sábado, 5 de agosto de 2023

¿Por qué se afirma que el valor de uso precede al valor estético de los objetos?


«La actitud ante los objetos desde el punto de vista de su utilidad, ha precedido también en este caso a la actitud ante ellos desde el punto de vista del placer estético.

Tal vez pregunte usted cuáles eran las conveniencias prácticas que reportaba el uso de anillos metálicos. No me comprometo a enumerarlas todas, pero señalaré algunas de ellas.

En primer lugar, ya conocemos el gran papel que juega el ritmo en los bailes primitivos. Los golpes cadenciosos de los pies sobre el suelo y las palmadas rítmicas, sirven en estos casos para marcar el compás. Pero los bailarines primitivos no se contentan con esto. Para lograr el mismo efecto, muy a menudo se cuelgan guirnaldas enteras de diversos objetos que hacen ruido. En ocasiones −como ocurre, por ejemplo, entre los cafres basutos−, tales objetos son unos saquitos de cuero seco llenos de pequeñas piedras. Naturalmente, pueden ser sustituidos con gran ventaja por objetos metálicos. Los anillos de hierro colocados en las piernas y los brazos pueden desempeñar muy bien el papel de sonajas metálicas. Y en efecto, vemos que esos mismos cafres basutos se ponen gustosos, al bailar, tales anillos. Ahora bien, al chocar unos contra otros, esos anillos emiten sonidos metálicos no sólo al bailar, sino también al caminar. Las mujeres de la tribu de los niam-niam llevan en las piernas tal número de anillos, que su marcha siempre va acompañada de un sonido que se oye desde lejos. Este sonido, al marcar el compás, facilita la marcha, por lo que pudo haber sido uno de los motivos que dieron lugar al uso de los anillos: es sabido que en África los cargadores negros cuelgan a veces de su carga unas campanillas que los estimulan con su sonar constante y cadencioso. El sonido rítmico de los anillos metálicos también debió aliviar, sin duda, muchas labores femeninas, como, por ejemplo, la molienda de los granos en el metate. Ésta también fue, probablemente, una de las causas iniciales de su uso.

En segundo lugar, la costumbre de usar anillos en las piernas y en los brazos precedió al empleo de adornos metálicos. Los hotentotes hacían anillos de marfil. Otros pueblos primitivos los fabricaban a veces de piel de hipopótamo. Esta costumbre se ha conservado hasta hoy día en la tribu de los dinkas, a pesar de que, como ya sabemos por nuestra primera carta, esta tribu pasa ahora, según expresión de Schweinfuth, por una auténtica edad del hierro. En un comienzo, tales anillos pudieron haber sido usados con el fin práctico de proteger las desnudas extremidades de las plantas espinosas.

Cuando se inició y consolidó la elaboración de los metales, los anillos de cuero y hueso fueron sustituidos poco a poco por los anillos metálicos. Y como estos últimos se convirtieron en un signo de riqueza, nada tiene de extraño que los anillos de hueso y de cuero empezasen a ser adornos menos refinados. Estos adornos menos refinados comenzaron a parecer también menos bellos, su aspecto era ya menos agradable que el de los anillos metálicos, al margen de cualquier consideración de orden utilitario. De este modo, también en este caso, lo prácticamente útil precedió a lo estéticamente agradable.

Finalmente, los anillos de hierro, al cubrir las extremidades de los guerreros −sobre todo sus brazos− las protegían durante los combates de los golpes del adversario y por eso les eran útiles. Los guerreros de la tribu africana de los bongos se cubren los brazos con anillos de hierro, desde la muñeca hasta el codo. Este adorno, denominado dangabor, puede ser considerado como un rudimento de coraza de hierro.

Vemos, pues, que si algunos objetos metálicos fueron perdiendo poco a poco su carácter de objetos útiles, para convertirse en objetos que provocaban por su aspecto un placer estético, ello se debió a la acción de los «factores» más diversos, pero que en este caso, lo mismo que en todos los demás examinados anteriormente por mí, algunos de los factores fueron originados a su vez por el desarrollo de las fuerzas productivas, y otros, sólo pudieron actuar de ese modo, y no de otro cualquiera, precisamente porque las fuerzas productivas de la sociedad se hallaban en ese grado de desarrollo y no en otro cualquiera.

En 1885, el famoso Inama-Sternegg pronunció en la Sociedad de Antropología de Viena una conferencia sobre «las ideas político-económicas de los pueblos primitivos», en la que, entre otras cosas, se pregunta: «¿Les gustan −a los pueblos primitivos− los objetos usados por ellos como adorno porque tienen cierto valor, o por el contrario, esos objetos tienen cierto valor, únicamente porque sirven de adorno?» El conferenciante no se atrevió a dar una respuesta categórica a la pregunta. Y sería difícil hacerlo, dado el planteamiento totalmente equivocado de la misma. Ante todo hay que precisar de qué valor se trata, si del valor de uso o del valor de cambio. Si nos referimos al valor de uso, entonces podemos decir con toda seguridad que los objetos utilizados por los pueblos primitivos como adorno primeramente fueron considerados útiles o sirvieron de atributo de las cualidades de su dueño, útiles para la tribu, y tan sólo más tarde empezaron a parecer bellos. El valor de uso precede al valor estético. Pero cuando estos objetos adquieren cierto valor estético a los ojos del hombre primitivo, éste trata de adquirirlos teniendo en cuenta únicamente este valor, olvidándose de su génesis, e incluso, sin pensar siquiera en ella. Cuando aparece el trueque entre tribus distintas, los adornos constituyen uno de sus renglones más importantes, y entonces la capacidad de estos objetos de servir de adorno es en ocasiones −aunque no siempre− el único motivo psicológico de su adquisición por el comprador. En cuanto al valor de cambio, éste, como se sabe, es una categoría histórica que se desarrolla muy lentamente y de la que los cazadores primitivos −por razones muy fáciles de comprender− tienen una idea sumamente confusa, por lo que las proporciones cuantitativas en que se cambian los objetos son, al principio y en su mayor parte, aleatorias». (Gueorgui Plejánov; Cartas sin dirección, 1899)

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