«Usted se queja de la poca difusión que hasta ahora ha tenido en Francia la doctrina del materialismo histórico. Usted se queja de que esta difusión halle obstáculos y resistencias en los prejuicios que provienen de la vanidad nacional, en las pretensiones literarias de algunos, en el orgullo filosófico de otros, en el maldito deseo de parecer ser sin ser y en fin, en la débil preparación intelectual y en los numerosos defectos que se encuentran también en algunos socialistas. ¡Todas estas cosas no pueden ser tenidas por simples accidentes! La vanidad, el orgullo, el deseo de parecer ser sin ser, el culto del yo, la megalomanía, la envidia y el furor de dominar, todas estas pasiones, todas estas virtudes del hombre civilizado, y aún otras, no son de ningún modo bagatelas de la vida; mucho más a menudo parece que ellas son su substancia y nervio. Se sabe que la Iglesia, por lo común, no atrae las almas cristianas a la humildad sino haciendo de ésta un nuevo y más altanero título de orgullo. Y bien..., el materialismo histórico exige, de aquellos que quieren profesarlo con plena conciencia y francamente, una extraña especie de humildad; en el momento mismo en que nosotros nos sentimos ligados al curso de las cosas humanas, donde estudiamos las líneas complicadas y los repliegues tortuosos, es necesario que seamos, a la vez y al mismo tiempo, no resignados y dóciles, sino, por el contrario, llenos de actividad consciente y razonable. (...) Luego, el proletariado que llega a saber con claridad lo que puede, es decir, que comienza a saber querer lo que puede; ese proletariado, en suma, que se pone en buen camino para llegar a resolver –y me sirvo aquí de la jerga un poco hecha de los publicistas– la cuestión social, ese proletariado deberá proponerse eliminar, entre todas las otras formas de explotación del prójimo, también la vanagloria y la presunción y la singular suficiencia de aquellos que se incluyen a sí mismos en el libro de oro de los benefactores de la humanidad. Ese libro también debe ser arrojado al fuego, como tantos otros de la deuda pública. En todas partes de la Europa civilizada los talentos –verdaderos o falsos– tienen muchas posibilidades de ser ocupados en los servicios del Estado y en lo que puede ofrecerles de ventajoso y prominente la burguesía, cuya muerte no está tan cercana, como creen algunos amables fabricantes de extravagantes profecías. No es necesario asombrarse si Engels –véase el prefacio al tercer volumen de «El Capital», observe bien, con fecha 4 de octubre de 1894–, escribía: «Como en el siglo XVI, lo mismo en nuestra época tan agitada, no hay, en el dominio de los intereses públicos, puros teóricos más que del lado de la reacción». Estas palabras tan claras como graves bastan por sí solas para tapar la boca a los que gritan que toda inteligencia ha pasado a nuestro lado, y que la burguesía baja actualmente las armas. La verdad es, precisamente, lo contrario: en nuestras filas son muy raras las fuerzas intelectuales, bien que los verdaderos obreros, por una sospecha explicable, se levanten contra los «habladores» y los «letrados» del partido. (...) Todos aquellos que están fuera del socialismo tienen o han tenido interés en combatirlo, en desnaturalizarlo o al menos en ignorar esta nueva teoría, y los socialistas, por las razones ya expuestas y por otras muchas aún, no han podido dedicar el tiempo, los cuidados y los estudios necesarios para que tal tendencia mental adquiera la amplitud de desenvolvimiento y la madurez de escuela, como la que alcanzan las disciplinas que, protegidas o al menos no combatidas por el mundo oficial, crecen y prosperan por la cooperación constante de numerosos colaboradores. ¿El diagnóstico del mal no es casi un consuelo? ¿No es así que proceden actualmente los médicos con sus enfermos, desde que se inspiran más, como ocurre ahora en su práctica terapéutica, en el criterio científico de los problemas de la vida?». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)
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