
En cuanto a la libertad para los diferentes partidos políticos, nosotros mantenemos una opinión un tanto diferente. Un partido es una parte de una clase, su parte de vanguardia.
Varios partidos y, por consecuencia, la libertad de partidos, sólo pueden existir en una sociedad en la que existen clases antagónicas, cuyos intereses son hostiles e irreconciliables; en una sociedad donde, por ejemplo, hay capitalistas y obreros, terratenientes y campesinos, kulaks y campesinos pobres, etc. Pero en la Unión Soviética ya no hay clases como los capitalistas, los terratenientes, los kulaks, etc. En la Unión Soviética no hay más que dos clases: los obreros y los campesinos, cuyos intereses, lejos de ser hostiles, son, por el contrario, afines. Por lo tanto, en la Unión Soviética no hay base para la existencia de varios partidos y, por consiguiente, para la libertad de esos partidos. En la Unión Soviética sólo hay base para un solo partido: el partido comunista. En la Unión Soviética sólo puede existir un partido, el partido comunista, que defiende valientemente y con toda consecuencia los intereses de los obreros y los campesinos. Y que no defiende mal los intereses de estas clases es un hecho que no puede ponerse en duda». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; Sobre el proyecto de Constitución de la Unión Soviética; Informe ante el VIIIº Congreso Extraordinario de los soviets de la Unión Soviética, 25 de noviembre de 1936)
En otra ocasión, durante 1948, preocupado por las formas organizativas de los revisionistas yugoslavos, encabezados en aquel entonces por Tito, tampoco dudó en comentar lo que sigue:
«Estamos preocupados por las condiciones presentes del Partido Comunista de Yugoslavia. Estamos asombrados por el hecho de que el Partido Comunista de Yugoslavia, el cual es el partido líder, no está aún completamente legalizado y todavía mantiene un status semilegal. Las decisiones de los órganos del partido nunca son publicados en la prensa, tampoco están los informes de las asambleas de partido. La democracia no es evidente dentro del propio Partido Comunista de Yugoslavia. El Partido Comunista de Yugoslavia, en su mayoría, no ha sido electo sino cooptado. La crítica y la autocrítica dentro no existe o apenas existe. Es característico el hecho de que el Secretario de Organización del Comité Central del partido es el Ministro de Seguridad del Estado. En otros términos, los cuadros del partido se someten de hecho a la vigilancia del Ministro de Seguridad del Estado. Según la teoría marxista, el partido debe controlar todos los órganos del Estado, incluido también el Ministerio de Seguridad del Estado, mientras que en Yugoslavia ocurre lo contrario, siendo el partido controlado de hecho por el Ministerio de Seguridad del Estado. Como se ve, esto explica que la iniciativa de las masas del partido en Yugoslavia no esté al nivel requerido. Se comprende que no podemos considerar marxista-leninista y bolchevique tal forma de organización del partido comunista. (...) Acorde con la teoría marxista-leninista el partido es considerado como la fuerza principal en el país, que tiene su programa específico y que no puede fundirse con las masas sin partido. En Yugoslavia por el contrario, el frente popular es considerado cabeza de fuerza principal y ahí una intención de disolver el partido dentro del frente». (Carta del Comité Central del Partido Comunista (bolchevique) de la Unión Soviética al Comité Central del Partido Comunista de Yugoslavia; Partido Comunista (bolchevique) de la Unión Soviética, 27 de marzo de 1948)
Grover Furr intentó hacer pasar a Stalin por lo que nunca fue. Es cuanto menos penoso que casi todos los autodenominados «marxista-leninistas» de la actualidad rindan pleitesía a un «historiador» de poca monta como Grover Furr, pero ya se sabe: «Quien no conoce a Dios, a cualquier santo le reza». Esto recuerda a lo que en su momento ocurrió con Ludo Martens, otro maoísta, que tuvo una curiosa forma de defender a Stalin, no solo desmontando mitos de la historiografía burguesa, sino creando él otros en los que distorsionó su pensamiento y acción. Este tipo de apologías acaban siendo tan incompletas o estériles como las que años después de la muerte de Stalin realizaron algunos excompañeros suyos, como ya analizamos en otras ocasiones. Véase el capítulo: «Sobre Mólotov» (2017).
Si las ideas de Furr tienen tan poco recorrido y son tan descaradas, ¿por qué se fabrican? Esto es, hasta cierto punto, muy normal: porque su producto tiene un mercado receptor muy evidente. Los hombres pusilánimes, como el señor Furr, siempre han necesitado de la construcción de referentes impecables para creer en su proyecto político. Esta técnica, basada, cómo no, en fabricar una imagen perfecta, semiheroica, barnizada, de su personaje fetiche, se convierte en una tradición institucionalizada en su labor histórica cotidiana. En este caso, Furr decidió que a Stalin se defiende a capa y espada, contra viento y marea, y casualmente uno no verá ni una sola crítica de peso del admirador hacia el sujeto admirado, solo halagos, componendas y justificaciones haga lo que haga, incluso aunque a veces mantenga lo opuesto y cambie de opinión sin aparente razón. Esto hace que incluso en las cuestiones menores se acabe falsificando todo, negando la mayor. Este espíritu servil es lo que impide hacer una evaluación cabal de lo que ha podido ser cualquier figura, con sus errores y aciertos; un entendimiento preciso de su pensamiento, y trayectoria; sobre qué transcendencia ha tenido, tanto en lo bueno como en lo malo. Esto, no nos engañemos, es exactamente lo mismo que cometen otros falsos «marxistas» con Marx u otros falsos «leninistas» con Lenin. Entiéndase de una vez que el fanatismo no es un homenaje a las ideas del pensador fenecido, sino una vulgarización de las mismas, una afrenta a lo que representa su legado.
RC-FO, otro ejemplo de reivindicación folclórica
Nuestra parodia favorita, Roberto Vaquero, que sigue haciendo las veces de comandante de Reconstrucción Comunista (RC), Frente Obrero (FO) −y cincuenta tapaderas más que vienen a ser todo lo mismo−, también ha querido presentarse ante su parroquia como un jefe «autocrítico» con el legado soviético. Sin embargo, su impulsividad le delata con demasiada facilidad, y en cada ocasión nos muestra que no supera a sus competidores.
En Twitter, un usuario hizo el siguiente comentario sobre la famosa foto de Stalin en el Kremlin, cigarro en mano y cabizbajo. Esta es una instantánea de agosto de 1941, es decir, momento en que el dirigente supo del inminente avance de las tropas nazis hacia Kiev:
«@ForjadoresdeM: Es de las pocas fotos que envuelven el alma. Stalin destruido por dentro por el desastre del Ejército Rojo en Barbarroja, casi parece que va a llorar a moco tendido. En ese agosto Alemania parecía que había ganado la guerra». (Twitter; Historia de Pium Pium, 30 de julio de 2021)
Esto, según Roberto Vaquero, fue una terrible ofensa contra Stalin y el comunismo, un análisis irreal. Vean:
«@RobertoVaquero_: ¿Destruido por dentro? Que el tiempo te conserve el oído porque la vista y la capacidad de análisis te van mal. Stalin en los primeros momentos de la guerra tomó las decisiones adecuadas para poder ganar la guerra. Lee las memorias de Zhúkov, crítico de Stalin. (...) Esa foto muestra preocupación, era el hombre de acero y en esos días lo demostró. (...) Habría que haberte visto a ti». (Twitter; Roberto Vaquero, 30 de julio de 2021)
¿El camarada Stalin triste, abatido o con miedo? ¡Imposible! ¡Es el hombre de acero! Sobra comentar tales palabras. Y, ya que hace alusión al Mariscal Zhúkov y sus memorias, veamos si, según su testimonio, corrobora que Stalin era humano, es decir, si tuvo o no algún episodio de flaqueza, congoja o duda:
«Stalin era un hombre voluntarioso y lo que se dice, nada cobarde. Sólo una vez lo vi desconcertado. Fue al amanecer del 22 de junio de 1941, cuando la Alemania nazi atacó a nuestro país. Durante el primer día no pudo dominarse y dirigir firmemente los acontecimientos. El choque causado a Stalin por la agresión enemiga fue tan fuerte que se le bajó el timbre de la voz y sus órdenes para organizar la lucha armada no siempre respondían a la situación creada.
Después del 22 de junio de 1941, casi en el transcurso de toda la guerra, Stalin dirigió firmemente el país, la lucha armada y los asuntos internacionales. Incluso en los momentos de mortal peligro para Moscú, cuando el enemigo se hallaba a 25 o 30 kilómetros de la capital, Stalin no abandonó su puesto, se encontraba en el Gran Cuartel General en Moscú y se comportó como correspondía al Jefe Supremo». (Gueorgui Zhúkov; Memorias y reflexiones, 1969)
En cualquier caso, esta es la idea de Stalin y del Ejército Rojo que Roberto Vaquero vende al mundo, es decir, un ser imperturbable y un ejército invencible... al final ganaron los soviéticos, ¿no? Entonces, poco o nada hay que analizar.
Seguramente, al señor Vaquero no le importe en lo más mínimo dar respuesta a los interrogantes que presentan estos temas. Pero claro, en todo caso siempre queda bien delante de los tuyos aparentar que uno también es «crítico» con Stalin, espetando cuatro formalidades.
Volviendo a lo que no ha sabido resolver ni el PCE (m-l) ni «Rabochy Put», seguimos preguntando: ¿cómo se dio el proceso de restauración capitalista en la URSS? ¿Qué sedimento de oportunismo hubo antes de la llegada de Jruschov y le brindó un fértil terreno para su proyecto? Aquí también, dentro de sus excelsos conocimientos, el señor Vaquero en un miniartículo de su revista solo ha llegado a tartamudear lo siguiente:
«El proceso de burocratización tanto del ejército como del partido se agudizó. (…) Así llegamos a la muerte de Stalin en 1953, lo que acarrearía una agudización de la lucha de clases dentro del partido». (De Acero; Nº2, 2013)
¡Extraordinario! ¡Y así se finiquita el mayor proceso de contrarrevolución del siglo XX! Y desde entonces, nada nuevo de peso ha aportado, salvo que consideremos como «aportes de valor» la reivindicación a ciegas que realiza el señor Vaquero de figuras de dudoso honor como Malenkov, Mólotov y Beria −acto en el que, cómo no, coincide con «Rabochy Put», Bill Bland y otros−. En verdad, esta valoración es la extrema simplificación de querer ver en todo ser que alguna vez mostrase divergencias con Jruschov un «valiente elemento que se opuso a la contrarrevolución», falso. En verdad, los tres, y especialmente Beria, que era el más hipócrita de todos, serpenteaban junto a Jruschov y realizaron todo tipo de componendas estableciendo el periodo del «Nuevo Curso» (1953), un preludio de la «Desestalinización» (1956), que tan bienvenido fue en Occidente. Mientras el propio Beria acabaría fusilado por sus «camaradas» en junio de 1953, Malenkov y Mólotov serían desplazados del poder en mayo de 1957 por una nueva dupla Jruschov-Zhúkov, y a no mucho tardar este último también sería apartado de las altas esferas en 1958. «¡Roma no paga a traidores!». El resto es conocido por todos. Véanse los capítulos:
a) «Rehabilitando a un revisionista: el caso Beria» (2020);
b) «Sobre Mólotov» (2017) y;
c) «Sobre Malenkov» (2017).
Veamos qué opinión ha manifestado el señor Vaquero sobre las famosas y polémicas purgas, a ver si difiere de nuestros anteriores protagonistas. ¿Cuál será su gran reflexión al respecto ahora que no deja de repetir que oficialmente es «historiador» por la UNED? Exactamente, comparten la misma opinión que vimos anteriormente con «Rabochy Put». Si el lector no nos cree, tiene varios ejemplos de la postura de Roberto Vaquero en su canal de YouTube y su video «Sobre Stalin» (2019), en donde no le puso un solo pero a cómo se llevaron a cabo las famosas purgas. Por otro lado, ya en 2016 desde su medio Universidad Obrera expresó la misma opinión:
«Sobre la purga, quería plantear al lector una pregunta: si tan arbitrarias eran las purgas ¿por qué se castigó y se purgó a Yagoda, responsable de las primeras purgas, por su ineficacia y su arbitrariedad? La respuesta está clara, porque ni fueron arbitrarias ni respondían al capricho de nadie, eran una necesidad debido a las condiciones materiales en las que vivían». (Universidad Obrera; Por Stalin, 2016)
He aquí un ejemplo del uso de una verborrea que produce vergüenza ajena. Según estos seguidistas, las purgas no de desarrollaron de forma arbitraria, ¡claro que no! ¿Y qué prueba aportan para ello? Que al señor Yagoda lo purgaron por llevar a cabo «purgas arbitrarias» (sic). Esta es la gran lógica que manejan estas criaturas. A este razonar tan curioso podríamos seguir preguntando lo siguiente: si las purgas jamás tuvieron un componente arbitrario, ¿cómo es posible que su sucesor, Yezhov, fuese purgado por lo mismo? ¿Por qué Zhdánov siguió recibiendo reportes de que Beria y los suyos siguieron cometiendo los mismos excesos y ciertos procuradores como Pankratev hicieron la vista gorda? Véase la «Carta de la Fiscalía de la URSS al camarada Zhdánov» (28 de octubre de 1939). ¿Por qué entonces Víktor Abakúmov, jefe del Ministerio de la Seguridad del Estado (MGB), también acabó bajo rejas, primero, en 1951; y finalmente fue fusilado en 1954 bajo términos similares? Él mismo, legó toda una serie de cartas en las que advirtió estar sufriendo el uso de la tortura, el aislamiento de sus familiares y la creación de documentos falsos en su contra «como sucedió en el 1937». Véase la «Carta de V. S. Abakúmov a G. M. Malenkov y L. P. Beria» (14 de noviembre de 1951).
En cualquier caso, toda esta sucesión de diferentes jefes de seguridad, purgados bajo argumentos de dudosa índole, nunca son explicados por estos peculiares «stalinistas» que tratan de entender el «periodo stalinista» pero casualmente siempre defienden cualquier fenómeno, progresivo o regresivo, contra viento y marea. Es más, se considera una situación normal que la plana mayor del NKVD estuviese plagada de espías, saboteadores y asesinos. Entonces, ¿no crearía esto otra cuestión? ¿No demostraría esto una negligencia en la selección y vigilancia de los cuadros? Como el lector puede comprobar, por una vía −voluntariedad− u otra −omisión− los hechos demuestran sobradamente que las cosas no funcionaban tan idílicamente bien como algunos lo presentan. Esto, además, resulta extraño, ya que los mismos comunistas que no ven ni señalan las deficiencias en las purgas, son los mismos que no son capaces de explicar la degeneración de la URSS o la simplifican hasta crear guiones de fantasía totalmente inverosímiles.
Continuemos con esta visión apologética de las purgas, en donde, sin análisis ninguno, todas fueron correctísimas:
«Stalin actuó correctamente, las purgas fueron un mal necesario. De hecho, derivado de esas dificultades que se agravaron con la II Guerra Mundial y la pérdida de cuadros del Partido pudo verse que el proceso de purgas debía haber sido más profundo de lo que fue». (Universidad Obrera; Por Stalin, 2016)
Al parecer «se purgó poco». No, señor Vaquero, la forma en que se llevaron a cabo las depuraciones no fue un «mal necesario», sino un mal a evitar, como muestra la documentación existente. Esto ya lo reconocieron muy a su pesar Stalin, Mólotov y Zhdánov en sus discursos al XVIIIº Congreso del Partido del PCUS (b) (1939). Incluso, esto fue algo que ya denunciaron en su momento cuadros veteranos como Kaminski o Piátnitski: mientras el primero denunció los arrestos ilegales y las purgas en el Cáucaso y propuso retirar los poderes extraordinarios al NKVD, el segundo, alertado por la manera de llevar a cabo las purgas, propuso la creación de una comisión que investigase los excesos del NKVD. De nuevo, si se hubieran consultado los últimos estudios al respecto se estaría en conocimiento de estos hechos básicos. Véase la obra de J. Arch Getty y Roberta T. Manning: «Terror stalinista: nuevas perspectivas» (1993).
Si repasamos el caso de otros supervivientes de las purgas, como Georgi Dimitrov, este reconocería en sus escritos personales el ambiente desconcertante que se vivió y el drama que supuso para muchos comunistas veteranos tal situación surrealista. En su diario, hablando «Sobre la resolución del Presídium del Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista», Dimitrov escribió que el propio Stalin le comentó en privado lo siguiente el 11 de febrero de 1937: «La resolución no tiene sentido. [Según ella] Todos ustedes allí están jugando bien en manos del enemigo...». El 26 de mayo de 1937 Yezhov le comunicó que: «La mayoría de espías trabajan en la Internacional Comunista (IC)», confirmando las sospechas de Stalin previas en torno a las exageraciones intolerables del jefe del NKVD. El 7 de noviembre de 1938 Yezhov le notificó a Dimitrov que Ferdinand Kozowski, veterano búlgaro de las brigadas internacionales, había sido arrestado, y fue solo gracias a la intervención directa de Dimitrov este fue liberado. Véase la obra de la Yale University Press: «El diario de Dimitrov 1933-1949» (2003).
El lector también puede repasar la extensa emisiva que Euvgeny Varga realizó en su «Carta a Stalin; Sobre el problema de los cuadros en los partidos ilegales y los arrestos en masa» (28 de marzo de 1938). En ella se reportó que: «Un número cada vez mayor de antiguos cuadros están siendo arrestados en la URSS», que el NKVD estaba «creando falsas denuncias con el fin de tener arrestados a los revolucionarios honestos» y que «los cuadros [extranjeros] que viven libremente en la URSS» se encontraban «profundamente desmoralizados y desconcertados por los arrestos en masa». ¿Alguien puede negar que existieron episodios y denuncias similares? Bien, quizás algunos, acostumbrados a las teorías conspiranoicas, desconfíen de la carta anterior al ser de un hombre como el señor Varga, conocido posteriormente por sus teorías económicas heterodoxas que tanto usó el jruschovismo en décadas posteriores. Perfecto, utilicemos otro ejemplo para quienes se niegan a analizar el contenido del mensaje por razonamientos «ad hóminem». Vayamos a otros dos ejemplos de mayor enjundia y honor para los comunistas: Georgi Dimitrov y Andréi Zhdánov.
En el caso del primero, uno puede encontrar casos similares en la «Carta de Dimitrov a Zhdánov sobre «Le Journal de Moscou» (26 de abril de 1938) y «Carta de M. Simenova a Dimitrov sobre las actitudes del pueblo hacia los extranjeros» (13 de mayo de 1938). En ellas tanto ciudadanos anónimos como cuadros experimentados denunciaron que en la sociedad soviética y sus instituciones había una creciente ola de xenofobia que se tradujo no solo en una desconfianza o desprecio hacia lo foráneo, sino también en una sospecha hacia los comunistas extranjeros residentes en el país. Véase la obra de William J. Chase: «¿Enemigos a las puertas? La Comintern y las represiones stalinistas, 1934-1939» (2001).
En el caso del segundo, según las memorias de Yuri Zhdánov, químico soviético e hijo del importante dirigente político Andréi Zhdánov, en una reunión de finales de 1946, Stalin y su padre se mostraron muy molestos con el seguidismo imperante en los aparatos del sistema. Ambos, pese a haber sido dos de las figuras que mayor ímpetu pusieron a la corrección de los fallos y abusos de los servicios de seguridad, llegaron a autoinculparse en la responsabilidad sobre los errores y excesos durante la época de las grandes purgas:
«Stalin dijo inesperadamente: «La guerra mostró que el país no tenía tantos enemigos internos como nos dijeron y pensamos. Muchos sufrieron en vano. La gente debería echarnos por esto. Patearnos el trasero. Debemos arrepentirnos». El silencio fue roto por mi padre:
«Nosotros, contrariamente a los estatutos, no hemos convocado un congreso del partido durante mucho tiempo». Debemos hacer esto y discutir los problemas de nuestro desarrollo, nuestra historia.
Mi padre [Andréi Zhdánov] fue apoyado por Voznesensky. El resto guardó silencio, Stalin agitó la mano y dijo:
«¡¿Un partido? ¿Qué partido?! Esto se ha convertido en un coro de salmistas, un destacamento de aleluyas... Se necesita un análisis preliminar en profundidad».
Al regresar a casa y hablar sobre lo que le había sucedido a mi madre, él suspiró: «No me dejarán...». (Yuri Zhdánov; Mirando hacia el pasado: recuerdos de un testigo presencial, 2004)
En resumen, las depuraciones en la URSS no necesitaban aumentar su número, sino seleccionar mejor los blancos y respetar una metodología racional, algo que, visto lo visto, no se logró, ni siquiera en los últimos años del llamado «stalinismo».
Existe una gran diferencia cualitativa en cómo trata Roberto Vaquero la cuestión de las purgas, casi la misma que existe entre ser un historiador serio y un farsante. Esta última actitud es muy normal, ya que él tiene como fuente de inspiración al historiador «stalinista» Grover Furr, un ferviente maoísta al cual incluso ha entrevistado en su canal de YouTube «Entrevista a Grover Furr. Desmontando acusaciones sobre Stalin» (2022). Orgullosamente desde RC/FO se promocionan las obras de Grover Furr como el súmmum del estudio crítico del stalinismo. Sin embargo, como acabamos de comprobar atrás, este académico, llegó a representar a Stalin en sus obras como un titoísta que deseaba disolver el partido comunista, entre otros disparates. Esta idea era exactamente lo mismo que ya pretendió vender en su momento otro maoísta como Charles Bettelheim, quien intentó manipular el pensamiento de Lenin, presentándolo como poco menos que un anarquista al uso.
Como buen discípulo de Bill Bland o Grover Furr, las especulaciones de Roberto Vaquero no quedan aquí, e incluso se atrevió a presentar la siguiente teoría:
«Stalin denigró a aquellos que afirmaban que la victoria contra el fascismo se debía al Ejército Rojo, que exclusivamente ellos ganaron la guerra, afirmando que la victoria fue posible porque fue una victoria de todo el pueblo ruso, de la clase obrera rusa. Esto le granjearía la enemistad de la cúpula militar revisionista, que se alinearía con los revisionistas y burócratas en defensa de sus privilegios». (De Acero; Nº2, 2013)
Afirmar que la razón por la cual a finales de los años 50 la cúpula militar del Ejército Rojo se alineó con los revisionistas de Jruschov habría sido debido a que Stalin reivindicó en 1945 la victoria en la guerra como fruto de los esfuerzos de «todo el pueblo» y no solo del ejército, es cuanto menos cuestionable. Si no conociéramos al autor, pensaríamos que esto debe ser una broma. En realidad, ni Voroshilov, ni Chuikov, ni Zhukov, ni Shtemenko, realizaron declaraciones opuestas a las de Stalin en 1945 en sus memorias o discursos durante los años 60, 70 y 80, y esta verdad tampoco excluye que todos se prestasen en mayor o menor medida para la «desestalinización». ¿Cómo explicarlo? Los militares no cambian su lineamiento político, ni buscan alterar el desarrollo de una 1/6 parte del mundo, solo porque entre elogio y elogio a sus personas alguien haga un parón de 30 segundos para recordarles que no solo ellos lucharon, ni que una guerra se gana simplemente por lo estrictamente militar.
Con el paso del tiempo y dada la documentación existente, «sorprende» que el «Líder Supremo» con sus enormes dotes para la «reconstrucción comunista» no nos haya proporcionado un análisis profundo de la cuestión soviética, la cual es uno de sus reclamos principales para captar incautos. ¿Qué lecciones puede extraer uno de estos grandes sucesos como las purgas o la preparación ante la invasión nazi? «Pues que hubo algunos errores, ahora, a mí no me pregunten cuáles son exactamente, caballeros». ¿Pensabais que estudiar la historia era algo sufrido, lleno de largas horas contrastando información y atando cabos sueltos? No si Roberto Vaquero está de por medio y puede evitarlo.
Por ir finalizando, Roberto Vaquero está más cerca de Cao de Benós y la adoración fanática por sus líderes que de un ser racional, crítico y consecuente, lo que supone ser un hombre de ciencia vaya. Entiendan que el señor Vaquero está sumamente atareado con su nueva vida en YouTube y otras plataformas, donde invierte su tiempo y energías en ilustrarnos sobre temas mucho más transcendentes para la causa comunista: como repasar las series de animación de los 80, autopromocionar sus libros de ciencia ficción, advertirnos del peligro de la islamización, copiar los mantras conservadores sobre inmigración, comentar sobre los hombres que se sienten perros (sic) o convencernos a todos de la imperiosa necesidad de refutar la «Leyenda negra de España» para erigir un verdadero proyecto «revolucionario y patriota». ¡Magnífico!
En lo político, su degeneración ideológica le ha llevado tan lejos a Roberto Vaquero que ya no solo recibió el aplauso de fascistas como Ricardo Sáenz de Ynestrillas, Hermann Tertsch o José Luis Roberto, sino que le podemos ver que invierte más el tiempo en defender a capa y espada a famosos o políticos de dudoso «compromiso revolucionario», como Iker Jiménez, Ndongo o Frank de la Jungla, que a los «problemas reales de los trabajadores, como tanto proclamó siempre. Sin olvidarnos tampoco de cómo, bajo la apariencia de ser un «hombre de izquierda pero patriota», tiene la puerta abierta en los medios de comunicación más reaccionarios que uno pueda imaginar –radiocadena.es, Toro Tv, Aladetres o Elite Podcast– solo para, cómo no, realizar los mismos diagnósticos sobre los «problemas de España» que otros personajes de la talla de Daniel Esteve, Jon Illescas, Fernando Díaz Villanueva, Pedro Insua o Santiago Armesilla. ¡Casi nada!
Los «stalinistas italianos» y cómo los cobardes tienden a conservar los mitos nacionales para su supervivencia política
«Si somos honestos, en las organizaciones políticas que han pasado a lo largo de la historia en España, incluso la de los partidos proletarios, ha predominado el seguidismo ciego, bien por oportunismo, bien por fanatismo. Esto ha supuesto arrastrar formas de organización y consciencia más propias de tiempos primitivos. Formas similares a las de los viejos patrones de clientela íberos, bajo los que, por ignorancia o necesidad, los sujetos debían mantener una defensa a ultranza de los diversos jefes como única alternativa para sobrevivir y/o ascender en el escalafón de una comunidad fuertemente jerarquizada. La diferencia entre un marxista y un revisionista es que el primero no tiene miedo a la verdad ni a la crítica de sus figuras, mientras el segundo parece haber jurado una especie de «devotio ibérica». Por lo que, aunque existan evidencias firmes de que ha tomado un camino equivocado, el revisionista estará dispuesto a seguir a su líder e incluso a inmolar su vida por él, en un acto tan honorable como estúpido. El alumno marxista siempre debe tratar de superar a su maestro con sus acciones, y no aspirar a ser el mejor adulador de su recuerdo». (Equipo de Bitácora (M-L); Fundamentos y propósitos, 2025)
¿Acaso esta ha sido una tendencia regresiva inherente solo a los «pueblos ibéricos» por su recio temperamento? En absoluto. Si repasamos a otros pueblos mediterráneos, observaremos lo mismo −y si nos fuéramos a la otra punta del mundo igual, ya que al fin y al cabo han compartido la esencia de una misma tradición durante décadas−.
Un paradigma de lo inservibles que suelen ser las luchas y contestaciones «a posteriori» son las memorias y comentarios de Pietro Secchia y sus fans, el que para muchos era el «stalinista» de «línea dura» del Partido Comunista Italiano (PCI), o al menos así lo retrataron la mayoría de historiadores occidentales, tendientes a crear guiones predecibles para solventar sus lagunas de discurso. En realidad, no puede haber nada más lejos de la realidad. El señor Secchia no solo fue un ferviente jruschovista a partir de 1956, sino que basta ver su actuación y justificación posterior sobre su participación en la política de los años 1944-53:
«Por tanto, no se trataba de iniciar o no la lucha insurreccional. Nunca he sostenido que una revolución deba tener lugar en 1945 −abril−; sé muy bien cuáles eran las condiciones entonces. Nunca he cuestionado la política de Salerno, aunque creo que se podría haber concedido menos y que sobre todo después de la liberación del Norte deberíamos haber exigido más. (...) Del mismo modo, lo que algunos creen y lo que otros nos dejan creer no es cierto, es decir, que yo estaba a favor de la insurrección del 14 de julio de 1948. Hubiera sido una locura. No dudo en decir que en esa ocasión ejercí una influencia decisiva para mantener los nervios en su sitio. (...) ¿Siempre estás de acuerdo con la URSS? En absoluto. (...) En la segunda mitad de 1947 y 1948 varios de los dirigentes actuales masticaron amargamente a la hora de aprobar y poner en práctica las resoluciones de la Kominform». (Pietro Secchia; Recuerdos para que se sepa la verdad, 1958)
Curiosamente, como toda falacia juega con una verdad: una insurrección popular no se puede producir sin «gran influencia entre las fuerzas armadas, de vínculos sólidos con al menos parte de sus mandos», la cuestión es, ¿y por qué tras el estallido del movimiento guerrillero y la autoridad que recaló el PCI entre toda la población antifascista, a la cúpula no se le ocurrió encargar a sus cuadros asegurar ese trabajo entre las fuerzas del orden? Pongámonos ya no siquiera una situación ofensiva, sino defensiva, como fue el hecho de que sobre el PCI se cernió una constante amenaza de proscripción. Bien, ¿cómo prepararse ante una eventual ilegalización? ¿No estaba obligado el PCI a conseguir que gran parte de los soldados y policías se negaran a ejecutar una orden de detenciones de sus dirigentes, contra los «héroes del antifascismo» −título ganado a pulso−? Incluso vayamos a un suceso más común, como una huelga local o general, ¿no debían tener influencia sobre estos cuadros de las fuerzas del orden para que desertaran cuando se les conminase desde arriba a disolver por la fuerza una huelga? En cuanto a las justificaciones clásicas sobre la disparidad entre el norte y el sur de Italia, esto no es un «especifismo nacional» del país latino, sino que la ley de desarrollo desigual del capitalismo discurre de igual forma en todos los países. Ahora, la dirección llegó al punto de proclamar ridículamente, como ya lo abordamos en otra ocasión, que no podía iniciar la revolución so pena de «quebrar la unidad del país» (sic), ¿qué deberían haber hecho los bolcheviques? ¿Esperar a que el nivel ideológico de los siberianos se equiparase al de los moscovitas, que el de los pueblos de Asia Central tuvieran el mismo nivel de concienciación que los letones? Véase la obra: «La crítica al revisionismo en la Iº Conferencia de la Kominform de 1947» (2015).
En su obra «Recuerdos para que se sepa la verdad» (1958) Secchia mareó al lector con catecismos y genuflexiones sobre su fidelidad al «Dios Partido», el mismo que, según él, injustamente le degradó y le humilló a partes iguales. Aunque confirmó que tuvo ciertas divergencias en esto y aquello −pero sin llegar a mencionarlas o profundizar sobre ellas−, para el señor Secchia no había mayor honor que ser parte de ese proyecto. Dicho de otro modo, disfrutó de esta relación tortuosa donde en verdad no era feliz. Evidentemente, para todo ser consecuente, su vida implica entregar las energías y creatividad a una estructura colectiva a la cual decide someterse libremente aceptando sus reglas, y esto debe de ser así por una razón simple: porque somos seres sociales y comprendemos lo inútil que es el tomar un camino individualista cuando se pretende una transformación de la sociedad. Por ende, buscamos montarnos a ese vehículo que nos lleve al destino anhelado. Ahora bien, ¿qué sentido tiene operar en él cuando no comulgas con sus principios o estos se han evaporado? Tomemos un primer contacto para que el lector entienda cuál es el ánimo que penetra a estos hombres de espíritu gris y servil:
«Me quedé en silencio no porque estuviera de acuerdo, sino porque no había otra forma, ninguna otra posibilidad. Hablar, decir claramente cómo estaban las cosas, habría parecido querer justificar errores que ciertamente existieron. (...) Quien con sus actitudes favorece el debilitamiento de la clase obrera y su vanguardia consciente o no ayuda al enemigo. Por eso no podía ni debía hacer nada que pudiera debilitar la unidad del partido o, en todo caso, dañar su compacidad, su capacidad de lucha, sobre todo cuando era objeto de furiosos ataques de las fuerzas reaccionarias. Se puede objetar: pero, entonces, con estas consideraciones guardamos silencio sobre lo que conviene decir en interés del partido y del propio movimiento obrero. ¿Qué función pueden seguir teniendo la crítica y la autocrítica cuando se asfixian con ciertos prejuicios? Respondo: hay momentos en los que hay que tener el valor de callar y de silenciarse. A veces el silencio es un sentido de responsabilidad». (Pietro Secchia; Recuerdos para que se sepa la verdad, 1958)
La «sartá» de tonterías de este hombre no tienen parangón. El señor Secchia, para haber sido un jefe guerrillero, parecía más bien un joven hegeliano, de aquellos que pretendía librar sus batallas contra la tiranía y la opresión en el terreno de la imaginación. Todo ello adocenado de una cantidad de jeremiadas tipo «¡Sacrifíquenme si con ello salvo el honor del partido!». Paradójicamente, justificaba todo eso con la excusa de que la línea equivocada del PCI en «X» cuestiones no era irrevocable −¡vaya descubrimiento!−, y que él esperaba con el tiempo poder influir en ella y reconducirla −¿pero hasta cuando debe de durar esa paciencia franciscana?−:
«El problema que siempre me he planteado es ante todo el de contribuir a la elaboración de la línea política, que no se traza de una vez por todas, sino que se crea, modifica, adapta, perfecciona cada día. (...) En cualquier caso, por muy fuertes que sean los desacuerdos de un comunista con su partido, creo que este comunista siempre hará cien mil veces más por el proletariado quedándose en el partido y luchando junto con el partido comunista que separándose». (Pietro Secchia; Recuerdos para que se sepa la verdad, 1958)
La mimetización del programa y discurso comunista con el de los socialistas, el acatamiento de la Constitución Italiana (1947) como «vía al socialismo», el «compromiso histórico» con los democratacristianos o la aceptación de las bases de la OTAN… fueron actos más que suficientes que demostraban que el carnet del partido no valía una libra. Como sabemos hoy, ni siquiera todas estas «decisiones polémicas» del «moderantismo italiano» de los «jefes comunistas» fueron motivos suficientes para que Secchia y similares empezasen a replantearse según qué cosas. No alzaron la voz, muy por el contrario, todo esto era considerado un atronador «éxito» si el partido seguía conservado una notable cantidad de militantes y votos −ni que decir cuando logró aumentarlos−. Para ellos, daba igual que la «dirección» desencadenase todas las traiciones imaginables, el «deber» era quedarse en él en cualquier circunstancia, y si la abierta lucha frontal no era una opción, ¡la escisión era directamente una traición! He ahí la mentalidad de borregos que ha nucleado a gran parte de la militancia de aquellos años, no solo en Italia. Véase el capítulo: «La burguesía y el fenómeno del terrorismo para sacar provecho político. El caso del Gladio». (2020)
¿Creen que exageramos? Hoy sus sucesores, se contentan con los mismos formalismos, como que el «Giro de Salerno» (1944) fue un éxito porque en el funeral de Togliatti de 1964 asistió mucha gente (sic), o que en líneas generales toda la política de posguerra fue correcta porque, cuando muere Togliatti, ¡el PCI aún existía como tal, a diferencia de lo que ocurrió en 1991 cuando Occhetto lo liquidó oficialmente! ¡Ese es el «sosegado y esforzado análisis» de estos señores!:
«El PCI fue liquidado en los años 90 del siglo pasado y han pasado 30 años desde entonces, suficientes por tanto para hacer balance. (…) Fue su capacidad para realizar un análisis justo de la sociedad italiana y definir una táctica adecuada para las fuerzas en movimiento a nivel popular y democrático lo que determinó los resultados y explica el millón de personas que se reunieron en su funeral. (…) No entender la política de Salerno significa ignorar la lección comunista. (…) Togliatti murió en 1964 y hasta entonces nadie había pedido disolver el PCI, lo que sucedió con la secretaría de Occhetto, después de más de 25 años». (Roberto Gabriele y Paolo Pioppi; El papel de Togliatti. De Salerno a Yalta, 2020)
Aun con todo lo visto hasta aquí, ¿podrá creerse el lector que el famoso «eurocomunismo» no es responsabilidad de Togliatti? Al parecer fue una decisión de Berlinguer «encadenado por las circunstancias» de la Guerra Fría, ¡el pobre no tuvo otra salida! O al menos así lo presentan las viudas de Togliatti:
«Por ejemplo, no parece que Togliatti continuara argumentando que era necesario permanecer bajo el paraguas de la OTAN o que la democracia era un valor universal y que el objetivo del PCI era el compromiso histórico con la Democracia Cristiana (DC). (…) En julio de 1960, el asunto De Lorenzo y la política de las masacres a partir del 69 dejaron muy claro cómo estaban las cosas. (…) [Más tarde] cuando Berlinguer intentó tomar un camino diferente, no es casualidad que haya tenido que aceptar el «paraguas» y la «democracia» de la OTAN como un valor universal y limitarse a proponer un compromiso llamado «histórico» con la DC». (Roberto Gabriele y Paolo Pioppi; El papel de Togliatti. De Salerno a Yalta, 2020)
Esto recuerda en demasía a los cándidos que igualmente en España llevan décadas recitando de memoria el mantra de que el «eurocomunismo» no es consecuencia de toda la dirección del Partido Comunista de España (PCE), incluyendo a Dolores Ibárruri, Líster o Vicente Uribe, sino única y exclusivamente de una única persona: Santiago Carrillo, secretario general del PCE entre 1960-82. Esto, además, supone aceptar tres ideas tan extrañas como falsas: a) la noción de que durante esos años el señor Carrillo no tuvo un equipo dirigente de personas que pensaban como él o que al menos estaban dispuestos a ejecutar sus órdenes, compartiendo, por tanto, su parte de responsabilidad; b) como si antes y después de este periodo el secretario general fuera el centro creador de todo, es decir, como si no hubiera tenido referentes y modelos a imitar que le influencian continuamente en la elaboración y reelaboración de sus planteamientos; c) por último, supone no analizar la actividad de las principales figuras, incluido el propio Carrillo, durante sus primeros años de militancia en el PCE, así como la línea de este.
Entendemos que para aquellos individuos de una mentalidad frágil o cobarde es fácil transigir con esto, pero las personas despiertas no pueden aceptar esta simplificación de la historia, estos guiones donde se utiliza una cabeza de turco o chivo expiatorio para explicar todo, donde para intentar entender toda una serie de procesos que en realidad son mucho más complejos se reduce todo a un único foco causal. Véase la obra: «¿Rescate de las figuras progresistas o la rehabilitación de traidores?» (2019).
Pero aquí no acaba la comedia, para Roberto Gabriele y Paolo Pioppi el PCI solo empieza a sufrir de «ambigüedades» y un «rumbo» errado cuando cae el Muro de Berlín (1989):
«El golpe definitivo para disolver las ambigüedades y cambiar de rumbo, sin embargo, llegó tras la caída del muro de Berlín». (Roberto Gabriele y Paolo Pioppi; El papel de Togliatti. De Salerno a Yalta, 2020)
Evidentemente, en los Togliatti, Secchia y todos sus hijos bastardos existía una fortísima herencia socialdemócrata en su forma de pensar y actuar, una que bien pudieron disimular durante un tiempo pero que acabó aflorando a la primera oportunidad. Si el lector duda de lo inútil que es operar con estos misticismos puede repasar la infinidad de discursos de Lenin contra los centristas tipo Serrati, quienes consideraban normal la convivencia en el partido con los oportunistas como Longuetti. Todo esto que acabamos de ver es el eco de un pensamiento conservador de concebir el movimiento político, aquel que considera que «aportar a la causa» es seguir alimentando una historia de partido que ha sido cuidadosamente decorada, con sus figuras inmaculadas y sus símbolos sagrados; como una tradición antiquísima que hay que salvar a toda costa, caiga quien caiga.
Reflexiones sobre los vínculos del «stalinismo» (1925-1953) con el «jruschovismo» (1954-1964)
La Internacional Comunista (IC) fue creada en 1919 y duró hasta 1943; y si su final no fue honroso sus inicios tampoco fueron tan idílicos como se suelen presentar sus simpatizantes. Durante los primeros años las organizaciones que se adhirieron siguieron sufriendo graves disturbios internos a la hora de implementar bolchevización de sus filas, razón por la cual en su II Congreso (1920) se incluyó las famosas «21 condiciones de admisión en la IC». Muchos de los militantes, tanto de las cúpulas de la base, provenían de una cultura política fundamentada no solo en Marx y Engels −y a veces en un conocimiento superficial de ambos−, sino en las tesis particulares de las figuras de la II Internacional (1889-14) de cada país, algunas de ellas con gran prestigio y reputación internacional, como Pannekoek, Luxemburgo, Kautsky o Guesde. Los primeros ya antes de 1917 acabaron virando hacia una especie de anarquismo y los segundos hacia el reformismo puro, alejados de cualquier coincidencia con el bolchevismo. Sin embargo, su impronta en el movimiento obrero hizo que estas vulgarizaciones y dogmas siguieran estando presente y supusieran un gran lastre para el funcionamiento de los partidos comunistas, incluso cuando se intentó romper abiertamente con ellas.
Como era de esperar, en la IC aún se hizo sentir durante mucho tiempo −y en realidad durante toda su existencia nunca escapó a esta sombra− no solo las desviaciones antimarxistas de «derecha», sino también de «izquierda», aunque estas últimas en menor medida. No pocas veces el Comité Ejecutivo (CE) de la IC se lamentó de que «X sección» aceptó formalmente los principios ideológicos exigidos, pero que en la práctica sus dirigentes no fueron capaces de templar un acuerdo y una disciplina para movilizar a su militancia para llevar a cabo su aplicación real. Véanse los debates, polémicas y resoluciones tanto con los Levi, Brandler y Lovestone como con los Bordiga, Gorter, Bullejos y Li Lisan, entre otros. Véase la obra «Mariátegui, el ídolo del «marxismo heterodoxo» (2021).
Generalmente, cuando se habla de «desviaciones derechistas» nos referimos a tendencias como realizar concesiones ideológicas hacia el enemigo, a su adaptación, a pecar de una relajación de la disciplina individual o de grupo. Por contra, cuando hablamos de «desviaciones izquierdistas» solemos referirnos a maximalismos de o todo o nada, a cuando se intentar encajar mecánicamente una situación del pasado con una actual que no tienen nada que ver, a no saber calibrar nuestras fuerzas y las del contrario. Es cierto que la primera se suele identificar con el reformismo y el posibilismo político, mientras la segunda casa mejor con el anarquismo y el aventurerismo político. Huelga decir que quien conozca al anarquismo sabrá lo poco disciplinado que es, así como cualquier que sepa cómo se las gastan en las filas reformistas conocerá que el exceso de optimismo bien puede ser una de sus señas perfectamente. Conclusión: ningún movimiento político es plenamente de «izquierda» o «derecha» en lo ideológico en todos sus aspectos; ningún grupo pseudomarxista sufre solo de desviaciones «izquierdistas» o «derechistas», aunque, como en todo, se tiende más hacia uno u otro lado. Pero de ahí a negar los ejes conceptuales de la ciencia política hay un abismo.
Nadie puede alegar que el problema del «revisionismo moderno» −con su aceptación interesada de ciertas partes de la doctrina marxista, así como el rechazo, manipulación o revisión bajo causas no justificadas− naciera simplemente con las polémicas de Sorel, Croce o Bernstein a finales del siglo XIX, ni con el comienzo del uso del término «revisionista» por algunos de sus protagonistas, como insinuó gran parte de la historiografía pseudo, pro o antimarxista. En realidad, siendo justos, hubo muchos precedentes −tanto de sujetos que provinieron del marxismo como de advenedizos− que plantearon problemáticas similares, así como hubo continuadores e imitadores que reactivaron estos temas clave posteriormente. En cualquier caso, lo importante aquí es aclarar que el fenómeno de la lucha del marxismo contra el revisionismo se remite a una necesidad clarividente para los revolucionarios: aquella que trata de establecer una doctrina científica para operar satisfactoriamente y lograr sus objetivos. En consecuencia, esto siempre implicó confrontar permanentemente contra corrientes aliadas y rivales, tanto internas como externas. Esto puede otearse en los debates de época de la I Internacional (1864-1876) e incluso antes, con la crítica de Marx y Engels contra los socialistas utópicos como Heinze, Kriege, Proudhon, Bakunin, Dühring. También está presente más tarde durante los primeros años de la II Internacional (1889-1916) contra el «posibilismo francés» de Malon y Brousse, en el caso del «oportunismo alemán» de Höchberg o Vollmar; incluso en corrientes externas como el «socialismo de cátedra» o el «sindicalismo revolucionario» que poco a poco tendrían su reflejo en la militancia de estas organizaciones.
Entiéndase que, en lo ideológico, el eclecticismo suele derivar −más temprano que tarde− en la reaparición de viejas doctrinas, aunque más o menos adecuadas al nuevo contexto en que se desenvuelve. Este es un patrón histórico básico, una problemática que de no resolverse −y a la vista está que así ocurre− se acaba enquistando y obstaculizando en las tareas de concienciación del movimiento revolucionario; y esto influye, claro está, desde los modelos para interpretar los fenómenos, las formas de organización o los conceptos morales que tienen los militantes de ese colectivo:
«Estas expresiones políticas arriba mencionadas, cuya «evolución» se distanciaba de la raíz marxista que alguna vez pudieron tener, cosecharon un gran éxito momentáneo, eso es innegable, pero fue, entre otros motivos, porque tenían un buen nicho en las condiciones de su tiempo, porque no eran incompatibles con las limitaciones existentes y la tradición heredada más negativa. Cuando decimos esto incluimos también a la presunta «élite ilustrada», es decir, los «elementos más avanzados», porque como dijo Marx: «El educador también tiene que ser educado». En su mayoría, pues, su modelo y propuestas no venían a «poner patas arriba» nada, a lo sumo se adaptaban correctamente en aspectos secundarios porque así lo reclamaban la realidad, porque así podían operar mejor; pero en lo importante, en lo decisivo, se descarrilaban de la esencia de lo que se necesitaba hacer para cumplir con las tareas del momento. Cuando estos movimientos hacían su puesta en escena resultaba que sus «novedosas» doctrinas casaban muy bien con las nociones de algunos movimientos en declive, nociones utópicas que todavía coleteaban en el ideario colectivo, por lo que unos movimientos crecían absorbiendo a otros, casi siempre heredando sus peores rasgos y carencias. Es más, podríamos decir que para estos grupos su mayor problema era la competencia con toda una ristra de escuelas y sectas que, salvo pequeñas variaciones, hablaban parecido, actuaban de formas análogas e incluso adoptaban los mismos símbolos, por esto gran parte de su propaganda se centraba en aparentar que ellos tenían la piedra filosofal para resolver mágicamente todos los problemas, aunque sus recetas fuesen las mismas que habían causado el desastre –seguro que esto les resultará familiar a nuestros lectores respecto a lo que ven cada día–. Esto no es ninguna sorpresa ya que hoy sigue ocurriendo de igual forma». (Equipo de Bitácora (M-L); Mariátegui, el ídolo del «marxismo heterodoxo», 2021)
La cuestión va más allá, ¿de dónde cree el lector que procedían las teorías del jruschovismo que aparece en 1956 o del eurocomunismo en 1977 sino de los partidos de la época de Lenin y Stalin y de las desviaciones no erradicadas a tiempo, de una herencia no superada o de una actualización de ideas añejas?
¿Cuáles fueron los rasgos más reconocibles del «oportunismo de derecha» de la época en que aparece el eurocomunismo (1970-1989) en los partidos de Francia, España o Italia? Aquí podría citarse fenómenos como: el eclecticismo ideológico, el economicismo sindicalista, la descentralización y falta de disciplina de las ramas del partido, el pacifismo a ultranza, el cretinismo parlamentario o la evaluación chovinista sobre las figuras de la literatura o historia nacional. Evidentemente, esto solo era la evolución o reedición de características cultivadas en la época jruschovista (1956-1964). Conectándolo con lo anterior, «manifestaciones heréticas» de este tipo −reflejadas en el browderismo, el maoísmo o el titoísmo− se difundieron a nivel mundial entre las filas de los partidos comunistas en las décadas finales del stalinismo, es decir, años 40 y 50. Dicho de otro modo, se puede detectar ya que algunos −que no pocos− hicieron suyos, aunque fuera de forma intermitente, estos comportamientos, nociones y valores, cuyas consecuencias fueron irreparables en el futuro. Si a estas alturas alguien tiene dudas solo tiene que acudir a los informes y discursos de Thorez, Ibárruri y Togliatti de los años 30, 40 y 50 y compararlos con los de 1956, o si se prefiere con los de Marchais, Carrillo y Berlinguer en los 70. En este sentido, la diferencia es nimia.
a) ¿Alguien piensa seriamente que Togliatti podría haberse inclinado hacia la derecha durante mucho tiempo sin el permiso y aprobación directa de Moscú, sin estar −aunque fuese temporalmente de acuerdo− con sus previsiones? Nada más lejos de la realidad. De hecho, la documentación secreta revela cómo Stalin en 1944 llamó a Togliatti para impulsar el famoso «Giro de Salerno» en el Partido Comunista Italiano (PCI) cuya aplicación en materia de perspectivas sobre la nueva constitución, alianzas con otras fuerzas, condiciones para ser militante, etcétera no tuvo nada que envidiar al espíritu de un partido reformista de integración en el sistema democrático-burgués.
Si uno estudio el «Informe en el Vº Congreso del Partido Comunista Italiano» (29 de diciembre de 1945) Togliatti perfiló aquí la política del PCI de las próximas décadas. Concibió a su «partido de masas» donde cualquiera podía ingresar y permanecer en el partido más allá de sus «convicciones ideológicas». En su nuevo proyecto de «democracia progresista» o «nueva democracia −como lo llamó aquí−, instó «a todos los buenos italianos para que colaboren en este trabajo: para lograr este objetivo queremos reconstruir una unidad de la nación italiana en torno a la fuerza laboral», incluyendo a las «clases poseedoras que entienden que la posesión de bienes no puede ni debe significar más un privilegio ejercido contra los intereses del pueblo en el interés exclusivo de una casta». En concreto, centró su agitación en lograr convocar una «Asamblea Constituyente», por lo que decretó que la «función de los Comités de Liberación se ve reducida por la propia situación». Para tal fin se acordó firmar un «pacto» que «exige que todos estén desarmados»; esto fue la llamada Amnistía Togliatti (1946) donde se igualó a fascistas y antifascistas. Se consideró al «Partido Socialista como un partido hermano», mientras se ofreció a la Democracia Cristiana «colaborar tanto en el terreno político como sindical».
¿Acaso no tenemos aquí ya todos los componentes del famoso «compromiso histórico» de Berlinguer? Véase la obra de Silvio Pons: «Stalin, Togliatti y los orígenes de la Guerra Fría en Europa» (2001).
b) En la posguerra, aunque el PCI no logró poner en jaque a las fuerzas anticomunistas y pese a que tampoco evitase que Italia se incorporarse al bando estadounidense, muchos historiadores desclasificaron documentos donde los soviéticos buscaban reavivar la Kominform y crear el cargo de Secretario General, cuyas funciones serían plantear para su discusión «las cuestiones que surjan en relación con la situación internacional y que requieran la unificación de esfuerzos y la acción conjunta», «intercambiar experiencias y mejorar su trabajo», «formular recomendaciones a los partidos sobre dichos informes», «fortalecer la luchar contra la ideología reaccionaria», y colaborar en la «mejora de toda la labor ideológica de los partidos».
Togliatti en su «Carta a Stalin» (4 de enero 1951) declinó la oferta de ocupar la presidencia de dicho organismo, idea sin duda sorpresiva ya que los italianos fueron duramente criticados por los soviéticos en la primera conferencia de 1947 por sus deficiencias. En cambio, Togliatti propuso que tanto el PCI como el resto de agrupaciones se centrasen sus esfuerzos en el «Movimiento por la paz». Dos años después de fallecer Stalin este intento de conectar las actividades de la Kominform con las del «Movimiento por la paz» se tomó tan en serio que el propio Nehru propuso a los soviéticos publicar en el órgano de expresión de la Kominform. Véase la «Reunión del Presídium del PCUS» (16 de diciembre de 1955). En cualquier caso, el mero acto de que en 1950 el propio Stalin propusiera varias veces a Togliatti como Secretario General a fin de reactivar la actividad de la Kominform, indicó una vez más lo equivocada para aquel su percepción respecto a las personas de su alrededor.
Esto reafirma que un colectivo no se puede fiar de la intuición o buen juicio de una sola persona, ni siquiera cuando esta tiene gran experiencia o ha cosechado especiales méritos en el pasado. Toda actividad que no sea una supervisión colegiada corre el riesgo más pronto que tarde de degenerar en apetencias personales y dependerá de la sagacidad de esa persona en ese momento, cuando no de su capricho. Véase la obra de Adibekov Grant Mikhailovich «Por qué Togliatti no se convirtió en Secretario General de Kominform» (2019).
c) En relación con el punto anterior, el «Movimiento por la paz», este es un buen ejemplo de las contradicciones constantes y del cambio de discurso comunista. El estadounidense Foster en su «Informe para Sunday Worker» (1946) consideró que «la cuestión más importante de todas» no era el internacionalismo y la lucha de clases, sino la «lucha por mantener la paz mundial». Malenkov en el «Informe a la Iº Conferencia de la Kominform» (1947) se expresó de forma similar asegurando que: «La política exterior de la Unión Soviética» tiene «como objetivo socavar el imperialismo, asegurar una paz democrática duradera entre los pueblos y fortalecer por todos los medios la cooperación amistosa entre las naciones amantes de la paz», pero nunca detalló cómo sería esto posible sin entrar en contradicción con la doctrina de «coexistencia pacífica» de un imperialismo capitalista que había reactivado varias guerras en todo el globo para intentar no perder terreno.
Evidentemente, esta política exterior causó la suspicacia de los comunistas de todo el mundo, considerando que los dirigentes soviéticos: «Se sienten igualmente intimidados por la fuerza y la influencia de la burguesía». Sin embargo, «las cuestiones decisivas en la vida de las naciones se deciden, no con resoluciones ni con rectitud, sino por la fuerza». Un comunista estadounidense lanzó una verdad amarga para muchos en aquel tiempo: «Sin romper con la política corrupta de «no se atrevan a criticar la política de los líderes de la Unión Soviética», será imposible construir un movimiento revolucionario que ofrezca la única defensa de la Unión Soviética». En particular, Sutta cuestionó la URSS solo ayudase a los independentistas indonesios con apoyo diplomático en la ONU, cuando Gran Bretaña llevó tropas para apoyar a los colonialistas holandeses y los EE.UU. los estaba financiado: «Pregúntense cuánto mejor le iría a la Unión Soviética en una Europa soviética con Grecia bajo el liderazgo del EAM; con Indonesia bajo el control de la República; con Indochina libre, en lugar de todos estos países gobernados por la burguesía imperialista. Vemos aquí no una política infalible e incuestionable, sino más bien un error traicionero tras otro. ¿Acaso no podemos permitirnos al menos una pregunta sobre tal política, o nuestra respuesta debe ser: «Tengan fe, hijos míos»? En este caso el deber sagrado de la URSS era bien sencillo: «¿Cómo podemos contribuir al desarrollo de la revolución proletaria?». Véase la obra de Burt Sutta: «Correspondencia con Homer Mulligan. Una serie de artículos sobre algunas de las cuestiones teóricas actuales que enfrenta el movimiento marxista» (1948).
Este tipo de comentarios no alteraron la línea general de los partidos comunistas del mundo. Desde las tribunas del XIXº Congreso del PCUS (1952), celebraba en octubre de ese año, Malenkov parecía conforme con declarar que este «movimiento interclasista» por la «paz» no estaba dirigido ni siquiera por los comunistas, de que «no busque abolir el capitalismo» (sic). Por su parte, la URSS ya no era «la cuna y apoyo de la revolución mundial», sino que ahora tenía asignado como propósito principal «autoprotegerse» y «asegurar la paz entre naciones». El señor Malenkov habló como si no leyese los periódicos y noticias del extranjero, como si no estuviera al tanto de los conflictos armados en Grecia, Malasia, Egipto, Filipinas, Palestina, Kenia, Birmania, China, Kurdistán, Madagascar, Indonesia, Corea, Vietnam y tantos otros choques sociales y enfrentamientos nacionales que venían desarrollando alrededor del mundo con especial crudeza.
Como sabemos hoy a través de la obra de uno de sus compañeros de partido más veteranos, este informe no fue obra individual de Malenkov, sino que: «El borrador del discurso de Malenkov fue discutido bajo la dirección de Stalin en el Presídium y se hicieron correcciones varias veces». Véase la obra de Lázar Kaganóvich: «Memorandos de un obrero, un comunista bolchevique, un trabajador sindical, del partido y del Estado soviético» (1997). En este sentido, varios historiadores hallaron en los archivos del PCUS el informe de Malenkov con correcciones y comentarios de Stalin escritos a mano el 17 de julio de 1952. Esto desmonta una vez más el mito de que Stalin actuó, para bien o para mal, en solitario, puesto que sus compañeros cotejaron y aceptaron cada una de sus decisiones. Véase la obra de Paul R. Gregory: «Tras la fachada de la economía de mando de Stalin: evidencia de los archivos del Estado y del Partido Soviéticos» (2001).
Nótese que este tipo de comentarios conformistas sobre los límites del actual «Movimiento por la paz» o negar la posibilidad y el interés de nuevas guerras por parte de los EE.UU. o Gran Bretaña, fueron matizados por Stalin en su famosa obra «Problemas económicos del socialismo» (1952), publicada en septiembre de ese mismo año: «Algunos camaradas afirman que, debido al desarrollo de nuevas condiciones internacionales después de la Segunda Guerra Mundial, las guerras entre los países capitalistas han dejado de ser inevitable». Sin embargo, «es posible que, de concurrir determinadas circunstancias, la lucha por la paz se desarrolle hasta transformarse, en algunos lugares, en lucha por el socialismo, pero eso no sería ya el actual movimiento pro paz, sino un movimiento por derrocar el capitalismo. Lo más probable es que el actual movimiento pro paz, como movimiento para mantener la paz, conduzca, en caso de éxito, a conjurar una guerra concreta, a aplazarla temporalmente, a mantener temporalmente una paz concreta, a que dimitan los gobiernos belicistas y sean sustituidos por otros gobiernos, dispuestos a mantener temporalmente la paz. Eso, claro es, está bien. Eso incluso está muy bien. Pero todo ello no basta para suprimir la inevitabilidad de las guerras en general entre los países capitalistas».
Sin embargo, en honor a la verdad, el propio Stalin se había encargado de difundir en la posguerra comentarios igualmente necios sobre el futuro desarrollo entre el bloque comunista y el bloque capitalista. En primer lugar, en su «Entrevista con Eddie Gilmore, representante de Associated Press» (28 de octubre de 1946), Stalin comentó: «Concedo gran importancia a la Organización de las Naciones Unidas, ya que es un instrumento importante para el mantenimiento de la paz y la seguridad internacional». En segundo lugar, en su «Entrevista con Alexander Werth» (17 de septiembre de 1946) Stalin aseguró que en su opinión: «No creo en el peligro real de una «nueva guerra». Quienes ahora claman por una «nueva guerra» son principalmente exploradores político-militares y sus pocos seguidores entre las filas civiles». En último lugar, en su «Entrevista con Elliott Roosevelt» (21 de diciembre de 1946) ante la pregunta: «¿Cree usted que es posible que una democracia como los Estados Unidos pueda coexistir pacíficamente en este mundo con una forma de gobierno comunista como la de la Unión Soviética y sin que ninguna de ellas intente interferir en los asuntos políticos internos de la otra?». Stalin respondió: «Sí, por supuesto. Esto no solo es posible. Es prudente y está totalmente dentro de los límites de lo posible».
d) ¿Alguien todavía cree que el «Camino británico al socialismo» (1951) era fruto de la casualidad o que fue un desacato de Harry Pollitt, Palme Dutt o Emile Burns respecto a la línea política recomendada por los jefes soviéticos? Para nada. Guste o no al lector, unos y otros trabajaron hombro a hombro en difundir toda una serie de ilusiones de consecuencias catastróficas para el movimiento comunista británico. Esto se puede cotejar consultando los folletos, cartas y libros del Partido Comunista de Gran Bretaña (PCGB), desde los documentos oficiales publicados hace décadas hasta los estudios más recientes que desclasificaron nueva información.
El nivel de oportunismo en el PCGB alcanzó cotas tan inusitadas que, por ejemplo, el periódico «World News and Views» (20 de marzo de 1943) de Emile Burns comenzó a pedir flexibilidad para admitir a nuevos miembros y así poder crear un «partido de masas». A no mucho tardar el militante ni siquiera debía «entender completamente» el programa, sino simplemente «aceptarlo» y popularizarlo (WNV, 22 de enero de 1944). Por su parte, Betty Reid afirmó que como la mayoría de nuevos afiliados se sumaron atraídos para contribuir en el esfuerzo de guerra antifascista contra el nazismo, y no tanto para derrocar al capitalismo, esto debía reflejarse en las formas organizativas. Poniendo en tela de juicio la visión tradicional de lo que implicaba ser miembro del partido comunista, según ella, no debía de ser obligatorio trabajar en una «organización del partido» para ser miembro, debía bastar con que cada uno cumpliese con alguna de las tareas de esta causa entre sus amigos o en el trabajo, no siendo necesario asistir a las reuniones de su célula del partido. En 1945 Peter Kerrigan directamente confesó que a partir de ahora «el frente electoral es de importancia primordial».
La sección británica fue más browderista que Browder durante 1943-47. Aunque bajo unas perspectivas totalmente irreales, sus jefes estaban completamente eufóricos: si bien en 1942 el PCGB no sobrepasaba los 70.000 efectivos y en las elecciones de 1945 recibirían no más de 100.000 votos, se veía a sí mismo como el factor decisivo de la «nueva democracia» que tenía que acontecer en breve. Así, por ejemplo, en 1943, Heinemann, claramente influenciado por las tesis de Teherán, pronosticó que la nueva situación internacional «contaría con la buena voluntad de las abrumadoras masas de los pueblos del mundo y desterraría el flagelo y el terror de la guerra durante muchas generaciones». En «Cómo ganar la paz» (1944) Pollit anunció que ahora: «Tenemos nuevas oportunidades, como nunca antes, para avanzar hacia el socialismo en Gran Bretaña» ya que detectó un despertar no solo «en todos los sectores del pueblo en general», sino también en un «grupo dentro de las filas de la clase capitalista». En esta época incluso se tendió la mano a los conservadores en pro de un gobierno de «unidad nacional».
Ni siquiera la actuación de las tropas británicas masacrando a los comunistas griegos −en la «Dekemvriana» (1944)− para restaurar a la monarquía helena y las fuerzas de derecha, ni la represión después de otros movimientos revolucionarios en las colonias como Malasia o Kenia, hicieron mella en la perspectiva del PCGB de lograr un «nuevo mundo» sin conflictos. Harry Pollit aseguró en su libro «Respuestas a interrogantes» (1945): «Vivimos en un mundo donde el sector más poderoso de la clase capitalista reconoce que no existe una solución real para los problemas fundamentales de la posguerra, salvo en cooperación con la Unión Soviética y con los nuevos gobiernos democráticos populares que surgen en Europa», por tanto, la nueva situación de posguerra habría logrado, según él, «la eliminación de algunas de las principales causas económicas, políticas y sociales de la guerra». El Comité Ejecutivo del PCGB aseguró que la victoria electoral de los laboralistas (9 de mayo de 1945) «permite a Gran Bretaña retomar la senda socialista que conduce a la seguridad económica, la paz y la cooperación mundial» (29/7/45). Véase la obra de N. Redfern Una versión británica del «browderismo»: los comunistas británicos y la Conferencia de Teherán de 1943» (2002).
En Gran Bretaña esta predisposición de colaboración comunista y sus ilusiones se explica −que no justifica− por el llamado «espíritu del 45», es decir, las medidas que el nuevo gobernó laborista de Attlee implantó: como el sistema nacional de salud, vacaciones, nacionalizaciones de ferrocarriles, minería, siendo algunas de ellas las demandas históricas del movimiento obrero y sindical británico. El «Manifiesto del Partido Laborista» de ese año proponía un «socialismo, democrático y solidario» y para ello llamaba a acabar con la concentración de poder en pocas manos, la falta de viviendas y la anarquía de la «libertad económica». Puntos y retórica que, como comentó D. Childs, fueron suficientes para acabar seduciendo a parte de los líderes comunistas. Aun así, estas reformas tenían una limitación evidente a ojos de las clases bajas. En entrevistas a varios obreros, algunos relataron cómo miraron con desconfianza estas medidas laboristas, puesto que algunos de los antiguos magnates de las minas, lo mismos que se habían opuesto a la nacionalización y las medidas de seguridad, fueron colados a la cabeza de los comités de administración una vez tomadas por el Estado −previa indemnización−. Véase el documental Kean Loach: «El espíritu del 45» (2013).
Cambios absolutamente tan drásticos no podían pasar desapercibidos, por lo que algunos militantes veteranos, como Bob McIlhone o J. Sutherland, se mostraron muy preocupados por esta deriva y expresaron sus discrepancias (WNV, 3 de noviembre de 1945). El mejor testimonio de esta lucha antirevisionista fue Arthur Envas. Este en su «Carta al camarada Mathews» (10 de junio de 1949) mostró su rechazo a: «La posición que adoptamos durante la guerra, reduciendo la lucha de clases a una de agitación para la apertura de un segundo frente, en lugar de aprovechar al máximo las circunstancias favorables para aumentar drásticamente la participación de los trabajadores en la plusvalía».
El PCGB condenó, al igual que su homólogo en Francia, EE.UU. o Chile, cualquier atisbo de huelga e instó a los obreros a «ganar la batalla por la producción»: primero para el esfuerzo de guerra contra el fascismo, y segundo para la reconstrucción en la posguerra; queriendo dar así una imagen de partido responsable y patriótico. En su «Carta a Emile Burns» (2 de abril de 1950) Evans escribió consternado: «Dije que los capitalistas habrían cedido ante una presión decidida. Pero ¿cómo se puede ejercer tal presión, una presión decidida, sin estar dispuesto a usar la fuerza? ¿A la huelga? El hecho de que los capitalistas estuvieran dispuestos a hacer concesiones para mantener la producción a toda marcha es irrelevante. Yo habría aumentado mucho más la participación de los trabajadores, pues no habría dudado en convocar huelgas. Tú y el partido estaban fanfarroneando y los patrones pronto lo descubrieron. ¡No habrías convocado una huelga bajo ninguna circunstancia! De hecho, cuando se escriba la historia de nuestro partido, se verá que nuestro utilizó su influencia para evitar huelgas».
El nivel de autoengaño entre la dirección fue tal que en «Editor, Noticias y opiniones mundiales» (19 de mayo de 1949) Evans señaló indignado cómo era posible que un editor responsable del «Daily Worker» como: «El camarada Campbell coincidió con Dobb» en que era posible tener «en una economía capitalista madura, un Estado democrático que aplique una política expansionista en aras de un mayor consumo masivo y utilice su poder para combatir las restricciones monopolísticas y moldear la producción y la inversión en beneficio del interés general». En su «Carta a Emile Burns» (1 de marzo de 1951) Evans denunció la ilusión de haber creído que: «La nacionalización dividía la economía británica en dos segmentos: uno controlado por la clase trabajadora −mediante la presión sobre el gobierno laborista− y el otro, el sector privado, por los capitalistas. Cayeron en una estafa. ¿No es así? ¿Acaso no protesté enérgicamente en aquel momento? ¿Miento?».
En su «Carta a Emile Burn» (31 de enero de 1950) Evans espoleó a la cúpula por haberse permitido el lujo de mantener un eclecticismo ideológico y buscar compañeros de viaje más que dudosos. En particular, citó la obra del Secretario General «Mirando hacia adelante» (1947) de Pollit por pecar de una «exageración del papel del individuo, su énfasis en las maniobras secretas y su deplorable falta de comprensión teórica»; mientras que la obra «Ilusión y realidad» (1937) del historiador Christopher Caudwell fue denunciada por «estar llena de misticismo, pero ser tratada con vergonzosa reverencia por el partido».
Evans tampoco se abstuvo de advertir contra: «El gradualismo en general, y en una forma británica en particular: la creencia de que el socialismo se introduciría en Gran Bretaña mediante la influencia del Partido Laborista». En su «Contribución a la discusión del Congreso» (6 de noviembre de 1949) recordó a los comunistas que era imprescindible no perder la autonomía del partido: «Nuestra labor es romper con las formas de pensamiento socialdemócratas, romper con la idea del mal menor. Porque esta es precisamente nuestra actitud hacia el Partido Laborista, y esta actitud rige y controla nuestra futura lucha parlamentaria».
Su «Carta a Maurice Cornforth» (14 de marzo de 1951) era el fiel reflejo de toda una generación de militantes frustrados con la actitud de los dirigentes: «Se les ha demostrado que están equivocados en un asunto tras otro, en cosas que la historia ha decidido, pero la vanidad en su cabeza, esa vanidad que los lleva, supuestos intelectuales, por caminos que conducen a monstruosos crímenes contra la humanidad, los impulsa a continuar». Evans apuntó que esta falta de democracia interna, ocultando las protestas de la militancia de base o las cartas críticas de otros partidos, mostraba la negativa de la dirección a enfrentar la realidad: «Si mi análisis de todos estos asuntos ha sido erróneo, ¿por qué no me han permitido acceder a la prensa del partido, donde fácilmente podrían haberme despachado?»; «se negaron, y siguen negándose, a presentar la Carta Australiana ante la Kominform, al igual que se niegan a presentar nuestra correspondencia. Temen su juicio».
Sin embargo, estas reflexiones y palabras de advertencia cayeron en saco roto.
Ni siquiera cuando la Guerra Fría agudizó las contradicciones entre laboristas y comunistas, ni cuando el discurso anticomunista estuvo en su máximo apogeo, el jefe de los comunistas británicos cambió de parecer. En «Mirando hacia adelante» (1947) Pollit siguió insistiendo en que: «El progreso de las fuerzas democráticas y socialistas en todo el mundo ha abierto nuevas posibilidades de transición al socialismo por caminos diferentes de los seguidos por la Revolución rusa»; y auguró que el «nuevo camino británico hacia el socialismo en el que las instituciones democráticas británicas serán preservadas». Ahora, según Pollit, era «posible ver cómo el pueblo avanzará hacia el socialismo sin más revoluciones». Por ende, no fue en 1956, ni en 1951 cuando el PCGB elevó a política oficial una línea política cuestionable, sino que su bancarrota ideológica provino de mucho tiempo atrás.
Esta configuración estratégica «nacional» y «específica» que tanto obsesionaba a Pollit finalmente se plasmó en el cambio de programa, es decir, el famoso «El camino británico al socialismo» (1951), cuya elaboración contó con el beneplácito directo de Stalin −quien mantuvo varios encuentros personales e intercambio varias emisivas−.
En primer lugar, sorprende que aunque los líderes del comunismo británico habían sufrido episodios recientes de chovinismo nacional respectos a sus colonias, y aunque Gran Bretaña seguía siendo una potencia imperialista considerable −mismamente la Asia británica estaba en plena ebullición−, Stalin en su «Carta al Camarada Harry Pollit» (28 de septiembre de 1950) le preocupase mucho más que: «El borrador del Programa no subraya suficientemente la tarea de la lucha del Partido Comunista por la independencia nacional de Inglaterra del imperialismo estadounidense».
En segundo lugar, en el «Encuentro entre Stalin y Harry Pollit» (31 de mayo de 1950) se renunció al antiguo programa de 1935 que demandaba la «implementación de soviets», aconsejando Stalin que si: «En Inglaterra, se acusa a los comunistas ingleses de haber priorizado el establecimiento del poder soviético. Los comunistas ingleses deben responder a esto en su programa afirmando que no quieren debilitar al Parlamento, que Inglaterra alcanzará el socialismo por su propia vía» (sic).
Compárese esto con la posición diametralmente opuesta que Stalin ofreció de este tema en sus antiguas obras. En «Fundamentos del leninismo» (1924) dijo: «El pecado mortal de la II Internacional no consiste en haber practicado en su tiempo la táctica de utilizar las formas parlamentarias de lucha, sino en haber sobreestimado la importancia de estas formas, considerándolas casi las únicas; y cuando llegó el período de las batallas revolucionarias abiertas y el problema de las formas extraparlamentarias de lucha pasó a primer plano, los partidos de la II Internacional volvieron la espalda a las nuevas tareas, renunciaron a ellas». Mientras que en su obra «La huelga inglesa y los sucesos en Polonia» (1926) comentó: «El curso y el resultado de la huelga general no pueden sino convencer a la clase obrera británica de que el Parlamento, la Constitución, el rey y demás atributos del poder burgués no son más que un escudo de la clase capitalista contra el proletariado. La huelga rompió el camuflaje de un santuario inviolable y fetiche tanto del Parlamento como de la Constitución. Los trabajadores comprenderán que la Constitución actual es un arma de la burguesía contra los trabajadores».
Por último, si algo cabe rescatar de la «Transcripción de la reunión del camarada Stalin con Harry Pollitt» (5 de enero de 1951), es que el líder soviético no confiaba en las posibilidades de una transición pacífica al socialismo: «Habría sido apropiado advertir al pueblo inglés en el Programa que los capitalistas no cederán voluntariamente su propiedad ni sus ganancias desproporcionadas en beneficio del pueblo inglés», pudiendo llegar a «usar la fuerza». Por tanto, «el pueblo inglés y el gobierno popular deben estar preparados, en legítima defensa, para dar una respuesta adecuada a tales intentos».
Este programa fue publicado en los órganos de prensa de la Kominform y revistas soviéticas de la época, incluso sirvió de referencia para los partidos nórdicos, lo que denota su gran relevancia.
Inicialmente el soviético A. Sobolev en su obra «La democracia popular como forma de organización política de la sociedad» (1951) consideró este programa como un éxito de los comunistas británicos para adaptarse a sus circunstancias: «Los comunistas británicos declaran que el pueblo de Gran Bretaña puede transformar la democracia capitalista en una verdadera democracia popular, transformando el Parlamento». En cambio, en menos de un lustro M. Mitin en su obra «Errores graves y deficiencias en las actividades del Partido Comunista de Gran Bretaña» (1954), tuvo que señalar aunque fuese indirectamente qué limitaciones trajo consigo adoptar este programa: «El movimiento obrero inglés está profundamente arraigado en las «ideas» socialdemócratas de que el socialismo se logrará de manera pacífica, que la lucha de clases debe ser rechazada, que el estado es un organismo neutral que está por encima de la clase y puede servir a cualquier partido que llegue al poder; que los trabajadores siempre dependerán de los empresarios; que la política exterior es un problema «nacional» que enfrentan las clases, y que el objetivo es «continuar» la política exterior de liberales y conservadores; que para preservar el nivel de vida de los trabajadores, es necesario continuar dominando y explotando los países del imperio».
e) Ni qué decir ya de las propuestas políticas de secciones como, por ejemplo, los comunistas cubanos, argentinos o chilenos en los años 30, 40 y 50, las cuales clamaban al cielo por su extremo patetismo. Estas secciones llegaron a apoyar a figuras como Batista, Perón o Ibáñez por algún tiempo, teniendo algo así como el Síndrome de Estocolmo, ya que además eran las figuras que les perseguían a sangre y fuego en sus respectivos países. Algunos, como el mexicano o chileno, celebraron la penetración del capital estadounidense como signo de «progreso» y pidieron la unión de la «burguesía nacional patriótica». Véase el capítulo: «La responsabilidad del PCA en el ascenso del peronismo» (2021).
Ahora lanzamos una pregunta tan honesta como incómoda, ¿por qué ninguno de los grupos «stalinistas», «hoxhista», «marxista-leninistas», o díganse como quieran, se atreve a criticar lo que sí señala, denuncia y condena día y noche en otras corrientes y grupos políticos? Es más, deberíamos preguntarnos algo mucho más transcendente: ¿se puede tomar en serio a aquel que emite juicios «selectivos» dependiendo de la simpatía o antipatía que le produce el movimiento o figura que tiene en frente? Evidentemente no, puesto que denota que no se mueve por criterios lógicos, sino coyunturales y emocionales.
En conclusión, el XXº Congreso del PCUS (1956) solo fue la certificación oficial y vuelta de tuerca de gran parte de las desviaciones derechistas que venían dándose en los partidos comunistas desde años o décadas atrás. Aquí no solo incluimos el periodo del «nuevo curso» 1953-55 −para el cual para muchos no existe ni han estudiado−, sino que, por supuesto, incluimos a todas y cada una de las desviaciones anteriores que navegaron más o menos libremente durante la época de Stalin. No nos referimos solo al browderismo (1945) o al titoísmo (1948), condenados públicamente en la Kominform en las primeras conferencias, sino que también a las teorías oportunistas que los soviéticos promovieron bajo su égida o permitieron siendo sabedoras de las mismas. Por fortuna, hoy los registros nos permiten comprobar cómo durante 1944-46 en el intercambio que mantuvo con delegaciones búlgaras, albanesa, yugoslava, polaca, checoslovacas, alemanas o húngaras, el mismísimo Stalin planteó ciertas tesis sobre los nuevos regímenes de las «democracias populares» que causaron sorpresa a propios y extraños. Unas ideas que pronto, con el recrudecimiento de la Guerra Fría tuvieron que ser matizadas o eliminadas en 1947, pero en la mayoría de casos nunca se reconoció su autoría original, sino que se exaltó a Stalin como el corrector de un camino equivocado.
¿No ha quedado del todo convencido el lector? ¿Desea mayor cantidad de ejemplos en cantidad y calidad? Bien, sin problemas. Centrémonos, entonces en los artículos y entrevistas de los años 1944-52 respecto al carácter y fisonomía que debían adoptar los nuevos regímenes de la posguerra o el debate sobre qué hacer con los alemanes de las zonas de Europa Central y del Este. Aquí Stalin, Mólotov, Kuusinen, Zhdánov y Cía. también tuvieron gran responsabilidad tanto en el origen de las desviaciones como en las correcciones de aquellas; pues observamos que todos los dirigentes soviéticos dieron bandazos sin ton ni son, pasando del campo de los «ortodoxos» a los «heterodoxos», contradiciendo sus propios escritos y directrices anteriores, especialmente en temas como la cuestión nacional en la URSS, evaluación de las figuras históricas, inmigración, minorías étnicas o religiosas, etcétera. Esto significó que, lejos de lo que creían sus enemigos o de lo que mantienen hoy sus admiradores, a veces no existía la tan cacareada «unidad monolítica» del movimiento revolucionario de aquel entonces, ni siquiera en la URSS. Véase el subcapítulo: «Desunión en la cúpula política y repercusiones internacionales» (2021).
Estamos seguros que ya saldrán al paso de nuevo los que, aunque condenen «X» línea política de «Y» partido, intentarán excusarlo con que los errores de un lado del mundo no necesariamente tienen su origen en el centro neurálgico del movimiento de referencia. Y si bien tal hipótesis siempre es factible, en este caso no fue así. Moscú mostró preocupación, aprobación o desconfianza según la época y sus objetivos del momento.
Un documento que corrobora que los soviéticos tuvieron un amplio contacto con el resto de agrupaciones comunistas, enviando y recibiendo personal para conocer la situación en la URSS y en otros países, es el informe de S. L. Baranov: «Sobre las relaciones internacionales del PCUS (b)» (2 de septiembre de 1947): «Considerando que después de la liquidación de la III Internacional muchos partidos comunistas sintieron la necesidad de mantener relaciones consultivas con el Partido Comunista (bolchevique) de la URSS» citándose el caso de reuniones, asistencia y consejo hacia el partido comunista de Rumanía, Corea, Finlandia, Bulgaria, Yugoslavia o Albania, entre otros. Como este existen una gran cantidad de informes en el Departamento de Asuntos Exteriores:
a) «De la nota informativa «Sobre la situación económica y política actual en Yugoslavia», preparada por el Departamento de Asuntos Exteriores del Comité Central del Partido Comunista de Toda la Unión (Bolcheviques) para una conferencia en Polonia» (septiembre de 1947);
b) «Certificado del Departamento de Asuntos Exteriores del Comité Central del Partido Comunista de Toda la Unión (Bolcheviques) «Sobre el Partido Comunista de Albania» (1 de marzo de 1947);
c) Información del referente del Departamento de Asuntos Exteriores del Comité Central del Partido Comunista de Toda la Unión (Bolcheviques), V. I. Lesakov, al subdirector del departamento, L. S. Baranov, sobre el viaje a Rumanía y las conversaciones con la dirección del Partido Comunista de Rusia y el Partido Comunista Rumano (26 de agosto de 1947);
d) Del informe de F. T. Konstantinov, empleado del Comité Central del Partido Comunista de Toda la Unión (Bolcheviques), titulado «La influencia de las decisiones de la conferencia de la Kominform en el crecimiento y fortalecimiento de las fuerzas democráticas en Bulgaria» (de febrero de 1948);
e) Referencia del Departamento de Asuntos Exteriores del Comité Central del Partido Comunista de toda la Unión (Bolcheviques) a M. A. Suslov «Sobre las actitudes ideológicas antimarxistas de la dirección del PPR» (5 de abril de 1948);
f) Referencia del Departamento de Asuntos Exteriores del Comité Central del Partido Comunista de toda la Unión (Bolcheviques) a M. A. Suslov «Sobre algunos errores del Partido Comunista de Checoslovaquia» (5 de abril de 1948);
g) «Certificado del Departamento de Asuntos Exteriores del Comité Central del Partido Comunista de Toda la Unión (Bolcheviques) «Sobre los errores nacionalistas de la dirección del Partido Comunista Húngaro y la influencia burguesa en la prensa comunista húngara» (24 de marzo de 1948).
Por citar un breve ejemplo negativo de todos estos casos mencionados:
«Esto condujo a la promoción de «sentimientos nacionales sanos» (Zhdanov, 27 de febrero de 1941) y de un «nacionalismo sano». Según Zhdanov, «el camarada Stalin dejó claro que entre el nacionalismo bien entendido y el internacionalismo proletario] no puede haber contradicciones». (...) Dadas las circunstancias, no es raro encontrar a ciertos comunistas menores promoviendo aspiraciones nacionales y reivindicaciones territoriales específicas. El líder húngaro Matyas Rákosi esperaba que tras la guerra Hungría conservara Transilvania y los Cárpatos-Ucrania. Al comunista checo Zdeněk Nejedly probablemente no le agradó saber que sus camaradas polacos querían conservar Tetschen. Tampoco le agradó que los dirigentes checoslovacos quisieran evidentemente expulsar a la minoría húngara después de la guerra: «Los checos se están pasando de la raya», escribe Dimitrov. «Envió a Molotov para su coordinación un telegrama cifrado a [Klement, jefe del partido checoslovaco] Gottwald indicando la necesidad de un enfoque diferente de la cuestión húngara en Checoslovaquia» (30 de julio de 1945)». (Yale University Press; «El diario de Dimitrov, 2003)
En esto, una vez más, el lector puede desconfiar y pensar que esto se trata una manipulación de los editores del diario de Dimitrov. Así que cotejemos esto con otros registros similares.
En Checoslovaquia se dio una política de apoyo comunista hacia la confiscación de las propiedades y expulsión de todos los alemanes del país, haciendo piña con lo que pedían los partidos burgueses del país. Volvemos a recalcar que, como demuestra la documentación de posguerra, estas «equivocaciones de los camaradas checoslovacos y otros» no hubieran sido posible sin la aprobación soviética entre 1944-47. Véase a este respecto el «Registro de la conversación de Stalin, conversación con el Primer Ministro de Checoslovaquia Z. Fierlinger y el Viceministro de Relaciones Exteriores V. Clementis» (28 de junio de 1945), donde la delegación soviética da el visto bueno a las tesis nacionalistas de la delegación checoslovaca. Los soviéticos solo empezaron a cambiar de opinión cuando empezaron a alarmarse de los peligrosos resultados de este espíritu chovinista, las cuales colocaban a estos países fuera de la órbita de influencia soviética, como ocurriría con la Yugoslavia de Tito, que desertó al bando capitalista occidental. Sin embargo, ya incluso antes había serias dudas sobre a dónde estaba llevando este peculiar «camino nacional».
Ahora abordemos dos ejemplos de lo contrario, de una correcta intervención de Stalin en los asuntos de otros partidos, aconsejando en un espíritu internacionalista.
Por un lado, tenemos en el «Acta de la conversación de Stalin con la delegación gubernamental húngara sobre cuestiones económicas y la situación de los húngaros en Eslovaquia» (10 de abril de 1946). En esta conversación Stalin preguntó «si los húngaros desean optar por el método de intercambio de población» ya que por ejemplo recientemente «Polonia firmó un tratado con Ucrania y Lituania sobre intercambio de población». En cualquier caso, «el camarada Stalin afirma que el número no influye» ya que «quien desee regresar a su patria puede hacerlo, y quien desee quedarse debe poder disfrutar de sus libertades y derechos».
A su vez, en el documento «Acta de la conversación entre I.V Stalin y los líderes rumanos G. Gheorghiu-Dej y A. Pauker» (2 de febrero de 1947). En este caso, Stalin preguntó por las discrepancias entre los comunistas rumanos. En esa entrevista, Dej confesó que Lucrețiu Pătrășcanu, un líder favorable a las tesis más identitarias, «pronunció un discurso en Cluj, dirigido contra los húngaros que vivían en Transilvania». Este, tras ser reprendido, se defendió argumentando que tan solo tenía la intención de «atraer a los rumanos que viven en Transilvania al lado del gobierno de Groza». Dej confesó que existía «una facción» que «querría tener sólo rumanos como miembros del partido», por lo que según esa teoría «Ana Pauker y Luca Vasile, que no son rumanos por nacionalidad, no podrían ocupar puestos directivos en el partido» al ser de origen judío y húngaro respectivamente. En este caso, Stalin enfatizó que esto era un sin sentido, dado que «el partido de un partido social y de clase se convertiría en un partido basado en la raza».
Sin embargo, como ya hemos dejado claro, existen varias entrevistas con otros partidos comunistas la dirección soviética abaló teorías verdaderamente vergonzantes no solo en torno a la cuestión nacional. Sin ir más lejos, entre 1944-47 se afirmó que los nuevos regímenes de la posguerra «no necesitaban de la dictadura del proletariado», puesto que «la revolución se desarrollaba aquí de forma relativamente pacífica», no serían «ni capitalista ni socialista» pues mantendrían un «razonable equilibrio entre distintas formas de propiedad», mientras que los soviets como órganos de poder estaban en el limbo jurídico y el gobierno operaría a través de las rudimentarias y burocráticas fórmulas parlamentarias:
«Quizá el aspecto más revelador del Stalin de Dimitrov sea la creencia de este último en el excepcionalismo ruso. La Rusia de Stalin tenía, al parecer, circunstancias y características específicas no relevantes para Europa. (...) El distanciamiento de Stalin respecto a Lenin queda claro en su declaración del 7 de noviembre de 1939, en la que afirmaba que la consigna de Lenin de la Primera Guerra Mundial de convertir la guerra imperialista en una guerra civil sólo era apropiada en Rusia, y no en los países europeos, donde la clase obrera estaba «aferrada» a las reformas democráticas. En cualquier caso, la forma soviética de socialismo, aunque sea la mejor, no es en absoluto la única: «Puede haber otras formas: la república democrática e incluso, en determinadas condiciones, la monarquía constitucional» (28 de enero de 1945). En otras ocasiones, Stalin reconoció la idea de Marx y Engels de que la «mejor forma de dictadura del proletariado» era la «república democrática». (...) En Bulgaria, la transición al socialismo podría producirse sin la dictadura del proletariado. En cualquier caso, la «situación desde el estallido de nuestra revolución ha cambiado radicalmente, y es necesario utilizar métodos y formas diferentes, y no copiar a los comunistas rusos, que en su tiempo se encontraban en una posición totalmente distinta. No temáis que se os acuse de oportunismo. Esto no es oportunismo, sino la aplicación del marxismo a la situación actual» (2 de septiembre de 1946)». (Yale University Press; «El diario de Dimitrov, 2003)
Esto, para quien esté familiarizado con la documentación de época, no es sorprendente, sino que verá en esta tendencia una profundización de la línea política de los años 30 bajo la estrategia general de los «frente populares», donde si bien hubo lemas y tácticas totalmente correctas, también se empezó a realizar concesiones antes inimaginables hacia socialistas, sindicalistas, católicos y otros grupos políticos en aras de la «unidad» antifascista o nacional. Véase el capítulo: «La responsabilidad del Partido Comunista de Argentina en el ascenso del peronismo» (2021).
Lo mismo podemos decir al respecto de las evidentes desviaciones asiáticas en los partidos comunistas, como el maoísmo en China, donde la Internacional Comunista (IC) miraría siempre con sospecha a una corriente cuya principal proclama era una síntesis entre el nacionalismo chino y las religiones locales, mezclado y agitado, eso sí, con una fraseología muy «radical» que en China era lo más parecido al marxismo que jamás habían tenido. El problema aquí es que el maoísmo nunca abandonaría sus defectos, convirtiendo sus desviaciones bajo el pretexto de la «especificidad nacional» en dogmas de su ideario revisionista oficial. Esto no quita que, al mismo tiempo, como se constató con la cuestión del Tíbet o el Xinjiang, desde Moscú se realizasen concesiones y se cambiase de opinión respecto a recomendaciones anteriores, todo, en aras de atraerse y asegurarse la fidelidad de Mao y los suyos, que, con razón, como demuestra la documentación hoy disponible, estaban coqueteando con el imperialismo estadounidense. Aquí no hay que olvidar, claro está, que los soviéticos al haber abandonado los puntos fundamentales de su antigua política nacional –o estar en proceso–, estaban directa o indirectamente estimulando que tales manifestaciones de localismo nacionalista se normalizasen entre las secciones de la IC, pues ellos mismos estaban brindando un ejemplo incorrecto dentro de la URSS. Véase el capítulo: «¿Puede ser «el apoyo de los pueblos» un país que viola el derecho de autodeterminación en su casa?» (2021).
Si se rastrea con lupa, se podrá encontrar que, como dijimos atrás, todo esto no eran sino los ecos de corrientes premarxistas como el cartismo, el proudhonismo, bakuninismo, fabianismo, y otros ismos que tuvieron una importante impronta en los partidos socialdemócratas de la I y II Internacional, así como en sus escisiones. En cualquier caso, en las llamadas «nuevas democracias» o «democracias populares» se popularizaron entre 1944-46− teorías que justificaban todo esto por ser «vías nacionales específicas» en Europa del Este y «por el nuevo contexto internacional». Dichas nociones «especifistas» siempre han sido un tópico al que los revisionistas han recurrido frecuentemente con argumentos geográficos, históricos, culturales y demás, etcétera. En los años 60 o 70 se utilizó la baza de que debido los avances producidos por la llamada «revolución técnico-científica» se habría «transformado por completo el trabajo la fisonomía de la sociedad tal y como la conocíamos»; mientras que en la política exterior se habría logrado un honesto «espíritu de consenso y colaboración» entre las más «diversas fuerzas que antes aparentaban ser irreconciliables» (sic). Sea como fuere, por influjo de las dos primeras Conferencias de la Kominform −en 1947 y 1948 respectivamente− en los países de «democracia popular», al menos en Europa del Este, se abandonaron muchas de las características de este ideario revisionista que parece casi atemporal: dichas concepciones fueron identificadas y condenadas como «desviaciones nacionalistas y derechistas».
El búlgaro Dimitrov en su «Informe al Vº Congreso del PCB» (1948) confesó no poder olvidar los «consejos y explicaciones» de Stalin que permitieron a los búlgaros «corregir rápidamente» los «errores» a finales de ese año. Efectivamente, esto ocurrió ya que búlgaros y polacos fueron a Moscú en diciembre de 1948 e intercambiaron opiniones con Stalin, Kuusinen, Mólotov y otros altos cargos. A su vez, el húngaro József Révai en su obra «Sobre el carácter de nuestra democracia popular» (1949) comentó: «Debemos acentuar el hecho de que recibimos el estímulo decisivo y la ayuda para la clarificación de nuestro futuro desarrollo de parte del Partido Comunista (Bolchevique) de la Unión Soviética, de forma clarividente bajo las enseñanzas de camarada Stalin». Lo mismo podemos encontrar en discursos de Bierut o Gottwald aquellos días. Por último, el soviético K. M. Frolov publicó en «Cuestiones de Filosofía» (Nº3, 1950) un artículo titulado «La lucha de la clase obrera por la victoria del socialismo en los países de democracia popular», en donde exaltó a Stalin con igual énfasis, considero que su: «Desarrollo teórico» sobre «la cuestión de la democracia popular como forma de la dictadura del proletariado aportó un gran beneficio práctico a las repúblicas populares». Por ende, «tras exponer los perjuicios de todas las distorsiones oportunistas en esta cuestión», sus instrucciones «ayudaron a los partidos comunistas y obreros de estos países a corregir los errores cometidos y a impulsar la construcción socialista a un ritmo más acelerado».
¿Cuál era el problema de dicha rectificación? Que no fue para nada honesta. En todos los documentos, sean soviéticos o de sus aliados, ninguno reconoce el papel negativo que Stalin ejerció en estas reuniones o misivas. Lejos de esto, todos le excluyen de cualquier culpa y le señalan como el salvador del comunismo internacional.
En un nuevo giro dramático de los acontecimientos, a partir de 1953 y con la llegada del «nuevo curso» en la URSS en el comunismo mundial se recuperó todo lo que durante 1948-52 se consideró temporalmente «herético», y a no mucho tardar llego oficialmente la «desestalinización». Además, fenómenos tan dispares y multicausales como el exceso de confianza, una mala valoración de datos económicos o la represión indiscriminada se consideró como resultado del «culto a la personalidad» hacia Stalin o su homólogo de cada país, fin. Evidentemente, bajo estos auspicios tan ridículos el jruschovismo intentó disimular su inoperancia en filosofía, historia o economía y aprovechó este espantapájaros para imponer unas personas y tesis para así descartar y marginar a otras. Esto lo veremos en próximos capítulos sobre la historiografía jruschovista y sus manipulaciones respecto al periodo stalinista.
Debemos detenernos, aunque sea brevemente, para explicar algunas de las causas del estado tan paupérrimo que tenemos hoy ante nuestros ojos. Si se puede hacer una síntesis de las consecuencias de la contrarrevolución en la URSS, muchos afirmarán que a partir de 1953 las consecuencias del cambio fueron obvias: se abrió de par en par la caja de pandora del revisionismo, y con ello, la división, la confusión y el caos empezaron a reinar sin ningún freno. Esto es en esencia cierto, pero no deja de ser una visión simplificada de los eventos históricos, por lo hay que matizar muchísimo tal explicación reduccionista, puesto que cuenta una obviedad, pero no penetra en ella, no da las claves para entenderla. En este sentido, como todo el mundo sabe, tras la irrupción del jruschovismo y sus nuevas reglamentaciones, primero en la URSS, y luego a nivel mundial, hubo un huracán de desorganización, pragmatismo y desavenencias en tiempo récord. En primer lugar, esto fue posible porque ya previamente no se había logrado una unidad monolítica en lo ideológico, porque no había habido una línea coherente y consecuente en el movimiento internacional, sino que todo se había movido a base de bandazos muy malamente justificados por Moscú. En segundo lugar, porque desde la periferia, es decir, las secciones comunistas de todo el mundo, no primó una unidad basada tanto en la autonomía como en la consciencia, sino más bien lo que terminó dominando fueron claros signos de devoción, oportunismo, temor o arribismo.
Sea como fuere, este estilo de militancia −y sus evidentes carencias− fue decisiva para que con la llegada de Jruschov, quien fue experto en lograr el descontento de todos, se insuflasen energías renovadas a todas aquellas corrientes que se hasta aquel entonces se encontraban en franco retroceso −como el trotskismo y el titoísmo−. A su vez, esta evidente debilidad para dirigir y convencer hizo que surgieran otras nuevas corrientes −como el castrismo-guevarismo− y que otras aún no destapadas del todo −como el maoísmo y el juche− saliesen a flote para intentar competir con Moscú por la hegemonía ideológica del hasta entonces llamado «movimiento comunista internacional», aunque en lo único que realmente rivalizaron fue en que como variantes del revisionismo cual tenía más adeptos, financiación o votos para regocijarse ante el vecino.
Ahora bien, ¿cómo podemos sintetizar estos defectos, al menos lo más importantes?
a) Falta de comunicación entre los revolucionarios para coordinarse a nivel mundial. No hubo una eficacia para conectar a los revolucionarios de cada zona y, es más, hubo concesiones al imperialismo con el pretexto de no provocarle o no darle pretextos propagandísticos. Las envidias y las desconfianzas hicieron el resto.
b) Mezcolanzas entre nacionalismo y marxismo. Se intentó aunar la herencia cultural nacional reaccionaria con la esencia universal y progresista de las formas del pensamiento y las leyes de la revolución que recoge el marxismo. Bajo la excusa de «recuperar el pasado progresista del país», «adaptar el marxismo a la realidad concreta» o «combatir el cosmopolitismo», este fenómeno marchó adelante y sin frenos.
c) Bandazos estratégicos y tácticos. Sin una razón de peso y bajo una ausencia de autocrítica, hubo toda una serie de vaivenes que nunca fueron explicados ante el público general, y quienes se percataban de tal torpeza eran silenciados o ellos mismos se autocensuraron y separaron perplejos por la naturalidad con que se expresaban.
d) No se asumieron los fracasos como propios. No pocas veces se buscaba un cabeza de turco o se recurrió a explicaciones fantasiosas para evitar reconocer que la línea política preconfigurada se había demostrado errada, todo en un intento de «proteger el prestigio de sus líderes» e indirectamente «salvar el honor del partido».
e) Falta de un férreo control sobre los servicios de seguridad. Esta grave debilidad creó una paranoia generalizada entre las filas propias y simpatizantes, atenazó la crítica y facilitó el ascenso de los arribistas en las cúpulas de estos organismos algo que fue clave para la supervivencia de la estructura del sistema político.
f) Gremialismo. En lo referido a economía, filosofía, organización, arte, etcétera, no era extraño observar una reclusión endogámica de los expertos en sus respectivos campos, apoyándose unos a otros e intentando no rendir cuentas, pidiendo, muy por el contrario, ser respetados y adulados por el vulgo. Muchas figuras de importancia se vieron acorralados por una oficialidad cosificada, apuntalándose en su lugar a profesionales mediocres en los altos cargos referidos a estos campos clave de la cultura y la sociedad.
g) Falta de conocimientos sobre la historia del movimiento nacional e internacional. Esto supuso que tarde o temprano, al enfrentarse a tareas colosales muy similares, cayeran en la incomprensible repetición de errores que se presuponían ya superados, ora virando hacia el anarquismo ora hacia el reformismo.
h) Metodología pedagógica ineficaz. Muchos planes de los educadores eran demasiado rígidos o muy rudimentaria como para que cumpliesen la función pretendida, o en su defecto, estos eran correctos, pero había un incumplimiento descarado en los receptores y supervisores, arruinando el gran trabajo de tiempo y energía invertidos. Este desdén hacia el estudio teórico se justificó con el autoengaño de que el sujeto estaba ocupándose de otras cosas más «urgentes», aunque en verdad fueran banalidades.
i) Creación de privilegios en el modo y estilo de vida. Entre militantes de la cúpula y de base se creó todo tipo de lazos de favoritismos, nepotismo y demás, que con el tiempo implicó una aplicación desinteresada en cuanto a los reglamentos que toda estructura colectiva necesita para ser eficaz, operando según la simpatía, cercanía y estatus a los jefes.
j) Culto a la personalidad. Hubo una gran dependencia de una gran o varias personas bajo el pretexto de que esto era necesario para movilizar a la gente, con la consiguiente exculpación y ocultamiento de los fallos del líder máximo bajo el pretexto de que dañando su imagen se daña la de todos. Esto incapacitó un correcto relevo de cargos.
k) Brecha y aislamiento entre los dirigentes y el pueblo. De la propia desconfianza de los primeros sobre el segundo para sacar adelante las situaciones complejas, tratando de resolver los problemas solo por arriba, ganándose a otros cabecillas. Por contra, se creó una enorme complacencia de la base ante los desmanes de los jefes por haberse acostumbrado al sentimentalismo y seguidismo ante sus líderes de siempre, etc.
Una vez aclarado todo lo anterior, ¿se puede concluir, como muchos han intentado, que el jruschovismo es la simple consecuencia del stalinismo? No. En todo caso, el jruschovismo se valió de los errores más graves y fragrantes que estuvieron presentes en la etapa stalinista, los hizo suyos y los fundió junto a las clásicas desviaciones oportunistas, recuperadas y actualizadas a su contexto particular. Este proceso no ocurrió solo en la URSS y en otros partidos en el poder, sino que por desgracia se hizo común en la mayoría de partidos comunistas tradicionales de lo largo y ancho del mundo.
Ahora bien, no podemos asegurar de forma totalmente reduccionista que el jruschovismo es la evolución lógica del stalinismo, porque, como hemos demostrado en infinidad de ocasiones, el llamado «stalinismo» constituyó una línea antagónica a la posterior línea soviética de la época jruschovista en múltiples cuestiones de política, economía y cultura. La cuestión es mucho más sencilla: si el stalinismo y el jruschovismo fueran lo mismo, no hubiera sido necesaria la desestalinización, y mucho menos defenestrar la figura de Stalin. Un buen paradigma de ello son las obras finales de Stalin como «Problemas económicos del socialismo» (1952), la cual es en muchos puntos clave diametralmente opuesta a documentos económicos posteriores como el «Manual de economía política» (1954) y sus posteriores reediciones de 1955 y 1958, donde el papel de la teoría del valor, el rol del comercio exterior, la autonomía de los directrices de las empresas, el cómo pasar de las cooperativas a las granjas estatales o las valoraciones sobre la economía yugoslava o china prescinden totalmente de la doctrina stalinista. Este es el motivo, como abordaremos en siguientes capítulos, por el cual la historiografía jruschovista ha intentado manipular la «etapa stalinista»: primero, porque sin un trabajo de exageración o falsificación histórica no se puede justificar el cambio de timón en múltiples cuestiones; segundo, porque con la justificación de la influencia del «culto a la personalidad», intentan tapar todas las deficiencias de un pasado y un presente, del cual, quieran o no, la mayoría fueron partícipes.
¿Entonces? Aunque a muchos les parezca un horror la información obtenida aquí o compleja de procesar, debemos anunciarles algo muy importante. Una vez comprendida la esencia científica en la que se posa nuestra doctrina −que no admite de sentimentalismos que nos debilitan−, debemos desechar de nuestros «grandes» y «pequeños» referentes lo defectuoso, pues, sorpresa, ellos también se equivocaban, también hicieron estimaciones y predicciones incorrectas, fueron presos de la precipitación, etc. En definitiva, eran humanos −¡sabemos que esto resultará chocante para más de uno acostumbrados a la devoción ciega!−. En este sentido, merece la pena repasar el poema de Bertolt Brecht:
«¡No temas preguntar las cosas, camarada!
No te dejes influenciar,
averigua tú mismo.
Lo que no sabes por cuenta propia
no lo sabes.
Revisa la cuenta.
Eres tú el que la paga.
Pon el dedo sobre cada cifra.
Pregunta: ¿Cómo se llegó hasta aquí?
Prepárate para gobernar». (Bertolt Brecht; Elogio del estudio, 1933)
Entiéndase que lo obsoleto no es aquello que tiene más tiempo, sino lo que ya no corresponde con la realidad, mientras que lo incorrecto es aquello que realmente nunca ha correspondido realmente con el fin al que se aspira. Este último, la causa a seguir, también es fruto de la reflexión, en palabras de Labriola, de un pensamiento «consciente y sistemático complemento de la experiencia», de la comprobación práctica, no de la voluntad subjetiva o capricho. Incluso puede que la meta o herramienta para lograrlo no sea correcta por no haber sido lo suficientemente bien meditada. Por ende, nunca será negativo revisar todo de lo que se dude a fin de que a través de un nuevo estudio y autoconvencimiento se salga individual y colectivamente más reforzado. Para tal fin es imposible que el individuo no cuente con sus homólogos para que le proporcionen los materiales, le ahorren tiempo, discutan, colaboren, popularicen, etcétera.
Recordemos que el camino del conocimiento nunca es un sendero que debe o mejor dicho puede recorrer uno solo, este ni siquiera es dominio particular de un puñado de sabios, puesto que recordemos que en todo caso, los genios, como bien esbozó Labriola en su «Del materialismo histórico» (1896) no son: «Sino la individuada y consiguiente y aguzada forma de aquel pensamiento que por sugestión de la experiencia surge en muchos hombres de la misma ápoca, pero que en la mayor parte de ellos permanece fragmentario, incompleto, incierto, oscilante y parcial».
Si por un lado resulta totalmente mezquino aquel que nunca pone en tela de juicio nada, ni tiene críticas o reservas sobre los acontecimientos más importantes de la humanidad, resulta igual de perjudicial una persona que duda hasta de su sombra. Aquel individuo egoísta que nunca depara en recopilar pruebas bien fundadas para respaldar sus acusaciones o dudas, haciéndole perder el tiempo a sus compañeros con sus incertidumbres u obsesiones pasajeras, las cuales, las más de las veces, él mismo podría disipar prestando atención o poniendo en práctica lo aprendido. Por el contrario, esta observación crítica también va dirigido para aquellos cuyo mayor aportación −o eso se autoconvencen− se reduce a ser observadores de la historia, a dar un apoyo pasivo al marco de referencia que realiza tales juicios con los que tanto simpatiza. En realidad, su propósito debería ser entregarse en cuerpo y alma a romper los mitos entre los suyos, prestándose a colaborar, poniéndose a prueba y adquiriendo mayor capacidad de desempeño, no limitarse a conversaciones privadas ni exagerar sus obstáculos cotidianos.
Por último, nos importa entre poco y nada que se tome este artículo u otro como una renuncia a la doctrina de esta o aquella figura. Los méritos y apreciaciones positivas que pueda destilar nuestro trabajo ya están implícitos en todos y cada uno de nuestros documentos. Ergo, que cada uno saque sus propias conclusiones sobre si es una crítica constructiva o destructiva o, mejor dicho, que destruye lo inservible para construir sobre cimientos más sólidos. En lo referente a Stalin, sus puntos positivos no hace falta ni mencionarlos. Tomó un país totalmente arruinado, la URSS, revirtió la situación con los planes quinquenales y con su mayúsculo crecimiento económico se convirtió en la envidia del crecimiento económico en un Occidente en mitad de la recesión de 1929. Además, la URSS con Stalin al mando dirigió la derrota del fascismo, nos legó importantes documentos teóricos sobre múltiples cuestiones diarias que todavía tienen gran importancia, financió los movimientos revolucionarios y ayudó a que una serie de partidos comunistas alcanzasen la cabeza del gobierno de sus respectivos países. Pero como se trata de no aburrir al lector con obviedades que todo el mundo sabe, solo preguntaremos: ¿quién ha cosechado tal cantidad de hitos desde su muerte? Nadie. Ahora, como con toda figura, no debemos practicar una idolatría que le ensalce como alguien dichoso que jamás se equivocó, ni, evidentemente, eximirle de sus errores ya comentados: equivocaciones en materia internacional en los consejos a las secciones, dar el visto bueno o no controlar las purgas indiscriminadas que los servicios de seguridad llevaron a cabo, apoyar una revitalización del nacionalismo ruso, permitir la paralización de la vida del partido, desviarse de la ortodoxia marxista en cuestiones teóricas sin razones de peso, reintroducción de la pena contra los homosexuales, restauración de la segregación por sexo en el sistema educativo, dogmatismo en el arte hacia los nuevos géneros y un encasillamiento en una producción enfocada en el culto a la personalidad, así como un largo etcétera. Algunos dirán, ¿y dónde está la prueba de todo eso? ¡Señores, más no podemos hacer por ustedes, empiecen a revisar nuestros documentos desde el principio!
En resumidas cuentas, existe una forma muy común y burda de abordar la historia, donde para algunos las figuras como Stalin o Hoxha fueron seres mesiánicos e inmaculados, libres de todo error a sus espaldas. Es más, cuando se reconoce algún error o política dudosa de la URSS o Albania siempre lo reducen a conspiraciones reales o ficticias contra sus héroes, dando a entender que estos líderes siempre estaban en minoría en todos esos asuntos, viviendo casi secuestrados o manipulados por los astutos revisionistas emboscados, lo cual es absurdo, ya que tuvieron una autoridad casi incontestable en la mayoría de períodos. Este sendero nos conduce a tener mucha devoción, pero poco aprendizaje. Aquellos para quienes los clásicos del marxismo-leninismo siempre fueron responsables de los méritos y las victorias del movimiento, pero nunca de los errores o deficiencias; estos historiadores tienen un patrón de pensamiento que simplemente supone aceptar una versión idealizada, casi religiosa de la historia. Por ello, este tipo de pseudomarxistas no son capaces de emitir una sola crítica razonable hacia la URSS de Stalin (1924-1953) o la Albania de Enver Hoxha (1944-1985), motivo por el cual son incapaces de comprender, explicar y convencer sobre las causas de la degeneración de ambos sistemas, con lo que su relato se resume a simplificar todo a la aparición de «maléficos personajes» como Jruschov o Ramiz Alia que chafan un desarrollo presuntamente armónico con la desaparición de las figuras aduladas. Así de simple y mecánico explica la historia esta gente. Héroes incomprendidos versus oportunistas ocultos de espíritu arribista, y en mitad de ellos una masa amorfa. Curiosamente, así presentaba la situación fatalista en sus esquemas mentales el artista albanés Kadaré, el cual poco después se convirtió en un intelectual anticomunista que también renegó de Hoxha, al cual antes había endiosado. Esta es la misma razón por la que este tipo de sujetos no saben defender los méritos de estas figuras ante los anticomunistas, ya que simplemente no procesan la información, la absorben sin más discusión, y justifican las contradicciones que en otros casos condenarían sin pensarlo. Se mueven por filias y fobias, no por un pensamiento racional». (Equipo de Bitácora (M-L); Análisis crítico de la experiencia albanesa, 2025)
Felicidades por el texto la verdad muy bien hilado todo. Tal y cómo habéis dicho un estudio detallado de las purgas de los 30 es menester... Ojalá lo abordéis pronto 👍🏼
ResponderEliminarEsto no le gustará a los Hoxistas
ResponderEliminarAcaso existe el estalinismo y el hoxhaísmo. Solo los revisionistas creen que existe este concepto.
Eliminar¿Que extraño? Antes lo citaban y lo tenían como un gran Marxista-Leninista y ahora lo vapulean y sobajan, sé que era un ser humano, no era perfecto, pero hizo mucho por el auténtico Marxismo-Leninismo, pobre del Camarada Stalin siempre demonizado, me extraña ver ese cambio radical en ésta página.
ResponderEliminarAunque sé que no publicarán mi comentario, creo necesario hacer una aclaración: conozco la obra de Grover Furr y déjenme decirles que están muy equivocados con él, en primer lugar sus libros son pocos los que hay en español y veo que solo se refieren a los únicos dos traducidos uno es un libro y el otro un folleto, segundo: el que ésto escribe desde hace varios años se ha dado a la tarea de traducir sus textos al español aunque solo tengo las copias en mi biblioteca personal, y he podido constatar que se basan en fuentes de primera mano, ya que su socio Vladimir Bobrov ciudadano ruso trabaja para la PBS es decir la seguridad rusa, donde están los antiguos archivos de la NKVD y por lo tanto hay libros que contienen citas de ésos archivos, en tercer lugar si el anciano profesor fue entrevistado por el xenófobo de Vaquero, fue porque éste se aprovechó de la buena fe de Furr quien dicho sea de paso no es maoísta ni tiene vínculos con esa secta revisionista, tengo en mis proyectos el libro Yezhov vrs Stalin donde desenmascaran al jefe de la policía Soviética autor de numerosos crímenes con todo y fuentes, no soy adorador del Camarada Stalin, simplemente le doy su lugar a él y a los que tratan de limpiar su nombre, y no estoy de acuerdo que por prejuicios hacia un xenófobo chovinista redomado se ponga en duda la integridad de un investigador ya anciano que tiene acceso a fuentes de primera mano. Soy seguidor desde hace años de su blog sin embargo no me parece correcto ésta clase de artículos cuyas fuentes están basadas en libros anticomunistas como William Chase, Roberta Manning y Arch Getty. Or un lado atacan a Stalin y por otro utilizan al renegado Karl Kautsky para hacer artículos, realmente han cambiado mucho. Excusen el extenso comentario pero con respeto vuelvan a publicar auténtico contenido Marxista-Leninista no éstas críticas tan destructivas, porque hace que uno se pregunte ¿Es el verdadero grupo que conocí y de quienes tengo infinidad de artículos y libros? O es otro suplantandolo. Gracias por su atención.
ResponderEliminarEquipo de Bitácora (M-L)
ResponderEliminarDon Luis León:
1. ¿Ha leído el artículo? ¿En qué discrepa exactamente? ¿Está de acuerdo o no con que Marx, Engels, Lenin o el que sea se merecen no solo tus elogios, sino tu crítica, en caso de detectar cualquier incoherencia o inexactitud? ¿O piensa que existen figuras inmaculadas, como los señores rusos de Rabochy Put?
2. ¿Ha leído el artículo de Kautsky publicado o basa su recelo en un argumento ad hominen? ¿Conoce usted que Engels corrigió este texto de Kautsky publicado en 1889? ¿Sabe usted que el propio Stalin, como Lenin, recomendó los textos del Kautsky aun ortodoxo? Véase el "prólogo del camarada Stalin" a la obra de Kautsky "fuerzas motrices y perspectivas de la revolución rusa" (1906) Del tomo 2 de Obras Completas. Para más inri, ¿ha leído nuestra intro y las advertencias al estilo o insuficiencias del Kautsky de esta época ortodoxa?
3. En relación a Furr, ¿por qué de nuevo eludes comentar el contenido de nuestra crítica a través de sentimentalismos varios? ¿Acaso nosotros no hemos trabajado con fuentes directas (como el "Discurso en el Buró Político del Partido Comunista de la Unión Soviética, 16 de octubre de 1952") que precisamente desmienten su intento de distorsionar el pensamiento de Stalin? En cuanto a tus insinuaciones de que no es maoísta o es un anciano que ha sido engañado, le pedimos pruebas, como hemos hecho nosotros, no conjeturas. Furr no tiene pocos textos publicados en español, la editorial "Templando el acero" ha publicado varios de sus extensos libros en su totalidad y blogs antiguos que hemos mencionado en nuestro medio como "Crítica marxista-leninista" tradujo varios artículos suyos y de Bobrov.
Menciona usted que no podemos usar de fuente a William Chase, John Arch Getty y otros, todo mientras alaba a Furr y Bobrov solo por usar fuentes de archivo. ¿Se ha molestado en consultar la obra que tanto mencionamos de William Chase, que no es sino un recopilatorio y traducción al inglés de material de archivo de la Internacional Comunista como diversas cartas de sus líderes y personalidades?
De Arch Getty citamos su obra "Stalin y la autodestrucción de los bolcheviques 1932-1939", que es, como la obra de Chase, otro recopilatorio y traducción de informes del NKVD, cartas, informes etc sacados de primera mano de los archivos soviéticos? De nuevo, habla de la importancia de los archivos.
Viendo sus predilecciones usted estará familiarizado con Mario Sousa, le parecerá una "autoridad" más fiable al no ser "antiestalinista", ¿sabe que en su obra "La lucha de clases en la URSS en los años 30" este alaba a Arch Getty y su libro "Orígenes de la gran purga" (1985) por citar la mejor fuente de archivos disponible entonces, el archivo de Smolensk robado, de forma más verídica y fiel a la verdad, así como exhaustiva, que como ninguno de sus contemporáneos hizo?
PD: Sepa usted que ser utilizar la carta de "soy un lector vuestro de hace muchos años" nunca implicará un trato especial a la hora de valorar nuestro trabajo. Esta forma de proceder, si no hay argumentos que lo acompañen, nunca será una crítica constructiva, sino que supone, de nuevo, apelar a un trato de favor en base a lo emocional.