domingo, 15 de julio de 2018

Sobre el llamado ecologismo y ecosocialismo; Equipo de Bitácora, 2017


[Publicado originalmente en 2017. Reeditado en 2021]

«Los ecologistas pretenden defender la existencia del planeta y su fauna, deber que atañe ciertamente a la humanidad, pero que es imposible de resolver sin un cambio de modelo productivo. Muchas corrientes oficiales del ecologismo eluden la importancia del factor económico y lo derivan todo a teorías psicológicas que vendrían a explicar el carácter del ser humano, ignorando el factor del medio en que se desarrolla el mismo, y que, al fin, determina su forma de comportamiento. 

¿Es la tecnología y el progreso un sinónimo de deshumanización?

Para empezar, habría que ver qué consecuencias ha tenido el desarrollo de las fuerzas productivas respecto al medioambiente. Karl Marx demostró que el capitalismo creó y ahondó las diferencias entre campo y ciudad, entre trabajo físico e intelectual, y entre tanto, se certificó el agotamiento progresivo de los recursos:

«Es en la esfera de la agricultura donde la gran industria opera de la manera más revolucionaria, ya que liquida el baluarte de la vieja sociedad, el «campesino», sustituyéndolo por el asalariado. De esta suerte, las necesidades sociales de trastocamiento y las antítesis del campo se nivelan con las de la ciudad. Los métodos de explotación más rutinarios e irracionales se ven remplazados por la aplicación consciente y tecnológica de la ciencia. El modo de producción capitalista consuma el desgarramiento del lazo familiar originario entre la agricultura y la manufactura, el cual envolvía la figura infantilmente rudimentaria de ambas. Pero, al propio tiempo, crea los supuestos materiales de una síntesis nueva, superior, esto es, de la unión entre la agricultura y la industria sobre la base de sus figuras desarrolladas de manera antitética. Con la preponderancia incesantemente creciente de la población urbana, acumulada en grandes centros por la producción capitalista, ésta por una parte acumula la fuerza motriz histórica de la sociedad, y por otra perturba el metabolismo entre el hombre y la tierra, esto es, el retorno al suelo de aquellos elementos constitutivos del mismo que han sido consumidos por el hombre bajo la forma de alimentos y vestimenta, retorno que es condición natural eterna de la fertilidad permanente del suelo. Con ello destruye, al mismo tiempo, la salud física de los obreros urbanos y la vida intelectual de los trabajadores rurales. Pero a la vez, mediante la destrucción de las circunstancias de ese metabolismo, circunstancias surgidas de manera puramente natural, la producción capitalista obliga a reconstituirlo sistemáticamente como ley reguladora de la producción social y bajo una forma adecuada al desarrollo pleno del hombre. En la agricultura, como en la manufactura, la transformación capitalista del proceso de producción aparece a la vez como martirologio de los productores; el medio de trabajo, como medio de sojuzgamiento, de explotación y empobrecimiento del obrero, la combinación social de los procesos laborales, como opresión organizada de su vitalidad, libertad e independencia individuales. La dispersión de los obreros rurales en grandes extensiones quebranta, al mismo tiempo, su capacidad de resistencia, mientras que la concentración aumenta la de los obreros urbanos. Al igual que en la industria urbana, la fuerza productiva acrecentada y la mayor movilización del trabajo en la agricultura moderna, se obtienen devastando y extenuando la fuerza de trabajo misma. Y todo progreso de la agricultura capitalista no es sólo un progreso en el arte de esquilmar al obrero, sino a la vez en el arte de esquilmar el suelo; todo avance en el acrecentamiento de la fertilidad de éste durante un lapso dado, un avance en el agotamiento de las fuentes duraderas de esa fertilidad». (Karl Marx; El Capital, Tomo I, 1867)

Algunos hablan de la «deshumanización del sistema capitalista» –algo que también achacan a las «experiencias comunistas» de gobierno–. Indudablemente que el sistema capitalista hasta cierto punto es deshumanizador, eso nadie lo duda, el propio Karl Marx lo registró magníficamente en su obra cumbre «El capital» (1867), más concretamente en su subcapítulo denominado «Acumulación originaria del capitalismo». En todo caso, la deshumanización del sujeto en el capitalismo no es a causa de los avances tecnológicos –como muchos hippies y ácratas mantienen–, sino de un uso privativo y especulativo de dichos avances –solo hay que verlo en campos como la industria farmacéutica o alimentaria–. Recapitulando, el nudo gordiano está entonces, damas y caballeros, en la propiedad privada de los medios de producción que existe en este sistema, el mismo que mercantiliza sin escrúpulos la salud o los alimentos, algo que, bajo las leyes del capitalismo, como la ley del valor, es del todo normal y solo puede conducir al atolladero que conocemos: ricos y pobres, privilegiados de esas innovaciones y parias que jamás llegarán a disfrutar de esos avances. 

Si estos autores se hubieran preocupado en entender la dinámica del capitalismo habrían llegado a mejores soluciones, pero dado que no les interesaba la economía sino solo sus ideas subjetivas y románticas, llegaron a las famosas soluciones fantasmagóricas, puesto que no saben enfrentar el reto de encajar el desarrollo tecnológico con una ética respetable desde un punto de vista científico y progresista. Así, por ejemplo, somos testigos de las recetas pintorescas, más cercanas a un «hippismo», que plantearían una «gran desindustrialización y la vuelta al campo», incluso la apuesta por la «destrucción de las máquinas» porque «la tecnología en sí deshumaniza»; visiones más propias de un ignorante o de una secta religiosa, como los Amish, que de un hombre culto y progresista. Aunque lo quieran, no se puede voltear la rueda de la historia, pero ellos todo lo solucionan a fuerza de voluntad e idealismo cándido:

«¿Es posible volver del capitalismo monopolista al régimen de libre concurrencia, al liberalismo económico? No, compañeros. El viejo capitalismo murió al dar nacimiento al imperialismo, al capitalismo monopolista. Es imposible encontrar, nos dice Lenin, «principios firmes», «hasta concretos» para la «conciliación» del monopolio con la libre concurrencia. El capitalismo monopolista es la fase superior al capitalismo liberal. Por lo tanto, la libre concurrencia se ha transformado en un ideal reaccionario. En el seno de un sistema económico actual van creándose los elementos del sistema que lo sustituirá. Y el sistema que se va forjando en el interior del condenado a la caducidad, a la muerte, es siempre superior. Los modos de producción y las relaciones de producción provocan el salto de un sistema viejo a un sistema nuevo. Por lo demás, la historia humana no es una repetición de círculos concéntricos de regreso constante a un punto de partida constante: es una ascensión progresiva, saltos de etapas inferiores a etapas superiores. Por eso nunca se ha producido un regreso a sistemas económicos históricamente superados. Del trabajo tribal no se volvió al trabajo comunista primitivo. De la esclavitud no se volvió a la economía patriarcal. De la servidumbre no se volvió a la esclavitud. Del sistema asalariado no se puede volver a la servidumbre, como de la libre concurrencia no se puede volver a la manufactura y los gremios. Del mismo modo, del capitalismo monopolista no se volverá a la libre concurrencia. La lógica de la historia es de acero. (...) ¿Es posible retornar del capitalismo monopolista a la economía «pastoril agraria», a la manufactura de antes de la Revolución francesa, a los gremios, a las ciudades «libres» y a las regiones feudales de la Edad Media, a fin de salvar las clases medias del sistema de opresión colonial y del estrangulamiento financiero, de una proletarización que se ha acelerado desde la advertencia del monopolismo? La respuesta, la encontraremos en la conducta del nazi-fascismo-falangista. Este «ideal» era la médula –teórica– del fascismo de Mussolini, del nacional-socialismo de Hitler, del nacional-sindicalismo de Franco. ¿Qué ha quedado de tanta pamplina llamativa? Conquistado el poder, hicieron exactamente una política contraria: reforzaron los monopolios, es decir, el capitalismo monopolista, hicieron de esto una política oficial y la impusieron con la brutalidad característica del régimen». (Joan Comorera; La nación en una nueva etapa histórica, 15 de junio de 1944) 

¿Podemos concluir que la tecnología y el progreso son sinónimos de «deshumanización»? La respuesta corta es un rotundo no. Las condiciones sociales cambian, por tanto, actualmente no puede ser más «humano» comer solo vegetales o leer libros sólo en formato papel, que manejar un iPhone o pilotar una nave espacial, esto no debería ser difícil de comprender en principio, aunque para cierta gente sea una polémica a discutir. El problema no puede ser nunca el desarrollo de las fuerzas productivas, que precisamente el capitalismo hereda y desarrolla a partir de los mejores conocimientos y esfuerzos de la humanidad, sino las relaciones de producción que rigen el entramado económico y social, la distribución de los productos ligados a ella; todo lo demás es palabrería en manos de un ignorante o de un cínico.

En «Late Motiv», el programa nocturno del Andreu Buenafuente, tenemos un buen ejemplo de estas peligrosas nociones. Para quien no lo conozca, este es el programa idóneo para todo ser de «izquierdas» que, aunque sumamente aburguesado, quiere hacer parecer que no es parte del problema y sentirse moralmente superior a la «patética derecha». Pero resulta que a veces, y sin ser nada consciente, este «hombre de izquierdas» actúa como el más rancio conservador. En este programa se tuvo como invitado al excéntrico «humorista», escritor y crítico televisivo Bob Pop, quien realizaba una «demoledora crítica» al consumismo capitalista, echándole la culpa, cómo no, al trabajador medio, a lo que en España se le denomina popularmente como el «currito»:

«Bob Pop: Tengo la teoría de que hay ricos porque los pobres somos unos vagos. (…) Hay ricos porque nos da pereza hacer la revolución comunista, porque nos da pereza. Porque hemos hecho una cosa terrible, hemos pasado de comprar en el mercado a ir al supermercado. Nosotros tenemos la culpa de la concentración actual de la riqueza. Si lo piensas antes íbamos al mercado y comprábamos cada cosa en un puesto diferente con lo cual ayudábamos a que señores distintos de ese mercado con sus puestos tuviera una vivienda digna, pero no se forraban, no tenían un monopolio. ¿Ahora qué pasa? Ahora vamos al supermercado y compramos todo en un solo sitio… y claro se forran, por nuestra culpa. (…) Lo que pasa es que estamos muy cansadas, porque el capitalismo actual es la tormenta perfecta, nos han empujado a la precariedad, a las horas extras sin cobrarlas, horarios imposibles y nos han quitado la posibilidad de tener una vida donde poder ir al mercado tranquilamente y elegir en cada puesto cosas diferentes. (…) Les hemos hecho millonarios con nuestras miserias y encima se lo tenemos que agradecer porque es más cómodo. (…) Todo esto es culpa de los pobres que hemos sido muy vagos, pero, ¿qué hacemos? ¿Boicoteamos a los ricos? ¿Dejamos de comprar low cost en días festivos, dejamos de consumir? No podemos, Andreu, porque parte de ese dinero de nuestro consumo sirve para que los ricos se forren y parte de su fortuna vaya a fundaciones benéficas, nosotros también tenemos el bien consumiendo, dotan de bienes a la sanidad pública, dan donaciones al tercer mundo. Porque los ricos pagar impuestos lo menos que puedan, pero caridad hacen un rato (…) ¿Tú sabes qué tienen los ricos que no tenemos nosotros? Conciencia de clase». (Spanish Revolution; ¿Tú sabes lo que tienen los ricos que no tenemos nosotros?, 4 de julio de 2021)

Antes que nada, que personajes públicos millonarios como Bob o Buenafuente se engloben dentro de la categoría «pobres» durante uno de sus espectáculos es un insulto a la inteligencia de todos sus espectadores, dado que muy posiblemente con el número de ceros en su cuenta bancaria podrían comprarse cada uno una isla en el Caribe para ellos solos. En realidad, este cinismo es solo la constatación del intelectual del mundo de la farándula que quiere sentirse «parte del pueblo», aunque estén a años luz de cómo viven y piensan millones de personas en su país. Estos tristes personajes representan muy bien lo que es la «izquierda» intelectual totalmente domesticada, la cual lanza el mensaje de que la culpa la tiene el ciudadano medio por ir a un supermercado en vez de a un humilde mercado, como sucedía antaño. Pero todo esto es mentira, empezando porque está mal enfocado; denota, en el mejor de los casos, una falta de conocimientos históricos y una idealización neorromántica del pequeño propietario; y, en el peor de los casos, una demagogia astutamente diseñada para manipular a las clases medias occidentales a base de «nostalgia». ¿Es de extrañar? Este sentimiento ha sido el predilecto de los neorrománticos, aquellos «espíritus libres» que enmascaran su indignación irracional y conservadora bajo el halo de «pasión» y «lucha por la vuelta a las buenas costumbres».

A la mayoría de trabajadores de hace años o siglos, fuesen obreros, sirvientas, mineros, enfermeras, etc., cuyas jornadas laborales eran de entre ocho, diez, doce o incluso más horas, nunca le ha sobrado tiempo como para hacerse un tour por todas las tiendas y elegir los productos con el precio y nutrientes que desearía. Muy por el contrario, el grueso de trabajadores se las tuvo que arreglar para compatibilizar la vida personal y profesional, por lo que sus compras eran programadas para poder atender el trabajo, los estudios, la casa, la comida y los hijos. Esto significa que muchas veces se realizaban grandes compras semanales o mensuales para no tener que volver, se acudía al lugar que resultaba más cercano o en el que se encontraban las ofertas que más se ajustaban al presupuesto. En la mayoría de familias antiguas era la ama de casa o las hijas las que dedicaban el tiempo pertinente para satisfacer esta necesidad básica porque se presuponía que la adquisición de alimentos, ropa, accesorios para la casa y en general todo lo que suponía el día a día estaban entre sus labores asignadas, mientras que el marido y en menor medida los hijos se desentendían en lo fundamental de estas tareas, al menos en lo referente al ir a adquirir las mercancías relacionadas con el alimento. Afortunadamente, con el progresivo fin de estos rígidos roles de género, hoy encontramos parejas de todo tipo donde ambos miembros pueden o deben trabajar –de forma parcial o total– para mantener una casa, y donde lo más probable es que tampoco deseen perder demasiado tiempo, sino que prioricen la practicidad para optimizar su tiempo y también porque los nuevos medios de transporte y diversos servicios así lo permiten. De ahí que, entre otros fenómenos, para muchas familias hispanas la «dieta mediterránea» haya ido sustituyéndose paulatinamente por una «dieta estadounidense», donde los productos prefabricados, altos en grasas y azúcares, son lo común y normalizado –en parte también por la paupérrima educación nutricional de la escuela–. Y es aquí donde el capitalismo –«el menos malo de los sistemas», según los liberales–, hace gala de su maravillosa lógica interna, pues si entramos a cualquier supermercado, que es santo y seña de nuestra época, uno bien podrá ver que la fruta, vegetales y todo tipo de productos recomendables para la salud valen el doble o el triple de caros que la bollería industrial o los refrescos. ¿Y qué consecuencias tiene esto? Que inevitablemente, tanto por el patrón cultural como por la rentabilidad económica, sea lo menos sano aquello que es preferido por la mayoría de familias, especialmente entre los jóvenes, fáciles de manipular con sabores de muy buena palatabilidad.

Según Bob Pop «conciencia de clase» es que el proletario compre en su tienda de confianza para intentar frenar que en la crisis los peces grandes se coman a los pequeños. ¡Genial fantasía! Y es que si este ensueño utópico pudiera darse –que no puede, por fuerza lógica– y hubiera un boicot general de los asalariados más humildes a Amazon, Microsoft, Coca-Cola, Zara... nos surge una duda, ¿no supondría eso tener que despedir tarde o temprano a sus «hermanos proletarios» que trabajan allí? Y si con el tiempo se logra la «prosperidad» del pequeño tendero del barrio, ¿no abriría éste, tarde o temprano, una segunda empresa ahora que tiene mucha más demanda y empezaría a utilizar cada vez más mano de obra? Como vemos, el nacimiento y la conformación del monopolio está en la misma esencia de este absurdo «pensamiento progre» de dejarse el dinero en los pequeños establecimientos. Esta idea de «sociedad compensada» es el «reino de la piruleta», el eufemismo estrella del reformismo que profesa todo pequeño propietario o cualquier obrero de mentalidad aburguesada, en ambos casos, seres de miras muy cortas que no tienen ni remota idea de cómo funciona el entramado económico de su alrededor, por eso recurren a lo que escuchan o leen en la respetada «opinión pública». No se dan cuenta de las contradicciones en las que incurren al abrir la boca sin conocimiento de causa. Su idea no es superar el capitalismo sino darle una «cara conocida» y un «trato personalizado». Este es una equivocación muy común entre quienes no saben distinguir qué es un progreso beneficioso y cuál es negativo, puesto que esto en la sociedad de clases este siempre es relativo y condicionado.

No hay que olvidar que los pequeños negocios también son partícipes de la acumulación de capitales, y no tanto en cuanto a su competencia y monopolización –o a venderse a monopolios comerciales en cuanto el pequeño negocio marche lo suficientemente bien o mal–, sino también en tanto a los productos que venden. Las grandes empresas tienen el monopsonio –monopolio de la compra– de los productos agrícolas, industriales, etc. Lo que venden las pequeñas tiendas son productos de las grandes empresas: la heladería del barrio vende marcas como Kalise, Magnum, etc., el «todo a cien» de la calle de al lado vende juguetes producidos por grandes fábricas con trabajo semiesclavo en Taiwán, etc. La acumulación de capitales es, así, independiente de dónde compren los trabajadores y el «pueblo llano»: es un proceso que se opera entre bambalinas, y quienes padecen situaciones de hambre o miseria y se orientan por unos precios menores originados en un contexto de mayor productividad, asociada a grandes empresas, no tienen la culpa de esto, pese a que algunos quieran echarles la culpa.

«Encontramos también una concentración del capital allí donde un capitalista se apodera, desde un punto de vista económico, de empresas independientes desde el punto de vista técnico. (…) Algo parecido ocurre con el pequeño comercio y los «restaurants» de todas clases, cuyos propietarios nominales se transforman cada vez más en agentes y en asalariados efectivos de algún gran capitalista. Los dueños de los «restaurants» dependen cada vez más de los grandes fabricantes de cerveza. (…) Además, los fumaderos y los «restaurants» se convierten cada vez más en propiedad directa de las cervecerías. Los dueños de estos establecimientos no son más que arrendatarios instalados por los cerveceros». (Karl Kautsky; La doctrina socialista, 1909)

Recomendaríamos echar un vistazo al artículo de Ernesto H. Vidal «La trampa del capitalismo verde» (2007), donde exceptuando su cándida fe en reformas dentro del marco capitalista, podemos hacernos una idea de quiénes son los culpables reales de la debacle medioambiental. También se comenta una cosa interesante de cómo los programas «verdes» de las grandes empresas se financian con impuestos a modo de bonificaciones; causan el problema y lo paga el pueblo trabajador.

Dicho lo cual, hoy las famosas tiendas de «ultramarinos» son una reliquia o ya no son regentadas por gente conocida, por lo que al ciudadano medio le suele ser bastante indiferente el destino de ese negocio; además estos negocios se ven obligados a subir los precios para compensar la pérdida de público hacia las grandes superficies, con lo que la gente apurada económicamente no está dispuesta a pagar más, ¿y quién puede culparles? Por esto la propuesta de Bob Pop de volver a comprar en el «tendero de toda la vida» para «evitar la acumulación de la riqueza» es algo tan estúpido como intentar hacer que el Sol se deje de ponerse por el Oeste; es como querer hacer sentir mal por el cambio climático a quien no compra alimentación ecológica o un coche eléctrico; lo suyo en todo caso sería empezar por apuntar directamente a los gobiernos y empresas que son los que tienen el poder real de decidir sobre la mayoría de las emisiones de gases o sobre el «transporte alternativo» público. Lo mismo para este caso del «consumismo», pero es que hay otro aspecto a considerar: el pequeño negocio no es siquiera, objetivamente hablando, el futuro al que debemos aspirar, pues es la gran plataforma, el espacio que centraliza el punto de circulación de la producción básica, la tendencia general que el nuevo sistema debe heredar del capitalismo y poner al servicio de los trabajadores. No la parcela/tienda del pequeño propietario, no la posibilidad de enriquecimiento personal a costa del capital privativo –aunque sea embrionario–, sino la gran plataforma centralizada del comunismo desde donde los organismos competentes del sistema puedan facilitar la adquisición de determinada producción social básica –de consumo personal–; la misma desde la cual las ganancias pasen directamente a las arcas del pueblo que se reinvierten en determinados fines sociales –educación, sanidad, investigación, etcétera–.

¿Qué diferencia un bien personal de un medio de producción? Precisamente si se emplea para producir otros bienes. De este modo, el consumo de estos bienes puede ser privado, de cada cual, mientras que su producción puede ser colectiva. No existe ninguna delgada línea que separe ambas esferas, incluso si reconocemos que el modo de producción determina el modo en que se distribuye y consume la producción misma. Esto último, empero, no complica el asunto más que a los ojos de un filósofo que busca cualquier excusa para justificar la perennidad inexistente de la propiedad privada sobre los medios de producción, que al nacer y llegar a existir parte asimismo del hecho de que antes de esto no existió y de que, por tanto, no tiene por qué existir en el futuro. Todo nace y muere; se encuentra en constante cambio, olvida el que acusa al marxismo de metafísico o utópico cada vez que puede.

«A pesar de las enseñanzas de la ciencia positiva y de las corrientes avasalladoras del pensamiento moderno, no habéis podido desechar de vuestros cerebros la herrumbre de las concepciones estáticas de la naturaleza y la humanidad. ¡Buena idea de progreso la vuestra, que sólo concebís el cambio en lo accesorio, en lo puramente formal o exterior, sin acertar a comprender que la evolución alcance en la naturaleza o a los caracteres fundamentales de tipo orgánico, y en la humanidad al fondo mismo de las relaciones sociales! Conviene, por el contrario, que os vayáis acostumbrando a la idea de que el sistema actual de producción y de cambio no es permanente, sino transitorio; que así como no es el primer término de la evolución económica, no es tampoco el último; que si nació ayer con la revolución burguesa, morirá mañana con la revolución proletaria. Esto es lo que en primer término debe de saber todo obrero, puesto que es el fundamento de seguras esperanzas de redención: que su condición de proletario no es eterna; que el salario no es un hecho natural, necesario para la existencia de la sociedad, ni siquiera un hecho normal, sino un estado de las relaciones económicas accidental, transitorio, traído por el desarrollo histórico, que el mismo ha de sepultar, y no tarde, en el panteón de las instituciones odiosas. Y esto es lo que no acertamos a comprender cómo se oculta a vuestro talento y a vuestra cultura; pues si acaso prescindierais a sabiendas de esta verdad, si la tendencia natural del desarrollo económico apareciera a vuestra vista con la claridad y evidencia que a la nuestra, no habría crimen tan abominable como el de esforzaros en retardar una evolución salvadora, poniendo vuestro empeño en prolongar un estado social que la ciencia y la justicia condenan al mismo tiempo». (Jaime Vera López; Informe ante la comisión de reformas sociales, 1884)

En resumidas cuentas, los medios de producción son las máquinas, tierras, herramientas… todos aquellos instrumentos necesarios para producir bienes y servicios. El proletariado, al estar privado de los medios de producción, tarde o temprano se ve obligado a interactuar con ellos en la producción social, pero no tiene poder de decisión sobre el producto final en el que interviene, pues ni él ni sus homólogos que crean la riqueza con el trabajo deciden qué tipo de mercancías producen ni cómo se distribuyen, sino que, simplemente, el proletariado vende su «fuerza de trabajo», es decir, sus habilidades, para trabajar en un producto elegido por el capitalista a cambio de un salario que le permita subsistir, fin. La mayoría de las veces, el trabajador ni siquiera está faenando en el oficio que desea desarrollar sus capacidades. Entonces, que sean «medios de producción privados» depende de si son usados para explotar a otros seres, si inducen a una enajenación del trabajador hacia el producto que obra. 

La producción colectiva abre la puerta a nuevas formas de consumo de los bienes en común, pero esto no convierte a los bienes de consumo en medios de producción de por sí, igual que una naranja puede ser consumida como bien de consumo o empleada como materia prima para la fabricación de zumo de naranja, lo cual no depende de que la haya adquirido un individuo para sí y sea propiedad suya sino de si, reiteramos, se emplea para la producción. No es tan difícil de comprender.

En un régimen que surgiese dentro del periodo social que pretende ir del capitalismo al comunismo, los «medios individuales de consumo», como podría ser una barra de pan, aunque sean producidos socialmente bajo «formas de propiedad colectivas», no significa que sean de «toda la comunidad» y, en consecuencia, se deban repartir entre todos los que de una u otra forma han intervenido en su producción –imaginen repartir un chusco de pan entre todos los panaderos que se involucran en su creación, menuda sandez–. Eso es un «igualitarismo» que Marx y Engels siempre despreciaron. Cuando el trabajador de esta nueva sociedad compre una barra de pan con el salario fruto de su trabajo, esta será completamente suya para hacer con ella lo que guste. Y esto es perfectamente lógico ya que como los medios de producción ahora son de la sociedad, también son de su propiedad; ¿en que se traduce esto? Que, por tanto, tiene derecho a exigir, en consonancia con los cambios en la esfera de distribución de la nueva comunidad, que él y los suyos puedan tener asegurados una buena alimentación, en este caso, que pueda acceder al pan sin problemas. Pero en esto ya interviene el aspecto político, por lo que lo dejaremos para otra ocasión, aunque esté en íntima relación. 

Otra cosa muy diferente es que hablemos de la «etapa superior del comunismo», donde estén dadas las condiciones para la abolición del dinero o se vaya difuminado la antigua división entre trabajo intelectual y manual. Para entonces existirá un «manantial de riquezas» suficientes para satisfacer todas las necesidades de la población y podremos establecer la conocida máxima del comunismo: «¡De cada cual, según sus capacidades, a cada cuál según sus necesidades!», como explicó Marx en su obra: «Crítica al programa de Gotha» (1875). Aquí, un trabajador sí podrá obtener más del «fondo social común» apelando a condiciones particulares como el número de hijos.

El ecofascismo, el exosexualismo y otros

En último lugar, algunos ideólogos han teorizado que la «inexorable extinción del ser humano, será lo único que pueda salvar la tierra», como mantiene Les U. Knight, algo que sospechosamente recuerda al viejo existencialismo, a ese insoportable quejido pesimista aderezado de unas reprochables posturas misantrópicas, es decir, pensamientos de puro odio hacia el ser humano, en donde en sus cabezas pensantes el humano no es más que una bestia egoísta, destructora y sin redención posible, augurando como si hubiera una maldición sobre su raza. 

Aunque podríamos citar declaraciones de todo tipo de autores y corrientes que sacan este discurso a relucir en mitad de las epidemias y todo tipo de desastres naturales, solo vamos a citar un par de ideas monstruosas de Pentti Linkola, un conocido exponente del ecologismo que lleva hasta sus últimas consecuencias estos postulados:

«Como siempre que la prisa se da de bruces con la carencia, no han tardado en surgir dentro del ecologismo una serie de grupos descontrolados que exigen el fin de la tibieza reformista y la inmediata aplicación de un duro programa de choque. Para los ecofascistas, la más peligrosa de estas facciones, el hombre debe pagar con su vida por los irreparables daños que ha causado al planeta. Entre las diversas medidas que propugnan para alcanzar su pavorosa utopía, destacan cosas como el repudio de los derechos humanos, el uso de la violencia para reprimir la natalidad y la creación de campos de trabajo para reeducar a los cabecillas de la barbarie industrial. (...) Linkola es también un modesto intelectual. La única de sus obras que ha recibido hasta la fecha cierta atención fuera de Finlandia ha sido una compilación de artículos periodísticos titulada ¿Podrá la vida vencer? Este volumen −en cuyo índice figuran capítulos como «Las autopistas: un crimen contra la humanidad», «La democracia, ¿un culto a la muerte?» o «La herejía de la no violencia»− constituye un alucinante viaje al interior de la locura. (...) Esta excéntrica variedad de ecologismo está tan lastrada por su misantropía y su sed de violencia, que en ella tiene también cabida el culto a la guerra. Cualquier carnicería o matanza debe ser celebrada por el verdadero ecofascista como una «prórroga que se le concede a la naturaleza». (El Confidencial; El ecologista que quiere ser como Hitler, 2015)

La mayoría de las corrientes del ecologismo, como cualquier otra postura que se preocupa solamente de un aspecto de la sociedad –en este caso la preservación del medio ambiente–, tiende a ser corto de miras, tan corto que si bien muchas veces contribuyen en un sentido general –debido a que saben tipificar más o menos las causas del problema–, finalmente se quedan sin respuestas a la hora de proponer una solución efectiva. Aunque no nos engañemos, también hay casos donde los ecologistas, lejos de buscar las causas bajo unos estudios científicos socio-económicos, les echan la culpa a factores secundarios cuando no inventados tales como: la falta de educación en conciencia ecológica o la desmoralización y la falta de solidaridad de los seres humanos actuales, siendo estas ideas muchas veces la punta del iceberg.

Los métodos estrafalarios y la ridiculez de las teorías del ecologismo han llegado a puntos extremos como el ecofascismo del reciente autor citado, o el ecosexualismo. Si hace unos años veíamos a los típicos ecologistas «abraza-árboles», hoy la demencia de algunos de estos tipos ha mutado y los ha llevado hasta a proclamar que «cuidan la Tierra» mientras mantienen relaciones sexuales y se «funden» con ella:

«La ecosexualidad, que empezó en 2008 como una corriente artística que trataba de ensalzar y venerar al planeta Tierra como deidad de la fertilidad, ha acabado por convertirse en un movimiento activista ecológico y en una forma distinta de orientación sexual que cuenta cada vez con más seguidores en el mundo. El término «ecosexual» fue acuñado hace ocho años por los artistas estadounidenses Elizabeth Stephens y Annie Sprinkle del grupo Pony Express, que en 2010 redactaron el llamado «Manifiesto ecosexual» en el que se explica quiénes son los ecosexuales y sus propósitos. «Hacemos el amor con la Tierra. Somos acuófilos, terrófilos, pirófilos y aerófilos. Abrazamos sin pudor los árboles, masajeamos la tierra con nuestros pies, hablamos eróticamente con las plantas», señala uno de los puntos del manifiesto, que explica también su ideología naturista y ecologista. «Hacemos el amor con la Tierra a través de nuestros sentidos, celebramos nuestro punto-E. Somos muy guarros», señalan». (Actualidad RT; ¿Quiénes son los «ecosexuales» y por qué hacen el amor con la Tierra para salvarla?, 5 de noviembre de 2016)

Lo que antes se llamaba dendrofilia, y está tipificado como una filia sexual que significa la atracción hacia las plantas, incluyendo su uso para satisfacerse sexualmente, ahora lo presentan como la salvación del medioambiente. He ahí la triste deriva del ecologismo cuando es guiada bajo el misticismo primitivo del paganismo y se combina con el consumo de drogas. Tomémonos en serio estos temas por el bien de la humanidad y barramos de la escena mediática a estos payasos refutando sus majaderías, contraponiendo todo esto con nuestra infalible teoría científica, popularizándola y haciéndola comprensible entre el pueblo trabajador.

Algunos de los ecologistas niegan y atacan abiertamente al marxismo bajo la acusación de que «el pensamiento marxista es un modelo productivista que no tienen en cuenta la cuestión medioambiental», a veces incluso ponen de ejemplo manifiesto a los regímenes capitalistas del revisionismo pasados o actuales –lo que demuestra hasta qué punto ha hecho mella el triunfo del revisionismo en el ideario colectivo–. Pero quienes proclaman todos estos ataques hacia el marxismo son los mismos «movimientos unilaterales» como el feminismo, el animalismo, el tercermundismo y otras corrientes alejadas de la lucha de clases, que mienten por desconocimiento o a conciencia, alegando que «el marxismo no ha profundizado en la cuestión de la mujer», que «no puede satisfacer y cuidar el hábitat de los animales» o que no se ha preocupado de conocer «las causas del atraso de los países subdesarrollados y ponerles solución». Afirmaciones del todo ridículas ya que el marxismo es la única corriente que mejor ha dado una respuesta científica a las causas de estos problemas y propuesto soluciones coherentes a las mismas.

El marxismo y la cuestión ecológica

Pero como promulga el socialismo científico, el ser humano jamás debe ser sometido a la ciencia y la técnica de forma pasiva, no debe dominar la naturaleza sin hacerse ninguna pregunta, sino que la voluntad humana debe dominar la técnica siendo consciente de que su uso no debe hacer mayor acopio que el de satisfacer sus necesidades, razón por la que es necesario un cambio de sistema político, económico y cultural. A diferencia de estos idiotas, Marx miraba con optimismo revolucionario la potencialidad creadora del ser humano. Y auguraba que, en un ambiente correcto, según unas condiciones dadas, esta creatividad derrocharía un manantial de múltiples posibilidades mucho más fuertes e interesantes, ¿qué va a hacer el ser humano sino aspirar a ello? ¿Acaso divagar en círculos en la historia? ¡No!:

«No sólo el alma sino también los sentidos, no sólo el arte de hacer ideas sino también el arte de las sensaciones sensibles, son cuestión de la experiencia y de la costumbre. Todo el desarrollo de los hombres depende, por lo tanto, de la educación y de las circunstancias exteriores. Condillac no fue suplantado en las escuelas francesas sino por la filosofía ecléctica. (...) Cuando se estudia las teorías del materialismo sobre la bondad natural y la igual inteligencia de los hombres, sobre la omnipotencia de la educación, de la experiencia, de la costumbre, sobre la influencia de las circunstancias exteriores en los hombres, sobre la alta importancia de la industria, sobre la justicia del placer, etc. No hace falta una sagacidad extraordinaria para descubrir lo que las une necesariamente al comunismo y al socialismo. Si el hombre obtiene del mundo sensible y de la experiencia sobre el mundo sensible todo conocimiento, sensación, etc., conviene entonces organizar el mundo empírico de tal manera que el hombre se asimile cuanto encuentre en él de verdaderamente humano, que él mismo se conozca como hombre. Si el interés bien entendido es el principio de toda moral, conviene que el interés particular del hombre se confunda con el interés humano. Si el hombre no es libre en el sentido materialista de la palabra, esto es, si es libre no por la fuerza negativa de evitar esto o aquello, sino por la fuerza positiva de hacer valer su verdadera individualidad, no conviene castigar los crímenes en el individuo, sino destruir los focos antisociales donde nacen los crímenes y dar a cada cual el espacio social necesario para el desenvolvimiento esencial de su vida. Si el hombre es formado por las circunstancias, se deben formar humanamente las circunstancias. Si el hombre es sociable por naturaleza, es en la sociedad donde desarrolla su verdadera naturaleza, y la fuerza de su naturaleza debe medirse por la fuerza de la sociedad y no por la fuerza del individuo particular». (Karl Marx y Friedrich Engels; La sagrada familia, 1845)

Evidentemente, no somos utópicos. No pretendemos extirpar el mal por y para siempre de la faz de la tierra. Les daremos una mala noticia a nuestros adversarios idealistas: el mal, reine el sistema que reine, seguirá existiendo hasta el último aliento de la humanidad. Solo cabe reducirlo a su mínima expresión, tampoco aspiramos a reformar el alma del ser humano, sino a transformarla de raíz. ¿Qué se debe hacer para ello? Para empezar, constituir un régimen social en el que se dé un desarrollo armónico y sin diferencias de clase, que potencie las virtudes y comprenda los defectos del ser humano para paliarlos al máximo. Si se quiere decir de otra forma –para contentar a los románticos–, debemos aspirar al ideal de sociedad más maravillosamente utópica, pero partiendo de la realidad y comprendiendo qué se puede hacer y qué no en cada momento. Negar, en base a la actual situación, la legítima aspiración a un sistema cualitativamente superior, supone ignorar las experiencias históricas donde los revolucionarios atravesaron todo tipo de obstáculos impensables. 

El marxismo siempre ha concebido que el hombre a través del trabajo se autorrealiza, que de esa forma socializa con sus homólogos y con la naturaleza, por tanto, para los padres del marxismo la cuestión de la naturaleza no puede ser obviada del desarrollo humano mismo. Criticando al capital y su actuación, Marx dijo:

«La desmesura y el exceso es su verdadera medida. Incluso subjetivamente esto se muestra, en parte, en el hecho de que el aumento de la producción y de las necesidades se convierte en el esclavo ingenioso y siempre calculador de caprichos inhumanos, refinados, antinaturales, e imaginarios. La propiedad privada no sabe hacer de la necesidad bruta necesidad humana; su idealismo es la fantasía, la arbitrariedad, el antojo». (Karl Marx; Manuscritos económicos y filosóficos, 1844)

¿Cómo se puede decir entonces que los comunistas apostaban por un modelo depredador contra la «naturaleza»? Queda claro que con la propiedad privada la cuestión ambiental viene a convertirse en un objeto de explotación sin mesura. Es más, en el capitalismo el hombre sufre una alienación respecto a la naturaleza, ya que el burgués debe priorizar el obtener riqueza a cualquier coste incluso dañando la naturaleza si es necesario, de otra forma puede verse superado por sus competidores. Que esta competitividad interbuguesa se produzca con el amplio nivel de desarrollo de la capacidad de producción y movilización de la fuerza productiva, es lo que produce verdaderas catástrofes para el medio ambiente. Pero también el obrero sufre una alienación en el tema de la naturaleza, ya que muchas veces no se centra en el daño ambiental que produce su trabajo, puesto que depende de él para su sustento, o incluso su queja no llega a nada ya que no depende de él cómo se produce ni cómo se distribuye dicho producto, de ahí la necesidad de la organización junto a otros de su clase para paliar esta cuestión. 

«¿Cuál es, entonces, dentro del sistema de las condiciones materiales de vida de la sociedad, el factor cardinal que determina la fisonomía de aquella, el carácter del régimen social, el paso de la sociedad de un régimen social a otro?

Este factor es, según el materialismo histórico, el modo de obtención de los medios de vida necesarios para la existencia del hombre, el modo de producción de los bienes materiales, del alimento, del vestido, del calzado, de la vivienda, del combustible, de los instrumentos de producción, etc., necesarios para que la sociedad pueda vivir y desarrollarse.

Para vivir, el hombre necesita alimentos, vestido, calzado, vivienda, combustible, etc.; para obtener estos bienes materiales, tiene que producirlos, y para poder producirlos necesita disponer de medios de producción, con ayuda de los cuales se consigue el alimento, se fabrica el vestido, el calzado, se construye la vivienda, se obtiene el combustible, etc.; necesita aprender a producir estos instrumentos y a servirse de ellos.

Instrumentos de producción, con ayuda de los cuales se producen los bienes materiales, y hombres que los manejan y efectúan la producción de los bienes materiales, por tener una cierta experiencia productiva y hábitos de trabajo: tales son los elementos que en conjunto forman las fuerzas productivas de la sociedad.

Pero las fuerzas productivas no son más que uno de los aspectos de la producción, uno de los aspectos del modo de producción, el aspecto que refleja la relación entre el hombre y los objetos y las fuerzas de la naturaleza empleados para la producción de los bienes materiales. El otro factor de la producción, el otro aspecto del modo de producción, lo constituyen las relaciones de unos hombres con otros dentro del proceso de la producción, las relaciones de producción entre los hombres. Los hombres no luchan con la naturaleza y no la utilizan para la producción de bienes materiales aisladamente, desligados unos de otros, sino juntos, en grupos, en sociedades. Por eso, la producción es siempre y bajo cualesquiera condiciones una producción social. Al efectuar la producción de los bienes materiales, los hombres establecen entre sí, dentro de la producción, tales o cuales relaciones mutuas, tales o cuales relaciones de producción. Estas relaciones pueden ser relaciones de colaboración y ayuda mutua entre hombres libres de toda explotación, pueden ser relaciones de imperio y subordinación o pueden ser, por último, relaciones de tipo transitorio entre la primera forma y la segunda. Pero, cualquiera que sea su carácter, las relaciones de producción constituyen –siempre y en todos los regímenes– un elemento tan necesario de la producción como las mismas fuerzas productivas de la sociedad». (Partido Comunista (bolchevique) de la Unión Soviética; Historia del PC (b) de la URSS, 1938)

Añadimos a esto un apunte muy importante en relación con los recursos naturales que la socialdemocracia siempre ha distorsionado para justificar el régimen capitalista existente:

«Los teóricos socialdemócratas han vulgarizado y pervertido la comprensión marxista de las fuerzas productivas. Identificaron las fuerzas productivas de la sociedad, en constante crecimiento y desarrollo, con las fuerzas naturales de la naturaleza, que durante mucho tiempo permanecen más o menos constantes. Así, el notorio ideólogo socialdemócrata Kunov afirmó: «Las fuerzas productivas incluyen todas las fuerzas utilizadas en el proceso de producción social, tanto las fuerzas de la naturaleza como la fuerza de trabajo del hombre y los animales y la llamada fuerza de la tecnología». La misma interpretación de las fuerzas productivas fue difundida por el líder de la socialdemocracia alemana Kautsky, quien incluyó en el concepto de fuerzas productivas depósitos de carbón, petróleo, hierro, manadas salvajes de animales y plantas. Al mezclar las fuerzas productivas de la sociedad con los recursos naturales de la naturaleza, los teóricos socialdemócratas confundieron el tema de las fuentes del desarrollo social, las fuerzas impulsoras que determinan los cambios en la vida social. Al mismo tiempo, al identificar las fuerzas productivas de la sociedad con las fuerzas de la naturaleza, estos servidores «eruditos» de la burguesía buscaron ocultar las contradicciones sociales en la sociedad burguesa, para encubrir el conflicto entre las crecientes fuerzas productivas de la sociedad y el obsoleto sistema social capitalista. Hace doscientos o trescientos años había más depósitos de carbón, petróleo, hierro en desuso que, en la era del imperialismo, pero esto no significa que las fuerzas productivas fueran entonces más poderosas. Por el contrario, durante este tiempo las fuerzas productivas han aumentado enormemente». (P. N. Fedoseev; Condiciones de la vida material de la sociedad, 1951)

¿Propone acaso el marxismo, ante tales desajustes, la pequeña propiedad privada –también llamado «cuentapropismo»– como solución, o señala que el problema es claramente otro?:

«Aquí, en el régimen de pequeño cultivo, el precio de la tierra, forma y resultado de la propiedad privada sobre el suelo, aparece como una barrera opuesta a la misma producción. En la gran agricultura y en el régimen de gran propiedad territorial basado en el sistema de explotación capitalista, también aparece como barrera la propiedad, pues entorpece al arrendatario en la inversión productiva de capital, que en última instancia no le beneficia a él, sino al terrateniente. En ambas formas vemos cómo la explotación racional y consciente de la tierra como eterna propiedad colectiva y condición inalienable de existencia y reproducción de la cadena de generaciones humanas que se suceden unas a otras, es suplantada por la explotación y dilapidación de las fuerzas de la tierra –prescindiendo de que la explotación se supedita no al nivel de desarrollo social ya alcanzado, sino a las circunstancias fortuitas y desiguales de los distintos productores–. Bajo el régimen de pequeña propiedad, esto ocurre por falta de recursos y de ciencia para la aplicación de la productividad social del trabajo. En el régimen de gran propiedad, por la explotación de estos recursos para el enriquecimiento más rápido posible de arrendatarios y terratenientes. En ambos, por la supeditación al precio del mercado. Toda crítica de la pequeña propiedad territorial se reduce en última instancia a una crítica de la propiedad privada como valladar y obstáculo que se opone a la agricultura. Y lo mismo ocurre con toda característica de la gran propiedad territorial. En ambos casos se prescinde, naturalmente, de toda consideración política accesoria. Este valladar y este obstáculo que cualquier tipo de propiedad privada sobre el suelo opone a la producción agrícola y a la explotación racional, a la conservación y a la mejora de la tierra se desarrolla aquí y allá bajo diversas formas, y en la polémica sobre las formas específicas de esos inconvenientes, se olvida su razón fundamental. La pequeña propiedad territorial presupone una mayoría de población predominantemente campesina y el predominio del trabajo aislado sobre el trabajo social; presupone, por tanto, la exclusión de la riqueza y del desarrollo de la producción tanto en cuanto a sus condiciones materiales como en cuanto a las espirituales y también, por consiguiente, en cuanto a las condiciones de un cultivo racional. Por otra parte, la gran propiedad sobre la tierra reduce la población agrícola a un mínimo en descenso constante y le opone una población industrial en constante aumento y concentrada en grandes ciudades; y de este modo crea condiciones que abren un abismo irremediable en la trabazón del metabolismo social impuesto por las leyes naturales de la vida, a consecuencia del cual la fuerza de la tierra se dilapida y esta dilapidación es transportada por el comercio hasta mucho más allá de las fronteras del propio país». (Karl Marx; El Capital, Tomo III, 1894)

Por ello señala, sin equivocación, que solamente con el fin de la propiedad privada y la creación de una economía de tipo social pueden solucionarse los desajustes en la producción y los abusos medioambientales del capitalismo; poniendo fin tanto al problema de las crisis de producción como a la contradicción actual entre hombre y naturaleza.

Es más, el hombre y la naturaleza están condenados a entenderse si el hombre social quiere persistir, pues no existe el hombre social sin la naturaleza, como ya hemos expresado:

«El carácter social es, pues, el carácter general de todo el movimiento; así como es la sociedad misma la que produce al hombre en cuanto hombre, así también es producida por él. La actividad y el goce son también sociales, tanto en su modo de existencia como en su contenido; actividad social y goce social. La esencia humana de la naturaleza no existe más que para el hombre social, pues sólo así existe para él como vínculo con el hombre, como existencia suya para el otro y existencia del otro para él, como elemento vital de la realidad humana; sólo así existe como fundamento de su propia existencia humana. Sólo entonces se convierte para él su existencia natural en su existencia humana, la naturaleza en hombre. La sociedad es, pues, la plena unidad esencial del hombre con la naturaleza, la verdadera resurrección de la naturaleza, el naturalismo realizado del hombre y el realizado humanismo de la naturaleza». (Karl Marx; Manuscritos económicos y filosóficos, 1844)

No puede ser de otro modo. El marxismo explica que si bien con el capitalismo se dio satisfacción al desarrollo de unas fuerzas productivas que no podían ser satisfechas por las relaciones de producción feudales –las cual frenaban ese desarrollo–, actualmente el capitalismo ha agotado ese aspecto progresista que ocupó en la historia del ser humano, ya que como cualquier otro régimen explotador produce sus propias contradicciones que lo conducen a su superación. Eso hace que las relaciones de producción acaben tras un tiempo siendo obsoletas y no pueden controlar el desarrollo de las fuerzas productivas que ha desatado:

«En el desarrollo de las fuerzas productivas, se llega a una fase en la que surgen fuerzas productivas y medios de intercambio que, bajo las relaciones existentes, sólo pueden ser fuente de males, que no son ya tales fuerzas de producción, sino más bien fuerzas de destrucción –maquinaria y dinero–». (Karl Marx; El capital, Tomo III, 1894)

Lo que da lugar a un modelo económico anárquico y de crisis cíclicas:

«Las relaciones burguesas de producción y de cambio, las relaciones burguesas de propiedad, toda esta sociedad burguesa moderna, que ha hecho surgir tan potentes medios de producción y de cambio, se asemeja al mago que ya no es capaz de dominar las potencias infernales que ha desencadenado con sus conjuros. Desde hace algunas décadas, la historia de la industria y del comercio no es más que la historia de la rebelión de las fuerzas productivas modernas contra las actuales relaciones de producción, contra las relaciones de propiedad que condicionan la existencia de la burguesía y su dominación. Basta mencionar las crisis comerciales que, con su retorno periódico, plantean, en forma cada vez más amenazante, la cuestión de la existencia de toda la sociedad burguesa. Durante cada crisis comercial, se destruye sistemáticamente, no sólo una parte considerable de productos elaborados, sino incluso de las mismas fuerzas productivas ya creadas. Durante las crisis, una epidemia social, que en cualquier época anterior hubiera parecido absurda, se extiende sobre la sociedad la epidemia de la superproducción. La sociedad se encuentra súbitamente retrotraída a un estado de barbarie momentánea: diríase que el hambre, que una guerra devastadora mundial la han privado de todos sus medios de subsistencia; la industria y el comercio parecen aniquilados. Y todo eso, ¿por qué? Porque la sociedad posee demasiada civilización, demasiados medios de vida, demasiada industria, demasiado comercio. Las fuerzas productivas de que dispone no sirven ya al desarrollo de la civilización burguesa y de las relaciones de propiedad burguesas; por el contrario, resultan ya demasiado poderosas para estas relaciones, que constituyen un obstáculo para su desarrollo; y cada vez que las fuerzas productivas salvan este obstáculo, precipitan en el desorden a toda la sociedad burguesa y amenazan la existencia de la propiedad burguesa. Las relaciones burguesas resultan demasiado estrechas para contener las riquezas creadas en su seno. ¿Cómo vence esta crisis la burguesía? De una parte, por la destrucción obligada de una masa de fuerzas productivas; de otra, por la conquista de nuevos mercados y la explotación más intensa de los antiguos». (Karl Marx y Friedrich Engels; Manifiesto del Partido Comunista, 1848)

Hablando de las soluciones a estos problemas… ¿acaso no subrayó Engels en el siglo XIX la necesidad de descongestionar las ciudades industriales y suprimir las diferencias entre el campo y la ciudad?

«La superación de la contraposición entre la ciudad y el campo no es pues, según esto, sólo posible. Es ya una inmediata necesidad de la producción industrial misma, como lo es también de la producción agrícola y, además, de la higiene pública. Sólo mediante la fusión de la ciudad y el campo puede eliminarse el actual envenenamiento del aire, el agua y la tierra; sólo con ella puede conseguirse que las masas que hoy se pudren en las ciudades pongan su abono natural al servicio del cultivo de las plantas, en vez de al de la producción de enfermedades. (...) La superación de la separación de la ciudad y el campo no es, pues, una utopía, ni siquiera en atención al hecho de que presupone una dispersión lo más uniforme posible de la gran industria por todo el territorio. Cierto que la civilización nos ha dejado en las grandes ciudades una herencia que costará mucho tiempo y esfuerzo eliminar. Pero las grandes ciudades tienen que ser suprimidas, y lo serán, aunque sea a costa de un proceso largo y difícil». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)

Esto ya refuta toda la palabrería de los ecologistas antimarxistas que reniegan del marxismo bajo la excusa de que este desatiende la cuestión ambiental. Ahora, sabiendo esto, hay que hablar de cómo se debe proceder para buscar el nuevo modelo político, económico y cultural que esté en consonancia con la naturaleza.

¿Es posible implantar un nuevo modelo sostenible en lo medioambiental sin acabar con las clases explotadoras que dominan económicamente y políticamente, sin eliminar el capitalismo y sus estructuras políticas que le sostienen? No:

«Y, lo que se halla íntimamente relacionado con ello, surge una clase condenada a soportar todos los inconvenientes de la sociedad sin gozar de sus ventajas, que se ve expulsada de la sociedad y obligada a colocarse en la más resuelta contraposición a todas las demás clases; una clase que forma la mayoría de todos los miembros de la sociedad y de la que nace la conciencia de que es necesaria una revolución radical, la conciencia comunista, conciencia que, naturalmente, puede llegar a formarse también entre las otras clases, al contemplar la posición en que se halla colocada ésta; 2.° que las condiciones en que pueden emplearse determinadas fuerzas de producción son las condiciones de la dominación de una determinada clase de la sociedad, cuyo poder social, emanado de su riqueza, encuentra su expresión idealista-práctica en la forma de Estado imperante en cada caso, razón por la cual toda lucha revolucionaria está necesariamente dirigida contra una clase, la que hasta ahora domina; 3.° que todas las anteriores revoluciones dejaron intacto el modo de actividad y sólo trataban de lograr otra distribución de esta actividad, una nueva distribución del trabajo entre otras personas, al paso que la revolución comunista está dirigida contra el modo anterior de actividad, elimina el trabajo y suprime la dominación de las clases al acabar con las clases mismas». (Karl Marx y Friedrich Engels; La ideología alemana, 1846)

¿Puede haber una revolución ideológica que dé pie a una nueva base económica sin acabar con ese poder político-económico? Tampoco, porque el marxismo tipifica el modo de producción de una sociedad –en este caso la sociedad capitalista–, como lo que determina el conjunto de creencias, valores e ideas dominantes en la cultura dominante:

«Para engendrar en masa esta conciencia comunista como para llevar adelante la cosa misma, es necesaria una transformación en masa de los hombres, que sólo podrá conseguirse mediante un movimiento práctico, mediante una revolución; y que, por consiguiente, la revolución no sólo es necesaria porque la clase dominante no puede ser derrocada de otro modo, sino también porque únicamente por medio de una revolución logrará la clase que derriba salir del cieno en que está hundida y volverse capaz de fundar la sociedad sobre nuevas bases». (Karl Marx y Friedrich Engels; La ideología alemana, 1846)

He aquí como Marx y Engels tiran por la borda los pseudoargumentos tanto de los ecologistas, como de los ecosocialistas que más adelante veremos. Esto debe ser tenido en cuenta, ya que las corrientes de finales del siglo XX como el posmodernismo se han empeñado en propagar estos mitos en la relación entre el marxismo y la cuestión ecológica. Véase el capítulo: «Instituciones, ciencia y posmodernismo» de 2021.

El «ecologismo» de corte idealista es estéril

El motivo de esto es fácil de comprender, y es que los posmodernos, al reivindicarse ecologistas, pero siendo a su vez abiertos enemigos de la objetividad y del materialismo, tenían que mentir sobre el marxismo para deshacerse de un gran rival a la hora de abanderar la cuestión ecológica.

«Hemos descubierto que nada puede saberse con certeza. (…) Que la historia está desprovista de teología, consecuentemente ninguna definición de progreso puede ser definida. (…) Y que se presenta una nueva agenda social y política con una creciente importancia de las preocupaciones ecológicas». (Anthony Giddens; Consecuencias de la modernidad, 1990)

Los ecologistas –sean de una corriente, o estén más influenciados por otras–, en general, a falta de una cosmovisión científica y debido a su unilateralidad en los conocimientos que no van más allá de su tema fetiche, suelen inclinarse, por lo general, por concepciones metafísicas y, por tanto, fallan en descubrir las causas fundamentales del problema que se plantea, teorizando de forma idealizada lo que ha podido causar el problema y proponiendo soluciones todavía más fuera de la realidad. Por ello, muchos de los ecologistas pese a ser muy voluntariosos y combativos con su causa, pecan de escépticos, subjetivistas, relativistas, o románticos a la hora de abordarla, y terminan adoptando más pose que compromiso real por descubrir las causas y posibles soluciones al problema. 

¿Cómo va a ser posible encontrar una solución a la causa ecologista sin ver que las raíces del problema están en la dinámica del capitalismo? ¿Cómo superar el capitalismo y presentar un «modelo sostenible», como ellos tanto proclaman, si no se entiende el descontrol y malgasto de las fuerzas productivas que hace gala el capitalismo? ¿Cómo presentar un modelo económico alternativo sin poner en jaque el carácter de las relaciones de producción del modelo actual basado en la «máxima rentabilidad» y en el «libre mercado»? ¿Cómo presentar una educación masiva alejada de individualismos si se confía esa concienciación en la cuestión ecológica al sistema capitalista, el cual domina la educación y la cultura de la sociedad desde la tierna infancia de cada sujeto? 

Todo esto son cuestiones que, aunque parezca mentira la mayoría de ecologistas no se preguntan, o como mucho, llegan a posturas intermedias de conciliación con el capitalismo y su sistema político, económico y cultural. Cuando no, se dedican a contraponer la idea de que es posible crear una «contracultura verde» en el seno del capitalismo, de forma pacífica y sin destruir el poder político ni económico, una estrategia abocada al fracaso y sacada del arsenal del hippismo. Los resultados de esta práctica, el «reformismo verde», tiene su expresión en el papel político que cumplen los «verdes» en el Parlamento Europeo, los cuales son testigos de cómo los países de la Unión Europea (UE) se saltan todos los tratados ora sí ora también en materia ecológica mientras ellos dan bucólicos discursos en el parlamento pidiendo «mayor solidaridad humana y concienciación» sobre el «triste catástrofe que hay respecto al medio ambiente». 

Los grupos autodenominados ecologistas tienen tantas posibilidades de tener éxito en su lucha como los grupos feministas, los antifascistas, los nacionalistas, los antitaurinos y demás corrientes unilaterales. Todos estos grupos al no estar pertrechados de una metodología y análisis científicos, como el proporcionado por el marxismo-leninismo, solo serán parte de un triste, cuando no bochornoso, «quiero y no puedo». Serán presos por siempre de teorías y neoteorías aburguesadas en torno a los temas que discuten. 

En nuestros días es sumamente difícil distinguir las teorías burguesas, que acaban por ser adoptadas por estos grupos, de las teorías que crean ellos mismos por iniciativa propia, ya que la influencia de la superestructura ideológica del Estado burgués hace que –aunque lo nieguen– vayan de «contestatarios», pero en su praxis muchas de sus propuestas no se diferencien en nada a los parches que proponen los mandatarios que tanto dicen odiar y que traicionan la causa ecológica. Vale decir que estos grupos cumplen el mismo papel que el de los sindicatos amarillos: claman y patalean, pero ante la primera promesa de rectificación bajo unos términos intermedios a los exigidos, llaman a la calma y celebran la supuesta victoria; tiempo después, cuando el gobierno traiciona lo firmado, vuelven a prometer movilizaciones, y así empieza la farsa de forma cíclica. 

Esto indica que, por mucho que lo nieguen, los cabecillas del ecologismo no han comprendido el carácter rapaz del capitalismo, mucho más en su etapa. Este sistema no puede «conformarse» y dejar de buscar los más altos beneficios, no se le puede rogar para transformarse en un sistema económico sostenible que mire por el medio ambiente, básicamente porque dejaría de ser capitalismo. De igual modo dentro del capitalismo las investigaciones científicas y el descubrimiento de nuevas tecnologías y energías renovables no garantizan una vía hacia la sostenibilidad del planeta porque toda patente es monopolizada por una u otra compañía, como ocurre con las farmacéuticas o la industria alimenticia, el capitalismo solo da paso a las energías renovables por exigencias del agotamiento de las no renovables, para cumplir cierto punto de exigencias ciudadanas y algunos de los convenios internacionales, pero siempre teniendo en cuenta y priorizando el «máximo beneficio» para su bolsillo, quien no comprenda esto es que vive en una burbuja.

Solamente el socialismo científico tiene en su seno una visión científica que puede dar solución a todos estos temas como son la cuestión nacional, la cuestión de género, la cuestión ecológica o la cuestión antifascista. Por ello el marxista considera estúpido insistir a bombo y platillo que él o su organización es «ecologista» o «antifascista», pues su doctrina cubre y da respuesta a todas las contradicciones nacidas de las relaciones de producción capitalistas, y lo hace de una forma mucho más clara y seria que los elementos que «solo» se centran en un tema en específico. El revolucionario, como tal, no satura sus mensajes de eslóganes ecologistas para «cumplir con la causa», sino que da una explicación materialista de las causas del fenómeno y propone soluciones factibles, lucha por aplicarlas; de esa manera, tiene conciencia de que el principal obstáculo para hacerlas cumplir son las clases explotadoras y parasitarias, a las cuales sabe que debe eliminar o de otra manera no será posible aplicar nada de peso.

Los pocos intentos de los grupos ecologistas de teorizar algo en política o economía ha dado lugar a lo que se ha llamado «ecosocialismo». El ecosocialismo, también conocido como «rojiverdes», es una corriente política nacida de las cenizas del «mayo del 68» que se entiende así misma como «izquierda», condensando ideas del socialismo utópico, del romanticismo, del anarquismo, del socialdemocratismo, del hippismo, del tercermudismo, del altermundismo y de todas esas corrientes ya refutadas por la historia. En variadas ocasiones se ha desarrollado hacia el respaldo del belicismo imperialista; podríamos considerar que forma parte de la «izquierda» proimperialista. Su revisión fundamental consiste en que renuncia a la lucha de clases –eje fundamental del marxismo-leninismo y del socialismo científico– como elemento central de las relaciones sociales establecidas por los modos de producción, tenencia y concentración de los medios de producción procuradas por el capitalismo, y la sustituyen por el problema del daño ambiental; entienden que la principal contradicción del capitalismo no es dentro de la sociedad humana, sino en el seno del medio ambiente, que destruye para procurar el máximo beneficio. Vale apuntar que los ecosocialistas no tienen una estructura ideológica clara debido a la enorme influencia de otras corrientes políticas, así, dentro del mismo, han surgido diversos planteamientos, en algunos casos priman las relaciones sociales a las ambientales, he ahí los rojiverdes o «sandias», pero que no pasan de propuestas cooperativistas dentro del capitalismo o de una lucha solo contra las recetas del neoliberalismo. En general dicen combatir al capitalismo, pero defienden la funcionalidad de la democracia burguesa, expresión de la dictadura de la burguesía; ofrecen unos métodos de actuación contra el poder muy habitualmente bajo métodos pacifistas aunque hay círculos cercanos al anarquismo que proponen una «resistencia» violenta si bien desorganizada. En lo económico presentan la condonación de la deuda como panacea del mundo actual neocolonial sin ver que ella solo es un engranaje más de ese sistema, engranaje que emergió junto la existencia misma de la propiedad y la usura; piensan en la llamada «redistribución de la riqueza» sin esforzarse en ver cuál es la raíz que hace nacer esa desigualdad, creen que en base a la educación pueden llegar a hacer que las empresas potencien por altruismo las energías renovables y que ofrezcan para el bien común y el uso público las patentes en materia tecnológica. A grandes rasgos, el ecosocialismo es una concepción pequeño burguesa, un socialismo pequeño burgués.

Un ejemplo de ello es la Candidatura de Unidad Popular (CUP) en España, que dice proponer, como vimos anteriormente, un mercantilismo pequeño burgués, mientras que en la forma de la propiedad propone una «economía mixta» en la cual confiesan que se incluye el sector abiertamente privado. Por otro lado, presagia que el sector estatal y cooperativista estará igualmente atado a las leyes capitalistas. Así, de un plumazo y a golpe de decretazo idealista, creen estos señores de la CUP que pueden resolver esta cuestión. Esto tiene más que ver con el socialismo utópico de Saint-Simon que con el socialismo científico de Marx. De la misma manera que decretar el «socialismo» cuando las bases económicas no corresponden a ese modo de producción es un acto de voluntarismo y hasta de oportunismo, lo mismo puede decirse cuando se intenta resolver la cuestión del problema ecológico por los mismos cauces.

Esto se refleja claramente en las obras del ecosocialista Michael Lowy. Uno de sus panfletos es altamente promocionado por los socialdemócratas-trotskistas de los «Anticapitalistas» –los fundadores de Podemos en 2014–:

«La lucha por reformas eco-sociales puede ser portadora de una dinámica de cambio, de «transición» entre las demandas mínimas y el programa máximo, a condición de que rechace los argumentos y las presiones de los intereses dominantes, de apelar a las reglas del mercado, la competitividad o la «modernización». (...) • La promoción del transporte público –trenes, metros, camiones, tranvías–, bien organizado y gratuito, como alternativa a los embotellamientos y a la contaminación de ciudades y campos debido al coche privado y al sistema de infraestructuras de transporte. • La lucha contra el sistema de la deuda y los «ajustes ultra-neoliberales» impuestos por el FMI y el Banco Mundial a los países del Sur, con consecuencias sociales y ecológicas dramáticas: el desempleo masivo, la destrucción de los sistemas de protección social y de las culturas vivientes, la destrucción de los recursos naturales por la exportación. • La defensa de la salud pública contra la polución del aire, del agua –acuíferos– o de la comida, por la avaricia de las grandes empresas capitalistas. • La reducción del tiempo de trabajo como respuesta al desempleo y como visión de la sociedad que privilegia el tiempo libre respecto a la acumulación de bienes y mercancías». (Michael Lowy; ¿Qué es el ecosocialismo?, 2004)

Reivindicaciones de este ecosocialismo son el fin de las deudas y la «lucha» contra la llamada globalización. ¿Es esto una lucha eficaz contra el capitalismo y su modelo destructivo del medio ambiente? Para nada, a no ser que uno esté embaucado por tesis tercermundistas, altermundistas y ecologistas. 

La división internacional del trabajo –teoría económica que condena a los países no industrializados a ser países especializados en producción de materias primas o de la industria ligera para surtir a los países imperialistas–, junto con la exportación de capitales, conduce a otro fenómeno muy conocido: el endeudamiento. 

Pensar y aplicar los métodos de los «altermundistas» o también llamados «antiglobalización» es ir detrás de métodos ya refutados por la historia por su falta de eficacia, no solo de los autores del socialismo utópico, sino también de las corrientes de este tipo que pulularon en el siglo XX y que jamás han logrado un cambio fundamental. 

Recetas como: una mejor selección en los créditos, un control público del comercio exterior, mayor eficiencia, menor corrupción de las instituciones públicas, menor especialización de las empresas privadas, menor fuga ilegítima de capitales, más moratorias para la deuda, organismos públicos que controlen la importación de divisas fraudulentas, son recetas económicas propias de un pequeño burgués radicalizado, pero no implican un cambio económico que ofrezca soluciones reales a los problemas tratados, es más, está todo lo alejado que se puede del marxismo al olvidar factores clave. Las causas reales de las crisis económicas y del endeudamiento de los países excoloniales, ahora neocolonizados, y la defenestración del medio ambiente son producto de otras razones mucho más tangibles y visibles que una mala decisión gubernamental, los devenires del mercado o el mero azar. Reside en cuestiones mayores: como el hecho primo de que sigue intacta no solo la estructura económica sino la superestructura capitalista: cultura individualista, instituciones políticas, concepciones religiosas, místicas y otras:

«La crisis del endeudamiento no es un fenómeno fortuito, sino que empuja sus raíces más profundamente en la estructura económica de estos países. (...) La irrupción de capitales de los neocolonialistas en los antiguos países coloniales y dependientes está atada estrechamente al desarrollo y a la acción cada vez más extensa de las multinacionales. (...) Desempeñan un papel importante en la orientación de la economía de los antiguos países coloniales y dependientes sometiéndoles cada vez más a la dependencia de las metrópolis. (...) Hay que recordar que muchos países que proclamaron su independencia política no atentaron contra las posiciones del capital extranjero en su economía. Conservándose en muchos casos, el antiguo sistema financiero. (...) Mantener su especialización en la producción de materias y productos agrícolas, cuyos precios experimentaban subidas y bajadas, así como una entera dependencia de los productos acabados importados de las metrópolis, cuyos precios tienden a aumentar. (...) A mantener el retraso de las fuerzas productivas en estos países, a acentuar las desproporciones estructurales en su economía y a aumentar el precio del comercio internacional, es decir a intensificar el pillaje de las riquezas, el trabajo y el sudor de los pueblos de los antiguos países coloniales y dependientes de las potencias imperialistas». (Lulzim Hana; Las deudas exteriores y los créditos imperialistas, poderosos eslabones de la cadena neocolonialista que esclavizan a los pueblos, 1988)

Lo cierto es que este fenómeno de la deuda no solo ocurrió a los antiguos países que salían del colonialismo. Si miramos el antiguo bloque del revisionismo soviético, bajo la teoría revisionista de la «división «socialista» internacional del trabajo» –que pese al nombre no se diferenciaba de la teoría de la «división internacional del trabajo» de los imperialismos occidentales–, fuimos testigos de cómo el endeudamiento de los antiguos regímenes capitalistas-revisionistas acabó devorando sus economías. Este no era sino la consecuencia de sus lazos con los monopolios; no solamente del socialimperialismo soviético como a priori se pueda creer, sino también de los monopolios del imperialismo occidental, de sus contactos con organismos económicos como el FMI y el BM.

Actualmente los grupos ecosocialistas o los partidos influenciados por esas teorías caen en la tendencia de desviar la atención sobre las causas reales de los problemas existentes y terminan por juntarse con los organismos responsables de dichas políticas. Organizaciones políticas de este tipo, pese a algunas de sus peroratas, se han mostrado sumisas o conciliadoras con el neoliberalismo, la Unión Europea y las multinacionales tanto dentro del poder –véase el caso de Syriza o Podemos–, como fuera del mismo. Ello denota que estos ideólogos y movimientos no pueden ser garantía de un modelo que elimine los obstáculos para resolver de una vez por todas la cuestión medioambiental. Mucho menos cuando su bandera es el eclecticismo ideológico.

El ecosocialista Jorge Riechmann reconoce que:

«Este proyecto no es capaz de renunciar a ninguno de los colores del arcoiris: ni al rojo del movimiento obrero anticapitalista e igualitario, ni al violeta de las luchas por la liberación de la mujer, ni al blanco de los movimientos no violentos por la paz, ni al anti-autoritario negro de los libertarios y anarquistas, y mucho menos al verde de la lucha por una humanidad justa y libre sobre un planeta habitable». (Jorge Riechmann; El socialismo puede llegar solo en bicicleta, 2012)

La Escuela de Frankfurt y la cuestión ecológica

No hay que dejar de mencionar en este punto a la «Escuela de Frankfurt»: autores como Max Horkheimer, Walter Benjamin, Helbert Marcuse, Jürgen Habermas, Theodor Adorno o Eric Fromm que se presentaban a sí mismos a medio camino entre las ideas de Marx y las de Weber o Freud. Estos autores nos dejaron unos análisis erróneos de la sociedad que han sobrevivido en la cultura general de nuestros días, especialmente en el ámbito universitario, y no por casualidad, sino porque la burguesía se aprovechó de esta pose de «marxistas» para propagar sus corrientes con más ahínco y de ese modo desactivar el ímpetu revolucionario de las masas trabajadoras.

Estas escuelas presentaban la idea de que con la sociedad industrial solo se tiene en cuenta la «razón instrumental» o «razón subjetiva» que busca éxito y eficacia, y que tiene como fin la explotación ilimitada de la naturaleza. Achacarían este pensamiento también a los regímenes comunistas sin entrar a analizar el hecho de que la mayoría de ellos era regímenes capitalistas engalanados de un falso marxismo. Para solventar este problema, en realidad, no salían de los esquemas que ya presentó en su momento el marxismo: el ser humano no debe ser sometido a la ciencia y la técnica de forma pasiva mientras domina la naturaleza sin hacerse ninguna pregunta, sino que la voluntad humana hace uso de la técnica, pero siendo consciente de que su uso no debe hacer mayor acopio que el de satisfacer sus necesidades, algo que ya hemos comentado en el presente texto.

Donde precisamente la Escuela de Frankfurt patina estrepitosamente es cuando con su escepticismo reconoce que no cree en leyes objetivas, ni en que se pueda predecir la forma en que debe darse la transformación de esa sociedad, ni qué pasos debe seguir para conseguirse, dejándolo todo al libre albedrío y saludando con gozo cualquier expresión que vaya a «contracorriente», sobre todo si va acompañada de bonitas palabras. Véase como ejemplo de este tipo de ideas el llamado «materialismo aleatorio» del estructuralista Althusser, una concepción arbitraria de la realidad en la que el «azar» prima sobre el «orden» y el mundo tiende a la aleatoriedad. 

La Escuela de Frankfurt apareció en su momento criticando el individualismo, el misticismo y lo irracional de la antigua sociedad feudal y la moderna sociedad burguesa, pero sin saber qué modelo político y social quería, por ello a lo máximo que ha llegado es a condenar el liberalismo y el llamado «totalitarismo», siendo las tesis de sus autores el caldo de cultivo perfecto para reforzar la propaganda anticomunista de que el nazismo y stalinismo son gemelos. Haciendo un estudio del Estado más cercano al anarquismo que al marxismo, negaba que el Estado sea el órgano de dominación de una clase sobre otra, y acabando en tribulaciones utópicas de abolición del Estado sin más reflexión. Políticamente hablando, la Escuela de Frankfurt no tiene recorrido serio, mezcla conceptos socialdemócratas con conceptos anarquistas, hippies y utópicos. 

Otro de los rasgos que diferencian netamente a esta corriente pseudomarxista del verdadero marxismo, es que nunca toman en cuenta el componente económico, médula fundamental para comprender cualquier estadio del ser humano o para saber cómo debe superarse el sistema de producción existente. Todo este idealismo y falta de claridad en las perspectivas se reflejarían en los movimientos políticos de mayo del 68 con el eslogan de «La imaginación al poder», tan precioso como inútil. En lo económico tampoco se ponen de acuerdo en si se debe abolir toda la propiedad privada o solo parte de ella, unos promueven la pequeña propiedad privada y otros creen que, con una pincelada en los comités de empresa en materia de participación de los obreros, solventarían las contradicciones de clase de la sociedad. Aquí es de nuevo donde entra la fe insulsa en la buena naturaleza del ser humano, pero poco se preocupan de condicionar un ambiente que deje florecer esas buenas o no tan buena predisposición natural del ser humano hacia la «cooperación», el «amor» y la «paz».

Por otro lado, esta escuela saludaba cualquier tendencia cultural que en el capitalismo fuese supuestamente «contra lo establecido». Así, por ejemplo, teníamos al Sr. Adorno, famoso por apoyar todo tipo de expresiones musicales absurdas y extravagantes solo por ir a contracorriente, lo que hoy se ha venido a denominar ir en contra del «mainstream». Esto no es revolucionario sino idealista estrafalario. Esto no supone «hacer la revolución» sino comprometerte en una pérdida de energías ya que muchas de estas «contraculturas» son inútiles y frecuentemente suelen estar infectadas de la forma de pensar y actuar de la cultura burguesa y pequeño burguesa. 

Los ideólogos de la Escuela de Frankfurt no reflexionaban si esta «contracultura» a la que daban su sello de aprobación contribuía a que los trabajadores aspirasen a conquistar ese modelo de sociedad deseado o si los extraviaban con métodos inservibles para enfrentar y superar el capitalismo. Simplemente, consideraban la cuestión cultural desde una perspectiva en términos numéricos. Si era masivo o no, un pobre análisis que se fijaba en la cantidad, no en la calidad, para criticar esa cultura. Su concepción de ir en contra de la cultura de masas sin más es una reivindicación totalmente metafísica: creyendo que lo masivo per se es negativo, ciertamente las más de las veces la «cultura de masas» es altamente negativa en una sociedad basada en la propiedad privada, es una cultura deshumanizada, como ellos mismos sentenciaban. Sin embargo, ¿acaso la cultura de la vanguardia revolucionaria no acaba siendo una «contracultura de masas» aun dentro del capitalismo? Ni que decir en una sociedad bajo una política y economía socializada. Allí, bajo dirección marxista, la cultura podrá expandirse y será la medicina de los millones de enfermos que han estado ingiriendo este veneno cultural en la sociedad capitalista. Este defecto a la hora de evaluar el rol de la cultura masiva se da, como decimos, al no comprender la relación entre base económica y superestructura en las distintas sociedades. 

El llamado ecosocialismo, como ya habíamos dicho, es una mezcla de reformismo, con feminismo pequeño burgués, con anarquismo y con todo lo que se quiera meter en la «coctelera». No es un proyecto serio de conservación del ambiente por su carácter idealista que niega la cuestión del carácter del Estado, embellece la democracia burguesa y sus mecanismos, participa y cree en la «transformación pacífica desde dentro de la Unión Europea», santifica la pequeña propiedad privada y la forma cooperativista como modelo a seguir –digamos que «capitalismo a baja escala»–, e incluso acepta la existencia de los monopolios capitalistas si se comprometen a pagar tasas o respetar el medio ambiente. Bajo el llamado ecosocialismo no habrá socialismo en el sentido marxista, que es el único que existe, todo lo demás es irremediablemente capitalismo, ni habrá un control real de las raíces que dan a luz al problema ecológico. Estos movimientos, a lo sumo, a lo que pueden aspirar en caso de que lleguen al poder, es a lamentar no haber podido cumplir con sus expectativas medioambientales pese a su buena voluntad, a la par de no haberse planteado ni por asomo solucionar el problema de las relaciones de producción capitalistas y la explotación asalariada.

El proletariado en la Edad Contemporánea

Huelga decir que esta corriente, la Escuela de Frankfurt también negaba el proceso de pauperización de la sociedad capitalista –es decir, el empobrecimiento de una población–, pues para sus ideólogos todas las clases se van «nivelando» hasta «borrar sus diferencias de clase» gracias a la llamada revolución técnico-científica, algo que el proceso histórico se ha empeñado en demostrar como una absoluta estupidez solamente propicia entre charlatanes al servicio del gran capital. Estos autores comentaban que gracias a los avances tecnológicos y al mayor acceso a ciertos servicios de alimentación, educación, sanidad –algo que ocurre lentamente en todas las épocas históricas y todos los sistemas económicos conforme se normalizan esos avances, sin que las clases dominantes dejen de especular con ellos, y siempre para amortiguar los ánimos–, resultaría que el proletariado como tal había dejado de existir o que a lo sumo ya no era el de antes, por lo que debíamos replantearnos ciertas estrategias políticas. Así sin más se tumbaría toda la teoría marxista sobre la lucha de clases, sin proletariado, ¿qué le quedaba al marxismo por replicar? Evidentemente, sentenciar esto por una cuestión de avances tecnológicos, es algo que tiene tanto sentido como decir que los avances tecnológicos hicieron que el esclavo fuese menos esclavo en la Edad Antigua, que el siervo dejase de ser siervo por descubrirse un alimento barato y en abundancia durante la Edad Media o que el pequeño campesino fuese menos oprimido porque en el capitalismo naciente se inventasen ciertos sistemas o métodos de cultivo en la Edad Moderna. 

Esta teoría no puede entenderse sin saber el contexto de los autores: estos en su gran mayoría al encontrarse en países capitalistas desarrollados, vivían bajo la «sociedad de consumo» y estuvieron fuertemente influidos por diversas teorías derivadas de esta. Fue por esta razón que desarrollarían todas estas descabelladas ideas, pero no debemos ignorar un potentísimo factor: a la par el «socialismo real» de los países revisionistas ensuciaba el crédito científico del marxismo-leninismo, algo de lo que se harían eco marxistas y antimarxistas. 

Una vez más, esta concepción denotaba que no comprendían que para que esos «países avanzados» pudieran proporcionar esas mejoras a los trabajadores –migajas comparadas con el capital existente que se podría destinar a tal fin–, debían de esquilmar en el ámbito externo a terceros países mediante varios mecanismos poco éticos y que, por supuesto, se veían obligados a mantener en el ámbito interno el sistema asalariado que es el que da luz al proletariado como tal: donde vende su fuerza de trabajo y se le extrae la plusvalía. Esto, por mucho que clamen los perros del capitalismo, no ha cambiado y se refleja en ámbitos como la educación o la sanidad.

Véase el capítulo: «La burguesía frente al negocio de la educación» de 2021.

Véase el capítulo: «La debacle del sistema sanitario español» de 2021.

Por eso es importante comprender el funcionamiento del capitalismo en la etapa donde dominan los monopolios. Los países desarrollados, cuyo mercado interno es hegemonizado por los grandes monopolios, tienen varias ventajas respecto a los países subdesarrollados y dependientes. En los primeros el excedente de capital extranjero es mucho más común por su músculo industrial, por su amplio desarrollo de las fuerzas productivas, en consecuencia, estos países más fuertes suelen tener un número de capital «sobrante» muy alto, un «excedente» que les posibilita sobornar a parte del proletariado, dando lugar a lo que llamamos «aristocracia obrera», incluso pudiendo destinar parte de ese excedente en un leve mejoramiento de la situación de los trabajadores más humildes, por ejemplo desarrollando una red más amplia de asistencialismo para disimular las inmundicias del «primer mundo». El avance en las fuerzas productivas ha permitido que, a diferencia de nuestros abuelos, tengamos en el mercado una variedad de productos para vestir o comer, que difícilmente hubiera sido imaginable. Este enorme «mundo de oportunidades» –siempre mediatizado por el dinero–, claro, es precisamente uno de los mayores motivos de alieneación de nuestro tiempo, uno de los factores de desactivación del espíritu revolucionario, porque esta varidad desorienta sobre los objetivos finales y sirven de acicate para el conformismo. Pero, como dijo Enver Hoxha en 1980, por mucho que ahora los obreros pudieran «vestir ropas de nailon, producidas por la sociedad de consumo, de hecho, sigue siendo proletariado». 

Ninguna de las réplicas de estos filósofos excluye o refuta el proceso de concentración de monopolización o de pauperización que se ha presentado durante todas y cada una de las crisis cíclicas que se dan de tanto en tanto en los países más avanzados del capitalismo. Nótese que, por ejemplo, este proceso de acumulación de riquezas en detrimento de otros que son condenados a la pobreza, no está desconectado de otros problemas como el uso irracional de los recursos en detrimento del medio ambiente, ya que ambos acontecen a causa de que el capitalismo es en sí un modelo voraz e inhumano. Ni la «sociedad de consumo» ni los mejores servicios de higiene o electrónica han resuelto ni resolverían en el futuro los problemas de desempleo, medioambientales o las crisis de superproducción del capitalismo, lo que demuestra que el proletariado y la teoría marxista están más vigentes que nunca. 

Es un hecho constatable que la «terciarización» o «externalización» de la economía ha sido una necesidad del capitalismo para readaptarse una vez más. En según qué países por razones de reducción de costes, innovaciones tecnológicas o exigencias de otras potencias externas, la industria, dado el caso, ha sido limitada, deslocalizada o desmantelada, lo cual no implica que los niveles de producción industriales hayan decrecido a nivel mundial, todo lo contrario, el ritmo de crecimiento es positivo. Mucho de este «sector terciario» corresponde a ramas relacionadas directa o indirectamente con la producción industrial o, en su defecto han sido creadas para satisfacer nuevas demandas de la población contemporánea que antaño no existían o no tenían relevancia de peso. Por eso, a su vez, ramas específicas como la Tecnología de la Información y Comunicación (TIC) han irrumpido hasta alcanzar también un porcentaje del PIB.

En su día la Escuela de Frankfurt negó al proletariado como clase ascendente de la historia, como clase que debe hegemonizar la superación del capitalismo. Clamaba que, a causa de los medios masivos de información, la alienación existente entre el proletariado en los países de la «sociedad de consumo» era tan enorme que se había aburguesado, no pudiendo ser ya el sujeto determinante, transformador. Así algunos autores concluyeron que la intelectualidad o incluso al lumpenproletariado serían el elemento vanguardia, la capa social que cumpliría las veces de «clase determinante o ascendente», una completa aberración teórica por varias razones.

Gran parte de la intelectualidad en el capitalismo no puede sobrevivir sin prestar servicio a disposición de quien le paga: la burguesía; además la intelectualidad es una capa social que procede de varios extractos sociales, gran parte de ella sale de las capas acomodadas, sus miembros están muy alejados del peso del trabajo físico, por lo que corre el riesgo de alejarse del proletariado sino asimila su teoría y mantiene lazos cercanos con él. 

El lumpenproletariado por lo general es un elemento oportunista carente de todo principio ideológico y moral, es el esquirol y matón por excelencia, sobrevive gracias a cumplir los servicios de la burguesía, reúne en él los peores vicios de la sociedad burguesa, de hecho esta última se vale de su modo de pensar y actuar para hacer degenerar a los trabajadores, en especial a los jóvenes, propagando la cultura lumpen en los medios culturales como modelo a seguir para desactivar el movimiento proletario revolucionario.

La clase obrera es la única clase que por su lugar en la producción asegura su reproducción conforme el capitalismo se expande, no se restringe ni se descompone como ocurre con la pequeña burguesía, su carencia de cualquier medio de producción, su concentración en zonas de trabajo, hacen proclive su agrupamiento y la solidaridad entre sus miembros. El rol que ocupa en la producción le da una posición decisiva, suponiendo el mayor peligro para la burguesía en caso de que decida levantarse; la condición de desposeída de toda propiedad hace que a diferencia de otras viejas clases de la historia que pugnaban por el poder, la clase obrera no necesite tomar el poder para asegurar su poder y propiedad, sino para liberar al ser humano de toda explotación del hombre por el hombre, eso sumado a que es la única clase social que cuenta en sus movimientos históricos con una doctrina científica como es el marxismo-leninismo. Todo esto hace que sin discusión sea la clase obrera sea la clase de vanguardia, preparada históricamente para destruir al capitalismo.

La alienación no es un fenómeno exclusivo de la sociedad capitalista, ya estaba presente en el feudalismo y en otros sistemas, solo que los medios por los que se ejercía esta alienación eran diferentes, la clase obrera y el resto de trabajadores pueden repeler esta alienación si se agrupa, difunde su doctrina, analiza y expone las causas de los problemas candentes a los que encara por la vía revolucionaria.

Pese al bajo nivel de concienciación política en muchos lugares, a la burguesía le es muy difícil camuflar las contradicciones existentes en la sociedad de clases: 

Un proletario sabe distinguir que él está desposeído de los medios de producción y que un burgués los posee, que de ahí nace su riqueza y estatus, que bien puede permitirse hasta no supervisar sino delegar la fábrica en alguien, pero seguir obteniendo beneficios con el sudor ajeno; el burgués puede colocar a trabajar en la empresa a quien le de la gana, porque es suya, más allá de las capacidades y méritos. El trabajador sabe de sobra que en caso de perder su puesto de trabajo depende de que otro capitalista le requiera para poder ganarse la vida, que ni siquiera con una formación laboral adecuada o una larga experiencia tiene garantizado el jocoso derecho al trabajo que dice garantizar la libertad burguesa.

Es consciente de que en esta sociedad las profesiones no son valoradas como se debiera, que tiene mayor estatus social gente del mundo de la prensa rosa, la publicidad, un youtuber o un deportista de élite que un enfermero, un profesor o un obrero de obra. El trabajador es consciente de que en comparación con ellos cobra salario ridículo para el tiempo que trabaja y el esfuerzo que dedica en una labor de primera necesidad, mientras ellos ganan millones sin hacer nada de enjundia. Sabe que los primeros están mejor valorados que los segundos, que muchos de los primeros se dejan la piel para llegar a final de mes mientras algunos de los segundos no solo ganan millones si no que a veces ni siquiera hacen algo de valor para la sociedad, que su trabajo es una inmundicia que envenena a sus hijos.

Conoce de sobra que si comete una infracción la justicia no será la misma que para alguien famoso o cualquier adinerado. La experiencia le dice que las crisis no las pagan los ricos ni siquiera cuando la han provocado por especulaciones y corruptelas manifiestas, que siempre terminan siendo pagadas por los trabajadores con todo tipo de impuestos y ajustes económicos. Se da cuenta perfectamente de que los políticos que están en el poder y se postulan para entrar en él, no son de su misma clase social. 

Todo esto arrastra espontáneamente, quiérase o no, al proletariado hacia la lucha de clases, y a los que profundizan en las causas de esta lucha, hacia inclinaciones anticapitalistas. Otra cosa muy diferente es que a falta de un factor subjetivo como es la organización del proletariado y el estudio de su doctrina marxista-leninista y bajo la presión ideológica constante de la burguesía y sus agentes, no lleguen a buen puerto y el proletariado se desvíe.

Por todo esto, la llamada Escuela de Frankfurt tuvo una influencia brutal en los movimientos de mayo de 68, en la propia conformación del hipismo, del eurocomunismo y del postmodernismo. La «Escuela de Frankfurt» ha hecho las veces de «quinta columna» dentro del marxismo.

Esto tampoco nos puede dar pie a predicar una demofilia y una idealización de la clase obrera, aquella que acaba teorizando que «con brújula o sin ella las masas se liberarán solas», algo que no solo es necio y estúpido, sino que carece de rigor histórico y está más cercano al anarquismo y el luxemburgismo que al marxismo-leninismo y su comprensión de las relaciones entre vanguardia-masas. No por casualidad los bolcheviques se pasaron toda una época refutando estas ideas». (Equipo de Bitácora (M-L); Estudio histórico sobre los bandazos políticos oportunistas del PCE (r) y las prácticas terroristas de los GRAPO, 2017)

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