martes, 27 de febrero de 2024

¿Qué diferencias hay entre un novato y un experto cuando reciben la misma información?

«Primero, construir una estrategia en un dominio determinado supone adquirir conocimiento conceptual −por ejemplo, el significado de variables algebraicas, o la relación que se establece entre variables en una función lineal−, así como conocimiento procedimental −por ejemplo, qué pasos aplicar para solucionar un problema−. Así, en nuestro ejemplo, entender una relación funcional entre variables «X» e «Y» es ir más allá de aplicar mecánicamente una función algebraica, dando valores a «X» para obtener valores de «Y» acordes con la función.

Ambos tipos de conocimiento, conceptual y procedimental, se influyen recíprocamente. Así, cuando se produce un avance conceptual significativo a lo largo de los estadios −por ejemplo, darse cuenta de que el incremento de una unidad en «X» provoca un incremento de la unidad correspondiente en «Y»−, se origina una mejora en el procedimiento de solución. De forma recíproca, cuando los estudiantes avanzaban procedimentalmente −por ejemplo, pasaban de comparar un resultado en una variable «X» con el resultado final, a comparar cómo el resultado en «X» afectaba a «Y», y los cambios en «X» e «Y» afectaban al resultado final−, entonces se producía un avance conceptual. (…)

El hecho de que los estudiantes tuvieran que verbalizar lo que hacían y que el tutor ayudara al estudiante a reflexionar sobre lo que hacían y decían parece un elemento crucial en el avance estratégico. (…)

El aprendizaje de una estrategia se produce inicialmente de manera lenta mediante práctica y reflexión. En esos momentos hay avances conceptuales y procedimentales, tales como los que acabamos de explicar. Tras este aprendizaje inicial, progresar en el dominio de una habilidad requiere práctica abundante. Más aún, cuando se practica extensamente una habilidad con cientos o miles de horas de práctica se producen unos cambios cognitivos importantes. Esos cambios constituyen el paso de novatos, o aprendices iniciales, a expertos. El resultado final es lo que se conoce como conocimiento experto. Este cambio de novato a experto ocurre en cualquier habilidad, sean habilidades relativamente específicas, tales como solucionar problemas de ecuaciones, o más generales, tales como navegar por internet, escribir con coherencia, precisión y elegancia, o hablar en público con claridad y amenidad. Es decir, dado que aprender una habilidad requiere aprender a solucionar problemas o actuar eficazmente en un ámbito determinado, se puede afirmar, en términos generales, que cuanto más se practique, mayor es la probabilidad de alcanzar un alto nivel en esa habilidad, si bien matizaremos esta afirmación al final de esta sección. Un experto, por tanto, es alguien que ha alcanzado un buen dominio en las habilidades específicas de un campo o dominio determinado. En esta sección abordamos tres cuestiones, a saber, los cambios que se producen con el paso de novato a experto, los que se producen cuando se alcanza el nivel experto en una habilidad y el tipo de práctica realmente efectiva para alcanzar ese nivel.

El paso de novato a experto se puede dividir grosso modo en tres estadios −Anderson, 2015− El primero se denomina estadio cognitivo, En este estadio se desarrolla un conocimiento declarativo −por ejemplo, verbal− de las acciones que definen la habilidad. Por ejemplo, en el caso de navegar por internet, algunas de estas acciones serian generar términos de búsqueda, seleccionar los más adecuados, valorar la pertinencia del resultado de la búsqueda con diversos criterios −por ejemplo, pertinencia, relevancia, tamaño, etc.− y otras similares. Frecuentemente, un tutor personal −por ejemplo, un profesor− o virtual proporciona ese conocimiento, el cual es almacenado en la memoria a largo plazo como instrucciones verbales para, posteriormente, ser recuperado en los momentos iniciales de la ejecución de la habilidad. A continuación, entramos en el estadio asociativo. En este estadio ocurren dos fenómenos principales. Primero, los errores en la ejecución de la habilidad se van detectando y eliminando gradualmente. Segundo, se fortalece la conexión entre los elementos requeridos para una ejecución con éxito. El resultado en este estadio es aprender un procedimiento exitoso para ejecutar tareas representativas de la habilidad, aunque el conocimiento procedimental no reemplaza completamente al conocimiento declarativo. Así, normalmente las dos formas de conocimiento coexisten, aunque el conocimiento procedimental es el que gobierna la ejecución de la actividad. En último lugar entramos en el estadio autónomo. En esta fase, el procedimiento está cada vez más automatizado y se ejecuta con mayor rapidez. Habilidades complejas como conducir un coche o leer se desarrollan en la dirección de ser cada vez más automáticos y requerir cada vez menos recursos cognitivos. Otras habilidades como las que mencionamos al comienzo de la sección −por ejemplo, navegar por internet o escribir con coherencia, precisión y elegancia− no llegan a automatizarse. Estas habilidades requieren siempre la aplicación consciente de estrategias especificas −por ejemplo, planificar la información que se necesita buscar, o evaluar la pertinencia de la información que se va a buscar o plasmar en el escrito−, si bien hay componentes de la habilidad −por ejemplo, leer o escribir palabras− que se automatizan, liberando recursos cognitivos para las estrategias de alto nivel −por ejemplo, planificar o evaluar−. En todo caso, aun en estas habilidades que requieren componentes de alto nivel, en el estadio autónomo hay un avance notable en la rapidez y calidad con que se ejecuta la habilidad. 

El progreso a través de estos tres estadios ha sido ampliamente estudiado en psicología en habilidades muy automatizables, como la lectura y, menos automatizables como la resolución de problemas de geometría y otros problemas matemáticos. El progreso sigue una curva exponencial típica, de forma que el tiempo empleado en ejecutar tareas representativas de una habilidad disminuye rápidamente durante los momentos iniciales de práctica, siendo las ganancias posteriores mucho más lentas y menores. Piense el lector, por ejemplo, en el progreso de los niños cuando comienzan a leer. Una vez que conocen las letras y han empezado a leer algunas palabras, en los primeros días, el tiempo requerido para leer una palabra puede ser de varios segundos, para reducirse en poco tiempo a muy pocos segundos, y más tarde ser inferior a un segundo. Reducir en fracciones de segundo el tiempo de lectura por palabra cuesta meses e incluso años. 

sábado, 17 de febrero de 2024

¿Qué ha implicado la evolución de la división del trabajo en las diversas sociedades?

«La existencia de un número relativamente grande de obreros que trabajan bajo el mando del mismo capital es el punto natural y primitivo de partida de la cooperación en general, y de la manufactura en particular. A su vez, la división manufacturera del trabajo convierte en necesidad técnica la incrementación del número de obreros empleados. Ahora, es la división del trabajo reinante la que prescribe a cada capitalista el mínimo de obreros que ha de emplear. De otra parte, las ventajas de una división más acentuada del trabajo se hallan condicionadas al aumento del número de obreros y a su multiplicación. Ahora bien; al crecer el capital variable, tiene que crecer también necesariamente el capital constante, y al aumentar de volumen las condiciones comunes de producción, los edificios, los hornos, etc., tienen también que aumentar, y mucho más rápidamente que la nómina de obreros, las materias primas. La masa de éstas absorbida en un tiempo dado por una cantidad dada de trabajo, aumenta en la misma proporción en que aumenta, por efecto de su división, la fuerza productiva del trabajo. Por tanto, el volumen mínimo progresivo del capital concentrado, en manos de cada capitalista, o sea, la transformación progresiva de los medios de vida y de los medios de producción de la sociedad en capital, es una ley que brota del carácter técnico de la manufactura [1].

En la manufactura, lo mismo que en la cooperación simple, la individualidad física del obrero en funciones es una forma de existencia del capital. El mecanismo social de producción, integrado por muchos obreros individuales parcelados, pertenece al capitalista. Por eso, la fuerza productiva que brota de la combinación de los trabajos se presenta como virtud productiva del capital. La verdadera manufactura no sólo somete a obreros antes independientes al mando y a la disciplina del capital, sino que, además, crea una jerarquía entre los propios obreros. Mientras que la cooperación simple deja intacto, en general, el modo de trabajar de cada obrero, la manufactura lo revoluciona desde los cimientos hasta el remate y muerde en la raíz de la fuerza de trabajo individual. Convierte al obrero en un monstruo, fomentando artificialmente una de sus habilidades parciales, a costa de aplastar todo un mundo de fecundos estímulos y capacidades, tal como en los estados del Río de la Plata se sacrifica un animal entero para arrebatarle el cuero o el sebo. Además de distribuir los diversos trabajos parciales entre diversos individuos, se secciona al individuo mismo, se le convierte en un aparato automático adscrito a un trabajo parcial [2], dando así realidad a aquella desazonadora fábula de Menenio Agripa, en la que vemos a un hombre convertido en simple fragmento de su propio cuerpo. En sus orígenes, el obrero vendía la fuerza de trabajo al capitalista por carecer de los medios materiales para la producción de una mercancía; ahora, su fuerza individual de trabajo se queda inactiva y ociosa si no la vende al capital. Ya sólo funciona articulada con un mecanismo al que únicamente puede incorporarse después de vendida, en el taller del capitalista. Incapacitado por su propia naturaleza para hacer nada por su cuenta, el obrero manufacturero sólo puede desarrollar una actividad productiva como parte accesoria del taller capitalista:

«El obrero que lleva en sus brazos todo un oficio puede ir a cualquier lado a ejercer su industria y encontrar sus medios de subsistencia; el otro −el obrero manufacturero− no es más que un accesorio que, separado de sus compañeros, ya no tiene ni capacidad ni independencia, hallándose obligado por tanto a aceptar la ley que se juzgue adecuado imponerle». (Henri Storch; Curso de Economía Política, 1815)

El pueblo elegido llevaba escrito en la frente que era propiedad de Jehová; la división del trabajo estampa en la frente del obrero manufacturero la marca de su propietario: el capital. 

Los conocimientos, la perspicacia y la voluntad que se desarrollan, aunque sea en pequeña escala, en el labrador o en el artesano independiente, como en el salvaje que maneja con su astucia personal todas las artes de la guerra, basta con que las reúna ahora el taller en un conjunto. Las potencias espirituales de la producción amplían su escala sobre un aspecto a costa de inhibirse en los demás. Lo que pierden los obreros parciales, se concentra frente a ellos en el capital. Es el resultado de la división manufacturera del trabajo el erigir frente a ellos, como propiedad ajena y poder dominador, las potencias espirituales del proceso material de producción. Este proceso de disociación comienza con la cooperación simple, donde el capitalista representa frente a los obreros individuales la unidad y la voluntad del cuerpo social del trabajo. El proceso sigue avanzando en la manufactura, que mutila al obrero, al convertirlo en obrero parcial. Y se remata en la gran industria, donde la ciencia es separada del trabajo como potencia independiente de producción y aherrojada al servicio del capital:

«Entre el hombre de saber y el obrero productivo se interpone un abismo, y la ciencia, en vez de estar en manos del obrero para aumentar sus propias fuerzas productivas para él mismo, se le ha enfrentado casi siempre... El conocimiento se convierte en un instrumento capaz de separarse del trabajo y enfrentarse a él». (W. Thompson; Una investigación sobre los principios de la distribución de la riqueza, 1824)

En la manufactura, el enriquecimiento de la fuerza productiva social del colectivo obrero, y por tanto del capital, se halla condicionada por el empobrecimiento del obrero en sus fuerzas productivas individuales.

«La ignorancia es la madre de la industria y de la superstición. La reflexión y el talento imaginativo pueden inducir a error, pero el hábito de mover el pie o la mano no tiene nada que ver con la una ni con el otro. Por eso, donde más prosperan las manufacturas es allí donde se deja menos margen al espíritu, hasta el punto de que el taller podría ser definido como una máquina cuyas piezas son hombres». (Adam Ferguson; Historia de la sociedad civil, 1767)

En efecto, a mediados del siglo XVIII algunas manufacturas empleaban preferentemente a operarios «semiidiotas», para ciertas operaciones sencillas que constituían, sin embargo, secretos fabriles [3]. Dice Adam Smith:

«El espíritu de la mayoría de los hombres se desarrolla necesariamente sobre la base de las faenas diarias que ejecutan. Un hombre que se pasa la vida ejecutando unas cuantas operaciones simples... no tiene ocasión de disciplinar su inteligencia. (…) Va convirtiéndose poco a poco y en general en una criatura increíblemente estúpida e ignorante» (Adam Smith; La riqueza de las naciones, 1776).

Y, después de describir el «idiotismo» del obrero parcial, continúa: 

«La uniformidad de su vida estacionaria corrompe también, naturalmente, la intrepidez de su espíritu; destruye incluso la energía de su cuerpo y le incapacita para emplear sus fuerzas de un modo enérgico y tenaz, como no sea en el detalle para que se le ha educado. Su pericia para una ocupación concreta parece haber sido adquirida a costa de sus dotes intelectuales, sociales y guerreras. Y, sin embargo, es éste el estado en que tiene necesariamente que caer el trabajador pobre, es decir, la gran masa del pueblo, en toda sociedad industrial y civilizada» [4]. (Adam Smith, La Riqueza de las Naciones, 1776)

Para evitar el estado de completa degeneración de la masa del pueblo a que conduce la división del trabajo, Adam Smith recomienda la instrucción popular organizada por el Estado, aunque en dosis prudentemente homeopáticas. Su traductor y comentador francés Germain Garnier, que bajo el Primer Imperio acabó siendo, por un proceso muy natural, senador, polemiza consecuentemente contra él, alegando que la instrucción popular choca contra las leyes primarias de la división del trabajo y que con ella se proscribiría todo nuestro sistema social. 

«Al igual que todas las demás divisiones del trabajo, la división entre el trabajo manual y el trabajo intelectual se hace más marcada y resuelta a medida que la sociedad expresión empleada acertadamente para designar el capital, la propiedad inmueble y su Estado se hace más rica. Esta división del trabajo es, como todas las demás, fruto de progresos pasados y causa de progresos futuros... ¿Puede el Gobierno, entonces, contrarrestar este sistema y detenerlo en su marcha natural? ¿Puede invertir una parte de las rentas del Estado en el empeño de mezclar y confundir dos clases de trabajo que tienden a separarse y dividirse?». (Germain Garnier; Traducción de la obra de Adam Smith: «La Riqueza de las Naciones», 1805) 

Es indudable que toda división del trabajo en el seno de la sociedad lleva aparejada inseparablemente cierta degeneración física y espiritual del hombre. Pero el período manufacturero acentúa este desdoblamiento social de las ramas de trabajo de tal modo y muerde hasta tal punto, con su régimen peculiar de división, en las raíces vitales del individuo, que crea la base y da el impulso para que se forme una patología industrial. [5] 

«Parcelar a un hombre, equivale a ejecutarlo, si merece la pena de muerte, o a asesinarlo si no la merece. La parcelación del trabajo es el asesinato de un pueblo». (David Urquhart; Palabras familiares, 1855) 

La cooperación basada en la división del trabajo, o sea, la manufactura, es, en sus orígenes, una manifestación elemental. Tan pronto como cobra alguna consistencia y amplitud, se convierte en una forma consciente, reflexiva y sistemática del régimen capitalista de producción. La historia de la verdadera manufactura demuestra cómo la división del trabajo característica de este sistema va revistiendo las formas adecuadas, primero empíricamente, como si actuase a espaldas de los personajes que intervienen en la acción, hasta que luego, como ocurrió con el régimen gremial, esta forma, una vez descubierta, tiende a arraigarse por la tradición y, en algunos casos, se consolida con fuerza secular. Y si esta forma cambia, es siempre, salvo en manifestaciones secundarias, al operarse una revolución de los instrumentos de trabajo. Pueden ocurrir dos cosas: o que la moderna manufactura –y me refiero aquí a la gran industria, basada en la maquinaria–, se encuentre ya, al nacer –que es, por ejemplo, el caso de la manufactura de confección de ropas en las grandes ciudades– con los miembros dispersos y no tenga más que reunirlos y sacarlos de su dispersión, o bien que el principio de la división sea evidente por sí mismo, asignándose sencillamente a diversos obreros las diversas faenas de la producción manual, como ocurre por ejemplo, en el gremio de la encuadernación. En estas circunstancias, para fijar el número proporcional de brazos necesarios a cada función, basta con una semana de experiencia [6].

Mediante el análisis de las actividades manuales, la especificación de los instrumentos de trabajo, la formación de obreros parciales, su agrupación y combinación en un mecanismo complejo, la división manufacturera del trabajo crea la organización cualitativa y la proporcionalidad cuantitativa de los procesos sociales de producción; es decir, crea una determinada organización del trabajo social, desarrollando con ello, al mismo tiempo, la nueva fuerza social productiva del trabajo. Como forma específicamente capitalista del proceso social de producción –que, apoyándose en las bases preestablecidas, sólo podía seguirse desarrollando bajo la forma capitalista–, esta organización no es más que un método especial de creación de plusvalía relativa, un procedimiento para incrementar las ganancias del capital –la llamada riqueza social, «riqueza de las naciones», etcétera– a costa de los obreros. Este método no sólo desarrolla la fuerza productiva social del trabajo para el capitalista exclusivamente, en vez de desarrollarla para el obrero, sino que, además, lo hace a fuerza de mutilar al obrero individual. Crea nuevas condiciones para que el capital domine sobre el trabajo. Por tanto, aunque por un lado represente un progreso histórico y una etapa necesaria en el proceso económico de formación de la sociedad, por otro lado, es un medio de explotación civilizada y refinada. 

La economía política, que no aparece como verdadera ciencia hasta el período de la manufactura, no acierta a enfocar la división social del trabajo más que desde el punto de vista de la división manufacturera del trabajo [7] como un medio para producir con la misma cantidad de trabajo más mercancías, con el consiguiente abaratamiento de éstas y, por tanto, una mayor celeridad en la acumulación del capital. Esta acentuación de la cantidad y del valor de cambio contrasta de un modo notable con la posición mantenida por los autores de la Antigüedad clásica, quienes insistían exclusivamente en la calidad y en el valor de uso [8]. La diferenciación entre las ramas de producción social hace que las mercancías se fabriquen mejor; los diversos instintos y talentos de los hombres buscan un campo apropiado para desenvolverse [9] y, sin restringirse es imposible hacer nunca nada importante [10]. Por tanto, la división del trabajo perfecciona el producto y el productor. Y si a veces se apunta también al incremento del volumen de productos, es aludiendo siempre a la mayor abundancia de valores de uso. No habla para nada del valor de cambio, del abaratamiento de las mercancías. Este punto de vista del valor de uso es el que impera tanto en Platón [11] para quien la división del trabajo constituye la base sobre que descansa la diferenciación social de las clases, como en Jenofonte [12] que, con su instinto burgués característico, se va acercando ya a la división del trabajo dentro del taller. La República de Platón, en lo que se refiere a la división del trabajo, como principio normativo del Estado, no es más que la idealización ateniense del régimen egipcio de castas; para algunos autores contemporáneos de Platón, como, por ejemplo, Isócrates [13], Egipto era el país industrial modelo, rango que todavía le atribuían los griegos en la época del Imperio romano [14]. 

Durante el verdadero período de la manufactura, o sea, el período en que ésta se erige en forma predominante del régimen capitalista de producción, tropieza con toda una serie de obstáculos que se oponen a la plena realización de sus tendencias. Como veíamos, la manufactura, además de implantar una organización jerárquica entre los obreros, establece una división simple entre obreros expertos e inexpertos; pues bien, a pesar de esto, la cifra de los segundos queda notablemente contrarrestada por la influencia predominante de los primeros. La manufactura adapta las operaciones especiales al diverso grado de madurez, fuerza y desarrollo de su órgano vivo de trabajo, viéndose por tanto impulsada a la explotación productiva de la mujer y del niño. No obstante, esta tendencia choca, en general, con los hábitos y la resistencia de los obreros varones. La descomposición de las faenas manuales reduce los gastos de formación, y por tanto el valor de los obreros, no obstante, los trabajos de detalle más difíciles exigen una época más larga de aprendizaje, que los obreros defienden celosamente aun en aquellos casos en que es inútil. Así, por ejemplo, en Inglaterra las «laws of apprenticeship», con sus siete años de aprendizaje, se mantienen en vigor íntegramente hasta fines del periodo manufacturero, hasta que la gran industria viene a arrinconarlas. Como la pericia manual del operario es la base de la manufactura y el mecanismo total que en ella funciona no posee un esqueleto objetivo independiente de los propios obreros, el capital tiene que luchar constantemente con la insubordinación de los asalariados. Exclama el amigo Ure:

«La naturaleza humana es tan imperfecta, que los obreros más diestros son también los más tercos y los más difíciles de manejar, y por tanto los que mayores daños infieren al mecanismo global con sus cabezas alocadas». (Andrew Ure; La filosofía de las manufacturas: o una exposición de la ciencia, la moral y la economía comercial del sistema fabril de Gran Bretaña, 1835)

Por eso, a lo largo de todo el periodo manufacturero resuenan las quejas de los patronos acerca de la indisciplina e insubordinación de los obreros [15]. Y si no poseyésemos los testimonios de autores de la época, los simples hechos de que desde el siglo XVI hasta la época de la gran industria el capital fracasase en su empeño de absorber todo el tiempo de trabajo disponible de los obreros manufactureros y de que las manufacturas tengan siempre una vida corta, viéndose obligadas por las constantes inmigraciones y emigraciones de obreros a levantar su sede de un país para fijarla en otro, hablarían con la elocuencia de muchos volúmenes. «¡Hay que poner orden, sea como fuere!», clama en 1870 el autor del «Essay on Trade and Commerce», tantas veces citado. Y la palabra «¡orden...!» resuena 66 años más tarde como un eco, en labios del doctor Andrew Ure. Es el «orden» que se echaba de menos en la manufactura, basada en «el dogma escolástico de la división del trabajo», y que, por fin, creó Arkwright. 

Además, la manufactura no podía abarcar la producción social en toda su extensión, ni revolucionarla en su entraña. Su obra de artificio económico se vio coronada por la vasta red del artesanado urbano y de la industria doméstica rural. Al alcanzar cierto grado de desarrollo, su propia base técnica, estrecha, hízose incompatible con las necesidades de la producción que ella misma había creado. Uno de sus frutos más acabados era el taller de fabricación de los propios instrumentos de trabajo, y sobre todo de los aparatos mecánicos complicados, que ya comenzaban a emplearse. Dice Ure:

«Estos talleres desplegaban ante la vista la división del trabajo en sus múltiples gradaciones. El taladro, el escoplo, el torno: cada uno de estos instrumentos tenía sus propios obreros, organizados jerárquicamente según su grado de pericia». (Andrew Ure; La filosofía de las manufacturas: o una exposición de la ciencia, la moral y la economía comercial del sistema fabril de Gran Bretaña, 1835)

Este producto de la división manufacturera del trabajo producía, a su vez, máquinas. Y la máquina pone fin a la actividad manual artesana como principio normativo de la producción social. De este modo, se consiguen dos cosas. Primero, desterrar la base técnica en que se apoyaba la anexión de por vida del obrero a una función parcial. Segundo, derribar los diques que este mismo principio oponía al imperio del capital». (Karl MarxEl Capital, Tomo I, 1867)

lunes, 12 de febrero de 2024

Plejánov, ¿por qué la sociología tiene gran precisión a la hora de estudiar la tendencia general y no tanto los fenómenos particulares?

«El socialismo utópico elaboró fácilmente planes para la futura estructura social. El socialismo científico, a pesar de la afirmación del señor Bernstein antes citada, no se ocupa de la sociedad futura, sino de definir esa tendencia que es peculiar al orden social actual. No pinta el futuro con colores brillantes: estudia el presente. Un ejemplo vívido: por un lado, la imagen de Fourier de la vida futura de la humanidad en los falansterios; por otro lado, el análisis de Marx del actual modo de producción capitalista.

Si los medios para eliminar las actuales incongruencias sociales no pueden idearse sobre la base de consideraciones generales sobre la naturaleza humana, sino que deben descubrirse en las condiciones económicas de nuestro tiempo, es evidente que su descubrimiento tampoco puede ser una cuestión de azar, independiente de estas condiciones. No, el descubrimiento en sí es un proceso conforme a la ley y accesible al estudio científico. 

El principio básico de la explicación materialista de la historia es que el pensamiento de los hombres está condicionado por su ser, o que, en el proceso histórico, el curso del desarrollo de las ideas está determinado, en última instancia, por el curso del desarrollo de las relaciones económicas. Si este es el caso, es claro que la formación de nuevas relaciones económicas necesariamente debe traer consigo la aparición de nuevas ideas correspondientes a las nuevas condiciones de vida. Y si a algún «hombre brillante» se le ocurre una nueva idea sociopolítica y se da cuenta, por ejemplo, de que el viejo orden social no puede durar, sino que debe ser reemplazado por uno nuevo, entonces esto no sucede por casualidad, como creyeron los socialistas utópicos, sino por la fuerza de una necesidad histórica bastante comprensible.

De la misma manera, la difusión de esta nueva idea sociopolítica, su asimilación por parte de los partidarios de ese «hombre brillante», no puede atribuirse al azar; gana terreno precisamente porque corresponde a las nuevas condiciones económicas y penetra precisamente en esa clase o estrato de la población que más que ningún otro siente las desventajas del sistema social obsoleto. El proceso de difusión de la nueva idea también resulta conforme a la ley. Y puesto que la difusión de la idea correspondiente a las nuevas relaciones económicas debe ir seguida, tarde o temprano, de su realización, es decir, de la eliminación del viejo orden y del triunfo del nuevo orden social, se sigue que todo el curso del desarrollo social, de toda «evolución social», con sus diversos aspectos y los rasgos «revolucionarios» que le son propios, se percibe ahora desde el punto de vista de la necesidad.

Aquí, entonces, tenemos a la vista la característica principal que distingue al socialismo científico del utópico. El socialista científico considera la realización de su ideal como una cuestión de necesidad histórica, mientras que el socialista utópico cifra sus esperanzas en el azar. Esto trae consigo un cambio correspondiente en los métodos de propaganda del socialismo. Los utópicos trabajaron al azar, dirigiéndose hoy a monarcas ilustrados, mañana a capitalistas emprendedores y ávidos de ganancias y al día siguiente a amigos desinteresados de la humanidad, etcétera. Los socialistas científicos, por el contrario, tienen un programa equilibrado y coherente basado en la comprensión materialista de la historia. No esperan que todas las clases de la sociedad simpaticen con el socialismo, siendo conscientes de que la capacidad de una clase determinada para ser receptiva a una idea revolucionaria concreta está condicionada por la posición económica de esa clase y que, de todas las clases de la sociedad contemporánea, solo el proletariado se encuentra en una posición económica que inevitablemente lo empuja a la lucha revolucionaria contra el orden social imperante. También aquí, como en todas partes, los socialistas científicos no se contentan con considerar la actividad del hombre social como la causa de los fenómenos sociales; miran más profundamente y perciben esta causa en sí misma como una consecuencia del desarrollo económico. Aquí, como en todas partes, examinan la actividad consciente de los hombres desde el punto de vista de su necesidad:

«Si no tuviéramos mejor testimonio de la futura revolución del actual modo de distribución de los productos del trabajo, con el contraste hiriente de la miseria y la opulencia, del hambre y el exceso, que la conciencia de que ese modo de distribución es injusto y que el derecho tiene que triunfar finalmente, nuestra situación sería bastante mala y nuestra espera bastante larga. Los místicos medievales que soñaban con la llegada de un reino de los Mil Años ya tenían consciencia de la injusticia del antagonismo de clase. En el umbral de la historia moderna, hace trescientos cincuenta años, Thomas Münzer lanzó semejante grito por el mundo. Y ese mismo grito suena −y se apaga− en las revoluciones burguesas inglesa y francesa. Y si hoy ese grito de la abolición de los antagonismos y las distinciones de clases, que hasta 1830 dejaba frías a las masas laboriosas y oprimidas, se repite por millares, encuentra eco entre millones, se apodera de un país tras otro con la misma intensidad con que se desarrolla en los diversos países la gran industria, si ese grito ha conquistado en una generación una fuerza que puede hacer frente a todos los poderes unidos contra él y puede estar segura de su triunfo en un futuro próximo, ¿a qué se debe todo ello? A que, por una parte, la gran industria moderna ha creado un proletariado, una clase que, por primera vez en la historia, puede reivindicar la exigencia de suprimir no tal o cual organización de clase o tal o cual privilegio de clase, sino las clases como tales, y que se encuentra en tal situación que tiene que imponer esa exigencia so pena de hundirse en la condición del culí chino. Y, por otra parte, a que esa misma gran industria ha creado con la burguesía una clase que posee el monopolio de todos los instrumentos de producción y todos los medios de existencia, pero que prueba en todos los períodos de loca exaltación y en todas las crisis subsiguientes que siguen a esos períodos, que ya es incapaz de seguir dominando las fuerzas productivas que han crecido más de lo que su poder abarca; una clase bajo cuya dirección la sociedad corre hacia la ruina como una locomotora cuyo maquinista fuera demasiado débil para abrir la bloqueada válvula de seguridad. Dicho de otro modo: este fenómeno se debe a que tanto las fuerzas productivas engendradas por el moderno modo de producción capitalista como el sistema de distribución de bienes por él creado, han entrado en flagrante contradicción con el modo de producción mismo, y ello hasta tal punto que tiene que producirse una revolución de los modos de producción y distribución que elimine todas las diferencias de clase, si es que la entera sociedad moderna no quiere perecer. En ese hecho tangible, material, que se impone más o menos claramente, pero con necesidad invencible en el espíritu de los proletarios explotados; en ese hecho −y no en las ideas de tal o cual sabio de gabinete sobre lo justo y lo injusto−, reside la certeza de la victoria del socialismo». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)

martes, 6 de febrero de 2024

¿Revitalizó Sorel el marxismo como proclamó Mariátegui?; Equipo de Bitácora (M-L), 2021

[Publicado originalmente en 2021. Reeditado en 2024]

«¿Cuál fue para el peruano José Carlos Mariátegui la fuente de la revitalización del marxismo en el siglo XX? Atentos, porque no tiene desperdicio:

«Georges Sorel, tan influyente en la formación espiritual de Lenin, ilustró el movimiento revolucionario socialista −con un talento que Henri de Man seguramente ignora, aunque en su volumen omita toda cita del autor de «Reflexiones sobre la violencia»− a la luz de la filosofía bergsoniana, continuando a Marx». (...) Vitalismo, activismo, pragmatismo, relativismo, ninguna de estas corrientes filosóficas, en lo que podían aportar a la revolución, han quedado al margen del movimiento intelectual marxista. (…) A través de Sorel, el marxismo asimila los elementos y adquisiciones sustanciales de las corrientes filosóficas posteriores a Marx. Superando las bases racionalistas y positivistas del socialismo de su época». (José Carlos Mariátegui; En defensa del marxismo, 1928)

El autor peruano ignoraba u ocultaba que Sorel fue el precursor del «sindicalismo revolucionario», ideología que tanto influenciaría a las huestes anarquistas y fascistas por su violencia, vitalismo y pensamiento irracional. En sus escritos, el pensador francés, pese a un periodo inicial de simpatía por el marxismo a finales del siglo XIX, acabó apoyando postulados religiosos y ultranacionalistas, se declaró favorable a la «intuición» de filósofos idealistas como Bergson y la «moralidad» de reformistas como Proudhon. De hecho, se dedicó en varias obras a atacar los fundamentos del socialismo científico de Marx y Engels. 

Por esta razón, Lenin, jefe de los marxistas rusos, calificó a Sorel como un mero charlatán:

«Se equivoca usted, señor Poincaré: sus obras prueban que hay personas que no pueden pensar más que contrasentidos. Una de ellas es Georges Sorel, confusionista bien conocido». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y empiriocriticismo, 1909)

En cambio, para el señor Mariátegui, ¡fueron Sorel y el resto de escuelas idealistas quienes revitalizaron el marxismo y al propio Lenin! 

Para muestra un botón: los estudiosos del fascismo español, como Julio Gil Pecharromán, reconocían que la obra de Georges Sorel «Reflexiones sobre la violencia» (1908), fue absolutamente clave para la formación del ideario de José Antonio Primo de Rivera, el fundador de Falange Española. Esto no es ningún secreto, ya que dicha obra también formaba parte del plan de lecturas del líder fascista destinado a los falangistas de las prisiones de Madrid o Alicante. Véase la obra de Francisco Bravo Martínez: «Historia de FE-JONS» (1940). 

Hasta el propio Benito Mussolini reconoció la influencia del pensamiento de Sorel en el fascismo:

«Reformismo, revolucionarismo, centrismo, incluso los mismos ecos de estos neologismos, se han debilitado, mientras que en el gran torrente del fascismo se encuentran las corrientes que nacen de Sorel, de Peguy, de Lagardelle, el del «movimiento socialista» y de las fuentes del sindicalismo italiano, que entre 1904 y 1914 aportaron una novedad en el ambiente socialista italiano». (Benito Mussolini; La doctrina del fascismo, 1932)

Dicho esto, en este capítulo el lector podrá encontrar los siguientes apartados en los que iremos descomponiendo la cuestión que aquí nos atañe: a) ¿En qué se basaba el incipiente marxismo francés del siglo XIX?; b) El contexto histórico-político que da luz al sorelismo es fruto de la bancarrota reformista; c) La crítica de Sorel y Croce al materialismo histórico; d) ¿Es cierto que Marx no sistematizó ninguna teoría? ¿Fue todo un invento de Engels?; e) La filosofía soreliana del conocimiento; f) ¿Convirtieron los discípulos de Marx sus ideas en un dogma?; g) El fetiche por la huelga general y los conatos de economicismo por doquier; y, por último, h) El «mito soreliano» como condición «sine qua non» para movilizar al pueblo.

 ¿En qué se basaba el incipiente marxismo francés del siglo XIX?

Bien, aunque comencemos desviándonos algo del tema central, la cuestión de Mariátegui, este ejercicio será necesario para profundizar sobre Sorel y conocer cuánto daño han hecho este tipo de prácticas políticas ciegas, siempre muy duchas en frases de alta sonoridad revolucionaria, pero de esencia más que discutible. Solo así podremos comprender hasta qué punto Mariátegui estaba promocionando la ideología soreliana, que como iremos comprobando no solo era incompatible con el marxismo, sino también antagónica a este.

Pero, ¿cómo surge el «sorelismo» en Francia y por qué influye a posteriori a tantas corrientes reaccionarias? Uno de los principales motivos es que Georges Sorel buscaba «limpiar su cabeza» de los «dogmas saint-simonianos y positivistas». Más tarde, sabedor de las osadías que en su momento cometió el socialismo utópico y la sociología burguesa para intentar «hacer ciencia» −por medio de sus fórmulas infantiles y sus metodologías rudimentarias−, intentó justificar su acercamiento a la «filosofía de la intuición», capitaneada por su estimado compatriota Henri Bergson. 

Sin embargo, esta frustración hacia los movimientos y filosofías precedentes no termina ahí ni es su único motivo de «rebeldía» contra el «racionalismo», pues, aunque parezca un tópico, debemos tener en cuenta −entre otros motivos− la fuerza desmoralizadora que supuso para muchos como él la dudosa práctica de los partidos marxistas, quienes se denominaban de distintas formas: «socialdemócratas», «socialistas», «obreros», etc. El propio Sorel, al ser un testigo de época, reflexionó sobre la crisis que asolaba al movimiento marxista, el cual, en aquel momento, destinaba gran parte de sus energías a batir a sus enemigos internos. Algunas cabezas visibles, otrora fieles al marxismo, ahora parecían estar con un pie en el abismo, cruzando la línea entre el marxismo y su revisión, como ocurriría con el famoso caso de Eduard Bernstein, a quien Sorel tanto influenció en el desenlace de su deserción. Véase la obra de Georges Sorel: «La polémica por la interpretación del marxismo: Bernstein y Kautsky» (1900).