viernes, 27 de enero de 2023

¿Por qué para el revolucionario es imprescindible el estudio de las leyes naturales y sociales?; Equipo de Bitácora (M-L), 2022

«En esta extensa sección indagaremos sobre un tema que ha sido objeto de debate en la filosofía, economía política, historia y otros múltiples campos: a) ¿qué entiende el materialismo histórico cuando se habla de «ley»?;  b) ¿quién ha dicho que las leyes naturales y sociales son eternas?; c) ¿qué hay de las leyes socio-naturales en la nueva sociedad comunista?; d) ¿cómo el idealismo niega la existencia objetiva de la ley y la condiciona a la actividad del sujeto?; e) el debate soviético sobre «destruir y crear nuevas leyes»; f) la experiencia china como ejemplo histórico del voluntarismo y sus resultados; g) ¿cuál es la forma más rápida de identificar a un charlatán o un místico?

¿Qué entiende el materialismo histórico cuando se habla de «ley»? 

Empecemos con un comentario del padre del socialismo científico, Karl Marx, respondiendo a Proudhon y los utópicos sobre la cuestión social y el papel de la ciencia, dejando claro que los hombres no pueden hacer lo que gusten en cualquier situación, ya que heredan unas condiciones materiales muy determinadas; en tanto, solo pueden actuar acorde a esta herencia y a la habilidad de lidiar con ella:

«¿Qué es la sociedad, cualquiera que sea su forma? El producto de la acción recíproca de los hombres. ¿Pueden los hombres elegir libremente esta o aquella forma social? Nada de eso. (…) Los hombres no son libres árbitros de sus fuerzas productivas −base de toda su historia−, pues toda fuerza productiva es una fuerza adquirida, producto de una actividad anterior. Por tanto, las fuerzas productivas son el resultado de la energía práctica de los hombres, pero esta misma energía se halla determinada por las condiciones en que los hombres se encuentran colocados, por las fuerzas productivas ya adquiridas, por la forma social anterior a ellos, que ellos no crean y que es producto de la generación anterior». (Karl Marx; Miseria de la filosofía, 1847)

Lenin, por su parte, estaba muy familiarizado con el voluntarismo de los populistas y otras expresiones políticas semianarquistas; por lo que, influenciado por los textos de Marx, Engels y Plejánov, nunca negó ni mucho menos el carácter objetivo de esas leyes:

«Sólo una cosa es inmutable, desde el punto de vista de Engels: el reflejo en la conciencia humana −cuando existe conciencia humana− del mundo exterior, que existe y se desarrolla independientemente de la misma». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Materialismo y empiriocriticismo, 1909) 

Lo importante aquí es que, como declaraba Lenin en sus escritos filosóficos, la «ley» es el «fenómeno esencial», siendo una prueba de la conexión y dependencia mutua de las cosas. Sin embargo, tal «ley» que encontramos en el «fenómeno», aun siendo este su expresión principal, solo es un aspecto parcial; no abarcando todo lo que puede subyacer en él. ¿Por qué? Porque tal «fenómeno», que refleja una «ley», no expresa sino un momento determinado, pero en su movimiento dinámico los fenómenos bien pueden acabar desarrollando variantes y, por ende, establecer nuevas leyes. De ahí la famosa frase de Marx: «¡Si siempre coincidiese esencia y fenómeno la ciencia sería superflua!». Nos ha de quedar claro, entonces, que:

«El concepto de ley es una de las etapas de la cognición por el hombre de la unidad y de la conexión, de la dependencia recíproca y la totalidad del proceso mundial. (…) Ley es lo permanente −lo persistente− en los fenómenos −la ley es lo idéntico en los fenómenos−. (…) La ley toma lo fijo −y por lo tanto la ley, toda ley, es estrecha, incompleta, aproximada−. (…) Ergo, ley y esencia son conceptos del mismo tipo −del mismo orden−, o más bien del mismo grado, y expresan la profundización del conocimiento, por el hombre, de los fenómenos, del mundo, etc. (…) La ley es el reflejo de lo esencial en el movimiento del universo. (…) Fenómeno = totalidad. Ley = parte. El fenómeno es más rico que la ley». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Resumen del libro de Hegel «Ciencia de la lógica», 1914)

A su vez, el pensador ruso se encargó de advertir que, este proceso que es el acceso al conocimiento científico, siempre es condicionado para el hombre:

«El conocimiento es la aproximación eterna, infinita, del pensamiento al objeto. El reflejo de la naturaleza en el pensamiento del hombre debe ser entendido, no «en forma inerte», no «en forma abstracta», no carente de movimiento, no sin contradicciones, sino en el eterno proceso del movimiento, en el surgimiento de las contradicciones y su solución». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Resumen del libro de Hegel «Ciencia de la lógica», 1914)

Por si alguno se lo pregunta, en efecto, las leyes y las diferentes categorías de las ciencias sociales no son iguales que las que operan en las ciencias naturales, ¡faltaría más!:

«Las leyes generales del movimiento, tanto el del mundo exterior como el del pensamiento humano: [son] dos series de leyes idénticas en cuanto a la esencia, pero distintas en cuanto a la expresión, en el sentido de que el cerebro humano puede aplicarlas conscientemente, mientras que en la naturaleza, y hasta hoy también, en gran parte, en la historia humana, estas leyes se abren paso de un modo inconsciente, bajo la forma de una necesidad exterior, en medio de una serie infinita de aparentes casualidades». (Friedrich Engels; Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)

Sin embargo, esto, en palabras de Engels, «no altera para nada el hecho de que el curso de la historia se rige por leyes generales de carácter interno». Es decir, las sociedades humanas en su perpetua evolución también se rigen por leyes propias. Aun así, el «sujeto» tampoco puede decidir crearlas artificiosamente. Sobre este tema no merece la pena detenernos, ya que Engels se extendió en dicha obra y otras, por lo que el lector puede comprobar las diferencias más evidentes entre la historia natural y la historia social. Pero vale la pena rescatar una emisiva escrita en sus últimos años de vida, donde evidenció que una de las dificultades de la historia social era que el sujeto participa en ella −con todos los problemas que ello conlleva−, o dicho de otro modo, tiene la capacidad de autoevaluarse a cada paso:

«La naturaleza es grandiosa, y siempre me ha encantado volver a ella para variar del movimiento de la historia, pero la historia es aún más grandiosa que la naturaleza. Esta ha necesitado millones de años para producir unos seres vivientes conscientes, y ahora estos seres conscientes necesitan millares de años para actuar juntos conscientemente; conscientes de sus acciones no solo como individuos, sino también como masa; actuando conjuntamente y persiguiendo en común un objetivo común previamente querido. Ahora casi lo hemos alcanzado. El espectáculo de este proceso, del advenimiento progresivo de algo nunca visto hasta ahora en la historia de nuestra tierra, creo que merece la atención, y durante toda mi vida jamás he podido separar los ojos de él. Pero es algo fatigoso, sobre todo cuando uno se cree llamado a participar activamente en ese proceso; entonces es cuando el estudio de la naturaleza aparece como un gran alivio y como un remedio. Pues, al fin y al cabo, la naturaleza y la historia son los dos factores que nos hacen vivir y ser lo que somos». (Friedrich Engels; Carta a G. Lamplugh, 11 de abril de 1893)

En cualquier caso, Engels liquidó las falsas pretensiones de los pensadores idealistas al aclarar muy correctamente que:

«La libertad no consiste en una soñada independencia respecto de las leyes naturales, sino en el reconocimiento de esas leyes y en la posibilidad, así dada, de hacerlas obrar según un plan para determinados fines. Esto vale tanto respecto de las leyes de la naturaleza externa como respecto a aquellas que rigen la existencia física y espiritual del hombre mismo». (Friedrich Engels; Anti-Dühring, 1878)

Aunque la intención de Engels está suficientemente clara, esto no impidió que algunos autores manipularan o especulasen sobre qué quiso decir al respecto, como veremos más tarde con el caso soviético.

sábado, 21 de enero de 2023

Plejánov sobre la ilusión óptica sobre el papel de las grandes personalidades en la historia


«Supongamos, en efecto, que el fenómeno «A» tiene que producirse necesariamente si existe una determinada suma de condiciones. Ustedes me han demostrado que esta suma, en parte, existe ya y la otra parte será asegurada en un determinado momento «T». Convencido de eso, yo, hombre que simpatiza con el fenómeno «A», exclamo: «¡Muy bien!», y me echo a dormir hasta el día feliz en que se produzca el acontecimiento predicho por ustedes. ¿Qué resultará de ello? Lo siguiente: según los cálculos de ustedes, la suma necesaria para que se produzca el fenómeno «A» comprendía también mi actividad, igual por ejemplo, a «a». Pero como yo me eché a dormir, en el momento «T» la suma de condiciones favorables para el advenimiento de dicho fenómeno ya no será «S», sino «S-a», lo que altera la situación. Mi lugar será probablemente ocupado por otro hombre, que también se hallaba próximo a la inactividad, pero sobre quien ha ejercido una influencia saludable el ejemplo de mi apatía, que le pareció muy repulsiva. En este caso, la fuerza «a» será sustituida por la fuerza «b», y si «a» es igual a «b (a=b)», la suma de condiciones que favorecen el advenimiento de «A» quedará igual a «S» y el fenómeno «A» se producirá en el mismo momento «T». Pero si la fuerza mía no es igual a cero, si soy un militante hábil y capaz y nadie me puede sustituir, entonces la suma «S» no será completa y el fenómeno «A» o se producirá más tarde de lo que habíamos calculado o no se producirá tal como lo esperábamos, o no se producirá de ningún modo. (...)

Además, es necesario hacer notar lo siguiente; discurriendo sobre el papel de las grandes personalidades en la Historia, somos víctimas casi siempre de cierta ilusión óptica, que convendrá indicar al lector.

Al ejecutar su papel de «buena espada» destinada a salvar el orden social, Napoleón apartó de dicho papel a todos los otros generales, algunos de los cuales quizá lo habrían desempeñado tan bien o casi tan bien como él. Una vez satisfecha la necesidad social de un gobernante militar enérgico, la organización social cerró el camino hacia el puesto de gobernante militar a todos los demás talentos militares. Su fuerza se convirtió en una fuerza desfavorable para la revelación de otros talentos de este género. Gracias a ello se tiene la ilusión óptica a que antes nos referíamos. La fuerza personal de Napoleón se nos presenta bajo una forma en extremo exagerada, puesto que le atribuimos toda la fuerza social que la elevó a un primer plano y la apoyaba. Esa fuerza se nos presenta como algo absolutamente excepcional, porque las demás fuerzas idénticas a ella no se transformaron de potenciales en reales. Y cuando se nos pregunta qué habría ocurrido si no hubiese existido Napoleón, nuestra imaginación se embrolla y nos parece que sin él no hubiera podido producirse todo el movimiento social sobre el que se apoyaba su fuerza y su influencia. En la historia del desarrollo intelectual de la humanidad es muy raro el caso en que el éxito de un individuo impide el éxito de otro. Pero incluso en este caso, no estamos libres de la citada ilusión óptica. Cuando una situación determinada de la sociedad plantea ante sus representantes espirituales ciertas tareas, éstas atraen hacia sí la atención de los espíritus eminentes hasta tanto que consigan resolverlas. Una vez logrado esto, su atención se orienta hacia otros objetos. Después de resolver un problema, el hombre de talento «A», con lo mismo, dirige la atención del hombre de talento «B» de este problema ya resuelto hacia otro problema. Y cuando se nos pregunta qué habría sucedido si «A» hubiese muerto antes de lograr resolver el problema «X», nos imaginamos que el hilo del desarrollo intelectual de la sociedad se habría roto. Olvidamos que, en caso de morir «A», de la solución del problema se habrían encargado «B» o «C» o «D» y que, de este modo, el hilo del desarrollo intelectual no se habría cortado a pesar de la muerte prematura de «A».

Dos condiciones son necesarias para que el hombre dotado de cierto talento ejerza gracias a él una gran influencia sobre el curso de los acontecimientos. Es preciso, en primer término, que su talento corresponda mejor que los demás a las necesidades sociales de una época determinada; si Napoleón en vez de su genio militar, hubiese poseído el genio musical de Beethoven, no habría llegado, naturalmente, a ser emperador. En segundo término, el régimen social vigente no debe cerrar el camino al individuo dotado de un determinado talento, necesario y útil justamente en el momento de que se trate. El mismo Napoleón habría muerto como un general poco conocido o con el nombre de coronel Bonaparte si el viejo régimen hubiese durado en Francia setenta y cinco años más [42]. En 1789 Davout, Desaix, Marmont y Mac Donald eran subtenientes; Bernadotte, sargento-mayor; Hoche, Marceau, Lefevre, Pichegru, Ney, Masséna, Murat, Soult, sargentos; Angereau, maestro de esgrima; Lannes, tintorero; Gouvion-Saint-Cyr, actor; Jourdan, repartidor; Bessiéres, peluquero; Brune, tipógrafo; Joubert y Junot eran estudiantes de la Facultad de Derecho; Kléber era arquitecto; Mortier no ingresó en el ejército hasta la revolución [43].

Si el viejo régimen hubiese continuado existiendo hasta hoy, a nadie de nosotros se nos habría ocurrido pensar que, a fines del siglo pasado, en Francia, algunos actores, tipógrafos, peluqueros, tintoreros, abogados, repartidores y maestros de esgrima eran genios militares en potencia [44]. 

Stendhal hace notar que un hombre nacido el mismo año que Ticiano, es decir, en 1477, habría podido ser contemporáneo de Rafael –muerto en 1520– y de Leonardo de Vinci –muerto en 1519– durante cuarenta años; habría podido pasar largos años con Gorregio, muerto en 1534, y con Miguel Ángel, que llegó a vivir hasta 1563; no habría tenido más que treinta y cuatro años cuando murió Giorgione; habría podido conocer a Tintoreto, Bassano, al Veronés, a Julio Romano y Andrea del Sarto; en una palabra habría sido contemporáneo de todos los famosos pintores, a excepción de los que pertenecían a la escuela de Bolonia, que apareció un siglo después [45]. Del mismo modo puede decirse que el hombre nacido el mismo año que Wouverman, habría podido conocer personalmente a casi todos los grandes pintores de Holanda [46], y que un hombre de la misma edad que Shakespeare habría sido contemporáneo de toda una pléyade de notables dramaturgos [47]. 

Hace tiempo que se ha hecho la observación de que los talentos aparecen siempre y en todas partes, allá donde existen condiciones favorables para su desarrollo. Esto significa que todo talento que se ha manifestado efectivamente, es decir, todo talento convertido en fuerza social es fruto de las relaciones sociales. Pero si esto es así, se comprende por qué los hombres de talento, como hemos dicho, sólo pueden hacer variar el aspecto individual y no la orientación general de los acontecimientos; ellos mismos existen gracias únicamente a esta orientación; si no fuera por eso nunca habrían podido cruzar el umbral que separa lo potencial de lo real.

De suyo se comprende que hay talentos y talentos. «Cuando una nueva etapa en el desarrollo de la civilización da vida a un nuevo género de arte –dice con razón Taine–, aparecen decenas de talentos que expresan solo a medias el pensamiento social, en torno a uno o dos genios que lo expresan a la perfección» [48]. Si causas mecánicas o fisiológicas desvinculadas del curso general del desarrollo social, político e intelectual de Italia hubieran causado la muerte de Rafael, Miguel Ángel y Leonardo de Vinci en su infancia, el arte pictórico italiano sería menos perfecto, pero la orientación general de su desarrollo en la época del Renacimiento seguiría siendo la misma. No fueron Rafael, Leonardo de Vinci ni Miguel Ángel los que crearon esa orientación: ellos sólo fueron sus mejores representantes. Es verdad que en torno de un hombre genial se forma generalmente toda una escuela, cuyos discípulos tratan de imitar hasta los menores procedimientos; por eso, la laguna que habrían dejado en el arte italiano de la época del Renacimiento con su muerte prematura Rafael, Miguel Ángel y Leonardo de Vinci habría ejercido una gran influencia sobre muchas particularidades secundarias de su historia futura. Pero tampoco esta historia habría cambiado en cuanto al fondo, si debido a ciertas causas generales, no se hubiera producido un cambio fundamental en el curso general del desarrollo intelectual de Italia.

Es sabido, sin embargo, que las diferencias cuantitativas se transforman, en fin de cuentas, en cualitativas. Esto es cierto siempre, y por lo tanto, también lo es aplicado a la Historia. Una determinada corriente artística puede no haber alcanzado ninguna manifestación notable si una combinación de circunstancias desfavorables hace que desaparezcan uno tras otro los hombres de talento que habrían podido convertirse en sus representantes. Pero la muerte prematura de estos hombres no impide la manifestación artística de dicha corriente, sino cuando no es lo suficientemente profunda para destacar nuevos talentos. Y como la profundidad de cualquier corriente dada, tanto en la literatura como en el arte, está determinada por la importancia que tiene para la clase o capa social cuyos gustos expresa y por el papel social de esta clase o capa, aquí también todo depende, en última instancia, del curso de desarrollo social y de la correlación de las fuerzas sociales». (Gueorgui Plejánov; El papel del individuo en la historia, 1898)

lunes, 9 de enero de 2023

Plejánov explicando a Labriola por qué la «raza» no puede explicar el arte de los pueblos

«Ciertamente que, al dibujar la imagen del hombre, la influencia de las particularidades raciales no puede menos de dejarse sentir sobre el «ideal de belleza» de los artistas primitivos. Es sabido que cada raza, sobre todo en las primeras fases del desarrollo social, se considera la más hermosa y apreciada en alto grado precisamente aquellos rasgos que la distinguen de otras razas. Pero, en primer término, estas peculiaridades de la estética racial, por cuanto son constantes, no pueden modificar con su influencia el curso del desarrollo del arte, y en segundo término, esas particularidades mismas se mantienen solo hasta un determinado momento, es decir, únicamente bajo ciertas condiciones. En los casos en que una tribu se ve obligada a reconocer la superioridad de otra tribu más desarrollada, su presunción racial desaparece, siendo reemplazada por la imitación de gustos ajenos, considerados antes ridículos y, a veces, incluso como deshonrosos y repugnantes. En esto, ocurre con el salvaje lo mismo que con el campesino de la sociedad civilizada, que al principio ridiculiza las costumbres y la manera de vestir de los habitantes de la ciudad, pero luego, con la aparición y el aumento del dominio de la ciudad sobre el campo, trata de asimilarlos en la medida de lo posible.

En cuanto a los pueblos históricos, señalemos ante todo que la palabra raza no puede ni debe, en general, emplearse a propósito de ellos. No conocemos ni un solo pueblo histórico del que se pueda decir que es un pueblo de raza pura; cada uno de ellos es el resultado de un proceso extraordinariamente largo e intenso de cruzamiento y mezcla de diferentes elementos étnicos.

¡Prueben, después de eso, a determinar la influencia de la «raza» sobre la historia de las ideologías de tal o cual pueblo!

A primera vista parece que no hay cosa más simple y acertada que la idea de la influencia del medio geográfico sobre el temperamento de los pueblos y a través del temperamento, sobre la historia de su desarrollo intelectual y estético. Pero a Labriola, le hubiera bastado recordar la historia de su propio país para convencerse de lo erróneo de esta idea. Los italianos de hoy viven en el mismo medio geográfico en que vivían los antiguos romanos y, sin embargo, qué poco se asemeja el «temperamento» de los tributarios contemporáneos de Menelik, al temperamento de los rudos conquistadores de Cartago!

Si se nos ocurriera explicar por el temperamento de los italianos la historia del arte italiano, por ejemplo, nos detendríamos muy pronto perplejos ante la cuestión de conocer las causas a que obedecen los cambios profundos que el temperamento, por su parte, ha experimentado en diferentes épocas y en distintas partes de la península de los Apeninos. (...) 

La ciencia social ganaría enormemente si abandonáramos, por fin, la mala costumbre de achacar a la raza todo lo que nos parece incomprensible en la historia intelectual de un pueblo. Es posible que también los rasgos distintivos de las tribus hayan tenido cierta influencia sobre dicha historia. Pero esta influencia hipotética era, seguramente, tan insignificante, que en interés de la investigación vale más admitir que es nula y estudiar las particularidades observadas en el desarrollo de tal a cual pueblo como producto de unas condiciones históricas especiales de dicho desarrollo y no como resultado de la influencia de la raza. Se comprende que nos encontraremos con no pocos casos en los que no estaremos en condiciones de indicar cuáles han sido, precisamente, las condiciones que han originado las particularidades que nos interesan. Pero lo que hoy no es accesible a la investigación científica, mañana puede serlo. La invocación de las particularidades raciales no es cómoda por el hecho de que da por terminada la investigación ahí precisamente donde debe comenzar. ¿Por qué la historia de la poesía francesa no se parece a la historia de la poesía alemana? Por una razón muy sencilla: el temperamento del pueblo francés era tal, que de su seno no podía surgir ni un Lessing, ni un Schiller, ni un Goethe. ¡Gracias por la explicación; ahora todo está claro!

Labriola diría, naturalmente, que él está más lejos que nadie de semejantes explicaciones que nada explican. Y sería exacto. Hablando en términos generales. Labriola comprende perfectamente toda la inutilidad de esas explicaciones y sabe bien desde qué punto hay que abordar la solución de problemas como el citado por nosotros como ejemplo. Pero al reconocer que el desarrollo intelectual de los pueblos se complica por sus particularidades raciales, ha corrido el riesgo de incidir a sus lectores a un grave error y ha demostrado estar dispuesto a hacer, si bien es cierto que en algunos puntos de poca importancia, algunas concesiones a las viejas formas de pensar perjudiciales para la ciencia social. Contra tales concesiones van dirigidas nuestras observaciones.

No sin fundamento calificamos de vieja la concepción por nosotros refutada sobre el papel de la raza en la historia de las ideologías. Esta concepción no es más que una variedad de la teoría, muy difundida en el siglo pasado, según la cual todo el curso de la historia se explica por las propiedades de la naturaleza humana. La concepción materialista de la historia es completamente incompatible con esta teoría. Según la nueva concepción, la naturaleza del ser social cambia junto con las relaciones sociales, por lo tanto, las propiedades generales de la naturaleza humana no pueden explicar la historia. Partidario ardiente y convencido de la concepción materialista de la historia, Labriola ha reconocido, sin embargo, en cierta medida aunque muy pequeña, la exactitud también de la vieja concepción. Pero por algo dicen los alemanes: «quien dice A, también tiene que decir B». Labriola, al reconocer la exactitud de la vieja concepción en un caso, se ha visto obligado a reconocerla también en algunos otros. ¿Es que hace falta decir que la unión de dos puntos de vista opuestos ha tenido que dañar a la cohesión del conjunto de sus concepciones?». (Gueorgui Plejánov; Concepción materialista de la historia, 1897)

miércoles, 4 de enero de 2023

Baldomero Espartero; Karl Marx, 1854

«Una de las peculiaridades de las revoluciones consiste en que precisamente cuando el pueblo parece estar a punto de dar un gran salto y de abrir una nueva era, se deja arrastrar por las ilusiones del pasado y deja todo el poder e influencia, que tan costosamente ha conseguido, en manos de hombres que representan, o se supone que representan, el movimiento popular de una época pasada. Espartero es uno de esos hombres tradicionales a los que el pueblo está acostumbrado a llevar a hombros en momentos de crisis social y de los que después, al igual que del perverso viejo que rodeaba obstinadamente con sus piernas el cuello de Simbad el Marino, es difícil librarse.

Preguntad a un español de la llamada escuela progresista cuál es el valor político de Espartero y os responderá enseguida que «Espartero representa la unidad del gran partido liberal, Espartero es popular debido a que ha salido del pueblo; su popularidad opera exclusivamente en favor de la causa de los progresistas». Es cierto que Espartero es hijo de un artesano y que se ha encaramado hasta convertirse en regente de España; lo es también que, tras ingresar en el ejército como soldado raso, lo abandonó como mariscal de campo. Pero si él es el símbolo de la unidad del gran partido liberal, sólo puede serlo de aquel punto indiferente de unidad en el que los extremos se neutralizan. Por lo que hace a la popularidad de los progresistas, no exageramos si decimos que la perdieron en el momento en que la transfirieron de la masa del partido a este individuo singular. 

No necesitamos más prueba del carácter ambiguo y excepcional de la grandeza de Espartero que el simple hecho de que, hasta ahora, nadie ha sido capaz de justificarla. Mientras sus amigos se refugian en generalidades alegóricas, sus enemigos, aludiendo a un rasgo extraño de su vida privada, declaran que es un jugador afortunado. De manera que ambos, amigos y enemigos, tienen iguales dificultades para descubrir alguna relación lógica entre el hombre tal cual es y su fama y renombre. 

Los méritos militares de Espartero son tan discutidos como indiscutibles son sus defectos políticos. En una gruesa biografía, escrita por el señor Flórez, insiste mucho en sus hazañas militares y su actuación de general, exhibidas en las provincias de Charcas, La Paz, Arequipa, Potosí y Cochabamba, donde luchó a las órdenes del general Morillo, encargado entonces de someter los estados suramericanos a la autoridad de la corona española. Pero la impresión general que producen sus proezas guerreras en tierras suramericanas sobre la excitable mente de sus paisanos queda suficientemente caracterizada con su designación como jefe del ayacuchismo y al de sus partidarios como ayacuchos, aludiendo a la desgraciada batalla de Ayacucho, en la que España perdió definitivamente Perú y Suramérica. En todo caso, es un héroe muy fuera de lo común, un héroe cuyo bautismo histórico data de una derrota, en vez de una victoria. En los siete años de guerra contra los carlistas, nunca se distinguió por uno de esos golpes de audacia por los que Narváez, su rival, fue pronto conocido como un soldado de nervios de acero. Poseía, sin duda, el don de sacar el mayor provecho posible de pequeños triunfos, pero fue pura suerte que Maroto le entregara las últimas fuerzas del Pretendiente, mientras que el levantamiento de Cabrera en 1840 no fue más que un póstumo intento de galvanizar los huesos sin vida del carlismo. El mismo señor Marliani, uno de los admiradores de Espartero e historiador de la España moderna, no puede menos de confesar que esa guerra de siete años no es comparable más que con las riñas sostenidas en el siglo X entre los pequeños señores de las Galias, en las que el éxito no era resultado de una victoria. Por otra fatalidad, resulta que, de todas las proezas peninsulares de Espartero, la que causó una impresión más viva en la memoria pública fue, si no exactamente una derrota, sí al menos una acción singularmente extraña en un héroe de la libertad: Espartero se hizo célebre como bombardeador de ciudades, de Barcelona y Sevilla. Si, como dice un escritor, los españoles quisieran pintar a Espartero como Marte, veríamos a este dios en forma de ariete.