sábado, 28 de junio de 2025

Plejánov sobre el origen y limitaciones de los realistas y naturalistas del siglo XIX

«Los primeros realistas franceses se esforzaron ya por suprimir el principal defecto de las obras románticas: el carácter irreal y artificioso de sus personajes. En las obras de Flaubert −a excepción, tal vez, de «Salambó» y de los «Cuentos»− no hay ni rastro de la irrealidad y la artificialidad de los románticos. Los primeros realistas también se sublevan contra los «burgueses», pero lo hacen a su manera. No oponen a los adocenados burgueses héroes imaginarios, sino que tratan de crear fieles imágenes artísticas de esos mismos seres adocenados. Flaubert consideraba que su deber era tratar el medio social descrito por él con la misma objetividad con que un naturalista se sitúa ante la naturaleza. «Hay que considerar a los hombres [dice] como se considera a los mastodontes o a los cocodrilos. ¿Acaso puede uno descomponerse a causa de los cuernos de aquéllos o de las mandíbulas de éstos? Hay que mostrarlos, convertirlos en espantajos, meterlos en frascos de alcohol, y nada más. Pero no lancéis condenas morales, pues ¿quién sois vosotros mismos, ranas minúsculas?». Y en la medida en que Flaubert lograba ser objetivo, los tipos presentados en sus obras adquirían la significación de «documentos», cuyo estudio es absolutamente indispensable para todo el que quiera hacer un estudio científico de los fenómenos de la psicología social. La objetividad era el lado fuerte de su método, pero aun siendo objetivo en el proceso de la creación artística, Flaubert no dejaba de ser muy subjetivo en la apreciación de los movimientos sociales de su época. Tanto él como Gautier [romántico y precursor del parnasianismo], despreciaban profundamente a los «burgueses», pero al mismo tiempo eran acérrimos enemigos de todos los que, de un modo u otro, atentasen a las relaciones sociales burguesas. Y Flaubert incluso más que Gautier. Flaubert estaba resueltamente en contra del sufragio universal, al que calificaba de «vergüenza de la inteligencia humana». «Con el sufragio universal [escribía al romántico George Sand] el número prevalece sobre la inteligencia, la instrucción, la raza e incluso el dinero, que vale más que el número». En otra carta dice que el sufragio universal es más estúpido que el derecho por la gracia de Dios. Para él «la sociedad socialista es un monstruo enorme que devorará toda acción individual, toda personalidad, todo pensamiento, que todo lo dirigirá y todo lo hará». Vemos por esto que su actitud negativa ante la democracia y el socialismo, hacía coincidir enteramente a este detractor y los «burgueses» con los más limitados ideólogos de la burguesía. Y ese mismo rasgo se observa en todos los partidarios del arte por el arte contemporáneos de Flaubert. En su ensayo sobre la vida de Edgar Poe, Baudelaire, que ya había olvidado desde hacía tiempo su revolucionario «Le salut public», dice: «En un pueblo sin aristocracia, el culto de la belleza sólo puede corromperse, aminorarse y desaparecer». En otro lugar afirma que sólo hay tres seres dignos de respeto: «el cura, el soldado y el poeta». Eso ya no es espíritu conservador, sino reaccionario. Tan reaccionario era también Jules Barbey d'Aurevilly. En su libro «Los poetas» (1862) se refiere a las obras poéticas de Laurent-Pichat y dice que éste podría haber sido un gran poeta: «Si hubiese tomado el partido de pisotear el ateísmo y la democracia, esos dos oprobios del pensamiento».

Desde la época en que Teófilo Gautier escribiera su prefacio a «Mademoiselle de Maupin» (1835) había corrido mucha agua. Los sansimonianos, que según él le habían aturdido los oídos con sus propósitos acerca de la perfectibilidad del género humano, proclamaban a gritos la necesidad de una reforma social. Pero, al igual que la mayoría de los socialistas utópicos, eran decididos partidarios de un desarrollo social pacífico, y por lo tanto, adversarios no menos decididos de la lucha de clases. Además, los socialistas utópicos se dirigían sobre todo a la gente acomodada. No creían en la actuación independiente del proletariado. Pero los acontecimientos de 1848 demostraron que esta actuación independiente podía llegar a ser muy amenazadora. Después de 1848 ya no se planteaba la cuestión de si las clases poseedoras querrían o no encargarse de mejorar la suerte de los desposeídos, sino de quién los poseedores o los desposeídos habría de triunfar en la lucha entablada entre unos y otros. Las relaciones entre las clases de la nueva sociedad se habían simplificado en medida extraordinaria. Ahora, todos los ideólogos de la burguesía comprendieron que de lo que se trataba era de saber si esa clase conseguiría mantener a las masas trabajadoras en el sojuzgamiento económico. La conciencia de este hecho había calado en la mente de los partidarios del arte para los poseedores. Ernest Renan, uno de los más notables entre ellos por su significación en la ciencia, exigía en su obra «La reforma intelectual y moral» (1871) un gobierno fuerte «que obligase a los buenos rústicos a realizar nuestra parte del trabajo, mientras nosotros nos entregamos a la especulación.

jueves, 26 de junio de 2025

La burguesía francesa en 1789; Karl Kautsky, 1889

«El Tercer Estado estaba también tan dividido como los dos primeros órdenes. Hoy en día está de moda considerar a la clase capitalista como el Tercer Estado y oponerle al proletariado como Cuarto Estado. Ahora bien, para empezar, el proletariado es una clase y no un orden; es un grupo social, separado de los otros grupos por una situación económica particular, y no por instituciones jurídicas especiales. Después, es inadmisible hablar de un cuarto estado porque el proletariado ya existía en el seno del Tercer Estado, el cual incluía a todos aquellos que no entraban en los dos primeros órdenes, desde los capitalistas hasta los artesanos, campesinos y proletariado. Puede uno figurarse fácilmente qué masa heterogénea formaba el Tercer Estado; en su seno encontramos los antagonismos más agudos, se proponen los fines más diversos, se preconizan los medios de combate más diferentes. No era cuestión, entonces, de una lucha de clases única.

La misma clase de los capitalistas, que hoy en día se designa bajo el nombre de Tercer Estado, no constituía una clase homogénea.

A su cabeza estaba la alta finanza. Siendo como era el mayor acreedor del estado, tenía todos los motivos para empujar hacia las reformas, que habrían preservado al estado de una bancarrota, elevado sus ingresos y disminuido sus cargas. Pero esas reformas debían hacerse según el principio muy conocido de «lávame la cabeza pero sin mojarla». De hecho, esos señores de las finanzas tenían muchos motivos para oponerse a las reformas financieras o sociales realmente profundas.

La mayor parte de ellos poseía grandes dominios feudales, títulos de nobleza, y no querían renunciar voluntariamente a los privilegios e ingresos que iban aparejados. Pero, además, en la conservación de los privilegios de la nobleza tenían ese interés benevolente del acreedor que no quiere ver quebrar a su deudor. No solamente eran los acreedores del rey sino, también, de la nobleza endeudada. Los economistas podían muy bien demostrar que los ingresos de la tierra tenían que aumentar si ésta era explotada según los principios capitalistas en lugar de serlo siguiendo los métodos semifeudales. Pero pasar al modo de explotación capitalista en la economía rural exigía cierto capital: había que cubrir los gastos de establecimiento, adquisición del ganado, de los útiles, etc. Ese capital lo poseían muy pocos nobles. La abolición de los derechos feudales amenazaba con arruinarlos. Sus acreedores no tenían ningún motivo para trabajar a favor de esa ruina. Además, socialmente, como ya hemos visto, nobleza y finanzas estaban cada vez más estrechamente unidas. Toda reforma financiera tenía que llevar a la sustitución de los recaudadores de impuestos por la administración del estado. Se habían arrendado todos los ingresos públicos más importantes, la gabela, las ayudas, las aduanas, el monopolio del tabaco. Los recaudadores le pagaban cada año al estado −en los últimos años anteriores a la revolución− 166 millones de libras, pero le sacaban al pueblo puede que el doble de esa suma. La administración de los impuestos era uno de los métodos más productivos de explotación pública: ¡cómo iban a renunciar de buen grado esos señores de las altas finanzas! Habrían sido los últimos en levantarse contra ella.

Por añadidura, no tenían ningún interés en acabar con el déficit y la deuda del estado. De las inscripciones de deuda pública se guardaban sólo una parte. Sabían cómo volver a pasar el mayor número de ellas, con un alto interés, al «público», a los capitalistas pequeños y medianos, especialmente a los rentistas. Si se hacía un nuevo empréstito, la alta finanza sabía así hacer recaer en las espaldas de los otros el riego. Pero era enorme el beneficio que sacaba de la conclusión de un empréstito, ya directamente, ya indirectamente, mediante la explotación del estado o del público. Cada nuevo empréstito le reportaba grandes beneficios a la gente las finanzas. Nada le hubiera sido más desagradable que un presupuesto sin déficit que hubiese hecho inútil la conclusión de nuevos empréstitos.

Por consiguiente, ¡qué sorprendente que las simpatías de la alta finanza, como clase, estuviesen del lado del Antiguo Régimen, de los privilegiados! Reclamaba reformas, ¡pero quién no las reclamaba en vísperas de la revolución! La aristocracia más terca estaba convencida de que había reformas necesarias, que la situación era intolerable; el descontento era general; pero cada clase quería «reformas» que, lejos de exigirle sacrificios, le asegurase ventajas.

martes, 24 de junio de 2025

La revuelta de los privilegiados; Karl Kautsky, 1889

«La lucha entre los parlamentos, defensores de la nobleza burocrática, y la administración fuertemente centralizada del estado despótico, se ampliaba algunas veces desde un simple compló de la corte, del que el pueblo no sospechaba nada, a una lucha de todos los privilegiados, a un movimiento de revuelta que levantaba hasta a las masas populares.

El capítulo más importante de esos levantamientos fue La Fronde, del que ya hemos hablado en el capítulo precedente. Estalló en la primera mitad del siglo XVII, cuando la nobleza todavía tenía fuerza y orgullo. Un levantamiento análogo se produjo en el último cuarto del siglo XVIII; pero si en 1648 La Fronde tuvo como resultado un mayor afianzamiento del poder real, en 1787 la revuelta de los privilegiados llevó a la victoria del Tercer Estado y puso en marcha la gran revolución.

En el segundo capítulo ya hemos visto la actitud dubitativa de Luis XVI.

«La doble alma» de la monarquía absoluta en el siglo XVIII encontró en ese príncipe su más tópica encarnación, y sus dos ministros, Turgot y Calonne, tradujeron de la forma más notable la «duplicidad». El primero, tan gran pensador como gran carácter, trató en su ministerio de poner el estado al servicio del progreso económico, apartando los obstáculos que le ponían trabas, y realizar aquello que los teóricos habían reconocido como absolutamente necesario para la conservación del estado y de la sociedad. Quiso que la administración dejase de ser, en manos de la nobleza de la corte, un instrumento de explotación de las finanzas públicas. Suprimió las corveas, las aduanas interiores, las corporaciones, y liberó a la industria de la opresión de los reglamentos. Quería hacer pagar impuestos a la nobleza y el clero como lo hacía el Tercer Estado, someter los gastos públicos al control de los Estado Generales. Se trataba de insoportables injerencias en los «derechos sagrados». Conducido por la reina, el ejército de los privilegiados se levantó contra el ministro reformador, y Turgot sucumbió a la tempestad (1776).

Tras una serie de experiencias, de ensayos, el rey llamó a Calonne al ministerio (1783). Era un hombre a imagen de la reina; superficial pero charlatán retorcido y sin escrúpulos, tenía por regla sacrificar los ingresos actuales y también los futuros del estado en aras de la nobleza de la corte, de saquear no solamente las finanzas actuales sino, además, el crédito público. Un empréstito sucedía a otro; durante los tres años que fue ministro, tomó prestado del tesoro público 650 millones de libras −ver el informe de Louis Blanc, I, 233−, suma enorme para aquellos tiempos. Y la corte, el rey, la reina y sus favoritos se tragaban casi todo. «Cuando vi que todo el mundo alargaba la mano, yo alargué mi sombrero», dice un príncipe que narra la borrachera de entonces. La corte nadaba en medio de delicias y no se alzaba ninguna voz advirtiendo y mostrando a dónde debía llevar tal locura. El mismo Luis XVI rendía testimonio de toda la satisfacción que sentía por tener tal ministro de finanzas, que pagaba sus deudas, que se elevaban a 230.000 libras. Todo el mundo en la corte admiraba con qué facilidad y prontitud el «gran hombre» había logrado resolver la cuestión social.

La extravagante conducta de la corte precipitó naturalmente la caída de todo el régimen. Tras tres años de insensata gestión, Calonne había quemado ya todas sus soluciones; el déficit anual había ascendido a 140 millones de libras y el mismo Calonne se vio forzado a confesar que ningún empréstito podía ya conjurar la inminente bancarrota y que sólo había un medio para evitarlo: aumentar los ingresos y bajar los gastos. Pero ello sólo era posible tocando a los privilegiados: del pueblo ya no se podía sacar nada más.

Cuando Calonne comunicó esta noticia a los notables que había reunido (febrero de 1787), desde las filas de los privilegiados ascendió un rugido de furor: no para condenar la falta de escrúpulos con los que Calonne había gestionado hasta entonces las finanzas públicas, sino para protestar contra el final que quería ponerle a su administración escandalosa. Calonne cayó, pero sus sucesores debieron seguir la política de aumento de impuestos a los privilegiados: éstos acabaron teniendo la convicción de que la realeza ya no podía asegurarles como en otros tiempos la explotación de Francia, y se alzaron contra la misma realeza. La cosa es increíble, pero, sin embargo, cierta: nobleza, clero, parlamentos, todos los privilegiados, cuya situación era ya tan comprometida y que no tenían otro apoyo más que la realeza, se unieron para derrocarla. Tanto puede cegar la avaricia ante la inminencia de su caída a una clase que se sobrevive a sí misma: ¡ella misma es la primera en precipitar su caída!

Los privilegiados no tenían ni idea de los profundos cambios que se habían realizado en la sociedad, creían que no había cambiado nada desde los tiempos en que podían desafiar a los reyes y al Tercer Estado, y reclamaron virulentamente una nueva convocatoria de los Estados, siguiendo el modelo de las de 1614. Sin tener más sostén que el poder real, ahora querían defender sus privilegios con sus propias fuerzas. Y en el mismo momento en el que deberían unirse lo más estrechamente posible con la realeza, y en el que su posición estaba amenazada más seriamente, ¡desde su seno se alzó una rebelión por el reparto del botín!

Cegados por el furor, los privilegiados se colocaron en un terreno revolucionario. Los parlamentos de mayo de 1788 fueron a la huelga general, el clero rechazó cualquier contribución a las finanzas públicas hasta que los estados fueran convocados; la nobleza se levantó en armas en las provincias, y se produjeron graves disturbios en el Delfinado, Bretaña, Provenza, Flandes y el Languedoc.

jueves, 5 de junio de 2025

Corridas de toros; Mariano José de Larra, 1828


«Vous connaissez l’ horreur des spectacles affreux
Dont les romains faisaient le plus doux de leurs jeux.
Ce peuple qui donnait, par un mépris bizarre,
A tout peuple étranger le titre de barbare,
Ne repaissait ses yeux que des pleurs des mortels
Et de sang arrosait ses théâtres cruels,
Aux tigres, aux lions livrant des misérables
Il se divertissait de leurs cris lamentables;
Il exposait aux ours des esclaves tremblants
Pour en voir disperser tous les membres sanglants,
Le grave sénateur courait à ces supplices,
Et la jeune vestale en faisait ses délices.


(M. RACINE, FILS: Epître à madame la duchesse de Noailles sur l’âme des bêtes.)                


Ejercite sus fuerzas el mancebo
En frente de escuadrones: no en la frente
Del útil bruto l’asta del acebo.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Gineta y cañas son contagio moro;
Restitúyanse justas y torneos,
y hagan paces las capas con el toro.


(Quevedo. Epíst. satír. y censor.)                


Estas funciones deben su origen a los moros, y en particular, según dice don Nicolás Fernández de Moratín, a los de Toledo, Córdoba y Sevilla. Estos fueron los primeros que lidiaron toros en público. Los principales moros hacían ostentación de su valor y se ejercitaban en estas lides, mezclando su ferocidad natural con las ideas caballerescas, que comenzaban a inundar la Europa. El anhelo de distinguirse en bizarría delante de sus queridas, y de recibir su corazón en premio de su arrojo, les hizo, poner las corridas de toros al nivel de sus juegos de cañas y de sortijas.

Los españoles sucesores de Pelayo, vencedores de una gran parte de los reyezuelos moros que habían poseído media España, ya reconquistada, tomaron de sus conquistadores en un principio, compatriotas, amigos o parientes en seguida, enemigos casi siempre, y aliados muchas veces, estas fiestas, cuya atrocidad era entonces disculpable, pues que entretenía el valor ardiente de los guerreros en sus suspensiones de armas para la guerra, la emulación entre los nobles que se ocupaban en ellas, haciéndolos verdaderamente superiores a la plebe, y acostumbraba al que había de pelear a mirar con desprecio a un semejante suyo, cuando le era preciso combatir con él, si acababa de aterrar a una fiera más temible.

domingo, 1 de junio de 2025

Lenin criticando la falta de responsabilidad y sentido del deber


«Le escribo bajo la impresión reciente de su carta, que acabo de leer. Su palabrerío irreflexivo es tan indignante que no puedo resistir el deseo de expresarle francamente mi opinión. Por favor, haga llegar mi carta a su autor, y dígale que no debe sentirse agraviado por el tono duro. Después de todo no está destinada a ser publicada.

La carta merece respuesta, a mi juicio, porque pone especialmente de relieve uno de los rasgos característicos del modo de ser de muchos revolucionarios de hoy: esperar instrucciones, reclamar que todo venga de arriba, de otros, de afuera; quedarse pasmados ante los fracasos provocados por la inactividad local, acumular quejas sobre quejas e inventar recetas para una cura barata y simple de los males.

¡No inventarán nada, señores! Si ustedes mismos permanecen inactivos, si permiten que se produzcan escisiones ante sus propias narices y luego se ponen a suspirar y a lamentarse, ninguna receta les servirá. Y es absurdo colmarnos de reproches por ello. ¡No vayan a creer que nos sentimos agraviados por sus acusaciones y ataques: han de saber que ya estamos acostumbrados, tan endiabladamente acostumbrados que no nos conmueven!

Publicaciones «de masas», «por decenas de puds» [unidad de masa equivalente a 16,38 kilogramos]: este grito de guerra de ustedes no es otra cosa que una receta inventada para que otros los curen de su inactividad. Créanme, ¡ninguna de esas recetas dará jamás resultados! Si ustedes mismos no se muestran despiertos y enérgicos, nadie les ayudará de ninguna manera. Es muy poco razonable clamar: dennos esto y lo otro, entreguen eso y lo de más allá, cuando ustedes mismos deberían ocuparse de adquirir y entregar. Y es inútil que nos escriban, pues nosotros desde aquí nada podemos hacer, mientras que ustedes mismos pueden y. deben resolverlo: me refiero a la entrega de las publicaciones que editamos y de que disponemos.

Algunos «activistas» locales –llamados así por su inactividad–, que sólo vieron algunos números de lskra y que no trabajan activamente para recibirla y difundirla en masa, inventan una débil excusa: no es eso lo que queremos; ¡dennos publicaciones de masas, para las masas! ¡Mastíquenlo por nosotros, pónganlo en nuestra boca y quizá podamos tragarlo nosotros solos! 

sábado, 24 de mayo de 2025

Dobroliúbov: ¿qué es el fenómeno del oblomovisimo? La inoperancia y apatía por excelencia

«¿Cómo se ha expresado, en qué se ha invertido el talento de Goncharov? El examen del contenido de esta novela debe servir como respuesta a esta pregunta.

Por lo visto, Goncharov no ha escogido una esfera muy amplia para su representación. La historia de cómo yace o duerme el buen holgazán de Oblómov y de cómo ni la amistad ni el amor pueden desperezarlo y levantarlo, Dios sabrá cuán importante historia pueda ser. Pero en ella se ha reflejado la vida rusa, en ella se ha presentado ante nosotros un tipo ruso contemporáneo vivo, acuñado con rigurosidad y corrección implacables; en ella se ha dicho una palabra nueva en torno a nuestro desarrollo social, pronunciada de manera clara y firme, sin desesperación y sin esperanzas pueriles, sino con plena conciencia de la verdad. Esta palabra es el oblomovismo; ella sirve como clave y solución de muchos fenómenos de la vida rusa y ella otorga a la novela de Goncharov una significación considerablemente mayor que cuanto tienen en esto todas nuestras novelas de denuncia. En el tipo de Oblómov y en todo el oblomovismo, vemos algo más que la simple creación acertada de un talento fuerte: encontramos en él una obra de la vida rusa, un signo de los tiempos. (…)

¿En qué consisten los rasgos principales del carácter de Oblómov? En la más completa inercia, que procede de su apatía hacia cuanto ocurre en el mundo. Sin embargo, la causa de esta apatía se encuentra parcialmente en su situación externa y en parte en la imagen de su desarrollo intelectual y moral. Por su situación externa es un señor: «tiene un Zajar y trescientos Zajar más», según expresión del autor. (…)

La historia de su educación sirve toda ella como confirmación de sus palabras. Desde que tenía muy pocos años acostumbra a ser un haragán porque tiene quien le dé y le haga; aquí, hasta en contra de su voluntad, no es extraño que haraganee y lleve vida de sibarita. (…)

Es comprensible la influencia que esta situación ejerce sobre todo el desarrollo moral e intelectual de un niño. Las fuerzas internas «se marchitan y se ajan» necesariamente. Si el niño las alimenta de vez en cuando, es quizás por capricho o por exigencias arrogantes de que los demás cumplan sus órdenes. Y es notorio que la satisfacción del capricho desarrolla falta de carácter, y la arrogancia es incompatible con la capacidad de mantener seriamente la dignidad propia. 

Al acostumbrarse a enunciar exigencias irrebatibles el muchacho pierde con presteza la medida de la posibilidad o la conveniencia de sus deseos, se despoja de toda capacidad de hacer corresponder los medios con los objetivos y se coloca después, al primer inconveniente, en un callejón sin salida, para cuya superación es necesario hacer un esfuerzo propio. Cuando crezca, se convertirá en un Oblómov, cubrirá en un grado mayor o menor su apatía y falta de carácter bajo una máscara más o menos habilidosa, pero siempre con una cualidad invariable: la negativa a la actividad seria e independiente.

Mucho ayuda en esto el desarrollo intelectual de los Oblómov, orientado también, por supuesto, por una situación externa. Una vez que han mirado al revés la vida, ya después no podrán alcanzar una comprensión racional de su actitud hacia el mundo y hacia la gente hasta el final de sus días. Después se les darán muchas interpretaciones, y algo llegarán a comprender; pero los puntos de vista que han arraigado desde la infancia se mantendrán en algún rinconcillo, y siempre mirarán desde ellos, estorbando a los nuevos conceptos y no cediendo espacio a éstos en el fondo del alma... Y en la cabeza se hace un cierto caos: en otra ocasión aparece la decisión de hacer algo en el hombre, pero no sabe éste cómo comenzar, a dónde dirigirse... Y no es raro: el hombre normal siempre desea sólo aquello que puede hacer; en cambio, sí hace inmediatamente todo cuanto desea... Pero Oblómov... él no está acostumbrado a hacer una cosa cualquiera, y por tanto no puede definir adecuadamente qué puede y qué no puede hacer; en consecuencia, tampoco puede, de una manera seria, activa, desear cosa alguna. Su deseo se encuentra sólo en la forma: «Estaría bien hacer esto»; pero cómo se puede hacer esto, no lo sabe. De aquí que guste de soñar y que tema horriblemente al momento en que sus sueños entren en contacto con la realidad. Aquí comienza a tratar de echar el asunto sobre los hombros de algún otro, y si no existe ninguno, pues al azar... (…)

viernes, 16 de mayo de 2025

Joan Comorera analizando en 1943 la supuesta «no beligerancia» de Franco y Falange en la Segunda Guerra Mundial

«La crisis profunda del régimen franquista no significa que ya está vencido, que su caída sea inminente, que caerá solo troceado por las propias e insolubles contradicciones internas. ¡No, compañeros! Nunca debemos olvidar que el régimen de Franco y Falange es fascista, que nunca se dará por vencido, que nunca dejará voluntariamente el poder. El régimen de Franco y Falange, como el de Mussolini y el de Hitler, morirá matando. (...)

Desde hace un año, todos los actos y medidas de Franco y Falange no tienen otro objetivo que el de rehacer el bloque descuartizado del régimen. Las declaraciones de Franco en Montserrat, en las que prometió un ensanchamiento del régimen, pidió la colaboración de los sectores derechistas catalanes, dejó entrever la posibilidad de una restauración monárquica; la convocatoria de una caricatura de Corts, traspasando a ellas la facultad legislativa reservada en la estructura teórica del régimen en el Consejo Nacional de Falange; la última crisis gubernamental, con la caída aparente de Serrano Suñer y el nombramiento del General Francisco Gómez-Jordana Sousa, aparentemente menos nazi; la última reorganización del Consejo de Falange con el intento de presentarlo como un símbolo del bloque originario del régimen, por cuanto son miembros designados por Franco, generales, obispos, monárquicos, requetés, que no formaban parte de lo anterior, esfuerzo oficial para poner de manifiesto una unidad inconmovible del régimen que no existe: los rumores de restauración monárquica que se acentúan o debilitan según el buen querer de Franco y Falange. (...)

¡No, compañeros, Franco y Falange no son, ni quieren ser neutrales Franco y Falange son beligerantes del Eje! Oficialmente Franco y Falange son «no beligerantes», como lo fueron Mussolini antes de herir por la espalda a la Francia vencida e Hirohito antes de agredir traicioneramente a los EE. UU. dormidos por apaciguadores y muniqueses. (...)

Sin embargo, en la práctica Franco y Falange han sido y son desde el comienzo de la guerra, beligerantes. Son beligerantes por los actos y por las definiciones oficiales del régimen. La firma del Pacto Antikomintern [el 27 de marzo de 1939] por el General Gómez-Jordana Sousa, presentado hoy cuanto menos nazi que Serrano Suñer, es un acto de beligerancia. La organización oficial de la División Azul [el 26 de junio de 1941], es un acto de beligerancia. El envío coercitivo de obreros españoles a las fábricas de guerra alemanas, es un acto de beligerancia. Comprar víveres, materias primas, combustible en América y por la cuenta de Alemania y con dinero entregado por Hitler a Franco, es un acto de beligerancia. Romper el bloqueo aliado en beneficio de la Alemania hitleriana, es un acto de beligerancia. Poner a disposición de los técnicos alemanes y de los submarinos piratas del Eje Baleares, Canarias y Fernando Poo, los puertos gallegos y andaluces del Atlántico, es un acto de beligerancia. Proveer de combustible en alta mar en los submarinos nazis, es un acto de beligerancia. (...) 

Entregar a los alemanes toda la producción de guerra de los altos hornos y de las minas del norte de España, es un acto de beligerancia. Aceptar el control nazi en los aeródromos, en las comunicaciones, en los transportes de España, es un acto de beligerancia. Que la Gestapo controle los centros vitales de la policía terrorista de Franco, es un acto de beligerancia. Es tan poco neutral Franco, que en el mes de julio propuesto el embajador norteamericano para justiciar las restricciones al envío de petróleo, dijo oficialmente, que eran debidas a:

«Ya temor comprensible de una nación que está en guerra, que los productos esenciales para la contienda, exportados libremente a un país que no está en guerra, sean reexportados a una tercera nación en guerra con la primera».

Es tan poco neutral Franco que el «New York Times», el mes de julio pasado [1943], cuando el VIII ejército británico se retiraba en derrota, denunció que:

«El ministro español de El Cairo colabora de forma importante en los esfuerzos que hace Alemania para sembrar la discordia entre los ingleses y los gobernantes de Egipto».

Es tan poco neutral Franco que en el «New York Post» del último septiembre se afirmó concretamente como:

«Los falangistas, valiéndose de las comunicaciones y valijas diplomáticas, facilitan a la Gestapo toda la información que consiguen sobre los movimientos de los barcos mercantes y de la marina de guerra».