lunes, 4 de diciembre de 2023

Literatura dramática del siglo XVIII; Gueorgui Plejánov, 1905


«El estudio de las formas de vida de los pueblos primitivos, confirma, de manera excelente aquella máxima del materialismo histórico por la que «la forma de vida, determina la conciencia del hombre». Como confirmación de ello, sería suficiente referirse a la conclusión a la que llegó Biuher en su notable estudio «Trabajo y Ritmo», donde dice: «He llegado a la convicción de que el trabajo, la música y la poesía, en la primera etapa de su evolución, se complementaban, mas el elemento fundamental de esta triada ha sido el trabajo, mientras los dos restantes sólo tenían importancia secundaria» [2]. Según el mismo autor el origen de la poesía está determinado por el trabajo, y quien conozca la literatura sobre esta materia, no acusará ciertamente a Biuher de exagerado. M. Hernes, dice sobre la ornamentación primitiva: «pudo haberse desarrollado sólo apoyándose en las actividades comerciales», y que a aquellos pueblos como por ejemplo los «Vedas» de Ceilán que no conocen aún ninguna actividad comercial, carecían de ornamentación. Véase la obra «La Historia del Arte Pictórico Primitivo en Europa» (1898). Esta conclusión es idéntica a la mencionada más arriba por Biuher. 

Las objeciones que les fueron hechas por personas competentes, no se referían a los fundamentos del concepto, sino a algunos de sus aspectos secundarios. En lo esencial, Biuher, sin lugar a dudas, tiene razón. Mas su conclusión, sólo se refiere al origen de la poesía. Y, ¿qué resta por decir de su ulterior evolución? ¿Cuál es la situación de la poesía y del arte en general en las etapas superiores de la evolución social? ¿Es acaso posible determinar la existencia de una relación consecuente entre la «forma de vida» y la «conciencia del hombre», y en caso afirmativo, en qué grado? ¿Entre la técnica y la economía de la sociedad por un lado y el arte por el otro? 

Buscaremos en este artículo las respuestas a estos interrogantes, apoyándonos en la historia del arte francés del siglo XVIII.

Es necesario hacer, ante todo, la siguiente prevención.

Desde el punto de vista sociológico, la sociedad francesa del siglo XVII se caracterizó, principalmente, por el hecho de haber estado dividida en clases, esta circunstancia no pudo dejar de reflejarse en la evolución del arte. En efecto, tomaremos así sea el teatro. En la escena medioeval de Francia como en el resto de la Europa Occidental, ocupaban un lugar importante las así llamadas farsas. Éstas se componían para el pueblo y se representaban ante el pueblo. Generalmente servían como el medio de expresión de sus aspiraciones y lo que es aún más digno de ser recalcado, de medio de manifestación de sus descontentos con las clases gobernantes. Pero comenzando desde el remado de Luis XIII, la farsa tiende a decaer; la consideran una diversión propia de la clase inferior; la servidumbre, pero nunca de la gente de gusto refinado «era rechazada por la gente sensata» esto fue dicho por un escritor francés en el año 1625. En lugar de la farsa, surge la tragedia, pero en Francia, ésta no tiene nada en común con los puntos de vista, tendencias y descontento de las masas populares. Ella constituye la obra de la aristocracia, expresa conceptos, gustos y tendencias de la clase superior. En seguida veremos qué profundo sello imprimió esta clase sobre su carácter. Pero, antes que nada, quisiéramos llamar la atención del lector sobre la circunstancia de que, en la época del surgimiento de la tragedia francesa, la aristocracia de ese país no se ocupaba en absoluto de trabajos productivos, vivía consumiendo los productos elaborados por la tercera clase. No es difícil comprender que este hecho no ha dejado de reflejarse en las obras de arte que surgían de las esferas aristocráticas que expresaban sus gustos. Así, por ejemplo, es sabido que los habitantes de Nueva Zelandia, cantan en algunas de sus poesías al cultivo de la batata. Se conoce también que estas canciones iban, a menudo, acompañadas de danzas que no significaban otra cosa que la representación de los movimientos que son ejecutados por el agricultor. Aquí se ve claramente, cómo la actividad productiva del pueblo, influye en su arte, y no con menos claridad se ve, que en vista de que las clases superiores no se ocupan de trabajos productivos, el arte que surge de su medio no puede tener ninguna relación directa con el proceso social de la producción. ¿Pero significa esto acaso que en una sociedad dividida en clases se debilita la relación consecuente entre la «conciencia del hombre» y su «forma de vida»? De ninguna manera, puesto que la división de la sociedad en clases es determinada por su desarrollo económico. Y si el arte creado por las clases superiores no guarda ninguna relación directa con el proceso de producción, esto se debe, al fin de cuentas, también a causas económicas. Por lo tanto, en este caso también es aplicable una explicación histórica materialista, pero se sobreentiende que aquí, no se evidencia fácilmente la innegable y consecuente relación entre la «forma de vida» y la «conciencia del hombre», entre las relaciones sociales que surgen en base al «trabajo» y el «arte». Aquí entre el «trabajo» y el «arte», se forman algunas instancias intermedias que a menudo, llama la atención de los investigadores y, por ende, dificultan la interpretación correcta de los fenómenos. 

Hecha esta salvedad, entramos en nuestra materia, dirigiéndonos ante todo a la tragedia.

«La Tragedia Francesa» −dice Tenn−, en sus «Lecturas sobre Arte, aparece en los tiempos en que la próspera y ceremoniosa monarquía de Luis XIV, instituye el ambiente de cortesía, un clima elegantemente aristocrático, magníficos espectáculos, en suma, una vida palaciega, y desaparece al tiempo en que la nobleza Arce bajo los golpes de la revolución [3]. 

Todo esto es muy cierto, pero el proceso histórico del surgimiento y sobre todo de la decadencia de la clásica tragedia francesa, fue algo más complejo de lo que explica ese famoso teórico del arte. 

Observemos este género literario bajo el aspecto de su forma y contenido. 

Desde el punto de vista de la forma, en la tragedia clásica debe llamar nuestra atención las tres unidades conocidas, que dieron lugar a tantas polémicas posteriormente [4], en la época eternamente recordada, en los anales de la literatura francesa sobre la lucha entre los románticos y los clásicos. La teoría de estas unidades, fue conocido en Francia ya desde los tiempos del Renacimiento, pero sólo en el siglo XVIII, se convirtió en ley literaria y en indiscutible norma de buen gusto. «Cuando Corneille escribió su «Melita» en el 1629 −dice Lanshon− aún no sabía nada de las tres unidades». Véase la obra «Historia de la Literatura Francesa» [5]. Como partidario de la teoría de las tres unidades a mediados del siglo XVII apareció Meure [6]. En el año 1634 fue presentada su tragedia «Sofonisba» [7], primera tragedia escrita, observando dichas normas, Ella suscitó polémicas en las que los contrarios de dichas normas esgrimían argumentos, que en mucho rememoraban los razonamientos de los románticos. En defensa de las tres unidades se movilizaron los eruditos, amantes de la literatura antigua, obteniendo una victoria firme y decisiva. ¿Mas a qué se debió esta victoria? No precisamente a la «erudición» que tenía al público sin cuidado, sino a las crecientes exigencias de la clase superior, para la que se hacía insoportable las absurdas e ingenuas escenas de la época anterior. «Las unidades se basaban en una idea que había de entusiasmar a las personas bien educadas −dice Lanshon− la idea de una imitación exacta de la realidad capaz de suscitar la ilusión correspondiente. En su interpretación correcta, las unidades representan en sí, el «mínimum» de lo convencional... De esta manera, la victoria de las unidades fue el triunfo del realismo sobre la imaginación» [8]. 

De esta manera, el que triunfó en realidad fue el refinado gusto aristocrático, que crecía y se afirmaba junto con la «noble» y «benévola» monarquía. Los ulteriores triunfos de la técnica teatral hicieron posible la imitación exacta de la realidad, sin observar las reglas de las unidades; pero el concepto de ellas se asociaba en las mentes de los espectadores con toda una serie de elementos evocativos muy caros para ellos, razón por la que esta teoría adquirió un valor intrínseco que decantaba aparentemente sobre indiscutibles exigencias de buen gusto. Más adelante, el dominio de las tres unidades, como veremos, fue apoyado por otras causas sociales. Es por ello que dicha teoría fue defendida aun por aquellos que odiaban a la aristocracia. La lucha contra ellos se hizo muy difícil: para derrotarlos, los románticos necesitaron emplear mucho ingenio, insistencia y energía, casi revolucionaria. 

Referida ya la técnica teatral, observemos lo siguiente: el origen aristocrático de la tragedia francesa imprimió también su sello sobre el arte de los actores. Todos saben, por ejemplo, que el juego de los actores dramáticos franceses aún hoy, se caracteriza por un cierto amaneramiento y ficción que impresionan al espectador no acostumbrado, de una manera algo desagradable. Quien haya visto a Sarab Bernard no nos discutirá este hecho. Este modo de representar fue heredado por los actores dramáticos de la época en que la escena francesa dominaba la tragedia clásica. La sociedad aristocrática del siglo XVII y XVIII se hubiera mostrado muy descontenta si a los actores trágicos se les hubiera ocurrido desempeñar sus roles con la sencillez y naturalidad con la que nos fascina, por ejemplo, Eleonora Dusse. El juego sencillo y natural contradecía a todas las exigencias de la estética de la aristocracia. «Los franceses no se limitan a la caracterización exterior para conferir a los actores y a la obra la nobleza y dignidad necesarias −decía con orgullo el abate Dubos−; queremos, además, que éstos hablen en un tono más sonoro y más pausado del que es usado en el lenguaje común. Es un modo más difícil, pero, en cambio, afecta mayor dignidad. La gesticulación debe corresponder al tono, porque nuestros actores deben demostrar majestuosidad y elevación en todo cuanto están haciendo [9].

¿Pero cuál es la razón por la que los actores tienen necesidad de afectar majestuosidad y elevación? Pues porque la tragedia fue un engendro de la aristocracia palaciega, cuyos principales protagonistas eran «reyes», «héroes» o personajes de «elevada posición», cuyo deber, por así decirlo, era aparentar «majestuosidad» y «elevación». El dramaturgo cuyas obras no ostentaban una dosis convencional da «elevación aristocrática», aun contando con mucho talento, no era compensado con el aplauso de los espectadores de entonces. 

Es fácil deducir esto de los juicios que emitían sobre Shakespeare en la Francia de entonces y gracias a su misma influencia en Inglaterra misma, Hume consideraba que no era necesario magnificar el genio de Shakespeare: los cuerpos desproporcionados a menudo parecen más altos de lo que en realidad son; para su tiempo este autor era bueno, pero inadecuado para un auditorio refinado. Pope lamentaba que Shakespeare escribiera para un público popular y no para la «gente del gran mundo». «Shakespeare escribiría mejor −decía él− si gozara de la protección del rey y del apoyo de la corte». El mismo Voltaire, quien dentro de su actividad literaria fue el heraldo de los nuevos tiempos, hostiles al «viejo orden», y que dio, además, a muchas de sus obras contenido «filosófico», y también pagó una contribución a los conceptos estéticos de la sociedad aristocrática, consideraba a Shakespeare un genial pero grosero «bárbaro». Su juicio sobre Hamlet es sumamente notable: «Esta obra −decía− está llena de anacronismos y absurdos; en ella entierran a Ofelia sobre el mismo escenario, y esto significa un espectáculo tan monstruoso, que el famoso Harry trasladó la escena al cementerio... Esta obra abunda en vulgaridades; por ejemplo: en la primera escena el centinela dice: «No he oído ni siquiera el galopar de los ratones». ¿Se pueden admitir acaso semejantes absurdos? No hay dudas de que un soldado es capaz de expresarse de esa manera de su cuartel, pero no debe hacerlo así, en un escenario, delante de personas selectas, que hablan un lenguaje noble y en cuya presencia no puede hablarse no menos noblemente. Imagínense, señores, a Luis XIV en su Sala de Espejos, rodeado por la brillante corte y apareciendo un bufo andrajoso abriéndose paso a fuerza de empujar a héroes, grandes hombres y beldades; y es él quien recomienda abandonar a Corneille, Racine y Molière, para dar lugar a «Petruschka» −Arlequín−, porque posee destellos de talento, pero hace payasadas. ¿Cómo les parece que sería recibido este bufo?» [10].

Estas palabras de Voltaire indican no sólo el origen aristocrático de la tragedia clásica de Francia, sino también las causas de su decadencia. Observemos, de paso, que precisamente este aspecto en el punto de vista de Voltaire fue el que le repugnaba a Lessing, quien fue un consecuente ideólogo de la burguesía alemana. Esto ha sido perfectamente aclarado por F. Mehring en su libro «La leyenda sobre Lessing» [11].

Lo rebuscado se transforma en amaneramiento, y esto último excluye un detenido y serio estudio de la materia. Y no sólo el estudio, sino también el círculo de la selección de los objetivos inevitablemente se estrecha bajo la influencia de los prejuicios de clase de la aristocracia. Los prejuicios de clase y de decoro le cortaban las alas al arte. En este sentido es muy característica y aleccionadora la exigencia que reclama a la tragedia Marmontel. 

«En una nación pacífica, donde priven los buenos modales −dice él−, donde cada uno se considere obligado a adaptar sus ideas y sentimientos a las costumbres y hábitos de la sociedad, donde el decoro sea ley, en una nación así, sólo podrán admitirse caracteres que se muestren suavizados por el respeto hacia el prójimo, y solamente serán admitidos aquellos vicios disimulados por el decoro».

El decoro de clase se convierte en el criterio que sirve de guía al juzgar las obras de arte, Con esto es suficiente para determinar la decadencia de la tragedia clásica, pero no lo es para explicar el surgimiento en la escena francesa de un nuevo tipo de obra dramática. Mientras tanto, observamos que durante las tres primeras décadas del siglo XVIII aparece un nuevo género literario llamado «comedia lacrimosa», la que durante algún tiempo gozó de un éxito considerable. Si es que la «conciencia» es determinada por la «forma de vida», si la llamada evolución espiritual del hombre se encuentra en una relación consecuente con su desarrollo económico, la economía del siglo XVIII debería explicarnos, entre otras cosas, la aparición de este tipo de comedia; y se pregunta: ¿estará en condiciones de hacerlo? 

No sólo puede, sino que en parte ya lo ha hecho, si bien sin un método serio. Como demostración, citaremos, por ejemplo, a Gettner, quien en «Historia de la literatura francesa», considera a la comedia lacrimosa como una consecuencia del crecimiento de la burguesía francesa [12], Épocas del teatro francés. Mas el desarrollo de la burguesía, como la de cualquier otra clase, sólo. puede explicarse en relación al desarrollo económico de la sociedad. En consecuencia, Grettner, sin sospecharlo y desearlo, pues es un gran enemigo del materialismo, del cual, dicho sea de paso, tiene un criterio de lo más absurdo, recurre a la interpretación histórico-materialista; y no sólo Gettner procede de esta manera; mucho mejor que éste, reveló la relación buscada Brunnetiere en su libro «Las épocas del teatro francés».

Él dice allí: «Desde el tiempo del derrumbe de la banca Loew [13], la aristocracia pierde cada día más terreno. Pareciera que se apresurara a hacer todo cuanto es capaz de hacer para desacreditarse. Pero, por sobre todo, se está arruinando, mientras que la burguesía, la tercera clase, se enriquece, adquiriendo cada vez más importancia y mayor conciencia de sus derechos. 

La desigualdad existente le causa ahora más indignación que nunca, tolera los abusos menos que antes, como lo expresó más adelante un poeta: Dentro de los corazones ha engendrado el odio a la vez que la sed de justicia. 

¿Sería posible, acaso, que disponiendo la burguesía de un medio de propaganda tan influyente como es el teatro no lo utilizara, que no tomara en serio y no viera desde su faz trágica aquella desigualdad, que sólo divertía al autor de las comedias: «El burgués gentilhombre» y «Georges Dandin»? Y, sobre todo, ¿sería acaso posible que esta burguesía triunfante se resignara a la obligada representación en escena de personajes reales y aristocráticos y que ella, válganos la expresión, no aprovechara sus ahorros para encargar su propio retrato? [14]

De tal modo que la «comedia lacrimosa» ha sido el retrato de la burguesía francesa del siglo XVIII. Es muy cierto. Por algo, pues, la llaman también «drama burgués». Pero en Brunnetiere este criterio, en sí correcto, afecta, sin embargo, un carácter demasiado generalizado, por lo tanto, abstracto. Procuraremos desarrollar esto más detalladamente. 

Brunnetiere dice que la burguesía no pudo conformarse con ver eternamente desde el escenario los personajes de estirpe real: reyes, emperadores. Esto es muy probable luego de las aclaraciones que dicho autor hace en la cita mencionada, Con todo, por ahora, es sólo probable; esta suposición se hará evidente después que conozcamos más de cerca, la psicología de algunas personas que hayan tenido participación activa en la vida literaria de la Francia de entonces. A este grupo perteneció, sin duda, el talentoso Beaumarchais, autor de algunas comedias lacrimosas. ¿Qué es lo que éste opinaba acerca de la «eterna representación en el escenario de reyes y emperadores solamente?».

Se oponía enérgica y apasionadamente a aquello. Se reía sarcásticamente de aquella tradición literaria, en virtud de la cual los héroes de la tragedia eran siempre reyes u otros personajes poderosos, mientras hacía una crítica severísima de la gente de la clase inferior. «Presentar a gente de la clase media soportando momentos de infortunio era de muy mal gusto, Había que ridiculizarlos siempre. Ciudadanos ridículos y un rey desdichado; he aquí todo el posible teatro; lo tomaré en cuenta [15].

Esta agria exclamación, que pertenece a uno de los ideólogos más notables de la tercera clase, confirma, por lo visto, las reflexiones psicológicas arriba mencionadas por Brunnetiere. Pero Beaumarchais no sólo quiere presentar a la gente de la clase media «en desgracia», él protesta también contra la costumbre de elegir los personajes para obras dramáticas serias entre los héroes del mundo antiguo. «¿Qué me importan un pacífico súbdito de un imperio monárquico del siglo XVIII, los acontecimientos de Atenas o de Roma? ¿Podrían interesarme seriamente la muerte de algún tirano del Peloponeso o el sacrificio de alguna joven princesa de la antigüedad, por ejemplo: Avlida? Todo esto no me atañe en absoluto; de todo esto no saco ninguna conclusión» [16].

La selección de los héroes del antiguo mundo fue una de las múltiples manifestaciones de aquel entusiasmo por la antigüedad que, en sí mismo, constituyó un reflejo ideológico de la lucha del nuevo orden social incipiente con el feudalismo. Este entusiasmo por las civilizaciones de la antigüedad pasó de la época del Renacimiento al siglo de Luis XIV, al que, como se sabe, se comparaba con el siglo de Augusto. Pero cuando la burguesía comenzó a compenetrarse del espíritu de oposición y en sus corazones engendraron, al mismo tiempo, el «odio y la sed de justicia». Entonces la admiración hacia los héroes de la antigüedad, que sus representantes ilustrados compartieran gustosos, le pareció inoportuna, y los «acontecimientos» de la historia antigua poco aleccionadores. Como protagonistas del drama burgués, aparece entonces el hombre de la «clase media» de esa época, más o menos idealizado por los apologistas de la burguesía. Esta circunstancia característica no pudo perjudicar, por supuesto, aquel «retrato».

Seguiremos adelante. Se considera a Nubell della Chossee como el verdadero creador del drama burgués en Francia, Y bien, ¿qué es lo que encontramos en sus numerosas obras? Pues, encontramos una rebelión contra algunos aspectos de la psicología aristocrática, una lucha contra algunos prejuicios o, si lo prefieren, vicios de la nobleza. Sus contemporáneos apreciaron, sobre todo, el mensaje moral que contenía sus obras [17]. Desde este punto de vista, la «comedia lacrimosa» ha sido fiel a su origen.

Es sabido que los ideólogos de la burguesía francesa que procuraron dejarnos su «retrato» dentro de sus obras dramáticas», no fueron muy originales. El «drama burgués» no fue creado por ellos, sino que fue trasladado a Francia desde Inglaterra. Allí, este tipo de obras dramáticas surgió a fines del siglo XVII, como reacción contra la terrible corrupción que dominaba entonces la escena, y que no era otra cosa que el reflejo de la decadencia moral de la aristocracia inglesa de entonces. La burguesía, que luchaba contra la aristocracia, quiso que la comedia fuera «digna de los cristianos», y comenzó a predicar su moral a través de ella. Los innovadores literarios franceses del siglo XVIII, que en general adoptaban de la literatura inglesa todo aquello que coincidía con la posición y sentimientos de la burguesía francesa de oposición, trasladaron casi íntegramente la «comedia lacrimosa» a Francia. El drama burgués de Francia predica, no menos que el inglés, las virtudes de la familia burguesa; en esto estriba uno de los secretos de su éxito. Este hecho también sirve para descifrar aquella circunstancia, inexplicable a primera vista, de por qué el drama burgués de Francia, que durante la primera mitad del siglo XVIII parece ser un género literario firmemente establecido, muy pronto pasa a segundo plano, retrocediendo ante la «tragedia clásica», la que aparentemente debía haber cedido ante aquélla. 

En seguida veremos cómo se explica esta extraña circunstancia, pero antes, desearíamos señalar lo siguiente: 

Diderot, quien gracias a su temperamento de innovador apasionado no pudo menos que entusiasmarse con el drama burgués, como se sabe, ensayó él mismo en el nuevo género literario −recordamos su «Hijo natural» (1757), y el «Padre de familia» (1758) [18]−; exigía que en la escena no se representara carácter sino situaciones, y precisamente situaciones sociales. Le respondían que estas últimas no determinan en sí al hombre. «¿Qué significa un juez en sí mismo? −le preguntaban−, ¿qué es un negociante en sí mismo?». Pero aquí existía un malentendido. Diderot no se refería a un juez «en sí», ni a un negociante «en sí», sino a un juez de entonces y a un negociante de entonces, y de que los jueces de entonces proporcionaban abundante material para escenas muy pintorescas, lo demuestra en forma notable la famosa comedia «Las bodas de fígaro». La demanda de Diderot sólo fue un reflejo literario de la tendencia revolucionaria de aquella «clase media francesa». 

Pero precisamente el carácter revolucionario de aquella tendencia, impidió al drama burgués en Francia, triunfar definitivamente sobre la tragedia clásica. 

Engendro de la aristocracia, la «tragedia clásica» dominaba indiscutiblemente en la escena francesa, mientras indiscutible y libremente dominaba la aristocracia... dentro de los límites que le había acordado la monarquía, y ella misma surgió como resultado de una lucha de clases, prolongada y tenaz, en Francia. Cuando el dominio de la aristocracia comenzó a ser objeto de disputas, cuando la «gente de la clase media» se compenetró de ideas opositoras, los viejos conceptos literarios dejaron de satisfacer a esta gente; el viejo teatro no le parecía suficientemente «instructivo»; entonces, junto a la tragedia clásica, que ya declinaba visiblemente, surgió el drama burgués. En éste, el hombre francés de la «clase media» opone sus virtudes hogareñas a la profunda corrupción de la aristocracia. Pero aquella contradicción social, que la Francia de entonces tenía necesidad de resolver, no pudo llevarse a cabo con la prédica moral. No se trataba entonces de la supresión de los vicios de la aristocracia, sino de la supresión de la misma aristocracia. Se comprende que esto no se conseguiría sin una lucha tenaz, y no menos claro es el hecho de que «El padre de familia», con toda la respetable dignidad de su moral burguesa, no pudo servir como ejemplo de un incansable y temerario luchador; el «retrato» literario de la burguesía no inspiraba heroísmo. Mientras tanto, los enemigos del viejo orden sentían necesidad de heroísmo; se daban cuenta de que había necesidad de desarrollar en la clase media una virtud cívica. ¿Dónde iban a encontrar, pues, ejemplos de tal virtud? Alí mismo donde antes buscaban ejemplos de gusto literario: en el mundo de la antigüedad. 

Y he aquí que retornó el entusiasmo por los héroes de la antigüedad. Ahora el adversario de la aristocracia, como Beaumarchais, ya no dice: «¿Qué me importa un pacífico súbdito de un estado monárquico del siglo XVIII los acontecimientos de Atenas o de Roma?». Ahora aquellos acontecimientos nuevamente despiertan en el público un vivo interés, pero éste adquirió un carácter muy distinto. 

Si los jóvenes ideólogos de la burguesía mostraban interés por «el sacrificio de una joven princesa de la antigüedad», este hecho pudo interesarles como material para desenmascarar la «superstición», y si llamaba su atención el hecho de la «muerte de algún tirano del Peloponeso», ésta les atraía, no por su faz psicológica, sino política. Ahora la admiración no era hacia el siglo monárquico de Augusto, sino para los héroes republicanos de Plutarco. Este último se convirtió en el libro de cabecera de los jóvenes ideólogos burgueses, como lo demuestran, por ejemplo, las memorias de la señora Rolland [20]. Y este entusiasmo por los héroes republicanos ha hecho revivir el interés por la vida de la antigüedad en general. La imitación a la antigüedad se puso de moda e imprimió un profundo sello sobre todo el arte francés de entonces. Más adelante veremos qué profunda huella ha dejado todo esto en la historia de la pintura francesa; de paso diremos que el mismo entusiasmo por lo antiguo debilitó el interés por el drama burgués, debido a lo vulgar de su contenido, y con ello postergó por mucho tiempo la muerte de la «tragedia clásica». 

Los historiadores de la literatura francesa a menudo se preguntaban asombrados: ¿cómo explicar el hecho de que los precursores y activistas de la Revolución Francesa se mantenían conservadores en el terreno de la literatura, y por qué el dominio del clasicismo cayó sólo mucho tiempo después de la caída del viejo orden? Pero, en realidad, el conservadurismo literario de los vanguardistas de aquella época ha sido puramente superficial. Si bien la tragedia no cambió en su forma, sufrió un cambio radical el sentido de su contenido. 

Tomaremos como ejemplo la tragedia de Sorren Spartacus, que apareció en el año 17602. Su héroe, Espartaco, se encuentra todo poseído por el anhelo de libertad. En aras de esta gran idea renuncia a casarse con la mujer amada, él no deja, a través de toda la obra, de exaltar la libertad y el amor al hombre. Para escribir tales tragedias y aplaudirlas hacía falta, precisamente, no ser conservador literario. En las viejas botas literarias se había vertido un contenido revolucionario completamente nuevo. 

Las tragedias al estilo de Sorren o Lemverg −ver Guillermo Tell [23]− responden a las demandas más revolucionarias del vanguardista Diderot: ellos pintan no sólo los caracteres, sino también situaciones sociales y, sobre todo, las tendencias revolucionarias de la sociedad de aquella época. Y si este nuevo vino fue vertido en las viejas botas, se explica por el hecho de que éstas fueron legadas por aquella misma antigüedad. El entusiasmo general que ésta ejercía constituía uno de los síntomas más significativos y más característicos de las nuevas tendencias sociales. Junto a esta variedad de la tragedia clásica, el drama burgués, como bien lo define Beaumarchais «la moral en acción», parecía, y no podía ser de otra manera, muy pálida, muy insípida y demasiado conservadora por su contenido. 

El drama burgués fue creado en virtud del espíritu opositor de la burguesía francesa y no servía más que para expresar sus anhelos revolucionarios. El «retrato literario» transmitía bien los rasgos transitorios del original; por eso dejó de interesar cuando el original perdió estos rasgos o cuando éstos dejaron de agradar. Eso es todo.

La tragedia clásica siguió viviendo hasta el momento en que la burguesía francesa triunfó definitivamente sobre los defensores del viejo orden, y, cuando el entusiasmo por los héroes republicanos de la antigüedad perdieron para ellos todo su significado social [24]. Y cuando llegó el momento, el drama burgués resucitó a una vida nueva, sufriendo algunas modificaciones de acuerdo a las exigencias y peculiaridades de la nueva situación social, pero que no afectaban un carácter radical. Y de este modo se afirmó definitivamente en la escena francesa. 

Aun aquel que se negase a reconocer el parentesco del drama romántico con el burgués del siglo XVIII, tendrá que aceptar que las obras dramáticas de Alejandro Dumas, por ejemplo, no son otra cosa que el drama burgués del siglo XIX. 

Las obras de arte y los gustos literarios de una época determinada apresan la psicología social, y en la psicología de una sociedad dividida en clases, muchas cosas nos resultarán incomprensibles y paradójicas si vamos a seguir ignorando, como hacen ahora los historiadores idealistas, la mutua relación y lucha de clases, contrariamente a las mejores tradiciones de la ciencia histórico-burguesa [25]». (Gueorgui Plejánov; La literatura dramática y la pintura francesa del siglo XVIII desde el punto de vista de la sociología, 1905)

Anotaciones de la edición:

[1] En «Die Neue Zeit» aparece la siguiente nota de introducción: Este trabajo fue escrito en agosto de 1905 y publicado un mes después en una revista moscovita. Representa un intento de aplicar el método materialista en la historia de la literatura y el arte. No soy yo quien debe juzgar si ese intento ha sido logrado, pero debo observar que nuevos trabajos en el ámbito de la historia de la literatura, confirman plenamente mi opinión. Es así como el Sr. Gueff en su interesante trabajo; «El drama en Francia en el siglo XVIII», cuya introducción data de marzo de 1907, llega a la siguiente conclusión:

«Cuando más se penetra en la historia del origen del drama, más se observa que las influencias literarias, desempeñan sólo un rol secundario y que están sometidas a factores sociales, que son más generales y más fuertes».

En la investigación que Gueff hace de estos factores, ha llegado a las mismas conclusiones que yo −comparen todo el tercer capítulo sobre las condiciones generales del surgimiento del drama, su razón de ser e importancia−. Él dice, por ejemplo: «Si en la tragedia de Racine, ésta altera la armonía, se debe al hecho de que en aquella época, fue alterado el equilibrio entre las distintas clases de la sociedad». Lo mismo he dicho yo en el año 1905.

Espero que las futuras investigaciones en el género de la historia del arte descriptivo, también confirmen lo que dije acerca del desarrollo del arte pictórico en Francia. (Die Neue Zeit, N°16, pág, 542). F. Faiffe «Le Drame en France au XVIII esiécle». (París 1910) (Con observaciones de G. Plejánov que se conservaron en su biblioteca) (Ver la «Herencia literaria de Plejánov» t. III, págs. 348-51).

[2] Ver Biuher: «Trabajo y Ritmo» (1923) (pág. 264).

[3] Ver L Tenn: «Lecciones sobre el arte» (S, P. 1912, pág. 15).

[4] En «Die Neue Zeit», aparece la siguiente nota: Hacía falta la unidad de acción tiempo y lugar. Todo el drama tenía que transcurrir, durante el mismo día, en el mismo lugar, sin cambio de decoraciones. (Nº16, pág. 54).

[6] En todas las publicaciones anteriores decía equivocadamente: «Siglo XVIII» La teoría clásica de las tres unidades Meure formuló en la introducción a su obra «Silvanira» en el año 1631.

[7] El argumento de la tragedia fue adaptada de Tito Livio, en ella se relata la historia de la rivalidad entre dos príncipes númidas, enamorados de una reina de Cartago: Sofonisba. 

[8] Ver G. Lanshon, «Historia de la Literatura Francesa del siglo XVII», pág. 65. 

[9] Es la cita del libro de historiador, académico y diplomático francés, Abate Dubos: «Reflexiones críticas sobre la poesía y pintura». París, 1719, C, Mariet. Ver: «La Herencia literaria de Plejánov». t III, págs. 93, 94 y 405. 

[10] Las observaciones hechas por Guibbon, Garrik, Hume, Pope y Voltaire sobre Shakespeare, fueron extraídas por Plejánov del libro: J. J. Jusserand: «Shakespeare en Francia durante el antiguo régimen», París, 1898, págs. 246-48, 308-9. En el libro de Jusserand hay referencias sobre las fuentes: «Historia de Inglaterra en el período del reinado de Jacobo I y Carlos I». Edimburgo, 1754, Pope: «Prefacio a las obras de Shakespeare», 1725; Voltaire: «Informes de la Academia Francesa de 1672-1793». París, 1895, t. III, pág. 399. Las observaciones de Voltaire figuran en «Cartas de Voltaire a la academia francesa, leídas en la reunión del 25 de agosto de 1776». Voltaire: «Obras completas». Obras Completas. T., París, Editores, Hnos. Garnier, 1880, págs. 368-9-70.

[11] Ver el Cap. IV de la segunda parte de «Leyendas sobre Lessing» «Lessing en Berlín y Wittenberg», F. Mehring: «Trabajos crítico-literarios» en dos tomos, t. I: «La Leyenda sobre Lessing», «Artículos Crítico-Literarios», Moscú, 1934, pág. 333 y siguientes. Sobre el modo de ver de Lessing a Voltaire, Mehring escribe: «Los vinculaban múltiples intereses espirituales y posiblemente hasta algunas relaciones personales. Lessing muchas veces se ha referido a Voltaire con un gran respeto, lo que no le impedía escribir sobre él, epigramas contundentes. Lessing hablando de Voltaire hace la comparación, no entre el gran talento y el hombre no tan bueno, sino entre el poeta palaciego y el escritor burgués. Precisamente este enfoque sociológico, determinó la relación entre Lessing y Voltaire en el año 1750. Él castigaba el palaciego contaminado de los vicios de la corte, al mismo que aprendía del historiador, escritor y poeta, en cuya persona, aquel tercer estado, que ya dominaba todo, encontró su más elocuente heraldo. «Obras completas», págs. 335-6. El mismo pensamiento aparece en F. Mehring en el artículo «Palabras sobre Voltaire», ídem, 741. 

[12] Plejánov tiene en cuenta el libro de Guettner: «La Historia de la Literatura General del siglo XVIII», t. III, S. P. B., 1897, págs. 84-5. 

[13] En el año 1718 el gobierno francés fundó el Banco del reino, bajo la dirección del aventurero John Lew, con el propósito de encontrar, de este modo, una solución a la crítica situación financiera. El Banco Lew, saldaba las deudas del Estado, con billetes de banco, que carecían de respaldo oro. Arbitrariamente iba aumentando la emisión de billetes financiando con ellos, ampliamente, la expansión colonial, como asimismo a una gran compañía de accionistas, creada por el mismo Lew, el banco desencadenó, de este modo, un aumento inusitado en las especulaciones de bolsa y por ende, un gran enriquecimiento de la burguesía. En el año 1720 el banco quebró, pero el gobierno francés, alcanzó durante esos años, amortizar la deuda del Estado, con billetes totalmente desvalorizados. 

[14] «Las Épocas del Teatro Francés» (1636-1850) Ferdinand Brunnetiere. París, 1896, pág. 287. Un extracto de libro, se conservó en el Archivo de Plejánov (Cuaderno 38, pág. 113). 

[15] «Carta sobre la crítica del Barbero de Sevilla». Ver esta mesurada carta, respecto al fracaso y crítica del «Barbero de Sevilla» en el libro: Beaumarchais: «Obras Escogidas». Año 1954, pág. 263. «La Carta» fue precediendo a la comedia «El Barbero de Sevilla».

[16] «Reflexiones sobre el género Dramático Serio», Obras, t. I, pág. 11, Ídem, págs. 47-8. Las reflexiones sirvieron como introducción del drama «Eugenia». Avlida, ciudad de la antigua Grecia, fue de acuerdo a la leyenda, el punto de concentración de la flota que se dirigía en sus campañas contra Troya en la tragedia de Eurípides: «Ifigenia en Avlida», la hija del rey, Ifigenia, la princesa de Avlida es ofrecida en sacrificio a la Diosa Artemisa, para conseguir que ayude a los griegos a obtener la victoria sobre Troya. Sobre la misma fábula, bajo el mismo título, Racine escribió el drama, al que en este caso se opone Beaumarchais.

[17] D'Alembert dice sobre Nubelle della Chosse: «Así como en su actividad literaria, en su vida privada, él sostenía la norma de que la sabiduría la posee el hombre, cuyos deseos y ambiciones están en proporción a sus medios. Es una apología de lo equilibrado, moderado y prolijo». Plejánov adoptó esta cita de D'Alembert del libro: «G. Lacon: Nubelle della Chosse y la Comedia Lacrimosa», París, 1887, pág. 134. El libro señalado por Plejánov, se conservó en su biblioteca. 

[18] Las obras de Diderot, especialmente: «El Padre de Familia» han gozado, en su tiempo, de gran éxito. En breve lapso fue traducida a las lenguas: inglesa, alemana, holandesa y rusa. 

[19] Ver Diderot «Conversaciones sobre «Hijo Natural». Plática 2ª En el libro de Diderot «Antología de sus obras», en 10 tomos. t V., «Teatro y Dramaturgia, 1936, pág. 160. 

[20] Ver en la traducción rusa: «Las memorias personales de la Sra. Rolland» S. P. B., 1893, págs. 111-2. 

[21] Observación de «Dei Neue Zeit»: Ver por ejemplo: «Luis Gonce», «Escultura y grabado en Francia en el siglo XIX», París, 1892, pág. 4. Para Gonce, este fenómeno ofrece interés. Ver también Anton Springer: «Historia de las Artes Pictóricas del siglo XIX», Leipzig, 1858, pág. 206. La Gran Revolución Francesa que ha determinado una inmensa influencia en otros ámbitos, muy poco o casi nada, se ha manifestado en el arte». (Die Neue Zeit, Nº16, pág. 550). 

[22] La tragedia de Sorreno «Espartaco», tuvo gran y duradero éxito. En el papel de Espartaco, en «Teatre Français» se destacaron los célebres actores trágicos. Lequenn y Talma. 

[23] El «Guillermo Tell» de Lennverg, gozaba en Francia de un éxito excepcional, por decreto del 2 de agosto de 1793, el gobierno incluyó dicho espectáculo dentro del repertorio privilegiado, que debían mantener todos los teatros de París. 

[24] «La sombra de Licurgo», sin sospecharlo ella misma, protegía a las tres unidades» (El Teatro en Francia, pág. 334). No se puede expresar mejor. Pero en vísperas de la Gran Revolución, los ideólogos de la burguesía, no veían en esta sombra, nada de conservador. Por el contrario, veían en ella, solamente una virtud: cívica-revolucionaria. Esto es necesario que se recuerde. 

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