«Hace tiempo que me intereso en la crítica del cristianismo y de los asuntos bíblicos. Han pasado ya 25 años cabales desde que colaboro con un artículo para «Kosmos» sobre el origen de la prehistoria de la Biblia, y dos años después escribí otro para el «Neue Zeit» sobre el origen del cristianismo. Es éste, por consiguiente, un viejo caballo de batalla del que vuelvo a ocuparme. La ocasión para volver a este asunto fue la necesidad de preparar la segunda edición de mi libro «Precursores del Socialismo».
Las críticas al anterior libro −las que yo tuve oportunidad de leer− han encontrado errores, principalmente en la Introducción, en donde yo había ofrecido un breve bosquejo del comunismo del cristianismo primitivo. Se declaró que mi opinión no resistiría la luz de los conocimientos resultantes de las últimas investigaciones. Poco después de aparecer esas críticas, Gohre y otros proclamaron que esta opinión, la de que nada en concreto podría decirse acerca de la personalidad de Jesús, y la de que el cristianismo podría explicarse sin referencia a esta personalidad −primero defendida por Bruno Bauer y después aceptada en sus puntos esenciales por Franz Mehring, y formulada por mí desde 1885−, resultaba ya anticuada.
Por consiguiente, no quise publicar una nueva edición de mi libro, que había aparecido hacía treinta años, sin revisar antes cuidadosamente, basándome en lo escrito últimamente sobre la materia, las nociones del cristianismo que yo había obtenido en estudios anteriores. Como resultado de ello llegué a la agradable conclusión de que nada tenía que cambiarse, pero que las últimas investigaciones me ponían frente a una multitud de nuevos puntos de vista y nuevas sugestiones, que ampliaron la revisión de mi introducción a los Precursores, convirtiéndola en un libro completo.
Por supuesto, no pretendo decir que he agotado la materia, demasiado gigantesca para agotarse. Me sentiría satisfecho de haber tenido éxito en contribuir al mejor entendimiento de aquellas fases del cristianismo que me impresionan como las más esenciales desde el punto de vista de la concepción materialista de la historia. Tampoco puedo aventurarme a comparar mis conocimientos, en lo referente a las materias de la historia religiosa, con los teólogos que han dedicado toda su vida a ese estudio, mientras que yo he tenido que escribir el presente volumen en las pocas horas de ocio que mis actividades editoriales y políticas me permiten, en una época en que todos los momentos absorbían la atención de cualquier persona que participara en las luchas de clase de nuestros días, de tal modo que poco tiempo podía quedar para lo demás; me refiero al período comprendido entre el inicio de la Revolución Rusa de 1905 y el estallido de la Revolución Turca de 1908.
Pero quizás mi participación intensa en las luchas de clase del proletariado me ofreció precisamente aquellos panoramas de la esencia del cristianismo primitivo que pueden permanecer inaccesibles a los profesores de Teología y de Historia Religiosa.
Jean-Jacques Rousseau ofrece el siguiente pasaje en su «Julia», o «La Nueva Eloísa»:
«Me parece ridículo intentar el estudio de la sociedad −le monde− como un simple observador. Quien desea sólo observar no observará nada, puesto que, siendo inútil en el verdadero trabajo y un estorbo en las recreaciones, no se le admite en ninguna de las dos. Observamos las acciones de los demás en la medida en que nosotros mismos actuamos. En la escuela del Mundo, como en la del Amor, tenemos que empezar con el ejercicio práctico de aquello que deseamos aprender». (Parte II, Carta 17)
Este principio, limitado aquí al estudio del hombre, puede hacerse extensivo y aplicarse a las investigaciones de todas las cosas. En ningún lugar se ganará mucho por simple observación sin participación práctica. Esto es verdad aun refiriéndose a las investigaciones de objetos tan remotos como las estrellas. ¡Dónde estaría hoy la astronomía si se hubiese limitado a meras observaciones, si no se hubiese combinado con la práctica, con el uso del telescopio, análisis espectrales, fotografías! Pero este principio es aún más verdadero cuando se aplica a cosas de esta tierra, con las cuales la práctica nos ha habituado y forzado a un contacto más íntimo que la mera observación. Lo que aprendemos por la simple observación de las cosas es insignificante cuando se compara con lo que con nuestro trabajo práctico sobre las mismas y con las mismas cosas obtenemos. Dejemos que el lector simplemente recuerde la inmensa importancia que el método experimental ha alcanzado en las ciencias naturales.
No pueden hacerse experimentos como medio de investigación de la sociedad humana, pero, no obstante, en cualquier sentido, la actividad práctica del investigador no es de importancia secundaria; las condiciones de su éxito son similares a las condiciones de un experimento fructuoso. Estas condiciones resultan de un conocimiento de los resultados más importantes obtenidos por otros investigadores, y de una familiaridad con un método científico que agudiza la apreciación de los puntos esenciales de cada fenómeno, capacitando al investigador para distinguir lo esencial de lo no esencial, y revelando el elemento común de las varias experiencias.
El pensador, dotado con estas facultades y estudiando un campo en el que se halla ocupado en trabajo activo, no tendrá dificultad en llegar a conclusiones a las que no hubiera tenido acceso de haber permanecido como simple observador. Esto es verdad especialmente en lo referente a la historia. Un político práctico, si se halla dotado con suficiente preparación científica, entenderá más fácilmente la historia de la política y más rápidamente hallará también su posición en su estudio, que un filósofo de gabinete que no ha tenido nunca el más ligero conocimiento práctico de las fuerzas motrices de la política. Y el investigador encontrará su experiencia práctica de un valor especial si se ocupa del estudio del movimiento de una clase social en el cual él mismo ha tomado parte activa, y con cuyo carácter peculiar está, por consiguiente, bien familiarizado. Esta familiaridad con los hechos correspondía hasta ahora, casi exclusivamente, a las clases poseedoras, que monopolizaban los conocimientos. El movimiento de las clases inferiores de la sociedad no ha encontrado todavía sino pocos estudiantes de valor.
El cristianismo en sus principios era, sin duda alguna, un movimiento de las clases empobrecidas de los más variados tipos, que pueden denominarse por el término común de «proletarios», siempre que esta expresión no se entienda referida solamente a los trabajadores asalariados. Un hombre que se ha familiarizado con el movimiento moderno proletario, y que conoce el elemento común de sus fases en los diversos países, por haber trabajado activamente en él; un hombre que ha aprendido a vivir en medio de los sentimientos y aspiraciones del proletariado, luchando a su lado, puede alegar habilidad para entender muchas cosas acerca de los principios del cristianismo, más fácilmente que los instruidos que no han visto al proletariado sino desde lejos. Pero mientras el político práctico, científicamente preparado, tiene ventaja en muchos sentidos sobre el hombre instruido meramente en los libros al escribir su historia, esta ventaja se halla con frecuencia verdaderamente contrabalanceada por la tentación más fuerte a la que está expuesto el político práctico, de permitir que sea perturbada su abstracción. Dos peligros particularmente amenazan las producciones históricas de los políticos prácticos más que las de los investigadores: en primer lugar, pueden tratar de modelar el pasado enteramente de acuerdo con la imagen del presente, y, en segundo lugar, pueden buscar la contemplación del pasado a la luz de las necesidades de su política actual.
Pero nosotros los socialistas, en tanto que somos marxistas, sentimos que tenemos una protección excelente contra estos peligros en la concepción materialista de la historia, tan íntimamente conectada con nuestro punto de vista proletario.
La concepción tradicional de la historia considera los movimientos políticos solamente como la lucha para hacer surgir ciertas instituciones políticas específicas −monarquía, aristocracia, democracia, etcétera−, las cuales, a su vez, las representa como el resultado de específicos conceptos y aspiraciones éticas. Pero si nuestra concepción de la historia no avanza más allá de este punto, si no buscamos los fundamentos de estas ideas, aspiraciones e instituciones, pronto nos encontramos colocados frente al hecho de que en el curso de los siglos estas cosas sufren solamente cambios superficiales, permaneciendo el fondo de las mismas; que estamos siempre tratando con las mismas ideas, aspiraciones e instituciones, recordadas una y otra vez; que toda la historia es una lucha larga e ininterrumpida por la libertad y la igualdad, que se enfrentan una y otra vez con la opresión y la desigualdad, que nunca se realizan y que nunca se destruyen completamente.
Cada vez que los campeones de la libertad y de la igualdad han obtenido la victoria, han transformado siempre sus victorias en bases para nueva opresión y desigualdad, dando por resultado el surgimiento inmediato de nuevos combatientes por la libertad y la igualdad. Todo el curso de la historia aparece, por consiguiente, como un ciclo, siempre volviendo a su punto inicial, una perpetua repetición del mismo drama, en el que sólo cambian las costumbres, pero sin avance real para la humanidad.
Quien sostenga este punto de vista se sentirá siempre inclinado a pintar el pasado copiando la imagen del presente, y mientras más conozca al hombre como lo es actualmente, más tratará de pintar al hombre de las anteriores edades de acuerdo con su modelo presente. Opuesto a este concepto de la historia hay otro, que no se contenta con una consideración de las ideas históricas, sino que trata de descubrir sus causas, que descansan en la verdadera base de la sociedad. Al aplicar este método, nos encontraremos una y otra vez con el modo de producción, el que, a su vez, siempre depende del nivel del progreso técnico, pero no sólo de él.
Tan pronto como iniciamos una investigación de los recursos técnicos y del modo de producción de la Antigüedad, perdemos inmediatamente la noción de que la misma tragicomedia se repite eternamente en el escenario del mundo. La historia económica del hombre ofrece una continua evolución de formas inferiores a superiores, la cual no es, sin embargo, en ningún sentido ininterrumpida o uniforme hacia una dirección. Una vez que hemos investigado las condiciones económicas de los seres humanos en los varios períodos históricos, nos hallamos ya libres de la ilusión de un retorno eterno de las mismas ideas, aspiraciones e instituciones políticas. Entonces conocemos que las mismas palabras pueden, en el curso de los siglos, alterar su significado; que ideas e instituciones que exteriormente se asemejan unas a otras tienen un diferente contenido, que han surgido de las necesidades de diferentes clases y bajo circunstancias también diferentes. La libertad que el proletario moderno demanda es completamente diferente de aquella que era la aspiración de los representantes del Tercer Estado en 1789, y esta libertad, a su vez, era fundamentalmente diferente de aquella por la cual luchaba la Caballería del Imperio Germano al principio de la Reforma.
Una vez que cesamos de considerar las luchas políticas como meros conflictos concernientes a ideas abstractas o a instituciones políticas, y hemos revelado sus bases económicas, nos encontramos en condiciones de entender que en este campo, lo mismo que en el de la tecnología y el modo de producción, se desarrolla una constante evolución hacía nuevas formas, que no hay época que se asemeje a otras, que las mismas palabras y los mismos argumentos pueden tener en distintas épocas muy diferentes significados.
Nuestro punto de vista proletario nos permitirá ver, más fácilmente que a los investigadores burgueses, aquellas fases del cristianismo primitivo comunes con el moderno movimiento proletario. Pero el énfasis puesto sobre las condiciones económicas, que es un corolario necesario de la concepción materialista de la historia, nos preserva del peligro de olvidar el carácter peculiar del antiguo «proletariado», simplemente porque captamos el elemento común de ambas épocas. Las características del proletariado antiguo eran debidas a su peculiar posición económica, la cual, a pesar de sus muchas semejanzas, hacía que sus aspiraciones fueran completamente diferentes a las del proletariado moderno. Mientras la concepción marxista de la historia nos protege del peligro de medir el pasado con el estándar del presente y agudiza nuestra apreciación de las peculiaridades de cada época y de cada nación, también nos libra de otro peligro: el de tratar de adaptar nuestra presentación del pasado al interés práctico inmediato que estamos defendiendo en el presente. Ciertamente que ningún hombre honrado, cualquiera que sea su punto de vista, permitirá el ser descarriado por un engaño consciente sobre el pasado. Pero en ningún campo, como en el de las ciencias sociales, se halla el investigador en tanta necesidad de una mente limpia de prejuicios, y en ningún campo es más difícil alcanzar esa situación.
Es así, porque el trabajo de la ciencia no es simplemente una presentación de aquello que es, dando una fotografía fiel de la realidad, de manera que cualquier observador presente pueda formarse la misma imagen. El trabajo de la ciencia consiste en observar lo general, el elemento esencial en el conjunto de impresiones y fenómenos percibidos, y así proveer un hilo por medio del cual podamos encontrar nuestra posición en el laberinto de la realidad.
El trabajo del arte, también, es completamente similar. El arte tampoco nos da simplemente una fotografía de la realidad; el artista debe reproducir aquello que le impresiona como el punto esencial, el hecho característico de la realidad que él se propone representar. La diferencia entre el arte y la ciencia está en el hecho de que el artista representa lo esencial en una forma física y tangible, por medio de la cual nos impresiona, mientras que el pensador representa lo esencial en la forma de una concepción, de una abstracción. Mientras más complicado es un fenómeno y más reducido el número de otros fenómenos con los cuales pueda ser comparado, más difícil es segregar aquello que le es esencial de aquello que le es accidental. Mientras más se haga sentir la característica sugestiva del investigador y reproductor, más indispensable es, por consiguiente, que su visión sea clara y limpia de prejuicio.
No hay probablemente fenómeno más complicado que el de la sociedad humana, la sociedad de los seres humanos, cada uno de los cuales en sí es más complicado que cualquier otra criatura que conozcamos. Además, el número de organismos sociales que puedan compararse unos con otros, al mismo nivel de desarrollo, es bastante pequeño relativamente. No debe maravillarnos, por consiguiente, que el estudio científico de la sociedad haya empezado después que el de cualquier otra esfera de la experiencia; ni debe asombrarnos que en este campo las concepciones de los estudiosos sean tan ampliamente divergentes.
Estas dificultades se hallan agrandadas más aún si los varios investigadores, como ocurre tan frecuentemente en el caso de las ciencias sociales, tienen intereses prácticos de tendencias diferentes, y a menudo opuestas, en los resultados de sus investigaciones, lo cual no quiere decir que estos intereses prácticos tengan que ser de naturaleza meramente personal; pueden ser, muy definidamente, intereses de clase.
Es manifiesta y completamente imposible preservar una actitud juiciosa hacia el pasado, mientras uno está interesado, en alguna forma, en las oposiciones y luchas sociales de nuestra propia época, contemplando en estos fenómenos de nuestros días una repetición de las oposiciones y luchas del pasado. Las primeras se presentan como meros precedentes, envolviendo una justificación y condenación de las últimas, porque ahora el presente depende de nuestro juicio del pasado. ¿Quién que esté realmente interesado en su causa puede permanecer con criterio imparcial? Mientras más sujeto se halle a su causa, más importantes son para él aquellos hechos del pasado −y los acentuará como esenciales− que parezcan apoyar sus conceptos, mientras relega para el fondo aquellos hechos que parecen apoyar el concepto contrario. El investigador se convierte en un moralista o en un defensor, glorificando o rebajando fenómenos específicos del pasado, porque él es un defensor o un enemigo de hechos similares del presente, tales como la iglesia, la monarquía, la democracia, etc.
El caso es completamente diferente, sin embargo, cuando el investigador reconoce, como resultado de su comprensión de los fenómenos económicos, que no existen simples repeticiones en la historia, que las condiciones económicas del pasado han transcurrido para nunca regresar, que las pasadas oposiciones y luchas de clase son esencialmente diferentes de las del presente, y que, por lo tanto, nuestras ideas e instituciones modernas, a pesar de toda su identidad exterior con las del pasado, son, no obstante, completamente diferentes en su contenido. El estudioso ahora comprende que cada época tiene que ser medida con su propia medida, que las aspiraciones del presente tienen que estar basadas en las condiciones del presente, que los éxitos y fracasos del pasado tienen muy poco significado cuando se consideran solos, y que una mera invocación del pasado, a fin de justificar las demandas del presente, puede llevar directamente al extravío. Los demócratas y los proletarios de Francia se hallaron con esto repetidas veces en el siglo pasado, cuando ponían su fe más en las «enseñanzas» de la Revolución Francesa que en la comprensión de las verdaderas relaciones de clase existentes.
Quien acepte el punto de vista de la concepción económica de la historia, puede adoptar una posición completamente libre de prejuicios hacia el pasado, aun cuando se halle envuelto activamente en las luchas prácticas del presente. Su trabajo puede hacer más perspicaz su visión de muchos fenómenos del pasado, evitando una oscura presentación.
Ese fue el propósito de mi presentación de las bases del cristianismo primitivo. No tuve intención de glorificarlo ni de empequeñecerlo, simplemente el deseo de entenderlo. Yo sabía que cualesquiera que fueran los resultados a que llegase, la causa por la que lucho no se perjudicaría por ello. Cualquiera que sea la luz en que se me aparezcan los proletarios de la Época Imperial, cualesquiera que sean sus aspiraciones, y los resultados de esas aspiraciones, no hay duda de que eran completamente diferentes de los proletarios actuales, luchando y trabajando en una situación completamente diferente y con recursos enteramente diferentes. Cualesquiera que sean los grandes éxitos y realizaciones, los pequeños defectos y derrotas, de los proletarios antiguos, no significan nada para formar un concepto de la naturaleza y perspectivas del proletariado moderno, lo mismo desde una posición favorable que desfavorable.
Pero, siendo éste el caso, ¿existe algún propósito práctico al ocuparse de la historia? El concepto común considera la historia como un mapa para navegar en el océano de la actividad política; este mapa debe indicar los peñascos y los bajos en los cuales han experimentado penalidades otros marinos y capacitar a sus sucesores para navegar en los mares con impunidad. Sin embargo, si los canales navegables de la historia están cambiando constantemente, los bajos varían de posición y se forman en otros lugares, y si cada piloto debe hallar su ruta haciendo nuevos sondeos para su propia navegación en esos canales; si el seguir simplemente la ruta del antiguo plano muy a menudo conduce fuera del camino, ¿para qué entonces el estudio de la historia, excepto quizás como un entretenimiento? El lector que hace esta suposición está realmente tirando el trigo junto con la paja.
Si retuviésemos la anterior figura literaria, tendríamos que admitir que la historia, como una guía permanente para el piloto de la nave del Estado, carece en verdad de utilidad; pero esto no quiere decir que no tenga otro uso para él, la utilidad que pueda sacarle es de naturaleza diferente. Debe usar la historia como una sondaleza, como un medio de estudiar los canales en los que navega, de conocerlos, al igual que su posición en ellos. El único modo de entender un fenómeno es aprender cómo surge. No puedo entender la sociedad del presente a menos que conozca la manera en que ha surgido, cómo sus varios fenómenos, capitalismo, feudalismo, cristianismo, judaísmo, etc., se han desarrollado.
Si yo tuviese una clara idea de la función social, los trabajos y las perspectivas de la clase a la que pertenezco o a la que me he agregado, debería obtener un concepto del actual organismo social, debería aprender a captarlo desde el apropiado ángulo, lo que es una imposibilidad absoluta a menos que siguiese las huellas de su desarrollo. Es imposible ser un guerrero consciente y de visión lejana en la lucha de clase sin un conocimiento de la evolución de la sociedad. Sin semejante comprensión uno depende de las impresiones que le producen las cosas inmediatas que le rodean, y de los momentos inmediatos, y nunca se está cierto de que estas impresiones no lo tienten hacia canales que aparentemente conducen a la meta, pero que realmente lo llevan a uno a los arrecifes, de los que no hay escape.
Por supuesto que muchas luchas de clase han tenido éxito a pesar del hecho de que los participantes no han tenido una concepción clara de la naturaleza esencial de la sociedad en que vivían. Las condiciones para semejante éxito de lucha se extinguen en la sociedad actual, exactamente lo mismo que está llegando a ser un absurdo cada vez mayor, en esta sociedad, permitir el dejarse conducir simplemente por el instinto y la tradición para la selección de los propios alimentos y bebidas. Estas guías fueron quizás suficientes bajo condiciones naturales, simples. Mientras más artificiales devienen nuestras condiciones de vida, debido al progreso de la industria y de las ciencias naturales, más se apartan de la naturaleza, más necesario es para el individuo el conocimiento científico requerido para la selección, entre la superabundancia de productos artificiales disponibles, de aquellos que son más convenientes para su organismo. Mientras los hombres bebían agua solamente, era suficiente tener un instinto que los condujera a buscar buenas aguas de manantiales y evitar las aguas estancadas de los pantanos. Pero este instinto es inútil en presencia de nuestras bebidas manufacturadas; el conocimiento científico es ahora una necesidad absoluta.
Muy semejante es el caso en la política y en la actividad social en general. En las comunidades de la Antigüedad, a menudo muy reducidas, con sus condiciones simples y transparentes, permaneciendo inalterables por siglos, la tradición y el «simple sentido común», en otras palabras, el buen juicio que el individuo había obtenido de la experiencia personal, eran suficientes para mostrarles su lugar y sus funciones en la sociedad. Pero hoy, en una sociedad cuyo mercado abarca el mundo entero, que está en proceso de constante transformación, de revolución industrial y social, en la que los trabajadores se están organizando en un ejército de millones, y los capitalistas están acumulando miles de millones, es imposible para una clase que se levanta, una clase que no puede contentarse con la retención del «statu quo», que está obligada a aspirar a una completa reconstrucción de la sociedad, conducir su lucha de clase en forma inteligente y triunfal por un mero uso del «simple sentido común» y del trabajo de detalle de los hombres prácticos. Se hace necesario para cada combatiente ampliar su horizonte por medio de conocimientos científicos, captar las operaciones de las grandes fuerzas sociales en el tiempo y en el espacio, no para abolir el trabajo en detalle, ni aun para relegarlo al fondo, sino para alinearlos en una relación definida con el proceso social como un todo. Esto se hace aún más necesario desde que esta sociedad, que ahora prácticamente abraza el globo entero, lleva hacia adelante cada vez más su división del trabajo, limitando al individuo más y más a una simple especialidad, a una simple operación, y haciendo de ese modo progresivamente más bajo su estándar mental, haciéndolo más dependiente y menos capaz de entender el proceso como un todo, proceso que simultáneamente se amplía en proporciones gigantescas.
Entonces, llega a ser un deber de cada hombre que ha hecho del progreso del proletariado el trabajo de su vida, oponerse a esta tendencia hacia el estancamiento espiritual y la estupidez, y dirigir la atención de los proletarios hacia amplios puntos de vista, hacia grandes perspectivas, hacia metas de valor. Difícilmente hay otra manera de hacer esto de modo más efectivo que por medio del estudio de la historia, viendo y captando la evolución de la sociedad sobre grandes períodos de tiempo, particularmente cuando esta evolución ha abarcado inmensos movimientos sociales cuyas operaciones continúan hasta el presente.
Para dar al proletariado comprensión social, una propia conciencia y una madurez política, para hacerlo capaz de formar grandes visiones mentales, tenemos que estudiar el proceso histórico con el auxilio de la concepción materialista de la historia. Bajo estas circunstancias, el estudio del pasado, lejos de ser un mero pasatiempo anticuado, se convierte en una poderosa arma en la lucha del presente, con el propósito de alcanzar un futuro mejor». (Karl Kautsky; Orígenes y fundamentos del cristianismo, 1908)
Anotaciones de Bitácora (M-L):
Recuperamos esta introducción de Kautsky ya que resalta varios aspectos fundamentales: a) explica el por qué el investigador −aunque lo pretenda por cinismo o inocencia− no puede no tomar partido por los hechos que estudia y expone; b) presenta las ventajas de alguien que investiga de un proceso del cual es partícipe, la importancia de llevar a cabo la verificación de las teorías en diferentes contextos; c) invita a no incurrir en el clásico vicio de crear paralelismos históricos forzosos −bien sea en lo económico, lingüístico, etcétera−, sabiendo discernir en el pasado tanto similitudes como diferencias.
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