sábado, 11 de enero de 2025

La lucha de clases en Francia en 1789. Los antagonismos de clase en la época de la Revolución Francesa; Karl Kautsky, 1889

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«Los burgueses, aquí como siempre, fueron demasiado cobardes para defender sus propios intereses, que a partir de la toma de la Bastilla la plebe tuvo que hacer todo el trabajo en su lugar, que sin la intervención de esta plebe, el 14 de julio, los días 5 y 6 de octubre, hasta el 10 de agosto y el 2 de septiembre, etcétera, la burguesía siempre hubiese sido vencida por el antiguo régimen, la coalición aliada a la corte habría aplastado la revolución, y que, en consecuencia, esos plebeyos hicieron ellos solos la revolución pero que eso no ocurrió sin que esos plebeyos se asignaran reivindicaciones revolucionarias de la burguesía en un sentido que no tenían, no llevasen la igualdad y la fraternidad a consecuencias extremas y no destruyesen completamente el sentido de esas fórmulas, porque ese sentido, llevado al extremo, se transformaría, precisamente, en su contrario». (Friedrich Engels; Carta a Karl Kautsky; 20 de febrero de 1889)

Introducción de Bitácora (M-L)

A continuación, dejamos al lector con una obra clásica de Karl Kautsky escrita en 1889, es decir, durante su primera etapa de pensamiento revolucionario y mucho antes de deslizarse por el sendero del revisionismo. Salvo la forma de citación de ciertas referencias, la cual hacía por momentos ilegible el texto, no hemos modificado en exceso las traducciones ya disponibles en castellano, en este caso la de «Alejandría Proletaria».

Hemos decidido rescatar dicho trabajo ya que explica algunos hechos sobre un evento crucial en la historia de la humanidad: la Revolución Francesa (1789-99). De hecho, la historiografía burguesa, bien sea a través de conservadores como Burke, socialdemócratas como Fuiret o republicanos liberales como Adolphe Thiers, siempre ha tratado de difundir medias verdades sobre unos temas, blanquear algunos e inventar otros tantos a fin de justificar sus proyectos presentes. Por este motivo, es menester aclarar malentendidos y clichés.

Por nuestra parte querríamos resaltar varios aspectos −algunos de los cuales Kautsky mencionó aquí y otros no fueron tratados por diversas razones−.

El absolutismo monárquico de Luis XVI ni siquiera fue compatible con los proyectos reformadores del despotismo ilustrado del siglo XVIII, por lo que ni mucho menos deseó nunca una «transición pacífica» hacia una monarquía constitucional y una división de poderes. Más bien la ineficacia y torpeza de su gobernanza le obligó a colocarse bajo una serie de circunstancias y condicionantes que poco a poco sobrepasaron al monarca. Esto, sumado a su falta de carácter, algo imperdonable en un autócrata, hizo que Luis XVI fuese cediendo ese «poder absoluto» −lo cual era ya de por sí incoherente−. Realizó todo tipo de concesiones a los constitucionalistas, restituyendo a Necker para las finanzas o aceptando el mando de tropas en el Marqués de La Fayette, prebendas que tuvo que continuar haciendo después, cuando la revolución se radicalizó. Esto último se simbolizó en actos como aceptar la primera constitución de 1791, ponerse el gorro frigio −símbolo de la revolución− o establecer su estancia en el Palacio de las Tullerías como le exigieron las masas −para que no huyera al extranjero−. Sin embargo, él y los suyos −con su hermano Carlos X a la cabeza− intentaron obstaculizar en la Asamblea Nacional Constituyente todas las tímidas medidas de reforma −con el derecho a veto del rey− y conspiraron con los emigrados y potencias extranjeras para recuperar su autoridad. 

La revolución y sus episodios más crueles entre sus contendientes no fue fruto de la «casualidad», de la «maldad del populacho», del «destino» o cualquier otra fruslería a la que se agarran los historiadores −y que realmente no explica nada−, sino que fue resultado de unas causas fácilmente investigables. Ya en los años previos hubo sonados casos de corruptelas y verdaderas crisis de subsistencia −como la Guerra de las harinas (1773)− que advirtieron a los mandatarios lo que podía ocurrir cuando a los más desdichados se les acababa la paciencia. Estos fenómenos negativos fueron paralelos a los «deberes» y aventuras que tuvo que afrontar la corona en política exterior décadas antes −Guerra de los Siete Años (1756-63) y la Guerra de Independencia de los Estados Unidos (1776-83)−. El nefasto resultado no solo incluyó el desprestigio militar de Francia o el desalojo de zonas importantes como la India o Canadá, sino el asumir una deuda que, en lo sucesivo, resultó imposible de pagar. 

Por ende, el monarca no procuró nunca garantizar el «bienestar del pueblo», como insiste la historiografía conservadora, esto solo fue un relato que siempre se lanzó para justificar el rol parasitario del rey como un «árbitro entre las diversas fuerzas» y «padre de la nación». Fue precisamente el estilo de vida lujoso y despreocupado de las capas dominantes, así como las medidas del gobierno −que a estas representaba− lo que condujo al país a una situación crítica en lo financiero. En dicha situación los ingresos cada vez eran más insuficientes para abastecer de bienes básicos a las capas populares, conservar las colonias y competir eficazmente contra otros imperios emergentes, como el británico. Para más inri, la negativa de estos colectivos privilegiados a contribuir con los impuestos de la nación durante la convocatoria de los Estados Generales de 1789 liquida de un plumazo el presunto «patriotismo» de las «gentes respetables». Estas prefirieron mirar por su bolsillo y arriesgarse a agudizar la crisis social −como terminó ocurriendo− considerando, en su hondísima arrogancia, que el sistema no podía caer; y cuando tal catástrofe sobrevino teniendo que rogar a sus homólogos del exterior −España o Rusia−, algunos de ellos, enemigos de la corona francesa en los últimos conflictos −Austria, Prusia o Gran Bretaña−.