viernes, 27 de enero de 2023

¿Por qué para el revolucionario es imprescindible el estudio de las leyes naturales y sociales?; Equipo de Bitácora (M-L), 2022

«En esta extensa sección indagaremos sobre un tema que ha sido objeto de debate en la filosofía, economía política, historia y otros múltiples campos: a) ¿qué entiende el materialismo histórico cuando se habla de «ley»?;  b) ¿quién ha dicho que las leyes naturales y sociales son eternas?; c) ¿qué hay de las leyes socio-naturales en la nueva sociedad comunista?; d) ¿cómo el idealismo niega la existencia objetiva de la ley y la condiciona a la actividad del sujeto?; e) el debate soviético sobre «destruir y crear nuevas leyes»; f) la experiencia china como ejemplo histórico del voluntarismo y sus resultados; g) ¿cuál es la forma más rápida de identificar a un charlatán o un místico?

¿Qué entiende el materialismo histórico cuando se habla de «ley»? 

Empecemos con un comentario del padre del socialismo científico, Karl Marx, respondiendo a Proudhon y los utópicos sobre la cuestión social y el papel de la ciencia, dejando claro que los hombres no pueden hacer lo que gusten en cualquier situación, ya que heredan unas condiciones materiales muy determinadas; en tanto, solo pueden actuar acorde a esta herencia y a la habilidad de lidiar con ella:

«¿Qué es la sociedad, cualquiera que sea su forma? El producto de la acción recíproca de los hombres. ¿Pueden los hombres elegir libremente esta o aquella forma social? Nada de eso. (…) Los hombres no son libres árbitros de sus fuerzas productivas −base de toda su historia−, pues toda fuerza productiva es una fuerza adquirida, producto de una actividad anterior. Por tanto, las fuerzas productivas son el resultado de la energía práctica de los hombres, pero esta misma energía se halla determinada por las condiciones en que los hombres se encuentran colocados, por las fuerzas productivas ya adquiridas, por la forma social anterior a ellos, que ellos no crean y que es producto de la generación anterior». (Karl Marx; Miseria de la filosofía, 1847)

Lenin, por su parte, estaba muy familiarizado con el voluntarismo de los populistas y otras expresiones políticas semianarquistas; por lo que, influenciado por los textos de Marx, Engels y Plejánov, nunca negó ni mucho menos el carácter objetivo de esas leyes:

«Sólo una cosa es inmutable, desde el punto de vista de Engels: el reflejo en la conciencia humana −cuando existe conciencia humana− del mundo exterior, que existe y se desarrolla independientemente de la misma». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y empiriocriticismo, 1909) 

Lo importante aquí es que, como declaraba Lenin en sus escritos filosóficos, la «ley» es el «fenómeno esencial», siendo una prueba de la conexión y dependencia mutua de las cosas. Sin embargo, tal «ley» que encontramos en el «fenómeno», aun siendo este su expresión principal, solo es un aspecto parcial; no abarcando todo lo que puede subyacer en él. ¿Por qué? Porque tal «fenómeno», que refleja una «ley», no expresa sino un momento determinado, pero en su movimiento dinámico los fenómenos bien pueden acabar desarrollando variantes y, por ende, establecer nuevas leyes. De ahí la famosa frase de Marx: «¡Si siempre coincidiese esencia y fenómeno la ciencia sería superflua!». Nos ha de quedar claro, entonces, que:

«El concepto de ley es una de las etapas de la cognición por el hombre de la unidad y de la conexión, de la dependencia recíproca y la totalidad del proceso mundial. (…) Ley es lo permanente −lo persistente− en los fenómenos −la ley es lo idéntico en los fenómenos−. (…) La ley toma lo fijo −y por lo tanto la ley, toda ley, es estrecha, incompleta, aproximada−. (…) Ergo, ley y esencia son conceptos del mismo tipo −del mismo orden−, o más bien del mismo grado, y expresan la profundización del conocimiento, por el hombre, de los fenómenos, del mundo, etc. (…) La ley es el reflejo de lo esencial en el movimiento del universo. (…) Fenómeno = totalidad. Ley = parte. El fenómeno es más rico que la ley». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Resumen del libro de Hegel «Ciencia de la lógica», 1914)

A su vez, el pensador ruso se encargó de advertir que, este proceso que es el acceso al conocimiento científico, siempre es condicionado para el hombre:

«El conocimiento es la aproximación eterna, infinita, del pensamiento al objeto. El reflejo de la naturaleza en el pensamiento del hombre debe ser entendido, no «en forma inerte», no «en forma abstracta», no carente de movimiento, no sin contradicciones, sino en el eterno proceso del movimiento, en el surgimiento de las contradicciones y su solución». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Resumen del libro de Hegel «Ciencia de la lógica», 1914)

Por si alguno se lo pregunta, en efecto, las leyes y las diferentes categorías de las ciencias sociales no son iguales que las que operan en las ciencias naturales, ¡faltaría más!:

«Las leyes generales del movimiento, tanto el del mundo exterior como el del pensamiento humano: [son] dos series de leyes idénticas en cuanto a la esencia, pero distintas en cuanto a la expresión, en el sentido de que el cerebro humano puede aplicarlas conscientemente, mientras que en la naturaleza, y hasta hoy también, en gran parte, en la historia humana, estas leyes se abren paso de un modo inconsciente, bajo la forma de una necesidad exterior, en medio de una serie infinita de aparentes casualidades». (Friedrich Engels; Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)

Sin embargo, esto, en palabras de Engels, «no altera para nada el hecho de que el curso de la historia se rige por leyes generales de carácter interno». Es decir, las sociedades humanas en su perpetua evolución también se rigen por leyes propias. Aun así, el «sujeto» tampoco puede decidir crearlas artificiosamente. Sobre este tema no merece la pena detenernos, ya que Engels se extendió en dicha obra y otras, por lo que el lector puede comprobar las diferencias más evidentes entre la historia natural y la historia social. Pero vale la pena rescatar una emisiva escrita en sus últimos años de vida, donde evidenció que una de las dificultades de la historia social era que el sujeto participa en ella −con todos los problemas que ello conlleva−, o dicho de otro modo, tiene la capacidad de autoevaluarse a cada paso:

«La naturaleza es grandiosa, y siempre me ha encantado volver a ella para variar del movimiento de la historia, pero la historia es aún más grandiosa que la naturaleza. Esta ha necesitado millones de años para producir unos seres vivientes conscientes, y ahora estos seres conscientes necesitan millares de años para actuar juntos conscientemente; conscientes de sus acciones no solo como individuos, sino también como masa; actuando conjuntamente y persiguiendo en común un objetivo común previamente querido. Ahora casi lo hemos alcanzado. El espectáculo de este proceso, del advenimiento progresivo de algo nunca visto hasta ahora en la historia de nuestra tierra, creo que merece la atención, y durante toda mi vida jamás he podido separar los ojos de él. Pero es algo fatigoso, sobre todo cuando uno se cree llamado a participar activamente en ese proceso; entonces es cuando el estudio de la naturaleza aparece como un gran alivio y como un remedio. Pues, al fin y al cabo, la naturaleza y la historia son los dos factores que nos hacen vivir y ser lo que somos». (Friedrich Engels; Carta a G. Lamplugh, 11 de abril de 1893)

En cualquier caso, Engels liquidó las falsas pretensiones de los pensadores idealistas al aclarar muy correctamente que:

«La libertad no consiste en una soñada independencia respecto de las leyes naturales, sino en el reconocimiento de esas leyes y en la posibilidad, así dada, de hacerlas obrar según un plan para determinados fines. Esto vale tanto respecto de las leyes de la naturaleza externa como respecto a aquellas que rigen la existencia física y espiritual del hombre mismo». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)

Aunque la intención de Engels está suficientemente clara, esto no impidió que algunos autores manipularan o especulasen sobre qué quiso decir al respecto, como veremos más tarde con el caso soviético.

¿Quién ha dicho que las leyes naturales y sociales son eternas?

«De acuerdo a Lukács, la identificación entre el mundo natural y el social, entre la praxis humana y la esfera de la fábrica y el laboratorio, contribuye a producir un saber instrumental-dominacional apoyado sobre las leyes aparentemente irreversibles del desarrollo histórico, cuyo correlato sería la dialéctica en cuanto mera tecnología de la lucha política». (Hugo Celso Felipe Mansilla; Las insuficiencias del Marxismo Crítico y los problemas del mundo contemporáneo, 1997)

¿De verdad Marx y Engels impregnaron a las leyes naturales o sociales de un halo de «eternidad» o «irreversibilidad», como aseguró el señor Mansilla? Comencemos con las primeras, las leyes naturales, ¿qué dijo Engels en las obras donde invirtió varios de sus últimos años en su estudio sistemático sobre la naturaleza? Veamos:

«Las leyes naturales eternas van convirtiéndose cada vez más en leyes históricas. El que el agua se mantiene fluida de los 0º a los 100º constituye una ley natural eterna, pero para que pueda cobrar vigencia tienen que concurrir los siguientes factores: 1) el agua; 2) la temperatura dada; y 3) presión normal. En la luna no existe agua, en el sol existen solamente sus elementos: para estos cuerpos celestes no rige, pues, la ley. Las leyes meteorológicas son también leyes eternas, pero solamente para La Tierra o para un planeta de la magnitud, la densidad, la inclinación del eje y la temperatura de la tierra, y siempre y cuando que tenga una atmósfera hecha de la misma mezcla de oxígeno y nitrógeno y de las mismas cantidades de vapor de agua sujeto a evaporación y precipitación. La luna no tiene atmósfera y la atmósfera del sol está formada por vapores metálicos ardientes; por tanto, la primera carece de meteorología y el segundo tiene una meteorología completamente distinta de la nuestra. Toda nuestra física, nuestra química y nuestra biología oficiales son exclusivamente geocéntricas, sólo están calculadas para La Tierra». (Friedrich Engels; Dialéctica de la naturaleza, 1883)

¿Y en cuanto a los fenómenos sociales y sus expresiones esenciales? ¿Son, por ejemplo, el lenguaje, las categorías, las legislaciones o los sistemas económicos que van recorriendo las diversas civilizaciones, leyes imperecederas que persiguen como una maldición a los pobres mortales? Solo el mero hecho de preguntarlo nos resulta absurdo:

«Los hombres, al establecer las relaciones sociales con arreglo al desarrollo de su producción material, crean también los principios, las ideas y las categorías conforme a sus relaciones sociales. Por tanto, estas ideas, estas categorías, son tan poco eternas como las relaciones a las que sirven de expresión. Son productos históricos y transitorios. Existe un movimiento continuo de crecimiento de las fuerzas productivas, de destrucción de las relaciones sociales, de formación de las ideas; lo único inmutable es la abstracción del movimiento. (…) ¿Acaso no significa esto que el modo de producción, las relaciones en las que las fuerzas productivas se desarrollan, no son en modo alguno leyes eternas, sino que corresponden a un nivel determinado de desarrollo de los hombres y de sus fuerzas productivas, y que todo cambio operado en las fuerzas productivas de los hombres lleva necesariamente consigo un cambio en sus relaciones de producción? (…) [Este tipo de cuestiones] sólo significa demostrar que, al menos en este terreno, se adolece del habitual menosprecio de los utopistas por las leyes». (Karl Marx; Miseria de la filosofía, 1847)

Años más tarde, Engels, reflexionando sobre lo que denominaba las «ciencias que investigan las leyes del pensamiento humano», comentó que uno no podía sorprenderse porque los seres humanos hallasen fallos o limitaciones en sus investigaciones sobre sus sociedades, dado que igual ocurría en el avance y progreso del conocimiento de las ciencias naturales. Por tal razón, si a esto le sumamos la dificultad de las ciencias sociales −que opera con seres conscientes−, no debe de ser motivo para decretar que es imposible su conocimiento, o que este es muy inexacto −y por ende despreciable−:

«En este terreno las verdades definitivas de última instancia son más raras de lo que algunos piensan. Por lo demás, no tenemos en absoluto que asustarnos porque el nivel del conocimiento en el que hoy nos encontramos sea tan poco definitivo como todos los anteriores. Es ya un estadio que abarca un gigantesco material de comprensión y experiencia y exige una gran especialización de los estudios de todo aquel que quiera familiarizarse con alguna rama. Mas quien se empeñe en aplicar el criterio de la verdad auténtica, inmutable y definitiva de última instancia a conocimientos que, por la misma naturaleza de la cosa, o bien van a ser relativos para largas series de generaciones, sin poder completarse sino parcial y progresivamente, o bien, como la cosmogonía, la geología, la historia humana, serán siempre incompletos y con lagunas por las deficiencias del material histórico, no prueba con ello más que su propia ignorancia y desorientación». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)

Esto significa que Marx y Engels reconocieron la necesidad del estudio y conocimiento de tales leyes, no que estas fueran eternas. Confundir una cosa con la otra es una de las formas más burdas de categorizar al materialismo histórico como una forma de fatalismo.

¿Qué hay de las leyes socio-naturales en la futura sociedad comunista?

A todo esto, no podemos olvidar un aspecto importantísimo. El materialismo histórico ya formuló cuál es la correcta conexión entre el pensamiento del hombre y su experiencia, en la dependencia que el hombre tiene de sus habilidades, conocimientos, medios y objetos para conseguir ese fin que ha pensado conseguir: 

«Una araña ejecuta operaciones que se asemejan a las manipulaciones del tejedor, y la construcción de los panales de las abejas podría avergonzar, por su perfección, a más de un maestro de obras. Pero, hay algo en que el peor maestro de obras aventaja, desde luego, a la mejor abeja, y es el hecho de que, antes de ejecutar la construcción, la proyecta en su cerebro. Al final del proceso de trabajo, brota un resultado que antes de comenzar el proceso existía ya en la mente del obrero; es decir, un resultado que tenía ya existencia ideal. El obrero no se limita a hacer cambiar de forma la materia que le brinda la naturaleza, sino que, al mismo tiempo, realiza en ella su fin, fin que él sabe que rige como una ley las modalidades de su actuación y al que tiene necesariamente que supeditar su voluntad. Y esta supeditación no constituye un acto aislado. Mientras permanezca trabajando, además de esforzar los órganos que trabajan, el obrero ha de aportar esa voluntad consciente del fin, que llamamos atención. Atención, que deberá ser tanto más reconcentrada cuanto menos atractivo sea el trabajo, por su carácter o por su ejecución, para quien lo realiza, es decir, cuanto menos disfrute de él el obrero, como de un «juego de equilibrios» de sus fuerzas físicas y espirituales. Los factores simples que intervienen en el proceso de trabajo son: la actividad adecuada a un fin, o sea, el propio trabajo, su objeto y sus medios». (Karl Marx; El Capital, Tomo I, 1867)

Para el ser humano es clave el proceso de cognición. Conociendo, podemos saber de la naturaleza y su funcionamiento, y dado que vivimos dentro de ella, siempre ha sido sumamente imperioso conocerla para lograr nuestra supervivencia. Ha sido trabajando los objetos materiales que brotan de ella, como explica Marx en «El Capital» (1867), la única manera en la que hemos podido transformar la naturaleza misma y su aspecto, así como transformarnos a nosotros mismos; es de esta forma que se reduce la disparidad que se da entre el objeto y el sujeto que se enfrenta a él. Esto es correctísimo, pero de ahí a creer que directamente podemos abolir las leyes de su funcionamiento a nuestro gusto, simplemente con deseos y perspectivas independientes de la realidad, es, como explicó Stalin en «Problemas económicos del socialismo» (1952), quimérico e idealista. 

El ser humano, incluso hoy con todo el avance científico que ha logrado, no está en posesión de liquidar a placer las leyes objetivas, sociales o naturales, que rigen su alrededor −ambas temporales y condicionadas a factores externos, muchas veces ajenos a su voluntad−. Pensar lo contrario es darse un protagonismo que realmente no poseemos: nosotros nos valemos de ellas −las leyes− conociéndolas para transformar el mundo que nos rodea, cosa que es muy distinta. Por ejemplo, no depende del individuo la acción de las leyes naturales atmosféricas o de la conservación de la energía: se ejercen sobre él y en la medida que somos «libres» conociéndolas podemos tener la capacidad de decidir −en cooperación con nuestros homólogos− qué hacer con ellas, reduciendo o ampliando más o menos su incidencia −y aun así puede que existan factores ajenos a nuestra voluntad o capacidad que sigan condicionando hasta qué punto podemos hacer esto−.

Lo mismo ocurre con las leyes sociales, unas generales y, otras, específicas. Como ejemplo de la primera, tenemos aquella ley que enuncia que las condiciones materiales determinan la conciencia y no al revés −si bien la conciencia, con relativa autonomía, puede tener incidencia en esa base material−. Mientras que, como ejemplo de lo segundo, tomemos la ley de la lucha de clases en las sociedades divididas en clases sociales, valga la redundancia. ¿Ambas leyes son inalterables? No, la ley de la determinación de la conciencia por la materia opera en tanto existan sociedades; y la ley de la lucha de clases lo hace bajo el supuesto de unas formas determinadas de sociedades, las divididas en clases sociales. 

Veámoslo con un ejemplo. Tras el Big Bang, la creación del universo, las primeras especies sobre el planeta y, finalmente, con los primeros homínidos… la lucha de clases existía solo en potencia −como posibilidad latente−, pero no en acto −dado que no había aún una fuerte estratificación social−. Hoy, la incidencia de la lucha de clases, la división entre trabajo físico e intelectual o la diferenciación entre el campo y la ciudad son fenómenos sociales que no pueden ser reducidos −no en el sentido de amortiguar, sino de eliminar las bases que ven nacer estos fenómenos− bajo el orden actual. Cuando se controlen los «medios de producción», cuando los trabajadores mismos «dirijan la producción conscientemente» bajo un fuerte desarrollo de las fuerzas productivas, podrá atisbarse aquello que Marx denominó «un manantial de riquezas» y, solo entonces, el «hombre no se limitará a proponer, sino que también dispondrá», como dijo Engels. La cuestión clave es que tal desarrollo no se dará jamás si no se crea una dirección consciente, algo que, como hemos explicado tantísimas veces, se torna imposible bajo el capitalismo, por tal motivo estas figuras subrayaban la importancia de la «acción social» en ese cambio decisivo que marca un antes y un después. 

Y si nos vamos ya a una sociedad sin clases sociales, ¿significará que se alcanzará el cese de los retos y problemas? No, estos factores mencionados atrás e imperantes hoy, en el caso de que se los haya logrado eliminar bajo la sociedad comunista, seguirán existiendo en potencia, ¿a qué nos referimos? En el sentido de que: a) o bien se arrastrará aún un fuerte lastre económico-cultural del pasado; b) o siempre estará latente el peligro de una alteración −y degeneración− del nuevo sistema, lo que podría implicar un retorno de ciertos «males propios» de nuestro período social presente u otros similares. La historia no será un punto y final, sino un punto y aparte.

Del mismo modo, pensar que en la sociedad comunista no habrá elementos contrarios al sistema −que lo rechacen pasiva o activamente−, que jamás se desarrollará una lucha de contrarios, −dándose formas de pensamiento, actitudes y acciones totalmente antagónicas a los cánones oficiales−, es caer de nuevo en pensamientos idílicos sobre lo que será el futuro. Excluyendo y dejando a un lado a las personas con diversos trastornos mentales que no operan en sus cabales, prever que es posible la homogeneización absoluta de miles de millones de personas en una misma cultura común progresista −moralidad, estética o estilo de trabajo− es la mayor utopía imaginable, algo que no es posible ni siquiera en el mejor de los escenarios −el comunismo−. En consecuencia, solo queda lograr un convencimiento mayoritario −lo cual no es poco− bajo unos principios determinados y salvaguardarlos para que estos no se extravíen. 

Algunos leerán con incredulidad estas afirmaciones, pero es que no se tratará de haber alcanzado el sistema más beneficioso o el más racional para la sociedad, se tratará de que hay hoy, y habrá mañana, seres que ni en el mejor de los ambientes aceptarán esta oferta, preferirán no compartir la nueva conciencia, no trabajar, no relacionarse con la comunidad, no aceptar lo más racional, etcétera. Evidentemente, a mayores avances de la sociedad y mayor cohesión social más difícil se le hará al individuo no integrarse en la nueva dinámica, pero insistimos, el comunismo crea un ambiente propicio, pero no puede programar ni manejar la voluntad de sus habitantes como autómatas. Obviamente, la mayoría no intentará destruir el sistema porque su vecino tenga un estatus mejor en el Soviet de Albacete, ni porque su primo tenga una mujer más cariñosa, incluso es posible que estos intentos, de producirse, sean infructuosos si existe un colectivo disciplinado −lo cual, al final, es lo realmente importante−. 

En todo caso, ante el surgimiento de problemas, tales como pandemias o desastres naturales en los que el medio de vida se desestabilizara, podrían surgir mayores regresiones colectivas, individuos que, debido a estar abrumados por la desgracia, se giren hacia adoraciones místicas y supersticiosas. Mientras que, en periodos de bonanza, es posible que prolifere la comodidad, cayendo en filosofías intimistas y egoístas, sin valorar en absoluto el haber nacido en un régimen donde se lo han puesto muy fácil para vivir sin preocuparse demasiado por el trabajo, la manutención de ropa, alimentos, techo y demás. El comunismo es el sistema más capacitado para solucionar los problemas que surgen en la convivencia humana, así como para educar y orientar al hombre hacia su desarrollo como persona, otorgándole las herramientas adecuadas, además de ayudarlo a superar los traumas pasados u orientarle en los futuros desafíos. En resumidas cuentas, es la mejor guía para atajar de raíz la mayoría de los problemas sociales que pueden ir surgiendo. Ahora, esto no quita que, mediante la sucesión de una serie de fenómenos desafortunados, mediante el crecimiento de la autosatisfacción o la apatía, sigan ocurriendo fenómenos que hoy todavía nos son comunes, o que directamente todo el sistema futuro pueda echarse a perder. Las aguas lodosas no se purificarán porque estemos todos dándonos la mano cantando a coro «La Internacional»; sin embargo, algunos aún no parecen haber comprendido esto, especialmente aquellos que le dedican más tiempo al folclore que a extraer y poner en práctica las debidas conclusiones del desarrollo sociohistórico. 

Solo hay una cosa segura: dado que la materia siempre está en movimiento, en el devenir, unas leyes se crearán y otras se destruirán. Es posible −y no sería descabellado pensarlo− que el ser humano se extinga algún día sin haber logrado ver desaparecer la lucha de clases, ni que gran parte de las leyes naturales hayan cambiado en lo fundamental hasta entonces −si el sistema solar y el universo se mantienen aún con cambios dentro de los parámetros que hoy permiten esa aplicación en la Tierra, como explicaba Engels−. Esta hipotética extinción humana se podría deber a varios posibles escenarios, siendo el más plausible el siguiente: que no logremos resolver las contradicciones entre el modelo, depredador y descontrolado de la producción capitalista, y el planeta que habita, pasando a la historia como la especie que destruyó su propio medio de vida. ¡Triste y cómico! Pero no debemos desesperar, porque en el peor de los casos, ¡solo quedarán las cucarachas para reírse del vanidoso y estúpido Homo sapiens! 

Comentar esto no es pesimismo, es bajar al ser humano de la nube de su egocentrismo, construido una vez empezó a «domesticar la naturaleza». A su vez también debemos tomar este reto con fines optimistas, puesto que hemos de reivindicar la enorme potencialidad transformadora del hombre −que de hecho ya ha sido más que demostrada durante miles de años de existencia−. Depende de nuestra especie, en última instancia, el progresar en cuanto al dominio de las ciencias naturales y sociales hasta límites todavía no conocidos, pero, sobre todo, en proporcionarse una libertad real de conocimiento y capacidad de decisión para su género. Empero, como dijo Antonio Labriola, ese progreso no está asegurado como si fuera una póliza de seguros: no lo garantiza el alto grado del desarrollo alcanzado en las fuerzas productivas, ni mucho menos lo aseguran factores extraños a la «Historia» −como si esta fuera un ente supraterrenal que domina nuestro destino con un sentido, plan o designio, como si sonriese y se divirtiese cada vez que observa los accidentes o catástrofes que nos asolan inesperadamente−. Lejos de ello, este progreso solo resultará de una tarea hercúlea de concienciación general sobre el qué queremos y qué nos impide conseguirlo, sobre qué hay que hacer y con qué cartas nos ha tocado asumir la partida en curso. Mientras persista una sociedad de clases, la ciencia será puesta al servicio e interés del lucro privado, el conocimiento, la inversión de recursos naturales y energías humanas serán destinadas y desaprovechadas a raudales para el beneficio de unos pocos. Y cuando esto sea superado, habremos de cargar con otros muchos impedimentos que aún tardaremos en aplanar o eliminar −y muchos otros que no somos capaces de vislumbrar−.

Que algunos vean en estos límites generales de actuación una noción «objetivista», «positivista», «contemplativa», «funcionalista» o «autolimitante» solo denota que se saben muy bien numerar ciertas etiquetas −que, por cierto, acostumbraban a usar los románticos, irracionales y posmodernos−; sin embargo, deben de saber que son ellos −y no nosotros− quienes no han aprendido la interrelación entre teoría y práctica, entre la unidad del ser y el pensar. Se asemejan a un tal Trotski que declaró de forma metafísica: «¡Lo conoceremos todo, lo dominaremos todo!». Muy bien, quizás en una realidad alternativa, como en sus mentes enfermizas o en sus mejores sueños, se conciba otro esquema espacio-tiempo diferente. Pueden seguir jugando a anunciar al mundo su «última y novísima praxis revolucionaria» que «lo ha cambiado todo», pero con esta torpe visión subjetivista y «semireligiosa» seguramente tengan más probabilidad de ganar la bonoloto que organizar la revolución. 

La filosofía de verdadero valor y utilidad social no puede provenir de apriorismos mentales; es decir, de ideas sacadas de la cabeza de un señor que, para él o el resto de sus compañeros, son presentadas como geniales o nefastas, lógicas o irracionales; sino que todos, si queremos atenernos a la ciencia −sí, esa palabra que a muchos les causa risa o repelús−, esta filosofía, esta concepción del mundo deberá provenir únicamente del mundo que tenemos delante. Dicho en palabras de Engels, los principios de la filosofía no pueden ser el comienzo, sino el resultado de una investigación del mundo exterior que hay y existe fuera de las cabezas pensantes. Y algunos replicarán: «¡Pero la ciencia también ha sido la herramienta de los poderes más tiránicos y sus lacayos!». En efecto, por eso no basta con conocer esta realidad objetiva, sino que hay que exponer los intentos de aprovecharse de tal o cual conocimiento para llegar a conclusiones retorcidas e interesadas que nos desvían del camino propuesto y factible en nuestro tiempo −la abolición de las clases sociales, el fin de las desigualdades causadas por motivos arbitrarios, tales como la discriminación y el prejuicio por motivos de índole sexual, racial, nacional y otros−. Esta es una vía reflexiva y crítica que, solo por última vez, insistiremos para los más despistados o maliciosos: jamás podrá ser fruto de un capricho individual o de un borreguismo colectivo, sino que debe de ser un movimiento, metodología y actitud con suficiente entidad, rigor y conciencia como para ser verificable y fiscalizable por sus protagonistas y, que si hace falta, será corregido cuantas veces sea necesario cuando demuestre no estar a la altura de tales parámetros −¿pues de qué vale conservar por orgullo o tradición algo que ya nos está indicando que no está dando la talla?−. 

Cómo el idealismo niega la existencia objetiva de la ley y la condiciona a la actividad o conocimiento del sujeto

Pese a lo visto más atrás, aún en pleno 2018, los «reconstitucionalistas» seguían insistiendo en que solo ellos habían logrado sortear la antigua separación mecánica entre teoría y práctica, una deficiencia que al parecer el marxismo jamás llegó a superar completamente. No nos detendremos en esto porque ya comprobamos la gigantesca estafa que se escondía detrás de esta declaración del «reconstitucionalismo». Véase el capítulo: «La terrible disociación entre teoría y práctica y sus consecuencias» (2022). 

¿Y cómo habrían logrado tal proeza? Al parecer, ellos, los elegidos, se habrían dado cuenta de que el sujeto formula nuevas leyes gracias a su «praxis revolucionaria» −en el sentido más lukacsiano−, con lo que caen en el relativismo, donde la objetividad no se descubre, no es reflejada por nosotros y es plasmada en esquemas, teorías, conceptos y demás, sino que, simple y llanamente, se crea por arte de magia:

«Todo esto no significa, naturalmente, que las deficiencias del marxismo positivista −dualista y objetivista−, nos deban hacer reaccionar pendularmente y abrazar cierto idealismo subjetivo. Ello implicaría invertir el «conocer transformando» marxista por un poco materialista «transformar conociendo». La obra revolucionaria tiene leyes, y leyes objetivas. El monismo marxista nos obliga a comprenderlas no al modo de la ciencia natural, como si dichas leyes preexistieran a la propia actividad del sujeto y fueran siempre idénticas a sí mismas; pero tampoco como si fueran resultado de la sola actividad intelectiva; sino como resultado del propio despliegue de la praxis revolucionaria. Es decir, que debemos comprender cómo el sujeto crea dichas leyes en el desarrollo de su movimiento histórico crecientemente consciente». (Comité por la Reconstitución; Línea Proletaria, Nº3, 2018)

Para ellos, en las ciencias naturales las leyes «prexisten a la actividad del sujeto» y siempre son «idénticas» −lo cual, como apuntó Engels en «Dialéctica de la naturaleza» (1883), es falso, porque se tienen que dar unas condiciones muy específicas que no siempre son las mismas−, mientras que, por otro lado, en las ciencias sociales, las leyes no cumplen con tales requisitos. 

Por lo tanto, los «reconstitucionalistas», aunque no lo quieran, caen estrepitosamente en un idealismo subjetivo de manual; pero, eso sí, encubierto de un falso «antidogmatismo», donde ese «sujeto» sería un «superhombre» por encima de las leyes sociales de la ciencia militar, economía, política, lingüística o histórica de su tiempo. ¿Tiene esto algún sentido? No. Ya observamos cómo Marx expuso a Proudhon en «Miseria de la filosofía» (1847), demostrando que este tipo de declaraciones suponen una ignorancia supina, un total desconocimiento del desarrollo de las ciencias en general.

Ergo, los «reconstitucionalistas» han de entender que el hecho de que el sujeto desconozca o niegue los fundamentos activos que rigen el mundo no hace que estos desaparezcan −¡lo sentimos!−:

«Como en general en toda ciencia histórica, social, al observar el desarrollo de las categorías económicas hay que tener siempre en cuenta que el sujeto −la moderna sociedad burguesa en este caso− es algo dado tanto en la realidad como en la mente, y que las categorías expresan por lo tanto formas de ser, determinaciones de existencia, a menudo simples aspectos, de esta sociedad determinada, de este sujeto, y que por lo tanto, aun desde el punto de vista científico, su existencia de ningún modo comienza en el momento en que se comienza a hablar de ella como tal». (Karl Marx; Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, 1858)

Esto es similar a cuando en la actualidad grupos de diversa índole −desde místicos hasta conspiranoicos− ponen en tela de juicio la existencia de los conocimientos más básicos:

«La objetividad de que la Tierra es esférica y rota alrededor del Sol desde hace miles de millones años no es algo que fuera alterado durante la Edad Antigua, cuando el pensamiento mayoritario no contemplaba esta realidad. (…) El universo seguirá rigiéndose por sus leyes objetivas −a las que, no olvidemos, la humanidad también está sometida−, independientes de las creencias y el grado de conocimiento humano. Dicho de otro modo: por mucho que el número de personas terraplanistas y geocéntricas creciese de forma exacerbada, esto no comportaría ningún cambio en la física y composición de la Tierra y el Sistema Solar que, evidentemente, no variarán en consonancia con la opinión generalizada del ser humano, aún si esta se manifiesta de forma unánime. Esto es así, pues que sepamos, hasta la fecha, ¡la humanidad no ha desarrollado la capacidad de crear o destruir mundos y galaxias con el pensamiento!». (Equipo de Bitácora (M-L); Algunas consideraciones sobre el COVID-19 [Coronavirus], 2020)
 
Sin embargo, y aunque suene surrealista, para los «reconstitucionalistas» las leyes sociales «no preexisten a la propia actividad del sujeto», ergo, existen solo cuando el sujeto las crea, cuando echa a andar enrolándose en las todopoderosas filas de la LR. Visto así, resultaría que al descubrir cómo opera una ley social objetiva, el pensador −o el gabinete de sabios− «la estaría creando» y, antes de eso, «no existía»; un absurdo. ¿Qué tenemos aquí? ¡Una reedición de las ideas del materialismo filosófico de Gustavo Bueno!

«En el planteamiento dialéctico, el centro de gravedad se desplaza hacia el ejercicio del conocer mismo, en cuanto proceso real del mundo, en el que, ahora mismo, en el tiempo presente −presente precisamente por esto− se produce el mundo y, con él, la subjetividad y la objetividad. No es el objeto la forma o materia, ni el sujeto la materia o la forma: es el mundo mismo el que se produce ahora en el acto mismo del conocer». (Gustavo Bueno; Ensayos materialistas, 1972)

Esto tampoco tiene nada que envidiar al clásico posmoderno que, hablando de epistemología y ciencia con suma desconfianza, solo está reafirmando su subjetividad, que se «eleva por encima de esos falsarios llamados científicos»: 

«El paradigma del posmoderno había ido emergiendo a lo largo del siglo XX como un creciente sentimiento de desconfianza hacia la posición central como objeto del saber del ser humano −un «invento reciente» que pronto se disolverá «como en los límites del mar un rostro de arena», dijo Michael Foucault− y hacia la ciencia, no sólo desde un punto de vista epistemológico −la verdad no se descubre sino que se construye−. (…) Sino también en ética −«lo que llamamos verdades solo son mentiras útiles»−, dijo el gran crítico Nietzsche». (Víctor M. Fernández Martínez; Segunda edición de «Teoría y método de la arqueología», publicado originalmente en 1989, 2000)

Aunque resulte triste, hace ya más de cien años que un físico positivista como Abel Rey, tuvo toda la razón en desenmascarar los límites de esta especie de pragmatismo filosófico, que pretende ver la ciencia: o bien como algo que no corresponde a una realidad objetiva, o bien como algo que nos debería ser indiferente si es «objetivo» o no. Ergo, esta carta de presentación acaba siendo el principal defecto de esta corriente filosófica, puesto que lo que se desea, por encima de todo, es aprender a «usar» o «valerse» del conocimiento −más allá del grado en que refleje la realidad o no−. Esto abre de par en par la puerta a que la mística, la religión y la charlatanería en general tengan voz y voto en el dominio de la ciencia, puesto que, a ella, según los pragmáticos, no le debería preocupar demasiado saber de dónde procede tal construcción del conocimiento −y por tanto, tampoco coteja demasiado en base a qué parámetros se han obtenido tales conclusiones−:

«Supongamos por un instante que la tesis del pragmatismo es correcta y que la ciencia es sólo un arte particular, una técnica apropiada para satisfacer ciertas exigencias. ¿Qué resulta de ello? En primer lugar, la verdad es reducida a una palabra vacía. Una afirmación verdadera aparece como la receta para un artificio que resulte exitoso. Y como hay varios artificios capaces de asegurar nuestro éxito en las mismas circunstancias; como diferentes individuos tienen exigencias en extremo diferentes, deberemos aceptar las tesis pragmáticas: todas las proposiciones y argumentos que nos conducen a los mismos resultados prácticos son de igual valor y son igualmente verdaderos, todas las ideas que dan resultados prácticos son igualmente legítimas. De este nuevo significado de la palabra «verdad», se sigue que nuestras ciencias son estructuras puramente contingentes y fortuitas, que podrían haber sido totalmente diferentes y sin embargo, en igual medida verdaderas, es decir, en igual medida adecuadas como medios de acción. La bancarrota de la ciencia, como forma real del conocimiento, como fuente de la verdad: he ahí la primera conclusión. La legitimidad de otros métodos que difieren considerablemente de los métodos del intelecto y la razón, tal como el sentimiento místico: he ahí la segunda conclusión. Toda esta filosofía, que según todas las apariencias es coronada por tales conclusiones, fue efectivamente construida para ellas... ¡Qué buen argumento, entonces, pagar a esos poderosos pensadores con su misma moneda! ¡Verdades científicas! Pero son sólo verdades de nombre. También ellas son creencias, y creencias de un orden inferior, creencias que sólo pueden ser utilizadas para la acción material; tienen sólo el valor de un instrumento técnico. La creencia por la creencia, el dogma religioso, la ideología metafísica o moral, son muy superiores. Sea como fuere, no es necesario que se sientan turbados ante la ciencia, porque la posición privilegiada de asta se ha derrumbado. En verdad, el grueso del ejército pragmatista, frente a la experiencia científica, se apresura a rehabilitar la experiencia moral, la experiencia metafísica y, particularmente, la experiencia religiosa». (Abel Rey; La filosofía moderna, 1908)

Un año después, en su obra «Materialismo y empiriocriticismo» (1909), Lenin anotó que, en verdad, Abel Rey de lo que se estaba quejando, aun sin darse cuenta, pues era incapaz de ser consecuente con el materialismo, era que en la física de aquel entonces:

«La teoría materialista del conocimiento, adoptada espontáneamente por la antigua física, ha sido sustituida por una teoría idealista y agnóstica, de lo que se ha aprovechado el fideísmo, a pesar del deseo de los idealistas y de los agnósticos». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y empiriocriticismo, 1909) 

Siendo justos, el propio Abel Rey, como ferviente relativista, posibilitaba ese idealismo kantiano al declarar que es imposible un conocimiento de las «cosas en sí» a través de la ciencia:

«La ciencia, creación del intelecto y de la razón, sirve sólo para asegurar nuestro poder efectivo sobre la naturaleza. Sólo nos enseña a utilizar las cosas, pero no nos dice nada sobre la esencia de las mismas». (Abel Rey; La filosofía moderna, 1908)

El debate soviético sobre «destruir y crear las leyes» 

«Las fuerzas activas en la sociedad obran exactamente igual que las fuerzas de la naturaleza −ciega, violenta, destructoramente−, mientras no las descubrimos ni contamos con ellas. Pero cuando las hemos descubierto, cuando hemos comprendido su actividad, su tendencia, sus efectos, depende ya sólo de nosotros el someterlas progresivamente a nuestra voluntad y alcanzar por su medio nuestros fines». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)

En el registro titulado «Discusión sobre los problemas de la economía política» (1952), Stalin respondió en febrero de ese año al economista A. Arakelyan sobre si era correcto el concepto de «transformación» o «limitación» de fenómenos como la ley del valor. Stalin respondió lo siguiente: «Las leyes de la ciencia no pueden ser creadas, destruidas, abrogadas, cambiadas o transformadas», por ello, «hay que tenerlas en cuenta o las sufriremos»; en cambio «es posible limitar su esfera de impacto». Por tanto, el dirigente soviético aclaró que, al contar con unas condiciones favorables para limitar las condiciones materiales objetivas, «el ámbito de aplicación de la ley es limitado, la ley se ve diferente».

Este tipo de discusiones se materializaron en su famosa obra «Problemas económicos del socialismo en la URSS» (1952), en la cual Stalin decidió que era hora de aclarar públicamente ciertos equívocos que venían publicándose en los últimos años, por lo que escribió una de sus últimas obras dedicándola íntegramente a la economía política. En una de sus secciones, aunque no los nombró directamente, atacó este tipo de consideraciones, muy típicas entre los economistas como Voznesensky:

«Algunos camaradas niegan el carácter objetivo de las leyes de la ciencia, principalmente de las leyes de la Economía Política en el socialismo. Niegan que las leyes de la Economía Política reflejan el carácter regular de procesos que se operan independientemente de la voluntad de los hombres. Consideran que en virtud del papel especial que la historia ha asignado al Estado Soviético, éste y sus dirigentes pueden abolir las leyes de la economía política existentes, pueden «formar» nuevas leyes, «crear» nuevas leyes. Esos camaradas se equivocan profundamente. Por lo visto, confunden las leyes de la ciencia, que reflejan procesos objetivos de la naturaleza o de la sociedad, procesos independientes de la voluntad de los hombres, con las leyes promulgadas por los gobiernos, creadas por la voluntad de los hombres y que tienen únicamente fuerza jurídica. Pero no se debe confundirlas de ningún modo». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; Problemas económicos del socialismo, 1952)

Y para ser más tajante aun, recalcó ante sus lectores lo siguiente:

«El marxismo concibe las leyes de la ciencia −lo mismo si se trata de las leyes de las ciencias naturales que de las leyes de la economía política− como reflejo de procesos objetivos que se operan independientemente de la voluntad de los hombres. Los hombres pueden descubrir estas leyes, llegar a conocerlas, estudiarlas, tomarlas en consideración al actuar y aprovecharlas en interés de la sociedad; pero no pueden modificarlas ni abolirlas. Y aun menos pueden formar o crear nuevas leyes de la ciencia». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; Problemas económicos del socialismo, 1952)

Como ejemplo de tal cosa, Stalin argumentó que la revolución socialista no hubiera podido tener lugar allí si los bolcheviques no hubieran tenido en cuenta la necesaria armonía que ha de haber entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción. Dicho de otro modo, el nuevo sistema socialista no habría podido abrirse paso en todas las áreas sin un incremento de las fuerzas productivas, esto quiere decir que la socialización del campo y su mayor rendimiento agrícola hubieran sido imposibles sin una industria socialista que proveyese al campo de maquinaría y una forma de trabajo superior. Al mismo tiempo, esto significa que las fuerzas productivas no se habrían visto incrementadas sin ese cambio en las relaciones de producción, fruto de la revolución económica, esto es, de la socialización de los medios de producción y el fin de la propiedad privada. 

El pensador georgiano explicó que el equívoco de muchos de estos teóricos residía en su inexperiencia. Ha de tenerse en cuenta, que estos cuadros crecieron bajo el ambiente de los gigantescos éxitos económicos que había logrado la URSS, como la reconstrucción del país en la posguerra y la conversión de su país en una potencia mundial. Sin duda, estos eran unos factores que, si bien servían de enorgullecimiento, en ocasiones hundieron poco a poco a estos economistas en el descuido y el engreimiento. Al parecer, estos datos les insuflaban de suficientes fuerzas como para incurrir en todo tipo de idealizaciones, en donde, en palabras de Stalin, creían que el poder soviético «lo puede todo», incluso pasar por encima de las leyes.

Muchos tienden a confundir el manipular las cualidades y propiedades de los fenómenos de la materia con directamente crear esas mismas cualidades y propiedades por arte de magia. Pareciera que para ellos el mero hecho de pensar y comprender un objeto, es decir, que este se encuentre representado en la mente humana, ya los sitúa directamente por encima de dicho objeto y de las mismas condiciones necesarias para alcanzarlo, desarrollarlo o controlarlo con plena voluntad. Aducen esto erróneamente no solo por el hecho de que el ser humano puede −como posibilidad− transformar su entorno, sino porque en ese caso sus leyes −sus cualidades y propiedades reflejadas como sistema en la razón− se hallan bajo nuestra comprensión. Pero esto significa caer en una variante del solipsismo, porque supone ligar la existencia de leyes naturales a la inmediata conciencia de las mismas, como denunció Marx, supone equiparar el crear con el conocer, donde si bien para lo primero es necesario lo segundo, a veces no basta de lo segundo para que ocurra lo primero. 

¿A dónde conduce el voluntarismo? La experiencia maoísta como ejemplo histórico 

Pero nada de esto es aceptado por los «reconstitucionalistas», pues para ellos nuestros apuntes suenan demasiado a «viejo positivismo», como demuestra el artículo del MAI «Algunas consideraciones sobre el maoísmo» (2008). En él, no consideran que exista un: «Reflejo consciente del mundo», sino que simplemente es la «acción subjetiva de los agentes sociales» la que «transforma totalmente la sociedad», un relato digno del mejor panfleto bakuninista o, en su defecto, del mejor cómic de ciencia ficción, ya que jamás hemos visto materializado algo así −salvo en los mundos de fantasía de la literatura de los jóvenes hegelianos−. Por tal razón, les parece terrible que: «Aquel proceso de conocimiento se identifica con la acumulación de experiencias, que son teorizadas o resumidas, hasta conformar una especie de verdad universal que, posteriormente, debe aplicarse o encarnarse en la realidad específica de cada revolución concreta». ¡No, claro! ¡Si lo preferís, pasaremos a considerar que el «conocimiento» ha de ser las chorradas sin base empírica que en cualquier momento declaréis como patrón idóneo a seguir! Esto demuestra de paso que el irracionalismo y el misticismo no distingue de etiquetas filosóficas o políticas; se presenten como «derecha» o como «izquierda», da lo mismo, porque vienen a ser la misma desfachatez. Por eso, el pragmatismo del posmodernismo −y predecesores−, aunque sea molesto y cause enojos por doquier, a su vez resulta una herramienta extremadamente útil tanto a unos como a otros: incluye en su seno tanto a la derecha «conservadora» más «cortesana» como a la más «desacomplejada»; a la izquierda más «moderada» como a la más «políticamente incorrecta».  Véase el capítulo: «El romanticismo y su influencia mística e irracionalista en la «izquierda» (2021).

Volvemos a repetir que, en este caso concreto, la fantasmagórica noción del mundo de la «Línea de Reconstitución» (LR) es deudora del voluntarismo de intelectuales pedantes como Lukács o Korsch, que empezaron con los clásicos desvaríos y fantasías ultraizquierdistas para terminar sus días enfrascados en un pesimismo y conformismo ultraderechista. Pero eso no es todo, la LR también se nutre claramente de la de la China de Mao Zedong. En primer lugar, su vitalismo es producto de tragarse sin masticar la propaganda de la época del «Gran Salto Adelante» (1958-61); y en segundo lugar, de los peores panfletos fanáticos de la «Revolución Cultural» (1966-76). Huelga aclarar que ambos experimentos concluyeron con similares resultados desastrosos, como Rafael Martínez demostró en su obra «Sobre el manual de economía política de Shanghái» (2006). Lo que queremos expresar es que esta panacea «reconstitucionalista» para «transformar la realidad», es completamente falsa y no tiene sustento ni pasado ni presente. En consecuencia, tampoco les va a salvar ahora el anunciar al mundo a bombo y platillo que han creado −¡ahora sí!− una «nueva noción filosófica transformadora», pues eso tampoco demuestra nada, salvo que estos pobres ilusos se creen originales dentro de su delirio idealista. Pero es hora de que sepan que sus conclusiones son igual de calamitosas que las que hemos visto en infinidad de escritores utópicos y clérigos místicos. Cualquier «sujeto» siempre será un ser sociohistórico, limitado al espacio-tiempo y a una suerte de situaciones circunstanciadas en las que actúan las leyes momentáneas; ergo, si desea participar del desarrollo social entre los hombres y, finalmente, alterar el círculo político, económico y cultural en el que se desenvuelve, deberá comprender su funcionamiento y tendrá que aspirar a algo más que parlotear sobre que «ha descubierto la fórmula mágica para deshacer la molesta omnipresencia de las leyes sociales». 

Mao Zedong teorizaba en ponencias como el «Discurso en la Conferencia suprema del Estado» (1956), o en obras como «Sobre el tratamiento correcto de las contradicciones en el seno del pueblo» (1957), que en China se podía dar el «transito pacífico al socialismo» y la «contradicción no antagónica» con la burguesía nacional; simple y llanamente estaba yendo en contra de las leyes socio-históricas conocidas por aquel entonces −vigentes hasta el día de hoy−. Aquí los «reconstitucionalistas» suelen reaccionar de dos formas: a) unos consideran que esto era una «lectura totalmente correcta según las condiciones chinas y de paso derribaba una ley falsa»; b) mientras otros defienden que Mao quizás no estaba reflejando del todo la realidad objetiva, pero que el «poderoso Timonel» podía «abrirla a su paso». Se elija el engaño número «A» o «B», el caso es que todos sabemos cómo acabó tal ensayo. Lo mismo cabe decir de los deseos de importar el «modelo estadounidense» (1945), «colectivizar el campo» sin haber logrado una industrialización y mecanización previa del sector agrícola (1958) o la concepción de que «las masas deben enseñar al partido de vanguardia» (1966). Todas estas tesis tenían una génesis muy temprana en el pensamiento maoísta y se recuperaban de forma recurrente. ¿Por qué estas experiencias naufragaron y causaron el desorden económico, político y cultural? ¿Por qué fueron clave para acabar consolidando el capitalismo en China? Muy sencillo, porque como dijo Marx en su obra «Crítica de la filosofía del derecho de Hegel» (1843): «No es suficiente que el pensamiento bregue por su realización, sino que la realidad misma debe moverse en la dirección del pensamiento».  Véase la obra: «Las lucha de los marxista-leninistas contra el maoísmo: el caballo de Troya del revisionismo» (2016).

Siendo honestos, las constantes declaraciones de nuestros excéntricos protagonistas −y que tanto apestan a voluntarismo desde kilómetros− no nos sorprenden en absoluto, ya que, por norma sabemos muy bien que:

«Los idealistas reducen todo el proceso de cognición a una actividad puramente mental de una persona, reflejando, por regla general, la ideología, la aspiración y el deseo de las clases reaccionarias y moribundas, no interesados en un verdadero conocimiento del mundo, los idealistas temen a la realidad, evitan verificar sus ideas con hechos y prácticas sociales». (I. D. Andreev; El conocimiento del mundo y sus leyes, 1953)

Volvemos a insistir, estas barbaridades filosóficas no se salvan argumentando que por «sujeto histórico» se refieren al «proletariado» o a «su parte más avanzada», ni apelando a todos los «peros» que esgrimen para justificar esta inmundicia filosófica tan zafia. Marx ya destruyó las especulaciones filosóficas de estos empedernidos idealistas:

«Porque el «mundo religioso como tal» existe únicamente en tanto que mundo del conocimiento, el crítico −teólogo ex profeso [Bruno Bauer]− no podría imaginar que existe un mundo donde hay una distinción entre el conocimiento y el ser, un mundo que continuará subsistiendo cuando yo suprimo simplemente su existencia ideal, su existencia como categoría, como punto de vista, es decir, cuando yo modifico mi propio conocimiento subjetivo sin modificar de manera realmente objetiva la realidad objetiva, esto es, sin modificar mi propia realidad objetiva, la mía y la de los otros hombres». (Karl Marx y Friedrich Engels; La sagrada familia, 1845)

Por esto mismo, Lenin siempre concluyó que quienes no toman en cuenta −o no saben extraer− las lecciones del mundo exterior, de la historia, del conocimiento humano, en política no dejarán de «tropezarse» una y otra vez con los mismos fiascos:

«Objetivismo: las categorías del pensamiento no son un instrumento auxiliar del hombre, sino una expresión de las leyes, tanto de la naturaleza como del hombre. (…) El incumplimiento de los fines −de la actividad humana− tiene su causa en el hecho de que la realidad es tomada como inexistente, de que no se reconoce su existencia objetiva −la de la realidad−. (...) El «mundo objetivo» «prosigue su propio camino», y la práctica del hombre, enfrentado por ese mundo objetivo, encuentra «obstáculos en la realización» del fin, e incluso «imposibilidad». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Resumen del libro de Hegel «Ciencia de la lógica», 1914) 

Pero mejor dejemos que Labriola baje de la nube a estos pequeños nietzscheanos al explicarles qué es el pensamiento y la experiencia para todo hombre:

«¿Y qué otra cosa es el pensamiento en el fondo, sino el consciente y sistemático complemento de la experiencia? ¿y qué es ésta, sino el reflejo y la elaboración mental de las cosas y de los procesos que nacen y se desarrollan o fuera de nuestra voluntad o por obra de nuestra actividad? ¿Y qué otra cosa es el genio, sino la individualizada y consiguientemente aguzada forma de aquel pensamiento que por sugestión de la experiencia surge en muchos hombres de la misma época, pero que en la mayor parte de ellos permanece fragmentario, incompleto, incierto, oscilante y parcial?». (Antonio Labriola; Del materialismo histórico, 1896)

Pero, evidentemente, nuestros neomaoístas han demostrado no estar nunca en capacidad de construir una casa, ya que se empecinan en pensar que los ladrillos y vigas deben de ser colocados al libre albedrio y no respetan las reglas más básicas para amasar el cemento. A lo sumo, lo que han construido es una choza de paja y han vendido esta al mundo como el último grito en construcción de rascacielos. ¿Qué se le va a hacer? ¡Cada uno hace lo que puede!

¿Cuál es la forma más rápida de identificar a un charlatán o un místico?

Con esto podríamos dar por cerrado el capítulo, pero nos gustaría mostrar que la tendencia a infravalorar el estudio de las leyes científicas tiene íntima relación con el irracionalismo y el misticismo, hoy tan de moda. En la famosa «Circular contra Kriege» (1846), ya se puede vislumbrar cómo Marx y Engels describieron a Hermann Kriege como «un profeta» que se destacaba por su «pomposidad infantil», su «emocionalismo fantástico» mediante el cual «hablaba en nombre de los oprimidos» y «de la justicia». Sin embargo, se negaba a estudiar el desarrollo social de su tiempo, por lo que predicaba un «comunismo» que «no conoce» a través de todo tipo de fábulas sobre su origen, dándole un barniz cuasi divino. 

Quizás la manera más rápida de identificar a un charlatán o a un místico es atendiendo a la forma en la que habla sobre su causa. Estos suelen colgarse la medalla de «no ser dogmático», claro, ¡cómo no! ¿Acaso hay alguien que suela reconocer que opera con fe, manías, prejuicios y sofismas en lugar de con razonamientos lógicos y contrastables? Hasta los irracionalistas piensan que lo «racional es ser irracional» porque creen que el mundo está comandado por principios arbitrarios y totalmente espontáneos, por tanto, para el irracional, el loco es quien sigue patrones racionales y científicos. Pero aquí viene la trampa de todos los subjetivistas, individualistas o vitalistas que han aparecido y seguirán apareciendo siempre: casualmente recogen lo peor de la historia y lo defienden con uñas y dientes sin atender a ningún tipo de evidencia demostrable.

En los movimientos emancipatorios, por desgracia, hasta entre los elementos más honestos se ha dado coba a ciertas expresiones mesiánicas sobre el «triunfo inexorable de la causa». Muchos han alegado en su defensa que esta ruborosa fisonomía tuvo su razón de ser porque eran «discursos propagandísticos», como si el revolucionario debiese dejar de ser científico en el momento en que hace propaganda, como si hacer agitación y propaganda significase tener vía libre para enunciar pronósticos exacerbados o, cuando no, mentir abiertamente al público sobre el estado real de las cosas. Como Lenin espetó sobre los terroristas y sus propuestas descabelladas: ¿acaso necesitáis crear «excitantes artificiales» para encender los espíritus y movilizar a la población? En ese caso, quien justifica tales acciones está confesando que es un muy mal analista y un embustero como orador, que es alguien que no se sabe captar qué pasa alrededor ni tiene verdadera capacidad de convicción −muy seguramente por lo anterior−. Las personas así ya pueden ir pensando en dedicarse a otra cosa, pero no desde luego a la «política revolucionaria».

El «sujeto revolucionario» que «de Pascuas a Ramos» viene augurando la proximidad del «Juicio Final» −la batalla entre el bien y el mal− o es un imbécil o un embustero a conciencia. Tal utópico es tan necio que, pese al desorden de su cabeza y la falta de cohesión de los suyos −que no pasan de ser un puñado de conspiradores−, todavía asegura que no hay motivos de preocupación porque están en el bando de los «buenos», ¡porque la historia «está de su parte!». Según su optimismo cándido, «el fruto está maduro, y solo se trata de agitar un poco el árbol para alzar la mano y recogerlo». Algunos son realmente cómicos, idealizan la «Historia» y la «Revolución» como los viejos romanos adoraban a su «Diosa Fortuna» o como los republicanos liberales idealizan la noción de «República». En todos estos casos, estos conceptos «clave» se presentan para ellos como una mujer preciosa, semidivina y todopoderosa, a la cual si se le rinde un culto regular esta les brindará buenos aires para sus andanzas políticas. Estos pobres seres, incapaces de escapar de su prisión mística, vagarán −consciente o inconscientemente− por salones, calles, teatros y mítines siempre amparados en un discurso apasionado, teniendo la seguridad de estar custodiados por el ángel de la «Justicia» y, el todavía más poderoso, arcángel de la «Razón». Son tan temerarios porque hasta se creen protegidos a causa de su noble empresa de salvar a la humanidad −con ellos como protagonistas principales claro, ¡si ya puestos a fantasear!−. «¿¡Cómo, entonces, no van triunfar!? ¿Cómo no apuntarse a un evento histórico tan transcendente y disfrutar luego de las mieles del éxito que se vaticina?». Eso piensan muchos de los que caen temporalmente en sus redes. 

En muchos casos, lo que se esconde detrás de estos cabecillas son aires de grandeza, ganas de «transcender» en la historia −como reyes, profetas o filósofos−; sin embargo, las más de las veces no dejan de ser bufones que actúan para el monarca de algún reino remoto del cual muy pronto nadie habrá oído hablar, salvo en relatos legendarios. Aunque lo nieguen, como los profetas de todas las épocas, lo suyo es más empecinamiento y fanatismo que otra cosa. En realidad, por si el lector no se ha dado cuenta, nada está de su parte salvo la gran salud de la que goza su ego, el cual en cualquier momento desfallece, se viene a abajo y entonces la pasión, hiperactividad y compromiso obsesivo se tornan desidia y desconfianza, abandonando a los «apóstoles» a los cuales había inoculado todas esas promesas. Por el contrario, para todo ser que se vista por los pies, la primera máxima es tener la cabeza fría, calcular las ventajas y desventajas del momento, continuar sin prisa, pero sin pausa; sabiendo que la causa es una maratón, carrera que quizás no verá completarse, solo pudiendo asegurar que otros compañeros recojan el testigo lo mejor posible, como le tocó hacer a otros antes que a él mismo». (Equipo de Bitácora (M-L); Sobre la nueva corriente maoísta de moda: los «reconstitucionalistas», 2022)

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