jueves, 28 de julio de 2022

Ciencia y filosofía, ¿enemigos o aliados?; Equipo de Bitácora (M-L), 2022

«La concepción materialista de la historia también tiene ahora muchos amigos de ésos, para los cuales no es más que un pretexto para no estudiar la historia. (...) Nuestra concepción de la historia es, sobre todo, una guía para el estudio y no una palanca para levantar construcciones a la manera del hegelianismo. Hay que estudiar de nuevo toda la historia, investigar en detalle las condiciones de vida de las diversas formaciones sociales, antes de ponerse a derivar de ellas las ideas políticas, del derecho privado, estéticas, filosóficas, religiosas, etc., que a ellas corresponden». (Friedrich Engels; Carta a Konrad Schmidt, 5 de agosto de 1890)

Según la RAE, por «filosofía» se define: «Conjunto de saberes que busca establecer, de manera racional, los principios más generales que organizan y orientan el conocimiento de la realidad, así como el sentido del obrar humano». Y, por «ciencia»: «Conjunto de conocimientos obtenidos mediante la observación y el razonamiento, sistemáticamente estructurados y de los que se deducen principios y leyes generales con capacidad predictiva y comprobables experimentalmente». Estas acepciones no son incorrectas, pero sí algo inexactas ya que se omite el hecho de que las ciencias necesitan de la filosofía −que, como afirmó Engels, solo es la «ciencia del pensamiento»− y viceversa. Esto no es muy complejo de entender: 

a) El filósofo que trate de «filosofar» sin apoyarse en las demás ciencias −economía, historia, derecho, biología, etcétera− se encontrará en un laberinto sin salida, pronunciándose categóricamente y valiéndose de dudosas abstracciones que jamás ha podido comprobar, salvo de oídas. 

b) Mientras que el científico que pretenda hacer «ciencia específica» sin una visión filosófica, le ocurrirá más de lo mismo; cometerá uno y mil desatinos con extremada facilidad, no podrá ni operar ni sintetizar sus conclusiones de la mejor forma posible, en sus explicaciones carecerá de un marco teórico capaz y convincente. 

¿Por qué? Porque, aunque sea conocedor de una realidad científica como −por ejemplo− la existencia de la ley gravitatoria, si filosóficamente la interpreta como una percepción que tenemos los humanos y no como una ley que ocurre independientemente del hombre, hallará sus causas −si es que las busca− en la vida imaginaria, no en la vida real, pues estará negando directamente esta última.

Sin embargo, aún hoy existen filósofos de viejo cuño, como los «reconstitucionalistas», que se oponen frontalmente a la antes expuesta consideración, es decir, a analizar la filosofía y el resto de ciencias bajo una unidad donde ambas partes poseen su debida importancia y su campo predilecto de estudio. En cambio, ellos conciben una extraña relación entre filosofía y el resto de ciencias donde se contempla que la primera sobrepasa y domina a las segundas sin discusión, como acostumbraban los antiguos filósofos. Recordemos que, para la «Línea de la Reconstitución» (LR), esto ha tenido que ser así porque, según ellos: a) el marxismo «no puede reducirse al estatuto de simple ciencia» (Línea Proletaria, Nº3, 2018); b) el marxismo «no ha sobrepasado del todo el marco del pensamiento y de la práctica burgueses» (La Forja, Nº33, 2005); c) de hecho, para la LR más bien hubo una «constricción positivista del marxismo» (La Forja, Nº35, 2006); d) habiendo pecado de «economicismo, pragmatismo e instrumentalismo» (La Forja, Nº27, 2003); e) concibiendo a la humanidad como «entidad cognoscente separada, pasiva, ajena al devenir del mundo objetivo» (Línea Proletaria, Nº3, 2018). 

Por todo esto y mucho más, concluyen que su nueva «filosofía de la praxis», con su «teoría-práctica-teoría» y «autoconciencia», ha de ser la nueva punta de lanza para superar al viejo marxismo. ¡Clarísimo! Véase el subcapítulo: «La «Línea de Reconstitución» y sus intentos de institucionalizar una filosofía voluntarista y teoricista» (2022).

Para dar réplica a esta sarta de improperios que ha recibido el materialismo histórico-dialéctico, lo mejor será que nos remitamos a uno de los teóricos marxistas de «segunda generación», Antonio Labriola, licenciado y experto en filosofía. Una vez las veces, en una de sus cartas personales recogidas en «Filosofía y socialismo» (1897), se refirió a la propia filosofía simplemente como la «concepción general de la vida y del mundo»; mientras que en «Del materialismo histórico» (1896) añadiría que la filosofía suele ser «anticipo genérico de problemas que la ciencia tiene que elaborar aun específicamente» o «resumen y elaboración conceptual de los resultados a que la ciencia llegó ya».  

Esto no significa, como vimos anteriormente, que el marxista italiano no se mofase de aquellos que consideraban el corpus doctrinal del materialismo histórico de Marx y Engels «no como un producto del espíritu científico, sobre el que la ciencia tiene en verdad incontrastable derecho de crítica, sino como las tesis personales de dos escritores», como simples «opiniones de compañeros de lucha». Para él, esto era consecuencia de «espíritus demasiado simples» que no habían hecho el esfuerzo de aprender las bases de esta filosofía, personajes «demasiado inclinados a las conclusiones fáciles, a disparatar lindamente». Véase el capítulo: «¿Existe una doctrina revolucionaria identificable o esto es una búsqueda estéril?» (2022).

¿Qué significa esto, traducido a un lenguaje llano? Que para muchos la adhesión a las doctrinas es cuestión de simples filias y fobias. ¿Y qué contestaba él ante tales despropósitos más propios de pensadores utópicos que de hombres modernos y científicos?

«La completa identificación de la filosofía, es decir, del pensamiento críticamente consciente, con la materia de lo conocido, es decir, la completa eliminación de la tradicional separación de ciencia y filosofía, es una tendencia de nuestro tiempo: tendencia que, sin embargo, permanece siendo muy a menudo un simple desiderátum. Es precisamente a esta aptitud que se refieren algunos cuando afirman que la metafísica −en todo sentido− es superada, mientras que otros, más exactos, suponen que la ciencia llegada a su perfección es ya la filosofía absorbida. La misma tendencia justifica la expresión de filosofía científica, que, sin eso, sería ridícula. Si esta expresión puede ser justificada, lo será precisamente por el materialismo histórico, tal como lo ha sido en el espíritu y en los escritos de Marx. En estos trabajos la filosofía está de tal manera en la cosa misma, está tan fundida en ella y con ella que el lector siente su efecto; es como si la filosofía no fuera más que la función misma del estudio científico». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)

¿Se dan cuenta? Aquí Labriola nos habla de un pensamiento «críticamente consciente», por lo que mata dos pájaros de un tiro, contestando también sobre la presunta «inconsciencia» y «pasividad» de la crítica marxista, ya que enfatiza no solo su consciencia, sino su relación con la actividad práctica. Además de esto, el señor Labriola acertó a desgranar la relación entre la filosofía y la ciencia que, resumiéndola mucho, sería tal que así:

«Si debo contentarme con escribir aforismos, como conviene a las confesiones, diría: a) el ideal del saber debe ser: terminar con la oposición entre ciencia y filosofía; b) pero, así como la ciencia −empírica− está en perpetuo devenir y se multiplica en su materia como en sus grados, diferenciando al mismo tiempo los espíritus que cultivan sus diferentes ramas, por otra parte, es acumulada y se acumula continuamente bajo el nombre de filosofía la suma de los conocimientos metódicos y formales; c) igualmente, la oposición entre la ciencia y la filosofía se mantiene y se mantendrá, como término y momento siempre provisorio, para indicar, precisamente, que la ciencia está en devenir continuo y que, en este devenir, la autocrítica es una parte importante». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)

Para poder explicar esto con la profundidad que requiere, nos veremos obligados a justificar toda una serie de cuestiones complejas a lo largo del texto. Estas irán desde aclarar cómo funciona el proceso de pensamiento del hombre, hasta exponer por qué Marx, Engels, Lenin y demás consideraban la ciencia como un «arma revolucionaria» para los desposeídos en su lucha por el porvenir. En este caso nos centraremos en dos desviaciones típicas sobre el tema: a) quienes consideran que «la filosofía es la ciencia de las ciencias»; b) quienes piensan que «las ciencias no necesitan de la filosofía».

«¡La filosofía es la ciencia de las ciencias!»

Comencemos con la primera desviación que, si bien no es la mayoritaria, no por ello debemos ignorarla. Para ello, hemos de dar unos elementos introductorios. ¿Alguien del siglo XXI puede creer que la filosofía actual −que no deja de ser una forma de conciencia social− puede pretender ser dueña y señora de las demás ciencias como antaño, pasando por delante de estas, sin rendir cuentas de lo que afirma o deja de afirmar? Pues, aunque parezca increíble, hay gente que así lo piensa. Este propósito quizás tuvo algo de sentido en los prolegómenos de la historia del hombre, donde la observación y experimentación eran sumamente rudimentarias, por lo que la especulación, la intuición y las suposiciones tomaban la cabecera para resolver según qué cosas, pero, ¿en la actualidad? ¿Cómo puede alguien, pretendidamente marxista, haberse estancado en la Grecia Antigua? Hoy día, la única «filosofía» útil es la científica; toda proposición filosófica que se precie se tiene que basar en las ciencias y sus conclusiones porque, si no, volveríamos a una «filosofía» o «ideología» de tipo especulativa −en el sentido más peyorativo del término−. En otras palabras, ¿cómo va a conocer la filosofía el carácter objetivo de las leyes y el desarrollo de los fenómenos si no se vale de la ciencia para desentrañarlos en primer lugar?

«Ni siquiera es ya este nuevo materialismo una filosofía, sino una simple concepción del mundo que tiene que confirmarse y realizarse no en una selecta ciencia de la ciencia, sino en las ciencias reales. La filosofía es, pues, aquí «superada», es decir, «tanto superada como conservada»; superada en cuanto a su forma, conservada en cuanto a su contenido real». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)

Por esta misma razón, Engels esgrimió en sus obras que, desde ese mismo momento en adelante, la «nueva filosofía» −que solo podía ser materialista y dialéctica− tomaría un camino diferente al que había tenido las viejas escuelas de filosofía, como el «hegelianismo» o el «positivismo». Véanlo por ustedes mismos: 

«La filosofía de la historia, del derecho, de la religión, etc., consistía en sustituir la trabazón real acusada en los hechos mismos por otra inventada por la cabeza del filósofo, y la historia era concebida, en conjunto y en sus diversas partes, como la realización gradual de ciertas ideas, que eran siempre, naturalmente, las ideas favoritas del propio filósofo. Aquí, al igual que en el campo de la naturaleza, había que acabar con estas concatenaciones inventadas y artificiales, descubriendo las reales y verdaderas; misión ésta que, en última instancia, suponía descubrir las leyes generales del movimiento que se imponen como dominantes en la historia de la sociedad humana». (Friedrich Engels; Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)

Entonces, ¿qué amarga verdad nos reveló la propia historia de la filosofía? ¿De dónde procedían los avances brillantes que lograron desbrozar algunos de estos filósofos? ¿De su simple ingenio, de su gran astucia, de su enorme capacidad de fantasía? No exactamente:

«Durante este largo período, desde descartes hasta Hegel y desde Hobbes hasta Feuerbach, los filósofos no avanzaban impulsados solamente, como ellos creían, por la fuerza del pensamiento puro. Al contrario. Lo que en la realidad les impulsaba eran, precisamente, los progresos formidables y cada vez más raudos de las ciencias naturales y de la industria». (Friedrich Engels; Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)

En el caso de la doctrina de Marx y Engels, se pretende mantener una íntima conexión con los descubrimientos de todas las ciencias, realizando sus formulaciones en base a estos, tomando en consideración su despliegue histórico y realizando un análisis crítico del mismo. Por ende, aquí no hay un «pensamiento metafísico» que se apoye sobre castillos en el aire, así como tampoco hay una «filosofía» que se erija como «verdad eterna» −al contrario de autores como Dühring, quienes siguieron repitiendo tales vicios de la filosofía antigua−. De hecho, con filósofos anteriores como Feuerbach, por ejemplo, tal visión no tenía sentido, porque él insistió en que la filosofía no perdía su «carácter independiente» al fundirse con las disciplinas empíricas; seguía conformando una categoría distinta a la ciencia. Se trataba de la «filosofía del futuro», distinguida de la filosofía especulativa o idealista, sin embargo, sería igualmente reticente a las ciencias. Esto, a su vez, permitía a muchos como él mantenerse seguros en ese «pensamiento puro», aislados en su nebulosa del descubrimiento de los «principios que rigen el mundo» únicamente a través de los análisis críticos, y no en base a los datos brindados por las ciencias mismas, cosa que hoy reproducen nuestros «reconstitucionalistas», quienes miran con escepticismo toda ciencia que provenga de las instituciones burguesas, pero tampoco saben corregir sus desatinos −reales o supuestos−. 

Una vez hemos desvelado los equívocos y limitaciones de los sistemas filosóficos anteriores, ¿qué función tenía asignada la «nueva filosofía», el materialismo moderno? Es fácil de intuir:

«Esta inversión ideológica era la que había que eliminar. Nosotros retornamos a las posiciones materialistas y volvimos a ver en los conceptos de nuestro cerebro las imágenes de los objetos reales, en vez de considerar a éstos como imágenes de tal o cual fase del concepto absoluto. Con esto, la dialéctica quedaba reducida a la ciencia de las leyes generales del movimiento, tanto el del mundo exterior como el del pensamiento humano: dos series de leyes idénticas en cuanto a la esencia, pero distintas en cuanto a la expresión, en el sentido de que el cerebro humano puede aplicarlas conscientemente, mientras que en la naturaleza, y hasta hoy también, en gran parte, en la historia humana, estas leyes se abren paso de un modo inconsciente, bajo la forma de una necesidad exterior, en medio de una serie infinita de aparentes casualidades. (…) Ahora, ya no se trata de sacar de la cabeza las concatenaciones de las cosas, sino de descubrirlas en los mismos hechos. A la filosofía desahuciada de la naturaleza y de la historia no le queda más refugio que el reino del pensamiento puro, en lo que aún queda en pie de él: la teoría de las leyes del mismo proceso de pensar, la lógica y la dialéctica». (Friedrich Engels; Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)

Esto, lejos de lo que muchos puedan pensar, no es una «infravaloración del papel de la filosofía», creerlo así sería como afirmar que delimitar aproximadamente los campos de actuación específicos de la paleografía es una afrenta para los paleógrafos y su disciplina. ¿Y por qué no, de paso, reactivamos otros debates superados? ¿No alzarían también sus dedos acusadores los historiadores para señalar a los propios paleógrafos, que con su «empecinamiento en segregarse», han ido progresivamente restándole protagonismo y recursos a la «Madre Historia»? Más bien habría que preguntarse otra cosa, ¿acaso la creación de la paleografía, arqueología, epigrafía y numismática restó terreno a la historia en cuanto a temas a estudiar? No, muy por el contrario; la ciencia histórica encontró en estas nuevas ramificaciones unas aliadas, un apoyo con el cual, de ahora en adelante, los profesionales podían abordar mucho mejor −de lo que se había hecho hasta entonces− ciertos aspectos muy concretos y amplios de sus respectivas investigaciones. Por último, en cuanto a la clasificación de las ciencias y su razón, Engels escribió:

«Cada una de las cuales analiza una forma específica de movimiento o una serie de formas de movimiento coherentes y que se truecan las unas en las otras, es, por tanto, la clasificación, la ordenación en su sucesión inherente, de estas mismas formas de movimiento, y en ello reside su importancia». (Friedrich Engels; Dialéctica de la naturaleza, 1883)

Si para algunos estas citas marxistas de más arriba son puro «positivismo», solo diremos que tenemos fortuna de ser «positivistas» y no «reconstitucionalistas», «marxistas heterodoxos» o «posmodernos». 

«¡La ciencia no necesita de la filosofía!»

Pasemos a la segunda desviación que, aunque no corresponda con lo que expresan los «reconstitucionalistas», también ha de ser abordada, ya que suele ser la mayoritaria entre los científicos. Esta proclama que las ciencias no necesitan de eso que llaman «filosofía». 

En «El Capital» (1867), Marx llamó la atención varias veces contra lo que consideraba: «Las fallas del materialismo abstracto de las ciencias naturales, un materialismo que hace caso omiso del proceso histórico»; aquel que «se ponen de manifiesto en las representaciones abstractas e ideológicas de sus corifeos tan pronto como se aventuran fuera de los límites de su especialidad». En estrecha relación con esto, merece la pena recordar el consejo que Engels lanzó a los profesionales de las ciencias en su «Dialéctica de la naturaleza» (1883), ¿a qué nos referimos? A las típicas y recurrentes ensoñaciones, a las explicaciones que coqueteaban con el idealismo clásico y a los patinazos teóricos de los que hacían gala a la hora de tratar de sistematizar las cosas. Para él, estas deficiencias tenían un claro origen: la falta de sensibilidad y conocimiento filosófico. Para solventar sus carencias estos profesionales de las ciencias podían optar por dos vías: o bien atender a los descubrimientos de su campo específico −dándose cuenta de que para poder operar correctamente debían abandonar el pensamiento metafísico y, por ende, hacer suyas las herramientas del pensamiento dialéctico−; o, en su defecto, podían acortar dicho camino de «rectificación» y empezar a estudiar de una vez la historia de la filosofía. Por estas razones y tantas otras, nosotros respondemos que las ciencias sí que necesitan de la filosofía:

«La ciencia del pensamiento es, por consiguiente, como todas las ciencias, una ciencia histórica, la ciencia del desarrollo histórico del pensamiento humano. Y esto tiene también su importancia, en lo que afecta a la aplicación práctica del pensamiento a los campos empíricos. (…) La investigación empírica de la naturaleza ha acumulado una masa tan gigantesca de conocimientos de orden positivo, que la necesidad de ordenarlos sistemáticamente y ateniéndose a sus nexos internos, dentro de cada campo de investigación, constituye una exigencia sencillamente imperativa e irrefutable. Y no menos lo es la necesidad de establecer la debida conexión entre los diversos campos de conocimiento. Pero, al tratar de hacer esto, las ciencias naturales se desplazan al campo teórico, donde fracasan los métodos empíricos y donde sólo el pensamiento teórico puede conducir a algo. Ahora bien, el pensamiento teórico sólo es un don natural en lo que a la capacidad se refiere. Esta capacidad tiene que ser cultivada y desarrollada; y, hasta hoy, no existe otro medio para su cultivo y desarrollo que el estudio de la historia de la filosofía. (…) En realidad, nadie puede despreciar impunemente a la dialéctica. Por mucho desdén que se sienta por todo lo que sea pensamiento teórico, no es posible, sin recurrir a él, relacionar entre sí dos hechos naturales o penetrar en la relación que entre ellos existe. Lo único que cabe preguntarse es si se piensa acertadamente o no». (Friedrich Engels; Dialéctica de la naturaleza, 1883)

Volviendo al ejemplo del capítulo anterior, si uno estudia la introducción de la moneda en las sociedades de la Península Ibérica a través de colonias griegas y fenicias, ¿en qué consistiría fundamentalmente este trabajo? ¿«En meras labores de «numismática»? Puede, pero quizás el profesional −o el conjunto de profesionales− deseen darle un enfoque más «económico» −sobre el impacto monetario para las sociedades que no conocían la moneda−, o bien que otros propongan centrar la investigación en una visión más  general, más «histórica»; sea como sea, lo que queda claro es que estos profesionales, después de deliberar, se habrán dado cuenta que deberán introducir «algo» de numismática, economía, historia y filosofía, eso por descontado −o el resultado final correrá el riesgo de ser mucho más pobre−. Esto no significa que la filosofía esté «sobrepasando» sus competencias; es que la filosofía en sí está presente en todo. Ocurre, como dijo Labriola en «Filosofía y socialismo» (1897) sobre los trabajos de Marx, que: «La filosofía está de tal manera en la cosa misma, está tan fundida en ella y con ella que el lector siente su efecto; es como si la filosofía no fuera más que la función misma del estudio científico». 

Otra cosa es que este despliegue se haga notar más en cuestiones mucho más «específicas» o «propias» de la filosofía a secas. Esto solo puede desconcertar a quienes no haya entendido nada del marxismo. Recordemos que como expresó Gueorgui Plejánov en su obra «La concepción monista de la historia» (1895), en la Rusia del siglo XIX era notorio el desconcierto de los «sociólogos subjetivistas» porque el «materialismo económico» de Marx y sus discípulos se dedicase en sus análisis a cuestiones no «estrictamente económicas» como la religión, la política, la moral, la filosofía, etc. De hecho, como vimos anteriormente, algunos se sorprenden de las investigaciones que diversos marxistas llevaron en estos campos «no económicos». Véase el capítulo: «¿Es cierto que el marxismo menosprecia o cercena el papel del hombre en la historia?» (2022).

Viejos problemas y nuevos retos en las ciencias contemporáneas

Cuando afirmarnos que una ciencia tiene como objeto fundamental o predilecto «X», lo decimos en base a su labor histórica o presente, pero, como bien sabemos, tal foco va evolucionando y puede variar conforme se desarrolla. En unas ocasiones este foco se estrecha −por la aparición de nuevas ciencias− y en otros se amplía −por el surgimiento de nuevos problemas−. Por tanto, no puede haber mayor tozudez que una discusión bizantina −como tantas se han dado− de este tipo, pretendiendo que el marxismo «niegue» su puesto a la filosofía, a la historia, a la economía o a la psicología.

Hoy por hoy, el carácter interdisciplinar del estudio de los fenómenos es algo aceptado por casi todos, esto supone obligatoriamente que las ciencias tengan que estar en contacto permanente unas con otras, aprendiendo mutuamente. Los «peros» surgen en cuanto a qué visión y qué metodología se adoptan en las distintas tendencias de cada campo; aquí no solo entra la «filosofía general», sino también las modulaciones específicas de cada ciencia particular. Ha de saberse que cuanto más se profundice en el conocimiento y mayor sea la cantidad de información, más se tiende a un distanciamiento entre las ciencias, incluso entre las que a priori parecen más cercanas entre sí. Esto también tiene relación con que, bajo el capitalismo y la división del trabajo, se les exige tal cosa para prosperar porque, entre otras cosas, el cúmulo de conocimientos ha rebasado los mejores pronósticos de antaño. ¿Y qué conlleva eso? Cualquiera que eche un vistazo, percibirá que lo que en su momento fue positivo −la especialización− hoy se presenta como algo negativo −el aislacionismo entre estas ramas creadas−. Dando lugar a que, como dijo Plejánov, los especialistas tiendan a «labrar su pequeñita parcelita del campo científico, sin interesarles ninguna teoría histórico-filosófica», justificando además toda crítica externa en base al argumento clásico: «¡Eh, caballeros, esta es mi especialidad y no la vuestra, guarden silencio! ¡Dejen trabajar a los que saben!». Por fortuna, también encontramos que la propia producción demanda del profesional cada vez más un mayor conocimiento de las diversas materias, una mayor colaboración entre especialistas, derribando ese primitivo gremialismo, ese espíritu de círculo cerrado. Una vez más, cualquier fenómeno de la vida social lleva aparejada mil y una contradicciones coronadas por otras tantas paradojas.

En todo caso, más allá de esta constante de «expansión de las ciencias», quizás el mayor peligro que puede acontecer se da, precisamente, durante esta consulta y formación mutua entre los sujetos de las distintas ramas, la cual se puede volver altamente problemática si no se toman las debidas precauciones. Pongamos un ejemplo hipotético pero factible, imaginemos que somos un prehistoriador de los 70 que desea documentarse en arte prehistórico. Hasta aquí todo bien. El problema no es que el sujeto quiera instruirse en esta rama, algo totalmente normal si anhelamos comprender mejor a las comunidades del Paleolítico sobre las que estamos indagando. El problema es que, si tenemos una endeble formación filosófica para abordar las cosas, si elegimos mal las fuentes y nos dejamos impresionar por las «eminencias» que nos recomiendan nuestros colegas de profesión −en este caso, los del campo de historia del arte−, es relativamente sencillo acabar adoptando concepciones y técnicas más que cuestionables, las cuales, si bien puede que no echen abajo todo nuestro trabajo, sí pueden como mínimo malograrlo notablemente. En el peor escenario, si uno no ha hecho bien sus deberes buscando y purgando las fuentes de información, sentimos advertir que puede acabar siendo víctima de una broma pesada, creyendo que la única «interpretación correcta» para las pinturas de Altamira es el modelo estructuralista −por aquellos años, muy en auge−, donde cada trazo, hasta el más accidental debe agruparse a través de un sistema maniqueo de dos bloques, símbolos masculinos o símbolos femeninos, que representan, según los creadores de esta interpretación, lo que nuestros ancestros habrían identificado como objetos y principios «activos» o «pasivos». Véase la obra de José Luis Sanchidrían: «Manual de arte prehistórico» (2001).

Este sistema atroz es una posibilidad que seguramente sería aprobada por muchas universidades, pero, si lo que anhelamos es acabar rápido nuestra investigación fuera de nuestra zona de confort y para pasar a otra cosa, también podemos recuperar el existencialismo, hacer caso al último grito del psicoanálisis o el posmodernismo… ¿y qué obtendremos? Pues muy seguramente, para mancha y vergüenza perpetua de nuestro historial académico, acabaremos concluyendo que es mejor no preocuparse por las incógnitas que presenta el Arte Franco-Cantábrico o sus diferencias respecto a otros momentos artísticos, pues al igual que el «arte bohemio», estaríamos simple y llanamente ante «arte por el arte»; o si se quiere «huellas» más o menos llamativas que en todo caso «marcan un hilo conductor sobre cómo es la naturaleza humana»; una «expresión libre del inconsciente que revolotea sin ataduras en el arte»; porque como todos sabemos: «el hombre está condenado a ser libre» −e insértese aquí todo tipo de paparruchas que uno quiera para continuar con la autoinmolación de nuestra reputación−. 

Por esto mismo, la lucha entre materialismo e idealismo; metafísica y dialéctica, es innegable y se da objetivamente en las ciencias. Si tú, como «profesional de la ciencia», estas en un laboratorio de universidad moviendo cerebros en cubetas intentando hallar «X», lo más probable es que en primer lugar para poder estar ahí tengas que saber cómo funciona el cuerpo; tanto a nivel anatómico como a nivel fisiológico, cómo influye su masa su funcionamiento neuronal su funcionamiento cardiovascular su composición orgánica, etc. De ahí que te hayas visto forzado a aprender cómo funciona el cuerpo en el entorno y, si sabes de qué está compuesto un cuerpo, vas a saber qué necesita para autoabastecerse y funcionar, cómo le afecta estar en este u otro ambiente y conocerás a la perfección que el lugar y situación donde esté condiciona e influye en su desarrollo. Dicho lo cual, aunque tú como científico «no filosófico» −e incluso opuesto a todo lo que huela a «filosofía»− no sepas formalmente de eso que denominas como «zarandajas», solamente por cómo has estado trabajando has estado muy próximo a lo que son los lineamientos materialistas y dialécticos. Te rindes a la evidencia de tener que abordar el estudio de tus cerebros en cubetas dando por verdadero que hay una conexión entre todos los elementos previamente mencionados, en que es necesario sistematizar bien sus relaciones, por lo que lo más probable es que tus descubrimientos finales que puedes demostrar que son certeras, lo sean −aunque tú no puedas saberlo o no quieras reconocerlo− en parte por esa forma de enfocarlo, y esta a su vez no es sino la influencia filosófica de tu época −tu preferida, la que te han inculcado o mezcla de ambas−. Esto no cambiará objetivamente, por mucho que incluso te empeñes en negarlo, cuando te toque racionalizar los motivos que te han llevado a tal hallazgo, a lo mejor hasta jurarás a los periodistas y compañeros de profesión lo contrario −contradiciendo la esencia del estilo de tu obra−, pero el proceso por el cual has llegado a tales «descubrimientos científicos» es claramente deudor tanto de la «filosofía en general» como de la metodología particular de tu campo científico:  

«En todo caso, la ciencia de la naturaleza ha llegado ya al punto en el cual no puede seguir sustrayéndose a la concepción dialéctica de conjunto. Y facilitará dicho proceso si no olvida que los resultados en los que sintetiza sus experiencias son conceptos, y que el arte de operar con conceptos no es ni innato, ni dado sin más en la conciencia habitual de la que se hace uso cotidianamente, sino que exige verdadero pensamiento, el cual tiene a su vez una larga historia experimental, ni más ni menos que la investigación empírica de la naturaleza. Apropiándose, precisamente, de los resultados de tres mil años de desarrollo de la filosofía, conseguirá, por una parte, liberarse de toda filosofía de la naturaleza que pretenda situarse fuera y por encima de ella y, por otra, rebasar ese método limitado de pensamiento que le es propio y que ha heredado del empirismo inglés». (Friedrich Engels; Prólogo a la segunda edición del: «Anti-Dühring» (1878), 1885)

¿No demuestra ya todo esto que el «enfoque filosófico» lejos de estar liquidado está presente en todo lo que analizamos, que lo «único» que borraron Marx y Engels fue la vieja pretensión de construir las explicaciones científicas desde el «pensamiento puro» y no desde la práctica social? Bien, ¿y no es dicha ejecución de la práctica social y las necesidades humanas las que da lugar inevitablemente a las distintas ramas de la ciencia? Como se ve, el idealista subjetivista está atado de pies y manos, elija un camino u otro siempre vuelve a la casilla de salida, y tiene que acabar reconociendo la unidad entre «filosofía» y «ciencia». De igual forma, también ocurre que en muchas ocasiones los descubrimientos, técnicas o logros no son explicados ni enfocados de forma lo suficientemente correcta por sus autores, como tantas veces ha confirmado la historia:

«Es suficiente pensar en Darwin para comprender cuan necesario es ser prudente cuando se afirma que la ciencia de nuestro tiempo es por sí misma el fin de la filosofía. Darwin, ciertamente, ha revolucionado el dominio de las ciencias del organismo, y con ello toda la concepción de la naturaleza. Pero Darwin no ha tenido plena conciencia del alcance de sus descubrimientos: él no fue el filósofo de su ciencia». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)

En esa misma obra de Engels ya mencionada, «Dialéctica de la naturaleza» (1883), nos advirtió de que el público debía de cuidarse de algunos aspectos de los científicos naturalistas, por muy reputados que estos fuesen. Él mismo había conocido personalmente a personajes que realizaron notables aportes o descubrimientos a las ciencias de su campo, pero que a su vez flaqueaban y se dejaban llevar por cualquier moda o engañifa. Puso de ejemplo a los biólogos y antropólogos Alfred Russel Wallace y Thomas Henry Huxley, famosos defensores y divulgadores de la teoría de Darwin. Estos, aunque resulte paradójico, tampoco tenían demasiados problemas en difundir las teorías espiritistas e incluso ser estafados por cualquier médium de tres al cuarto, como Spencer Hall o los hermanos Davenport. 

Para finalizar, si el lector aún duda de la interrelación entre la filosofía y el resto de ciencias, puede ojear cómo el físico austriaco Schrödinger extraía en 1952 gran parte de sus reflexiones sociales y barrabasadas políticas del filósofo español José Ortega y Gasset, recomendando específicamente su obra «La rebelión de las masas» (1927), un libro que para quien no lo sepa estaba fuertemente inspirado en el ascenso del fascismo de Mussolini y sus valores nietzscheanos, construyendo a los futuros «aristócratas del espíritu». El físico austriaco no solo admiraba los planes malthusianos de reducción de la población, sino que abiertamente proclamaba que, contra la muchedumbre: «Debemos hacer todo lo posible para difundir el idealismo». Véase la obra de E. Kolman: «Hacia dónde lleva el subjetivismo a los físicos» (1953)». (Equipo de Bitácora (M-L); Sobre la nueva corriente maoísta de moda: los «reconstitucionalistas», 2022)

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