«El cambio de estructura social del siglo XII reposa, en último extremo, en el hecho de que las clases profesionales se sobreponen a las clases de nacimiento. También la caballería es una institución profesional, si bien después se convierte en una clase hereditaria. Primitivamente no es más que una clase de guerreros profesionales, y comprende en sí elementos del más vario origen. En los primeros tiempos también los príncipes y barones, los condes y los grandes terratenientes habían sido guerreros, y fueron premiados con sus propiedades ante todo por la prestación de servicios militares. Pero, entre tanto, aquellas donaciones habían perdido sus efectos obligatorios y el número de los señores miembros de la antigua nobleza adiestrados en la guerra se redujo tanto, o era ya tan pequeño desde el principio, que no bastaba para atender las exigencias de las interminables guerras y luchas. El que quería ahora hacer la guerra −¿y cuál de los señores no la quería?− debía asegurarse el apoyo de una fuerza más digna de confianza y más numerosa que la antigua leva. La caballería, en gran parte salida de las filas de los ministeriales, se convirtió en este nuevo elemento militar. La gente que encontramos al servicio de cada uno de los grandes señores comprendía los administradores de fincas y propiedades, los funcionarios de la corte, los directores de los talleres del feudo y los miembros de la comitiva y de la guardia, principalmente escuderos, palafreneros y suboficiales. De esta última categoría procedió la mayor parte de la caballería. Casi todos los caballeros eran, por tanto, de origen servil. El elemento libre de la caballería, bien distinto de los ministeriales, estaba integrado por descendientes de la antigua clase militar, los cuales, o no habían poseído jamás un feudo, o habían descendido nuevamente a la categoría de simples mercenarios. Pero los ministeriales formaban, por lo menos, las tres cuartas partes de la caballería y la minoría restante no se distinguía de ellos, pues la conciencia de clase caballeresca no se dio ni entre los guerreros libres ni entre los serviles hasta que se concedió la nobleza a los miembros de la comitiva. En aquel tiempo solo existía una frontera precisa entre los terratenientes y los campesinos, entre los ricos y la «gente pobre», y el criterio de nobleza no se apoyaba en determinaciones jurídicas codificadas, sino en un estilo de vida nobiliario. En este aspecto no existía diferencia alguna entre los acompañantes libres o serviles del noble señor; hasta la constitución de la caballería ambos grupos formaban meramente parte de la comitiva.
Tanto los príncipes como los grandes propietarios necesitaban guerreros a caballo y vasallos leales; pero estos, teniendo en cuenta la economía natural, entonces dominante, no podían ser recompensados más que con feudos. Lo mismo los príncipes que los grandes propietarios estaban dispuestos en todo caso a conceder todas aquellas partes de sus posesiones de que pudieran prescindir con tal de aumentar el número de sus vasallos. Las concesiones de tales feudos en pago de servicios comienzan en el siglo XI; en el siglo XIII el apetito de los miembros del séquito de poseer tales propiedades en feudo está ya suficientemente saciado. La capacidad de ser investido con un feudo es el primer paso de los ministeriales hacia el estado nobiliario. Por lo demás, se repite aquí el conocido proceso de la formación de la nobleza. Los guerreros, por servicios prestados o que han de prestar, reciben para su mantenimiento bienes territoriales; al principio no pueden disponer de estas propiedades de manera completamente libre, pero más tarde el feudo se hace hereditario y el poseedor del feudo se independiza del señor feudal. Al hacerse hereditarios los bienes feudales, la clase profesional de los hombres de la comitiva se transforma en la clase hereditaria de los caballeros. Sin embargo, siguen siendo, aun después de su acceso al estado nobiliario, una nobleza de segunda fila, una baja nobleza que conserva siempre un aire servil frente a la alta aristocracia. Estos nuevos nobles no se sienten en modo alguno rivales de sus señores, en contraste con los miembros de la antigua nobleza feudal, que son todos en potencia pretendientes a la Corona y representan un peligro constante para los príncipes. Los caballeros, a lo sumo, pasan a servir al partido enemigo si se les da una buena recompensa. Su inconstancia explica el lugar preeminente que se concedía a la fidelidad del vasallo en el sistema ético de la caballería.
El hecho de que las barreras de la nobleza se abran y que el pobre diablo integrante de una comitiva, que posee un pequeño señorío, pertenezca en lo sucesivo a la misma clase caballeresca que su rico y poderoso señor feudal, constituye la gran novedad de la historia social de la época. Los ministeriales de ayer, que estaban en un escalón social más bajo que los labradores libres, son ahora ennoblecidos y pasan de uno de los hemisferios del mundo medieval −el de los que no tienen derecho alguno− al otro, al hemisferio ambicionado por todos, al hemisferio de los privilegiados. Considerando desde esta perspectiva, el nacimiento de la nobleza caballeresca aparece simplemente como un aspecto del movimiento general de la sociedad, de la aspiración general a elevarse, aspiración que transforma a los esclavos en burgueses y a los siervos de la gleba en jornaleros libres y arrendatarios independientes.
Si, como parece, los ministeriales constituyeron efectivamente la inmensa mayoría de la caballería, en la mentalidad de esta clase tuvo que influir el carácter social y el contenido de toda la cultura caballeresca. A finales del siglo XII y principios del XIII la caballería comienza a convertirse en un grupo cerrado, inaccesible desde fuera. En lo sucesivo, solamente los hijos de caballeros pueden llegar a ser caballeros. Ahora no son suficientes, para ser considerado noble, ni la capacidad de recibir un feudo ni el elevado estilo de vida; se precisan ya unas condiciones estrictas y todo el ritual necesario para ser investido solemnemente con la condición de caballero. El acceso a la nobleza queda nuevamente entorpecido y, probablemente, no nos equivocamos al suponer que fueron precisamente los nuevos flamantes caballeros los que defendieron más tenazmente este exclusivismo. De cualquier modo, el momento en que la caballería se convierte en una casta guerrera hereditaria y exclusiva es uno de los momentos decisivos en la historia de la nobleza medieval e, indudablemente, el más importante de la historia de la caballería. Ello es así no solo porque de ahora en adelante la caballería forma parte integrante de la nobleza, y además la mayoría absoluta, sino también porque ahora por primera vez el ideal de clase caballeresca, la conciencia y la ideología de clase de la nobleza se perfeccionan, y ello precisamente por obra de los caballeros. En cualquier caso, es ahora cuando los principios de conducta y el sistema ético de la nobleza adquieren aquella claridad y aquella intransigencia que nos son conocidos por la épica y la lírica caballerescas.
Es un fenómeno bien conocido, que se repite frecuentemente en la historia de las clases sociales, el que los nuevos miembros de una clase privilegiada son, en sus opiniones sobre la cuestión de los principios de clase, más rigoristas que los viejos representantes de la clase y poseen de las ideas que integran el grupo y lo distinguen de otros una conciencia más fuerte que aquellos que han crecido en estas ideas. El «homo novus» tiende siempre a compensar con creces su propio sentimiento de inferioridad y le gusta hacer hincapié en los presupuestos morales de los privilegios que disfruta. Así ocurre también en este caso. La nueva caballería procedente de los ministeriales es, en las cuestiones que atañen al honor de clase, más rígida e intolerante que la vieja aristocracia de nacimiento. Lo que para esta aparece como natural y obvio, se convierte para los recientemente ennoblecidos en un hecho notable y un problema y el sentimiento de pertenecer a la clase dominante, del que la vieja nobleza no tiene ya conciencia, constituye para ellos una nueva y gran experiencia. Allí donde el aristócrata de viejo cuño obra de manera casi instintiva y con naturalidad absoluta, el caballero entrevé una tarea especial, una dificultad, la ocasión de realizar un acto heroico y la necesidad de vencerse a sí mismo; entrevé, pues, algo insólito y no natural. E incluso allí donde el gran señor de cuna considera que no vale la pena distinguirse de los demás, el caballero exige de sus compañeros de clase que se distingan a toda costa de los comunes mortales.
El idealismo romántico y el reflexivo heroísmo «sentimental» de la caballería son un idealismo y un heroísmo de «segunda mano» y tienen su origen, sobre todo, en la ambición y en la premeditación con que la nueva nobleza desarrolla su concepto del honor de clase. Todo su celo es, simplemente, un signo de inseguridad y de debilidad, que la vieja nobleza no conoce, o por lo menos no conoció hasta que sufrió la influencia de la nueva caballería, íntimamente insegura. La falta de estabilidad de la caballería se manifiesta de la manera más expresiva en la ambigüedad de sus relaciones con las formas convencionales de la conducta de la nobleza. De un lado, se aferra a sus superficialidades y exaspera el formalismo de las reglas de conducta aristocráticas, y, de otro, coloca la íntima nobleza de ánimo por encima de la nobleza externa, meramente formal, de nacimiento y del estilo de vida. En su sentimiento de subordinación exagera el valor de las meras formas, pero en su conciencia de que hay virtudes y habilidades que posee en tanta o mayor medida que la vieja aristocracia, rebaja de nuevo el valor de estas formas y de la nobleza de nacimiento.
La exaltación de los sentimientos nobles sobre el origen noble es, al mismo tiempo, un signo de la total cristianización de los guerreros feudales; esta es resultado de una evolución que conduce, de los toscos hombres de armas de la era de las invasiones, al caballero de Dios de la Plena Edad Media. La Iglesia fomentó con todos los medios a su alcance la formación de la nueva nobleza caballeresca, consolidó su importancia social mediante la consagración que le confería, le confió la salvaguardia de los débiles y los oprimidos y la convirtió en campeona de Cristo, con lo cual la elevó a una especie de dignidad religiosa. El verdadero propósito de la Iglesia era, evidentemente, encauzar el proceso de secularización que partía de la ciudad y que se encontraba en peligro de ser acelerado por los caballeros, en su mayor parte pobres y carentes relativamente de vínculos tradicionales. Pero las tendencias mundanas eran tan fuertes en la caballería que, de hecho, la doctrina de la Iglesia, a pesar de los premios a la ortodoxia, llegó a lo sumo a soluciones de compromiso. Todas las creaciones culturales de la caballería, tanto su sistema ético como su nueva concepción del amor y su poesía, de ella derivada, muestran el mismo antagonismo entre tendencias mundanas y supramundanas, sensuales y espirituales.
El sistema de las virtudes caballerescas, lo mismo que la ética de la aristocracia griega, está en su totalidad impregnado del sentimiento de la «χαλοχάγαθία» −transliterado como «kalokagathia», o sea, de todo lo bueno y lo bello, [Anotación de Bitácora (M-L)]−. Ninguna de las virtudes caballerescas se puede conseguir sin fuerza corporal y ejercicio físico, y mucho menos, como ocurría con las virtudes del cristianismo primitivo, en oposición a estos valores. En las diversas partes del sistema, que, bien considerado, comprende las virtudes que podríamos llamar estoicas, caballerescas, heroicas y aristocráticas −en el estricto sentido de la palabra−, el valor de las dotes físicas y espirituales es distinto, efectivamente, pero en ninguna de estas categorías pierde lo físico enteramente su significación. El primer grupo contiene esencialmente, como, por lo demás, se ha dicho también de todo el sistema, los conocidos principios morales antiguos en forma cristianizada. Fortaleza de ánimo, perseverancia, moderación y dominio de sí mismo constituían ya los conceptos fundamentales de la ética aristotélica, y después, en forma más rígida, de la estoica. La caballería las ha tomado simplemente de la Antigüedad clásica, principalmente a través de la literatura latina de la Edad Media. Las virtudes heroicas −sobre todo el desprecio del peligro, del dolor y de la muerte, la observancia absoluta de la fidelidad y el afán de gloria y honor− eran ya altamente apreciadas en los primeros tiempos feudales. La ética caballeresca no ha hecho otra cosa que suavizar el ideal heroico de aquella época y revestirlo con nuevos rasgos sentimentales, pero ha mantenido sus principios. La nueva actitud frente a la vida se expresa, en su forma más pura e inmediata, en las virtudes propiamente «caballerescas» y «señoriales»: de un lado, la generosidad para con el vencido, la protección al débil y el respeto a las mujeres, la cortesía y la galantería; de otro, las cualidades que son características también del caballero en el sentido moderno de la palabra: la liberalidad y el desinterés, el desprecio del provecho y las ventajas, la corrección deportiva y el mantenimiento a toda costa del propio decoro.
Sin duda la moral caballeresca de aquel tiempo no era seguramente independiente por completo de la mentalidad de la burguesía emancipada; pero, a través del culto a las nobles virtudes citadas, se opone abiertamente, sobre todo, al espíritu de lucro de la burguesía. La caballería siente amenazada su existencia material por la economía monetaria burguesa y se revuelve con odio y desprecio contra el racionalismo económico, contra el cálculo y la especulación, el ahorro y el regateo de los comerciantes. Su estilo de vida, inspirado en el principio de «noblesse oblige», en su prodigalidad, en su gusto por las ceremonias, en su desprecio de todo trabajo manual y de toda actividad regular de lucro, es totalmente antiburgués.
Mucho más difícil que el análisis histórico del sistema ético caballeresco es la filiación de las otras dos grandes creaciones culturales de la caballería: el nuevo ideal amoroso y la nueva lírica en que este se expresa. Es evidente, de antemano, que estos dos productos culturales están en estrecha conexión con la vida cortesana. Las cortes son, no solamente el telón de fondo en que se desarrollan, sino también el terreno de que brotan. Pero esta vez no son las cortes reales, sino las pequeñas cortes y las gentes que rodean a los príncipes y señores feudales las que determinan su desarrollo. Este marco más modesto es el que explica, sobre todo, el carácter relativamente más libre, individual y vario de la cultura caballeresca. Todo es aquí menos solemne y menos protocolario, todo es incomparablemente más libre y elástico que en las cortes reales, que constituían en épocas anteriores los centros de la cultura. Naturalmente, también en estas pequeñas cortes existen todavía bastantes estrechos convencionalismos. Cortesano y convencional fueron siempre y son todavía términos equivalentes, pues corresponde a la esencia de la cultura cortesana señalar caminos experimentados y poner fronteras al individualismo arbitrario y rebelde a las formas. También los representantes de esta cultura cortesana más libre deben su especial posición no a peculiaridades que los distinguen de los restantes miembros de la corte, sino a lo que tienen de común con ellos. Ser original significa, en este mundo dominado por las formas, ser descortés, y esto es inadmisible. Pertenecer al círculo cortesano constituye, de por sí, el premio más alto y el más elevado honor; jactarse de la propia originalidad equivale a despreciar este privilegio. De esta manera, toda la cultura de la época permanece ligada a convencionalismos más o menos rígidos. Lo mismo que se estilizan las buenas maneras, la expresión de los sentimientos e incluso los sentimientos mismos, se estilizan también las formas de la poesía y del arte, las representaciones de la naturaleza y los tropos de la lírica, la «curva gótica» y la sonrisa gentil de las estatuas. (...)
La cultura de la caballería medieval es la primera forma moderna de una cultura basada en la organización de la corte, la primera en la que existe una auténtica comunión espiritual entre el príncipe, los cortesanos y el poeta. Las «cortes de las musas» no sirven ahora solo a la propaganda de los príncipes, no son simplemente instituciones culturales subvencionadas por los señores, sino organismos complejos en los que aquellos que crean las bellas formas de vida y aquellos que las ponen en práctica, tienden al mismo fin. Pero semejante comunión solamente es posible donde el acceso a las altas capas de la sociedad está abierto para los poetas procedentes de los estratos inferiores, donde entre el poeta y su público existe una amplia semejanza en su forma de vida −semejanza inconcebible según los conceptos anteriores−, y donde cortesanía y falta de cortesanía no solo significan una diferencia de clases, sino también de educación, y donde no se es de antemano cortés por nacimiento y rango, sino que se llega a serlo por educación y carácter. Es evidente que semejante tabla de valores fue establecida originariamente por una «nobleza profesional» que recordaba todavía cómo había llegado a la posesión de sus privilegios, y no por una nobleza hereditaria que los había poseído desde tiempo inmemorial. Pero al evolucionar la «χαλοχάγαθία» caballeresca, es decir, al aparecer el nuevo concepto de la cultura, según el cual los valores estéticos e intelectuales «valen» al mismo tiempo, como valores morales y sociales, surge un nuevo abismo entre la educación secular y la educación clerical. La función de guía, principalmente en la poesía, pasa del clero, que es unilateral espiritualmente, a la caballería. La literatura monacal pierde su papel de guía en la evolución histórica y el monje deja de ser la figura representativa de la época. Su figura típica es ahora el caballero, tal como se le representa en el «Caballero de Bamberg», noble, orgulloso, despierto, perfecta expresión de la cultura física y espiritual.
La cultura cortesana medieval se distingue de toda otra cultura cortesana anterior −e incluso de la de las cortes reales helenísticas, ya fuertemente influidas por la mujer− en que es una cultura específicamente femenina. Es femenina no solo en cuanto que las mujeres intervienen en la vida intelectual de la corte y contribuyen a la orientación de la poesía, sino, también, porque en muchos aspectos los hombres piensan y sienten de manera femenina. En contraste con los antiguos poemas heroicos e incluso con las «chansons de geste» francesas, que estaban destinadas a un auditorio de hombres, la poesía amorosa provenzal y las novelas bretonas del ciclo del rey Arturo se dirigen, en primer lugar, a las mujeres. Leonor de Aquitania, María de Champaña, Ermengarda de Narbona, o como quiera que se llamen las protectoras de los poetas, no son solamente grandes damas que tienen sus «salones» literarios, no son solo expertas de las que los poetas reciben estímulos decisivos, sino que son ellas mismas las que hablan frecuentemente por boca del poeta.
Y no está dicho todo con afirmar que los hombres deben a las mujeres su formación estética y moral y que las mujeres son la fuente, el argumento y el público de la poesía. Los poetas no solo se dirigen a las mujeres, sino que ven también el mundo a través de los ojos de ellas. La mujer, que en los tiempos antiguos era simplemente propiedad del hombre, botín de guerra, motivo de disputa, esclava y cuyo destino estaba sujeto aún en la Alta Edad Media al arbitrio de la familia y de su señor, adquiere ahora un valor incomprensible a primera vista. Pues, aunque la superior educación de la mujer se pueda explicar por el hecho de que el hombre se veía obligado a ocuparse constantemente en el quehacer guerrero y por la progresiva secularización de la cultura, quedaría todavía por explicar cómo la mera educación disfruta de una consideración tan alta que las mujeres dominan por medio de ella la sociedad. Tampoco la nueva jurisprudencia, que en determinados casos prevé la sucesión en el trono de las hijas y el traspaso de grandes feudos a manos de mujeres, y que puede haber contribuido, en general, al elevado prestigio del sexo femenino, ofrece una explicación completamente satisfactoria. Finalmente, la concepción caballeresca del amor no puede ser propuesta como una explicación, pues no es la premisa, sino justamente un síntoma de la nueva posición que la mujer ocupa en la sociedad.
La poesía caballeresca cortesana no ha descubierto el amor, pero le ha dado un sentido nuevo. En la antigua literatura greco-romana, especialmente desde finales del período clásico, el motivo amoroso ocupa ciertamente cada vez más espacio, pero nunca consiguió la significación que posee en la poesía cortesana de la Edad Media. La acción de «la Ilíada» gira en torno a dos mujeres, pero no en torno al amor. Tanto Helena como Briseida hubieran podido ser sustituidas por cualquier otro motivo de disputa sin que la obra se hubiera modificado en lo esencial. Es cierto que en «la Odisea» el episodio de Nausica tiene un cierto valor emocional por sí mismo, pero es simplemente un episodio aislado, y nada más. La relación del héroe con Penélope está todavía en el plano de «la Ilíada»; la mujer es un objeto de propiedad y pertenece al ajuar doméstico. Igualmente, los líricos griegos del período preclásico y clásico tratan siempre del amor sexual; pleno de gozo o de dolor, este amor se centra por completo en sí mismo y no ejerce influencia alguna sobre la personalidad como totalidad. Eurípides es el primer poeta en el que el amor se convierte en tema principal de una acción complicada y de un conflicto dramático. De él toma la comedia antigua y nueva este tema, llegándose por este camino a la literatura helenística donde adquiere, sobre todo en «Los Argonautas», de Apolonio, determinados rasgos románticos sentimentales. Pero incluso aquí el amor es visto, a lo sumo, como un sentimiento tierno o arrebatadoramente apasionado, pero nunca como principio educativo superior, como fuerza ética y como canal de experiencia de la vida, como ocurre en la poesía de la caballería cortesana. Es sabido cuánto deben Dido y Eneas, de Virgilio, a los amantes de Apolonio y cuánta significación tienen Medea y Dido, las dos heroínas amorosas más populares de la Antigüedad, para la Edad Media y, a través de ella, para toda la literatura moderna. El helenismo descubrió la fascinación de las historias amorosas y los primeros idilios románticos: las narraciones de Amor y Psique, de Hero y Leandro, de Dafnis y Cloe. Pero, prescindiendo del período helenístico, el amor como motivo romántico no desempeña papel alguno en la literatura hasta la caballería. El tratamiento sentimental de la inclinación amorosa y la tensión que constituye la incertidumbre de si los amantes alcanzan o no la mutua posesión, no fueron efectos poéticos buscados ni en la Antigüedad clásica ni en la Alta Edad Media. En la Antigüedad se tenía preferencia por los mitos y las historias de héroes; en la Alta Edad Media, por las de héroes y de santos; cualquiera que fuese el papel desempeñado por el motivo amoroso en ellas, estaba desprovisto de todo brillo romántico. Incluso los poetas que tomaban en serio el amor participaban, todo lo más, de la opinión de Ovidio, que dice que el amor es una enfermedad que priva del conocimiento, paraliza la voluntad y vuelve al hombre vil y miserable.
En contraste con la poesía de la Antigüedad y de la Alta Edad Media, la poesía caballeresca se caracteriza por el hecho de que en ella el amor, a pesar de su espiritualización, no se convierte en un principio filosófico, como en Platón o en el neoplatonismo, sino que conserva su carácter sensual erótico, y precisamente como tal opera el renacimiento de la personalidad moral. En la poesía caballeresca es nuevo el culto consciente del amor, el sentimiento de que debe ser alimentado y cultivado; es nueva la creencia de que el amor es la fuente de toda bondad y toda belleza, y que todo acto torpe, todo sentimiento bajo significa una traición a la amada; son nuevas la ternura e intimidad del sentimiento, la piadosa devoción que el amante experimenta en todo pensamiento acerca de su amada; es nueva la infinita sed de amor, «inapagada» e inapagable porque es ilimitada; es nueva la felicidad del amor, independiente de la realización del deseo amoroso, y que continúa siendo la suprema beatitud, incluso en el caso del más amargo fracaso; son nuevos, finalmente, el enervamiento y el afeminamiento, causados en el varón por el amor. El hecho de que el varón sea la parte que corteja, que solicita, significa la inversión de las relaciones primitivas entre los sexos. Los períodos arcaicos y heroicos, en los que los botines de esclavas y los raptos de muchachas eran acontecimientos de todos los días, no conocen el cortejo de la mujer por parte del hombre. El cortejar de amores a la mujer está en oposición también al uso del pueblo; en él, son las mujeres y no los hombres las que cantan las canciones de amor. En las «chansons de geste» son todavía las mujeres las que inician las insinuaciones; solo a la caballería le parece este comportamiento descortés e inconveniente. Lo cortesano es precisamente el desdeñar por parte de la mujer y el consumirse en el amor por parte del hombre; cortesanos y caballerescos son la infinita paciencia y la absoluta carencia de exigencias en el hombre, el abandono de su voluntad propia y de su propio ser ante la voluntad y el ser superior que es la mujer. Lo cortesano es la resignación ante la inaccesibilidad del objeto adorado, la entrega a la pena del amor, el exhibicionismo y el masoquismo sentimental del hombre. Todas estas cosas, características más tarde del romanticismo amoroso, surgen ahora por vez primera. El amante nostálgico y resignado; el amor que no exige correspondencia y satisfacción, y se exalta más bien por su carácter negativo; el «amor de lo remoto», que no tiene un objeto tangible y definido: con estas cosas comienza la historia de la poesía moderna. (...)
Si bien la relación de vasallaje domina toda la estructura social de la época, el hecho de que súbitamente este tema absorbiese todo el contenido sentimental de la poesía para revestirlo con sus formas sería inexplicable sin la elevación de los ministeriales al estado caballeresco y sin la nueva posición elevada del poeta en la corte. Las circunstancias económicas y sociales de la caballería −en trance de constitución y en parte desprovista de medios− y la función de este heterogéneo grupo social como fermento de la evolución ayudan a comprender tanto la nueva concepción del amor como la estructura jurídica general del feudalismo. Había muchos caballeros que lo eran por nacimiento, a los que, por ser hijos segundones, no alcanzaba el feudo paterno y andaban por el mundo sin recursos, muchas veces ganándose la vida como cantores errantes o intentando conseguir, donde era posible, un puesto estable en la corte de un gran señor. Una gran parte de los trovadores y de los «Minnesänger» era de origen humilde, pero, dado que un juglar bien dotado que contase con un noble protector podía alcanzar fácilmente el estado caballeresco, la diferencia de origen no tenía gran importancia. Este elemento, en parte empobrecido y desarraigado y en parte de origen humilde, es por naturaleza el representante más avanzado de la cultura caballeresca. Como consecuencia de su pobreza y su condición de desarraigados, se sentían más libres de toda clase de trabas que la vieja nobleza feudal, y podían, sin peligro de perder su prestigio, atreverse a propugnar innovaciones contra las cuales se hubieran levantado innumerables objeciones en una clase fuertemente arraigada. El nuevo culto del amor y el cultivo de la nueva poesía sentimental fueron en su mayor parte obra de este elemento relativamente flotante en la sociedad. Ellos fueron los que en forma de canción amorosa formularon de manera cortesana, pero no totalmente ficticia, su homenaje a la dama y colocaron el servicio de la mujer al lado del servicio del señor; y ellos fueron quienes interpretaron la fidelidad del vasallo como amor y el amor como fidelidad de vasallo. En esta transposición de la situación económica y social a las formas eróticas del amor actuaron también, indudablemente, motivos psicológico-sexuales, pero incluso estos estaban condicionados sociológicamente. En todas partes, en las cortes y en los castillos, hay muchos hombres y muy pocas mujeres. Los hombres del séquito, que viven en la corte del señor, son generalmente solteros. Las doncellas de las familias nobles se educan en los conventos y apenas si se consigue verlas. La princesa o la castellana constituye el centro del círculo, y todo gira en torno a ella. Los caballeros y los cantores cortesanos rinden todos homenaje a esta dama noble y culta, rica y poderosa y, con mucha frecuencia, joven y bella. El contacto diario, en un mundo cerrado y aislado, de un grupo de hombres jóvenes y solteros con una mujer deseable en tantos aspectos, las ternuras conyugales que ellos debían involuntariamente presenciar, y el pensamiento siempre presente de que la mujer pertenece por completo a uno y solo a uno, tenían que suscitar en este mundo aislado una elevada tensión erótica que, dado que en la mayoría de los casos no podía hallar otra satisfacción, encontraba expresión en la forma sublimada del enamoramiento cortesano.
El comienzo de este nervioso erotismo data del momento en que muchos de estos jóvenes que viven en torno a la señora han llegado de niños a la corte y a la casa y han permanecido bajo la influencia de esta mujer durante los años más importantes para el desarrollo de un muchacho. Todo el sistema de la educación caballeresca favorece el nacimiento de fuertes vínculos eróticos. Hasta los catorce años el muchacho está guiado exclusivamente por la mujer. Después de los años de la infancia, que pasa bajo la protección de su madre, es la señora de la corte la que vigila su educación. Durante siete años está al servicio de esta mujer, la sirve en casa, la acompaña en sus salidas y es ella quien le introduce en el arte de los modales, de las costumbres y de las ceremonias cortesanas. Todo el entusiasmo del adolescente se concentra sobre esta mujer y su fantasía configura la forma ideal del amor a imagen suya.
El potente idealismo del amor cortesano caballeresco no puede engañarnos sobre su latente sensualismo ni impedirnos conocer que su origen no es otro que la rebelión contra el mandamiento religioso de la continencia. El éxito de la Iglesia en su lucha contra el amor físico queda siempre bastante lejos de su ideal. Pero ahora, al volverse fluctuantes las fronteras entre los grupos sociales, y con ellas los criterios de los valores morales, la sensualidad reprimida irrumpe con violencia redoblada e inunda no solo las formas de vida de los círculos cortesanos, sino también en cierta medida las del clero. Apenas hay una época en la historia de Occidente en la que la literatura hable tanto de belleza física y de desnudos, de vestirse y desnudarse, de muchachas y mujeres que bañan y lavan a los héroes, de noches nupciales y cohabitación, de visitas al dormitorio y de invitaciones al lecho, como la poesía caballeresca de la Edad Media, que era, sin embargo, una época de tan rígida moral. Incluso una obra tan seria y de tan altos fines morales como «el Parzival», de Wolfram, está llena de situaciones cuya descripción raya en lo obsceno. Toda la época vive en una constante tensión erótica. Basta pensar en la extraña costumbre, bien conocida por las historias de torneos, de que los héroes llevasen sobre sí, en contacto con su cuerpo, el velo o la camisa de la mujer amada y el efecto mágico atribuido a este talismán, para tener una idea de la naturaleza de este erotismo.
Nada refleja tan claramente las íntimas contradicciones del mundo sentimental de la caballería como la ambigüedad de su actitud frente al amor, en la que la espiritualidad más alta se une a la sensualidad más intensa. Pero por mucha luz que pueda arrojar el análisis psicológico de esta naturaleza equívoca de los sentimientos, la realidad psicológica, presupone ciertas circunstancias históricas que deben a su vez ser explicadas y que solo sociológicamente pueden explicarse. El mecanismo psicológico de la vinculación a la mujer de otro y la exaltación de este sentimiento por la libertad con que se confiesa no hubieran podido ponerse en movimiento si no se hubieran debilitado la eficacia de los antiguos tabúes religiosos y sociales, y si la aparición de una nueva aristocracia emancipada no hubiera previamente preparado el terreno en el que las inclinaciones eróticas podían crecer libremente. En este caso, como ocurre frecuentemente, la psicología es simplemente sociología encubierta, no descifrada, no llevada hasta el fin. Pero al estudiar el cambio de estilo que el advenimiento de la caballería trae consigo en todos los campos del arte y la cultura, la mayoría de los investigadores no se contentan ni con la explicación psicológica ni con la sociología y buscan influjos históricos directos y directas imitaciones literarias. (...)
Parece que fue la poesía clerical latina medieval la que ejerció la influencia externa más importante sobre la lírica amorosa cortesana. No puede decirse, empero, que el concepto del amor caballeresco en conjunto haya sido forjado por los clérigos, por más que los poetas laicos hayan tomado de ellos algunos de sus principales elementos. Una tradición clerical precaballeresca del servicio de amor, que se creía poder suponer, no ha existido nunca. Las cartas amistosas entre clérigos y monjas revelan, ciertamente, ya en el siglo XI, relaciones auténticamente apasionadas que oscilan entre la amistad y el amor, y en las que puede reconocerse ya aquella mezcolanza de rasgos espiritualistas y sensualistas bien conocida del amor caballeresco; pero incluso estos documentos no son más que un síntoma de aquella general revolución espiritual que se inicia con la crisis del feudalismo y encuentra su consumación en la cultura cortesana caballeresca. Así, pues, en lo referente a la relación de la lírica amorosa caballeresca con la literatura clerical medieval, se debe hablar de fenómenos paralelos más que de influencias y préstamos. En lo que respecta a la parte técnica de su arte, los poetas cortesanos han aprendido mucho, indudablemente, de los clérigos, y al realizar sus primeros ensayos poéticos tenían en el oído las formas y ritmos de los cantos litúrgicos. Entre la autobiografía eclesiástica de aquella época, que, comparada con los bosquejos autobiográficos anteriores, tiene un carácter completamente nuevo y se podría incluso decir que moderno, y la poesía amorosa caballeresca, existen, asimismo, puntos de contacto, pero incluso esos mismos puntos, sobre todo la exaltada sensibilidad y el análisis más preciso de los estados de ánimo, están en relación con la transformación social general y la nueva valoración del individuo y proceden, tanto en la literatura sacra como en la profana, de una raíz común histórico-sociológica. El matiz espiritualista del amor cortesano caballeresco es, indudablemente, de origen cristiano; pero trovadores y Minnesänger no tuvieron por qué tomarlo de la poesía clerical; toda la vida afectiva de la cristiandad estaba dominada por ese espiritualismo. El culto a la mujer podía fácilmente ser concebido según el modelo del culto cristiano a los santos; derivar, en cambio, el servicio del amor del servicio a la Virgen, hallazgo característico del Romanticismo, es algo que carece, por el contrario, de todo fundamento histórico. La veneración a la Virgen está aún poco desarrollada en la Alta Edad Media; en cualquier caso, los comienzos de la poesía trovadoresca son anteriores al culto a la Virgen. Mejor, por tanto, que inspirar el nuevo concepto del amor, es el culto a la Virgen el que adopta las características del amor cortesano caballeresco. Finalmente, tampoco la dependencia con respecto a los místicos, principalmente San Bernardo de Claraval y Hugo de San Víctor, de la concepción caballeresca del amor, es tan inequívocamente segura como se quiere hacer creer.
Pero sean cualesquiera sus influencias y determinaciones, la poesía trovadoresca es poesía lírica, opuesta por completo al espíritu ascético jerárquico de la Iglesia. Con ella, el poeta profano desplaza definitivamente al clérigo poetizante. Concluye así un período de cerca de tres siglos, en el que los monasterios fueron los únicos centros de la poesía. Incluso durante la hegemonía intelectual del monacato, la nobleza no había dejado nunca de constituir una parte del público literario; pero, frente al anterior papel exclusivamente pasivo del laicado, la aparición del caballero como poeta significa una novedad tan completa que se puede considerar este momento como uno de los cortes más profundos habidos en la historia de la literatura. Naturalmente, no debemos imaginarnos que el cambio social que coloca al caballero a la cabeza del desarrollo cultural fue algo completamente uniforme y general. Junto al trovador caballeresco sigue habiendo, lo mismo que antes, el juglar profesional, a cuya categoría desciende el caballero cuando ha de salir adelante con su arte, pero frente al cual representa una clase aparte. Junto al trovador y el juglar hay, naturalmente, también después de este cambio, el clérigo que sigue poetizando, aunque desde el punto de vista de la evolución histórica no vuelva a desempeñar un papel de guía. Y existen también los vagantes, extraordinariamente importantes tanto en el aspecto histórico como en el artístico, que llevan una vida muy semejante a la de los juglares vagabundos y con los que frecuentemente se les confunde. Ellos, sin embargo, orgullosos de su educación, buscan ansiosamente distinguirse de sus más bajos competidores. Los poetas de la época se distribuyen más o menos por todas las clases de la sociedad; hay entre ellos reyes y príncipes −Enrique VI, Guillermo de Aquitania−, miembros de la alta nobleza −Jaufré Rudel, Bertran de Bron−, de la pequeña nobleza −Walter von der Vogelweide−, ministeriales −Wolfram de Eschenbach−, juglares burgueses −Marcabrú, Bernart de Ventadour− y clérigos de todas las categorías. Entre los cuatrocientos nombres conocidos de poetas hay también diecisiete mujeres.
Desde la aparición de la caballería, las antiguas narraciones heroicas abandonan las ferias, los pórticos de las iglesias y las posadas, y vuelven nuevamente a escalar las clases más altas, encontrando en todas las cortes un público interesado. Con ellos los juglares vuelven a ser estimados altamente. Naturalmente, quedan muy por debajo del caballero poeta y del clérigo, que no quieren ser confundidos con ellos, como los poetas y actores del teatro de Dioniso en Atenas no querían ser confundidos con los mimos, ni los skop de la época de las invasiones, con los bufones. Pero entonces los poetas de distintas clases sociales manejaban, en general, asuntos diversos, y con esto se distinguían unos de otros. Ahora, por el contrario, que el trovador trata la misma materia que el juglar, tiene que intentar elevarse como el cantor vulgar por el modo de manejar esta materia. El «estilo oscuro” −trobar clus−, que se pone ahora de moda, la oscuridad rebuscada y enigmática, la acumulación de dificultades tanto en la técnica como en el contenido, no son otra cosa que un medio que sirve, por un lado, para excluir a las clases bajas e incultas del disfrute artístico de los círculos superiores, y, por otro, para distinguirse del montón de los bufones e histriones. El gusto por el arte difícil y complicado se explica, la mayoría de las veces, por una intención más o menos manifiesta de distinción social: el atractivo estético del sentido oculto, de las asociaciones forzadas, de la composición inconexa y rapsódica, de los símbolos inmediatamente evidentes y que nunca se agotan completamente, de la música difícilmente recordable, de la «melodía que al principio no se sabe cómo ha de terminar», en una palabra, de toda la fascinación de los placeres y los paraísos secretos. La significación de esta tendencia aristocrática de los trovadores y su escuela se puede valorar justamente cuando se piensa que Dante estimaba sobre todos los poetas provenzales a Arnaut Daniel, el más oscuro y complicado.
A pesar de su condición inferior, el juglar humilde disfruta de infinitas ventajas por ejercer la misma profesión que el poeta caballeresco; de lo contrario, no se le hubiera consentido hablar públicamente de sí mismo, de sus sentimientos subjetivos y privados, o, para decirlo de otro modo, no se le hubiera consentido pasar de la épica a la lírica. El subjetivismo poético, la confesión lírica y todo el presuntuoso análisis de los sentimientos solamente son posibles como consecuencia de la nueva consideración del poeta. Y sólo porque participaba del prestigio social del caballero podía el poeta hacer valer de nuevo sus derechos de autor y de propiedad sobre su obra. Si el quehacer poético no hubiese sido ejercido también por personas de elevada condición social, no hubiera podido naturalizarse tan pronto la costumbre de nombrarse en las propias obras. Marcabrú lo hace en veinte de sus treinta y una canciones conservadas, y Arnaut Daniel, en casi todas.
Los juglares, que se encuentran de nuevo en todas las cortes, y que, en lo sucesivo, forman parte de la comitiva, incluso en las cortes más modestas, eran expertos histriones, cantaban y recitaban. ¿Eran obra suyas las composiciones que recitaban? Al principio, como sus antecesores los mimos, probablemente tuvieron que improvisar con frecuencia, y hasta la mitad del siglo XII fueron, sin duda alguna, poetas y cantores al mismo tiempo. Más tarde, sin embargo, debió de introducirse una especialización y parece que al menos una parte de los juglares se limitó a la recitación de obras ajenas. Los príncipes y nobles, sin duda, les ayudaban como expertos en la solución de dificultades técnicas. Desde el primer momento, los cantores plebeyos estaban al servicio de los nobles aficionados, y, más tarde, probablemente también los poetas caballeros empobrecidos sirvieron del mismo modo a los grandes señores en sus aficiones. En ocasiones, el poeta profesional que alcanzaba el triunfo recurría a los servicios de juglares más pobres. Los ricos aficionados y los trovadores más ilustres no recitaban sus propias composiciones, sino que las hacían recitar por juglares pagados. Surge así una auténtica división del trabajo artístico, que, al menos al principio, subrayaba fuertemente la distancia social entre el noble trovador y el juglar vulgar. Pero esta distancia disminuye paulatinamente y, como resultado de la nivelación, encontramos, más tarde, sobre todo en el norte de Francia, un tipo de poeta muy semejante ya al escritor moderno: ya no compone poesía para la declamación, sino que escribe libros para leer.
En su tiempo, los antiguos poemas heroicos se cantaban, las «chansons de geste» se recitaban y, probablemente, todavía la antigua epopeya cortesana se leía en público, pero las novelas de amor y de aventuras se escriben para la lectura privada, sobre todo de las damas. Se ha dicho que este predominio de la mujer en la composición del público lector ha sido la modificación más importante acaecida en la historia de la literatura occidental. Pero tan importante como ella es para el futuro la nueva forma de recepción del arte: la lectura. Solo ahora, cuando la poesía se convierte en lectura, puede su disfrute convertirse en pasión, en necesidad diaria, en costumbre. Ahora, por vez primera, al convertirse en «literatura», el disfrute de la poesía no está restringido ya a las horas solemnes de la vida, a las ocasiones extraordinarias y a las festividades, sino que puede convertirse en distracción de cualquier momento. Con esto pierde también la poesía los últimos restos de su carácter sagrado y se torna mera «ficción», invención en la que no es preciso crear para encontrar en ella un interés estético. Esta es la razón de que Chrétien de Troyes haya sido caracterizado como el poeta que no solo no cree ya en el auténtico sentido de los misterios de que tratan las leyendas celtas, sino que ni siquiera las comprende. La lectura regular hace que el oyente devoto se convierta en un lector escéptico, pero, al mismo tiempo, en un conocedor experimentado también. Y ahora, por vez primera, con la aparición de estos conocedores, se convierte el círculo de oyentes y lectores en una especie de público literario. La sed de lectura de este público trae consigo, entre otros, también el fenómeno de la efímera literatura de moda, cuyo primer ejemplo es la novela amorosa cortesana. (...)
La inquietud que en el siglo XII estremeció la estabilidad de las condiciones feudales y que había crecido continuamente desde entonces, alcanza su punto culminante en las revueltas y luchas de jornales de la Baja Edad Media. Toda la sociedad se ha tornado inestable. La burguesía, saturada y segura, aspira a conseguir el prestigio de la nobleza y trata de imitar las costumbres aristocráticas; la nobleza, a su vez, trata de adaptarse al espíritu económico mercantil y a la ideología racionalista de la burguesía. El resultado es una amplia nivelación de la sociedad: de un lado, el ascenso de la clase media, y, de otro, el descenso de la aristocracia. La distancia entre las altas capas de la burguesía y las más bajas y menos dotadas de la nobleza se acorta; mientras tanto, las diferencias económicas se hacen cada vez más insuperables, el odio del caballero pobre contra el burgués rico se vuelve implacable, y la oposición entre el jornalero sin derechos y el maestro privilegiado se torna irreductible.
Pero la estructura de la sociedad medieval muestra ya también en lo alto peligrosas grietas. La espina dorsal de la vieja y poderosa clase feudal que desafiaba a los príncipes se ha roto. El tránsito de la economía natural a la economía monetaria hace que la alta nobleza, más o menos independiente, se convierta también en clientela del rey. Como resultado de la disolución de la servidumbre de la gleba y de la transformación de las posesiones feudales en tierras arrendadas o cultivadas por jornaleros libres, los propietarios particulares pueden haberse empobrecido o enriquecido, pero no disponen ya de la gente con la que antes podían guerrear contra el rey. La nobleza feudal desaparece y es sustituida por la nobleza cortesana, cuyos privilegios provienen de su posición al servicio del rey. El séquito de los príncipes se componía, antes también, de nobles naturalmente, pero estos eran independientes de la corte o podían independizarse en cualquier momento. En cambio, ahora toda la existencia de la nueva nobleza cortesana depende del favor y la gracia del rey. Los nobles se convierten en funcionarios cortesanos y los funcionarios cortesanos se ennoblecen. La antigua nobleza de espada se mezcla con la nueva nobleza de diploma, y en esta nueva nobleza, híbrida, medio cortesana y medio burocrática, que forman en lo sucesivo, ya no son siempre los miembros de la antigua nobleza los que desempeñan los papeles más importantes. Los reyes escogen sus consejeros jurídicos y sus economistas, sus secretarios y sus banqueros preferentemente en los estratos de la burguesía; el valor profesional es el que decide la elección. También aquí se imponen los principios de la economía monetaria, es decir, el criterio de la capacidad de competencia, la indiferencia por los medios conducentes a un fin y la transformación de las relaciones personales en referencias objetivas. El nuevo Estado, que tiende al absolutismo, ya no se funda en la fidelidad del vasallo y en su lealtad, sino en la dependencia material de una burocracia asalariada y en un ejército mercenario permanente. Pero esta metamorfosis solo se hace posible cuando los principios de la economía monetaria ciudadana se extienden a toda la administración estatal, y cuando resulta posible procurarse los medios necesarios para mantener un sistema tan costoso.
La estructura de la nobleza se transforma al mismo tiempo que la del Estado, pero se mantiene vinculada a su propio pasado. En cambio, la caballería decae constantemente como única clase guerrera y portadora de la cultura laica. El proceso es muy largo y los ideales caballerescos no pierden de la noche a la mañana su brillo seductor, al menos a los ojos de la burguesía. Pero, en el fondo, todo prepara la derrota de Don Quijote. Se ha atribuido la decadencia de la caballería a las nuevas técnicas guerreras de la Baja Edad Media y se ha hecho notar que la pesada caballería, siempre que se enfrentó con la infantería de las nuevas tropas mercenarias o con las tropas de a pie de las hermandades campesinas, sufrió graves descalabros.
La caballería huyó ante los arqueros ingleses, ante los lansquenetes suizos y ante el ejército popular polaco−lituano, esto es, ante cualquier clase de armamento distinto del suyo y ante toda fuerza militar que no aceptase de antemano las reglas de combate caballerescas. Pero las nuevas técnicas guerreras no fueron la verdadera razón de la decadencia de la caballería. Estas técnicas no eran más que un síntoma, y en ellas no se expresaba otra cosa que el racionalismo del nuevo mundo burgués, al que la caballería no se avenía en absoluto. Las armas de fuego, el anonimato de la infantería, la rígida disciplina del ejército de masas; todo esto significaba la mecanización y racionalización de la guerra y la «inactualidad» de la actitud individual y heroica de la caballería. Las batallas de Crécy, Poitiers, Azincourt, Nicópolis, Varna y Sempach no se perdieron por razones técnicas, sino porque los caballeros no formaban un verdadero ejército, sino unidades sueltas e indisciplinadas de aventureros que colocaban la gloria personal por encima de la victoria colectiva. La conocida tesis de la democratización del servicio militar a consecuencia de la invención de las armas de fuego y la institución, por esta razón, de las tropas de infantería mercenaria, que hizo que la caballería perdiese su objeto, solo puede admitirse con grandes limitaciones.
Las armas de la caballería, como se ha objetado con razón frente a esta doctrina, no se volvieron inútiles por el uso del mosquete y el arcabuz, sin contar con que la infantería luchaba por lo común con picas y ballestas y no con armas de fuego. La Baja Edad Media constituyó incluso el momento culminante en el desarrollo de la armadura pesada caballeresca, y la caballería mantuvo su importancia, frecuentemente decisiva, al lado de la infantería hasta la Guerra de los Treinta Años. Por lo demás, no es cierto, en absoluto, que la infantería estuviese compuesta exclusivamente por campesinos; en sus filas encontramos hijos tanto de burgueses como de nobles. La caballería se convirtió ahora en algo anacrónico, no porque hubiesen envejecido sus armas, sino porque habían envejecido su «idealismo» y su irracionalismo. El caballero no comprendía los móviles de la nueva economía, de la nueva sociedad y del nuevo Estado; seguía considerando a la burguesía, con su dinero y su «espíritu de mercachifle», como una anomalía. El burgués sabía mucho mejor cómo conducirse con el caballero. Intervenía gustosamente en las mascaradas de los torneos y las cortes de amor, pero todo esto no era para él más que un juego; en sus negocios era seco, duro y sin ilusión; en una palabra: nada caballero.
Mucho más íntimamente que con la nobleza feudal, la burguesía se mezcla con las «grandes familias» ciudadanas. Los «nuevos ricos» son paulatinamente considerados por el antiguo patriciado como sus iguales y, finalmente, son plenamente asimilados por el matrimonio. No todo rico ciudadano es sin más un patricio, pero nunca le ha sido más fácil al plebeyo pasar a las filas de la aristocracia con la simple ayuda de su riqueza. La antigua nobleza ciudadana y los nuevos capitalistas se dividen el gobierno de la ciudad y constituyen la nueva clase dirigente, cuyo rasgo característico fundamental es su capacidad para pertenecer al concejo. De esta clase forman parte también aquellas familias cuyos miembros no tienen un puesto en el concejo, pero que, por su situación económica, son considerados en plano de igualdad por los consejeros y pueden ingresar en sus familias a través del matrimonio. Esta clase de hombres notables que directa o indirectamente desempeñan los cargos ciudadanos constituye en lo sucesivo una casta rígidamente cerrada; sus costumbres tienen un carácter totalmente aristocrático y su hegemonía se funda en un monopolio de los cargos y las dignidades casi tan exclusivo como había sido antaño el de la nobleza feudal. Pero el verdadero fin y sentido del predominio de esta clase es asegurar el monopolio económico para sus miembros. Sobre todo, en cuestión de grandes negocios de exportación, los miembros de esta clase dominan ya el mercado, puesto que son poseedores de las reservas de materias; pasan de industriales a comerciantes y distribuidores y hacen trabajar a otros para sí, limitándose a proveer de la materia prima y a pagar un salario fijo por el trabajo.
La antigua igualdad de los artesanos organizados en los gremios cede el paso a una diferenciación graduada por el poder político y los medios financieros. Primeramente, los pequeños maestros son expulsados de los gremios superiores; después, aquellos se cierran contra el aflujo proveniente de abajo e impiden a los compañeros más pobres llegar al grado de maestros. Los pequeños artesanos pierden poco a poco toda su influencia en el gobierno de la ciudad, principalmente en la distribución de las cargas y los privilegios económicos y, finalmente, se resignan al destino de una pequeña burguesía desheredada. Los oficiales descienden al nivel de asalariados permanentes y, expulsados de los gremios, se reúnen en nuevas agrupaciones. De este modo se va formando desde el siglo XIV una peculiar clase obrera excluida de toda posibilidad de medro social, que forma el sustrato de la nueva forma de producción, muy semejante ya a nuestra moderna industria.
El problema de si ya en la Edad Media se puede hablar de capitalismo depende de la definición que se dé a este término. Si se entiende por economía capitalista el aflojamiento de los vínculos corporativos, la expansión progresiva de la producción más allá de las fronteras, pero también la seguridad ofrecida por la corporación, es decir, una actividad económica y mercantil por cuenta propia, guiada por la idea de la competencia y encaminada a la ganancia, se debe decir efectivamente que la Plena Edad Media pertenece ya a la era capitalista. Si, por el contrario, se tiene esta definición por inexacta y se considera la utilización de mano de obra extraña por parte de las empresas y el dominio del mercado laboral por la posesión de los medios de producción −en una palabra, la conversión del trabajo de servicio en mercancía− como la característica más importante del concepto del capitalismo, el comienzo de la era capitalista ha de fijarse del siglo XIV al XV. Tampoco se puede hablar todavía en la Baja Edad Media, naturalmente, de una auténtica acumulación del capital, ni de grandes reservas líquidas en el sentido moderno, como no puede hablarse de una economía coherentemente racionalista, regulada única y exclusivamente por los principios del rendimiento, la planificación y la oportunidad. Pero la tendencia al capitalismo es inconfundible desde este momento. El individualismo económico, la extinción gradual de la idea de corporación y la despersonalización de las relaciones humanas ganan terreno por todas partes. Por lejana que permanezca todavía del concepto integral de capitalismo, esta época está ya bajo el signo de las nuevas formas económicas y bajo el dominio de la burguesía en cuanto representante de los nuevos modos de producción capitalistas». (Arnold Hauser; Historia social de la literatura y el arte, 1951)
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