«En esta extensa sección indagaremos sobre un tema que ha sido objeto de debate en la filosofía, economía política, historia y otros múltiples campos: a) ¿qué entiende el materialismo histórico cuando se habla de «ley»?; b) ¿quién ha dicho que las leyes naturales y sociales son eternas?; c) ¿qué hay de las leyes socio-naturales en la nueva sociedad comunista?; d) ¿cómo el idealismo niega la existencia objetiva de la ley y la condiciona a la actividad del sujeto?; e) el debate soviético sobre «destruir y crear nuevas leyes»; f) la experiencia china como ejemplo histórico del voluntarismo y sus resultados; g) ¿cuál es la forma más rápida de identificar a un charlatán o un místico?
¿Qué entiende el materialismo histórico cuando se habla de «ley»?
Empecemos con un comentario del padre del socialismo científico, Karl Marx, respondiendo a Proudhon y los utópicos sobre la cuestión social y el papel de la ciencia, dejando claro que los hombres no pueden hacer lo que gusten en cualquier situación, ya que heredan unas condiciones materiales muy determinadas; en tanto, solo pueden actuar acorde a esta herencia y a la habilidad de lidiar con ella:
«¿Qué es la sociedad, cualquiera que sea su forma? El producto de la acción recíproca de los hombres. ¿Pueden los hombres elegir libremente esta o aquella forma social? Nada de eso. (…) Los hombres no son libres árbitros de sus fuerzas productivas −base de toda su historia−, pues toda fuerza productiva es una fuerza adquirida, producto de una actividad anterior. Por tanto, las fuerzas productivas son el resultado de la energía práctica de los hombres, pero esta misma energía se halla determinada por las condiciones en que los hombres se encuentran colocados, por las fuerzas productivas ya adquiridas, por la forma social anterior a ellos, que ellos no crean y que es producto de la generación anterior». (Karl Marx; Miseria de la filosofía, 1847)
Lenin, por su parte, estaba muy familiarizado con el voluntarismo de los populistas y otras expresiones políticas semianarquistas; por lo que, influenciado por los textos de Marx, Engels y Plejánov, nunca negó ni mucho menos el carácter objetivo de esas leyes:
«Sólo una cosa es inmutable, desde el punto de vista de Engels: el reflejo en la conciencia humana −cuando existe conciencia humana− del mundo exterior, que existe y se desarrolla independientemente de la misma». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y empiriocriticismo, 1909)
Lo importante aquí es que, como declaraba Lenin en sus escritos filosóficos, la «ley» es el «fenómeno esencial», siendo una prueba de la conexión y dependencia mutua de las cosas. Sin embargo, tal «ley» que encontramos en el «fenómeno», aun siendo este su expresión principal, solo es un aspecto parcial; no abarcando todo lo que puede subyacer en él. ¿Por qué? Porque tal «fenómeno», que refleja una «ley», no expresa sino un momento determinado, pero en su movimiento dinámico los fenómenos bien pueden acabar desarrollando variantes y, por ende, establecer nuevas leyes. De ahí la famosa frase de Marx: «¡Si siempre coincidiese esencia y fenómeno la ciencia sería superflua!». Nos ha de quedar claro, entonces, que:
«El concepto de ley es una de las etapas de la cognición por el hombre de la unidad y de la conexión, de la dependencia recíproca y la totalidad del proceso mundial. (…) Ley es lo permanente −lo persistente− en los fenómenos −la ley es lo idéntico en los fenómenos−. (…) La ley toma lo fijo −y por lo tanto la ley, toda ley, es estrecha, incompleta, aproximada−. (…) Ergo, ley y esencia son conceptos del mismo tipo −del mismo orden−, o más bien del mismo grado, y expresan la profundización del conocimiento, por el hombre, de los fenómenos, del mundo, etc. (…) La ley es el reflejo de lo esencial en el movimiento del universo. (…) Fenómeno = totalidad. Ley = parte. El fenómeno es más rico que la ley». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Resumen del libro de Hegel «Ciencia de la lógica», 1914)
A su vez, el pensador ruso se encargó de advertir que, este proceso que es el acceso al conocimiento científico, siempre es condicionado para el hombre:
«El conocimiento es la aproximación eterna, infinita, del pensamiento al objeto. El reflejo de la naturaleza en el pensamiento del hombre debe ser entendido, no «en forma inerte», no «en forma abstracta», no carente de movimiento, no sin contradicciones, sino en el eterno proceso del movimiento, en el surgimiento de las contradicciones y su solución». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Resumen del libro de Hegel «Ciencia de la lógica», 1914)
Por si alguno se lo pregunta, en efecto, las leyes y las diferentes categorías de las ciencias sociales no son iguales que las que operan en las ciencias naturales, ¡faltaría más!:
«Las leyes generales del movimiento, tanto el del mundo exterior como el del pensamiento humano: [son] dos series de leyes idénticas en cuanto a la esencia, pero distintas en cuanto a la expresión, en el sentido de que el cerebro humano puede aplicarlas conscientemente, mientras que en la naturaleza, y hasta hoy también, en gran parte, en la historia humana, estas leyes se abren paso de un modo inconsciente, bajo la forma de una necesidad exterior, en medio de una serie infinita de aparentes casualidades». (Friedrich Engels; Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)
Sin embargo, esto, en palabras de Engels, «no altera para nada el hecho de que el curso de la historia se rige por leyes generales de carácter interno». Es decir, las sociedades humanas en su perpetua evolución también se rigen por leyes propias. Aun así, el «sujeto» tampoco puede decidir crearlas artificiosamente. Sobre este tema no merece la pena detenernos, ya que Engels se extendió en dicha obra y otras, por lo que el lector puede comprobar las diferencias más evidentes entre la historia natural y la historia social. Pero vale la pena rescatar una emisiva escrita en sus últimos años de vida, donde evidenció que una de las dificultades de la historia social era que el sujeto participa en ella −con todos los problemas que ello conlleva−, o dicho de otro modo, tiene la capacidad de autoevaluarse a cada paso:
«La naturaleza es grandiosa, y siempre me ha encantado volver a ella para variar del movimiento de la historia, pero la historia es aún más grandiosa que la naturaleza. Esta ha necesitado millones de años para producir unos seres vivientes conscientes, y ahora estos seres conscientes necesitan millares de años para actuar juntos conscientemente; conscientes de sus acciones no solo como individuos, sino también como masa; actuando conjuntamente y persiguiendo en común un objetivo común previamente querido. Ahora casi lo hemos alcanzado. El espectáculo de este proceso, del advenimiento progresivo de algo nunca visto hasta ahora en la historia de nuestra tierra, creo que merece la atención, y durante toda mi vida jamás he podido separar los ojos de él. Pero es algo fatigoso, sobre todo cuando uno se cree llamado a participar activamente en ese proceso; entonces es cuando el estudio de la naturaleza aparece como un gran alivio y como un remedio. Pues, al fin y al cabo, la naturaleza y la historia son los dos factores que nos hacen vivir y ser lo que somos». (Friedrich Engels; Carta a G. Lamplugh, 11 de abril de 1893)
En cualquier caso, Engels liquidó las falsas pretensiones de los pensadores idealistas al aclarar muy correctamente que:
«La libertad no consiste en una soñada independencia respecto de las leyes naturales, sino en el reconocimiento de esas leyes y en la posibilidad, así dada, de hacerlas obrar según un plan para determinados fines. Esto vale tanto respecto de las leyes de la naturaleza externa como respecto a aquellas que rigen la existencia física y espiritual del hombre mismo». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)
Aunque la intención de Engels está suficientemente clara, esto no impidió que algunos autores manipularan o especulasen sobre qué quiso decir al respecto, como veremos más tarde con el caso soviético.
¿Quién ha dicho que las leyes naturales y sociales son eternas?
«De acuerdo a Lukács, la identificación entre el mundo natural y el social, entre la praxis humana y la esfera de la fábrica y el laboratorio, contribuye a producir un saber instrumental-dominacional apoyado sobre las leyes aparentemente irreversibles del desarrollo histórico, cuyo correlato sería la dialéctica en cuanto mera tecnología de la lucha política». (Hugo Celso Felipe Mansilla; Las insuficiencias del Marxismo Crítico y los problemas del mundo contemporáneo, 1997)
¿De verdad Marx y Engels impregnaron a las leyes naturales o sociales de un halo de «eternidad» o «irreversibilidad», como aseguró el señor Mansilla? Comencemos con las primeras, las leyes naturales, ¿qué dijo Engels en las obras donde invirtió varios de sus últimos años en su estudio sistemático sobre la naturaleza? Veamos:
«Las leyes naturales eternas van convirtiéndose cada vez más en leyes históricas. El que el agua se mantiene fluida de los 0º a los 100º constituye una ley natural eterna, pero para que pueda cobrar vigencia tienen que concurrir los siguientes factores: 1) el agua; 2) la temperatura dada; y 3) presión normal. En la luna no existe agua, en el sol existen solamente sus elementos: para estos cuerpos celestes no rige, pues, la ley. Las leyes meteorológicas son también leyes eternas, pero solamente para La Tierra o para un planeta de la magnitud, la densidad, la inclinación del eje y la temperatura de la tierra, y siempre y cuando que tenga una atmósfera hecha de la misma mezcla de oxígeno y nitrógeno y de las mismas cantidades de vapor de agua sujeto a evaporación y precipitación. La luna no tiene atmósfera y la atmósfera del sol está formada por vapores metálicos ardientes; por tanto, la primera carece de meteorología y el segundo tiene una meteorología completamente distinta de la nuestra. Toda nuestra física, nuestra química y nuestra biología oficiales son exclusivamente geocéntricas, sólo están calculadas para La Tierra». (Friedrich Engels; Dialéctica de la naturaleza, 1883)
¿Y en cuanto a los fenómenos sociales y sus expresiones esenciales? ¿Son, por ejemplo, el lenguaje, las categorías, las legislaciones o los sistemas económicos que van recorriendo las diversas civilizaciones, leyes imperecederas que persiguen como una maldición a los pobres mortales? Solo el mero hecho de preguntarlo nos resulta absurdo:
«Los hombres, al establecer las relaciones sociales con arreglo al desarrollo de su producción material, crean también los principios, las ideas y las categorías conforme a sus relaciones sociales. Por tanto, estas ideas, estas categorías, son tan poco eternas como las relaciones a las que sirven de expresión. Son productos históricos y transitorios. Existe un movimiento continuo de crecimiento de las fuerzas productivas, de destrucción de las relaciones sociales, de formación de las ideas; lo único inmutable es la abstracción del movimiento. (…) ¿Acaso no significa esto que el modo de producción, las relaciones en las que las fuerzas productivas se desarrollan, no son en modo alguno leyes eternas, sino que corresponden a un nivel determinado de desarrollo de los hombres y de sus fuerzas productivas, y que todo cambio operado en las fuerzas productivas de los hombres lleva necesariamente consigo un cambio en sus relaciones de producción? (…) [Este tipo de cuestiones] sólo significa demostrar que, al menos en este terreno, se adolece del habitual menosprecio de los utopistas por las leyes». (Karl Marx; Miseria de la filosofía, 1847)
Años más tarde, Engels, reflexionando sobre lo que denominaba las «ciencias que investigan las leyes del pensamiento humano», comentó que uno no podía sorprenderse porque los seres humanos hallasen fallos o limitaciones en sus investigaciones sobre sus sociedades, dado que igual ocurría en el avance y progreso del conocimiento de las ciencias naturales. Por tal razón, si a esto le sumamos la dificultad de las ciencias sociales −que opera con seres conscientes−, no debe de ser motivo para decretar que es imposible su conocimiento, o que este es muy inexacto −y por ende despreciable−:
«En este terreno las verdades definitivas de última instancia son más raras de lo que algunos piensan. Por lo demás, no tenemos en absoluto que asustarnos porque el nivel del conocimiento en el que hoy nos encontramos sea tan poco definitivo como todos los anteriores. Es ya un estadio que abarca un gigantesco material de comprensión y experiencia y exige una gran especialización de los estudios de todo aquel que quiera familiarizarse con alguna rama. Mas quien se empeñe en aplicar el criterio de la verdad auténtica, inmutable y definitiva de última instancia a conocimientos que, por la misma naturaleza de la cosa, o bien van a ser relativos para largas series de generaciones, sin poder completarse sino parcial y progresivamente, o bien, como la cosmogonía, la geología, la historia humana, serán siempre incompletos y con lagunas por las deficiencias del material histórico, no prueba con ello más que su propia ignorancia y desorientación». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)
Esto significa que Marx y Engels reconocieron la necesidad del estudio y conocimiento de tales leyes, no que estas fueran eternas. Confundir una cosa con la otra es una de las formas más burdas de categorizar al materialismo histórico como una forma de fatalismo.
Cómo el idealismo niega la existencia objetiva de la ley y la condiciona a la actividad o conocimiento del sujeto
Pese a lo visto más atrás, aún en pleno 2018, los «reconstitucionalistas» seguían insistiendo en que solo ellos habían logrado sortear la antigua separación mecánica entre teoría y práctica, una deficiencia que al parecer el marxismo jamás llegó a superar completamente. No nos detendremos en esto porque ya comprobamos la gigantesca estafa que se escondía detrás de esta declaración del «reconstitucionalismo». Véase el capítulo: «La terrible disociación entre teoría y práctica y sus consecuencias» (2022).
¿Y cómo habrían logrado tal proeza? Al parecer, ellos, los elegidos, se habrían dado cuenta de que el sujeto formula nuevas leyes gracias a su «praxis revolucionaria» −en el sentido más lukacsiano−, con lo que caen en el relativismo, donde la objetividad no se descubre, no es reflejada por nosotros y es plasmada en esquemas, teorías, conceptos y demás, sino que, simple y llanamente, se crea por arte de magia:
«Todo esto no significa, naturalmente, que las deficiencias del marxismo positivista −dualista y objetivista−, nos deban hacer reaccionar pendularmente y abrazar cierto idealismo subjetivo. Ello implicaría invertir el «conocer transformando» marxista por un poco materialista «transformar conociendo». La obra revolucionaria tiene leyes, y leyes objetivas. El monismo marxista nos obliga a comprenderlas no al modo de la ciencia natural, como si dichas leyes preexistieran a la propia actividad del sujeto y fueran siempre idénticas a sí mismas; pero tampoco como si fueran resultado de la sola actividad intelectiva; sino como resultado del propio despliegue de la praxis revolucionaria. Es decir, que debemos comprender cómo el sujeto crea dichas leyes en el desarrollo de su movimiento histórico crecientemente consciente». (Comité por la Reconstitución; Línea Proletaria, Nº3, 2018)
Para ellos, en las ciencias naturales las leyes «prexisten a la actividad del sujeto» y siempre son «idénticas» −lo cual, como apuntó Engels en «Dialéctica de la naturaleza» (1883), es falso, porque se tienen que dar unas condiciones muy específicas que no siempre son las mismas−, mientras que, por otro lado, en las ciencias sociales, las leyes no cumplen con tales requisitos.
Por lo tanto, los «reconstitucionalistas», aunque no lo quieran, caen estrepitosamente en un idealismo subjetivo de manual; pero, eso sí, encubierto de un falso «antidogmatismo», donde ese «sujeto» sería un «superhombre» por encima de las leyes sociales de la ciencia militar, economía, política, lingüística o histórica de su tiempo. ¿Tiene esto algún sentido? No. Ya observamos cómo Marx expuso a Proudhon en «Miseria de la filosofía» (1847), demostrando que este tipo de declaraciones suponen una ignorancia supina, un total desconocimiento del desarrollo de las ciencias en general.
Ergo, los «reconstitucionalistas» han de entender que el hecho de que el sujeto desconozca o niegue los fundamentos activos que rigen el mundo no hace que estos desaparezcan −¡lo sentimos!−:
«Como en general en toda ciencia histórica, social, al observar el desarrollo de las categorías económicas hay que tener siempre en cuenta que el sujeto −la moderna sociedad burguesa en este caso− es algo dado tanto en la realidad como en la mente, y que las categorías expresan por lo tanto formas de ser, determinaciones de existencia, a menudo simples aspectos, de esta sociedad determinada, de este sujeto, y que por lo tanto, aun desde el punto de vista científico, su existencia de ningún modo comienza en el momento en que se comienza a hablar de ella como tal». (Karl Marx; Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, 1858)
Esto es similar a cuando en la actualidad grupos de diversa índole −desde místicos hasta conspiranoicos− ponen en tela de juicio la existencia de los conocimientos más básicos:
El debate soviético sobre «destruir y crear las leyes»
«Las fuerzas activas en la sociedad obran exactamente igual que las fuerzas de la naturaleza −ciega, violenta, destructoramente−, mientras no las descubrimos ni contamos con ellas. Pero cuando las hemos descubierto, cuando hemos comprendido su actividad, su tendencia, sus efectos, depende ya sólo de nosotros el someterlas progresivamente a nuestra voluntad y alcanzar por su medio nuestros fines». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)
En el registro titulado «Discusión sobre los problemas de la economía política» (1952), Stalin respondió en febrero de ese año al economista A. Arakelyan sobre si era correcto el concepto de «transformación» o «limitación» de fenómenos como la ley del valor. Stalin respondió lo siguiente: «Las leyes de la ciencia no pueden ser creadas, destruidas, abrogadas, cambiadas o transformadas», por ello, «hay que tenerlas en cuenta o las sufriremos»; en cambio «es posible limitar su esfera de impacto». Por tanto, el dirigente soviético aclaró que, al contar con unas condiciones favorables para limitar las condiciones materiales objetivas, «el ámbito de aplicación de la ley es limitado, la ley se ve diferente».
Este tipo de discusiones se materializaron en su famosa obra «Problemas económicos del socialismo en la URSS» (1952), en la cual Stalin decidió que era hora de aclarar públicamente ciertos equívocos que venían publicándose en los últimos años, por lo que escribió una de sus últimas obras dedicándola íntegramente a la economía política. En una de sus secciones, aunque no los nombró directamente, atacó este tipo de consideraciones, muy típicas entre los economistas como Voznesensky:
«Algunos camaradas niegan el carácter objetivo de las leyes de la ciencia, principalmente de las leyes de la Economía Política en el socialismo. Niegan que las leyes de la Economía Política reflejan el carácter regular de procesos que se operan independientemente de la voluntad de los hombres. Consideran que en virtud del papel especial que la historia ha asignado al Estado Soviético, éste y sus dirigentes pueden abolir las leyes de la economía política existentes, pueden «formar» nuevas leyes, «crear» nuevas leyes. Esos camaradas se equivocan profundamente. Por lo visto, confunden las leyes de la ciencia, que reflejan procesos objetivos de la naturaleza o de la sociedad, procesos independientes de la voluntad de los hombres, con las leyes promulgadas por los gobiernos, creadas por la voluntad de los hombres y que tienen únicamente fuerza jurídica. Pero no se debe confundirlas de ningún modo». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; Problemas económicos del socialismo, 1952)
Y para ser más tajante aun, recalcó ante sus lectores lo siguiente:
«El marxismo concibe las leyes de la ciencia −lo mismo si se trata de las leyes de las ciencias naturales que de las leyes de la economía política− como reflejo de procesos objetivos que se operan independientemente de la voluntad de los hombres. Los hombres pueden descubrir estas leyes, llegar a conocerlas, estudiarlas, tomarlas en consideración al actuar y aprovecharlas en interés de la sociedad; pero no pueden modificarlas ni abolirlas. Y aun menos pueden formar o crear nuevas leyes de la ciencia». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; Problemas económicos del socialismo, 1952)
Como ejemplo de tal cosa, Stalin argumentó que la revolución socialista no hubiera podido tener lugar allí si los bolcheviques no hubieran tenido en cuenta la necesaria armonía que ha de haber entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción. Dicho de otro modo, el nuevo sistema socialista no habría podido abrirse paso en todas las áreas sin un incremento de las fuerzas productivas, esto quiere decir que la socialización del campo y su mayor rendimiento agrícola hubieran sido imposibles sin una industria socialista que proveyese al campo de maquinaría y una forma de trabajo superior. Al mismo tiempo, esto significa que las fuerzas productivas no se habrían visto incrementadas sin ese cambio en las relaciones de producción, fruto de la revolución económica, esto es, de la socialización de los medios de producción y el fin de la propiedad privada.
El pensador georgiano explicó que el equívoco de muchos de estos teóricos residía en su inexperiencia. Ha de tenerse en cuenta, que estos cuadros crecieron bajo el ambiente de los gigantescos éxitos económicos que había logrado la URSS, como la reconstrucción del país en la posguerra y la conversión de su país en una potencia mundial. Sin duda, estos eran unos factores que, si bien servían de enorgullecimiento, en ocasiones hundieron poco a poco a estos economistas en el descuido y el engreimiento. Al parecer, estos datos les insuflaban de suficientes fuerzas como para incurrir en todo tipo de idealizaciones, en donde, en palabras de Stalin, creían que el poder soviético «lo puede todo», incluso pasar por encima de las leyes.
Muchos tienden a confundir el manipular las cualidades y propiedades de los fenómenos de la materia con directamente crear esas mismas cualidades y propiedades por arte de magia. Pareciera que para ellos el mero hecho de pensar y comprender un objeto, es decir, que este se encuentre representado en la mente humana, ya los sitúa directamente por encima de dicho objeto y de las mismas condiciones necesarias para alcanzarlo, desarrollarlo o controlarlo con plena voluntad. Aducen esto erróneamente no solo por el hecho de que el ser humano puede −como posibilidad− transformar su entorno, sino porque en ese caso sus leyes −sus cualidades y propiedades reflejadas como sistema en la razón− se hallan bajo nuestra comprensión. Pero esto significa caer en una variante del solipsismo, porque supone ligar la existencia de leyes naturales a la inmediata conciencia de las mismas, como denunció Marx, supone equiparar el crear con el conocer, donde si bien para lo primero es necesario lo segundo, a veces no basta de lo segundo para que ocurra lo primero.
¿A dónde conduce el voluntarismo? La experiencia maoísta como ejemplo histórico
Pero nada de esto es aceptado por los «reconstitucionalistas», pues para ellos nuestros apuntes suenan demasiado a «viejo positivismo», como demuestra el artículo del MAI «Algunas consideraciones sobre el maoísmo» (2008). En él, no consideran que exista un: «Reflejo consciente del mundo», sino que simplemente es la «acción subjetiva de los agentes sociales» la que «transforma totalmente la sociedad», un relato digno del mejor panfleto bakuninista o, en su defecto, del mejor cómic de ciencia ficción, ya que jamás hemos visto materializado algo así −salvo en los mundos de fantasía de la literatura de los jóvenes hegelianos−. Por tal razón, les parece terrible que: «Aquel proceso de conocimiento se identifica con la acumulación de experiencias, que son teorizadas o resumidas, hasta conformar una especie de verdad universal que, posteriormente, debe aplicarse o encarnarse en la realidad específica de cada revolución concreta». ¡No, claro! ¡Si lo preferís, pasaremos a considerar que el «conocimiento» ha de ser las chorradas sin base empírica que en cualquier momento declaréis como patrón idóneo a seguir! Esto demuestra de paso que el irracionalismo y el misticismo no distingue de etiquetas filosóficas o políticas; se presenten como «derecha» o como «izquierda», da lo mismo, porque vienen a ser la misma desfachatez. Por eso, el pragmatismo del posmodernismo −y predecesores−, aunque sea molesto y cause enojos por doquier, a su vez resulta una herramienta extremadamente útil tanto a unos como a otros: incluye en su seno tanto a la derecha «conservadora» más «cortesana» como a la más «desacomplejada»; a la izquierda más «moderada» como a la más «políticamente incorrecta». Véase el capítulo: «El romanticismo y su influencia mística e irracionalista en la «izquierda» (2021).
Volvemos a repetir que, en este caso concreto, la fantasmagórica noción del mundo de la «Línea de Reconstitución» (LR) es deudora del voluntarismo de intelectuales pedantes como Lukács o Korsch, que empezaron con los clásicos desvaríos y fantasías ultraizquierdistas para terminar sus días enfrascados en un pesimismo y conformismo ultraderechista. Pero eso no es todo, la LR también se nutre claramente de la de la China de Mao Zedong. En primer lugar, su vitalismo es producto de tragarse sin masticar la propaganda de la época del «Gran Salto Adelante» (1958-61); y en segundo lugar, de los peores panfletos fanáticos de la «Revolución Cultural» (1966-76). Huelga aclarar que ambos experimentos concluyeron con similares resultados desastrosos, como Rafael Martínez demostró en su obra «Sobre el manual de economía política de Shanghái» (2006). Lo que queremos expresar es que esta panacea «reconstitucionalista» para «transformar la realidad», es completamente falsa y no tiene sustento ni pasado ni presente. En consecuencia, tampoco les va a salvar ahora el anunciar al mundo a bombo y platillo que han creado −¡ahora sí!− una «nueva noción filosófica transformadora», pues eso tampoco demuestra nada, salvo que estos pobres ilusos se creen originales dentro de su delirio idealista. Pero es hora de que sepan que sus conclusiones son igual de calamitosas que las que hemos visto en infinidad de escritores utópicos y clérigos místicos. Cualquier «sujeto» siempre será un ser sociohistórico, limitado al espacio-tiempo y a una suerte de situaciones circunstanciadas en las que actúan las leyes momentáneas; ergo, si desea participar del desarrollo social entre los hombres y, finalmente, alterar el círculo político, económico y cultural en el que se desenvuelve, deberá comprender su funcionamiento y tendrá que aspirar a algo más que parlotear sobre que «ha descubierto la fórmula mágica para deshacer la molesta omnipresencia de las leyes sociales».
Mao Zedong teorizaba en ponencias como el «Discurso en la Conferencia suprema del Estado» (1956), o en obras como «Sobre el tratamiento correcto de las contradicciones en el seno del pueblo» (1957), que en China se podía dar el «transito pacífico al socialismo» y la «contradicción no antagónica» con la burguesía nacional; simple y llanamente estaba yendo en contra de las leyes socio-históricas conocidas por aquel entonces −vigentes hasta el día de hoy−. Aquí los «reconstitucionalistas» suelen reaccionar de dos formas: a) unos consideran que esto era una «lectura totalmente correcta según las condiciones chinas y de paso derribaba una ley falsa»; b) mientras otros defienden que Mao quizás no estaba reflejando del todo la realidad objetiva, pero que el «poderoso Timonel» podía «abrirla a su paso». Se elija el engaño número «A» o «B», el caso es que todos sabemos cómo acabó tal ensayo. Lo mismo cabe decir de los deseos de importar el «modelo estadounidense» (1945), «colectivizar el campo» sin haber logrado una industrialización y mecanización previa del sector agrícola (1958) o la concepción de que «las masas deben enseñar al partido de vanguardia» (1966). Todas estas tesis tenían una génesis muy temprana en el pensamiento maoísta y se recuperaban de forma recurrente. ¿Por qué estas experiencias naufragaron y causaron el desorden económico, político y cultural? ¿Por qué fueron clave para acabar consolidando el capitalismo en China? Muy sencillo, porque como dijo Marx en su obra «Crítica de la filosofía del derecho de Hegel» (1843): «No es suficiente que el pensamiento bregue por su realización, sino que la realidad misma debe moverse en la dirección del pensamiento». Véase la obra: «Las lucha de los marxista-leninistas contra el maoísmo: el caballo de Troya del revisionismo» (2016).
Siendo honestos, las constantes declaraciones de nuestros excéntricos protagonistas −y que tanto apestan a voluntarismo desde kilómetros− no nos sorprenden en absoluto, ya que, por norma sabemos muy bien que:
«Los idealistas reducen todo el proceso de cognición a una actividad puramente mental de una persona, reflejando, por regla general, la ideología, la aspiración y el deseo de las clases reaccionarias y moribundas, no interesados en un verdadero conocimiento del mundo, los idealistas temen a la realidad, evitan verificar sus ideas con hechos y prácticas sociales». (I. D. Andreev; El conocimiento del mundo y sus leyes, 1953)
Volvemos a insistir, estas barbaridades filosóficas no se salvan argumentando que por «sujeto histórico» se refieren al «proletariado» o a «su parte más avanzada», ni apelando a todos los «peros» que esgrimen para justificar esta inmundicia filosófica tan zafia. Marx ya destruyó las especulaciones filosóficas de estos empedernidos idealistas:
«Porque el «mundo religioso como tal» existe únicamente en tanto que mundo del conocimiento, el crítico −teólogo ex profeso [Bruno Bauer]− no podría imaginar que existe un mundo donde hay una distinción entre el conocimiento y el ser, un mundo que continuará subsistiendo cuando yo suprimo simplemente su existencia ideal, su existencia como categoría, como punto de vista, es decir, cuando yo modifico mi propio conocimiento subjetivo sin modificar de manera realmente objetiva la realidad objetiva, esto es, sin modificar mi propia realidad objetiva, la mía y la de los otros hombres». (Karl Marx y Friedrich Engels; La sagrada familia, 1845)
Por esto mismo, Lenin siempre concluyó que quienes no toman en cuenta −o no saben extraer− las lecciones del mundo exterior, de la historia, del conocimiento humano, en política no dejarán de «tropezarse» una y otra vez con los mismos fiascos:
«Objetivismo: las categorías del pensamiento no son un instrumento auxiliar del hombre, sino una expresión de las leyes, tanto de la naturaleza como del hombre. (…) El incumplimiento de los fines −de la actividad humana− tiene su causa en el hecho de que la realidad es tomada como inexistente, de que no se reconoce su existencia objetiva −la de la realidad−. (...) El «mundo objetivo» «prosigue su propio camino», y la práctica del hombre, enfrentado por ese mundo objetivo, encuentra «obstáculos en la realización» del fin, e incluso «imposibilidad». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Resumen del libro de Hegel «Ciencia de la lógica», 1914)
Pero mejor dejemos que Labriola baje de la nube a estos pequeños nietzscheanos al explicarles qué es el pensamiento y la experiencia para todo hombre:
«¿Y qué otra cosa es el pensamiento en el fondo, sino el consciente y sistemático complemento de la experiencia? ¿y qué es ésta, sino el reflejo y la elaboración mental de las cosas y de los procesos que nacen y se desarrollan o fuera de nuestra voluntad o por obra de nuestra actividad? ¿Y qué otra cosa es el genio, sino la individualizada y consiguientemente aguzada forma de aquel pensamiento que por sugestión de la experiencia surge en muchos hombres de la misma época, pero que en la mayor parte de ellos permanece fragmentario, incompleto, incierto, oscilante y parcial?». (Antonio Labriola; Del materialismo histórico, 1896)
Pero, evidentemente, nuestros neomaoístas han demostrado no estar nunca en capacidad de construir una casa, ya que se empecinan en pensar que los ladrillos y vigas deben de ser colocados al libre albedrio y no respetan las reglas más básicas para amasar el cemento. A lo sumo, lo que han construido es una choza de paja y han vendido esta al mundo como el último grito en construcción de rascacielos. ¿Qué se le va a hacer? ¡Cada uno hace lo que puede!
¿Cuál es la forma más rápida de identificar a un charlatán o un místico?
Con esto podríamos dar por cerrado el capítulo, pero nos gustaría mostrar que la tendencia a infravalorar el estudio de las leyes científicas tiene íntima relación con el irracionalismo y el misticismo, hoy tan de moda. En la famosa «Circular contra Kriege» (1846), ya se puede vislumbrar cómo Marx y Engels describieron a Hermann Kriege como «un profeta» que se destacaba por su «pomposidad infantil», su «emocionalismo fantástico» mediante el cual «hablaba en nombre de los oprimidos» y «de la justicia». Sin embargo, se negaba a estudiar el desarrollo social de su tiempo, por lo que predicaba un «comunismo» que «no conoce» a través de todo tipo de fábulas sobre su origen, dándole un barniz cuasi divino.
Quizás la manera más rápida de identificar a un charlatán o a un místico es atendiendo a la forma en la que habla sobre su causa. Estos suelen colgarse la medalla de «no ser dogmático», claro, ¡cómo no! ¿Acaso hay alguien que suela reconocer que opera con fe, manías, prejuicios y sofismas en lugar de con razonamientos lógicos y contrastables? Hasta los irracionalistas piensan que lo «racional es ser irracional» porque creen que el mundo está comandado por principios arbitrarios y totalmente espontáneos, por tanto, para el irracional, el loco es quien sigue patrones racionales y científicos. Pero aquí viene la trampa de todos los subjetivistas, individualistas o vitalistas que han aparecido y seguirán apareciendo siempre: casualmente recogen lo peor de la historia y lo defienden con uñas y dientes sin atender a ningún tipo de evidencia demostrable.
En los movimientos emancipatorios, por desgracia, hasta entre los elementos más honestos se ha dado coba a ciertas expresiones mesiánicas sobre el «triunfo inexorable de la causa». Muchos han alegado en su defensa que esta ruborosa fisonomía tuvo su razón de ser porque eran «discursos propagandísticos», como si el revolucionario debiese dejar de ser científico en el momento en que hace propaganda, como si hacer agitación y propaganda significase tener vía libre para enunciar pronósticos exacerbados o, cuando no, mentir abiertamente al público sobre el estado real de las cosas. Como Lenin espetó sobre los terroristas y sus propuestas descabelladas: ¿acaso necesitáis crear «excitantes artificiales» para encender los espíritus y movilizar a la población? En ese caso, quien justifica tales acciones está confesando que es un muy mal analista y un embustero como orador, que es alguien que no se sabe captar qué pasa alrededor ni tiene verdadera capacidad de convicción −muy seguramente por lo anterior−. Las personas así ya pueden ir pensando en dedicarse a otra cosa, pero no desde luego a la «política revolucionaria».
El «sujeto revolucionario» que «de Pascuas a Ramos» viene augurando la proximidad del «Juicio Final» −la batalla entre el bien y el mal− o es un imbécil o un embustero a conciencia. Tal utópico es tan necio que, pese al desorden de su cabeza y la falta de cohesión de los suyos −que no pasan de ser un puñado de conspiradores−, todavía asegura que no hay motivos de preocupación porque están en el bando de los «buenos», ¡porque la historia «está de su parte!». Según su optimismo cándido, «el fruto está maduro, y solo se trata de agitar un poco el árbol para alzar la mano y recogerlo». Algunos son realmente cómicos, idealizan la «Historia» y la «Revolución» como los viejos romanos adoraban a su «Diosa Fortuna» o como los republicanos liberales idealizan la noción de «República». En todos estos casos, estos conceptos «clave» se presentan para ellos como una mujer preciosa, semidivina y todopoderosa, a la cual si se le rinde un culto regular esta les brindará buenos aires para sus andanzas políticas. Estos pobres seres, incapaces de escapar de su prisión mística, vagarán −consciente o inconscientemente− por salones, calles, teatros y mítines siempre amparados en un discurso apasionado, teniendo la seguridad de estar custodiados por el ángel de la «Justicia» y, el todavía más poderoso, arcángel de la «Razón». Son tan temerarios porque hasta se creen protegidos a causa de su noble empresa de salvar a la humanidad −con ellos como protagonistas principales claro, ¡si ya puestos a fantasear!−. «¿¡Cómo, entonces, no van triunfar!? ¿Cómo no apuntarse a un evento histórico tan transcendente y disfrutar luego de las mieles del éxito que se vaticina?». Eso piensan muchos de los que caen temporalmente en sus redes.
En muchos casos, lo que se esconde detrás de estos cabecillas son aires de grandeza, ganas de «transcender» en la historia −como reyes, profetas o filósofos−; sin embargo, las más de las veces no dejan de ser bufones que actúan para el monarca de algún reino remoto del cual muy pronto nadie habrá oído hablar, salvo en relatos legendarios. Aunque lo nieguen, como los profetas de todas las épocas, lo suyo es más empecinamiento y fanatismo que otra cosa. En realidad, por si el lector no se ha dado cuenta, nada está de su parte salvo la gran salud de la que goza su ego, el cual en cualquier momento desfallece, se viene a abajo y entonces la pasión, hiperactividad y compromiso obsesivo se tornan desidia y desconfianza, abandonando a los «apóstoles» a los cuales había inoculado todas esas promesas. Por el contrario, para todo ser que se vista por los pies, la primera máxima es tener la cabeza fría, calcular las ventajas y desventajas del momento, continuar sin prisa, pero sin pausa; sabiendo que la causa es una maratón, carrera que quizás no verá completarse, solo pudiendo asegurar que otros compañeros recojan el testigo lo mejor posible, como le tocó hacer a otros antes que a él mismo». (Equipo de Bitácora (M-L); Sobre la nueva corriente maoísta de moda: los «reconstitucionalistas», 2022)
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