jueves, 23 de junio de 2022

¿Bajo qué argumentos se niega el carácter científico del marxismo?; Equipo de Bitácora (M-L), 2022


«Cuando se afirma que «el marxismo-leninismo es ciencia», muchos entran en pánico, otros se atragantan, y otros sonríen malévolamente. A nosotros también nos divierte escuchar los argumentarios que existen para desechar tal obviedad confirmada diariamente. En realidad, como cada uno da su definición de «marxismo-leninismo» y «ciencia», esto resulta algo así como cuando Yahvé castigó a los trabajadores de la Torre de Babel haciendo que cada uno hablase en un idioma diferente. Por esto, antes de continuar con un debate así de estéril, lo primero es aclarar conceptos para saber de qué hablamos en cada momento. Veamos una de las definiciones de «ciencia» que nos otorgaron los filósofos soviéticos en época de Stalin:

«Ciencia: La suma, el conjunto de los conocimientos sobre la naturaleza, la sociedad y el pensamiento, acumulados en el curso de la vida histórico-social. «…el objetivo de la ciencia consiste en dar un exacto... cuadro del mundo» (Lenin). La ciencia tiende a describir el mundo, no en la variedad aparentemente caótica de sus diversas partes, sino en las leyes, que trata de hallar, con arreglo a las cuales se rigen los fenómenos: tiene por objeto explicarlos. En todos los dominios del conocimiento, la ciencia nos revela las leyes fundamentales que rigen dentro del aparente caos de los fenómenos. La ciencia se desarrolla y avanza con la evolución de la sociedad; su progreso consiste en que llega a reflejar la realidad cada vez más profunda y exactamente. Como una de las formas de la actividad ideológica, la ciencia nace sobre la base de la actividad práctica productiva de los hombres. En cada etapa de la historia, representa el grado alcanzado hasta entonces en cuanto al conocimiento de las leyes de la realidad y está orientada hacia el cambio del mundo, es decir, hacia el dominio y utilización de las fuerzas de la naturaleza y hacia el cambio de las relaciones sociales». (Mark Rosental y Pavel Yudin; Diccionario filosófico, 1940)

A su vez, por «marxismo-leninismo», estos entendían «la teoría del movimiento de emancipación del proletariado». Dicha teoría estaría formada por «la filosofía del marxismo» como herramienta para conocer el mundo y transformarlo. Por esto mismo, entendían que por «filosofía» hemos de comprender simplemente «la ciencia sobre las leyes más generales que rigen el desarrollo de la naturaleza, de la sociedad humana y del pensamiento». ¿Y qué se entendía por «ley»? Pues «La expresión de los aspectos y conexiones más generales, más sustanciales de la realidad material», y por eso, «las leyes científicas expresan con mayor profundidad y plenitud que las percepciones sensoriales directas, el cuadro del mundo objetivo». 

Esta filosofía está dividida en dos grandes bloques generales: a) el «materialismo dialéctico» que «es la ciencia filosófica sobre las leyes más generales del desarrollo de la naturaleza, de la sociedad humana y del pensamiento, la concepción filosófica del partido»; y b) el «materialismo histórico», que «es la aplicación consecuente de los principios del materialismo dialéctico al estudio de los fenómenos sociales». Concluían, pues, que a fin de cuentas «el marxismo es una ciencia creadora», siendo «una teoría revolucionaria, como guía para la acción». (Mark Rosental y Pavel Yudin; Diccionario filosófico, 1940)

Aquí se exponía nítidamente la interrelación entre «filosofía» −o «ciencia del pensamiento», como la denominó Engels en su «Dialéctica de la naturaleza» (1883)− y el concepto de «ciencia» a nivel genérico, es decir, «el conjunto de los conocimientos sobre la naturaleza, la sociedad y el pensamiento, acumulados en el curso de la vida histórico-social». Y, por ende, si por las necesidades de la vida cada ciencia tiene «su tema de investigación particular», es normal que a su vez existan dos grandes bifurcaciones generales −«materialismo histórico» y «materialismo dialéctico»−, como así también toda una serie de ramificaciones concretas −«química», «historia», «biología», «sociología», etcétera−. Esta división se basa en las famosas palabras de Marx y Engels en «Ideología alemana» (1846) sobre la ciencia, donde habría que estudiar la historia del hombre y la historia de la naturaleza. Por tanto, hablamos de que el marxismo-leninismo es un movimiento político con una teoría para alumbrar la práctica, y que esta se vale de diversas ciencias generales y particulares como palancas, tanto para enfocar de forma concreta y precisa los distintos fenómenos, como también para sistematizar sus resultados. Es decir, se organizan distintas graduaciones del saber no por capricho, sino por la misma «diversidad» −grados o estratos− de la materia. De esta manera, por poner un ejemplo, el «materialismo histórico» estudia, como ciencia más general de lo social, los aspectos globales, abstractos, sus leyes fundamentales, mientras que la «historia», como ciencia más concreta, más determinada en lo cronológico, está mucho más limitada al acontecer de la sucesión de los hechos y cuenta con leyes más acotadas a esa esfera que explican dicha causalidad.

Aclaraciones y notas sobre el materialismo histórico

A continuación, expondremos un ejemplo básico de la vida diaria para comprobar cómo se manejan estos conceptos, y qué relación establecen entre sí. La «economía», la «prehistoria», la «arqueología» o la «historia», como ciencias sociales, nos permiten descubrir cómo y en qué época la moneda llegó a la Península Ibérica, con las colonias de Emporion y Rode, así como su impacto en las poblaciones indígenas de alrededor. Por otro lado, el «materialismo histórico», con todo su conocimiento acumulado más genérico, nos ayuda a detectar que, al igual que ocurrió en otras sociedades análogas, la introducción de la moneda contribuyó enormemente a cambiar la fisonomía de la sociedad, siendo, en este caso, una fuerza motriz en el cambio socioeconómico radical que sufrieron estos pueblos ibéricos, influenciando a su vez en otras formas psicológicas, nuevos modelos artísticos, militares, diferentes comportamientos y convenciones sociales, etcétera. 

¿Esto qué significa? Que sin tener una formación correcta en el «materialismo histórico», sin su visión global y su conocimiento de las «leyes sociales generales», no estaremos en disposición de detectar rápidamente la importancia que guarda este evento, el cual podría pasar como uno más −o directamente no se podría equiparar a ningún otro por no contar con más referencias previas−. ¿A dónde nos conduciría esto? A que, por ende, nunca tendría sentido real registrar qué semejanzas y diferencias nos reporta el fenómeno concreto que tenemos delante. Por esta misma razón, el marxista italiano Antonio Labriola, en su obra «Filosofía y socialismo» (1897), diferenciaba nítidamente su doctrina de otras corrientes como el «historicismo» en lo que sigue: «[El método de Marx] nunca es dogmático, precisamente porque es crítico, y crítico no en el sentido subjetivo de la palabra, sino porque presenta la crítica en su forma antitética y, por lo tanto, mostrando la contradicción de las cosas mismas, no se extravía jamás, ni aún en la descripción histórica en el «historicismo vulgaris», cuyo secreto consiste en renunciar a la investigación de las leyes de los cambios y pegar, sobre estos cambios simplemente enumerados y descritos, la etiqueta de procesos históricos, de desenvolvimiento y de evolución».

Por otro lado, si en nuestra hipotética investigación sobre la moneda en la Península Ibérica no contamos con los conocimientos fundamentales de las ciencias sociales más relacionadas con nuestro evento −en este caso, de «numismática», «historia», «arqueología» o «economía»−, muy posiblemente no podremos entrar a ponernos manos a la obra para investigar. De esta forma, las más de las veces estaremos tan empantanados e imposibilitados para avanzar en la tarea de conocer los hechos más básicos, que estaremos muy tentados de atajar con fórmulas reduccionistas. Ahora bien, lo más seguro es que estos «caminos fáciles» nos terminen conduciendo a senderos sinuosamente problemáticos y nos pierdan en una serie de laberintos muy poco fructíferos, por lo que tampoco resolveremos nada. Esto prueba que, irremediablemente, para cumplir con nuestro propósito inicial no queda otra que familiarizarnos con estas ramas, pues solo estas posibilitan extraer de dicha cuestión unos conocimientos que certifiquen toda la serie de tendencias, regularidades y leyes específicas de cada esfera –numismática, historia, arqueología o economía−, además de confirmar, corroborar, matizar o desmentir dichas «leyes generales» con más ejemplos e información de calidad. ¿Por qué esto último es importante? Porque como se ha dicho, sin los datos y conclusiones actualizadas de cada ciencia social no podemos observar «in situ» cómo se manifiestan concretamente dichas «leyes generales» del «materialismo histórico», es decir, a qué escala y de qué manera se muestran. En otras palabras, no podríamos conocer el «contenido real» de actuación de estas «leyes generales». Esto demuestra que hay una permanente conexión y verificación entre lo macrohistórico y microhistórico.

Una vez resumido esto, y ya que nuestra intención no es hacer un repaso etimológico profundo, ni un mero repaso escolástico de quién dijo qué, recomendamos al lector que profundice en las obras fundamentales de la literatura revolucionaria sobre esta ordenación de las ciencias −que, como tal, siempre será orientativa y relativa−. Aun, por encima de todo, instamos a que, en base a su propio estudio, nuestro amado lector sea coherente analizando lo aquí contenido y compruebe si esto se aplica a la situación actual, si posee utilidad para comprenderla, o si debe reordenarse en consecuencia. Del mismo modo, para comprender mucho mejor la aplicación de todo esto en un ejemplo concreto y real, aconsejamos encarecidamente que eche un vistazo a nuestras obras para entender cómo se da esta continua interrelación, y cómo se aplica al análisis de un «tema económico», «histórico» o «artístico» −aunque, como acabamos de comprobar, nunca ningún tema es estrictamente solo «económico», «artístico» o «histórico»−. 

En resumidas cuentas, para nosotros es claro que, a través de su propia experiencia, toda mente inteligente se dará cuenta −más pronto que tarde− de que ninguna ciencia está aislada de otra. Aunque haya un tema preeminentemente «histórico» este tiene que estar −se quiera o no− condicionado por toda una serie de fenómenos políticos, culturales, económicos y demás; por esto mismo todo historiador que se precie no ignorará estas esferas y se valdrá de un conocimiento −aunque sea extra− de otras ciencias auxiliares o relacionadas con su campo. En este sentido, huelga comentar a estas alturas qué grato favor han hecho a la propia «historia» otras ciencias mayores y menores, ramas y subramas como el «materialismo histórico», la «geografía», la «demografía», la «paleografía», la «carpología», la «geología», «semiología», o la «arqueología», y qué sería de su estado actual si hubiera ignorado tales herramientas para sus «análisis históricos». 

Sin ir más lejos, la gente menos familiarizada y los falsos eruditos suelen considerar que la obra de Marx «El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte» (1852) es eminentemente histórica, mientras que «El capital» (1867) es un inabarcable mamotreto de índole económico. Sin embargo, si observamos con detenimiento ambas piezas, nos daremos cuenta de que detrás de estos estigmas o reduccionismos hay mucha más riqueza de contenido de la que se cree. En la primera obra no solo se analiza un hecho reciente, el golpe de Estado de Napoleón III, sino que el autor se retrotrae a los hechos precedentes, al cotejo de las ideas de la época, a las últimas crisis económicas, a la jurisprudencia y el funcionamiento real de las instituciones de Francia, al carácter y pretensiones de cada facción política, a la tradición y sentir del ejército. Del mismo modo, la segunda obra es una síntesis de una labor de análisis a nivel histórico, de derecho, de economía, de filosofía, y muchos otros campos, donde muchas veces uno no sabría delimitar exactamente dónde acaba uno y comienza otro −pues a ratos están colindando y tomando prestado cosas unos de otros−. En cualquier caso, lo que queda claro es su íntima conexión entre estos «campos» o «factores». De esto se deriva, sin ningún género de dudas, que todo intento de explicar de forma unilateral un acontecimiento histórico apelando a un solo «factor causal» se torna ridículo. Por ejemplo, si tuviéramos delante de nosotros un retrato de una noble toscana del siglo XV, ¿quién en su sano juicio trataría de explicar lo que evoca o el estilo de dicha pieza focalizándose solamente en la economía de la ciudad de Siena, o en el status económico del mecenas que encargó dicha obra de arte? Acometer tal esperpéntica tarea sería convertir en realidad las peores fantasías procedentes de los enemigos y vulgarizadores del marxismo. Es más, centrémonos en un episodio más reciente y volteemos la pregunta, ¿cómo vamos a entender por completo las particularidades por las que está pasando la economía de Ucrania o Rusia sin estudiar el conflicto militar activo y, a su vez, hallar las pistas que lo originaron? ¿Cómo vamos a entender la guerra propagandística que mantienen cada bando sin estar familiarizados con la idiosincrasia y objetivos políticos de cada gobierno y sus aliados, sin conocer los precedentes históricos de cada pueblo, etcétera? 

Si el lector se acuerda de nuestro trabajo reciente sobre la llamada «música urbana», a priori podría parecer un análisis de interés estrictamente musical o como mucho, artístico −y solo a nivel contemporáneo−, pero esto tampoco es exacto. Aquí, una vez más, tal deducción sería un error fruto de reducir todo el contenido de sus capítulos a un trabajo crítico sobre arte. Y, en efecto, hay un análisis sustancial, desde el punto de vista instrumental y lírico, pero subyace mucho más: también existe una indagación y comparativa sobre el antiquísimo origen filosófico de los planteamientos −de nuestros protagonistas modernos−; un sosegado análisis sociológico sobre el origen de clase y nivel de vida de los traperos −o del público que consume esta música−; datos económicos sobre la industria musical −y su evolución en los últimos años−; exposición sobre los críticos musicales −y sus míticas meteduras de pata a lo largo de la historia−; reflexiones y perspectivas sobre la interrelación que ha de darse entre los revolucionarios y el arte, y como esto un infinito etcétera. Véase la obra: «La «música urbana», ¿reflejo de una decadencia social?» (2021).

Por esto mismo, el marxista italiano Antonio Labriola insistió reiteradamente en sus diferentes obras, como «En memoria del Manifiesto de los comunistas» (1895) o «Del materialismo histórico» (1896), en la imperiosa necesidad de entender el entrelazamiento, la multicausalidad que hay detrás de cada gran episodio histórico. Los denominados «factores» son divididos −unas veces de forma natural, y otras artificial− para que el investigador comience su labor ordenando nuestras ideas, o para hacer más clara su exposición, pero, al fin y al cabo, conforman un todo unitario que no podemos ignorar. De ahí la advertencia en cuanto al método del materialismo histórico, el cual: «Sólo analiza y separa los elementos para volver a encontrar en ellos la necesidad objetiva de su cooperación hacia un resultado final». Esto no puede ser de otro modo, pues quien no lo tenga en cuenta ni logre hallar ese hilo conductor solo podrá ofrecer una parte muy recóndita del fenómeno a investigar. 

Esto echa abajo una vez más la estúpida y recurridísima calumnia que ha sobrevolado al marxismo-leninismo desde sus inicios, aquella que aseguraba que esta doctrina: «Nunca ha tenido en cuenta los aspectos ideológicos, psicológicos, artísticos y religiosos», siendo, según sus adversarios, «un método de investigación reducido estrictamente a lo económico», y por ende «tremendamente unilateral, inservible para comprender la profundidad de los hechos sociales»; nos referimos, cómo no, a la vieja e infundada acusación de «economicismo» hacia Marx, Engels y Cía. Si uno quiere un ejemplo de tales bulos puede revisar cualquiera de las obras del «respetadísimo» y «elogiadísimo» historiador E. P. Thompson, una eminencia dentro del «marxismo humanista», tan idealista como inofensivo, y que por ello tanto se ha estilado en las universidades del mundo anglosajón. Véase el capítulo: «¿Es cierto que el marxismo menosprecia o cercena el papel del hombre en la historia?» (2022).

Los «reconstitucionalistas» también niegan que el marxismo sea ciencia

En cuanto a las pequeñas sectas que conforman la «Línea de Reconstitución» (LR), unas veces unidas y a veces contrapuestas, también han llegado al punto de contraponer ciencia y marxismo de maneras tan arbitrarias como la que sigue:

«Si hemos insistido en la crítica del cientifismo es porque fue la desviación dominante en el MCI durante el Ciclo y, por ello, la que más persiste entre sus fragmentados y confusos herederos. (…) La diferencia entre la ciencia, comprendida como crítica objetiva −esa posición de observador externo de un proceso objetivo− es que la vanguardia, en el contenido de su desarrollo teórico, sí vincula este proceso con un fin». (Movimiento Anti-Imperialista; Alrededor de la ciencia y la praxis revolucionaria; Debate con la Unión de Comunistas para la Construcción del Partido, 2013)

¿Por dónde empezar? Aquí, como se dice popularmente, «se mezclan churras con merinas». El MAI no se percató de un «detalle» muy tonto: por lo general, tanto el sujeto marxista, pseudomarxista o antimarxista, vinculan en su actividad el uso de la ciencia hacia un fin, por lo tanto, su crítica al llamado «cientificismo» es estéril. ¿Qué ocurriría si no fuese así, si no buscásemos un «fin» con la práctica? Se estaría dando por hecho, por ejemplo, que todo «profesional de las ciencias» basa su modo de trabajo en «registrar datos, procesar y concluir» de forma «neutra», como si en todo este proceso no operasen otras formas de conciencia social, como si la política, la religión o la filosofía no entrasen de oficio, como si la opinión personal, la presión familiar, del círculo social o de la empresa tampoco influyesen lo más mínimo. ¿Y quién se cree eso hoy día? Nadie, y si el lector no nos cree puede revisar los últimos libros de texto y manuales de universidad, donde se critica tal visión que elimina estos factores. ¿Por qué el MAI dijo entonces tal bufonada? En verdad, no son los primeros ni serán los últimos. Este es un famoso absurdo derivado, primero, de no entender la relación entre teoría y práctica −como ya comprobamos−, y segundo, de no entender qué es «ciencia» y qué relación tiene con el movimiento político, tanto del oficialismo como del subversivo. En este caso, si en vez de usar palabrejas cliché como «cientificismo» −etiqueta que, como tantas otras, ya se usa arbitrariamente−, los autores del MAI hubieran comenzado por saber comprender tal concepto, de seguro no hubieran quedado en evidencia tan fácilmente. Véase el capítulo: «La terrible disociación entre la teoría y la práctica y sus consecuencias» (2022).

Ser tan patán como un jefe «reconstitucionalista», y declarar que «la ciencia no tiene capacidad transformadora» −al nivel que sea− es estar a la altura de un terraplanista. Este fetiche de repetir una y mil veces que ellos no «conocen» ni «interpretan», sino que directamente «transforman», tras haber llegado a un saber filosófico «autoconsciente», se vuelve totalmente caricaturesco, máxime cuando luego sabemos cómo llevan a cabo esa «praxis transformadora», donde más bien solo consiguen darse de bruces con la realidad, recordando al pobre abejorro atrapado que quiere traspasar la ventana una y otra vez, no dándose cuenta de que ha quedado arrinconado en su despiste y tiene que buscar otra vía si desea salir de ahí. Si el lector lo desea, podemos dar una analogía más antropomórfica: esto vendría a ser como aquel noble cruzado que, tras haber recorrido miles de kilómetros para presentarse frente a las murallas de Jerusalén, advierte a sus vasallos y a otros nobles que él no ha venido a «Tierra Santa» para preocuparse de esas «minucias» que son a sus ojos la logística o la mecánica, sino a «actuar» y «matar herejes» (!). No le importa demasiado obtener el plano de la plaza enemiga a conquistar, ni saber de formaciones ofensivas o de cómo operan las torres de asedio, las escalas y los arietes. Promete que él no necesita detenerse en minucias como «dominar el arte de la guerra», porque ha sido «iluminado por la providencia» y sabe que su causa es «justa», simplemente reúne a sus fieles, toca a rebato, y declara convencido: «¡Dios proveerá!».

Emulando a figuras de la talla y fama de Alberto Garzón o Santiago Armesilla, la LR también pone peros a eso de colocarle al marxismo un estatus de ciencia:

«La historia demuestra que el marxismo no puede reducirse al estatuto de simple ciencia; pero, igualmente, tampoco puede prescindir de ella. (…) El marxismo, la más moderna concepción del mundo, supera la ciencia al modo dialéctico: la conserva como parte −momento− de la nueva concepción del mundo; la eleva al romper todas las costuras, moldes y restricciones que los intereses y prejuicios de clase de la burguesía le imponían; y la cancela como forma de conciencia más avanzada, al subordinar el conocimiento positivo del mundo al nuevo imperativo práctico de su transformación». (Comité por la Reconstitución; Línea Proletaria, Nº3, 2018)

Al menos en esto son honestos, ya que, en efecto, estas líneas están en las antípodas de lo planteado por Marx y Engels, así como sus más legítimos sucesores. Este no es un comentario aislado, pues, efectivamente, los «reconstitucionalistas», como tantos otros revisionistas, no hacen otra cosa que no sea darnos el sermón día y noche con que el «marxismo no se puede considerar ciencia». En esto no son muy originales. En Twitter, encontramos a mansalva usuarios que, aun sin ser seguidores oficiales de la LR −e incluso declararse opuestos a ella−, casualmente promocionan sus mismos autores fetiche −Lukács, Lifschitz o Iliénkov− y sus mismas conclusiones. Por poner un ejemplo, aquí uno de ellos, afín al PCE (r), promocionando a uno de estos «mártires del antidogmatismo», ¡el señor Korsch!:

«@VasilievichML: [Prólogo de 1972 de Paul Mattick al libro de Karl Korsch «¿Qué es la socialización?»]: Korsch no podía admitir que el marxismo fuese o pudiera llegar a ser una «ciencia». (…) «El capital» [de Marx], por ejemplo, no es la economía política, sino la «crítica de la economía política». (Vasilievich(r); Twitter, 31 de marzo de 2020)

¿Pero qué hay de cierto en esto? Si observamos las referencias clásicas de la literatura del llamado «socialismo científico», sus autores no dejan ápice de dudas. En la tradición marxista siempre se ha sostenido que los antiguos y nuevos campos de la ciencia, como la llamada «economía política» o la «sociología», no adquirieron un estatus tan refinado como el actual hasta que Marx y Engels completaron, matizaron, corrigieron o descubrieron lo que los autores burgueses solo habían dejado a medias, lo que solo habían llegado a intuir. Véanse las obras de Antonio Labriola «Materialismo histórico» (1893) y Lenin «¿Quiénes son los amigos del pueblo?» (1894).

¿Y qué opinaban los protagonistas en cuestión, Marx y Engels? El primero, ya desde sus inicios dejó claro en su «Carta a Lecke» (1 de agosto de 1846) que sus esfuerzos iban en pro de: «Preparar al público para comprender el punto de vista de mi Economía Política que se opone diametralmente a la ciencia alemana dominan te basta hoy». Incluso en una obra tan temprana como «Miseria de la filosofía» (1847), no solo hablaba de «ciencia económica», sino que, criticando a los utópicos, argumentaba que la ciencia jamás puede salir de la cabeza −como Minerva de Júpiter−; esta solo puede provenir de los hechos −los mismos que estos utópicos tenían en frente de sus narices, pero no eran capaces de captar por las limitaciones, tanto de la época como del intelecto personal−. Por ende, el sujeto, una vez es consciente, lo que hace es adoptar una «ciencia revolucionaria», abandonando las «especulaciones doctrinales», o si se quiere así −para contentar a los más picajosos−, se apega una doctrina −en el sentido de conciencia social− bajo estrictos lineamientos científicos:

«A medida que la historia avanza, y con ella empieza a destacarse, con trazos cada vez más claros, la lucha del proletariado, aquellos no tienen ya necesidad de buscar la ciencia en sus cabezas: les basta con darse cuenta de lo que se desarrolla ante sus ojos y convertirse en portavoces de esa realidad. Mientras se limitan a buscar la ciencia y a construir sistemas, mientras se encuentran en los umbrales de la lucha, no ven en la miseria más que la miseria, sin advertir su aspecto revolucionario, destructor, que terminará por derrocar a la vieja sociedad. Una vez advertido este aspecto, la ciencia, producto del movimiento histórico, en el que participa ya con pleno conocimiento de causa, deja de ser doctrinaria para convertirse en revolucionaria». (Karl Marx; Miseria de la filosofía, 1847)

También en su «Carta a Danielson» (7 de octubre de 1868) advertía que: «Solo sustituyendo los hechos en conflicto y los antagonismos reales que constituyen su fundamento se puede transformar la economía política en una ciencia positiva».

¿Y qué pensaba el segundo, Friedrich Engels, difería o coincidía con su compañero? Un buen ejemplo de esto es la reflexión sobre la «economía política» en su: «Carta a Albert Lange» (29 de marzo de 1865), donde declaraba que esta no se encarga de «unas leyes eternas de la naturaleza, sino unas leyes históricas, que nacen y desaparecen», por ello «el código de la economía política moderna, en la medida en que la economía lo establece verdaderamente de manera objetiva, sólo es para nosotros el resumen del conjunto de leyes y de condiciones que permiten que la sociedad burguesa moderna siga existiendo». Por tanto, «ninguna de estas leyes, en la medida en que expresan unas relaciones sociales puramente burguesas, es más antigua que la moderna sociedad; aquellas que, más o menos válidamente, han servido para explicar toda la historia anterior no hacen más que expresar las relaciones sociales comunes a todas las situaciones sociales que se basan en una dominación y una explotación de clase». ¿A qué se refería? A, por ejemplo, «la ley de Ricardo, que no es válida para la servidumbre ni para la esclavitud antigua». Más claro, imposible. 

Este tipo de apología fue repetida por Engels en sus siete artículos escritos de forma no oficial para difundir «El capital (1867)» de Karl Marx. Allí destacaba cómo: «El autor compara con indignación esa economía aguada ahora en boga y que él, muy acertadamente, llama «economía vulgar», con los que fueron sus precursores clásicos, hasta Ricardo y Sismondi, y adopta también frente a éstos una actitud crítica, pero procurando no desviarse jamás de una línea de rigurosa investigación crítica». También tuvo tiempo de ajustar cuentas con los «profesionales» y «eruditos» de la economía política. En primer lugar, reprendía a sus compatriotas por el escaso interés mostrado en el estudio concienzudo de la ciencia económica: «En Alemania la economía es una materia que a nadie interesa como ciencia; los que estudian economía, lo hacen para ganarse la vida, como materia de examen para ingresar en la administración pública o para pertrecharse con las armas más superficiales que pueda imaginarse con vistas a la agitación política». En segundo lugar, les echaba en cara no haber apreciado suficientemente los anteriores tratados económicos de este autor: «Los anteriores escritos de Marx, sobre todo el publicado en 1859 por la editorial Duncker, de Berlín, sobre la naturaleza del dinero, se caracterizaban ya por su espíritu rigurosamente científico, a la par que por su crítica despiadada; hasta hoy, que nosotros sepamos, la economía oficial alemana no ha podido oponer nada a estas investigaciones». En otro de estos comentarios se es igual o más categórico: «Independientemente de las conclusiones finales de la obra, queremos insistir de un modo especial en que a lo largo de ella, se estudia toda una serie de problemas fundamentales de la economía desde puntos de vista totalmente nuevos y se llega, con un planteamiento rigurosamente científico de esos problemas, a conclusiones que difieren notablemente de las mantenidas hasta por la economía en boga y que los economistas profesionales tendrán que analizar en un plano crítico serio y refutarlas científicamente, sí no quieren que se vengan a tierra todas sus doctrinas anteriores». Finalizaba con la esperanza de que habría que: «Desear, en interés de la ciencia, que en la literatura especializada se abra debate sin pérdida de momento sobre los puntos aquí tratados». Pero, entendemos que esto quizás no satisfaga a nuestros afables «marxiólogos» y «lukacsianos», aquellos que siempre ven en los movimientos de Engels un intento de distorsionar la obra de Marx y hablar en su nombre sin merecimiento, así que continuemos con la vigésima prueba de que están equivocados de arriba a abajo.

En verdad, ni siquiera debemos irnos a las cartas privadas, artículos escritos con pseudónimos y obras inacabadas. Nos basta repasar el «Anti-Dühring» (1878), una de las publicaciones de Engels más famosas, que contó con la supervisión directa de Marx y además sirvió durante décadas como referencia para la formación de generaciones enteras de revolucionarios. Hoy, por desgracia, el revisionismo suele abandonar dicha obra en el estante de los libros «dogmáticos» y «superados». Allí se dijo sin tapujos que la «economía política» era «la ciencia de las leyes que rigen la producción y el intercambio de los medios materiales de vida en la sociedad humana». ¿Y qué relación guardaba esta con el socialismo?

«Ante todo, el socialismo moderno es por su contenido el producto de la percepción del antagonismo de clase entre poseedores y desposeídos, asalariados y burgueses, por una parte; y de la anarquía reinante en la producción, por otra. Pero, por su forma teórica, se presenta inicialmente como una continuación, en apariencia más consecuente, de los principios establecidos por los grandes ilustrados franceses del siglo XVIII. Como toda nueva teoría, el socialismo moderno tuvo que enlazar con el pensamiento que existía previamente, por más que sus raíces estuvieran en los hechos económicos. (…) Para hacer del socialismo una ciencia había que empezar por situarlo en el terreno de la realidad». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)

Una vez logrado esto, no era extraño vislumbrar que:

«Tal parece como si nuestra economía política ortodoxa se empeñase en empujar hacia el campo socialista a cuantos toman en serio la ciencia económica». (Die Zukunft. 6 Berlín 30 octubre 1867; núm. 254, suplemento)

En definitiva, ¿por qué los «reconstitucionalistas» hacen una separación artificial entre «marxismo» y «ciencia»? Sencillo. Como ya vimos atrás, la ciencia es, según ellos, un saber «práctico» e «instrumental», pero «no consciente», digamos que «no está a la altura» de su grandísima «filosofía revolucionaria» que se «autoconoce en sus propósitos finales» (La Forja; Nº27, 2003). Por eso consideran a la «ciencia» como «la forma de conciencia que mejor responde a la naturaleza [burguesa]» (Línea Proletaria, Nº3, 2018). Esto significa que da lo mismo cuantas imágenes, frases o citas compartan sobre la «ciencia», en lo decisivo la niegan tajantemente, y como veremos, no se diferencian de los peores agnósticos y subjetivistas. En cualquier caso, estamos siendo testigos de cómo estos cabezas de chorlito desean arrastrarnos varios pasos atrás en el conocimiento ya conquistado por la humanidad.

Bogdánov y Lenin sobre la «ciencia económica»

¿Qué hay de los autores soviéticos? ¿Dijeron ellos algo al respecto que contradijera a Marx y Engels respecto a la economía política? Durante los primeros años de difusión del marxismo en Rusia, se publicó el «Curso breve de la ciencia económica» (1897), de Aleksándr Bogdánov. Ya al comienzo de este libro se nos dice que «el sujeto del que se encarga nuestra ciencia económica o economía política, es el de la esfera de las relaciones sociales y de trabajo entre los hombres». Relaciones que empiezan con la cooperación entre hombres y la división del trabajo, que siempre han existido, pero que se vuelven infinitamente más complejas conforme evolucionan y se llega a un grado avanzado de desarrollo de la producción. Sobre estas nos dice «las relaciones sociales no representan nada que sea permanente o inmutable», sin embargo, esto no nos impide dar una definición de qué es la economía política. Al contrario, si podemos discernir que esta tiene un cambio, podemos discernir también los elementos que definen a esta en sus distintas etapas y a raíz de dicha observación concluir no solo qué cambio ha tenido sino por qué. 

Más en concreto, Bogdánov explica que cuando una sociedad ha desarrollado su mercado plenamente «la complejidad y amplitud de las relaciones productivas se presentan con claridad». Siendo esta la razón por la que, aun existiendo desde el albor de los tiempos, la economía política como rama especializada de investigación solo empezara a surgir a partir del siglo XVII, no alcanzando su pleno desarrollo hasta el siglo XIX con las obras de Marx y Engels.  

Con esta base, se concluye que la economía política es ciencia por las siguientes razones: 

«Cada ciencia representa un entendimiento sistemático de los fenómenos de una esfera definida de la experiencia humana. Entender dichos fenómenos implica entender sus conexiones comunes, establecer sus relaciones internas, en tal manera que sea posible usarlas en los intereses del hombre. El mismo esfuerzo surge en la actividad económica de la humanidad. (…) Desde el punto de vista de estas ideas que forman la esencia de la teoría del materialismo histórico, las relaciones económicas son vitalmente necesarias; se forman inevitablemente en acuerdo al grado de desarrollo de las fuerzas productivas, y por ende forman la estructura básica de la sociedad. (…) La economía política entonces puede que se pueda definir correctamente como la ciencia de la estructura básica de la sociedad». (Aleksándr Bogdánov; Curso breve de la ciencia económica, 1897) 

Los lectores que más atención hayan prestado, verán que en nada se distancia Bogdánov de lo que Marx expresó, tanto en «El Capital» (1867), como en las cartas de su correspondencia donde expresaba sus consideraciones sobre la economía como ciencia. 

El libro, por supuesto, no tardaría en caer en manos de un joven Lenin, el cual escribiría en una reseña sobre este que «no es una guía más [sobre economía]», que «no estará de más» −como «lo espera» el autor, según el prefacio− entre otras, sino que es la mejor». Estos halagos no eran meros elogios entre camaradas, sino una apreciación honesta de Lenin en un panorama donde la literatura sobre economía era escasa, insuficiente o censurada por el régimen zarista. Donde lo único que imperaba era la obra de los profesores oficiales de economía que «se desvían de las «relaciones sociales de la producción» hacia la producción en general, y que llenan voluminosos cursos con un montón de trivialidades y ejemplos hueros y enteramente extraños a la ciencia social». Frente a estos, Ilich describe que los méritos de Bogdánov consisten en que: 

«El autor no tiene nada de común con esa escolástica que muchas veces lleva a los redactores de manuales a ingeniarse en las «definiciones» y en el análisis de algunos aspectos de cada definición; y, al mismo tiempo, su exposición, lejos de perder, gana claridad, y el lector, por ejemplo, obtiene nociones precisas de una categoría como la de capital, en su significado social e histórico. Esa concepción de la economía política como ciencia de los sistemas de producción social en su desarrollo histórico es, en el Curso del señor Bogdánov, la piedra angular a lo largo de toda su exposición». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Reseña del libro de A. Bogdánov «Curso breve de la ciencia económica» de 1897, 1898)

Aun con todo, no podemos decir que el señor Bogdánov se mantuviera consecuente con las posturas científicas expresadas al principio de la obra. Pues como bien se sabe, en los siguientes años empezaría a virar a posiciones filosóficas oscurantistas, místicas, donde eclécticamente intentaría combinar la filosofía de Ernst Mach con la de Marx de una manera desastrosa. Entrando en polémica con los jefes del partido, primero con Plejánov y luego con Lenin, este último se vería obligado a recuperar −de manera crítica− las excelentes nociones de ciencia de Dietzgen, las cuales se asemejan bastante a lo que Bogdánov escribió en el 1897 y bastante poco a lo que escribiría más tarde. En materia de partido también resultaría alguien poco fiable puesto a que encabezaría la futura escisión de 1908 entre los bolcheviques de los «otzovistas», arrastrando al partido a volver a debatir asuntos ya tratados en los años previos. Por último, en cuestiones artísticas encabezaría entre 1918 y 1920 ese snobismo que tanto caracterizó a Proletkult.

Como dato al lector, este ha de saber que Bogdánov nunca se desprendió del misticismo que le influyo el «empiriomonismo» y el «machismo». Esto haría que este dedicara sus últimos años de vida a la búsqueda de la «juventud eterna», la cual estaba convencido de que se hallaba en la sangre joven −aclaramos: él lo creía de verdad, esto no es ninguna broma nuestra−. Este razonamiento le llevo a dedicar los últimos años de su vida a conducir experimentos sanguíneos que acabarían con su vida en 1928, pues recibió una transfusión de un individuo afligido de malaria y tuberculosis con el que tenía incompatibilidad sanguínea, dicho fenómeno siendo aun relativamente desconocido en aquella época.  

Sea como fuere, la mala fama que se ganó no conllevó un desprestigio de sus pasados méritos. Según Lenin, tanto la estructura como la exposición de dicha obra debía ser el modelo sobre «cómo se debe exponer la economía política». Fueron estas consideraciones de Lenin las que produjeron que: a) La obra se reeditara en 1919, en plena guerra civil. b) Se realizase una traducción al inglés para beneficio de los partidos de la Internacional Comunista; c) Durante las discusiones sobre la redacción de los manuales de economía política soviéticos, en 1937, el Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética emitiese unas resoluciones donde explícitamente se declaraba: «El manual ha de inspirarse en el «Curso breve» de Bogdánov». Véase la obra de Vijay Singh: «Stalin y la creación de la economía política del socialismo» (1998). 

Santiago Armesilla y sus ciencias «categorialmente cerradas»

¿Pueden sorprendernos los «reconstitucionalistas» con tales declaraciones? No cuando uno no espera milagros de la estulticia humana. Mismamente, Santiago Armesilla, discípulo de Gustavo Bueno y su «materialismo filosófico», también niega la categoría de ciencia al marxismo porque, según él:

«Si el marxismo fuese una ciencia en el sentido de categorialmente cerrada, que es la que permite afirmar que la física, la geometría o la biología son ciencias; y no solo como sinónimo de sabiduría, porque entendiendo a la ciencia como sabiduría cualquier saber técnico sería «ciencia» −artesanía, bricolaje, cocina, etc.−, ¿no habrían explicado sus fundadores, Marx y Engels, el método?». (Santiago Armesilla; Facebook, 28 de agosto de 2021)

Que en pleno siglo XXI se diga que existen ciencias «categorialmente cerradas» es un sin sentido, más allá de delimitar el tema de estudio y formas de abordarlos −pues nadie dirá que la sociología y la química se ocupan de lo mismo y emplean los mismos métodos−. ¿A qué nos podemos referir por una ciencia «categorialmente cerrada»? Cuando una ciencia comparte métodos con otras cercanas, como ocurre entre la historia y la sociología, ¿a qué asistimos, a una «brecha»? Y cuándo una ciencia nace de otra, como la paleografía de la historia, ¿qué acontece aquí, el derrumbe de ese «cerrojo»? Más bien lo que tenemos aquí es la «brecha» y «derrumbe» del mal llamado «materialismo filosófico» de Gustavo Bueno y la desacreditación de sus subvencionados palmeros. Engels expresó de forma correctísima tal interdependencia, lo que hoy se ha llamado como el «carácter interdisciplinar de las ciencias», ya mencionado en capítulos anteriores:

«Al llamar a la física la mecánica de las moléculas, a la química la física de los átomos, a la biología la química de las albúminas, deseo expresar la transición de cada una de estas ciencias a la otra y por lo tanto la conexión, la continuidad y también la distinción, la ruptura entre los dos campos. La biología no equivale así a la química y, al mismo tiempo, no es algo absolutamente separado de ella. En nuestro análisis de la vida encontramos procesos químicos definidos. Pero estos últimos ahora no son químicos en el sentido propio de la palabra; para comprenderlos debe haber una transición de la acción química ordinaria a la química de álbumes, que llamamos vida». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)

Volviendo al señor Armesilla, este adopta una posición donde el marxismo sí bebe de las ciencias, pero no es ciencia, otro absurdo que nada aclara, y que recuerda a la sentencia de la LR vista atrás:

«El materialismo histórico, que es el verdadero marxismo, no puede implantarse políticamente si su metodología no parte de saberes científicos. Pero esto no lo convierte en una ciencia». (Santiago Armesilla; Facebook, 28 de agosto de 2021) 

Así pues, parece que estábamos equivocados… la filosofía marxista, es decir, el materialismo histórico y dialéctico, estaría así en tierra de nadie, pues ni sería una ciencia ni dejaría de serlo, en tanto que, según él, no es una ciencia pese a que se valga de esta (?). Esta es una posición muy parecida a la que mantuvo un famoso pensador británico, Bertrand Russell, quien, anótese de pasó, en los años 20 sufrió una vertiginosa transformación, pasando de ser un fervoroso simpatizante del «experimento bolchevique» a uno de los intelectuales más anticomunistas del momento. En este caso, la «filosofía analítica» de Russell consideraba a la filosofía a medio camino entre teología y ciencia:

«La filosofía, tal como yo la concibo ocupa un lugar intermedio entre la teología y la ciencia. De una parte, coincidiendo con la teología, cavila en torno a problemas acerca de los cuales no ha sido posible adquirir hasta hoy un conocimiento exacto; de otra, al igual que la ciencia, apela a la razón humana más que a la autoridad, arraigada en la tradición o en la revelación». (Bertrand Russell; Historia de la filosofía occidental, 1945)

Fruto de esta mente caótica, Armesilla escribía lo siguiente dejando perplejo a los licenciados en psicología, pues habría llegado a la conclusión de que:

«@armesillaconde: La psicología no es una ciencia». (Santiago Armesilla; Twitter, 5 de febrero de 2020)

Como bien define la RAE, la «psicología» se puede definir como la: «Ciencia o estudio de la mente y de la conducta en personas o animales». Nada que objetar aquí. Al parecer, como es muy común, se confunde el bajo nivel de desarrollo, el lastre filosófico que arrastra dicha esfera o su periodo de estancamiento reciente, con su esencia y aspiraciones. Esto es «entendible» si observamos que en los libros obras del campo que han formado a miles de profesionales de salud como la obra del señor David G. Myers «Psicología» (1986), todavía se consideraba al «psicoanálisis» de Freud como una corriente «opcional» entre muchas tantas para tratar de interpretar los problemas psicológicos del sujeto. Todo esto, insistimos, en un «prestigioso manual» para psicólogos en el cual estos podían elegir cual corriente deseaba utilizar para encarar los problemas del paciente, como si uno estuviera leyendo un cuento para niños de «elige tu propia aventura». Ahora, una cosa es esa y otra es declarar que la psicología no es científica en base a tales pretextos, pues sería como decir que la geología no es como tal una ciencia porque estaba mucho más atrasada en el siglo XIX que la mecánica, o porque existía un puñado de geólogos que aseguraban con toda firmeza que la formación y sucesión de capas respondía a las decisiones y designios del «Altísimo». Traer como pruebas estos hechos no aclaran nada, y, en definitiva, son sumamente falsarios. En resumidas, es no entender que, como dijo Marx en el prólogo a su obra «El capital» (1867): «En todas las ciencias la iniciación resulta siempre difícil». 

Huelga decir cómo los principales pedagogos, psicólogos y filósofos marxistas han fustigado el psicoanálisis desde sus inicios aun cuando estaba de moda y era oficializada, véase para ello las obras de Politzer, Vygotsky o Luria. En cualquier caso, si la psicología fuese una pseudociencia en su totalidad, habría que tirar por la borda manuales como el del psicólogo Rafael García-Ros «Aprendizaje y desarrollo de la personalidad» (2010), el cual recoge los principales estudios y experimentos recientes que, más allá de sus limitaciones −que no negamos−, han corroborado una y otra vez cómo se producen todo tipo de hitos cognitivos en cuestiones de memorística, capacidad espacial, asociativa, etcétera, así como todo tipo de técnicas de aprendizaje que presentan mayor o menor validez. De forma indirecta, esto implicaría reconocer también que la pedagogía, la didáctica y otras tantas ramas se fundan en la libre apetencia del autor, y que son la imaginación y la capacidad de improvisación del sujeto lo más importante, sino lo único.

De hecho, lo mismo podríamos afirmar en torno a la economía, ¿acaso habría que declararla como «una gran estafa», como otra «pseudociencia», solo porque en gran parte de los manuales del mundo capitalista aparezcan como referentes las figuras y teorías de los economistas burgueses? Aplíquese exactamente lo mismo para las ciencias naturales, donde físicos, químicos y biólogos introducen de tanto en tanto de contrabando todo tipo de especulaciones y delirios. Donde, como anotó Engels en «Dialéctica de la naturaleza» (1883), los más grandes científicos de su época mezclaban importantes descubrimientos con teorías y creencias espiritistas. Y así podríamos seguir repasando una larga lista de campos. A colación de esto podríamos repasar unas curiosas palabras del historiador Pierre Vilar cuando se enfrentó frente a la incomprensión de algunas personas no muy familiarizadas con su campo:

«¿Cree usted que la historia es una ciencia?» Respondí, molesto, «Si no lo creyese no me dedicaría a enseñarla». No es que quisiera liquidar un gran problema epistemológico mediante una humorada. Lo que quería era afirmar que no habría elegido el oficio de historiador si hubiera creído que tan sólo iba a parar a unas verdades dudosas, o inútiles. En cambio, si este oficio me ayuda a definir y a penetrar una materia aún mal explorada, la materia social, ¿por qué no puedo llamarlo «ciencia», como si las otras «ciencias», sobre otras materias, procedieran de modo diverso? (…) Comprender el pasado es dedicarse a definir los factores sociales, descubrir sus interacciones, sus relaciones de fuerza, y a descubrir, tras los textos, los impulsos −conscientes, inconscientes− que dictan los actos. Conocer el presente equivale, mediante la aplicación de los mismos métodos de observación, de análisis y de crítica que exige la historia, a someter a reflexión la información deformante que nos llega a través de los «mass media». «Comprender» es imposible sin «conocer». La historia debe enseñarnos, en primer lugar, a leer un periódico». (Pierre Vilar; Introducción al vocabulario histórico, 1980)

Los desvaríos de los profesionales de Historia y Geografía como reflejo del estado paupérrimo de las ciencias sociales

¿A qué se refería exactamente Pierre Vilar con la última cita? ¿Estaba dando por hecho que las «ciencias» son una «ficción» de los historiadores, un «relato entre tantos» del «poder», una «forma más de conocimiento tan valida como cualquier otra», como diría el historiógrafo posmoderno Keith Jenkins, que luego veremos [*]? En absoluto, no van por ahí los tiros:

«Merece la pena recordar que todas las ciencias se han elaborado a partir de interrogantes dispares, a los que se fue dando sucesivamente respuestas cada vez más científicas, con puntos de partida, saltos hacia adelante y retrocesos, pero nunca, como se dice hoy en día con demasiada frecuencia bajo la influencia difusa de Bachelard y Foucault, con «cortes» absolutos entre las respuestas no científicas y las respuestas científicas. (…) Es cierto que las ciencias humanas, precisamente porque tratan del hombre, de sus intereses, de sus instituciones, de sus grupos, y porque dependen de la conciencia −tan a menudo falsa− que los hombres tienen de ellos mismos, llevan un retraso respecto a las ciencias de la naturaleza. Es una banalidad recordarlo. Pero limitémonos a evocar la física del siglo XVIII con sus falsos conceptos y sus curiosidades pueriles, y el retraso de la historia nos parecerá menos cruel. Intentemos, pues, ver de qué forma el modo de conocimiento histórico ha progresado, progresa y puede progresar hacia la categoría de ciencia». (Pierre Vilar; Introducción al vocabulario histórico, 1980)

En efecto, en el campo de la docencia e investigación existen multitud de profesores e historiadores que no consideran a la historia una ciencia. ¿Será esto posible en pleno siglo XXI? Por desgracia es el pan de cada día. Mismamente, el hecho de que Santiago Armesilla, una caricatura andante, haya logrado ser nombrado Doctor de Economía Política y Social por la Universidad Complutense de Madrid, ya indica qué bajo está el nivel educativo y cuan poco cuesta conseguir un título académico hoy día. En el caso de los historiadores y geógrafos esto es todavía peor, pues al rechazar tratar a sus respectivas disciplinas con el debido respeto a sus fundamentos científicos conocidos, están poco menos que pegándose un tiro en el pie, reduciendo la calidad de sus producciones y poniendo la primera piedra para que sus disciplinas sean diluidas o eliminadas de las aulas. En el caso de la historia, se ha ido reduciendo a una disciplina basada en la erudición de anécdotas y memorística, o en su defecto, a una mezcolanza de metodologías e interpretaciones tan variopintas que invitan al relativismo, a que el espectador cuestione su utilidad real −y no le culpamos por ello−. 

Cuando decimos que la ciencia histórica o geográfica está en un estado paupérrimo, no nos referimos a los conocimientos que, por fortuna, la humanidad ya ha hallado y acumulado, y que en muchas ocasiones es negado, relativizado o silenciado, en absoluto. Hacemos hincapié, más bien, en el gran caudal de información disponible y en las nuevas fuentes de investigación modernas que son desperdiciadas; a los pocos trabajos se interés que se efectúan −que o bien repiten lo mismo que ya se sabe, o son tan defectuosos que el resultado es verdaderamente lastimoso para lo que se intuye que se podría haber alcanzado−; y también, cómo no, estamos haciendo mención a la poca seriedad a nivel filosófico y político que nuclean todas las producciones de historiadores y geógrafos. ¿Pero para qué hablar en abstracto si podemos concretar con paradigmas que pueden llegar a ser muy ilustrativos? Pongamos unos breves ejemplos para que el lector sepa mejor a qué nos referimos.

El respetadísimo Joaquín Prats, catedrático en la Universidad de Barcelona y Doctor en Historia Moderna, declaró lo siguiente en su «¿Qué son las ciencias sociales?» (2011) en relación a la definición de «ciencia»: «El único consenso que hemos logrado es el ser considerado una de las formas privilegiadas de obtener conocimiento, aunque no la única»; pues «se puede llegar a las mismas conclusiones explicativas tanto mediante un proceso científico como por otros caminos». De hecho, si el señor Armesilla excluye a la psicología como ciencia, el señor Prats hace lo propio con el contenido de la «didáctica», la cual considera que se ha construido por caminos ajenos a la ciencia −¡la suya sin ninguna duda!−. También subrayó que hay quienes «han planteado la dificultad de alcanzar resultados científicos en el campo social», citando como «referencia obligada» a las presuntas «contribuciones» de Popper, Kuhn, Feyerabend, Marcuse y Foucault contra la «razón instrumental» y el fantasma del «positivismo» −¿se dan cuenta, una vez más, cómo el discurso no se diferencia ni un ápice del que sostienen los «reconstitucionalistas»?−. Como prueba de la ruptura del hechizo del «cientificismo», el señor Prats comentó que en las ciencias sociales, a diferencia de las ciencias naturales, el objeto de estudio es mucho más activo y complejo, incluso se conoce así mismo, dificultando el acceso al conocimiento −¡vaya descubrimiento!−. 

Esto coincide grosso modo con lo que espetó su colega de profesión, Francisco García Pascual, Doctorado en Geografía y docente de la Universidad de Extremadura. Pues en su artículo «Geografía, una ciencia de desinterés» (2011) afirmó que: «No existe una definición de geografía que esté ampliamente aceptada por la comunidad de geógrafos, ni y ello es importante, tampoco están nítidamente delimitados sus límites», considerándose una «ciencia ecléctica»; pero ahí no acaba todo, pues, según él, «lo que es indudable es que, hoy en día, transcurrida la etapa posmoderna e incubándose la reacción múltiple a esta», al parecer hay que enorgullecernos porque «coexisten diferentes paradigmas en la ciencia geográfica, y una pléyade de enfoques en el seno de estos paradigmas». 

Isidoro González Gallego, catedrático de Didáctica de las Ciencias Sociales en la Universidad de Valladolid, escribió lo siguiente en su artículo «El currículum de ciencias sociales en Geografía e Historia» (2011): «La mayoría de ciencias son predictoras, su estudio presupone que va a pasar», pero, según él, esto «tampoco ocurre con la geografía y la historia», pues «solo estudiamos situaciones finales». Insistimos, esta tendencia no solo se observa en historiadores y geógrafos. Margarita Limón Luque, profesora de la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Madrid, comentaba lo siguiente en su texto: «El fin de la historia en la educación obligatoria» (2008): «La historia es una disciplina en la que coexisten diferentes epistemologías», en donde «esa coexistencia de enfoques» no sería «una característica exclusiva de la historia», pues «ocurre también, por ejemplo, en la psicología». En fin… ¡tantos títulos y condecoraciones para acabar diciendo las mismas sandeces que toda la ralea del mundo intelectual!

Nos gustaría preguntarles a estos caballeros un par de cosas. En primer lugar, si tras su epifanía personal con el «posmodernismo», consideran que la «historia» es solo un cúmulo de hechos −ya «finalizados»− muy problemáticos, que pueden ser libremente tramitados e interpretados de mil maneras −no solo con los principios científicos−, y que tampoco guardan demasiada conexión con el presente y futuro −salvo por lo que quiera decir la «convención del momento», fabricada desde las «instancias del poder»−, ¿en qué se diferenciarían el trabajo de un historiador para con los hechos históricos de la labor de un escritor de una novela de ambientación histórica −inspirada tanto con presuntos elementos de «verdad», como otros de especulación y fantasía−? ¿No debería decretarse sin más que la historia ha fracasado y que ha de disolverse dentro de la literatura, siendo considerada como un «relato de ficción» más? En segundo lugar, si estos hombres «progresistas» están tan preocupados por el destino del planeta y sus amenazas, ¿cómo se tomará cartas en el asunto, si, según ellos, la «geografía» −y dentro de ella la «climatología»− «no puede predecir» nada? ¿Cómo se cotejará el avance de los hielos, la lluvia ácida, la desertificación o la contaminación de las aguas, si no es con la «geografía física»? ¿Qué debemos concluir entonces, que el cambio climático es solo un invento o negocio, como difunden los grupos neoconservadores y conspiranoicos? ¿Cómo combatir la gentrificación, como se desarrollará la futura planificación urbana, la explotación o no de nuevos yacimientos, si no es a través de la rama de la «geografía humana»? Como se acaba de comprobar, las ideas de estos «expertos» en «ciencias sociales» no solo no resiste el menor análisis, sino que son profundamente incoherentes, hasta el punto que cualquier transeúnte las tomaría por meras estupideces.

Esto para nada es nuevo ni original. En 1888 Engels reportó que ya existían tipejos de este estilo, quienes, dado que se había demostrado las insuficiencias de los economistas de la escuela clásica, ahora pregonaban que lo mejor era prescindir en general de toda «ciencia» o terminaban abrazados a cualquier nueva moda:

«Quiere usted conocer la razón de por qué la economía política se encuentra en un estado tan lamentable en Inglaterra. En todas partes sucede lo mismo; hasta la economía clásica, hasta los mercachifles más vulgares del librecambio, son tratados con desdén por la trivial «mentalidad superior» que puebla las cátedras universitarias. Esto se debe en gran parte a nuestro autor; él mostró las peligrosas consecuencias de la economía clásica, y ahora la gente descubre que, al menos en este terreno, se marcha con mayor seguridad cuando se renuncia a toda ciencia. Esta gente ha deslumbrado con tanta eficacia al filisteo común que en Londres actualmente pueden aparecer muchos individuos −se llaman «socialistas»− que afirmen haber refutado completamente a nuestro autor oponiendo a su teoría la de Stanley Jevons». (Friedrich Engels; Carta a Danielson, 15 de octubre de 1888)

¿Por qué ocurre esto? Porque, tanto ayer como hoy existe una profunda falta de formación y de escrúpulos entre estos profesionales de las ciencias sociales. A poco que uno revise todos estos artículos modernos verá que todo se reduce a exposiciones descriptivas −y a veces muy inexactas− de autores tan contrapuestos como Comte, Marx, Weber, Russell, Villar, Derrida o Sokal, donde deja al lector más confuso aún que al comienzo. Todo esto refleja muy bien aquel proceso de degradación que Friedrich Engels comentó en su «Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana» (1886): «En el campo de las ciencias históricas, incluyendo la filosofía, con la filosofía clásica ha desaparecido de raíz aquel antiguo espíritu teórico indomable, viniendo a ocupar su puesto un vacuo eclecticismo y una angustiosa preocupación por la carrera y los ingresos, rayana en el más vulgar arribismo». Fenómenos que ya hemos analizado en otras ocasiones. Véase la obra: «La cuestión educativa y el liberalismo de la «izquierda» (2021).

Para Alberto Garzón el marxismo ni siquiera tiene un método

Por su parte, el honorabilísimo Ministro de Consumo, Alberto Garzón, a su vez duras penas jefe en Izquierda Unida (IU) y segundón en Unidas Podemos (UP), también intentaba advertirnos de la sobrestimación del marxismo con las mismas paparruchas que usan sus supuestos antagonistas, los posmodernos. En primer lugar, aseguraba que el marxismo no tiene un método definido (sic), coincidiendo con el señor Armesilla: 

«No existe, en consecuencia, tal cosa como un método marxista único. Mucho menos Marx o Engels elaboraron una guía epistemológica para que se trabajara dentro de un corpus ortodoxo». (Alberto Garzón; ¿Es el marxismo un método científico?, 2018)

Al que conozca las lecturas que acostumbra a recomendar el señor Garzón, nada de esto le será nuevo. Él mismo no esconde su afinidad y «aprendizaje» por la obra de Francisco Fernández Buey, antiguo discípulo de Manuel Sacristán, ideólogo clave del eurocomunismo. ¿No nos creen? Compruébenlo: 

«Él [Marx], que no pretendió construir una filosofía de la historia, y que así lo escribió en 1874, tuvo que ver cómo la forma y la contundencia que había dado a sus afirmaciones sobre la historia de los hombres hicieron que, ya en vida, fuera considerado por sus seguidores sobre todo como un filósofo de la historia». (Francisco Fernández Buey; Marx sin ismos, 1998) 

Por lo visto, el señor Garzón desconoce que literalmente ese «método científico» es explicado pormenorizadamente por Marx en obras como «Elementos fundamentales para la crítica de la economía política» (1858), donde tras aclarar los errores de la economía política clásica concluyó: «Este último es, manifiestamente, el método científico correcto». ¡Vaya! Qué inesperada sorpresa. Además, en la introducción de 1873 a su obra «El capital» (1867), en donde un autor describió su forma de crear la obra con bastante acierto, Marx respondió sorprendido: «Pues bien, al exponer lo que él llama mi verdadero método de una manera tan acertada», y además se preguntaba retóricamente, «¿y qué hace el autor sino describir el método dialéctico?». Es, por esto que, Engels, en relación a la obra maestra de Marx, dijo lo siguiente en esa serie de artículos de promoción:

«Pero lo que esta obra de que hablamos nos presenta es una teoría sistemática, científica, frente a la cual no es la prensa diaria, sino la ciencia, la que tiene que decir la última palabra». («Elberfelder Zeitung», 2 noviembre 1867, núm. 302)

¡Vaya! Al parecer también el señor Fernández Buey desconoce que literalmente Marx sí pretendía crear una «filosofía de la historia». ¿Afirmamos esto tan solo apoyándonos en lo que expresa al respecto Engels, ya sea en el «Anti-Dühring» (1878), o en sus diversas cartas y prólogos al respecto? Pues no, lo afirmamos basándonos también en el capítulo: «Feuerbach. Contraposición entre la concepción materialista y la concepción idealista», de su obra «La ideología alemana» (1846), donde es el propio Marx −junto a Engels− el que expone su concepción materialista de la historia. ¿Han leído ustedes, señor Armesilla, señor Garzón, señor Fernández, señor Sacristán… estos documentos primarios, y más aún, han hecho el esfuerzo por comprenderlos? No lo parece. Visto lo visto, Alberto Garzón es de aquellos que quieren todo machacado, y que le lleven de la mano en cada página, por eso se asusta cuando en algún momento el autor no le advierte que al analizar esto y lo otro de esta misma forma está «revelando un método». ¡Necesita que se lo digan abiertamente una y otra vez! 

Finalmente, el señor Garzón, al igual que los «reconstitucionalistas» y los «armesillistas», acaba enredándose en su propio relato ficticio. Si bien no considera al marxismo como una ciencia, sí considera que ha «resistido bien el paso del tiempo», pues sus teorías fundamentales tienen total actualidad, como fiel reflejo de la realidad:

«Una de esas cosas que explica muy bien la tradición marxista es la evolución a largo plazo de un sistema económico como el capitalismo. (…) Es posible que no podamos afirmar, como Engels, que el marxismo sea socialismo científico o ciencia. Pero sí podemos decir, con más humildad, que Marx «sencillamente, identificó ciertas características del capitalismo muy resistentes al cambio que, por supuesto, no excluyen cualquier otro rasgo complementario». (Alberto Garzón; ¿Es el marxismo un método científico?, 2018)

El señor Garzón incurre en lo mismo que todos los revisionistas: en ningún momento explica cómo el marxismo logró esa «identificación» de «ciertas características del capitalismo», como predijo esa «evolución a largo plazo» de su sistema. ¿Cómo fue posible tal cosa? ¿Estudio metodológico, especulación, intuición, plagio, fortuna? ¿Acaso se sentaron Marx y Engels a jugar al «pachinko» del azar económico y simplemente tuvieron «mucha suerte»? Pues eso parece porque, según su maestro Fernández Buey, el bueno de Marx solo pretendía criticar por la crítica en sí, como si fuera un acto que no tuviera un fin superior alguno más allá de ajustar cuentas y polemizar con alguien:

«Él, que despreciaba todo dogmatismo, que tenía por máxima aquello de que hay que dudar de todo y que presentaba la crítica precisamente como forma de hacer entrar en razón a los dogmáticos, todavía tuvo tiempo de ver cómo, en su nombre, se construía un sistema filosófico para los que no tienen duda de nada y se exaltaba su método como llave maestra para abrir las puertas de la explicación de todo». (Francisco Fernández Buey; Marx sin ismos, 1998) 

Entendido queda que, según este caballero, Marx, en su crítica a los jóvenes hegelianos, no estaba construyendo su sistema propio en base a superar los defectos de la filosofía predecesora… ¿resultó que solo estaba intentando hacerles «entrar en razón»? Esto debe ser el equivalente filosófico a una joven que mediante el diálogo intenta convencer a su expareja para que reflexione sobre sus malos actos, advirtiéndole que esta es la única forma para que vuelvan a estar juntos algún día. Es más, siguiendo con el símil amoroso, esta situación surrealista en la que aquí se asocia a Marx −como un hombre que no sistematiza nada al aprender de sus errores−, sería como proponer que uno, tras salir de una «relación tóxica», se deshace de sus viejas concepciones equivocadas −su relación con el hegelianismo−, pero no para crear una base sólida y sana para una futura relación, sino simplemente para conformarse con ser una «hoja movida por el viento», un individuo sin «ataduras» que va improvisando su próximo escarceo amoroso, porque ha llegado a la conclusión que eso es lo que «le hace libre». No obstante, como bien sabemos, tanto en la filosofía como en el amor, la indefinición nunca trae nada nuevo ni beneficioso para el sujeto. Esto bien lo supieron los Eduard Bernstein, Conrad Schmidt, Georges Sorel y compañía, quienes a causa de su «incontinencia» o «ingenuidad» no se pudieron resistir a acabar seducidos por los «encantos» de Kant, Spencer, Bergson, etcétera, para vergüenza de ellos.

Todos estos filósofos de pacotilla se han valido de palabras fetiche como «dogmatismo», «ortodoxia», «burocracia», «esquematismo», «jerarquía», «ideología», «sistema», «doctrina», «autoridad», etc., en un sentido peyorativo y subjetivo para amenazar y amedrentar a quienes no aceptasen someterse a su dictadura de la hipocresía. Se ha llegado a un punto en que ni siquiera sus seguidores saben exactamente qué quieren decir con tales palabros, o cotidianamente le han dado un uso tan retorcido y arbitrario que han perdido su significado original, siendo parte de un «neolenguaje» solo revelado para una casta intelectual de elegidos. En todo caso, entre sus círculos lo aceptan, porque son como mantras que repiten entre los miembros de su selecta comunidad para aparentar que son más «sabios» y «libres» que nadie, que son los únicos que se elevan por encima de los convencionalismos, ya que pueden utilizar conceptos y categorías con los que analizar el mundo desde «otra perspectiva» muy superior. La mayoría de veces, lo que esconde este uso interesado de las palabras es causar una impresión psicológica de respeto y pavor, un intento rápido y barato de dar carpetazo a la cuestión sin demasiado esfuerzo, algo ante lo cual solo capitularán las mentes pusilánimes. Muchos gurús denominan continuamente que tal o cual ordenación es sumamente «reduccionista», pero no ofrecen pruebas de las aristas que dicho autor debería limar para acotar y precisar sin vulgarizarlo todo; se califica a otra explicación de totalmente «esquemática», pero tampoco se ofrecen alternativas para indagar qué aspectos importantes se han dejado en el tintero. Son como el famoso perro del hortelano, «ni comen ni dejan comer». La otra alternativa, a la que acuden con premura y frecuencia, es aquella de presentar como «original», «rupturista» y «superador» los mismos desechos filosóficos de siempre; ante lo cual esperan la genuflexión de todo el mundo del saber.

Retomemos con el señor Garzón, el cual, al no ser capaz él ni de buscarse sus propias metáforas, continúa donde su admirado maestro Fernández lo dejó. Cual sociólogo ecléctico, solo propone salvar del marxismo tradicional la parte «no dogmática», la cual, por supuesto, él gustosamente nos seleccionará sin justificación ninguna, conjugándola con un poco de esto y un poco de aquello:

«Recuperar el materialismo histórico, en una versión suavizada, como instrumento útil para la ciencia social. (…) El marxismo no es, en suma, la llave que abre todas las puertas. El marxismo es, más bien, una humilde herramienta para el análisis social y también para la práctica política». (Alberto Garzón; ¿Es el marxismo un método científico?, 2018)

Entonces ¿a qué queda reducida la utilidad del marxismo según el señor Garzón? A elogios ambiguos y vacíos para así, tras marear la perdiz, renegar de él. Esta es como la vieja táctica centenaria de declararse «marxista» para añadir un «heterodoxo» al final, como hizo el señor Karl Korsch, el cual tras una vida repleta de charlatanería renunció al marxismo de arriba abajo en su «Diez tesis sobre el marxismo hoy» (1950). Este fenómeno, tan típico entre los «pensadores», es realmente dantesco, a cada cual intentando ser menos «dogmático» que el anterior. Ellos pretenden ser así no vaya a ser que, por aceptar mínimamente algún axioma, se caiga en el «escolasticismo», se resucite sin querer el espíritu del «autoritarismo stalinista» y este vuelva a infundir terror y agonía en el alma de los «hombres libres». Según este cuadro idílico, hoy la ciudadanía española disfrutaría muy tranquila de las mieles de su flamante democracia con Unidas Podemos y el «gobierno del cambio» al frente de la gobernanza, aunque, eso sí, sin que los trabajadores puedan pagar la factura de la luz, al igual que sus familiares desempleados con los ERTE y sus hijos perdidos en la ludopatía de las casas de apuestas. Pero, ya se sabe, como dijo el último gurú de la socialdemocracia, Pablo Iglesias, no nos queda otra, porque: «¡En política las contradicciones no se superan, se cabalgan!».

Volviendo al tema… aquí habría que apuntar varias cosas más de sumo interés. Evidentemente, el hombre desde que es hombre no comienza a conocer la realidad solamente desde el instante en que el marxismo hace su aparición, varios miles de años después. Sin embargo, al igual que no comparamos la capacidad productiva o la inteligencia de un «Homo Australopithecus» con un «Homo Sapiens», lo lógico es que a la hora de conocer la realidad tampoco vayamos a comparar el sistema del marxismo con el que ofrecen otras corrientes previas, como el kantismo o el hegelianismo. A esto añádase que, por supuesto, si aún estamos cuerdos, mucho menos lo haremos con otras «desagradables mutaciones» muy posteriores que se pierden en los «albores irracionales de nuestra especie», como el vitalismo o el propio posmodernismo, que, de tratar de adaptarlas a todas nuestras necesidades de forma absoluta −cosa que nadie hace por motivos lógicos−, supondría volver casi al estado de bestialidad, a la época de las cavernas. Cuando el señor Garzón habla del marxismo como una «humilde llave» para el análisis social, nos gustaría preguntarle algo, puesto que en su artículo este portero chismoso desea probar a abrir las puertas del conocimiento con todo su juego de llaves: Kant, Popper, Kuhn, etcétera. ¿Acaso considera usted a todas estas llaves como «iguales» o están por encima de la «llave maestra» del marxismo? Bien pues eso parece:

«Lo que se cuestiona es la vigencia de una suerte de modelo canónico que toda disciplina debería asumir». (Alberto Garzón; ¿Por qué soy comunista?, 2017)

Es posible que se nos mencione la típica perorata: «¡Pero es que es cierto! ¡El marxismo no es capaz de captar todos los ángulos de la realidad!», razón por la que inmediatamente recomiendan unirlo a la perspectiva de este o aquel movimiento político, corriente filosófica o moda sociocultural. Pero hemos de preguntarnos de nuevo, ¿la realidad, cuál realidad? Si es la realidad en general, la única cosmovisión que ofrece una interpretación fiel de la misma es el «materialismo dialéctico». ¿De la realidad social? El «materialismo histórico», y punto, no hay otra alternativa, el resto de «lentes» han demostrado tener miopías severas como para que nos acompañen en caminos tan empedrados como los que deseamos recorrer. Y si el señor Garzón responde: «Ya, pero es que el marxismo no tiene en cuenta este aspecto específico, que mi propuesta concreta sí contempla», pues entonces enhorabuena, céntrese usted en ese aspecto extremadamente puntual de la realidad social y desde una óptica tan corta de miras y ya nos dará cuenta de qué frutos obtiene con las «gafas transversales» del psicoanálisis, del estructuralismo, del existencialismo, del ecosocialismo, del feminismo, del keynesianismo, y un infinito etcétera. 

En todo caso, el comunismo es el movimiento que tiene como fin la abolición de las clases sociales. En este sentido, el lector habrá de saber que, en lo referido a Alberto Garzón, eso es a lo que él dice aspirar mientras forma parte del bochornoso Gobierno de Pedro Sánchez desde 2020. Desafortunadamente para él, ni Marx, ni Engels, ni sus discípulos han promovido jamás un movimiento condescendiente con el eclecticismo doctrinal. Muy por el contrario, la laxitud de pensamiento y acción siempre se ha identificado como un obstáculo para poder lograr un conocimiento real del estado de las cosas, para guiar al pueblo hacia ese objetivo final:

«El eclecticismo no desaparecerá pronto, ya que no es solo el efecto de la confusión intelectual, sino la expresión de una determinada situación. (…) Cuando unos pocos intelectuales más o menos socialistas se dirigen a un proletariado ignorante, descortés, en buena parte reaccionario, es casi inevitable que razonen teóricamente como utópicos y operen prácticamente como demagogos». (Antonio Labriola; Carta a Friedrich Engels, 2 de octubre de 1892)

Nosotros ni siquiera deberíamos dar un voto de confianza a este tipo de elementos, ya que la hipocresía de esta gente clama al cielo. En el caso de este individuo sale a relucir por sí sola: si bien Alberto Garzón ha declarado una «cruzada contra el posmodernismo», por otro lado, hace décadas que se ha echado a los brazos del feminismo. ¡Sí! Justamente cuando uno y otro, posmodernismo y feminismo, son hoy uña y carne. Su pálida figura política queda aún más en evidencia cuando desde 2016 ha venido trazando una coalición electoral con Podemos, partido liderado por todo tipo de apologetas de la teoría del «precariado» y otras monsergas posmodernas, con lo cual no puede haber mayor nivel de cinismo e inconsistencia en tal discurso «antiposmoderno». Véase nuestro capítulo: «La teoría del «precariado» y el «rol revolucionario» del «lumpen» según Podemos» de 2020.

En la Rusia del siglo XIX los «populistas» como el señor Mijailovski también se mofaban de las ideas de Marx, reclamándole que pese a sus supuestas «pretensiones totalizadoras» sobre la historia, en verdad no había logrado «resolverlo todo». ¡Qué inesperado! ¿Qué contestaba Plejánov ante insinuaciones tan estúpidas?

«Pero, en el «El Capital», según lo hace notar el señor Mijailovski, «se trata únicamente un solo período histórico, y aun dentro de esos marcos, el tema, ni aproximadamente está exhausto». Esto es cierto. Pero, una vez más volvemos a recordarle al señor Mijailovski, que el primer signo de un intelecto culto reside en saber cuáles son las exigencias que se pueden presentar a los hombres de ciencia. Marx, decididamente, no pudo haber abarcado, en su investigación, todos los períodos históricos, exactamente igual que Darwin no pudo haber escrito la historia de todas las especies animales y vegetales». (Gueorgui Plejánov; La concepción monista de la historia, 1895)

Todo esto recuerda en demasía a las reflexiones del intelectual italiano Enzo Traverso, en su obra «Marx, la historia y los historiadores. Una relación para reinventar» (2018), quien rechazaba los aspectos del marxismo que, según él, claro, lo han convertido en «una corriente con concepciones teleológicas y totalizadoras de la historia». Especial mención para comentarios como el de señalar con el dedo acusatorio a ese Marx del «célebre «Prólogo» de 1859 a la «Contribución a la crítica de la economía política», el cual para el señor Traverso «fue canonizado por la historiografía positivista −con la ayuda de Engels y Karl Kautsky− y cuyo pensamiento fue transformado en escolástica» −¡vaya! ¡otro comentario que bien podría haberlo firmado la LR!−. En cambio, casualmente −nótese la ironía− valoraba muy elogiosamente a los autores posteriores como «Georg Lukács, León Trotski, Antonio Gramsci o José Carlos Mariátegui», que en su mentalidad fantasiosa serían los verdaderos «revitalizadores del marxismo». ¡Claro que sí! Por no desviarnos del propósito analítico inicial, simplemente recomendaremos al lector que si tiene interés real indague sobre esta última figura; de esta manera podrá comprobar cómo sus tesis irracionales y místicas se parecían tanto a las del marxismo, como de semejanza puede haber entre un camello y un caballo. Véase la obra: «Mariátegui, el ídolo del «marxismo heterodoxo» (2021).

En resumidas cuentas, estos peros para reconocer el estatus científico del materialismo histórico y el materialismo dialéctico son, en esencia, el mismo camino que recorren −aunque por otro sendero− los «reconstitucionalistas», que, si bien no niegan al marxismo-leninismo, declaran que: «En su totalidad», hace tiempo que decidieron «adoptar una posición crítica» desde el punto de vista de «su validez universal y actual». (La Forja; Nº31, 2005).

Thomas Kuhn y los «paradigmas científicos»

Tanto los «reconstitucionalistas» como el señor Garzón consideran «muy relevantes» los presuntos «descubrimientos» del pensador estadounidense Thomas Kuhn (1922-1996), un famoso «filósofo de la ciencia» de influencia popperiana. Según los primeros:

«Kuhn incluso nos señala, y eso es tremendamente interesante para un marxista, que en la historia de la ciencia la norma ha sido la represión en un primer momento sobre los avances científicos que podían poner en cuestión el edificio cosmológico establecido». (Movimiento Anti-Imperialista; Alrededor de la ciencia y la praxis revolucionaria, 2013)

Para el segundo de nuestros protagonistas: 

«La obra de Kuhn se considera como el punto de inflexión de la concepción positivista, es decir, el principio de su deslegitimación. Para Kuhn los investigadores son personas de su tiempo, con una mochila de creencias que afecta a su investigación y, como consecuencia, no existe un criterio único y preciso para comparar entre las diferentes teorías científicas. (...) Entre los cuestionamientos de Kuhn a la concepción positivista se encuentra también su visión acumulativa y lineal del avance de la ciencia». (Alberto Garzón; ¿Es el marxismo el método científico?, 2018)

Ya ven, ahora resulta que para cuestiones como: a) criticar las carencias del positivismo −como esa noción de progreso lineal y automático de la historia−; b) seguir los debates y señalar la falta de orientación de la que a veces hace gala la comunidad científica; c) u observar cómo en cada descubrimiento influye el contexto y opinión política… hemos de recurrir a uno de los precursores del posmodernismo, como Thomas Kuhn. ¡Pues vaya! ¿No sería en este caso «peor el remedio que la enfermedad»? Ahora el lector nos entenderá. Para el marxista italiano Antonio Labriola el devenir, la ciencia y su progreso es definido de la siguiente manera:

«Saber es para nosotros una necesidad que empíricamente se origina, se pule, se perfecciona y se sirve de medios y de una técnica, como toda otra necesidad. Nosotros conocemos poco a poco lo que nos es necesario conocer. Experimentar es crecer, y lo que llamamos «progreso del espíritu» no es otra cosa que la acumulación de energías de trabajo. (…) Podemos escribir sobre los datos abstractos de una experiencia determinada, trabajos, por ejemplo, de ética y política, y podemos dar a nuestro trabajo de elaboración la nitidez y rigidez de un sistema, siempre que no tengamos presente que las premisas se relacionan genéticamente con otra cosa, siempre que no caigamos en la ilusión −metafísica− de considerar los principios como esquemas ab aeterno». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo 1897)

En cambio, para el señor Kuhn este desarrollo de la ciencia no es tanto una acumulación de logros y superaciones en el campo del conocimiento mediatizada por la necesidad, sino una simple «sucesión de paradigmas» arbitrarios de unos señores de bata blanca, como bien deja claro su admirador, el señor Garzón: 

«La ciencia normal sería el paradigma científico que emplea una determina comunidad científica en un momento histórico dado hasta que, eventualmente, surgen suficientes fenómenos inexplicables mediante el paradigma que provocan que pierda su legitimidad. En ese momento emergerá otro paradigma que amenazará con disputarle la posición y que proporciona una mejor explicación de las anomalías. Si el nuevo paradigma se termina imponiendo, se convertirá con el tiempo en ciencia normal». (Alberto Garzón; ¿Es el marxismo el método científico?, 2018)

Pero... ¿qué entendía Kuhn aquí por «paradigma científico»? En su «La estructura de las revoluciones científicas» (1962), obra que muchos ponen por las nubes, pero que ni han ojeado, definía este concepto como: «El conjunto de ilustraciones recurrentes y casi normales de diversas teorías en sus aplicaciones conceptuales, instrumentales y de observación». A su vez, estos «paradigmas» se revelarían en el mundo de los científicos «en sus libros de texto, sus conferencias y sus ejercicios de laboratorio».

Toda esta palabrería ha resultado muy «sorprendente» y «reveladora» entre profesores de universidad posmodernos, los estudiantes de inclinaciones libertarias y demás ralea que el lector puede imaginar, pero a poco que se examine, las teorías de Thomas Kuhn tienen profundas lagunas como para ser tomadas en serio. Para explicar su concepto particular sobre la «sucesión de paradigmas» el señor Kuhn se vio obligado a ridículos tan extremos como el que sigue:

«No se puede pasar de lo viejo a lo nuevo mediante una simple adición a lo que ya era conocido. (...) [Ni tampoco] se puede describir completamente lo nuevo en el vocabulario de lo viejo o viceversa. (...) Las conversiones se producirán poco a poco hasta cuando, después de que los últimos en oponer resistencia mueran, toda la profesión se encuentre nuevamente practicando de acuerdo con un solo paradigma, aunque diferente. (...) Cuando una comunidad científica repudia un paradigma anterior, renuncia, al mismo tiempo, como tema propio para el escrutinio profesional, a la mayoría de los libros y artículos en que se incluye dicho paradigma». (Thomas Kuhn; La estructura de las revoluciones científicas, 1962) 

Con esto ya vemos lo desencaminado que estaba este hombre. Todos los filósofos, biólogos, economistas o físicos que se mantienen bajo coordenadas científicas se ven obligados −por tradición, predilección personal u obligación laboral− no solo a operar con «paradigmas antiguos», sino también a «explorar nuevas vías» −que destruyen la oficialidad−, sean conscientes de ello en ese momento, o lo desconozcan por completo. A su vez, otros tantos «miembros del gremio» seguirán en sus trece, empecinados con teorías, metodologías y conceptos ya superados −y negando los oficiales−, por lo que en muchas ocasiones los resultados de sus trabajos se malograrán notablemente −mientras que, en otros casos, aunque puede que minoritarios, será un acierto−. 

Por si esto no fuera poco, para el señor Kuhn, la «sucesión de paradigmas» se reduce a un viraje donde el nuevo modelo «parece mejor» que el anterior, pero sin obligación de presentar una superación ni explicar realmente nada, ni siquiera de ceñirse a una metodología:

«Para ser aceptada como paradigma, una teoría debe parecer mejor que sus competidoras: pero no necesita explicar y, en efecto, nunca lo hace, todos los hechos que se pueden confrontar con ella. (...) Para cumplir con su función, no necesitan proporcionar informes auténticos sobre el modo en que dichas bases fueron reconocidas por primera vez y más tarde adoptadas por la profesión. (...) En realidad, la existencia de un paradigma ni siquiera debe implicar la existencia de algún conjunto completo de reglas. (...) El hecho de que los científicos no pregunten o discutan habitualmente lo que hace que un problema particular o una solución sean aceptables». (Thomas Kuhn; La estructura de las revoluciones científicas, 1962)

Esta teoría tan pesimista como relativista no da respuesta a lo más básico de la relación entre el progreso humano y las ciencias. Si todo fuese una lucha por ver quién engaña mejor o quien se gana el favor de los políticos, los propios fans del señor Kuhn no podrían explicar por qué hoy casi todos ellos pueden ver, escuchar y leer sus estupideces a través de diversos aparatos electrónicos audiovisuales. De hecho, hasta sus obras son descargables en un par de clics, cuando esto no era posible hace cincuenta años. ¿Cómo es esto posible? ¿Cuestión de magia? ¿Fe? ¿Sacarán a relucir la teoría de los cerebros de Boltzmann? ¿Cuál será el último bastión del idealismo para no reconocer la objetividad del mundo externo?

Evidentemente, cuando la ciencia se halla en pañales, pasar de un modelo a otro porque «simplemente parece mejor», es posible y hasta recurrente; pero una vez se sientan las bases y cada propuesta es cada vez más susceptible de una verificación mayor, esto se reduce notablemente. Basta con observar cuánto se han acotado las especulaciones que antaño se realizaban sobre cuestiones que hoy parecen tan básicas, como la época y el origen de los fósiles de dinosaurio o diversos homínidos hallados, donde muchas de las más importantes figuras precursoras de la arqueología, prehistoria o antropología recurrían a la Biblia o a explicaciones inverosímiles −con explicaciones sobre razas de gigantes, una degeneración espiritual del ser humano que afectaba a su fisionomía y demás−. Aun siendo siempre posible un retroceso de la comunidad científica, nadie con dos dedos de frente pretendería hoy volver a las formas pretéritas de hacer historia, como la de Leopold Von Ranke o la física de Newton, las cuales solo tienen una aplicación limitada o son válidas para campos muy específicos. Gracias al primero la historia retomó el estudio de las fuentes primarias y cotejó la falsificación de varios documentos históricos, con el segundo se calculó y predijo hechos como el advenimiento del cometa Halley o el descubrimiento de Neptuno; pero cuesta imaginar a alguien que quiera volver a la noción romántica de la naturaleza del historiador alemán o que pase a reconsiderar el espacio como el «órgano sensorial de Dios», como hizo el físico inglés. Desde luego el sujeto que pretenda tal cosa no encontrará −salvo excepciones− mucho eco entre sus compañeros de profesión. Ni siquiera necesitamos ser veteranos marxistas para darnos cuenta del equívoco que supondría tal cosa.

En cuanto a la llamada «oficialidad de las ciencias», mismamente el posmodernismo ha dominado varios círculos de las ciencias sociales, y una «resistencia» a tal tendencia es, no solo progresista, sino un deber para todo hombre de ciencia. Aun así, no debemos olvidar que, como comentamos otras veces, a la hora de la verdad el posmodernismo −o corrientes similares, pues este no hace sino recoger los desperdicios de otras escuelas filosóficas−, si bien puede parecer −y son− muy útiles para el poder, no siempre sirven metodológicamente para desarrollar y satisfacer las demandas de cada ciencia. Esta es la razón por la que las instituciones capitalistas se ven obligadas a recurrir o combinar «X» o «Y» escuela contemporánea con otras pasadas, a fin de refinar o inventarse una para escapar de los productos existentes −cuando estos se vuelve insatisfactorios−. Curiosamente, muchos denuncian la «dogmática» pretensión «totalizadora» del marxismo, pero no se dan cuenta de que si el poder dominante debe recurrir desesperadamente a un zafio eclecticismo es porque, aunque les duela, no cuenta con una «doctrina totalizadora» que imprima suficiente seguridad para remedar o justificar su mundo, su existencia, su actuación. Véase el capítulo: «Instituciones, ciencia y posmodernismo» (2020)

En resumidas cuentas, la idea kuhniana del progreso es metafísica, porque, aunque promete explicar el cambio en las ciencias, en verdad cierra el paso para que el científico tenga la posibilidad de salir de esos «periodos de ciencia normal», de subvertir ese «paradigma clásico». ¿Por qué? Si seguimos su teoría hasta las últimas consecuencias, según él, entre un periodo y otro, los individuos no podrían utilizar, estar influenciados o reconciliarse con escuelas previas ni con nociones futuras que no son aceptadas por la oficialidad. Da por hecho que las innovaciones en cuanto a metodología o vocabulario de la comunidad científica solo se dan cuando estos científicos se encuentran ante «fenómenos inexplicables» −que denomina «anomalías»−, como si factores como la pasión del sujeto, la rivalidad entre compañeros o la presión de la instancia superior para la que trabajan dichos profesionales no entrasen en juego. 

Sin ir más lejos, en la mente de Kuhn existen periodos de «ciencia normal», donde toda la comunidad marcha al unísono. Esto ya es muy matizable. En la vida real nunca hay respuestas para todo, siempre surgen dudas, nuevos problemas y líneas de investigación, y además siempre se pueden mejorar los métodos de calibración y exactitud. Más allá de todo esto, para la visión kuhniana la mayoría de programas de investigación actuales serían modelos de «ciencia normal», es decir, un sistema estable en el que los investigadores no cuestionan determinados posicionamientos ni reglas, sino que tratan por todos los medios de adaptar hipótesis auxiliares o falsificar datos para que el programa pueda seguir teniendo validez aparente. ¿Por qué esto no tiene sentido? Porque a la mayoría de directores e inversores de dichos proyectos le trae sin cuidado «mantener el prestigio de X teoría científica», ya que lo que exigen son resultados inmediatos y al menor coste posible. A su vez, claro está, hay muchos científicos que sí cuentan con cobertura y protección del poder, y las instituciones preferirán mentir y cobrar por falsos «avances», pero ni siquiera todos aceptan someterse a tal cosa. En cambio, en otras ocasiones cuando estos «científicos vividores» son presionados −pongamos, por ejemplo, para desarrollar una nueva forma de eludir los radares, conocer el comportamiento social de los ciudadanos, desviar el curso de los ríos o aumentar la producción agrícola−, ya no hay fingimiento que valga, ya que si sus propuestas −bien sean presentadas como «ciencia normal» o «ciencia revolucionaria»− no obtienen constatación empírica, tendrán que ser relevados y su prestigio habrá quedado notablemente en entredicho −y no se preocupen, otras empresas y otros científicos rivales se encargarán de publicitar tal estrepitoso fracaso−; incluso rodarán cabezas en el campo político por apoyar o financiar tales proyectos ruinosos. Esto tiene conexión íntima −como veremos en próximos capítulos− con las necesidades −y contradicciones− que guarda el propio sistema capitalista:

«Si es cierto que la técnica, como usted dice, depende en parte considerable del estado de la ciencia, aún más depende ésta del estado y las necesidades de la técnica. El hecho de que la sociedad sienta una necesidad técnica, estimula más a la ciencia que diez universidades. Toda la hidrostática −Torricelli, etcétera− surgió de la necesidad de regular el curso de los ríos de las montañas de Italia, en los siglos XVI y XVII. Acerca de la electricidad, hemos comenzado a saber algo racional desde que se descubrió la posibilidad de su aplicación técnica. Pero, por desgracia, en Alemania la gente se ha acostumbrado a escribir la historia de las ciencias como si éstas hubiesen caído del cielo». (Friedrich Engels; Carta a Walter Borgius, 25 de enero de 1894)

Las razones por las cuales un científico puede adherirse a una teoría son múltiples. Ya en su momento varios autores −que ni siquiera eran marxistas−, refutaron sin demasiados apuros estas ambigüedades y especulaciones tan típicas y constantes en toda la obra de Kuhn. Vean:

«En un caso extremo, se podría incluso haber producido un cambio acertado de paradigma como resultado de una afortunada casualidad, o por motivos estrictamente irracionales. Sin embargo, eso no cambiaría en absoluto el hecho de que la teoría a la que se hubiese llegado por motivos erróneos estuviera actualmente confirmada empíricamente más allá de cualquier duda razonable. Por otro lado, los cambios de paradigma, al menos en la mayor parte de los casos desde el nacimiento de la ciencia moderna, no han tenido lugar por motivaciones completamente irracionales. Los escritos de Galileo o de Harvey, por ejemplo, contienen numerosos argumentos empíricos y distan muchísimo de ser todos falsos. Por supuesto, existe una mezcla compleja de buenas y malas razones que presiden la aparición de una nueva teoría, y la adhesión de los científicos al nuevo paradigma se puede producir antes de que las pruebas empíricas resulten convincentes. Lo que tampoco es de extrañar, ya que los científicos intentan adivinar, bien que mal, cuál es la mejor vía que se debe seguir −la vida es breve− y, a menudo, estas decisiones provisionales se deben tomar cuando todavía no se dispone de un número suficiente de pruebas empíricas. Pero eso no va en detrimento de la racionalidad de la actividad científica, si bien constituye una de las razones por las que resulta tan fascinante la historia de la ciencia». (Alan Sokal y Jean Bricmont; Imposturas intelectuales, 1997)

En resumidas cuentas, creemos que ha quedado más que demostrado a estas alturas del documento que, como dijo Lenin en «Materialismo y empiriocriticismo» (1909): «El fideísmo moderno», es decir, el clericalismo filosófico más o menos solapado, «no rechaza, ni mucho menos, la ciencia; lo único que rechaza son las «pretensiones desmesuradas» de la ciencia, y concretamente, sus pretensiones de verdad objetiva», la necesidad real de estudiarlas y tenerlas en cuenta a cada paso. ¿A dónde nos conduce eso? Es sencillo de intuir:

«Lo que intentan los maestros de la reacción política cuando exigen una inversión de la ciencia es, pues, un retorno a la fe. El contenido de la fe constituye una adquisición obtenida sin pena. La fe conoce a priori. La ciencia es un trabajo, un conocimiento conquistado a posteriori». (Joseph Dietzgen; La esencia del trabajo intelectual del hombre, 1869)

Pasemos, pues, al siguiente capítulo sobre la relación de la filosofía con el resto de ciencias». (Equipo de Bitácora (M-L); Sobre la nueva corriente maoísta de moda: los «reconstitucionalistas», 2022)

Anotaciones de Bitácora (M-L):

[*] Pongamos un brevísimo ejemplo: ¿qué es lo que ha caracterizado al posmodernismo en sus investigaciones históricas y teorías del conocimiento? Vayamos al caso del historiógrafo británico Keith Jenkins. Este, ni corto ni perezoso, plasmó en su obra «Repensar la historia» (1991) todos los que han sido cánones de esta corriente, lo cual puede servirnos a la perfección para ilustrar lo que venimos hablando; sobre todo porque, como hemos advertido, parten de muchas falacias, es decir, de medias verdades. 

En primer lugar, anotó que la historia es un «campo de fuerza» donde, al fin y al cabo, el objetivo del sujeto es «organizar el pasado» de manera que se pueda llevar por sus propios derroteros e intereses personales. Reduce las universidades a un lugar donde se crea una «historia profesional» como «expresión de las ideologías dominantes», un proceso donde «se trata de establecer la verdad de lo que ocurrió en el pasado»; un falso «consenso», que muy comúnmente choca con los «pasados populares» como la «memoria» y el «sentido común» del resto de la ciudadanía. Los historiadores serían «urdidores de historias» −y el lector aquí puede cambiar «historias» por «historietas», «suposiciones» e «invenciones»−, una producción destinada simplemente para cumplir con las «obligaciones docentes» y mantener el «control ideológico» de la población. Así pues, como siempre está latente la posibilidad de la manipulación o las inexactitudes por parte de los profesionales −cosa que nosotros no negamos−, nuestro autor, haciendo gala de su subjetivismo, recomendó a sus alumnos que deben «controlar el propio discurso», es decir, que deben de ser conscientes de que «tenéis el poder sobre lo que queréis que sea la historia y que no aceptéis que otras personas os lo digan, lo que en consecuencia os da poder a vosotros y no a ellas». El broche final a esta idea, que él considera sumamente «liberadora», fue el consejo de que todos «podéis escribir vuestras propias historias para vosotros mismos». Esto ya indica que la intención del posmoderno no es el cotejamiento y avance del conocimiento −basándose en el reconocimiento de que existe una realidad externa susceptible de ser verificable y corregida−, sino que rinde a partes iguales al pesimismo y el misticismo de pensar que los grandes acontecimientos históricos −y sus causas− son prácticamente insondables, una cuestión más de perspectiva que otra cosa, por lo que solo quedaría la autosatisfacción personal de que uno lleva razón, aunque sea en su mundo imaginario.

En segundo lugar, llegados a este punto, el señor Jenkins intentó convencernos de que la historia es un simple «discurso más» −aunque no nos indicó a qué otro tipo de «conocimiento» sería equiparable−; «un discurso, entre muchos otros, sobre el mundo» −lo mismo que podría decir sobre la ciencia un vidente, un astrólogo o una sacerdotisa−. Y continuó hablándonos de que, si bien «nuestro discurso» −el de los historiadores− «no crea el mundo», sí que «se apropia de él y le proporciona todos sus significados». ¡Qué familiares nos resultan estas palabras! También tuvo tiempo de confundir a propios y extraños con la afirmación de que «pasado e historia no están intrínsecamente imbricados». Entonces, ¿con qué estaría relacionada la historia? ¿Con un futuro ya escrito? ¿Con el «destino»? ¿Con la voluntad de Dios? ¿Con la «libre fuerza creadora» del sujeto? Huelga comentar que la charlatanería y el dejar cabos sueltos −deliberadamente− es lo que caracteriza a este tipo de autores. Sin embargo, todavía no lo hemos visto todo. En suma, dejando a un lado las idioteces y sin sentidos de estas declaraciones, las cuales ya hemos refutado otras veces, ¿a dónde quiso llegar con todos estos rodeos? Ahora lo veremos. 

En tercer lugar, Jenkins, como tantos otros, creyó haber destapado lo que muchos llamarían «las trampas de la modernidad y sus relatos» porque considera que nos hemos dejado engañar durante mucho tiempo por las meras apariencias. «¿Cómo podemos saber qué método conduce al pasado más verdadero?», se preguntó. Él mismo se contestó: «Es obvio que cada uno de esos métodos es riguroso», porque «posee coherencia y consistencia internas», pero es «autorreferencial». Este es un ejemplo muy sencillo de cómo un pensador puede confundir un sistema doctrinal riguroso a la hora de clasificar o aclarar conceptos con que, estos mismos, tengan sentido y estén próximos a la realidad a la que pretenden hacer mención. Destacamos el ejemplo puesto que, pese al rigor investigativo u ordenativo, se pasa por alto algunas cuestiones que malogran el resultado final, o que ambas cualidades de un estudio no oculten las limitaciones para alcanzar el fondo del asunto. Y, de hecho, nunca nadie en su sano juicio se atrevió a pensar nunca lo contrario, como él insinuó aquí. La ciencia no se enfoca ni depende de su ordenación interna ni de crear una jerga técnica, sino que viene, más bien, en consecuencia, de su verosimilitud; las ordenaciones jerárquicas y sus conceptos se crean a partir de esta y no al revés. 

En último lugar, para Jenkins: «La historia es principalmente lo que los historiadores hacen». Por si el lector cree que exageramos malévolamente su pensamiento, en otra parte se explaya sobre esta idea: «La historia, es, literalmente, lo que se encuentra en las estanterías de las bibliotecas y otros lugares»; y aseguró que «dondequiera que vayáis, tendréis que leer» para conocer eso que se denomina «historia», pues es una «construcción intertextual, lingüística». A esto añadió, cómo no, que «no existe una historia fidedigna que, en el fondo, nos permita comprobar los demás relatos», tan «solo variaciones», discursos «previos o actuales». Esto sería como poner en duda si han existido los dinosaurios o si podemos conocer lo básico de la evolución de los mamíferos modernos; avalando que uno no puede averiguar tal cosa, tan solo puede contentarse con una bonita estantería de libros sobre paleontología o zoología, que estarían a la altura de cualquier novela de fantasía por considerarlos solo un «relato», ignorando los hechos que recopilan y describen. De aquí a la teoría creacionista sobre el origen el hombre y los animales −y su origen divino− solo hay un paso muy pequeño.

¿En dónde se notan las costuras del posmodernismo en tal tipo de declaraciones? ¿En qué parte reproduce el señor Jenkins lo que él mismo tanto ha criticado? Primero que todo, Keith Jenkins insiste en que la historia no deja de ser una «construcción intertextual», es decir, hecha a base de los textos como referencias. Bien, esta interpretación está muy superada por su extremo reduccionismo. En todo caso, él mismo era conocedor de que para estudiar los archivos del siglo XVIII, las técnicas de verificación −de la paleografía− han avanzado notablemente desde entonces. Una tradición que, no podemos olvidar, nace de forma obligada en la dichosa «modernidad» a causa de las diferentes necesidades que tienen los protagonistas que ejercen esta destreza. Ahí quedó para la posteridad, por ejemplo, la meritoria actuación erudita de los humanistas, quienes deseaban ardientemente rescatar y conocer qué textos de los eruditos greco-latinos eran originales y cuales falsificaciones o adiciones posteriores −una labor, todo sea dicho, que luego continuaron los positivistas, los historicistas, entre otros−. Huelga detenernos ahora en explicar al lector el impulso que supuso esto en cuanto a crear una tradición crítica, ya que se lo puede imaginar. De hecho, aquí no es decisivo indagar sobre si esta labor fue motivada y financiada por el poder vigente o si todo se reducía a una competición de los príncipes italianos por ver quien amasaba más textos de Platón y Aristóteles. Lo que a fin de cuentas importa −en el aspecto específico que nos estamos centrando− fue lo que nos aportó tal labor de estudio, crítica y divulgación, los precedentes que nos legó tal experiencia para el desarrollo del saber científico de la historia. 

Hemos de entender que el cómo sucedió la historia también se «reconstruye» gracias a los restos arqueológicos, al trabajo de la geología o carpología; entre otros, y ha sido gracias a estas ramas que hoy hemos podido confirmar, dar por probables o refutar construcciones, datos demográficos, batallas, desastres naturales y demás de los pasajes de los «libros sapienciales», «sagas» o «cuentos populares». Del mismo modo, gracias a lo anterior hemos podido cotejar o descartar con técnicas de laboratorio el material y origen de las «reliquias sagradas», etcétera. Esto es lo que confirma, por ejemplo, que una vasija griega es un objeto producido en la época de Pericles y no una falsificación del siglo XIX; hoy día podemos saber hasta de qué cuenca minera procede un brazalete ibérico y cuál ha sido su técnica de fabricación, lo que de paso cierra el paso a teorías conspiranoicas y del todo estrambóticas, que empiezan a especular que «X» vasija o «Y» pirámide fueron un regalo o una construcción de seres venidos de otros planetas. Incluso el posmodernismo, que en teoría vino para rescatar y subrayar la importancia de la irrupción de la historia oral, −los testimonios, las encuestas y demás− debería haber tenido en cuenta lo que supuso la irrupción de las grabadoras, las cámaras, la computación, etcétera; estos infunden toda una serie de nuevas formas para «captar el momento», es decir, a la postre se han instalado como nuevas «fuentes» para nuestras investigaciones. No menos cierto es que, para temor de los escépticos, también estas son −o pueden ser− nuevas fuentes de «manipulación» −véase la edición fotográfica y otros mecanismos avanzados−, pero a su vez, el propio desarrollo de la producción demanda otras formas para contrarrestar aquellos que sean fraudes. Esto no es novedoso, es algo que Marx explicó con sumo detalle en su «Concepción apologética de la productividad de todas las profesiones» (1862). 

Claro que seguirá existiendo el factor de que el «poder» pueda falsificar o dar por válido algo −aun cuando no lo sea− para obtener «X» legitimación. Esto implica que, para tener una libre investigación, hemos de tener un «poder» acorde a las demandas de esta misma. Y bien, ¿a dónde queremos llegar? ¿Damos la razón, finalmente, a Jenkins con su pesimismo epistemológico? No. Esa posibilidad −y a veces tentación− de omitir información valiosa, alterar las pruebas y demás −a veces fruto del error humano, otras con total intencionalidad−, nunca se podrá desactivar del todo en el futuro, ni siquiera desarrollando técnicas cada vez más precisas o procurando una gran educación cívica y «sentido del deber» a los «peritos» de la historia. Pero ¿qué es lo irrefutable aquí? Que el factor humano, a nivel colectivo, ha sido el que ha permitido −aun con todos sus desatinos− rescatar algo de valor para hacernos avanzar en eso que llamamos «conocimiento científico». Dicho de otro modo, en efecto, ha habido y seguirá habiendo infinidad de sujetos que más allá de sus limitaciones −e incluso errores manifiestos− han dejado en herencia trabajos muy productivos −pudiendo comprobar la causalidad, intencionalidad y motivaciones de sus protagonistas−. Así, se ha demostrado que se puede separar el mito de la realidad, el interés personal del interés colectivo; acotando cada vez más los «discursos unilaterales» a una realidad palpable, verificable, multicausal. Lo cual no quita que tales paradigmas puedan ser mejorados, matizados, o exterminados, llegado el caso. Y quien desee negar o matizar estos trabajos puede realizar una contrarréplica mostrando si el autor ha subestimado «X», sobrestimado «Y», si «Z» fuentes no son muy adecuadas o lo que sea. En otras palabras, no bastará con reducirlo al comodín de que «tal producción historiográfica es pura ideología»; frase que, al parecer, se ha convertido en el mantra preferido a repetir por los mediocres que, en realidad, no tienen nada de enjundia con que argumentar y rebatir.

Uno de los mayores argumentos del posmodernismo, que no es de su exclusividad −pues ha sido proclamado por mil corrientes pretéritas−, es que nunca podremos conocer cómo fue la historia al detalle, lo cual, insistimos, no es una revelación, sino una perogrullada; ergo, intentar hacer pasar esto por una «revolución epistemológica» es, cuanto menos, vergonzante. Utilizando una metodología avanzada y según el mayor número de fuentes de información que haya a nuestra disposición −y a su vez de la calidad de estas−, más probabilidades hay de que se logre un resultado óptimo. Por tanto, acotamos la distancia entre la ignorancia absoluta y el conocimiento de la esencia de ese «acontecimiento histórico». Nunca sabremos todas las vicisitudes de cómo fue la represión franquista, pues siempre habrá fuerzas impulsoras, cifras, decisiones, dudas o motivos de los protagonistas que se nos escapen −algunas, incluso, quedarán sepultadas para siempre−, pero hay fuentes de información directas e indirectas más que suficientes para conocer la esencia de esta; negarse a aceptar esto por «detalles contradictorios», «enigmas sin resolver» o «lagunas en la investigación» es ridículo. 

En cuanto a los fans de la llamada «historia de las mentalidades», hemos de decirles lo mismo: no necesitamos saber exactamente qué se le pasó por la cabeza a Julio César en el mismísimo momento en que cruzó el Rubicón con sus legiones. Es más, muy probablemente tampoco sabremos jamás si Bruto y Casio consideraron perpetrar el magnicidio de César envenenándole con cicuta, utilizando a un esclavo o si trataron de juzgarle y ejecutarle por corrupción −y no apuñalándole en el Senado como finalmente sucedió−; quizás tampoco sepamos a ciencia cierta por qué decidieron esperar a los idus de marzo para ejecutar su conspiración −¿augurios, intuición o logística?−; o si consultaron o no con sus esposas −¿o sus amantes?− las mil y una alternativas que tenían para eliminar a su antiguo amigo y aliado político −¿estuvo al tanto Marco Antonio de la conspiración?−. Pero... ¿qué más da a fin de cuentas? Entendemos que estas cuestiones pueden ser sumamente interesantes para el investigador y el espectador, especialmente para los amantes de un final alternativo, pero son aspectos que se tornan en nimiedades desde un punto de vista general. Fuese «A», «B» o «C», ¿acaso borraría las cuestiones de fondo que se dirimían entonces −como la lucha objetiva que se daba entre optimates y populares−? ¿Cambiaría una respuesta u otra los fenómenos de nepotismo o el creciente culto a la personalidad y divinización de César, entre otros? Lo que no se puede negar es que hoy se disponen de datos de los cuales sí tenemos registros lo suficientemente fidedignos como para procesarlos y hacerlos constar en nuestra narrativa −tanto de hechos como de posibilidades−. Dicho esto, el hecho de que algunas cuestiones menores queden en suspenso, sean dudosas o nunca sean resuelta no empaña todo lo dicho hasta aquí. De hecho, el no conocimiento es parte del proceso de discernimiento, de otro modo, no se necesitaría conocer nada. Y aclararemos esto porque no queremos que se nos malinterprete. Existe toda una gama de investigadores que se han encargado en cuerpo y alma a resolver este tipo de interrogantes que, aunque menores, son legítimos −y entienda el lector que nos hemos limitado a preguntas arquetípicas y no a las estupideces y especulaciones gratuitas que algunos han barajado para explicar el desarrollado de la historia romana−, pero una vez resuelto en lo fundamental el cuadro general de la época nos hacemos una idea a grosso modo de cómo fueron las cosas, lo cual es suficiente para conocer la idiosincrasia de un lugar o la personalidad de nuestros protagonistas. Dicho de otro modo, no podemos prestar atención a las infinitas «sospechas» e «hipótesis no confirmadas» sobre las cuales pivotan las tesis de muchos charlatanes metidos a historiadores −especialmente cuando se apoyan un psicologismo de los personajes que solo ellos parecen conocer−, tan solo basarnos en el material que sí está debidamente fundamentado, documentado y tramitado. 

Si, aun con todo lo visto atrás, todavía queda algún «reconstitucionalista» cuerdo que considere que debemos dar las gracias a los posmodernos por haber recuperado algunos «debates» o «enfoques» en el campo del conocimiento, no podemos hacer más por su salud mental. Por usar un paralelismo histórico, tal sujeto está en la misma posición que un dubitativo Kautsky de finales del siglo XIX, el cual dudaba si era necesario iniciar la polémica con las tesis revisionistas de su amigo Bernstein −una posición conciliadora que el lector interesado puede comprobar revisando sus cartas privadas de la época−. Finalmente, tras iniciar una larga y costosa polémica para el partido alemán, Kautsky incluso acabó por agradecer públicamente a Bernstein «haber dado qué pensar» al colectivo. Sobre esto, un anonadado Plejánov respondió desde Rusia muy correctamente en su «¿Qué debemos agradecerle?» (1899), lo siguiente: «Para dar que pensar, se deben aducir hechos nuevos o se deben presentar hechos familiares bajo una nueva luz. Bernstein no ha hecho ninguna de las dos cosas, razón por la cual no ha podido lograr que nadie se involucre en el pensamiento apropiado». E interpeló a Kautsky por haberse dejado deslumbrar por teorías tan viejas y tantas veces desestimadas: «Si considera seriamente esta línea de argumentación, verás que no contiene nada, absolutamente nada, que no haya sido dicho ya en innumerables ocasiones por nuestros enemigos en el campo burgués». En el caso de la LR y su posición frente al posmodernismo ocurre igual. En apariencia se opone a este notablemente, pero en realidad está infectada hasta el tuétano de sus mismas disposiciones, solo que mantiene un lenguaje y tradición más radicales.

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