«Los conservadores, liberales, socialdemócratas y tantos otros llevan repitiendo durante siglos la misma retahíla sobre el «fiasco objetivo del marxismo», argumentos que a todos nos resultan muy familiares. Suelen recurrir a dos variantes: a) «Dado que su movimiento político no está en su mejor momento... habríamos de reflexionar sobre si esto es fruto de unas bases doctrinales ya de por sí utópicas»; b) «Dado que el marxismo se ha equivocado en ciertas cosas, ¿no habría que desconfiar de todo y dejar en suspenso sus supuestos axiomas?». ¿Qué contestar a esto? Pues que incluso en el caso de partir de premisas concretas y ciertas −cosa que estos acusadores no siempre pueden comprobar, y cuando lo intentan, suele ser a través de reduccionismos que nada ayudan a hallar o aclarar el fallo−, ambas sugerencias tienen muchas lagunas. Nos explicamos. Toda esta forma de proceder equivaldría en el mundo de la arquitectura a que cuando haya una grieta, una gotera o una columna se muestre débil, los «expertos» decretasen automáticamente que hay que tirar abajo todo el edificio «por el bien de la seguridad de sus habitantes» −sin más estudio de si esta estructura estaba mal diseñada desde un principio o si sus elementos se han resentido con el paso de los años−, ¿y qué puede ocurrir? Que quizás este edificio no solo sea habitable, sino que aun con todo sigue siendo el más seguro de la manzana gracias al resto de sus mecanismos inteligentes que se usaron para distribuir correctamente el peso.
Entiéndase, que para refutar de forma inmediata este infantilismo acusatorio, lo mejor sería preguntarse: ¿qué movimiento nace, crece y se desarrolla sin incurrir en falsos pronósticos, teorías inexactas o fracasos políticos? En honor a la verdad, nosotros no conocemos a ninguno que bajo este mundo terrenal no se haya visto obligado −tarde o temprano− a rectificar o matizar sus planteamientos, que no haya cosechado derrotas y que no se haya visto necesitado de estudiarlas para reformularse y fortalecerse. Ahora, nada de esto significa que dicho movimiento deba abjurar de los aciertos de su pasado, ni que todas sus creencias sean automáticamente falsas, ni mucho menos que no se pueda distinguir una «ortodoxia» reconocible −que es ya el colmo de la palabrería intelectual−.
Los revisionistas y sus antecedentes históricos para intentar revisar la «ortodoxia»
En realidad, estos debates son tan antiguos como el marxismo mismo, y existen multitud de ejemplos históricos que vale la pena rescatar.
En España el movimiento revolucionario cometió el lamentable error de aceptar sin más a un intelectual como Miguel de Unamuno, quien para 1894 celebró su adhesión declarando al marxismo como «la religión de la humanidad» (sic). Y cuando a este señor se le dejó claro que esta cosmovisión del mundo no podía ser más que una terrible equivocación, fruto seguramente de su enorme desconocimiento, no tuvo otra que desertar, no sin antes dejarnos una colección de todo tipo de jeremiadas:
«Yo también tengo mis tendencias místicas, pero éstas van encarnando en el ideal socialista, tal cual lo abrigo. Sueño con que el socialismo sea una verdadera reforma religiosa cuando se marchite el dogmatismo marxiano y se vea algo más que lo puramente económico». (Miguel de Unamuno; Carta a Clarín, 31 de mayo de 1895)
¿A dónde condujo su visión «no dogmática» de las cosas? Dos años después, en 1896 ya proclamaba la unión de:
«Socialistas colectivistas; libertarios, socialistas anarquistas; socialistas cristianos; evangélicos; católicos, sindicalistas; societarios etc., etc. Cuantos más, mejor». (Miguel de Unamuno; Signo de vida, 1896)
Para entender el destino de un intelectual tan inestable como Unamuno el lector bien puede repasar las obras de Pablo Iglesias Posse «Programa socialista» (1886) o «Falsos revolucionarios» (1889), en donde se anticipaban el comportamiento de estos breves compañeros de viaje que siempre van surgiendo. El resto es conocido por todos: Unamuno acabaría en las filas de la reacción y sus ideas serían clave en lo sucesivo para inspirar al fascismo español. Véase la obra: «El fascismo español, ¿una «tercera vía» entre capitalismo y comunismo?» (2014).
Pero, sin duda, la figura que más dio que hablar en esos días fue Eduard Bernstein. Aunque hubo multitud de precedentes, este bien se merece ser llamado el «padre del revisionismo» ya que, como veremos en capítulos siguientes, sentó las bases ideológicas de lo que todos los revisores del marxismo harían en lo sucesivo. Lo característico de Bernstein es que adoptó una estratagema que se haría muy común: en primer lugar, partiendo de las propias filas marxistas, lanzó teorías de dudosa credibilidad que siempre justificó reivindicándose como un «ortodoxo», solo que, a diferencia de otros, él creía contar con la capacidad para interpretar mejor que nadie los textos de los «maestros», incluso corregir sus errores; sin embargo, tiempo después, cuando abandonó ya sin disimulos los fundamentos del marxismo, pasó a considerar que todos los «ortodoxos» que continuaban defendiendo el marxismo eran seres «utópicos» y «dogmáticos».
Ante la pregunta: «¿Es posible el socialismo científico?», Bernstein llegó a la conclusión en sus investigaciones de que no, pues, según él, ningún «ismo» puede ser una «ciencia». En cualquier caso, leamos al protagonista para tratar de entenderle:
«Ismo denota una visión del mundo, una tendencia, un sistema de pensamientos o requisitos, y no ciencia en absoluto. La base de cualquier ciencia verdadera es la experiencia; construye su edificio sobre el conocimiento acumulado. El socialismo, en cambio, es la doctrina del orden social futuro, y precisamente por eso su rasgo más característico no puede establecerse científicamente». (Eduard Bernstein; Conferencia pronunciada para la Unión de Estudiantes de Berlín para el Estudio de las Ciencias Sociales, 1901)
Esto de calificar al marxismo como una «ideología», «visión del mundo» o «sistema de pensamiento» incompatible con los lineamientos científicos ha sido muy común. Este ha sido y sigue siendo uno de los argumentos más utilizados por los antimarxistas de cualquier signo, quienes presentándose como «hombres de ciencia» se enredan en sus propios galimatías lingüísticos, creando problemas donde no los hay. Desde Rusia, el marxista «ortodoxo» Plejánov contestó muy correctamente a todo este tipo de especulaciones y ataques hacia el marxismo, explicando que cualquier aporte científico indiscutible −como el darwinismo− no deja de ser tampoco un «sistema de pensamiento» mediatizado y comprobado a través de una «experiencia» acumulada por varias generaciones.
Por tanto, si Bernstein hubiera reflexionado vería que el debate sobre «la imposibilidad de la existencia del socialismo científico» sólo puede probarse si «la imposibilidad de la previsión científica de los fenómenos sociales se hace evidente». Es decir, que antes de resolver la cuestión de la posibilidad del socialismo científico, debe resolverse primero la cuestión de la posibilidad de la ciencia social en general:
«En primer lugar, hablemos de la relación entre «ismos» y ciencia. Si el Sr. Bernstein tenía razón al decir que ningún «ismo» puede ser una ciencia, entonces está claro que, por ejemplo, el darwinismo tampoco es una «ciencia». Pero entonces, ¿qué es el darwinismo? Si queremos permanecer fieles a la teoría de Bernstein, entonces tendremos que clasificar esta enseñanza como un «sistema de pensamiento». Pero acaso el sistema de los pensamientos no puede ser ciencia, y ¿no es la ciencia un sistema de pensamientos? El Sr. Bernstein obviamente piensa que no. Pero él piensa tan simplemente por un malentendido, simplemente porque un terrible lío reina en su propio «sistema de pensamientos». Que la ciencia construye su edificio sobre la base de la experiencia es ahora conocido por todo escolar sensato. Pero ese no es el punto en absoluto. Consiste en: ¿qué construye exactamente la ciencia a partir de la experiencia? Y solo una respuesta es posible a esto: sobre la base de la experiencia, la ciencia construye ciertas generalizaciones −«sistemas de pensamiento»−, que a su vez forman la base de una cierta previsión de los fenómenos. Pero la previsión se refiere al tiempo futuro. Por lo tanto, no toda consideración sobre el futuro está desprovista de base científica. Si la vieja idea de que el presente está preñado de futuro es cierta, entonces el estudio científico del presente debería permitirnos juzgar el futuro no sobre la base de algunas profecías misteriosas o algún razonamiento arbitrario y abstracto, sino precisamente sobre la base de la «experiencia», sobre la base del conocimiento acumulado por la ciencia». (Gueorgui Plejánov; Prefacio a la traducción de la obra de Friedrich Engels «Del socialismo científico al socialismo científico» (1880), 1901)
Como demostró aquí Plejánov, tratar de refutar el carácter científico del marxismo porque este propone «un orden social futuro» es negar lo elemental de las ciencias sociales. Sí, el marxismo usa la experiencia pasada para entender la evolución a futuro de las sociedades e impulsar cambios en ellas, y es que el interés de toda ciencia no solo es entender el pasado, sino también modificar el orden futuro con la implementación de sus avances y descubrimientos. Y sí, toda ciencia se nutre de un sistema de pensamientos que la vuelven operativa. Negar todo esto, es negar la posibilidad de generar y aprovechar cualquier conocimiento científico en las ciencias sociales. De hecho, es negar la posibilidad de cualquier cambio social sobre premisas objetivas, científicas. Un disparate que, por desgracia, caló hondo −y sigue haciéndolo hoy en día− en la mente de diversas personalidades influyentes en el campo del socialismo, y por las cuales se tuvieron que dedicar más esfuerzos de la cuenta para contrarrestar su pésima influencia. Véase el subcapítulo: «Eduard Bernstein y la polémica sobre el revisionismo (1896-1899)».
En la Rusia de 1899, los «marxistas legalistas» como Peter Struve se habían agrupado para recibir y estudiar las últimas «innovaciones ideológicas» de Alemania, donde el revisionista Eduard Bernstein y los suyos llevaban unos años azotando esta polémica desde 1896. El resultado fueron obras de Struve como «La teoría marxista del desarrollo social. Experiencia crítica» (1899). Pero, ¿aportaban algo nuevo estas «investigaciones»? En absoluto, como ahora veremos, no solo eran una repetición de lo ya dicho por Bernstein, sino que lo que no cubrían con esto era salvado pidiendo actos de fe y una promesa de futuras investigaciones que, por supuesto, nunca llegaban −¿les resulta familiar?−:
«Struve lleva mucho tiempo practicando la «crítica» de Marx. Pero hasta hace poco, sus ejercicios «críticos» no eran sistemáticos: se limitaba, en su mayor parte, a breves declaraciones orgullosas de que él, el señor Struve, no estaba infectado de «ortodoxia» y estaba bajo el signo de «crítica», o comentarios lacónicos sobre el tema de que en tal o cual cuestión los seguidores «ortodoxos» de Marx se equivocan, mientras que los marxistas «críticos» dicen la verdad. Pero tales breves comentarios y declaraciones lacónicas no explicaron exactamente en qué estaban arraigados los errores de los marxistas «ortodoxos» y cómo exactamente los señores «críticos» iban a superarlos. Uno solo podría especular sobre esto. Lo más probable de ello parecía ser que Marx y sus seguidores «ortodoxos» estaban equivocados porque no fueron eclipsados por la gracia de la llamada filosofía crítica, que trae una luz brillante a la visión del mundo del Sr. P. Struve y su gente «crítica» de ideas afines». (Gueorgui Plejánov; El señor Struve como crítico de la teoría del desarrollo social de Marx, 1901)
En resumen, los «marxistas legales» de Struve señalaron con el dedo acusatorio a los «marxistas ortodoxos» de Plejánov o Lenin como unos «dogmáticos» cegados por la «tradición». En cambio, el señor Struve declaró orgulloso que él y los suyos estaban ya explorando «nuevos horizontes» −el neokantismo− y cultivando los futuros éxitos −aunque lo único que en verdad preparaban era su deserción al campo de los liberales−:
«Hablando de la literatura marxista, Struve formula la siguiente observación general: «Las paráfrasis ortodoxas continúan dominando, pero no pueden ahogar la nueva corriente crítica, porque en los problemas científicos la verdadera fuerza está siempre de parte de la crítica, y no de la fe». De acuerdo con lo expuesto, nos hemos convencido de que «la nueva corriente crítica» no nos asegura contra la repetición de viejos errores. (...) No creamos que la ortodoxia significa aceptar todo como artículo de fe, excluir las metamorfosis críticas y el desarrollo ulterior, que la ortodoxia permite encubrir los problemas históricos con esquemas abstractos. Si existen discípulos ortodoxos incursos en estos pecados de verdadera gravedad, la culpa recae totalmente sobre ellos, y no sobre la ortodoxia, que se distingue por cualidades diametralmente opuestas». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Algo más sobre la teoría de la realización, 1899)
En 1900, el pensador y activista francés George Sorel propuso la idea de que habrían sido Engels, Bebel y otros los que, según él, habrían distorsionado a Marx convirtiendo sus trabajos en verdades cerradas e incontestables, y que este era el motivo real por el cual los partidos socialdemócratas como el francés o el alemán habían comenzado a entrar en barrena:
«En el fondo, ¿el materialismo histórico no sería un capricho de Engels? Marx habría indicado un camino, y Engels habría pretendido transformar esta indicación en teoría, y lo ha hecho con el dogmatismo pedante y a veces burlesco del escolar: luego ha venido Bebel, el cual ha elevado la pedantería a la altura de un principio». (Georges Sorel; Carta a Benedetto Croce, 19 de octubre de 1900)
Poco después, en 1907-08, también se propuso liberar a la humanidad de las «utopías» de Marx con su «sindicalismo revolucionario», que básicamente era no solo volver a Proudhon y abrazar a Bergson, sino caer en su noción mística del «mito» que elevaba la «huelga general» como la «fuerza motriz más poderosa». Véase el capítulo: «¿Revitalizó Sorel el marxismo como proclamó Mariátegui?» (2021).
¿Existe eso que se le llama «ortodoxia» o es un mito?
Según la RAE por «ortodoxo» debemos entender en su segunda acepción: «Conforme con la doctrina fundamental de un sistema político, filosófico». ¿Y bien? No hace falta mencionar que quienes bajo el relativismo y el escepticismo aseguran que el marxismo-leninismo −con la andadura que tiene a estas alturas− no tiene paradigma a seguir, que no puede saber qué le es inherente y qué no, qué tesis están dentro de sus patrones y cuáles no, son unos charlatanes redomados. El pensamiento y actuar de este tipo de sujetos jamás será consecuente, por la sencilla razón de que no estudian y toman esta doctrina bajo lineamientos constatables, en consecuencia, su sistematización de los conocimientos siempre será arbitraria: creen estar por encima de las sentencias de la historia, de la realidad objetiva, que pueden coger lo que les guste de esta y aquella experiencia. Los portadores de ese «marxismo creador y heterodoxo» no están sino confesando que su teoría y práctica opera bajo coordenadas bastante alejadas de los cánones que se le presuponen; es más, si realmente fuesen hombres de ciencia habrían comprendido ya que, para que esta no se estanque, debe siempre de ser «creadora» ante los retos que enfrenta cada día, a cada hora, pero jamás en el sentido que le dan estos caballeros. Para cualquier corrección o derribo de los axiomas, las hipótesis planteadas deben comprobarse. No basta con articular deseos e implementar voluntarismos de todo tipo, como acostumbran estos seres, quienes hacen caso omiso de todo esto. De no cumplirse con estos requisitos básicos para tener un criterio riguroso de «estudio» y «actualización», la ideología que se portará será un dogma, entendiéndose este como un planteamiento indiscutible que se acepta exclusivamente por actos de fe. Por esta razón el revisionismo suele ser sinónimo de laxitud, ambigüedad y eclecticismo, dado que se abandonan las razones científicas, no existen límites para especular y decorar a gusto de uno la ideología que se sigue.
Por este motivo, si uno quiere ser consecuente a la hora de «revolucionar» cualquier doctrina o cualquier estructura partidista no puede eludir responsabilidades intelectuales, no puede darle la espalda a la historia ni jugar a dejar para otro día los análisis que hoy son más que urgentes. Esta actitud que venimos comentando, y que rechaza todo esto, llega a extremos surrealistas, como querer reunir a figuras con un desempeño tan dispar como Marx y Proudhon, Engels y Bakunin, Lenin y Luxemburgo, Stalin y Trotski, o Hoxha y Mao. Y es que ponerlos a todos sobre la misma base alegando que «todos eran grandes revolucionarios» de los que «se pueden extraer cosas buenas», es infantil, ridículo. Por supuesto, toda figura, famosa o no, está condicionada por unas limitaciones históricas del conocimiento que se manifiestan en su tiempo y que hicieron imposible que acertase en todo y haya previsto todo de forma impecable. Pero no se puede partir de medias verdades, de falacias como que «todos tuvieron errores» para acabar equiparando los presuntos fallos cometidos por los primeros con los de los segundos; ya que mientras en el primer bloque podemos hablar de equivocaciones −incluso algunas de ellas muy severas y no corregidas en vida−, en el segundo caso los tropiezos no fueron casuales ni esporádicos, sino continuos y sumamente graves, hasta el punto de violar de forma reiterada y con alevosía los fundamentos más elementales del socialismo científico. ¿Se entiende la enorme diferencia? En unos los errores fueron el accidente, en otros fueron la voz cantante de su actuar político.
Esto no quiere, decir, faltaría más, que el materialismo histórico abogue por una idolatría hacia sus «figuras inmaculadas», por un desapego hacia la investigación porque «todo está dado» o un reduccionismo de los fenómenos históricos para «ir tirando», y ni mucho menos pretende vulgarizar la exposición de sus sólidas conclusiones. En este sentido hay infinidad de autores marxistas que fueron muy explícitos respecto a estos problemas y peligros. Si hubo un pensador especialmente preocupado porque la doctrina de Marx y Engels no cayera en una dolorosa esclerosis a causa de la simple devoción y canonización de todo lo que dijesen ellos −por ser ellos−, ese fue sin duda el ya mencionado Antonio Labriola, que fustigaba a todo aquel que operase así. ¿Por qué? Porque, en realidad, esto significaba que estos «marxistas» de pacotilla no habían comprendido lo más básico del espíritu y esencia que rodeó toda la actividad de estos dos representantes. ¿Qué contestó a los clichés, incomprensiones y obstáculos que encontró a su paso?
En primer lugar, aclaró que nadie en su sano juicio consideraría que todos los descubrimientos o méritos del materialismo histórico, generalmente condensados en su literatura referencial, son una colección de libros sapienciales acabados, que contienen todas las verdades de la humanidad de ayer, hoy y mañana:
«El socialismo no es ni una iglesia ni una secta a la que falta un dogma y una fórmula fija. (…) No hay expresión más insípida y más ridícula que llamar a «El Capital» (1867) la Biblia del socialismo. Por otra parte, la Biblia, que es un conjunto de libros religiosos y de obras teológicas, ha sido hecha por los siglos. Y de ser aquel una Biblia, ¡el socialismo solo no daría a los socialistas toda la ciencia! (…) Son los fragmentos de una ciencia y de una política que están en perpetuo devenir, y que otros −no digo que esto sea el trabajo de cualquiera− deben y pueden continuar. Luego, para comprenderlos completamente es necesario relacionarlos a la vida misma de sus autores; y en esta biografía está como el rasgo y el surco, y a veces el índice y el reflejo, de la génesis del socialismo moderno. (…) Aquellos que no siguen esta génesis buscarán en estos fragmentos lo que no se encuentra y lo que no debe encontrarse, por ejemplo: respuesta a todos los problemas que la ciencia histórica y la ciencia social pueden ofrecer en su desenvolvimiento y en su variedad empírica, o una solución sumaria de los problemas prácticos de todos los tiempos y de todos los lugares». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)
En segundo lugar, recomendó que para corregir o ampliar la gama de saberes positivos lo primero era tener un conocimiento riguroso de sus fuentes −responsabilidad que antaño se enfrentaba a colosales dificultades, pero que hoy día están más que superadas por los avances tecnológicos, la abundancia de traducciones y las grandes recopilaciones existentes−:
«Para que aquellos que en este primer comienzo deseen ocuparse de la doctrina en cuestión con pleno conocimiento de causa puedan hacerlo con la menor dificultad posible y en posesión de las fuentes, me parece que sería el deber del partido alemán darnos una edición completa y crítica de todos los escritos de Marx y de Engels; −espero una edición acompañada de prefacios explicativos, de referencias, de notas y de indicaciones−. Esto sería ya una obra tan meritoria como la de evitar a los viejos libreros la posibilidad de hacer especulaciones indecentes −de esto sé algunas cosas−. (…) Es así solamente que los escritores de otros países podrán tener a su disposición todas las fuentes que, conocidas en otras condiciones, por reproducciones dudosas o por vagos recuerdos, han producido este extraño fenómeno: que no había sobre marxismo, hasta hace poco tiempo, casi ningún trabajo en otra lengua que en alemán que fuera el resultado de una crítica documentada, sobre todo si salían de la pluma de escritores de otros partidos revolucionarios o de otras escuelas socialistas». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)
En tercer lugar, recordó que aun con la mayor difusión de los textos conocidos −tarea necesaria−, tal labor nunca es suficiente para despertar y poner en marcha a un movimiento que sea consciente de su situación y sus objetivos −a lo sumo sirve para prepararlo, para desperezarse−. Por tal motivo, este debe aprender a producir sus propias reflexiones para atender a los problemas particulares −que surgen en relación a un tiempo y espacio determinados−, algo en lo que por ejemplo los italianos iban muy a la zaga en comparación con sus homólogos. Por todo esto y mucho más, los revolucionarios y sus agrupaciones deben buscar el tiempo y la manera de organizarse para trabajar, máxime teniendo en cuenta sus particularidades, ya que jamás van a contar con la protección y financiación de sus enemigos:
«Pensar es producir. Aprender es producir reproduciendo. (...) Hay, pues, dificultades más íntimas, de más grande alcance y de mayor peso. Aún si sucediera que los editores y libreros, hábiles y diligentes, se dieran por tarea propalar, no solamente en Francia, sino por todo país civilizado, las traducciones de todas las obras escritas sobre materialismo histórico, esto serviría solamente para estimular, pero no para formar y constituir en cada una de esas naciones las energías activas que producen y tienen despierta una corriente de pensamiento. Nosotros no sabemos bien y ciertamente qué es lo que somos nosotros mismos capaces de producir, pensando, trabajando, ensayando y experimentando, siempre en medio de las fuerzas que nos pertenecen como propias, sobre el terreno social y en el ángulo visual en el que nos hallamos. (...) En nuestras filas son muy raras las fuerzas intelectuales. (…) En el conjunto de lo que ha sido escrito en serio y correcto sobre este particular, no hay aún una teoría que haya salido del estado de primera formación. (...) Los socialistas, por las razones ya expuestas y por otras muchas aún, no han podido dedicar el tiempo, los cuidados y los estudios necesarios para que tal tendencia mental adquiera la amplitud de desenvolvimiento y la madurez de escuela, como la que alcanzan las disciplinas que, protegidas o al menos no combatidas por el mundo oficial, crecen y prosperan por la cooperación constante de numerosos colaboradores. ¿El diagnóstico del mal no es casi un consuelo?». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)
En cuarto lugar, advirtió al público −y recurriendo a Engels para ello− de la insuficiencia en cuanto a los esfuerzos teóricos del movimiento revolucionario, de que la doctrina, en comparación a otras de la época como el darwinismo, iba a la zaga en cuanto a «desarrollo intensivo y extensivo», a «la cantidad de materiales», a «la multiplicidad de los agregados con otros estudios», a las «diversas correcciones metódicas» y a la «interminable crítica que le ha sido hecha por partidarios y adversarios». En cambio:
«Es necesario tener en cuenta todavía una circunstancia grave. En todas partes de la Europa civilizada, los talentos −verdaderos o falsos− tienen muchas posibilidades de ser ocupados en los servicios del Estado y en lo que puede ofrecerles de ventajoso y prominente la burguesía, cuya muerte no está tan cercana, como creen algunos amables fabricantes de extravagantes profecías. No es necesario asombrarse si Engels [Prefacio al tercer volumen de «El Capital» (1894)] escribía: «Como en el siglo XVI, lo mismo en nuestra época tan agitada, no hay, en el dominio de los intereses públicos, teóricos puros más que del lado de la reacción». Estas palabras tan claras como graves bastan por sí solas para tapar la boca a los que gritan que toda inteligencia ha pasado a nuestro lado, y que la burguesía baja actualmente las armas». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)
En quinto lugar, ¿cuál era una de las diferencias decisivas entre el nuevo socialismo científico y el viejo socialismo utópico? Pues que en el socialismo científico ya no se estilan las discusiones bizarras entre sus miembros a partir de las meras preferencias y apetencias personales de cada uno, sino que los debates de interés deben emerger a partir de fórmulas bien estudiadas y extraídas directamente de la práctica viva. Respecto a esto, no cabe duda que mantenerse apartado de la palabrería estéril y el practicismo ciego es una virtud que muy pocos han logrado a lo largo de la historia. Pero, ¿con aspiración a qué se debate? No para satisfacer la vanidad personal o para cumplir con una «misión divina», sino para intentar que el movimiento emancipador supere las formas anquilosadas que sus miembros han detectado, o, en su defecto, para que se perfeccionen las que aún son válidas. A esto último, el italiano lo calificó como «divergencias útiles», porque estimulaban una competencia sana en pro de la mejora. Además, enfatizó el hecho de que el movimiento de cada país tiene que tener tareas que, por inercia de la época, muchas veces serán semejantes a las de sus vecinos, por lo que, en muchas cuestiones programáticas, los revolucionarios de los diferentes países tomaran poco a poco una «tendencia común». Todo esto cerraba el paso a la libre especulación −o mejor dicho lo acotaba notablemente−:
«Ante esta experiencia intuitiva de la política del socialismo, lo que es lo mismo decir de la política del proletariado, han caído las viejas divergencias de escuela, de las cuales algunas eran en verdad variedades y mescolanzas de vanidad literaria, para dar lugar a las divergencias útiles que nacen espontáneamente de las diferentes maneras por las que se tratan los problemas prácticos. (...) Significa que en adelante nadie puede ser socialista si no se pregunta a cada instante: ¿qué es necesario pensar, decir o hacer en interés del proletariado? Ya no hay más lugar para los «dialécticos», que en realidad son sofistas, como lo fue Proudhon, ni para los inventores de sistemas sociales subjetivos, ni para los fabricantes de revoluciones privadas. La indicación práctica de lo que es factible es dado por la condición del proletariado, y esta condición puede ser apreciada y medida precisamente porque está la medida del marxismo −hablo aquí de la cosa real y no del símbolo− como doctrina progresiva. (...) Mientras los contornos del socialismo como acción práctica se van precisando, todas las ideologías y todas las «poesías» antiguas se evaporan, no dejando tras de sí más que un simple recuerdo de palabrerías. (...) Como en materia de actividad intelectual no hay sugestión posible, y como el pensamiento no va mecánicamente de un cerebro a otro, los grandes sistemas no se expanden más que a consecuencia de la similitud de las condiciones sociales de que disponen, arrastrando consigo muchos espíritus al mismo tiempo. El materialismo histórico se expandirá, se precisará y tendrá también una historia. Según los países, será su «colorido» y modalidad diversas. Esto no acarreará ningún mal siempre que no se desvirtúe el núcleo filosófico, por así decir, que hay en el fondo». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)
En último lugar, estas palabras eran un claro ataque hacia las tendencias de escuelas como la «historicista» y similares. Estas, basándose en «condiciones concretas muy específicas» e «irrepetibles», aún mantienen hoy que determinados procesos no pueden ser englobados ni equiparados a ninguna otra experiencia y, por tanto, no son susceptibles de ser verificables; simplemente estos fenómenos históricos «suceden» y hay que «entenderlos a su manera». Huelga decir que, bajo tal relativismo a cuestas, la cuestión de conocer las causas y evaluar las posibles equivocaciones son imposibles, lo que a su vez impide todo avance para implementar posibles correcciones:
«Todos esos trabajos tienen un fondo común, el materialismo histórico, entendido en el triple sentido: de tendencia filosófica, en la concepción general de la vida y del mundo; de crítica de la economía, que por su esencia no puede ser reducida a leyes sino en tanto representen una fase histórica determinada; y de interpretación política, sobre todo de la que es necesaria y sirve para la dirección del movimiento obrero hacia el socialismo. (...) Como esta doctrina es en sí la crítica, no puede ser continuada, aplicada y corregida si no lo es críticamente. (...) De ahí que este libro [«El capital» (1867)], que nunca es dogmático, precisamente porque es crítico, y crítico no en el sentido subjetivo de la palabra, sino porque presenta la crítica en su forma antitética y, por lo tanto, mostrando la contradicción de las cosas mismas, no se extravía jamás, ni aún en la descripción histórica, en el «historicismo vulgaris», cuyo secreto consiste en renunciar a la investigación de las leyes de los cambios y en pegar, sobre estos cambios simplemente enumerados y descritos, la etiqueta de procesos históricos, de desenvolvimiento y de evolución». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)
Lo visto hasta aquí es muy diferente, y no tiene que ver, con las barrabasadas a las que llegaron los «reconstitucionalistas», quienes resulta que un buen día de 2005 llegaron directamente a la conclusión de que no existe una «ortodoxia» como tal para orientar la línea política del movimiento revolucionario:
«Tras el fracaso del Ciclo de Octubre no ha quedado en pie nada que pueda servir de base teórica a la formulación de una línea política revolucionaria acabada de inmediata aplicación. (…) No existe ortodoxia posible cuando la doctrina debe ser reconstituida». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja; Nº32, 2005)
¡Esto sin duda constituye el mayor hito de la «Línea de Reconstitución» (LR) dentro de su competición por entrar de cabeza en los anales de la majadería! ¿Y qué deducen de tal conclusión revelada por sus sabios? Que... lamentablemente, hoy por hoy, no podemos identificar una «ortodoxia», y por tanto, no hemos logrado condensar aún una guía con suficientes garantías como para poder iluminar nuestra actividad con paso seguro. ¡Vaya! Sí, aunque el lector se quede perplejo, al parecer este es el «gran servicio» de la LR tras casi tres décadas de existencia... ¡introducirnos en la ciénaga del relativismo para luego intentar que andemos sobre las arenas movedizas del eclecticismo! Y, bajo tales preceptos, ¿quién se negaría a seguirles en esta aventura de la «incógnita perpetua»? Al parecer, estamos condenados a vagar sin rumbo, al menos hasta que nuestros eruditos «reconstitucionalistas» vengan a revelarnos las tablas de los «diez mandamientos» de la LR y nos obliguen a renegar de «adorar» a ese «becerro de oro» llamado marxismo-leninismo.
«Lo que está en el origen de la crisis del marxismo no es su incapacidad para conocer el mundo, sino el grado de impotencia, debido al desgaste sufrido durante el desarrollo del Ciclo revolucionario, a que se ha visto reducido para transformarlo». (Movimiento Anti-Imperialista; Alrededor de la ciencia y la praxis revolucionaria, 2013)
Para hablarnos de «la caducidad del marxismo» los «reconstitucionalistas» siempre traen a colación, cómo no, los fracasos de las experiencias del «Ciclo de Octubre», abierto en 1917. Inexplicablemente, miran a los «vulgares marxistas» por encima del hombro, como si ellos hubieran inaugurado un «nuevo ciclo» coronado con aportaciones teóricas de interés, constataciones prácticas irrefutables, épicas victorias políticas y una amplia influencia fruto de todo lo anterior… Pero resulta que, por el momento, no hay rastro de todo esto. Si el marxismo-leninismo está «anticuado», si no ha resistido la prueba del tiempo porque ha sufrido severos «fracasos», ¿qué abríamos de decir entonces sobre el movimiento «reconstitucionalista», que se hundió estrepitosamente en 2006 sin haber cogido impulso? Ellos contestarán: «¡Pero no seáis mezquinos, ahora hemos logrado reagruparnos!». Ya… han resurgido como el Ave Fénix, estamos asistiendo a la segunda era del movimiento de la «reconstitución» −¡sintámonos afortunados!−, pero sus protagonistas no deben haber aprendido mucho, ya que igualmente no han superado la misma barrera de la primera etapa. Como ya les pasó con «La Forja» en los años 90, hoy tampoco son capaces de cumplir con sus humildes proyectos: apenas pueden sacar adelante su nueva revista política «Línea Proletaria», con una media de una publicación anual −¡cuidado!−. Donde, para más inri, repiten lo mismo proclamado ya mil veces por los clásicos del revisionismo, incluso tienen que valerse de artículos de terceros para rellenar hueco. ¿Dónde está entonces su autoridad para proclamar esto y aquello si no cumplen ni una mínima producción regular y original? ¿Cómo van a pretender que nos creamos que ellos van a «separar el grano de la paja» si aún siguen en pañales, teniendo que recurrir a Mao, Gonzalo, Korsch, Lukács y Bob Avakian como sus tutores?
No sabemos si los libros de historia hablarán mañana de un «nuevo ciclo» revolucionario; pero si así es, desde luego será por otras razones de índole cronológica, política y demás. Llamadnos escépticos, pero no tenemos mucha confianza en que este «nuevo ciclo» se abra ante nosotros gracias a las «cruciales aportaciones» de los «reconstitucionalistas», cuya carta de presentación ha sido recuperar los trapos de la vieja filosofía idealista −como ese bochorno de la «filosofía de la «autoconciencia», el cual promete superar la «gnoseológica marxista» de «corte burgués» (La Forja, Nº33, 2005), a base de impresiones subjetivistas, como veremos en los siguientes capítulos−.
¿Qué es eso de que «el marxismo-leninismo está podrido de revisionismo»?
Continuemos, esta vez con lo que un simpatizante de la LR nos dedicaba en redes sociales, palabras que, pensamos, resumen la neblina mental de esta pobre gente:
«@akira_rec: Primero, negarse a reconocer que el marxismo-leninismo está podrido de ideología revisionista parte del idealismo objetivo: concebir la teoría revolucionaria como una luminaria que «está ahí», es pura por sí misma, y si uno quiere ser revolucionario «sólo tiene que abanderarla». (Akira; Twitter, 7 de mayo de 2021)
Aunque no deje de ser burdo, para el idealista es normal tender a confundir las etiquetas de los movimientos políticos con su doctrina real −la que practican sus protagonistas y, por tanto, de la que parten realmente, sean conscientes o no−; ¡sentimos tener que ser nosotros los que le revelen al señor Akira que los hombres no son lo que dicen ser sino lo que hacen! Proclamar que el «marxismo-leninismo está podrido de ideología revisionista» es un absurdo en sí mismo. Si hablamos, no de simples conatos, sino de un movimiento, doctrina y sujetos que rezuman revisionismo por los cuatro costados, entonces, este movimiento, sus protagonistas y la doctrina que portan, no es ya marxismo-leninismo −por mucho que se mantenga su simbología o fraseología− sino revisionismo institucionalizado; y este no es sino una vuelta a otras corrientes, sean a través de propuestas más «filosóficas» −hegelianismo, kantismo, positivismo, posmodernismo−; «económicas» −fisiocracia, escuela clásica, keynesianismo− o «políticas» −reformismo, anarquismo, liberalismo, fascismo o X−. Entiéndase que esta forma de pensar de los «reconstitucionalistas» se vuelve aún más insostenible, sobre todo, cuando se tienen las pretensiones de lanzar a los cuatro vientos la conclusión fatalista de que: «¡No existe ortodoxia!» −lo cual siempre oculta que en verdad al sujeto no le gusta la «ortodoxia» que tiene delante, y le gustaría remplazarla con un poco de esto y otro poco de aquello−.
Párrafos como el que sigue son un ejemplo perfecto de la distorsión de la realidad a la que tienen que recurrir para sostener su cuento:
«[Althusser] recoge una larga tradición ortodoxa del marxismo, que es la de la comprensión cientifista-positivista. (…) Enlaza a su vez con las modas académicas de la Francia del momento, marcadas por el auge del estructuralismo. (…) Al mismo tiempo, permanecía encuadrado en la corriente prosoviética mayoritaria del [Movimiento Comunista Internacional] MCI, no abandonando el [Partido Comunista Francés] PCF, y, aún como «enfant terrible», asumiendo la mayoría de sus posiciones. Todo este posicionamiento ambiguo, en la intersección de varias corrientes ideológicas y políticas, es lo que le catapultó a ser durante un cierto tiempo el filósofo de moda del marxismo, seguido a la vez por corrientes enfrentadas entre sí. (…) En definitiva, el Althusser militante comunista de los 60 y 70 del siglo pasado sólo representa el último intento ortodoxo −en el sentido señalado de imbricación en la corriente positivista dominante en el marxismo desde la II Internacional− de rescatar el marxismo de su crisis. (…) El francés no era más que la última y más estirada expresión, quedó en bancarrota con los estertores del Ciclo de Octubre. (…) El rígido objetivismo althusseriano mutó, de modo lógico y necesario, en su perfecto opuesto: un subjetivismo desenfrenado, pues no otra cosa es ese materialismo aleatorio que el francés enarboló en sus últimos años. (…) Se adaptó perfectamente a los nuevos tiempos intelectuales de la posmodernidad». (Movimiento Anti-Imperialista; Alrededor de la ciencia y la praxis revolucionaria, 2013)
Dejemos por ahora a un lado la tesis «reconstitucionalista» de que el marxismo, ya desde sus comienzos, fue poco menos que una variante del positivismo −algo que repetirían en su «Línea Proletaria Nº3» (2018)−, una aberración que será pulverizada en siguientes capítulos sin demasiado esfuerzo. En cualquier caso, ¿quién en su sano juicio tomaría hoy al señor Althusser como un «representante ortodoxo del marxismo» o como «filósofo marxista de moda» −salvo uno de sus discípulos o un académico burgués sin remota idea de estos temas de «rojos»−? Pues por lo visto un «reconstitucionalista» igualmente ignorante. Estos caballeros se han olvidado de un par de «detalles» biográficos, ya que si por algo destacó el señor Althusser no fue solo con su fuerte impronta estructuralista, por todos conocida; sino que, como él mismo confesó en 1980, desde que comenzó sus andanzas siempre estuvo influenciado por su mentor, el filósofo católico Jean Guitton. De hecho, Althusser comentó haberse «convertido al comunismo» del PCF sin dejar por ello sus creencias católicas (sic). Llegó hasta el punto de pronunciar, según Guitton, que la humanidad «está atravesando una de las mayores crisis de su historia y que existe un solo hombre actualmente capaz de salvarla: Juan Pablo II». En los años 60, el señor Althusser también fue conocido por adherirse −como Jean-Paul Sartre y tantos otros intelectuales veletas− a la moda maoísta. Véase su artículo: «Sobre la Revolución Cultural» (Cahiers Marxistes-Léninistes, n°14, 1966).
En los setenta, como deja patente en su «Para una crítica de la práctica teórica» (1973), Althusser no había salido de esa moda estructuralista que presentaba los conocimientos científicos como: «Resultado histórico de un proceso dialéctico, sin sujeto ni fines», como indicaba el MAI. Pero a su vez, este declaraba en su artículo de 2013 que esto es: «Algo que hemos visto elocuentemente expresado por Althusser, y que domina mayoritariamente al movimiento comunista, siendo la expresión más evidente de su derrota e impotencia» (sic). Pero, ¿acaso el movimiento comunista no había criticado esto antes? ¡Por supuesto! Era justamente de lo que Engels se quejaba cuando repasaba las ideas de Dühring en su carta «Respuesta a Mr. Paul Ernst» (1 de octubre de 1890), cuando este le intentaba persuadir de seguir tal camino −por lo que acabaría expulsado del partido alemán−. Es decir, de la noción de que: «La historia se realiza de manera bastante automática, sin la cooperación de los seres humanos −¡que después de todo la están haciendo!−» y como si estos seres humanos «fueran movidos como simples piezas ajedrez por las condiciones económicas −¡que son la obra de los hombres mismos!−». Incluso Labriola ya había descrito en «Filosofía y socialismo» (1897) cual era el «desliz» en el que incurrían los pensadores tipo Althusser, los cuales caían: «En las vulgarizaciones de la sociología marxista, las condiciones, las relaciones, las correlatividades de coexistencia económica se transforman −quizá a veces por pobreza de expresión− en alguna cosa existiendo imaginariamente por encima de nosotros». Pero, insistimos, según el MAI, hemos de ver en el señor Althusser a un representante de la «ortodoxia marxista», y tomar la crítica que le dedican a sus postulados infantiles como una «ruptura con las antiguas limitaciones del marxismo». Sobran los comentarios.
Hasta el historiador francés Pierre Vilar, que estaba libre de toda sospecha de tener alguna animadversión hacia Louis Althusser, no pudo evitar polemizar con él en artículos como «Althusser, método histórico e historicismo» (1972) o «Historia marxista, historia en construcción» (1973). Si bien estos artículos de Vilar cuentan también con varias lagunas y puntos ciegos, una vez más por motivos de extensión dejaremos para otra ocasión el análisis y exposición de cómo estos son fruto de la influencia directa de la Escuela de los Annales en la que se formó −entre cuyos vicios está aquella forma de tomarse la polémica de manera «diplomática» y «corporativista»−. En todo caso, por si al lector le interesa esto, le recomendamos echar un ojo a la obra de Claire Pascal «Un pasado al que suscribirse: rol y métodos de la historia» (1990), donde se analizan las debilidades de dicha corriente histórica que tuvo una transcendencia mundial, sobre todo a través de los autores de las primeras generaciones como Lucien Febvre y Marc Bloch.
En todo caso, vale rescatar algunos puntos de dicha polémica, donde el historiador francés de la Escuela de los Annales, bastante más cercano al marxismo que el estructuralista, dio una buena docena de varapalos hacia los conceptos históricos althusserianos. En primer lugar, Althusser veía de forma metafísica a un Marx: «alabado como primer descubridor de los principios científicos de estas disciplinas», refiriéndose a la ciencia económica y a la ciencia histórica, mientras para Vilar, más en la línea de lo expresado por Marx en su «Contribución a la Crítica de la Economía Política» (1859), consideraba que el originario de Tréveris «buscaba apasionadamente, en lo más lejano del pasado, los menores gérmenes de su propio descubrimiento» y «no subordinaba a sus propios descubrimientos la posibilidad de desarrollos científicos preparatorios o parciales». Esto demostraba, una vez más, que el ser un gran simpatizante, traductor o estudioso de la obra de X autor −en este caso Marx−, no te garantiza respetar su espíritu, entenderla, ni que tus conclusiones «originales» no sean igualmente antagónicas al autor en cuestión −siendo también David Riazánov o Manuel Sacristán un ejemplo de perfecto de esto mismo−. Esto debió haberlo tenido en cuenta el mismo Vilar antes de regalarle según que piropos a Althusser, ya que él mismo escribió en las primeras páginas de su obra:
«El comercio de la historia tiene en común con el comercio de los detergentes el empeño en hacer pasar la novedad por la innovación. La diferencia estriba en que sus marcas están muy mal protegidas. Todo el mundo puede llamarse historiador. Todo el mundo puede añadir «marxista». Todo el mundo puede calificar de «marxista» a cualquier cosa. Sin embargo, nada es más difícil y más raro que ser historiador, por no decir historiador marxista, ya que esta palabra debería implicar la estricta aplicación de un modo de análisis teóricamente elaborado a la más compleja de las materias de la ciencia: las relaciones sociales entre los hombres y las modalidades de sus cambios». (Pierre Vilar; Historia marxista, historia en construcción, 1973)
En segundo lugar, Vilar se atenía a la siguiente noción de Marx y Engels desarrollada en «La ideología alemana» (1846): «Reconocemos solamente una ciencia, la ciencia de la historia. La historia, considerada desde dos puntos de vista, puede dividirse en la historia de la naturaleza y la historia de los hombres. Ambos aspectos, con todo, no son separables: mientras existan hombres, la historia de la naturaleza y la historia de los hombres se condicionarán recíprocamente». Por ello, confesaba estar estupefacto por la pretensión de Althusser de: «Regresar a la división de la historia en «diversas» historias», donde los especialistas «cada uno a su nivel» volverían al peligroso «para ti la economía, para ti la política, para ti la filosofía». Queja que también se expresaría en su obra «Iniciación al vocabulario del análisis histórico» (1980). Esto, como veremos ahora, será el primer paso de la filosofía althusseriana para declarar su absoluto desprecio al estudio e investigación histórica, dejándolo a merced de las especulaciones y las paparruchas de iluminados como el propio Althusser. Un ejemplo de a dónde condujo a los althusserianos sus experimentos y especulaciones, fueron las increíbles declaraciones de B. Hindess y P. Q. Hirst:
«El marxismo, como práctica teórica y política, no gana nada asociándose con la literatura histórica y la investigación histórica. El estudio de la historia no sólo carece de sentido desde el punto de vista científico, sino también desde el político». (B. Hindess y P. Q. Hirst; Modos de producción precapitalistas, 1975)
También, hemos de advertir, que en los próximos capítulos indagaremos sobre una cuestión anexa: el hecho inequívoco de que, en cualquier época, el filósofo nunca ha podido abstraerse de la opinión y mitos religiosos imperantes; el artista igualmente ha dependido del nivel de desarrollo de las fuerzas productivas; el militar nunca ha podido evadirse de la gestión de los recursos y todo lo que implica la logística; mientras el tecnócrata tampoco ha podido saltar por encima de la educación y la costumbre recibida o de los intereses políticos partidistas que había de satisfacer.
En tercer lugar, y no por ello menos importante, nos gustaría rescatar un concepto clave que tira abajo toda conexión entre el trabajo de Marx y el de su devoto fan Althusser:
«En este sentido, Vilar manifestaba su disconformidad con el inmovilismo implícito que presentaba la concepción estructuralista de los modos de producción de acuerdo con la perspectiva althusseriana, puesto que, al afirmar que no podían contenerse en ellos a un mismo tiempo tanto sus mecanismos de reproducción como sus factores de no reproducción obturaba la posibilidad de pensar la transición entre un modo de producción y otro. La explicitación de este bloqueo detectado por Vilar en la concepción del estructuralismo marxista puede hallarse en la contribución realizada por Étienne Balibar en «Para leer «El Capital», donde se afirma la necesidad de elaborar el concepto de un modo de producción específicamente transicional para comprender el cambio histórico». (Federico Martín Miliddi Conicet; Pierre Vilar y la construcción de una historia marxista. Notas del debate con Louis Althusser, 2007)
Esta última crítica a los historiadores althusserianos ha de tomarse como un ejemplo de lo que ya abordamos en otras ocasiones. Nos referimos a la tendencia metafísica de aquellos analistas que no saben hallar, o no aceptan, que en una determinada etapa histórica coexisten no solo el sistema de producción dominante y sus distintas formas, sino que este suele arrastrar formas de producción de sistemas pretéritos y a la vez pueden intuirse ya los gérmenes de los siguientes. En este sentido, como contraposición a esta labor estéril, fueron muy interesantes las investigaciones, exposiciones y debates de Pierre Vilar, Charles Parain y otros historiadores franceses recogidos en la recopilación «El feudalismo» (1985). Véase el subcapítulo: «La tendencia «igualatoria» y la tendencia «particularista» a la hora de abordar la historia» (2021).
Volviendo estrictamente a las declaraciones y travesuras del extravagante Althusser, algunos de sus defensores pensarán que no debemos hacer demasiado caso a algunas de sus últimas producciones, ya que puede que este acabase «perdiendo la cordura», justamente como también señalan muchos nietzscheanos respecto a su ídolo de barro. Mítica fue la confesión de Althusser de que cuando en los años 60 escribió su obra más conocida −donde se dividía al «joven Marx» y al «Marx maduro»−, ni siquiera había leído en profundidad al autor para conocer de lo que hablaba. Esto causó la indignación hasta de las filas de los gaullistas, reconocidos antimarxistas, quienes sí conocían más que él a Marx como para concluir que su trabajo era totalmente arbitrario:
«[Me sentía como] un filósofo que casi no conocía nada de la historia de la filosofía y casi nada de Marx −del que ciertamente había estudiado de cerca las obras de juventud, pero del que sólo había estudiado seriamente el Libro I de «El Capital» (1867), en el año 1964, en que dirigí aquel seminario que desembocaría en «Para leer El Capital» (1964)−. Me sentía un «filósofo» lanzado a una construcción arbitraria, muy extraña incluso al propio Marx. Raymond Aron no se equivocó totalmente al hablar a propósito de mí y de Sartre de «marxismo imaginario». (...) En pocas palabras, temía exponerme a un desmentido público catastrófico. En mi temor a la catástrofe −o en su deseo: temor y deseo van insidiosamente siempre juntos−, me precipité en la catástrofe, y «caí» en una impresionante depresión. Esta vez fue bastante seria, por lo menos para mí, porque la enfermedad no engañaba a mi analista». (Louis Althusser; El porvenir es largo, 1995)
Para nosotros, más allá de las crisis mentales que sufrió Althusser durante toda su vida, está claro que este no es el detonante más importante, sino que, como tantos otros pensadores «cuerdos», con tal de ser «cool» se limitaba a reproducir las chorradas más recurrentes que pululaban por las aulas y cafeterías del mundo intelectual. Por lo que, en todo caso, sus problemas personales agudizaron lo que ya era un vicio entre el mundo intelectual que él gustosamente adoptó. Un ejemplo de esto son las declaraciones que plasmó en su entrevista «La crisis del marxismo» (1980), con clásicos del tipo: «Marx no entendió nada de la concepción del Estado», «la revolución de hoy será fruto de los comunistas y los católicos» o «la prepotencia de Marx le hizo ser terriblemente injusto con Bakunin». La conjunción de estas viejas y nuevas tendencias −como el psicoanálisis, el existencialismo, el estructuralismo, o el maoísmo− se dieron cita en ese movimiento amorfo e ineficaz que fue el «Mayo del 68». Todas estas formas de pensar y actuar, como era de esperar, causaron el júbilo de las agencias de información imperialistas, basta ojear el informe de la CIA: «Francia: la defección de los intelectuales de izquierda» (1985). Allí, la CIA declaró muy contenta que estos actores, aun cuando partieron inicialmente del marxismo, en realidad renegaron de él y jugaban por aquel entonces un valioso servicio, enfocado a la «demolición de la influencia marxista en las ciencias sociales».
Entonces, ¿hemos de sorprendernos por los «patinazos» antimarxistas de Althusser? Para nada. Esto sería como frustrarnos porque el «marxismo» de Herbert Marcuse está «podrido de freudismo» −¿no me digas?−, clamar porque el «marxismo» de Lukács está «contaminado de hegelianismo» −¡imposible!− o llevarse las manos a la cabeza porque el «marxismo» de Sartre está amalgamado con el existencialismo heideggeriano −¡menuda sorpresa!−. En todo caso, cuando en todos estos casos se analiza con lupa lo que sus versiones −o, más bien, habría que decir revisiones particulares del marxismo− demuestran, es que ellos desviaban, vulgarizaban y falsificaban el tronco central de dicha doctrina −aun cuando tenían sobrados conocimientos sobre sus fundamentos básicos, lo que agrava más si cabe su culpabilidad−. Visto lo visto, ¿se puede afirmar que la «crisis del marxismo» era consecuencia del «desgaste» de las bases fundamentales del marxismo? ¿O más bien de su abandono y trivialización −es decir, de que los intelectuales como el señor Althusser y sus discípulos jugasen a mezclar a Marx con Juan Pablo II, Lévi-Strauss y Mao−?
Entonces, ¿por qué hay elementos vacilantes que adoptan el marxismo por bandera, por qué otros degeneran?
«Se proclaman discípulos de las teorías marxistas, pero tomando por auténtico el marxismo más o menos inventado por los adversarios. (...) El caso más paradójico de todo este equívoco es que los que van a las conclusiones fáciles, como sucede aún hoy con los nuevos llegados. (...) [Hay] un gran número de escritores, sobre todo entre los publicistas, haya tenido la tentación de extraer de las críticas de los adversarios, de las citas hechas por otros, o de las deducciones apresuradas, sacadas de ciertos pasajes o de recuerdos vagos, elementos que les permiten construir un marxismo de su cosecha y a su gusto. (...) Usted sabe bien que hoy por hoy el materialismo histórico es considerado en Francia, por algunos escritores que pertenecen al ala izquierda de los partidos revolucionarios, no como un producto del espíritu científico, sobre el que la ciencia tiene en verdad incontrastable derecho de crítica, sino como las tesis personales de dos escritores, que por grandes y notables que hayan sido, ¡no son nunca más que dos entre todos los otros jefes de escuela del socialismo, por ejemplo, entre los X del universo! (…) Las teorías de Marx y de Engels eran consideradas como opiniones de compañeros de lucha, y apreciados, por lo tanto, de acuerdo a los sentimientos de simpatía o antipatía que despertaran estos compañeros. (…) ¿Por qué siendo imperfecto el conocimiento y la elaboración del marxismo, tanta gente se ha preocupado en completarlo, ya con Spencer, ya con el positivismo en general, ya con Darwin, ya con no importa qué otro ingrediente, mostrando así que quieren, o bien italianizar, o bien afrancesar o bien rusificar el materialismo histórico? Es decir, mostrando que olvidan dos cosas: que esta doctrina lleva en sí misma las condiciones y los modos de su propia filosofía, y que ella es, en su origen como en su substancia, esencialmente internacional». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)
Entonces, ¿por qué hay elementos vacilantes que adoptan el marxismo por bandera, por qué otros degeneran? Los propios Marx y Engels comprendieron perfectamente las posibles motivaciones de estas maniobras dudosas, modismos y destinos variopintos: cuando una corriente de pensamiento y/o movimiento político cogen gran fuerza, −y pocas doctrinas y movimientos como el marxismo ha habido que hayan tenido tanto impacto en la historia, economía, política, y filosofía moderna−, es natural que a mucha gente le produzca una atracción casi irresistible. El problema es que a veces, llevados por la euforia del momento, se pierde de vista que mucha gente lo asume profesando una ingenua y torpe comprensión, siendo más sentimentalismo, idolatría o conveniencia que otra cosa. Del mismo modo, siempre aparecen tarde o temprano todo tipo de demagogos que por practicismo intentan abanderar el proceso para concentrar en sí mismos la atención y el prestigio que se ha generado en torno a esta etiqueta. Otras personas, ciertamente, fueron en un momento determinado sus mejores valedores, pero pasados los años −por comodidad o derrotismo− dejaron de defender por más tiempo la «validez del marxismo», colaborando ahora en suprimir arbitrariamente sus valores y propósitos por todos los medios posibles. En todos estos supuestos anteriormente citados, los sujetos tienen que intervenir para poner orden y claridad so pena de perder a los elementos salvables para la causa −y puede que a riesgo de dejar extraviar también a la propia organización colectiva donde operan−.
Si este panorama desolador no fuese posible salvo en la imaginación de los más catastróficos, ¿por qué Kautsky se vio obligador a lanzarse a polemizar contra su amigo Bernstein cuando este, siendo ya reincidente, volvió a tratar de revisar el marxismo arbitrariamente? ¿Por qué unos cuantos años después Lenin acusó −con razón− a Kautsky de haberse convertido en lo que juró destruir? Dudar que estos episodios pueden producirse dentro o fuera de una estructura partidista es perderse en imágenes idílicas de «armonías entre compañeros» y tener fe en que el «triunfo de la causa» será un proceso totalmente lineal e indoloro; un mundo ideal de fantasías que jamás ha existido ni existirá. Negar que estos complejos conflictos pueden darse, y seguramente se darán −los intentos de destruir una ideología desde sus propias filas−, es enterrar la dialéctica y la lucha de contrarios, es ignorar lo que ha sido la propia historia del movimiento y sus otrora protagonistas. Compréndase por qué esto reafirma que, aunque la ideología sea recogida y moldeada por las personas, siempre tendrá una importancia superior a las vicisitudes temporales de unas cuantas personalidades de renombre, que lo mismo hoy pueden ser de lo más valiosas con sus aportaciones, que mañana pueden hundir el movimiento por un capricho repentino, amiguismos, arribismos, corruptelas o líos de faldas.
Para quien no lo crea, ahí están los ejemplos históricos de los «representantes del marxismo» a principios del siglo XX: los Guesde, Sorel, Lafargue, Vandervelde, Labriola, Turati, Pablo Iglesias Posse, Jaime Vera, Plejánov, Vera Zasúlich, Lenin, Mehring, Liebknecht, Bebel, Luxemburgo, Kautsky, Bernstein, Volmar, Schmidt, Adler y muchos otros. Efectivamente, en algún momento de la historia todos fueron, para bien o para mal, escritores, secretarios, oradores o sindicalistas de grandes responsabilidades, unos más conocidos y respetados, otros apenas conocidos, que participaron por poco tiempo, aunque muy activamente. Por tanto, sí, todos en mayor o menor medida formaron parte de la difusión y organización del movimiento revolucionario después de Marx y Engels, en unos casos porque eran lo mejor que había y en otros porque no había nada mejor. La mayoría empezaron realizando labores de compilación y educación en un contexto muy determinado de atraso cultural y desconocimiento político en sus respectivas zonas −lo que sin duda les honraba−; los más valientes se lanzaron a la tarea de traer nuevas investigaciones de valor para la causa −y muchas veces lo lograron−; pero en otras ocasiones sus acciones sembraron un mal precedente −volviendo a nociones ya superadas−; y también los hubo, cómo no, que intentaron salir de las dudas y dificultades con un pragmatismo y eclecticismo repugnante −del cual ya nunca pudieron escapar−. Hoy, como ayer, podemos evaluar cuales fueron las verdaderas luces y sombras de estos personajes clave, y hasta qué punto su creatividad se ceñía a la ortodoxia −que debe ser siempre un reflejo de la realidad−. Pero definir cada personaje −y cada acierto o error en cada tema concreto− es una tarea que solo se puede resolver a través del estudio pormenorizado de los posicionamientos y metodologías de los implicados. No vale exculparlos por las «circunstancias del momento» ni meter a todos en el mismo saco como parte de la «prehistoria» o «distorsión» del marxismo. Aunque hoy sepamos que en muchos casos estas figuras acabaron degenerando, y que solo en muy pocas excepciones acabaron manteniéndose firmes ante la adversidad −e incluimos aquí, la terrible tesitura que supone enfrentarse a la traición manifiesta de tus mentores y compañeros−, este análisis no haría justicia.
Como dijo Antonio Labriola en una de sus cartas de «Filosofía y socialismo» (1897): «La tradición es la que nos ata a la historia», es decir, aquella es la que nos sirve de espejo para calibrar si estamos mejor o peor que ayer, la que nos hace conscientes no solo de los avances alcanzados hasta ahora, sino también la que nos sirve para ver «qué es lo que nos sujeta a las condiciones penosamente adquiridas», por eso jamás podemos dejar que sea un lastre para superarnos, ni mucho menos hemos de caer en un «objeto de culto» y «veneración estúpida» hacia ella. El problema es que este trabajo −deber más bien− de verificación ha sido abandonado o postergado «ad infinitum» por los «marxistas» de pacotilla, quienes creen que pueden encarar el futuro y sus retos sin analizar y comprender las lecciones del pasado, o peor, proponiendo como «evaluación histórica» sus filias y fobias personales.
¿Acaso se puede achacar el fracaso del eurocomunismo al marxismo-leninismo?
En su artículo: «Alrededor de la ciencia y la praxis revolucionaria» (2013), después de separar mecánicamente la «vanguardia teórica» y la «vanguardia práctica», los miembros del MAI llegaban a otra serie de conclusiones confusas:
«La vanguardia teórica, esto es, aquellos sectores que cuestionan el capitalismo y que buscan una salida a su crisis histórica, y que se plantean los requisitos e implicaciones de esta salida. Es este sector el que elabora las ideas y concepciones que alimentan los movimientos de masas. Este campo lo compone el revisionismo, así como toda una serie de teorías pequeñoburguesas que van del anarquismo al neoizquierdismo, pasando por todo el espectro de teorías posmodernas radicales. (...) La vanguardia práctica, que es, justamente, el sector más avanzado de las masas; los que, aún sin plantearse el cambio global del sistema, más consecuentes son en la lucha de resistencia de las masas, más críticos se muestran con los mecanismos institucionales de resolución de conflictos, y cuya honestidad hace que sean los dirigentes naturales de las grandes masas, en quienes éstas depositan su confianza». (Movimiento Anti-Imperialista; Alrededor de la ciencia y la praxis revolucionaria, 2013)
Absolutamente ridículo. Es decir, si se lleva esta consideración populista y pragmática hasta sus últimas consecuencias, se podría considerar lo siguiente: tanto los jefes de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) de los años 30, como los cabecillas del Partido Comunista de España (PCE) en los años 60, habrían sido por aquellos entonces la verdadera «vanguardia teórica» y la «vanguardia práctica» del mundo comunista, ¿la razón? Ya lo han leído: sus «ideas y concepciones alimentaban los movimientos de masas», mientras a su vez eran «los que, aún sin plantearse el cambio global del sistema», podían ser los «más consecuentes en la lucha de resistencia de las masas», los que «más críticos se muestran con los mecanismos institucionales de resolución de conflictos».
Reconocemos que esta es una forma rebuscada, aunque igualmente efectiva para llevar agua al molino del enemigo. Esta idea falsa y deshonesta de cargar los pecados del revisionismo sobre el marxismo, tiene conexión directa con la broma relativista de proclamar que «el PCE de 1977 estaba podrido de eurocomunismo», pero aun con todo «guardaba muchos puntos en común con el marxismo», como todavía hoy sostienen algunos que tienen la cándida esperanza de «reconducir» el PCE «desde dentro». Cuando hablamos de un proceso de degeneración completado en todos los campos, no de un oportunismo esporádico −cosa que aquí no fue el caso−, esto jamás puede ser así. Muy por el contrario, lo que hemos de sentenciar es que el PCE fue en esencia eurocomunista, con todo lo que eso implica. Ni siquiera el hecho de utilizar categorías marxistas significa que uno las esté aplicando correctamente, pues como siempre, la práctica es la prueba de algodón. De hecho, si uno rastrea la historia de esta organización verá que el PCE no era marxista en sus axiomas obligatoriamente requeridos desde muchísimos años antes, por lo tanto, no es que el PCE de Carillo nos ofreciera en 1977 constancia del «fracaso del marxismo», sino la bancarrota propia de cuando se abandona este, ni más ni menos. Véase el capítulo: «¿Rescate de las figuras progresistas o la rehabilitación de traidores?» (2019).
Centrémonos en un representante histórico del revisionismo castizo, Santiago Carrillo, para explicarlo mejor. Uno puede constatar cómo en sus inicios, como jefe de las juventudes socialistas, tuvo un déficit de comprensión ideológica del marxismo −él mismo reconocería su larga simpatía hacia el trotskismo en los primeros años−. Más tarde, una vez asumido en 1936 −por convicción o arribismo− que en su tiempo los comunistas eran los verdaderos representantes del marxismo y habiendo conseguido un puesto de responsabilidad política en sus filas, no dejaría nunca de cosechar patinazos con desviaciones «izquierdistas» y especialmente «derechistas» durante los años 40 y 50. ¿Y acaso estos tropiezos le sirvieron para avanzar, para superarse? No, todo esto fue el trampolín perfecto para más tarde encabezar la adhesión del PCE al jruschovismo en los 60. Luego, el eurocomunismo de Carrillo en los 70 solo es el coronario de una vida «revolucionaria» más que cuestionable, donde su «marxismo» está más presente en la simbología y fraseología que en sus análisis y prácticas generales. Esto es: mucha forma, pero poco contenido; mucha lógica formal para justificar los bandazos, pero poca lógica dialéctica para presentar una alternativa seria y coherente. Dicho lo cual, sería un tanto sorprendente pretender que estos poetas, escritores y políticos de primera fila, habiendo estado tanto tiempo dentro de estas estructuras, no hubieran aprendido a realizar enunciados que sonasen mínimamente marxistas, ¡faltaría más! Sin mencionar ya, que han existido otros personajes con casos mucho más extremos, cuyas biografías demuestran que apenas habían decidido acercarse al movimiento y metodología marxista y ya estaban desertando y tomando camino a otro totalmente antagónico: como ocurrió con los André Gide, Karl Hofer o Michael Foucault.
Aunque esto a los «reconstitucionalistas» les haga estallar la cabeza, las desviaciones del marxismo-leninismo no son el marxismo-leninismo. Como resulta que Marx y Engels normalmente no son los culpables de las teorizaciones y andanzas posteriores de Bernstein y Jaurés, más bien todo lo contrario, advirtieron contra tales tendencias aun estando en muchas ocasiones en un estado embrionario. Coger oportunamente a tipejos como Marcuse, Lukács, Sartre o Althusser, quienes ni siquiera en sus etapas más «radicales» pasaban de reproducir un par de conceptos y clichés de la literatura y actividad marxista, para después presentarlos como paradigmas de la «ortodoxia» y de su «fracaso» o «inoperancia», es lo mismo que haría cualquier profesor de universidad sin conocimiento sobre la materia. Esto es confundir de lleno apariencia con esencia.
Dicho en otras palabras: los principios objetivos del mundo no «caducan» o «dejan de operar» porque existan manipuladores que descaradamente los toman y retuercen, ya que los principios no son dogmas, sino verdades conquistadas por la práctica, y deben de reconquistarse una y otra vez.
Esto es algo que a los seguidores de la «Línea de la Reconstitución» (LR) les cuesta aplicar, por mucho que la palabra «balance» sea para ellos un mantra. Por tanto, y continuando con el ejemplo anterior, tomar a X personaje dudoso como «referente del marxismo» −justo como hace el academicismo burgués−, para a continuación acusar o calificar al marxismo de tal o cual cosa, es de lo más zafio que se puede hacer. Implica dejar de lado el análisis preciso de una figura o partido, observando si acaso en sus comienzos habían ensamblado bien las bases de la doctrina que decían reivindicar −o comprobando, por el contrario, si su adhesión fue una pantomima−. Y aquí habría que añadir que todavía en el hipotético caso de que lo primero fuese cierto, quedaría cotejar cómo su pensamiento fue evolucionando con el tiempo −y constatar si llegados a cierto punto se desvió hacia un camino antimarxista de no retorno−. Pero esto, al parecer, resulta un trabajo muy fatigoso para algunos, ¿no?
A los «reconstitucionalistas» como el señor Dietzgen todo esto les da igual. Ellos se empeñan en realizar conexiones forzosas para cuadrar su relato, ¿cómo? Fácil. Relacionando el chasco electoral de 2021 del Partido Comunista Obrero Español (PCOE) o del Partido Comunista de los Trabajadores de España (PCTE) como prueba inequívoca de que el marxismo-leninismo ya «no es operativo» (sic).
«@_Dietzgen: El comunismo lleva décadas en crisis y es evidente que las viejas certezas −ir detrás del sindicato y de todo movimiento espontáneo, «darse a conocer» en las elecciones− han caducado hace mucho. El marxismo-leninismo, tal y como ha llegado a nuestros días, no es operativo». (Comunista; Twitter, 7 de mayo de 2021)
¡Ojo a las vueltas que dan y a las tretas que utilizan para no reconocer abiertamente que niegan una doctrina! ¿¡Qué tienen que ver todos estos grupos con la teoría y práctica del «trabajo parlamentario» o «labor sindical» según los cánones tradicionales de la doctrina comunista −también llamado a veces socialismo científico o marxismo-leninismo−!? Poco o nada, como ellos mismos denuncian. En conclusión, lo que aquí hace este jefecillo «reconstitucionalista» es la clásica falacia del hombre de paja: se inventa algo que no existe para luego atacarlo, creyendo haber desmontando o evidenciado algo. Aquí, la LR y Jiménez Losantos, al parecer, coinciden. ¡El fracaso de Unidas Podemos y Pablo Iglesias es debido a su comunismo, el cual es un sueño que está totalmente desfasado! Véase el capítulo: «Los grupos semianarquistas y el nulo aprovechamiento de las luchas electorales y sindicales» (2017).
En una carta de 1897, el señor Labriola se preguntaba retóricamente si los reclamos de los sociólogos antimarxistas de Italia tenían su razón de ser, ya que estos parecía que no se habían parado a comprobar tal cosa. Molestia que, por otra parte, sabemos que la mayoría no se suele tomar cuando se lanza eufóricamente a criticar al enemigo:
«En uno de los últimos números de la «Critica Sociale» apareció una especie de mensaje que el señor Antonio De Bella, sociólogo calabrés, dirige contra los socialistas exclusivistas, quienes por toda cuestión y a propósito de cada problema se atienen, según él, a la letra de Marx. El señor De Bella olvida indicarnos si el Marx al que recurren aquellos a los que maltrata es el verdadero Marx, o un Marx, por así decir, desfigurado o completamente inventado, un Marx rubio o qué sé yo». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)
Evidentemente, uno puede proclamar libremente −y no ha habido pocos intentos de ello− que el concepto del «Superhombre» de Nietzsche significa que toda la humanidad debe dejar de lado sus diferencias, abrazarse e ir de la mano hacia el camino de la concordia y la paz... pero huelga decir que esto implicaría dos opciones: a) o bien el autor no ha leído «Así habló Zaratustra» (1885); b) o manipula con algún fin determinado el pensamiento mezquino, supremacista, misógino y racista que se contiene en la literatura de su querido Nietzsche. Ergo, si no queremos actuar como esa caricatura que fue Althusser −inventándonos lo que desconocemos y decorando lo que sabemos−, para poder examinar con total fidelidad cualquier tendencia filosófica, económica, política o de cualquier tipo, no quedará otra que conocer su letra y las acciones que desarrollaron sus principales protagonistas −más allá de que nos guste o nos horrorice−.
En lo relativo a los regímenes políticos de pasadas experiencias históricas, ¿existe alguna diferencia? En absoluto, aquí nos enfrentamos al mismo problema. El mezclar churras con merinas es otra baza que acostumbran a utilizar los reaccionarios. ¿Por qué? Pues para crear una prueba acusatoria que sostenga su relato sobre el «carácter perenne» de su sistema. Nos explicamos. Todos ellos traen a colación el «fatal destino» de todos los movimientos, ideologías y gobiernos que se presentaron como «alternativas al capitalismo». Aquí incluyen experiencias no solo como el anarquismo, sino también otras pseudomarxistas como el mal llamado «socialismo real» de los años 80. Aunque pueda resultar surrealista, se valen justamente del colapso de la Rumania de Ceaușescu o la URSS de Gorbachov para intentar refutar a Marx o Lenin. Una vez más, parten de una falacia, es decir, de una media verdad, ocultan comentar que estos regímenes, más allá de la propaganda, ya habían renunciado de facto a estudiar y aplicar las leyes de transición al comunismo. Muy por el contrario, la cúpula dirigente admiraba y se inspiraba en las teorías y metodologías de los economistas, filósofos y artistas capitalistas de los EE.UU., Gran Bretaña, RFA o Francia, como uno puede comprobar leyendo las revistas y libros de sus «expertos». En muchos casos, la actitud de rendir pleitesía a los padres del marxismo era más una tradición que otra cosa, una que en mitad de la Guerra Fría debía de mantenerse como una pantalla para obtener simpatías, acuerdos o favores tanto dentro como fuera del país; a su vez, cuando era conveniente proponían «superar el dogmatismo de Marx y Lenin», presentándose como «marxistas, pero modernos, flexibles e innovadores». Esto último derivó, por ejemplo, en fijar reformas a imagen y semejanza de los países occidentales y en el endeudamiento de la URSS y Rumanía y tantos otros países del bloque soviético con los organismos occidentales como el FMI. ¿Qué significa esto? Que más allá de toda la simbología y fraseología «revolucionaria», «antiimperialista» y «anticapitalista» de estos regímenes y sus dirigentes −que es la misma que podríamos encontrar en la Argentina de Perón o en la Italia de Mussolini en según qué etapas−, solo desarrollaron una de tantas variantes de la sociedad capitalista. Esto no es una exageración nuestra, sino algo que hasta el propio magnate del petróleo David Rockefeller reconoció tras visitar países como China, Zimbabue o Angola a principio de los años 70. Véase el capítulo: «El fallecimiento de Rockefeller y la «desmemoria» de los jruschovistas y maoístas» (2020).
Pero ni siquiera haría falta retrotraerse a regímenes tan lejanos en el tiempo o que desaparecieron… bastaría con citar a todo aquel sistema que hoy, de alguna forma u otra, se reivindica como de herencia, influencia o simpatía «marxista-leninista». Así ocurre con China, Vietnam, Cuba o Corea del Corte, que ponen en primer plano sus doctrinales nacionalistas, pero tratando de aderezarlos con unos ligeros toques «marxistoides». ¿Acaso podemos utilizar los fenómenos de estos sistemas para comprobar la validez de las ideas de Marx o Lenin para superar el capitalismo y acercarse a una sociedad comunista? Desde luego que no, ya que basta con realizar una ojeada rápida a sus discursos, datos económicos y manifestaciones sociales para observar cómo en dichos países la religión, el chovinismo, el nepotismo, la creciente desigualdad social, etcétera son síntomas muy presentes. Esto denota que no se han movido ni un ápice de su viejo eje, y que tales manifestaciones se pueden encontrar de forma calcada o pareja en sistemas vecinos. En resumidas cuentas, no, caballeros, estos procesos lo único que avalan es que el socialismo científico no fracasa, en todo caso se le traiciona, así como los filósofos arriba citados traicionaron los principios más básicos, si es que alguna vez estuvieron cerca de comulgar con ellos.
¿Por qué es importante que esto quede claro de una vez? Porque, precisamente, de esta misma manera han razonado los ideólogos del capital, haciéndonos cargar con unas culpas que no siempre eran las nuestras, máxime cuando no aspiramos a los modelos que ellos consideran marxistas. Además de esto, ellos acostumbran a parlotear sobre los «románticos seguidores de Marx» y su «impotencia constatada» a nivel histórico para llevar a cabo sus planes, lo que, según ellos, nos enseña de la «imposibilidad» categórica de que las clases sociales desaparezcan un buen día −y con esto todos los problemas que de ello se derivan−. Huelga comentar que si los antepasados de los burgueses hubiesen pensado así tras sus primeras derrotas contra la nobleza −donde fueron aplastados y ni siquiera llegaron a tomar el poder−, hubieran tardado muchísimos más siglos en librarse de rendir pleitesía y vasallaje a los señores feudales, pero no se amilanaron ni se desmoralizaron, o si lo hicieron fue temporalmente, hasta lanzarse de nuevo a la batalla.
Entonces, el lector pudiera preguntarse: «¿por qué los burgueses de hoy hablan así, si esto es un pensamiento prejuicioso y metafísico que congela y decreta que ya está escrito el porvenir histórico?». La respuesta es sencilla: como guerra psicológica, para desmoralizar toda alternativa seria y razonada. De nuevo, nuestro lector continuará: «Ya, ¿pero por qué infravaloran a los proletarios y sus movimientos aun cuando hace no mucho temblaban con la propagación del «fantasma rojo»? ¿Acaso en el siglo XX el comunismo no ha dado pruebas de gestas y logros encomiables frente al mundo burgués? ¿No puede reponerse en un futuro de los golpes recibidos?». Las clases dominantes tienen muchos defectos, pero no son idiotas, son conscientes de esa posibilidad −aunque ahora se vea remota−, simplemente no quieren dejar ningún atisbo de esperanza para los desposeídos, y para ello utilizan el mayor número de estratagemas posibles, entre las cuales se encuentra achacar al marxismo todo tipo de males y responsabilidades que no tiene −como si este no tuviera suficiente con autoevaluarse en lo que sí le corresponde−.
Lejos de lo que nos acusaba el señor Akira, nosotros no concebimos la teoría científica como una «luminaria pura» con vida propia a la cual seguir y adorar, como declaraba nuestro detractor. ¿Por qué no? Por la sencilla razón de que esta se enfrenta cada día a nuevas tesituras en cada lugar. Por lo que, de no actualizarse debidamente, queda a la zaga de sus necesidades. ¿Se logra siempre esta actualización? No, ojalá fuese tan sencillo. Esta es la razón por la que muchas veces el movimiento revolucionario ha hecho acopio de una guía teórica conocida como arma y brújula, pero no le ha sido suficiente para triunfar. ¿Por qué? Por el estado en que la ha recogido, empleándola mecánicamente y dedicando poco trabajo a adaptarla y revigorizarla. Satisfaciendo, de este modo, solo una parte de las necesidades del movimiento, pero no todos sus anhelos y necesidades. Un ejemplo de esto, que vendría como anillo al dedo, sería el caso del viejo Partido Comunista de España (marxista-leninista), el cual retomó parte de los axiomas abandonados por el PCE y se dedicó a sacar en claro algunas conclusiones importantes sobre el peligro del revisionismo moderno, aunque eso no le impidió conciliar inicialmente con todo tipo de expresiones políticas que de alguna manera u otra eran la expresión de un tercermundismo ideológico −castrismo, guevarismo y maoísmo−. Poco más tarde, cuando el PCE (m-l) intentó deshacerse de estas desviaciones, resultó que su dirección política tampoco tuvo la capacidad de atender a los cambios y evidencias de su tiempo, y acabó proclamando dogmas metafísicos como aquel que afirmaba que «la burguesía no puede abandonar el fascismo como método de gobierno», pese a que la historia dictaminara varios ejemplos de lo contrario. Véase la obra: «Ensayo sobre el auge y caída del Partido Comunista de España (marxista-leninista)» (2020).
La historia no utiliza a los hombres para cumplir su designio, sino que los hombres hacen la historia, y esta no es otra cosa que el hombre persiguiendo sus objetivos. Llegados a cierto punto, para poder cumplir tales propósitos el hombre necesita guiarse, y ahí aparece la teoría, que no es otra cosa que el recoger los frutos de su actividad −la práctica−, de la experiencia acumulada. La teoría, obviamente, necesita de un factor humano que la «tramite» y «actualice» para los suyos, de nuevo: no basta con que los hechos se den y su transcendencia aparezca ante nosotros instigándonos a que nos fijemos en ellos por su evidente importancia. Dicho de otra manera: la historia no va a descender y darnos sus conclusiones, debemos sacarlas nosotros. Pero yendo a lo importante, ¿acaso los cambios importantes siempre han sido tan «evidentes» para el hombre? No. Y mejor aún, ¿ha estado el hombre en posesión de sacar las pertinentes conclusiones una vez se da cuenta de cómo va mutando el mundo a su alrededor? A veces tampoco, dado que su tiempo es limitado, sus técnicas son rudimentarias, o sus conocimientos son aún tan unilaterales que no hacen posible que esta tarea pueda ser resuelta correctamente.
En resumen, claro que la «teoría revolucionaria» existe, pero existe como generalización de las experiencias de los seres humanos, en tanto que es social, en un espacio y un tiempo dado, por eso va cambiando históricamente, por eso solo es progresista aquella teoría que apunta hacia la superación de las circunstancias presentes a partir de las bases reales de la experiencia. No es ni puede ser ningún ente autónomo, separado de la propia esencia humana. Desde luego si el planeta fuese arrasado y junto a él la vida humana, no habría quien se adhiriera a tal o cual doctrina, ni asistiríamos a una pugna en el campo político o filosófico por clarificar quién se acerca a la verdad objetiva y quién es un charlatán del tres al cuarto con ínfulas de sabio.
Quizás como consecuencia del gris engranaje de la sociedad capitalista y todos sus métodos de alienación, no son pocos los que mantienen por costumbre un carácter derrotista, creyendo que entre tanta confusión siempre resultará casi «imposible» distinguir entre ideología revolucionaria y contrarrevolucionaria. Por eso, entre reflexión improductiva y sollozos estériles, acostumbramos a encontrarlos identificando con demasiada regularidad a nuestros referentes con los del enemigo, confundiendo la bancarrota del revisionismo con «la bancarrota del marxismo-leninismo». Por ello, no es extraño que acaben abrazándose a sus enemigos para «superar el marxismo y sus limitaciones», como le ocurría al señor Althusser:
«No existe un «modelo único» para el socialismo. Se trata de una comprobación y no de una respuesta a la pregunta de las masas. En realidad, ya no se puede pensar la situación actual contentándose con decir que «hay diversas vías hacia el socialismo». Pues en últimas, es imposible evadir este interrogante: ¿quién garantiza que «el socialismo de las otras vías» no conduzca al mismo resultado? Una circunstancia particular hace todavía más grave la crisis que vivimos». (Louis Althusser; Dos o tres palabras −brutales− sobre Marx y Lenin, 1977)
¿Qué hacer con estos especímenes? Estos seres tienen mucho trabajo que hacer, pues antes de ponerse a «reconstituir» nada, deberían empezar por construir algo en el inmenso vacío de sus cabezas huecas. No podemos hacernos cargo del estadio retardatario del pensamiento que arrastran unos, ni comulgar con el franco pesimismo de otros. Solo podemos recordarles lo obvio −lo que se presupone que deberían saber como «reconstituyentes» que dicen ser de la ideología−: que el marxismo-leninismo no equivale al revisionismo, como la ciencia no equivale a la religión, ¡y puede que ni aun así lográsemos nada! Pero quién sabe, ¡quizás algún día cederán a la tozuda realidad!
Todo lo dicho hasta aquí, no excusa la clásica frase «la historia está por construirse» que los historiadores mediocres −y también brillantes− tienden a repetir una y otra vez hasta la extenuación para disculpar su pobre rendimiento. Esta tautología debe de ser superada porque es una obviedad tal como soltar «la materia está en movimiento», y muchas veces este tipo de declaraciones solo esconden la debilidad metodológica y los miedos de aquel que le teme a equivocarse y al escarnio público. La ciencia histórica puede y debe sistematizar sus conocimientos siendo rigurosa, siendo consciente de sus limitaciones y del papel que cumple cada sujeto en un proceso tan amplio de procesamiento y refinación del conocimiento:
«[Nuestra actividad] No es más que una pequeña cosa en el engranaje complicado de los mecanismos sociales, por lo que debemos llegar a esta convicción: que las resoluciones y los esfuerzos subjetivos de cada uno de nosotros chocan casi siempre con la resistencia de la red enmarañada de la vida, de suerte que, o bien no dejan ningún rastro de su paso, o bien dejan uno muy diferente del fin originario, porque éste es alterado y transformado por las condiciones concomitantes; mas, debemos reconocer la verdad de esta fórmula: que nosotros somos vividos por la historia, y que nuestra contribución personal a ella, bien que indispensable, es siempre un hato minúsculo en el entrecruzamiento de las fuerzas que se combinan, se completan y se destruyen recíprocamente; no obstante, ¡todas estas maneras de ver son verdaderamente inoportunas para todos aquellos que tienen necesidad de confinar el universo entero al campo de su visión individual!». (Antonio Labriola; Filosofía y socialismo, 1897)
Esto, la imperiosa necesidad de sistematizar los conocimientos, no solo fue comprendido a la perfección por autores marxistas como Labriola, sino que fue una máxima de cualquiera de los discípulos de Marx y Engels. En su momento, Joseph Dietzgen, otro alumno aventajado de la pareja, también insistió una y otra vez sobre este aspecto en su famosa obra: «La esencia del trabajo intelectual del hombre» (1869), llegando a afirmar que: «La forma absolutamente relativa y fugaz del mundo de los sentidos sirve a nuestra actividad cerebral como material destinado a ser sistematizado, ordenado o reglamentado por nuestra conciencia, por abstracción, según el criterio de lo idéntico o de lo general». A lo que añadiría muy correctamente: «La ciencia no se propone otra cosa que ordenar y sistematizar para nuestro cerebro los objetos del mundo». De hecho, por si a alguien le quedan dudas, en su «Carta a Karl Marx» (7 de noviembre de 1867), le dijo a su admirado mentor: «Mi objeto fue desde muy tempranamente una filosofía sistemática; Ludwig Feuerbach me mostró el camino a tal efecto». Ante lo cual comentaría también en su «Carta a Karl Marx» (20 de mayo de 1868): «En mis horas libres me ocupo ahora con la exposición de que el conocimiento del intelecto humano, el conocimiento y el pensamiento en general consisten en desarrollar a partir del dato sensible, de lo particular, lo general; que esta ciencia contiene el manantial de la concepción sistemática del universo buscada en vano desde hace tanto tiempo por la filosofía especulativa». Por ende, queda claro que no hay nada más ridículo o sospechoso que un pretendido «marxista» con alergia a los intentos de sistematización.
Dicho esto, pasemos al siguiente capítulo para observar los delirios de la LR en materia lingüística». (Equipo de Bitácora (M-L); Sobre la nueva corriente maoísta de moda:los «reconstitucionalistas», 2022)
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