«No es que la naturaleza sea sólo el primer y originario objeto de la religión sino que es su principio generador más seguro, su subsuelo permanente aun si no se hace obvio. La creencia de que Dios, presentado como un ser sobrenatural y distinto de la naturaleza, tenga una existencia independiente de la del hombre y de que sea, como dicen los filósofos, un ente objetivo tiene su raíz en el hecho de que originariamente el ente objetivo y que existe aparte del hombre, esto es, el mundo, la naturaleza, es considerado Dios. La existencia de la naturaleza no se basa de ninguna manera –como se engaña el teísmo– en la existencia de Dios, o mejor dicho, la creencia en su existencia tiene su único fundamento en la naturaleza. Tu estas obligado a creer que Dios es un ser existente porque te ves obligado por la naturaleza a reconocer que por encima de tu conciencia y de tu existencia está la suya, y el primero concepto base de Dios no es ningún otro sino este: el de que es un ser cuya existencia precede a la tuya; tu existencia presupone la suya. En otras palabras: cuando hablas de la existencia de Dios como algo ajeno al corazón y al raciocinio del hombre, como algo que existe y está independientemente de que exista o no el hombre, piense o no en Dios, sienta o no anhelos de él, en realidad no estás hablando de otra cosa que de la naturaleza, cuya existencia no se apoya en la del hombre y mucho menos en los racionamientos del ser humano. Los teólogos, especialmente los racionalistas, propugnan que el principal honor de Dios viene dado por el hecho de que tiene una existencia autónoma respecto del pensamiento humano, y además, reflexionando, llegan a al conclusión de que también las divinidades de los ciegos paganos –las estrellas, las piedras, los árboles, los animales– cuenta con una existencia de este tipo; por lo que en este sentido el Dios de los teólogos y el Apis de los egipcios no se diferenciarían: ambos cuentan con y una existencia independiente del pensamiento de sus cultores. (...) Dios es el ser no determinable según dimensiones humanas, es el ser inconmensurable, infinito, o al menos así se le aparece al hombre. La obra alaba a su autor: la gloria del creador tiene su raíz exclusivamente en la magnificencia de la criatura. «¡Qué grande es el sol, pero cuánto más grande es aquel que ha creado el sol!». Dios es el ser supraterrenal, sobrehumano, supremo; pero también este ente supremo, por su origen y principio, no es otro que el entre supremo desde el punto de vista espacial y óptico: el cielo, con todo el esplendor que aparece. Todas las religiones que tienen algo de ímpetu, por poco que sea, sitúan la sede de sus dioses en la región de las nubes, en el éter o en el sol, en la luna y en las estrellas y, finalmente, todos los dioses se pierden en la atmósfera azul del cielo. Y por cierto: el Dios de los cristianos tiene su sede, su base última, arriba, en el cielo. Dios es el ser misterioso e incomprensible, pero solamente porque para el hombre, y particularmente para el hombre religioso, la naturaleza es un ente misterioso e incomprensible. «¿Sabes tu como se difunden las nubes –le pregunta Dios a Job–? ¿Has llegado hasta el fondo del mar? ¿Has averiguado la anchura de la tierra? ¿Acaso has visto de dónde proviene el granizo?». En fin: Dios es el ser superior al arbitrio humano, no perturbado por las necesidades y las pasiones de los hombres, eternamente igual a sí mismo, que actúa según leyes invariables, que mantiene de manera inalterable a través de todas las épocas. (...) A Dios entendido como el artífice de la naturaleza se le representa como un ente distinto de esta; pero lo que este ente contiene expresa, el verdadero contenido del mismo, es únicamente la naturaleza». (Ludwig Feuerbach; La esencia de la religión, 1845)
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La incomprensibilidad de un fenómeno no puede llevar nunca al escepticismo sobre el conocimiento de las causas ni a la especulación de ellas
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