Consideramos que esta sección es una de las más importantes debido al alto grado de ignorancia que existe en torno a la cuestión de la intelectualidad y su ligazón con el partido revolucionario, por lo que pedimos al lector que preste especial atención y si fuera necesario notifique cualquier duda o crítica correspondiente.
Estos serán los siguientes temas a desarrollar: 1) ¿Cuál es la relación histórica entre el proletariado y la conciencia revolucionaria que puede adquirir?; 2) La singularidad de la intelectualidad en la sociedad moderna; 3) El intelectual comprometido y su relación con el movimiento revolucionario; 4) ¿Por qué deben trabajar codo con codo los trabajadores manuales e intelectuales?; 5) Los revisionistas y la intelectualidad. ¿Cómo concibe la «Línea de la Reconstitución» esta espinosa cuestión?; 6) ¿El papel de la intelectualidad ha caducado? ¿El obrero se «autoorganiza»?; 7) ¿Acaso el marxismo-leninismo no ha advertido contra los peligros típicos que arraigan en la intelectualidad?; 8) La eucaristía de la Iglesia Reconstitucionalista: «el intelectual se convierte en obrero»; 9) La cuestión del origen social, ¿quién se puede adherir al marxismo-leninismo?
¿Cuál es la interrelación histórica entre el proletariado y la conciencia revolucionaria?
¿Cómo ha de entenderse la relación que tiene el proletariado con todas las doctrinas que han nacido en su seno? Suele olvidarse que por «ideologías» el proletariado ha producido muchas al calor de su lento desarrollo histórico, y sí, muchas de ellas intentaban basarse en sus luchas y anhelos, pero todas ellas carecían de un eje consecuente: eran demasiado primitivas, gremialistas, espontaneístas o conciliadoras; en definitiva, insuficientes para liberarle de la esclavitud asalariada mediatizada por el yugo del capital, baste ver qué fue de los cartistas o fabianos. Por eso, para nosotros, ser revolucionario en el tiempo presente, no es otra cosa que asumir y practicar la doctrina más científica que sintetiza y busca transformar sin componendas las metas y objetivos progresistas de cada época. Cualquiera que haya estudiado concienzudamente la historia de la humanidad sabrá que, en cada época determinada, una doctrina puede ser progresista y revolucionaria, pero que en otra bien puede haberse quedado atrás, tornándose en conservadora y contrarrevolucionaria. Sabido esto, no es extraño concluir en el capitalismo moderno que:
«El proletariado es revolucionario sólo cuando tiene conciencia de esta idea de la hegemonía y la realiza. El proletario que adquirió conciencia de esta tarea es un esclavo alzado contra la esclavitud. El proletario, que no tiene conciencia de la idea de la hegemonía de su clase o que reniega de esta idea, es un esclavo que no comprende la condición de esclavo en que se encuentra; en el mejor de los casos, es un esclavo que lucha por mejorar su situación como tal, pero no por el derrocamiento de la esclavitud». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; El reformismo en el seno de la socialdemocracia rusa, 1911)
Si aceptamos que el propio proletariado no es revolucionario hasta que no toma conciencia de su posición de clase… ¿cómo vamos a idealizar que «por sus condiciones materiales» todo miembro del proletariado es ya, o casi, «plenamente consciente en lo ideológico»? Aquí una vez más, se confunde probabilidad con realidad y se olvida todo lo demás, es un «materialismo» sin dudas muy vulgar. Si esto fuese así de sencillo, la revolución sería un hecho lineal, automático, un juego con las cartas marcadas: resultaría que ya desde la cuna −por familia− o desde la primera vez que se entra en una fábrica −por su posición en la producción− el sujeto adquiere esa «conciencia política» como derivado del ambiente familiar o laboral, de nuevo un reduccionismo que nada explica y que no resiste el menor análisis. Esto no solo implica levantar una teoría social muy pobre que no se sostiene cuando uno ojea la realidad cotidiana −donde la clase obrera sigue funcionando como furgón de cola del burgués−, sino que además implicaría borrar uno de los conceptos más importantes del estudio analítico, como es el de la llamada «alienación». Esta herramienta, ya desarrollada por Marx en sus «Manuscritos económicos y filosóficos» (1844), permite explicar el motivo de que un trabajador del metal crea en la monarquía, pida la expulsión de los inmigrantes o se atavíe de rosarios como si estas opciones fueran la mejor solución, la única salvación a sus problemas cotidianos. Y es que recordemos que esta alienación incluye y parte de todas las esferas sociales de la vida −alienación respecto al producto, religiosa, frente a la naturaleza, política−. Pero no es cuestión de detenernos ahora en esto. Véase la obra: «Fundamentos y propósitos» (2022).
Entonces, si aceptamos que un proletario tiene que llegar a ser revolucionario −y que este no es un proceso automático−, lo primero que habrá que preguntarse es cómo va a transitar ese camino: ¿prescindiendo de la única doctrina que ha demostrado estar en consonancia con los descubrimientos de la ciencia? ¿Dejándolo todo al libre albedrío, al «espíritu instintivo de su clase»? En caso de negarse a esta última majadería, aceptará que necesita formarse, empaparse de los hitos y derrotas de su movimiento. Bien, en tal caso, ¿cómo va a excluir de esta empresa pedagógica a los intelectuales de su clase o de otras capas sociales que se dignen a acompañarlos bajo tales preceptos? Sin duda, sería como pegarse un tiro en el pie.
Se dice que el proletario, por su condición dentro del entramado capitalista, es la clase social más interesada en la revolución −aquella que, si es consciente de sus intereses, socializará los medios de producción para disfrute de toda la comunidad trabajadora, avanzando hacia la abolición de las clases sociales−. Y sí, esto es correcto, pero a veces se olvida que lo que ha venido a configurar los cimientos del marxismo-leninismo −término a veces sintetizado como socialismo científico−, no ha sido un proceso espontáneo, una «autoconciencia» de estos trabajadores. Repasemos un escrito de Friedrich Engels sobre sus primeras andanzas y los inicios de la Liga Comunista:
«Entonces había que andar buscando uno a uno a los obreros conscientes de su situación como obreros y de su contraposición histórico-económica con el capital, pues esta misma contraposición estaba todavía en mantillas. (…) Entonces, los pocos hombres que habían sabido comprender el papel histórico del proletariado tenían que reunirse secretamente, que agruparse a escondidas en pequeñas comunas de 3 a 20 individuos». (Friedrich Engels; Contribución a la Historia de la Liga de los Comunistas, 1885)
Esto implica que algunos miembros de la capa de la intelectualidad −en ocasiones muy lejos de las condiciones de vida del proletariado− se rebelaron y supeditaron su ingenio y estudio a la causa de la humanidad, tratando de buscar cuál era el curso objetivo que resume la meta progresista de su época, dándose de bruces con la cuestión del proletariado. Por esta razón, un joven Engels, polemizando con otros utópicos como Heinzen, declaraba que el comunismo:
«No procede de principios, sino de hechos. Los comunistas no parten de tal o cual filosofía, sino de todo el curso de la historia anterior y particularmente de los resultados reales a los que se ha llegado actualmente. (...) El comunismo, como teoría, es la expresión teórica de la posición del proletariado en esta lucha y la síntesis teórica de las condiciones para la liberación del proletariado». (Friedrich Engels; Los comunistas y Karl Heinzen, 1847)
Argumentar que sobredimensionamos el papel histórico de la intelectualidad porque: «¡Tal labor se produjo estudiando y estando en contacto con el movimiento proletario y sus luchas!», no refuta lo dicho, como pensaba David Riazánov, sino que confirma nuestra afirmación. Vamos más allá: los intelectuales acabaron difundiendo los resultados de sus profundas investigaciones barajando qué métodos y camino había que tomar, instándoles a los propios proletarios a que tomasen en sus manos este trabajo de revisión y crítica, la cual actuaría como base para ese proyecto emancipatorio, pasando por encima de la «gente culta» si era necesario, como en muchas ocasiones así lo fue. ¿Exageramos? En absoluto:
«Nuestra intención no era, ni mucho menos, comunicar exclusivamente al mundo «erudito», en gordos volúmenes, los resultados científicos descubiertos por nosotros. Nada de eso. Los dos estábamos ya metidos de lleno en el movimiento político, teníamos algunos partidarios entre el mundo culto, sobre todo en el occidente de Alemania, y grandes contactos con el proletariado organizado. Estábamos obligados a razonar científicamente nuestros puntos de vista, pero considerábamos igualmente importante para nosotros el ganar al proletariado europeo, empezando por el alemán, para nuestra doctrina. Apenas llegamos a conclusiones claras para nosotros mismos, pusimos manos a la obra». (Friedrich Engels; Contribución a la Historia de la Liga de los Comunistas, 1885)
Tomemos el caso ruso, que es bien claro al respecto, ¿quiénes fueron los primeros autores responsables de popularizar las ideas de Marx y Engels en el Imperio ruso? Los Plejánov, Struve, Potrésov, Axelrod, Deutsch, Chjeidze, Zasúlich, Lenin, incluso si nos retrotraemos a sus antecedentes más inmediatos, los populistas, los Herzen, los Belinsky, los Chernyshevski. ¿Acaso no procedían todos ellos de familias medias acomodadas o nobles, no se dedicaban ellos mismos a labores de abogacía, escritura, intendencia, profesorado? ¿No es a su vez cierto que muchos de ellos «abandonaron el barco» y se deslizaron hacia el liberalismo burgués −o algo peor−? Incluso si nos vamos a noviembre de 1917, y revisamos el Primer Consejo de Comisarios del Pueblo, aproximadamente once de los quince miembros se dedicaban a labores intelectuales. Entonces, ¿qué sentido tiene negar los hechos históricos sobre el papel de la intelectualidad en la conformación de los movimientos revolucionarios? Solo la confusión o la demagogia se puede esconder tras este negacionismo de los hechos históricos:
«No puede ni hablarse de una ideología independiente, elaborada por las mismas masas obreras en el curso de su movimiento. (...) Esto no significa, naturalmente, que los obreros no participen en esta elaboración. Pero no participan en calidad de obreros, sino en calidad de teóricos del socialismo, como los Proudhon y los Weitling; en otros términos, sólo participan en el momento y en la medida en que logran, en mayor o menor grado, dominar la ciencia de su siglo y hacer avanzar esa ciencia. Y, a fin de que los obreros lo logren con mayor frecuencia, es necesario ocuparse lo más posible de elevar el nivel de la conciencia de los obreros en general; es necesario que los obreros no se encierren en el marco artificialmente restringido de la «literatura para obreros». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; ¿Qué hacer?, 1902)
Que a estas alturas muchos no hayan comprendido todo esto solo refleja el retroceso de décadas e incluso siglos en este tipo de cuestiones tan básicas.
La singularidad de la intelectualidad en la sociedad moderna
Pero, ¿por qué la intelectualidad es una capa social que parece ser tan polémica, que crea tantas animadversiones o admiración? En primer lugar, porque en ocasiones algunos de sus miembros logran un gran estatus social, que puede ser motivo de molestia o de embelesamiento hacia ellos. En segundo lugar, porque en el capitalismo se multiplica su número, por tanto, su presencia se hace notar. La razón de esto último responde a una extensión de las necesidades del sistema, como bien argumentaron marxistas como Karl Kautsky en «La intelectualidad y la socialdemocracia» (1895). Pero tomemos algo menos desconocido para el lector y de mayor autoridad, a ver si así algunos empecinados prestan atención, vayamos a Lenin:
«En lugar de los pequeños productores que desaparecen se va creando un nuevo estamento medio, la intelectualidad. (…) En todas las esferas del trabajo del pueblo el capitalismo aumenta con particular rapidez el número de empleados, presenta una demanda creciente de intelectuales. Estos ocupan una posición peculiar entre las otras clases, perteneciendo en parte a la burguesía por sus relaciones, por sus concepciones, etc., y en parte a los obreros asalariados, ya que el capitalismo, a medida que va privando a los intelectuales de su posición independiente, los transforma en asalariados dependientes y amenaza con rebajar su nivel de vida». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Reseña del libro de Kautsky «Bernstein y el programa socialdemócrata», 1899)
El mentor de Lenin en aquella época, Georgui Plejánov, advirtió en su «Segundo proyecto de programa de los socialdemócratas» (1887) que el problema que hasta entonces habían tenido los intelectuales rusos era que, pese a tener «contradicciones materiales y morales» respecto al zarismo, estos, cuando actuaban solos destacaban por su aspecto timorato y ambivalente, por tanto, cada vez que «alzaban la voz en nombre del pueblo» o bien no eran comprendidos o tampoco obtenían demasiados resultados, cayendo rápidamente en el «desánimo y decepción». Por tanto, recomendaba prestar atención a «la parte más avanzada de la población activa», los «trabajadores industriales», considerando que una vez ganados a estos sería aún más fácil el acercamiento a los «campesinos», la cual no descartaba que hasta entonces se hubiera de prescindir de tratar de ganarlos a la causa.
Esto no significa, ni mucho menos, que despreciase la labor de los intelectuales. En otra obra muy conocida, «El socialismo y la lucha política» (1883), destacaba que «el intelectual que piensa» representaba, digámoslo así, «la transición de las clases superiores de la sociedad a la inferior, tiene la educación de las primeras y los instintos democráticos de la segunda»; una posición que «le facilitó el trabajo completo de agitación y propaganda» de su conciencia política, de su unidad y organización. En algunos párrafos incluso se es más explícito y se declaraba que los intelectuales «deben ser los dirigentes de la clase obrera en el próximo movimiento emancipador», lo cual, incluía, «presentarle con claridad sus intereses políticos y económicos, el nexo recíproco de esos intereses, inducirla a que adopte un papel independiente en la vida social de Rusia». El objetivo era poder «participar como partido especial, con un programa político-social determinado», una propuesta donde «la elaboración detallada de este programa» debe ser «presentada a los obreros mismos, pero los intelectuales deben explicarles sus puntos principales», como, por ejemplo, «la revisión radical de las actuales relaciones agrarias, el sistema impositivo y la legislación fabril, la ayuda estatal a las asociaciones productivas, etcétera». De nuevo aclararemos, que lejos de sufrir una admiración injustificada hacia la intelectualidad, el propio Plejánov se quejó en más de una ocasión de su «falta de energía», exponiendo casos en donde los círculos mayoritariamente intelectuales no eran capaces de reponer a un tipógrafo arrestado y continuar con la edición de sus periódicos, o en donde no eran capaces de trasladar la edición de Rusia al extranjero, dándose casos en donde el medio de propaganda que tanto costó poner en marcha quedaba inutilizado por la falta de pericia y sacrificio.
En honor a la verdad, esto ni siquiera era un producto específico de un país tan rezagado a nivel económico o político como Rusia, sino que en Europa Occidental tenemos ejemplos muy parecidos, incluso en la flamante Francia. Paul Lafargue diferenciaba en su obra «El socialismo y los intelectuales» (1900), entre dos tipos de intelectuales. En el primer bloque estarían aquellos que van empleándose en la administración y dirección de las grandes empresas industriales y comerciales: «Trabajadores privilegiados, que se consideran parte integrante de la clase capitalista, de la que no son más que servidores». ¿Cuál suele ser su actitud?: «Asumen su defensa contra la clase obrera, de la que son los peores enemigos», por lo que comentó: «esta categoría de intelectuales nunca podrá ser llevada al socialismo; sus intereses están demasiado ligados a los de la clase capitalista para que se separen de ellos y se vuelvan contra ellos». En el segundo bloque, habría otro tipo muy diferente: «Por debajo de estos intelectuales privilegiados, existe una masa poblada y hambrienta de intelectuales cuyo destino empeora a medida que aumenta su número; estos intelectuales pertenecen al socialismo; ya deberían estar en nuestras filas», pero jocosamente se reconocía que «Guesde y yo hemos establecido relaciones con cientos de jóvenes, estudiando, algunos en derecho, algunos en medicina, algunos en ciencias; pero es con los dedos que podemos contar los que hemos conquistado al socialismo». ¿Qué problema hubo? ¿Qué prejuicios y esperanzas cándidas suelen tener estas capas?: «Uno tenía derecho a suponer que su educación debería haberles dado una comprensión de los problemas sociales y es precisamente esta educación la que obstruye su comprensión y es la que los aleja del socialismo; creen que la educación les da un privilegio social, que les permitirá valerse por sí mismos individualmente, cada uno siguiendo su propio camino en la vida, empujando a los vecinos y cabalgando sobre los hombros de todos». Así, por tanto, uno de los problemas de este sector es que ilusamente: «Se imaginan que su miseria es temporal y que todo lo que necesitan es un poco de suerte para transformarse en capitalistas». En una de las expresiones más cómicas, pero a la vez certeras, describía así cómo eran algunos de estos intelectuales provenientes de las ciencias sociales y naturales: «Estos que durante años tuvieron que calzarse los pantalones en los banquillos de la universidad para convertirse en expertos en la materia, pulidores de frases, filósofos o médicos, imaginan que uno puede improvisar teóricos del socialismo a la salida de una conferencia o leyendo un folleto, hojeando con un ojo distraído; los naturalistas que necesitaron pacientes estudios para conocer los hábitos de los mejillones o pólipos alcionianos, que viven en comunidad, bancos de coral, creen que saben lo suficiente para regular las sociedades humanas».
El intelectual comprometido y el movimiento revolucionario
En efecto, si nos centramos en el intelectual progresista −sea este profesor, pintor, periodista o músico, entre otros− este debe aceptar y reproducir planes, proyectos o metodologías con los que no comulga, viéndose forzado a exprimir sus habilidades de esta manera so pena de ser expulsado por no aceptar los moldes y valores burgueses. En el mejor de los casos, el sujeto podrá acogerse a algunas triquiñuelas −como la libertad de cátedra−, conformándose con aderezar los dictados del sistema con sutilezas que, al menos, se correspondan con sus ideas. Aunque, claro está, también puede arriesgarse a perder su plaza privilegiada exponiendo su metodología y creencia a viva voz. De ser expulsado siempre podrá optar por canales alternativos en los que su trabajo sea apreciado sin cortapisas −labor igual de difícil que la de encontrar un oasis en un desierto y, las más de las veces, igualmente fútil−, aunque ello suponga un deterioro de su remuneración y una ampliación de sus horas de trabajo. Suponemos que, para los adalides del liberalismo, la presión que recibe la intelectualidad honesta bajo el capitalismo no es «síntoma de adoctrinamiento». Pero lo cierto es que el trabajo en el mundo capitalista atenaza al hombre de ideas progresistas, le encorseta en unos moldes que ni desea, ni puede desear, en el fondo de su ser.
A todo esto, cabe reflexionar sobre una cuestión de fondo mucho más trascendente, ¿por qué ha sido esta intelectualidad la que ha tenido tanto protagonismo en la dirección de los movimientos revolucionarios? De nuevo, lo primero que habría que comentar es que su posición no se entendería sin el desarrollo y división existente en la sociedad entre trabajo físico e intelectual. A fin de cuentas, por las necesidades de su propia vida laboral, el intelectual medio, a diferencia del obrero medio, tiene un bagaje de conocimientos culturales y de tiempo para el estudio de los que el segundo no dispone, tan simple como eso. Asimismo, por sus características intrínsecas, el intelectual suele cosechar unos vicios particulares −vanidad, pedantería, falta de disciplina, egocentrismo−, mientras la clase obrera suele sufrir de otros diferentes −enorgullecimiento de su embrutecimiento, la creencia de que no puede instruirse como los intelectuales, la excesiva impresionabilidad o envidia hacia las figuras con conocimientos, el fanatismo por los dirigentes, etcétera−. En el caso de los intelectuales, con tal de ser útiles a la causa progresista, deberán aprender de la humildad, disciplina y compromiso con sus iguales de la clase obrera, mientras que esta última deberá aprender del amor inagotable por los conocimientos que caracteriza a los intelectuales. Además, los trabajadores deben ir abandonando poco a poco la complacencia y victimismo sobre su ignorancia y aprender a dirigir sus destinos sin complejos.
Como dijimos al principio del presente artículo, en la época del capitalismo moderno solo existen dos grandes ideologías contrapuestas −la burguesa y la obrera− pues la pequeña burguesía es una clase en descomposición, vacilante y que, como el resto, anidan en puentes intermedios que se inclinan, por lo general, entre estas dos. Bien, pues si estas dos clases se disputan el porvenir, sacamos como conclusión que la pequeña burguesía o la propia intelectualidad solo pueden elegir entre estas dos ideologías. Esta última, de apegarse estrictamente a «su» causa particular para granjearse ciertas ventajas inmediatas, caerá en un «gremialismo» que, de facto, le estará colocando en el campo burgués −puesto que es el bando que mejores prebendas económicas puede ofrecer−. Pero si elige tal camino, a la larga no le beneficiará, ya que la clase obrera es la única clase social que aspira a liberar a toda la humanidad de todo tipo de explotación −también del «mecenazgo» que sufren los intelectuales, los cuales a menudo tienen que hacer producciones al gusto e interés de la ideología dominante para poder mantener su posición−. La nueva sociedad comunista será el único sistema donde se podrá potenciar el desarrollo físico e intelectual de cada uno, sin tener que preocuparnos sobre si quien está en la cumbre lo está por razones ajenas al mérito: esto es, por haber hecho favores a la patronal, debido a los contactos de su familia con la élite dominante o porque el sujeto en sí tiene un gran parné y soborna a propios y extraños para ir escalando socialmente. Por tanto, las capas que se acerquen a la causa revolucionaria es seguro que asumirán un camino más farragoso, pero sin duda más glorioso. ¿O acaso hay algo más elevado por lo que luchar que esto?
Precisamente, si el intelectual revolucionario de la modernidad se diferencia del de otras corrientes o épocas, es porque no busca la «República» de Platón, aquella donde la aristocracia intelectual tiene unas capacidades innatas y simplemente dirige al resto de «seres inferiores», que trabajan para ellos. Tampoco desea la igualación de capacidades de todos los seres humanos −porque sería ignorar el aspecto biológico y el desarrollo social de cada persona−. Lo que ansía es realizar un cambio total del orden social existente; desea la redención total de las injusticias actuales e históricas; y para cuyo fin sabe que el estado evolutivo pide −o mejor dicho, le ha hecho descubrir− que abolir las propias clases sociales es la única posibilidad para que se dé el paso a un libre desempeño de las capacidades de cada uno −y para que estas sean aprovechadas por la sociedad y no por los mezquinos intereses de unos pocos−. Por este mismo motivo el intelectual no pretende rebelarse ante el capitalismo arengando exclusivamente a la «revolución de los intelectuales», sabedor de que es muy posible que muchos de su estirpe no le acompañen; razón de sobra por la cual ve en la clase obrera a su hermana de viaje y la mejor capacitada para comprender e impulsar dicho cambio de desarrollo social progresivo: esta clase social es la mejor palanca para desnivelar el orden existente y abrir la puerta a un orden nuevo −dado que no posee los medios de producción ni explota a otras clases sociales, está acostumbrada a cierto nivel de organización, etcétera−.
Esto no implica, claro está, que ignoremos a otras capas que decidan aceptar tal ideología no como un pasatiempo, sino como la única respuesta capaz de sacar a sus homólogos del atolladero actual. Aquellos a los cuales se les encoje el corazón de ver cómo este sistema condena a la mendicidad y la prostitución intelectual a su pueblo, aquellos que no contienen ya la rabia y repulsa al observar las cargas pesadas que soportan día a día sus seres queridos para poder subsistir, aquellos quienes conscientes de las circunstancias, son testigos del desalentador hecho de ver cómo se infrautiliza o denigra a toda gente honesta y de utilidad, desperdiciando la fuerza y energía de la flor y nata de toda una generación. Pero todo ese sentimiento y pasión justificada no será algo provechoso si no se sabe canalizar mediante la ciencia, y es ahí donde entra el materialismo histórico, como herramienta filosófica de las leyes sociales, la cual puede y debe ser una brújula que arroje dirección entre tanta desorientación.
¿Por qué deben trabajar codo con codo los trabajadores manuales e intelectuales?
Para quien no lo sepa, el desprecio hacia los intelectuales sin mayor foco sobre los argumentos que estos sostienen, ha sido históricamente un truco de ilusionismo del acusador para encubrir la insuficiencia e impotencia teórica frente al adversario. En su momento, tanto proudhonnistas como bakunistas fueron conocidos por prodigarse en este sentido:
«El propio Marx fue el objetivo de ataques por parte de antiintelectuales. Así el que fue amigo y compañero durante toda su vida, Frederick Lessner, recordó que Marx había sido recibido con gritos de «¡Abajo los intelectuales!» cuando apareció en la primera reunión de la Liga de los Comunistas en Londres en 1847. Del mismo modo en el congreso fundacional de la Asociación Internacional de los Trabajadores los proudhonnistas introdujeron una moción para excluir de aplicación a la membresía a los «trabajadores del pensamiento». Dirigida exclusivamente contra Marx −el cual por razones de táctica no atendió al congreso− y en menor medida contra los bakuninistas, la moción fue tumbada. Por último, Bakunin atacó a Marx sobre la base de que sus teorías inevitablemente conducirían a un «gobernar de los científicos» −el más estresante, odioso y despreciable tipo de gobierno en el mundo−». (Shlomo Avineri; Marx y los intelectuales, 1967)
Huelga anotar cómo en el trabajo moderno se requiere las más de las veces de una combinación de trabajo físico e intelectual, por lo que tal calificación es siempre aproximada y condicional a una referencia −país, época y sistema de producción−. Esto significa que la aproximación o evolución hacia uno u otro no borra, por supuesto, la total diferenciación entre trabajos físicos e intelectuales. En cualquier caso, lo importante para nosotros, respecto a este tema tan transcendente, es que los trabajadores, bien se dediquen a funciones más mentales o más manuales −hablamos en ambos casos de los revolucionarios, claro está− deben superar un problema: la clásica separación mecánica entre ambos, no ya en lo que actualmente son, sino en lo que deben de aspirar a ser.
Obviamente, los primeros, por su tipo de trabajo, han sido los que provienen de una educación más familiarizada con las ciencias y la cultura, por ello han tenido la fortuna de tener un acceso más temprano al marxismo, de dedicarle mayor tiempo de estudio como para que muchas veces sean ellos quienes otorgan al movimiento político los apuntes necesarios y desarrollen funciones muy específicas de la organización que implican cualidades y conocimientos de tipo mental. A su vez, muchos intelectuales −músicos, filósofos, escritores, historiadores, antropólogos, pintores− siempre han tenido el peligro latente de descarrilarse con las nuevas modas filosóficas de su campo predilecto y de perder la cercanía con las preocupaciones reales del pueblo, dedicándose a banalidades.
Los segundos, al contar con poco tiempo tras cumplir su jornada y debido a su agotadora función física, han tenido que sobreponerse para estudiar y estar al día en cuanto a política y formación ideológica, pero la aspiración de cualquier trabajador −se dedique a una función más manual o intelectual− es convertirse −en la medida de lo posible− en un «intelectual», entiéndase por esto «conocer, indagar y saber defender correctamente en varios formatos la ideología que profesa». Para ello deberá seleccionar bien las fuentes de estudio, organizarse y optimizar al máximo el tiempo. De lo contrario, todos, absolutamente todos, serán presas fáciles para el charlatán de turno, tengan un nivel cultural alto o bajo.
Véase la siguiente descripción del modo de vida de ambos que dieron los autores soviéticos:
«El proletariado, siendo una clase explotada, privada de acceso a la educación y la cultura, no tiene condiciones favorables en el capitalismo para la formación de su intelectualidad; esta tarea la resuelve principalmente después de la conquista del poder político. Sin embargo, la formación de la intelectualidad proletaria comienza incluso bajo el capitalismo, donde, en el curso de la lucha revolucionaria del proletariado, un número creciente de «revolucionarios de profesión», como diría Lenin, emergen de entre ellos. El pueblo más valiente y revolucionario de la intelectualidad burguesa, que ha decidido vincular su destino con el destino de la clase obrera, también se pasa al lado del proletariado:
«Como cualquier otra clase de la sociedad moderna, el proletariado no sólo desarrolla su propia intelectualidad, sino que, además, conquista partidarios entre toda la gente culta». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Aventurerismo revolucionario, 1902)
Los fundadores del comunismo científico, tanto Marx, Engels como Lenin, procedían de la intelectualidad burguesa. La intelectualidad proletaria revolucionaria que toma forma bajo el capitalismo juega un papel extremadamente importante en el desarrollo de la ideología socialista del proletariado. En el pasado, sólo unas pocas decenas de valientes y revolucionarios de la intelectualidad se pasaron al lado de la clase trabajadora. En la era moderna, cuando la decadencia del capitalismo ha llevado a la sociedad a un callejón sin salida y amenaza con la destrucción de todas las conquistas de la cultura, cuando la locura espiritual de la burguesía se vuelve cada vez más evidente, amplios sectores de gente honesta y pensante de entre la intelectualidad se está poniendo del lado del comunismo». (Partido Comunista de la Unión Soviética; Materialismo histórico, 1950)
En resumen, en la tradición marxista-leninista se considera −y muy correctamente− que del desarrollo de la lucha de clases, los trabajadores más avanzados −se dediquen a funciones más manuales o mentales− necesitan organizarse en su propio «destacamento de vanguardia» −el partido−, que es la avanzadilla contrapuesta a la ideología del sistema, pero para que esa estructura logre inocular una «transformación total» −política, económica y cultural−, los revolucionarios no pueden pretender «convertir ideológicamente» a toda una población, pues son sabedores de que mientras continúen bajo la influencia constante del capitalismo, esto solo será posible hacerlo con una parte de ella, por ende tampoco declaran como igual el nivel de concienciación existente entre la «vanguardia» y el de la «masa». De ahí el modelo de partido selectivo que Lenin desarrollaría extensamente en obras como «¿Qué hacer?» (1902) o «Un paso adelante, dos hacia atrás» (1904), donde se puede probar el nivel de implicación de cada militante. Para lograr el cambio total de la sociedad, el líder bolchevique pensaba que esa «vanguardia» tiene que saber conjugar los intereses inmediatos y ulteriores de las distintas capas de trabajadores, pero, ante todo, lograr que la mayoría del pueblo adquiera conciencia de la necesidad de la toma del poder político para así poder hacerse cargo de los medios de producción −que también incluyen los medios de producción intelectual−. Según esta óptica, será entonces y no antes, cuando el comunismo tendrá la capacidad completa para extenderse y hegemonizar la sociedad −como lo hace la ideología burguesa en el sistema capitalista− teniendo la oportunidad de reeducar así a las capas más «atrasadas» −venciendo los prejuicios nacionales, sexistas, raciales, las ideas religiosas, etcétera−, lo que Lenin calificó como una lucha «larga, lenta y prudente» contra la «fuerza de la tradición».
En cualquier caso, en lo relativo a la cuestión de los intelectuales y su organización política, debe de quedar clara una cosa:
«No puede haber sectarismo cuando la tarea se reduce a contribuir a la organización del proletariado, cuando, por consiguiente, el papel de la «intelectualidad» se reduce a hacer innecesarios los dirigentes intelectuales de tipo especial». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; ¿Quiénes son los «amigos del pueblo» y cómo luchan contra los socialdemócratas?, 1894)
Por ende, en una carta, Lenin reportaba muy indignado a un compañero que ya era hora de acabar con:
«La absurda división entre un movimiento intelectual y un movimiento obrero −¡división provocada por la estupidez y la torpeza de los intelectuales quienes llegan al extremo de enviar quejas de su propia torpeza desde el lugar del mal hasta los confines de la Tierra!−». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Carta a F. V. Lengnik, 12 de febrero de 1903)
Incluso en las sociedades socialistas, después de la progresiva formación de cuadros dedicados a labores intelectuales provenientes de la clase obrera, estos no dejaban de ser intelectuales, pues se dedicaban a una función diferente a la del obrero medio, más mental y menos física. A esto debemos anotar algo muy importante: pese a la introducción de medidas antiburocráticas, en experiencias como la albanesa, estas precauciones no bastaron. Nos referimos a la reducción de las diferencias salariales y la obligación de que los trabajadores intelectuales dedicasen un cierto tiempo del año a labores manuales del campo o la ciudad, como describió Enver Hoxha en su «Informe en el Vº Congreso del Partido del Trabajo de Albania» (1966). Todo esto se demostró como algo positivo −y totalmente rescatable para próximas experiencias que han de venir− pero no fue determinante −o mejor dicho suficiente− para evitar la regresión de todo el sistema hacia el capitalismo, puesto que cuando el nivel ideológico general decayó, los trabajadores intelectuales se apartaron del resto del pueblo, siendo los primeros en colaborar en la contrarrevolución, como bien demostramos en nuestros estudios sobre Albania. Sea como sea, intentar explicar la creación o destrucción del sistema por un aspecto positivo o negativo, es un análisis corto de miras, por lo que no nos detendremos aquí sobre esto.
Asimismo, ha de entenderse que esta separación entre trabajo intelectual y manual es inevitable que se refleje con mayor o menor virulencia. Al menos así será hasta que entremos en el comunismo, donde se hayan creado todas las condiciones propicias para que la colectividad no necesite de forma permanente una división tan nítida, donde, en palabras de Marx, por ejemplo, el hombre no sea pintor, sino que conozca otros oficios y pueda trabajar en ellos si así lo quiere. Y pese a todo, es posible que la comunidad requiera de las habilidades del sujeto en uno u otro campo por exigencias de la producción, como podría ser, por ejemplo, la eclosión demográfica y un aumento en la demanda de alimentos. En esta coyuntura sería previsible que el experto agrónomo pudiera ser «llamado a filas» por la comunidad. Y, aun así, si el sistema ha hecho los deberes, habrá formado a suficientes «agrónomos» como para no depender de un puñado de expertos −y habrá tomado medidas para que estos no se puedan convertir en una casta que chantajee al resto de la comunidad gracias a sus conocimientos−. Pero ha de entenderse que, aun dándose todas las facilidades educacionales para que la población acceda libremente a todos los oficios, ocurrirá que en multitud de campos −extraños, complejos o que requieren de innovación continua− la especialización seguirá siendo algo natural y necesario, con la diferencia de que ahora la competencia será más en virtud de quien se esfuerce por méritos propios, y no tanto por simpatía, afinidad personal y otros −aunque la eliminación de este factor negativo del nepotismo no está garantizado en la sociedad comunista, como algunos piensan idílicamente−. He aquí la diferencia entre un utópico y un realista, el primero parte de sus deseos y solo de ellos; el otro de la realidad, para hacerla conjugable con sus anhelos racionales.
Por último, aclarar que por «intelectual» nos referimos a quien se dedica a labores intelectuales, no al origen social del mismo, que puede ser muy variado, pudiendo provenir desde la clase obrera a la clase burguesa pasando por una infinidad de capas intermedias. Es más, como ya se ha dicho, una vez que un sujeto está dentro de la estructura revolucionaria, provenga de donde provenga, tiene que ser lo más «intelectual» que sus capacidades le permitan ser para sus tareas diarias de militancia. Esto ni siquiera es un requisito momentáneo, puesto que la alta formación ideológica y la gran dirección de mando son unas capacidades mentales que la colectividad exigirá a sus hijos. El día de mañana nadie mirará tanto si provienes de una familia de tenderos, militares, industriales, obreros, empleados públicos o artistas, sino que se exigirá contar con personas con una moral y destreza a la altura de los retos de la comunidad, puesto que otros en tus mismas condiciones −o peores− han superado su atraso cultural y otros obstáculos, y nosotros no nos igualamos y comparamos a la baja, sino que pretendemos emular, alcanzar o incluso superar a los de arriba, a nuestros mejores compañeros y referentes, tanto en valores físicos como intelectuales.
Los revisionistas y la intelectualidad. ¿Cómo concibe la «Línea de la Reconstitución» esta espinosa cuestión?
Hemos de reportar que, en cuanto a la cuestión de la intelectualidad, lo cierto es que encontramos posiciones falsas y dañinas de todo tipo. Las dos grandes corrientes que se presentan ante nosotros son las siguientes:
a) En los últimos tiempos ha abundado una tendencia «intelectualoide» que se caracteriza por su adulación a las filosofías de la charlatanería, muy «transgresoras» todas ellas, pero promovidas y financiadas desde las instituciones sin problema alguno. Estas se hacen notar por lanzar discursos complejos, utilizar un argot propio y basarse en lo meramente anecdótico y humorístico; en definitiva, no tienen nada de valor que aportar salvo un penoso show de entretenimiento a espíritus mediocres. Copiando al reaccionario Ortega y Gasset, creen que solo una minoría selecta es capaz de percibir y descifrar el «arte» de sus textos filosóficos, opiniones políticas y preferencias estéticas. El subjetivismo, el relativismo y el agnosticismo son sus principales cartas de presentación, son como aquellos románticos y existencialistas que ven en la retórica el arte de divertirse, de sentir «placer estético» para escapar del tedio, un interludio, un suspiro en la amargura que para ellos es vivir en un mundo donde nada es como les gustaría;
b) Otra postura diametralmente opuesta es el «antiintelectualismo». Debido a la corriente anterior, aquí «pagan justos por pecadores»; sus representantes mirarán siempre con desconfianza todo lo que provenga de un sospechoso intelectual, y muchas veces para ocultar sus carencias y restarle valor a los méritos del «intelectual» intentarán traernos a la palestra análisis demagógicos sobre el «origen clasista» de la familia de este o aquel individuo, sobre si su trabajo es o no «manual», pero no dirá una palabra que valga la pena sobre lo que hace o deja de hacer el sujeto que está enjuiciando. Cuando este intelectual −bien sea de origen humilde o no−, es cercano al pueblo y se presta a sus intereses, cuando sirve de ejemplo y guía a seguir con su labor, esto resulta algo de un valor incalculable en días donde encontrar algo así es anecdótico, casi como encontrar agua en el desierto. Sin embargo, estos sujetos antiintelectuales, si bien saben refutar lo esencial del discurso honesto del intelectual que tienen delante, le recriminarán no tener las manos llenas de callos o no arrodillarse ante la cultura lumpen que a ellos les fascina. ¡Craso error! Si de algo adolece hoy cualquier movimiento político que aspire a ser emancipador es de una alarmante carencia de análisis pormenorizados, de explicaciones racionales, de marcar el sendero que se ha de recorrer con la seguridad de lo verificado y argumentado, de tener figuras intelectuales ejemplificantes… lo que ahonda la distancia entre el pueblo y los hombres de la cultura. Por esto mismo esta tendencia unilateral y miope «antiintelectualista» condena a la causa a seguir vagando en círculos sobre sus mismos fallos ya cometidos, todo esto en pro de una falsa «pureza de clase» que ni ellos mismos pueden mantener. Esta tendencia es la que recibía el nombre de «majaísmo», para la cual la intelectualidad «es hostil al proletariado en cualesquiera circunstancias, y los intelectuales marxistas que aspiran a introducir la conciencia socialista en la clase obrera, son a su juicio los principales enemigos del proletariado». (Mark Rosental y Pavel Yudin; Diccionario filosófico marxista, 1946)
En efecto, pareciera que todas estas cuestiones, aun siendo tan básicas, causan enorme distorsión entre las cabecitas de los jefes revisionistas, bien sea por desconocimiento u oportunismo, lo mismo da. Algunos de nuestros lectores se preguntarán con razón: «¿Por qué unos elevan al intelectual como capa de vanguardia y otros lo desprecian totalmente?». ¡A saber! La confusión que albergan en sus mentes y las locuras que plantean son tan difíciles de comprender que perderíamos horas queriendo hacer de psicólogos con gente cuyo diagnóstico, muy seguramente, sería el de defunción psíquica irreversible.
¿Y cuál de las dos tendencias siguen los acólitos de la «Línea de Reconstitución» (LR)? Pues no le hacen ascos a ninguna de las dos; adoptan un poquito de cada una, para no disgustar a nadie.
Por un lado, salta a la vista que sus militantes y simpatizantes tienen una irresistible atracción por la cultura lumpen de moda, en concreto, la música trap, y los saqueos espontáneos de tiendas. Nosotros criticamos estas inclinaciones, por un lado porque el movimiento trap no es más que una música que a día de hoy es usada a modo de analgésico para las masas, por otro lado tampoco vamos a inclinarnos ante el movimiento cultural que acompaña a dicha música por el simple hecho de que esté protagonizado por jóvenes que vienen de las capas más marginales de la sociedad, ya que su pobreza es aprovechada por la burguesía, precisamente, para que sean reproductores y promotores de actividades serviles y destructivas para el pueblo, tales como el apoliticismo extremo o el tráfico y consumo de drogas. Esto no quita que dicha música, desligándola de todo su mensaje y estética lumpen, pueda ser utilizada con fines y resultados productivos para la cultura revolucionaria. Pero eso es harina de otro costal. Véase la obra: «La «música urbana», ¿reflejo de una decadencia social?» (2021).
También hemos sido testigos de cómo los «reconstitucionalistas» apoyan en sus redes sociales saqueos sin motivación política alguna, a los cuales se refieren como «redistribución inmediata de la riqueza» −¿se imaginan eslogan más reformista?−. ¡Al parecer la rapiña de patinetes eléctricos, un bolso de Louis Vuitton y tablets son actos que abren «un suelo fértil para sembrar la revolución»! ¡Pero, eh, caballeros, juramos no ser «sucios espontaneístas»! Toda esta actividad −que ni siquiera dirigen−, junto a la distribución de octavillas, les parece el súmmum de lo revolucionario −junto con, claro, su adorada «Guerra Popular Prolongada»−. Estas acciones, que son simplezas o directamente errores cruciales, son vistas por ellos como un salto cualitativo que ha causado un «temblor gigantesco en las filas de la contrarrevolución», aunque nadie fuera de su burbuja pueda percibirlo.
Ahora, pese a este perfil «semianarquista», otros «reconstitucionalistas» −o a veces incluso los mismos− también se permiten torturarnos con su lenguaje a medio camino entre el posmodernismo y los ensayos técnico-científicos. Pero el show no acaba aquí, puesto que también pretenden combatir el «intelectualismo» lanzando anatemas condenatorios −pese a que ellos son una expresión caricaturesca del mismo−; por otro lado, renuncian a su supuesto papel como «organizadores del pueblo» al mostrar apoyo a rapiñas que son la expresión máxima de la espontaneidad y confusión social. Uf... ¿se imaginan algo más confuso? Amigos, ¡es lo que tiene vivir bajo la incesante «lucha de dos o más líneas»!
¿El papel de la intelectualidad ha caducado? ¿El obrero se «autoorganiza»?
Centrándonos en la última desviación, la «antiintelectualista», en uno de sus documentos de culto, los siempre caricaturescos «reconstitucionalistas» nos aseguraban lo siguiente:
«Históricamente, por tanto, el debate sobre el papel del intelectual en la sociedad o ante el progreso ha perdido vigencia, ha caducado, ya no está en el orden del día. (…) Nuestra época se caracteriza −al menos en los países imperialistas− porque la mayoría de quienes luchan por la recuperación del objetivo del comunismo y por la recomposición del movimiento revolucionario del proletariado son obreros, lo cual nos obliga a pensar que los nuevos procesos de construcción revolucionaria comportan para la clase obrera la carga añadida de sustituir a aquél que desde fuera le traía la ideología necesaria para su emancipación». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja; Nº31, 2005)
Antes que nada, habría que poner en contexto al lector y recordar que, en la Rusia de 1913, de los trabajadores en activo, solo el 8,6% trabajaba menos de 9h, el 57% hasta 10h, el 34,4% más de 10-12h. (Cuestiones de Historia, Nº6, 1958)
Hoy, si bien es cierto que, a diferencia de siglos anteriores, en el que las jornadas laborales superaban las 12h, el tiempo de trabajo se ha reducido a las 8h −siempre sobre el papel, está claro−. Sin embargo, hemos de seguir sumando toda la serie de tareas y preocupaciones que se generan tanto en el hogar como en el círculo social. La evolución del trabajo en la etapa de los grandes monopolios y las grandes cadenas de montaje derivó, como sabemos, en un sinfín de trabajos cada vez más sencillos, pero a cada cual más tediosamente mecánico. En tiempos de «precarización laboral», al trabajador se le obliga a imbuirse en el maravilloso mundo de los empleos temporales y a la media jornada, al pluriempleo; bien como complemento para su trabajo fijo de 8h o como concatenación de varios pequeños trabajos para sumar un sustento que le permita la subsistencia −valga la redundancia−. Esta es otra de las «grandes oportunidades» que nos brinda el capitalismo para poder llegar a fin de mes. Todo esto convierte al trabajador manual en un ser de gran penumbra espiritual, falto de ánimo y autoestima, que debe abstraerse y contentarse pensando que debe «aguantar» en pos de un fin mayor: pagar la hipoteca de la casa, la comida y la vestimenta familiar; en suma, sobrevivir.
Por si algunos soñadores lo olvidan, recordemos que:
«El primer hecho histórico es, por consiguiente, la producción de los medios indispensables para la satisfacción de estas necesidades, es decir, la producción de la vida material misma, y no cabe duda de que es éste un hecho histórico, una condición fundamental de toda historia, que lo mismo hoy que hace miles de años, necesita cumplirse todos los días y a todas horas, simplemente para asegurar la vida de los hombres». (Karl Marx y Friedrich Engels; La ideología alemana, 1846)
Aquí, paradójicamente, muchas veces el problema no es la falta de cualificación sino la sobrecualificación. Esto es aún más frustrante en los países capitalistas donde la cualificación obtenida a través de diversos estudios superiores no es capaz de garantizar al sujeto medio un trabajo en su especialización, forzando a muchos a aceptar puestos laborales que nada tienen que ver con su sueño y formación académica. Véase el capítulo: «Los problemas reales de profesores y alumnos» (2021).
Ahora, pensar tal y como hacen los «reconstitucionalistas», que todo esto no tiene demasiada importancia porque vivimos en plena era digital donde podemos optar a un acceso a la información cien veces mayor, que se han conquistado una serie de derechos o hay acceso a un nivel cultural superior al de hace siglos, es poco menos que una broma, la constatación de la estulticia de su pensamiento, del maremágnum de ignorancia que portan. La mayoría de asalariados que vuelven a casa exhaustos del trabajo no van a decidir espontáneamente indagar sobre qué es eso del marxismo, y los que tienen tal inquietud apenas tienen el tiempo y la vitalidad que quisieran para dedicarle a su formación; el cansancio agota su cuerpo y apaga su espíritu. Por otra parte, el sistema capitalista se ha encargado también de que tengan a su acceso múltiples distracciones banales, actividades de ocio que alejan aún más al trabajador promedio de la teoría revolucionaria. Pensar lo contrario es vivir en una realidad paralela, la cual indica o bien que nunca han experimentado tal sensación o bien que simplemente no saben distinguir entre su particular mundo interior y la realidad de millones de personas. Esto es algo que además choca directamente con la realidad, algo que ellos mismos son conscientes en parte cuando reconocen que la burguesía, en toda época, intenta echar atrás esas concesiones de derechos laborales y servicios públicos en materia de sanidad y educación, obstaculizando tanto el acceso a la información como precarizando su situación laboral con el fin de mantener o aumentar sus beneficios. Véase el capítulo: «La burguesía frente al negocio de la educación» (2021).
Esto no es sino un eco de pensamientos místicos, aquellos «materialistas» que idealizan al trabajador como un «ser de luz», fuera precisamente de sus propias «condiciones materiales»:
«Sólo los ilusos demócratas pequeñoburgueses y sus principales representantes de hoy día los «socialistas» y los «socialdemócratas» pueden imaginarse que, bajo el capitalismo, las masas trabajadoras están en condiciones de adquirir la conciencia, la firmeza de carácter, la sagacidad y la amplia visión política necesarias para tener la posibilidad, sin pasar por una larga experiencia de lucha, de decidir por simple votación, o en general de decidir de antemano, por cualquier procedimiento, cuál es la clase o el partido que han de seguir. Eso es una ilusión. (…) El capitalismo dejaría de ser capitalismo si, de una parte, no condenase a las masas a un estado de embrutecimiento, agobio, terror, dispersión −el campo− e ignorancia, y si, de otra parte, no pusiese en manos de la burguesía un gigantesco aparato de mentiras y engaños para embaucar en masa a los obreros y campesinos, para embrutecerlos, etc». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Las elecciones a la Asamblea Constituyente y la dictadura del proletariado, 1919)
De nuevo parece que Lenin nos ayuda a ubicar qué son y en qué poltrona ideológica se coloca la famosa LR. Pero no podemos dejar de lado lo más importante aquí: hoy seguramente existan más de cincuenta organizaciones que se autodenominan «marxistas», «comunistas», «revolucionarias», etc. ¿Es esto genial? No, más bien horroroso. Esto no solo implica una división, sino que, para más mofa y regocijo de la burguesía, ni una sola de ellas cumple con ese «papel subjetivo» de «organización de los trabajadores», ese rol encargado de inocularles la ideología «desde fuera» −y también, por supuesto, de promover su «autodinamismo»−, por eso el banquero, el industrial y sus lacayos duermen tranquilos.
El supuesto «movimiento revolucionario» de nuestros días y sus ramificaciones se parece a un concilio cristiano del siglo II o a los debates filosóficos de la escolástica del siglo XII, todos ellos discutiendo casi siempre por nimiedades y todos ellos defensores de una ideología tan falsa como la de sus rivales. Actualmente, no existe para las masas ese vehículo seguro que garantice a los trabajadores un acceso rápido a una literatura científica, un espacio donde debatir sobre sus ideas en relación a sus demandas contemporáneas. Para más inri, el trabajador medio no tiene ni siquiera nociones básicas sobre el materialismo histórico, algunos solo conocen lo que replican los telediarios conservadores y liberales −donde cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia−. Muchos, tanto obreros como gente de otras capas sociales, solo conocerán de «marxismo» el contenido castrado que les hayan inoculado en la adolescencia durante su etapa escolar, un contenido que se explica de pasada y siempre en minoría frente a toda una serie de filosofías idealistas −o a lo sumo un materialismo vulgar− que se estudian en el sistema educativo público o privado, naturalmente con mucho más énfasis. Véase el capítulo: «Instituciones, ciencia y posmodernismo» (2021).
¡Pero hay más! En una sociedad que en gran parte acepta mitos como que «Cuba o Venezuela son marxistas»; que vivimos bajo la «tiranía del social-comunismo del PSOE-Podemos»; donde observamos cómo Vox y todo tipo de grupos nacionalistas y fascistoides cada vez tienen más apoyos… pese a todo esto a algunos les parece que «los trabajadores se están revolucionarizando». Y otros, que pese a reconocer el sombrío panorama en el que nos hallamos −por supuesto superable−, ¡todavía se atreven a proponernos como receta mágica la «autoorganización» de la clase obrera! ¿Alguien puede dudar de la fe religiosa e ilusa del utopismo premarxista? Pero, en realidad, bajo la situación actual a inicios de la década, ¿en qué posición quedan la mayoría de trabajadores asalariados? Pues no es muy difícil de imaginar, se les condena a ser presas de la tradición y la espontaneidad del capitalismo. Nos gustaría saber dónde ven los «reconstitucionalistas» esta caracterización diferente respecto a las épocas anteriores, esa «nueva situación» que otorgue a los obreros en abstracto esta responsabilidad de ser «ellos mismos» quienes luchen por trasladar la teoría de vanguardia a las masas. Es más, no proporcionan ninguna prueba factual que demuestre esta supuesta diferencia, y, por el contrario, lo que continúa ocurriendo es que:
«El desarrollo espontáneo del movimiento obrero marcha precisamente hacia su subordinación a la ideología burguesa. (…) Implica precisamente la esclavización ideológica de los obreros por la burguesía». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; ¿Qué hacer?, 1902)
A mediados del siglo XIX, Marx y Engels ya criticaron a los populistas de toda índole, quienes ya adelantaron la noción maoísta de la «línea de masas», donde se confiaba en apelar «al instinto» de las «masas» en abstracto, el cual siempre estaría en lo cierto. Esto está recogido en «Neue Rheinische Zeitung Revue» en artículos como «Revisión» (1850). Para los Mazzini y compañía, resultaba que todos los seres humanos en general están penetrados por un espíritu rojo, pero que este está sublimado, reprimido, por lo que deben preocuparse de «encender el fuego», activar ese «instinto» que traerá la «armonía» en La Tierra, y para ello, se basaban en fórmulas primitivas como la «solidaridad» o la «esperanza», lo cual pensaban que a no mucho tardar reuniría al pueblo al unísono:
«La vida es el pueblo en movimiento, es el instinto de las masas, elevado a poder poco común por el mutuo contacto, por el sentimiento profético de las grandes cosas que deben ser alcanzadas, por la involuntaria, súbita y eléctrica asociación en las calles; es la acción, que excita hasta su punto más alto las capacidades para la esperanza, el autosacrificio, el amor y el entusiasmo, las que hoy están dormidas y que revelan al hombre en la unidad de su naturaleza, en plena posesión de su potencial creador». (Le Proscrit; Comité Central de la Democracia Europea; ¡A los pueblos!, 6 de agosto de 1850)
Pero esto fue calificado como una necia ilusión más propia de evangelistas cuya única arma era la fe. Se puede explicar más extensamente: tiempo después Marx detalló por qué la dinámica del capitalismo atrapa al hombre en la desidia, la apatía y el desinterés, esto es, lo que toda la vida se ha denominado como alienación, por lo que su elevación ideológica, sus capacidades combativas y su organización no es tan sencilla como estos señores venden:
«No basta con que las condiciones de trabajo cristalicen en uno de los polos como capital y en el polo contrario como hombres que no tienen nada que vender más que su fuerza de trabajo. Ni basta tampoco con obligar a éstos a venderse voluntariamente. En el transcurso de la producción capitalista, se va formando una clase obrera que, a fuerza de educación, de tradición, de costumbre, se somete a las exigencias de este régimen de producción como a las más lógicas leyes naturales. La organización del proceso capitalista de producción ya desarrollado vence todas las resistencias; la creación constante de una superpoblación relativa mantiene la ley de la oferta y la demanda de trabajo y, por ello, el salario a tono con las necesidades de crecimiento del capital, y la presión sorda de las condiciones económicas sella el poder de mando del capitalista sobre el obrero. Todavía se emplea, de vez en cuando, la violencia directa, extraeconómica; pero sólo en casos excepcionales. Dentro de la marcha natural de las cosas, ya puede dejarse al obrero a merced de las «leyes naturales de la producción», es decir, puesto en dependencia del capital, dependencia que las propias condiciones de producción engendran, garantizan y perpetúan». (Karl Marx; El capital, Tomo I, 1867)
Si estos señores «reconstitucionalistas» no tienen nada que demuestre que esto ha cambiado, este debate tiene poco recorrido, pues es el mismo de siempre. En su momento, contestando a sus oponentes espontaneístas que hablaban exactamente como los «reconstitucionalistas», Lenin citaba en el «¿Qué hacer?» (1902), a un dirigente alemán, el aún revolucionario Karl Kautsky, que a su vez tuvo la misma polémica en su país de origen:
«Algunos de nuestros críticos revisionistas creen que Marx ha afirmado que el desarrollo económico y la lucha de clases no solo crean las condiciones para la producción socialista, sino que también engendran directamente la conciencia de su necesidad. Y he aquí que esos críticos replican que Inglaterra, el país de más alto desarrollo capitalista, es más ajeno que ningún otro país moderno a esta conciencia. (...) En este orden de ideas, la conciencia socialista aparece como el resultado necesario y directo de la lucha de clases del proletariado. Pero esto es completamente erróneo. Por cierto, el socialismo, como doctrina, tiene sus raíces en las relaciones económicas actuales, exactamente igual que la lucha de clases del proletariado, y, lo mismo que ésta, se deriva aquél de la lucha contra la miseria y la pobreza de las masas, miseria y pobreza que el capitalismo engendra; pero el socialismo y la lucha de clases surgen paralelamente y no se deriva el uno de la otra; surgen de premisas diferentes. La conciencia socialista moderna puede surgir únicamente sobre la base de un profundo conocimiento científico. En efecto, la ciencia económica contemporánea constituye una condición de la producción socialista lo mismo que, pongamos por caso, la técnica moderna, y el proletariado, por mucho que lo desee, no puede crear la una ni la otra; ambas surgen del proceso social contemporáneo. Pero no es el proletariado el portador de la ciencia, sino la intelectualidad burguesa: es del cerebro de algunos miembros aislados de esta capa de donde ha surgido el socialismo moderno, y han sido ellos los que lo han transmitido a los proletarios destacados por su desarrollo intelectual, los cuales lo introducen luego en la lucha de clases del proletariado, allí donde las condiciones lo permiten. De modo que la conciencia socialista es algo introducido desde fuera en la lucha de clases del proletariado, y no algo que ha surgido espontáneamente de ella. (...) No habría necesidad de hacerlo, si esta conciencia derivara automáticamente de la lucha de clases. El nuevo proyecto, en cambio, ha transcrito esta tesis del viejo programa y la ha añadido a la tesis arriba citada. Pero esto ha interrumpido por completo el curso del pensamiento». (Tiempos Nuevos; 1901-1902)
¿Acaso el marxismo-leninismo no ha advertido contra los peligros típicos que arraigan en la intelectualidad?
Pero los «reconstitucionalistas» nunca han estado de acuerdo con esta evidencia tan obvia como la vida misma y, confundiendo estrepitosamente las experiencias del socialismo utópico −Saint-Simon, Fourier, Owen− con las del socialismo científico −Marx, Engels, Lenin−, afirmaban sin vergüenza alguna:
«La historia ha dado muchos ejemplos, todos fracasados, de este método de liberación de la clase. El socialismo utópico es el más destacado de todos ellos». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja; Nº10, 1996)
Muy por el contrario, no ha habido una sola constitución de un partido revolucionario de tipo marxista-leninista que se haya formado y haya llegado lejos en base a la mera «autoorganización» espontánea de los proletarios, sino que siempre han tenido detrás a los intelectuales como iniciadores y organizadores principales, como no podría ser de otro modo, provinieran o no de las capas del proletariado. Ellos, «desde fuera», eran los introductores de esa ideología al resto de proletarios, y este desnivel en la composición solo podía ser compensado después, pero no al principio, y aun así, como hemos apuntado, la dirección seguía siendo predominantemente intelectual, como demuestra la propia composición de los bolcheviques.
¿Significa esto, como aseguran algunos «marxistoides», que el problema más bien es que Lenin, a diferencia de Marx, siempre tuvo un fetiche especial por la intelectualidad? Ni mucho menos. Todo conocedor de las obras del dirigente originario de Simbirsk, sabrá perfectamente que Lenin tuvo que combatir en no pocas ocasiones el carácter individualista y pusilánime de muchos intelectuales, que bien por modismo o arribismo, entraron en el movimiento para luego abandonarlo o traicionarlo a la primera ocasión. Sin ir más lejos, en 1904, frente a los mencheviques, muy dados a los intelectuales aburguesados, tuvo que oponer unas formulaciones que terminasen con el caos disciplinario de estos «espíritus selectos» que no atendían a normas, que no cumplían sus tareas, que no eran capaces de coordinarse con el resto de militantes:
«No es el proletariado, sino que son algunos intelectuales encuadrados en nuestro partido, los que adolecen de falta de educación propia en materia de organización y disciplina. (…) La división del trabajo bajo la dirección de un organismo central hace proferir alaridos tragicómicos contra la transformación de los hombres en «ruedas y tornillos» de un mecanismo. (…) Explicar la negativa a trabajar en el partido diciendo «nosotros no somos siervos», es descubrirse por entero, reconocer una completa carencia de argumentos, una total incapacidad de motivar, una ausencia total de causas razonables de descontento. (…) En esta frase se trasluce con notable nitidez la psicología del intelectual burgués, que se considera un «espíritu selecto», por encima de la organización de masas y de la disciplina de masas». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Un paso hacia adelante, dos hacia atrás, 1904)
En otra ocasión, siendo totalmente inmisericorde ante las últimas deserciones de fracciones rebeldes como los otztovistas y liquidacionistas, Lenin le comentó a Gorki, un compañero de fatigas, que antes prefería fuera que dentro a elementos no confiables de este tipo:
«La significación de la gente intelectual en nuestro partido desciende: llegan noticias de todas partes de que los intelectuales huyen del partido. ¡Puente de plata a ese canalla! El partido se depura de la basura pequeño burguesa. Los obreros ponen manos a la obra cada día más». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Carta a A. M. Gorki, 7 de febrero de 1908)
Ahora, dicho esto, y a riesgo de ser cargantes, repetiremos una vez más: también yerran todos aquellos que desde el primer momento se empecinan en ignorar la historia negando el papel de la intelectualidad. La mayoría de figuras de renombre del marxismo que hoy son famosas han sido intelectuales, los mismos que abjuraron de una vida llena de comodidades, tiempo libre y ocio, para pasar a ocupar su tiempo, formulando, debatiendo, investigando, difundiendo, jugándose el pellejo… en definitiva, obrando para las clases populares y toda la humanidad, lo que no les auguraba precisamente un progreso laboral, fama, ni un sustento mensual.
Por ir finalizando, debemos calificar a esta idea antiintelectualista que nos plantean los «reconstitucionalistas» y otros grupos como una inadmisible revisión del marxismo-leninismo. ¿Por qué? Porque sin pruebas objetivas −salvo su imaginación o deseos− tratan de renunciar a una verdad elemental, el axioma que ha sido descubierto en todos los procesos revolucionarios de la historia, el cual ha sido descrito atrás, pero que repetiremos una vez más:
«La historia de todos los países atestigua que la clase obrera, exclusivamente con sus propias fuerzas, sólo está en condiciones de elaborar una conciencia tradeunionista, es decir, la convicción de que es necesario agruparse en sindicatos, luchar contra los patronos, reclamar del gobierno la promulgación de tales o cuales leyes necesarias para los obreros, etc. En cambio, la doctrina del socialismo ha surgido de teorías filosóficas, históricas y económicas que han sido elaboradas por representantes instruidos de las clases poseedoras, por los intelectuales». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; ¿Qué hacer?, 1902)
Estas conclusiones destierran todas las teorías que los pseudomarxistas han propagado en torno a que los intelectuales populares no son necesarios, cuando en realidad son imprescindibles. Pero claro, para una formación que no necesita reflexionar demasiado, o que sus acciones funcionan en base a las apetencias personales, no solo no tendrá por necesario contar con intelectuales de valor, sino que estos, de haberlos, lo serán en la acepción más peyorativa del término.
La eucaristía de la Iglesia Reconstitucionalista: «el intelectual se convierte en obrero»
En general, aunque a priori no lo parezcan, las teorías de los «reconstitucionalistas» sobre la intelectualidad son un cúmulo de errores y estupideces que rezuman el clásico «obrerismo», esa concepción mística, tan zafia y populista de la cual hoy tanto acusan a otras formaciones, empezando por Reconstrucción Comunista (RC) o Unificación Comunista de España (UCE). Véase la obra: «Antología sobre Reconstrucción Comunista y su podredumbre ideológica» (2021).
Por resumir muy rápidamente esta noción del «obrerismo», la cual hemos ido describiendo sin mencionarla por este nombre, está basada en la holgazanería de idealizar a una clase social, como si sus individuos fuesen un todo homogéneo, más allá de lo que la realidad diga acerca de su comportamiento y opiniones políticas. Con ello uno se ahorra tener que investigar, analizar y dar explicaciones a las disparidades, contradicciones y paradojas en el campo social. Mientras unos creen que el comportamiento crea nuestra posición en la esfera social… otros parten de que es la posición económica la que determina hasta el último de nuestros gestos; son estas desviaciones «subjetivistas» y «objetivistas», respectivamente. El primer grupo corresponde al de los voluntaristas y el segundo al de los economicistas vulgares.
Después de menospreciarlo y arrastrarlo por el fango, por fortuna, nuestros «reconstitucionalistas» encontraron la fórmula mágica para que el intelectual medio pueda purificarse de su «pecado original» y pase de ser un «peligroso intelectualoide» a convertirse en un «modélico obrero»:
«El intelectual revolucionario, sea obrero o no, para convertirse en vanguardia de la clase debe formar parte de ella. No basta con proclamarse revolucionario, solidarizarse con los explotados y los oprimidos y presentarles un programa de emancipación; no es suficiente con querer emancipar a la clase proletaria». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja; Nº10, 1996)
Según ellos, para que Lenin hubiera sido útil, debió meterse a trabajar en la fábrica Putilov, aquello de ser un «revolucionario profesional», el lanzarse a brindarnos las obras polémicas más relevantes de su tiempo −con las que se formará a las próximas generaciones de militancias de todo el mundo−, parece ser que solo eran excusas de un intelectual malacostumbrado para justificar su «trabajo cómodo», el típico pretexto del sujeto mimado, aburguesado. Fuera de bromas, he aquí un patético «ascetismo de clase» que recuerda a las normas absurdas del PSOE de finales del siglo XIX, las cuales prohibían a los intelectuales tener cargos para «evitar la degeneración ideológica», como si el mero extracto social fuese a garantizar absolutamente la «pureza ideológica» −ya vimos cómo les fue tal ensayo «obrerista»−. Justamente esta desviación es la contraria a la que hoy predomina en los grandes partidos actuales, que creen que es «normal» que el partido esté lleno de adolescentes antes que adultos, o que proliferen los pequeño burgueses por delante de los obreros. ¿¡Qué decir!? Que ni tanto, ni tan calvo. Obviamente, por su cantidad numérica y sus propias condiciones materiales, la composición social obrera es algo importante, pero sin llegar a los extremos antes comentados, puesto que el partido no puede permitirse el lujo de no admitir al intelectual o de segregarlo dentro del partido:
«Tiene que estar compuesto tanto de obreros como de intelectuales, pues separarlos en dos comités sería perjudicial». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Carta a un camarada acerca de nuestras tareas de organización, 1907)
En este caso, los «reconstitucionalistas» aseguran que el intelectual no será nunca parte del movimiento marxista, es decir, de la ideología emancipadora, a no ser que «se convierta en obrero», ¿y cómo puede lograr tal cosa? Para ellos, en un ejercicio de idealismo −donde una vez más las ideas crean y destruyen mágicamente la realidad material con una facilidad pasmosa−, el intelectual, al adherirse al marxismo y someterse al partido, se «convierte en parte de la clase obrera»:
«Por esta razón, el intelectual revolucionario, sea obrero o no, para convertirse en vanguardia de la clase debe formar parte de ella. (…) Sólo es posible si quienes aportan a la clase trabajadora la ideología que le abra las perspectivas de su liberación son miembros de la propia clase, independientemente de su origen social. Sólo así podrán ser vanguardia proletaria −y, por tanto, parte de esta clase−, sólo así podrán actuar como verdaderos revolucionarios y no como bienintencionados reformadores. La vanguardia se convierte en parte de la clase cuando se dirige hacia ella y se funde con ella en PC». (Partido Comunista Revolucionario (Estado Español); La Forja; Nº10, 1996)
Pero razonemos esta frase ambigua que invita al despropósito en cualquiera de sus posibles significados. La primera interpretación que podríamos hacer es que todos, pequeño burgueses, intelectuales o «X» deben meterse a trabajar en la fábrica de Cruzcampo para ser parte de la clase obrera −¡y recibir por fin el carnet oficial del partido revolucionario!−. En esta primera concepción nuestros «reconstitucionalistas» serían como aquellas feministas que reclaman que solo las mujeres pueden ser parte de su movimiento y aportar o criticar. En la segunda posible interpretación a esta cita, parecería que cualquier no obrero al meterse en el «partido de los obreros» se convierte automáticamente en «parte de la propia clase», pero esto último es igual de absurdo, el intelectual burgués o pequeño burgués no dejaría de ser lo que socialmente es, no «trasmuta» su condición social por incorporarse al partido. Esto último lo explicaremos en profundidad.
Si un empresario vinícola funda una organización que agrupa a los campesinos y dice adoptar la ideología agrarista, ¿se convertirá en «uno de ellos» sin haber tocado nunca una azada? No. Y si logra ser la cabeza pensante de la formación, ¿será esta la que represente realmente los intereses de campesinos pobres? Es bastante dudoso: lo que suele ocurrir en realidad es que estaremos ante el nuevo «partido de los pequeños campesinos» dirigido por un demagogo burgués que subordinará la línea a su interés, el cual diverge con el de la militancia; la otra posibilidad es que se trate de un honesto utópico burgués que juega a la filantropía, aunque no pocas veces tendrá que elegir entre sus ideas y su interés, algo no muy sostenible a largo plazo, dado que no se puede apostar al negro y al rojo. Si un escritor se junta con los lumpens en las tabernas, adopta su jerga e incluso colabora en sus razias callejeras, ¿este intelectual se convierte automáticamente en «uno de ellos», aunque siga ganándose la vida como periodista al final del día? No. Esas mutaciones sociales no se dan plenamente, porque las clases y las capas sociales dejarían de ser lo que son −un producto de las relaciones de producción− para pasar a ser únicamente un producto de la personalidad o el comportamiento fugaz de cada uno, lo cual es absurdo como hemos demostrado en los ejemplos citados. En todo caso, siempre hablamos de la regla no de las excepciones, y en realidad cualquier sujeto converge con múltiples influencias ideológicas de las clases de su entorno social −que no siempre es el mismo que el suyo− y en efecto puede reproducirlas y adoptarlas como suyas en ocasiones, pero esto no implica ni que el burgués deje de ser burgués, ni que el intelectual deje de ser intelectual, propiamente.
¿Cuál era la posición de Lenin? Literalmente criticaba a los socialrevolucionarios por crear la «tríada» del «proletario-campesino-intelectual» como eje, ya que la intelectualidad no es una clase social como tal, por ende, en Rusia casi todos procedían de la burguesía o la pequeña burguesía. Por lo que el proletariado no podía dejar de «conquistar partidarios entre toda la gente culta», ni instruir a los suyos de origen proletario:
«Si se habla de los intelectuales que no ocupan todavía una posición social determinada, o de los que la vida ha desalojado ya de su posición normal y que se pasan al campo del proletariado, entonces será absurdo por completo contraponer esta intelectualidad al proletariado. Como cualquiera otra clase de la sociedad moderna, el proletariado no sólo forma su propia intelectualidad, sino que, además, conquista partidarios entre toda la gente culta». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Aventurerismo revolucionario, 1902)
La cuestión del origen social, ¿quién puede adherirse al marxismo-leninismo?
Centrándonos en el tema: el intelectual no dejará de ser intelectual −que es el estatus que adquiere por su trabajo dentro de la producción social− por el mero acto de adherirse al partido revolucionario. El intelectual, como cualquier militante, deberá probar día a día que ha abandonado no ya sus prejuicios de clase −si proviene de capas no proletarias−, sino todo tipo de vicios y manías personales incompatibles con la militancia grupal. En todo caso, asume una ideología, el marxismo-leninismo, la cual −y esto hay que aclararlo de una vez− no es exclusiva únicamente de quien sea de origen proletario, por mucho que se haya formulado estudiando a esta clase y hoy siga siendo la clase que representanta objetivamente los intereses más progresistas de nuestra época, pero las conclusiones no acaban ahí. El marxismo-leninismo se ha convertido ya por derecho propio en la única doctrina que puede servir a cualquier individuo para superar el capitalismo, para transformar el mundo material existente, para emancipar al hombre de la explotación por el hombre y todas las vilezas que de ello se derivan. Por esta razón y no otra, han existido excepciones honrosas donde elementos provenientes de las clases explotadoras renunciaban a sus privilegios de clase para servir a esta doctrina, porque sentían que ella representaba no solo el humanismo de su época, sino el único cauce racional y con capacidad de llevar a cabo una transformación total del estado actual de las cosas. Lo mismo cabe decir para el resto de capas sociales como por ejemplo el lumpenproletariado o la pequeña burguesía. ¡Sí! Comprendemos que quienes están ya atados a dogmas de fe y siglas, se escandalicen, pero pedimos que sigan leyendo y puede que encuentren algo interesante.
¿Entonces puede ser el marxismo la ideología de las vastas masas burguesas, intelectuales o lumpens? No, eso sería caricaturizar lo que afirmamos aquí. Por cuestión de probabilidades −que marcan las condiciones existentes− y por ensayos empíricos −y la historia es aquí la prueba del algodón para confirmar o desmentir una norma−, esto no sucede. Si quiere decirse de otra forma, el marxismo es la ideología progresista de nuestro tiempo, pero no puede ser la ideología predilecta de toda una clase o capa social, como por ejemplo la burguesía −y otros extractos intermedios− porque la mayoría de estas capas no están interesadas en los postulados fundamentales del marxismo, no van a sufrir un arrebato de solidaridad o de humanismo para dejar de defender sus tradiciones, inclinaciones e intereses personales. En el caso de los estratos intermedios a lo sumo pueden adoptar una posición neutral y ganarse a una parte de ellas. Expliquémonos más a fondo. Muchas personas desconocen lo que ofrece nuestra doctrina en sus planteamientos finales −abolición de la propiedad privada, limar al máximo la división entre trabajo intelectual y físico, priorizar la cuestión social a la nación, y otros−. De saberlo, dudamos siquiera de que estuvieran interesadas, aunque se hiciese con ellos el mejor trabajo propagandístico. ¿La razón? Simple y llanamente están muy conformes con el papel que ocupan dentro del sistema actual:
«El comunismo se sitúa por encima del antagonismo entre burguesía y proletariado; lo reconoce en su significación histórica para el presente, pero no lo considera justificado para el futuro; el comunismo quiere precisamente abolir ese antagonismo. En consecuencia, mientras exista esa división, reconoce desde luego como necesaria la cólera del proletariado contra sus opresores, ve en ella la palanca más poderosa del movimiento obrero en sus comienzos; pero deja atrás esa cólera, porque representa la causa de la humanidad toda entera y no solamente la de los obreros». (Friedrich Engels; La situación de la clase obrera en Inglaterra, 1845)
Nuestro objetivo es tener en cuenta la situación presente, pero sin descartar la posible situación futura y las variedades y excepciones que se pueden dar. El paradigma perfecto de esto es tener en cuenta cómo podrían reaccionar diversas capas sociales como son algunos pequeños propietarios, el gran capitalista −o los intelectuales que le sirven−. De nuevo aquí interviene y viene bien tener en cuenta lo que nos dice la historia. A continuación, lo explicaremos mejor. La mayoría de la clase burguesa prefiere revolverse con virulencia, el camino del exilio o suicidarse en masa antes que adoptar el marxismo y colaborar con su nuevo régimen. «Bueno», dirán algunos, «aun así no acabo de entender una cosa: ¿y por qué en el capitalismo la burguesía no adopta el marxismo si tan válido es?». Básicamente, si ellos asumiesen completamente −y con total honestidad− el aplicar las herramientas filosóficas del marxismo −el materialismo dialéctico e histórico− y expusiesen sus resultados ante el gran público, se estarían tirando piedras contra su propio tejado, puesto que estarían desmontando la mayoría de mentiras y medias verdades que hasta ahora habían sostenido en los problemas de la economía, las guerras o las desigualdades sociales. Sería pedir a gritos el fin de su existencia. ¿Qué diría esta clase social si avalara el marxismo? «Llevan razón, no puedo garantizar nada del programa social que he prometido. Llevan razón, para que mis beneficios económicos se mantengan altos no puedo mirar por el medio ambiente. Llevan razón, para que yo gane, inevitablemente la inmensa mayoría debe perder, deben arruinarse o irse a la cola del paro. Llevan razón, promociono a artistas sin talento que plasman banalidades para que el pueblo no piense en lo que le rodea. Llevan razón, este sistema no es eterno sino uno más, es injusto para la mayoría y ésta no lo necesita. ¡Por favor vengan y confísquenme la propiedad, planifiquen la producción sin trabas y de forma racional, es lo más lógico para el bien de todos!». ¿Se imaginan qué cómico sería? La burguesía, en tanto que desee seguir actuando como tal, debe huir como de la peste del marxismo, ocultar sus descubrimientos y denuncias.
Pero ahora centrémonos mejor en otras capas sociales en las que quizás esto es menos evidente. Existe una notable incompatibilidad entre las aspiraciones del marxismo y muchos de los intereses de estas capas sociales intermedias que se ubican entre la clase burguesa y la clase obrera:
a) Al pequeño burgués no le interesa oír que no tiene posibilidad de ganar la batalla contra los monopolios capitalistas pese a todo el esfuerzo que pone en salvarse de la crisis, a priori tampoco le motiva asumir que su destino −en una nueva sociedad− es integrarse junto a otros como él en una cooperativa −y finalmente en la propiedad estatal única, de todos los trabajadores−;
b) Al lumpen no le agrada escuchar que los marxistas desean derrocar el poder de su amo burgués, suprimir el asistencialismo privado y estatal −salvo para aquellos que estén incapacitados para trabajar−, el fin de la prostitución, el desempleo, la drogadicción, la delincuencia y el parasitismo en general, ¡justamente todo aquello de lo que vive actualmente! Además, no ve con buenos ojos que el marxismo pida que se incorpore a la producción bajo un trabajo moralmente no repudiable;
c) A ciertos músicos o pintores no les gustaría que el marxismo cambiase el status actual de las cosas, como intelectuales a ellos les va bien, se han hecho famosos gracias al inestimable trabajo de los críticos y publicistas que venden a la sociedad su producto como algo «irreverente» −aunque lo aplaudan y publiciten los ministros del gobierno−, una obra de arte realmente «transcendente» −aunque el público medio no entienda demasiado el significado de sus cuadros o su canción del verano no deje de ser tan banal como lo es una piedra en mitad de un descampado−;
d) Del mismo modo que, por poner un último ejemplo, el empleado de un banco no quiere oír eso de que debemos buscar una sociedad donde se logren rebajar las diferencias salariales y, finalmente: «¡De cada cual, según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades!». Eso a él no le convence, prefiere cobrar por encima de la media y trabajar lo justo.
En todos estos casos, el egoísmo o el miedo priman antes que el raciocinio o el sentido humanitario, y existe una apatía hacia los planes sociales que persigue el marxismo −y es hasta cierto punto comprensible desde su punto de vista−. ¿Cómo no va a ocurrir esto si a veces el propio obrero no se cree que pueda ser libre de sus penurias en una sociedad futura? Él mismo muchas veces ha abandonado toda idea de superar el capitalismo por derrotismo, hunde sus penas en alcohol o las evade con consuelos y entretenimientos que no le reportan nada más que un pequeño alivio inmediato y que solo es suficiente para volver a soportar la carga de la explotación el día siguiente. Entonces, ¿cómo no van a dudar el resto de capas sociales? Ahora, a nivel general, ¿podemos rechazar a quienes sí se comprometan con el marxismo? ¿A quiénes pongan a disposición todo su esfuerzo físico e intelectual en luchar por esto mismo −incluso yendo contra su origen social y sacrificando todo tipo de comodidades−? Seríamos los más estúpidos del planeta Tierra si rechazásemos tal oferta». (Equipo de Bitácora (M-L); Sobre la nueva corriente maoísta de moda: los «reconstitucionalistas», 2022)
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