jueves, 6 de octubre de 2022

El arte prehistórico y su origen: otro campo de debate entre el idealismo y el materialismo; Equipo de Bitácora (M-L), 2022


«En este capítulo abordaremos varios temas: a) demostraremos cómo el arte prehistórico tampoco está a salvo de la cosmovisión del autor; b) recordaremos que los progresos y atrasos en el campo del conocimiento prehistórico no son ajenos a cualquier otra ciencia; c) repasaremos si el materialismo histórico de Marx y Engels ha sido un método «muy limitado» para abordar y explicar los fenómenos artísticos; d) explicaremos por qué la mera existencia de la religión no resuelve las incógnitas del arte prehistórico; e) resumiremos los hitos del arte paleolítico y neolítico; f) y, por último, aclararemos ciertos malentendidos que se suelen dar en la relación entre fuerzas productivas y arte.

El arte prehistórico tampoco está a salvo de la cosmovisión del autor

En prehistoria han existido –como en cualquier campo de estudio– varias explicaciones a lo largo de los siglos sobre un mismo fenómeno, como en este caso es del arte paleolítico. Repasemos brevemente cuales de ellas han tenido más influencia y por qué es tan importante que el marxismo y sus herramientas de análisis –es decir, en este caso las que puede aportar el materialismo histórico– aborden todos estos temas con sumo cuidado para ir poniendo las cosas en orden. Gran parte del arte prehistórico se compone –aunque no en su totalidad– de las famosas pinturas rupestres; es decir, frescos en las paredes de las cuevas entonces habitadas por la humanidad y que representaban figuras de todo tipo, tanto con las que las sociedades primitivas se hallaban en relación frecuente como las que anhelaban. Y es precisamente sobre estas pinturas donde recelan la gran mayoría de teorías acerca del origen del arte prehistórico y su significado. Todas estas, pese a la variedad de sus postulados y a lo complejas que puedan llegar a ser, acaban pasando por –cuando no directamente centrándose– en la siguiente cuestión: ¿guardan estas pinturas una relación causal con las condiciones materiales de vida de los grupos humanos pretéritos o, por el contrario, son meramente un ejercicio casual, individual?

En su momento, el antropólogo escocés J. G. Frazer presentaría la idea de que las pinturas rupestres representaban un tótem. Este vendría a ser la figura abstracta de respeto y veneración hacia generaciones anteriores. Pero esto, como afirmó el historiador de arte prehistórico José Luis Sanchidrían, supondría que debería de haber al menos un tótem por cada clan, cosa que no siempre se daba según las evidencias arqueológicas. Las propias cuevas mostraban que en el arte parietal la «figura totémica» muchas veces ocupa un lugar no privilegiado de las pinturas −por sus dimensiones o posición respecto a otras figuras o símbolos−, algo inconcebible para el estatus del objeto central de veneración. Pero esta idea pudo sostenerse durante unos años más, entre tantos factores, debido a la eclosión del psicoanálisis en antropología y el arte prehistórico. ¿Y qué traían de novedoso? Según ellos, en algún momento las comunidades prehistóricas habían pasado por el proceso en que los jóvenes hubieran sufrido el «Complejo de Edipo», matando a los mayores y acostándose con sus madres, construyendo dicho tótem un reflejo de la culpa y de la figura paterna. Esta peregrina explicación era aún más inverosímil porque presuponía que se diera este fenómeno poco común de forma consecutiva. Además, presuponía que los valores que consideramos universales en torno a los roles y deberes del parentesco se traduzcan a las demás culturas.

Una de las hipótesis propuestas por los arqueólogos y expertos en arte en el siglo XIX, como Lartet y Christy, es que las representaciones artísticas de la prehistoria estaban desprovistas de todo sentido, que eran mera acción lúdica, un divertimiento similar al de los bohemios de finales de su siglo. Ridell o Luquet también sostuvieron estas tesis en el próximo siglo XX. Dicha noción tuvo un gran influjo, aunque breve, lo que no ha impedido que sus hipótesis se hayan reavivado de tanto en tanto. ¿Por qué? De nuevo, no tanto por las evidencias arqueológicas −que cada vez acumulan más datos en contra de esta teoría− como por el arte en boga entre los creadores de tales ideas. Tengamos en cuenta que muchos de estos intelectuales se movían en esferas y ámbitos modernos como las famosas «vanguardias artísticas» del siglo XX, justo en un momento de un hondo debate sobre el significado del arte. Así, por ejemplo, Hauser señalaba lo que para él era un error muy habitual:

«La convención de que lo mejor tiene que ser también lo más antiguo es tan fuerte aún hoy, que muchos historiadores del arte y arqueólogos no temen falsear la historia con tal de mostrar que el estilo artístico que a ellos personalmente les resulta más sugestivo es también el más antiguo». (Arnold Hauser; Historia social de la literatura y el arte, 1951)

En muchos casos estos deseos subjetivistas de «un arte por el arte» se intentaron trasladar al mundo prehistórico, con el fin de buscar en ese «arte puro» la «esencia del sujeto». Con ello deseaban que volviéramos a la «verdadera esencia humana», pero dudosamente podemos encontrar una «esencia fundamental» entre los seres humanos de hoy respecto a los de hace milenios. Es todavía más improbable que sociedades que no tenían el sustento asegurado, pudieran dedicar su tiempo a labores artísticas de «improvisación» para «matar» el tedio del tiempo. Incluso si aceptamos que nuestros antepasados no hubiesen tenido intención alguna con su arte, pese a todo, debemos tener en cuenta la irrupción de la religión que, como cualquier producción ideológica, no deja de ser un reflejo de las condiciones materiales de su tiempo. En consecuencia, incluso en el caso de que algunas deidades y profecías nazcan de las formas más insospechadas como sueños, trances o delirios, etcétera, estos, por muy extraños que sean, no pueden abstraerse por ejemplo de las formas geométricas y de los colores existentes de nuestro mundo material; y lo más normal es que reproduzcan ideas de poder o deseos acordes a cada mentalidad individual y colectiva, según su época determinada y su idiosincrasia propia. Si profundizamos en cada pueblo un poco, no es cuestión de azar que posteriormente los dioses etíopes fueran representados con la tez negra a semejanza de sus adoradores, o que en el arte íbero aparezca el toro, animal fundamental de su entorno y economía.

Los soviéticos recogieron este pertinente análisis ya que tuvieron que salir al paso ante este tipo de especulaciones que eran clásicas, pero no por ello menos equívocas:

«Los sociólogos burgueses y los teóricos del arte generalmente explican el origen del arte ya sea por algunas misteriosas «propiedades del alma humana» o «sentimientos de belleza» estéticos «innatos», «eternos», luego por intuición, o «subconsciente», luego por «inspiración de los elegidos», etc. No es difícil ver que la base teórica de tales puntos de vista sobre el origen del arte es el idealismo filosófico, mistificando la vida social, separando la conciencia del ser.

Algunos de los teóricos burgueses buscan los orígenes del arte en el mundo animal. Al mismo tiempo, hacen referencia al canto de los pájaros, su vistoso plumaje, los juegos de los animales, etc.

Estas teorías idealistas y metafísicas tergiversan el origen del arte. El marxismo enseña que la explicación del origen del arte debe buscarse en la propia vida social. El arte surge de las necesidades de la vida social. El arte primitivo de los pueblos de los niveles inferiores de cultura danzas, dibujos en las paredes de las cavernas, representaciones escultóricas– es una reproducción de su actividad laboral. Por ejemplo, en los bailes de las mujeres nativas australianas se reproducen atrapar una zarigüeya, atrapar conchas, recoger las raíces de plantas nutritivas, alimentar a un niño, etc.

Los pueblos primitivos decoraban sus cuevas con dibujos, imágenes de los animales que cazaban. A veces las paredes de estas cuevas son una especie de «galerías de arte». El canto de los pueblos primitivos también estaba asociado a las actividades productivas y acompañaba su trabajo. Aquí el vínculo entre el arte y la producción social de la vida es inmediato, evidente, indiscutible. El arte aquí es sólo una forma idealizada de práctica social». (Partido Comunista de la Unión Soviética; Materialismo histórico, 1950)

También en el siglo XIX hubo figuras que trataron de buscarle un sentido más racional al arte prehistórico, explicando las pinturas como un ritual religioso. El propio Reinach, que anteriormente no parecía muy favorable a esta idea, se retractó de esa postura y adoptó este nuevo posicionamiento. Calificaba así la representación pictórica de la caza como:

«Una idea mística de la evocación por medio del dibujo o del relieve escultórico, análogo al de la invocación por medio de la oración, lo que hace investigar el origen del desarrollo del arte. (…) Estas manifestaciones artísticas no significaban, pues, lo mismo que para nosotros, pueblos civilizados, un lujo o un juego; eran la expresión de una religión muy primitiva de prácticas mágicas por medio de arpones y azagayas». (Salomón Reinach; Repertorio de arte cuaternario, 1903)

Esta idea la sacó de una comparación con las sociedades actuales más atrasadas:

«Si los trogloditas pensaban como los Aruntas de la Australia actual, las ceremonias que cumplían delante de estas efigies, debían tener por objeto asegurar la multiplicación de los elefantes, de los toros salvajes, de los caballos, de los ciervos que les servían de alimento». (Salomón Reinach; Repertorio de arte cuaternario, 1903)

H. Breuil explicaría que el motivo por el que aparecían también animales depredadores era no tanto porque buscaran cazarlos, sino protegerse de ellos. El ritual de magia no sería por tanto solo de atracción de ciertos animales −como ciervos− para la caza, sino de protección −ante temibles animales como, por ejemplo, los osos−. A esto se le denomina «magia simpática», la creencia de que pintar lo similar produce lo similar. Bien es cierto, por ejemplo, que los animales comestibles ocupaban gran parte de las imágenes artísticas del Paleolítico.

Posiblemente, las representaciones en algunas ocasiones fuesen un deseo de pedir ayuda a los espíritus para poder cazar a los animales, confiando el chamán en la idea de poseerle para venir al territorio de la comunidad, y una vez fuera del trance, que el grupo atacase al animal confundido. ¿Qué otra alternativa plausible puede haber? El deseo de pintarlo con el anhelo de ser uno de ellos –posesión– y vagar como un animal libre; anunciar, en el contexto de una sociedad nómada, a otras bandas del mismo grupo humano que habitasen la cueva –o pasado un tiempo, recordarle al suyo propio– qué especies podían encontrarse por la zona; contar una historia sobre el paisaje que solían ver –intención narrativa– o directamente rogar por su reproducción para que el grupo no deje de aprovechar su carne, piel y huesos –de nuevo, magia simpática–. Las estatuillas de la fertilidad en esta época demuestran tal concepción con la importancia al ciclo reproductivo.

Posteriormente la arqueología −que aquí viene a ser la prueba del algodón, la corroboración de una hipótesis− ha demostrado que en la zona cantábrica y pirenaica había comunidades que consumían preferiblemente conejos y cabras, pero curiosamente lo que representaban eran ciervos y caballos, por lo que no hay siempre una relación directa entre lo representado y consumido, tal y como se creía. Véase la obra de José Luis Sanchidrían: «Manual de arte prehistórico» (2001).

En los años 60 del siglo XX, las teorías del estructuralismo de autores como A. Leroi-Gourhan intentaron encajar las imágenes encontradas bajo una dicotomía entre masculino-femenino, un maniqueísmo que supuestamente penetraría todas y cada una de las producciones artísticas. Pero ni siquiera los propios autores de esta teoría han sido capaces de encajar en este esquema la gran variedad de imágenes y símbolos esquemáticos que se hicieron comunes a lo largo del período Neolítico. En los años 80 y 90, con la emergencia del posmodernismo como corriente filosófica, la antropología y la arqueología se contagian de este espíritu de «revisión» sobre las «grandes explicaciones y relatos». Este es el ejemplo perfecto de cómo sí se puede retroceder en la producción de las ciencias sociales. Así, autores como Ucko, Rosenfeld o Freeman defendieron que «ninguna teoría pueda explicar todo el arte paleolítico», sancionando finalmente que no puede interpretarse ningún «significado», sino que solo puede hablarse de «significados» −explicaciones plurales y opiniones diversas−. Huelga discutir sobre si una corriente que no reconoce la ciencia ni la objetividad −como el posmodernismo− tiene la capacidad de iluminar cuestiones de este tipo. Véase el capítulo: «Instituciones, ciencia y posmodernismo» (2021).

Rescataremos un extracto sumamente importante del antropólogo Harris, que es más que suficiente en este caso para comprender los defectos de esta escuela posmoderna:

«En mi opinión, la preocupación actual característica de la posmodernidad por los pensamientos y sentimientos del observador es subjetiva porque conlleva operaciones privadas, idiosincráticas y no comprobables, y no porque permita obtener información acerca de la reacción del observador ante lo observado. (...) Los antropólogos con vocación científica deben incluir al observador en la descripción. Lo que sí debemos rechazar son las explicaciones subjetivas, como se han definido más arriba, ya sean sobre el observador o sobre lo observado. (...) Los abominadores de la ciencia la condenan porque constituye un obstáculo a la adopción de decisiones políticas moralmente correctas, pero el problema es otro. Es la escasez de conocimientos científicos lo que pone en jaque nuestras decisiones político-morales. Para alcanzar altas cimas morales hay que disponer de conocimientos fiables. Tenemos que saber cómo es el mundo, quién hace o ha hecho qué a quién, y quién y qué son responsables del sufrimiento y la injusticia que condenamos, que tratamos de remediar. Cuando así es, los antropólogos de cariz científico pueden proclamar legítimamente que su postura no es sólo moral, sino moralmente superior a la de quienes rechazan la ciencia como fundamento de conocimientos fiables acerca de la condición humana. Las fantasías, intuiciones, interpretaciones y reflexiones pueden servir para redactar buenos poemas y novelas, pero si queremos saber qué puede hacerse respecto de la bomba de relojería que es el sida en África, o los latifundios de Chiapas, renunciar a datos objetivos resulta reprensible. (…) Falsear el proceso de recogida de datos con objeto de hacer que los descubrimientos concuerden con la conclusión político-moral deseada debe excluirse diligentemente». (Marvin Harris; Teorías sobre la cultura en la era posmoderna, 2000)

¿Significa esto que el conocimiento prehistórico va con retraso respecto a otras ciencias?

«La valoración y estudio del arte prehistórico, y en particular la modalidad rupestre se desarrolla sobre todo en el siglo XX. No obstante, es en la segunda mitad del siglo XIX donde florece el inicio de sus principios básicos». (José Luis Sanchidrián; Manual de arte prehistórico, 2001)

Sin embargo, como acabamos de comprobar, la sucesión de diversas escuelas y variados enfoques metodológicos ha terminado derivando, en no pocas ocasiones, en un pasatiempo especulativo, cuando no un completo disparate. Para que el lector definitivamente entienda lo que queremos decir, dejaremos un extracto de una obra nuestra donde explicábamos qué oprobio podía llegar a ser para el investigador adoptar este tipo de sistemas de conocimiento: 

«Más allá de la constante de «expansión de las ciencias», quizás el mayor peligro que puede acontecer se da, precisamente, durante [la] consulta y formación mutua entre los sujetos de las distintas ramas, la cual se puede volver altamente problemática si no se toman las debidas precauciones. Pongamos un ejemplo hipotético pero factible, imaginemos que somos un prehistoriador de los 70 que desea documentarse en arte prehistórico. Hasta aquí todo bien. El problema no es que el sujeto quiera instruirse en esta rama, algo totalmente normal si anhelamos comprender mejor a las comunidades del Paleolítico sobre las que estamos indagando. El problema es que, si tenemos una endeble formación filosófica para abordar las cosas, si elegimos mal las fuentes y nos dejamos impresionar por las «eminencias» que nos recomiendan nuestros colegas de profesión −en este caso, los del campo de historia del arte−, es relativamente sencillo acabar adoptando concepciones y técnicas más que cuestionables, las cuales, si bien puede que no echen abajo todo nuestro trabajo, sí pueden como mínimo malograrlo notablemente. En el peor escenario, si uno no ha hecho bien sus deberes buscando y purgando las fuentes de información, sentimos advertir que puede acabar siendo víctima de una broma pesada, creyendo que la única «interpretación correcta» para las pinturas de Altamira es el modelo estructuralista −por aquellos años, muy en auge−, donde cada trazo, hasta el más accidental debe agruparse a través de un sistema maniqueo de dos bloques, símbolos masculinos o símbolos femeninos, que representan, según los creadores de esta interpretación, lo que nuestros ancestros habrían identificado como objetos y principios «activos» o «pasivos». Véase la obra de José Luis Sanchidrían: «Manual de arte prehistórico» (2001).

Este sistema atroz es una posibilidad que seguramente sería aprobada por muchas universidades, pero, si lo que anhelamos es acabar rápido nuestra investigación fuera de nuestra zona de confort y para pasar a otra cosa, también podemos recuperar el existencialismo, hacer caso al último grito del psicoanálisis o el posmodernismo… ¿y qué obtendremos? Pues muy seguramente, para mancha y vergüenza perpetua de nuestro historial académico, acabaremos concluyendo que es mejor no preocuparse por las incógnitas que presenta el Arte Franco-Cantábrico o sus diferencias respecto a otros momentos artísticos, pues al igual que el «arte bohemio», estaríamos simple y llanamente ante «arte por el arte»; o si se quiere «huellas» más o menos llamativas que en todo caso «marcan un hilo conductor sobre cómo es la naturaleza humana»; una «expresión libre del inconsciente que revolotea sin ataduras en el arte»; porque como todos sabemos: «el hombre está condenado a ser libre» −e insértese aquí todo tipo de paparruchas que uno quiera para continuar con la autoinmolación de nuestra reputación−». (Equipo de Bitácora (M-L); Sobre la nueva corriente maoísta de moda: los «reconstitucionalistas», 2022)

En resumen, de todos los debates y explicaciones que se han dado en torno al surgimiento del arte prehistórico, ¿qué se puede sacar en claro? Para empezar, podemos afirmar con contundencia que en las postrimerías del siglo XIX la única corriente que se acercó a una interpretación científica fue la que partía desde postulados filosóficos materialistas –por mucho que a veces esta fuese algo infantil, vulgar, naturalista o metafísica–Entonces, ¿debe de dejarnos completamente perplejos el hecho de que el avance del conocimiento prehistórico haya sido tan atropellado, tortuoso y zigzagueante? Ni por asomo. Esto no puede ser motivo de abatimiento, ya que de esto solo puede sorprenderse aquel que en verdad sea un completo ignorante a nivel histórico, aquel que no comprenda aún el fatigoso desarrollo que ha tenido cualquier rama conocida de las ciencias; un periplo que, dígase de paso, Engels describió tan correctamente en obras como «Dialéctica de la naturaleza» (1883). De lo que resulta que este progreso nunca es producto del breve suspiro de una generación, ni la obra de un individuo, sino la acumulación del trabajo de miles de almas durante varias centenas de años −como poco−. Engels mismo no se cansaba de recordar que: 

«Los hombres son los productores de sus representaciones, ideas, etc., precisamente los hombres, condicionados por el modo de producción de su vida material, por su trato material y por el continuo desarrollo». (Friedrich Engels; Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)

Ergo, no puede extrañarnos que la historia del arte prehistórico, que como tal depende de los avances de sus respectivas matrices: historia, prehistoria y arte, haya ido durante mucho tiempo a la zaga, e incluso no haya hecho avances significativos hasta la aparición o evolución de la arqueología, carpología, geografía y distintas formas tecnológicas de verificación de datos que hoy se utilizan y eran inimaginables para los pioneros. Baste ver el repaso que el señor Sanchidrián realizó en su libro respecto a los descubrimientos en los años 80 y 90 en España y Francia.

Una vez aclarado esto, y entendido los condicionantes, ¿acaso esto implica que hemos de ser más benévolos con los expertos en arte prehistórico? ¿Hemos de mirar hacia otro lado respecto a las limitaciones de los padres de la disciplina o de sus discípulos cuando escriben todo tipo de barbaridades? Para nada. Eso solo contribuiría a manchar el buen nombre de la disciplina y a rebajar aún más el nivel de atraso que pudiera tener. El lector podrá entender el peligro que entraña irrumpir en estos lares con esta mentalidad conformista, máxime cuando: 

«En el caso de los historiadores y geógrafos [¡inclúyase aquí también a los expertos en arte y prehistoriadores!] esto es todavía peor, pues al rechazar tratar a sus respectivas disciplinas con el debido respeto a sus fundamentos científicos conocidos, están poco menos que pegándose un tiro en el pie, reduciendo la calidad de sus producciones y poniendo la primera piedra para que sus disciplinas sean diluidas o eliminadas de las aulas. En el caso de la historia, se ha ido reduciendo a una disciplina basada en la erudición de anécdotas y memorística, o en su defecto, a una mezcolanza de metodologías e interpretaciones tan variopintas que invitan al relativismo, a que el espectador cuestione su utilidad real −y no le culpamos por ello−. Cuando decimos que la ciencia histórica o geográfica está en un estado paupérrimo, no nos referimos a los conocimientos que, por fortuna, la humanidad ya ha hallado y acumulado, y que en muchas ocasiones es negado, relativizado o silenciado, en absoluto. Hacemos hincapié, más bien, en el gran caudal de información disponible y en las nuevas fuentes de investigación modernas que son desperdiciadas; a los pocos trabajos de interés que se efectúan −que o bien repiten lo mismo que ya se sabe, o son tan defectuosos que el resultado es verdaderamente lastimoso para lo que se intuye que se podría haber alcanzado−; y también, cómo no, estamos haciendo mención a la poca seriedad a nivel filosófico y político que nuclean todas las producciones de estos caballeros». (Equipo de Bitácora (M-L); Sobre la nueva corriente maoísta de moda: los «reconstitucionalistas», 2022)

Sin embargo, como ya comentamos en el mismo documento, si revisamos el material legado por las grandes eminencias de la materia, incluso por otros aficionados y en ocasiones poco reconocidos, podremos constatar que existe esperanza, que se ve la luz al final del túnel. Dicho de otro modo, entre tanta maraña de desperdicios, también podemos encontrar verdaderas joyas, o al menos, diamantes en bruto:

«Si hoy vamos a cualquier escrito de educación capitalista −del ámbito escolar o universitario− corroboraremos que, en su mayoría, el libro de texto o manual tiene por lo general amplias carencias, limitaciones, cuando no, abiertas manipulaciones respecto a las ciencias naturales y sociales −especialmente en estas últimas−. En la creación de todo este material median las instituciones gubernamentales y finalmente es un selectivo gabinete de educación lleno de burgueses o servidores a ellos el que elabora los temas y el punto de vista a tratar. El objetivo es crear un material educativo por y para las necesidades de la producción de bienes y servicios desde sus intereses de clase. Hasta los propios educadores llevan décadas hablándonos como la escuela es una «reproductora de desigualdades sociales» y sus libros de texto «no han avanzado demasiado» recogiendo muy tardíamente los nuevos saberes. ¿Pero por esto debemos concluir que estos libros y apuntes solamente revisten nociones falsas sobre la realidad del mundo? ¿Son inservibles de principio a fin, debemos boicotear los estudios superiores y salirnos de las universidades, como proponía Bakunin? El siquiera preguntárselo es absurdo.

Los autores y obras que recomendaron u obligaron a estudiar nuestros profesores nos ayudaron en su momento a nuestra formación sobre diversos temas y campos donde seguramente nunca lo habríamos hecho, y si bien esta formación no agota ni de cerca lo que debería de ser nuestro conocimiento y estudio al respecto, sí cumple con varias funciones positivas. En primer lugar, a poco que prestemos algo de atención, estas situaciones nos permiten detectar la manipulación y el cinismo de la ideología dominante, bien sea del autor de la obra propiamente o de los referentes del campo en cuestión que se citan como verdaderas eminencias. Y aunque escaseen, tampoco es imposible que en nuestra formación académica nos acabemos encontrando con profesores y eruditos de estos campos que, aunque no son marxistas o están lejos de serlo, pueden ser una fuente muy útil de información, personas que incluso con el tiempo podrían ser atraídos a nuestra área de influencia.

En todo caso, al ojear estos manuales básicos que han sido producidos en masa para solventar los problemas de la vida social, podemos encontrar nociones aberrantes −misticismo, relativismo, agnosticismo, subjetivismo− pero también conclusiones o aforismos que nos resultan interesantes −nociones materialistas sobre el discurrir del mundo, trazos de dialéctica sobre las ramas de la sociedad y su interrelación, concepciones históricas del hombre y su desempeño social−. De la misma forma, gracias al torrente de información actual, con los artículos de las revistas oficiales como con los escritos y la divulgación de los «outsiders», podemos ponernos al día en cuanto a ciencia actual, investigaciones o últimos descubrimientos en tiempo récord. Bien, cuando esto último ocurre, si hacemos un esfuerzo para mirarlo más de cerca −y tenemos capacidad para ello−, comprobaremos que las nociones del segundo bloque, las «interesantes y a priori correctas» suelen ser, una vez verificadas, las únicas científicas, las que, para nada casualidad, son compatibles con el materialismo histórico-dialéctico, aunque frecuentemente esta última expresión ni se sugiera». (Equipo de Bitácora (M-L); Sobre la nueva corriente maoísta de moda: los «reconstitucionalistas», 2022)

¿Era el materialismo histórico de Marx y Engels un método «muy limitado» para abordar y explicar los fenómenos artísticos?

A todo esto, muchos ya habrán cargado sus escopetas argumentales con el clásico: «¡Pero el materialismo de Marx y Engels no hace sino intentar explicarlo todo, hasta el último detalle azaroso por la dichosa base económica!». El propio Harris, pese a su innegable deuda con el marxismo, pensó que esto era muy cierto, y que, en consecuencia, este debía «reformularse mejor» para «abordar de forma más eficiente las cosas», por lo que decidió desarrollar su «marxismo cultural». La cuestión aquí era que ni él ni otros parecían conocer los lineamientos básicos de la doctrina de Marx y Engels que en parte decían admirar profundamente. Dejemos a este último explicarse:

«Según la concepción materialista de la historia, el factor que en última instancia determina la historia es la producción y la reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo hemos afirmado nunca más que esto. Si alguien lo tergiversa diciendo que el factor económico es el único determinante, convertirá aquella tesis en una frase vacua, abstracta, absurda. La situación económica es la base, pero los diversos factores de la superestructura que sobre ella se levanta −las formas políticas de la lucha de clases y sus resultados, las constituciones que, después de ganada una batalla, redacta la clase triunfante, etc., las formas jurídicas, e incluso los reflejos de todas estas luchas reales en el cerebro de los participantes, las teorías políticas, jurídicas, filosóficas, las ideas religiosas y el desarrollo ulterior de éstas hasta convertirlas en un sistema de dogmas− ejercen también su influencia sobre el curso de las luchas históricas y determinan, predominantemente en muchos casos, su forma. Es un juego mutuo de acciones y reacciones entre todos estos factores, en el que, a través de toda la muchedumbre infinita de casualidades −es decir, de cosas y acaecimientos cuya trabazón interna es tan remota o tan difícil de probar, que podemos considerarla como inexistente, no hacer caso de ella−, acaba siempre imponiéndose como necesidad el movimiento económico. De otro modo, aplicar la teoría a una época histórica cualquiera sería más fácil que resolver una simple ecuación de primer grado». (Friedrich Engels; Carta a J. Bolch, 22 de septiembre de 1890)

Y la mayoría de sus discípulos se atuvieron siempre a dicha noción, como no podía ser de otra forma. En Rusia, Plejánov, jefe de los marxistas, argumentaba en el mismo sentido: 

«Para comprender la historia del pensamiento científico o la historia del arte en un país determinado, es insuficiente conocer su economía. Hay que saber pasar de la economía a la psicología social, pues sin un estudio atento y sin la comprensión de la misma es imposible la explicación materialista de la historia de las ideologías. Esto no significa, naturalmente, que existe cierta alma social o cierto «espíritu» popular colectivo, que se desarrolla con arreglo a leyes propias y se manifiesta en la vida social. «Esto es misticismo puro», dice Labriola. Para el materialista, en el caso dado, se puede tratar tan solo del lado de los sentimientos e ideas predominantes de una clase social dada en un país dado y en un tiempo dado. Este estado de los sentimientos y las ideas es el resultado de las relaciones sociales. Labriola está firmemente convencido de que no son las formas de la conciencia de los hombres las que determinan las formas de su existencia social, sino por el contrario las formas de su existencia social determinan las formas de su conciencia. Pero, por haber surgido sobre la base de la existencia social, las formas de la conciencia humana constituyen parte de la historia. La historia no puede limitarse a la anatomía de la sociedad, tiene presente todo el conjunto de los fenómenos condicionados directa o indirectamente por la economía social, incluido el trabajo de la imaginación. No existe ni un solo hecho histórico que no deba su origen a la economía de la sociedad: pero no es menos cierto que no existe ni un solo hecho histórico al que no anteceda, no acompañe y no siga un cierto estado de la conciencia. De aquí la enorme importancia de la psicología social. Si ya es necesario tenerla en cuenta en la historia del derecho y de las instituciones políticas, aún lo es mas en la historia de la literatura, del arte, de la filosofía, etc. (...) Mientras no cambien las relaciones sociales, la psicología de la sociedad tampoco cambiará. Los hombres se habitúan a ciertas creencias, concepciones y formas de pensamiento, a ciertas formas de satisfacción de sus necesidades estéticas. Pero si el desarrollo de las fuerzas productivas lleva a cambios algo esenciales en la estructura económica de la sociedad y, a consecuencia de eso, en las relaciones mutuas de las clases sociales, también cambia la psicología de estas clases y, con ella, el «espíritu de la época» y el «carácter del pueblo». Este cambio se expresa en la aparición de nuevas creencias religiosas o de nuevas concepciones filosóficas, de nuevas corrientes en el arte o de nuevas necesidades estéticas». (Gueorgui Plejánov; La concepción materialista de la historia, 1897)

Ergo, para entender a la especie humana es necesario comprender la historia y, para ello, hay que entender las condiciones materiales que la han hecho posible en sus distintas etapas, lo cual incluye su conciencia social y sus diversas expresiones, y aquí es donde nos topamos con un fenómeno tan interesante y peculiar como el arte. Pero antes de seguir, hemos de comprender qué es lo que posibilita que pueda darse el arte.

Que el trabajo es «la autorrealización del hombre» −Marx y Engels− es algo ampliamente conocido. Así, y no de otra forma, es como el ser humano se relaciona con sus homólogos y con la naturaleza:

«El trabajo ha creado al propio hombre». (Friedrich Engels; El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre, 1876)

Ha sido el trabajo del hombre para dominar la naturaleza la cualidad propia que lo distingue del resto de animales. ¿Pero cómo fue este prodigio posible? La adopción de la postura bípeda, la dieta omnívora y la adaptación de la columna vertebral y el cráneo a estos comportamientos demostrarían dialécticamente su capacidad adaptativa al medio y sus necesidades. Estos cambios en fisionomía anatómica le confirieron a la especie humana la posibilidad de efectuar cada vez más y más avances sorprendentes que a la postre tendrían unas consecuencias decisivas en su porvenir como especie. La liberación de las manos para funciones más especializadas y refinadas, producto del bipedismo, además del efecto de esto en la dieta y por tanto en la relación entre el espacio craneal reservado para los músculos de las mandíbulas y para el cerebro, propagó funciones internas cerebrales más complejas al permitir mayor espacio para el desarrollo superior de zonas específicas del encéfalo −recordemos que lo importante no es tanto el tamaño de un cerebro como sus interconexiones internas−, lográndose así una mayor capacidad de abstracción y asociación, que son la antesala consciente de todo proceso de trabajo.

Lo primero que salta a la vista al comparar al ser humano con el resto de mamíferos es el desarrollo de herramientas complejas, hecho posibilitado por las características específicas a nuestra especie, sobre las que acabamos de escribir. En lugar de simplemente hacer uso de elementos naturales ya hallados en el medio tal y como acabarían empleándose como herramientas −como otras especies de primates pueden hacer acopio de las ramas de los árboles para diversas funciones−, la especie humana hace uso de lo que encuentra en el medio transformándolo en un proceso de trabajo que varía en su grado de complejidad, asegurándose que puedan reproducir la misma herramienta constantemente y reemplazar de manera más o menos exacta las herramientas ya consumidas en el proceso de trabajo para el que se emplean. 

El canto tallado, por ejemplo, es un objeto que aparece en la primera etapa del Paleolítico, en el tecnocomplejo industrial prehistórico del Olduvayense o modo tecnológico 1 (2,6 millones de años a. C.-1,7 millones de años a. C.). Para obtenerlos solo se necesitaba de unos cuantos golpes para conseguir un filo unifacial o bifacial muy sencillo. Puede parecer a priori un instrumento rudimentario, y lo es, pues se supone el artefacto más antiguo fabricado por el ser humano, hace dos millones de años, pero para aquel momento supuso abrir la era de la artificialidad, creando objetos que acercaban al ser humano a interacción y la explotación de las posibilidades que ofrecía la naturaleza. De hecho, para que surgiese el bifaz fueron necesarios estos experimentos con el canto tallado. Su uso real y cotidiano servía para cavar, raspar, arrojar, pero también en lo social como regalo, o como suerte de amuleto, ya que era fácil de transportar. El bifaz de tipo amigdaloide −con forma de almendra− aparece después, en la segunda etapa tecnológica del paleolítico, en el llamado Achelense, hace unos 1,5 millones de años. Su irrupción no es casual; es un artilugio de mayor complejidad en cuanto a su elaboración, una dificultad que solo era posible asumir para seres con un mayor desarrollo cognitivo y un grado de experiencia acumulada en la transformación del ambiente. Generalmente estaba hecho de sílex, el elemento estrella de aquella época como lo pudo ser luego en otras etapas el carbón, el algodón, el hierro o el petróleo. Esto era así por sus geniales propiedades para la talla. El bifaz tuvo una repercusión muy amplia porque era multiusos: cortaba, raspaba y perforaba, con una eficacia superior a cualquier utensilio anterior. Eso incluye el hecho de que sirviera como el elemento más eficaz en lo relacionado con lo alimenticio, artístico y militar. La técnica del bifaz era aprendida por los jóvenes a través de las enseñanzas de los mayores. Esto implicaba alteraciones de un transmisor a otro, que fueron puliendo la técnica hasta hacerla derivar en otros cauces.

De la progresiva complejidad de estos nuevos procesos partió el ulterior desarrollo del lenguaje y herramientas más sofisticadas, vectores que se convirtieron en forzosamente necesarios para que el hombre pudiera seguir ampliando sus horizontes hacia empresas futuras más notables. A la postre todo este conjunto de avances traería la creación de actividades no conocidas hasta entonces, o de la perfección de otras hasta sus últimas consecuencias. Así fue cómo se posibilitó el surgimiento de la música, escultura, pintura, arquitectura y más tarde otras como el comercio o la navegación. Habían nacido los conceptos abstractos, que permitían representar algo más allá del avistamiento del ser que portaba este significado.

«Por eso, las funciones, para las que nuestros antepasados fueron adaptando poco a poco sus manos durante los muchos miles de años que dura el período de transición del mono al hombre, sólo pudieron ser, en un principio, funciones sumamente sencillas. Los salvajes más primitivos, incluso aquellos en los que puede presumirse el retorno a un estado más próximo a la animalidad, con una degeneración física simultánea, son muy superiores a aquellos seres del período de transición. Antes de que el primer trozo de sílex hubiese sido convertido en cuchillo por la mano del hombre, tuvo que pasar un período de tiempo tan largo que, en comparación con él, el período histórico conocido por nosotros resulta insignificante. Pero se había dado ya el paso decisivo: la mano era libre y podía adquirir ahora cada vez más destreza y habilidad; y esta mayor flexibilidad adquirida se transmitía por herencia y se acrecentaba de generación en generación. Vemos, pues, que la mano no es sólo el órgano del trabajo; es también el producto de él. Únicamente por el trabajo, por la adaptación a nuevas y nuevas funciones, por la transmisión hereditaria del perfeccionamiento especial así adquirido por los músculos, los ligamentos y, en un período más largo, también los huesos, y por la aplicación siempre renovada de estas habilidades heredadas a funciones nuevas y cada vez más complejas, ha sido como la mano del hombre ha alcanzado ese grado de perfección que la ha hecho capaz de dar vida, como por arte de magia, a los cuadros de Rafael, a las estatuas de Thorvaldsen y a la música de Paganini». (Friedrich Engels; El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre, 1876)

La existencia de la religión no resuelve las incógnitas del arte prehistórico

A partir de aquí, y partiendo de las aclaraciones anteriores, pasaremos a ver cómo surgen ideologías como la religión y qué relación tienen con el arte, que será otra expresión ideológico-cultural muy importante de este periodo. Entiéndase que este apartado está destinado a una explicación pequeña pero clara para el lector que carece de conocimientos sobre arte −y muy seguramente también de prehistoria−, por lo que intentaremos ser breves y amenos, evitando tecnicismos y excesivo número de fechas.

¿Acaso la religión, siendo otra forma de conciencia social, puede explicar el origen de las manifestaciones artísticas en toda su profundidad? La respuesta a esta pregunta podría resumirse al estudiarse propiamente el fenómeno religioso de masas. En su momento, Friedrich Engels, al tratar de resolver las preguntas que rodearon la irrupción y éxito del cristianismo, dijo:

«No es posible deshacerse de una religión que sometió a todo el imperio mundial romano y dominó durante mil ochocientos años a la mayor parte de la humanidad civilizada, con sólo declarar que se trata de una tontería coleccionada por farsantes. No es posible deshacerse de ella sin antes explicar su origen y su desarrollo a partir de las condiciones históricas en que surgió y llegó a su posición dominante». (Friedrich Engels; Bruno Bauer y el cristianismo primitivo, 1892)

En este caso, la veneración religiosa en la prehistoria vino condicionada −y no podía ser de otra forma− de cosas que eran cotidianas para aquellos seres. Aunque ahora nos puede parecer inverosímil, se desarrolló un culto a las piedras o a los árboles y también a animales o figuras de la astronomía, como señaló el antropólogo Edward Burnett Tylor en sus estudios, como «Cultura primitiva: los orígenes de la cultura», escrito en 1877. Esto fue estudiado también por otros autores. El materialista alemán, Feuerbach, aclararía:

«La esencia divina que se pueda manifestar en la naturaleza no es otra cosa que la naturaleza misma que se manifiesta, se muestra y se impone al hombre como un ente divino. Los aztecas tenían, entre otros muchos dioses, también a un dios de la sal. Este dios de la sal nos desvela de forma patente la esencia del dios de la naturaleza en general. La sal −sal gema− representa para nosotros en sus diversas utilizaciones de tipo económico, medicinal y tecnológico, el aspecto útil y beneficioso de la naturaleza que tan señalado ha sido por los teístas. (…) No se trata más que de la sal misma, la sal por cuyas propiedades y por cuya virtud se le aparece al hombre como un ente divino, es decir, beneficioso, espléndido, precioso y admirable. Homero califica expresamente a la sal de «divina». (Ludwig Feuerbach; La esencia de la religión, 1845)

Ya en el Neolítico algunos animales empiezan a ser domesticados, modificando su estatus «numinoso» –lo perteneciente o relativo a poderes divinos–, pasando a ser animales sagrados, quizás intermediarios o seres admirados. En este curso precisamente se desarrolla el culto a la araña, por ser el animal fetiche de las trampas y la caza meticulosa. 

«Por ejemplo, entre los pueblos primitivos, que se dedicaban principalmente a la caza y la pesca, las imágenes de los dioses se asemejan a animales y peces. Estos dioses, según las ideas de los pueblos primitivos, podían ser buenos y malos; o contribuyeron al éxito de la caza y la pesca, o lo obstaculizaron». (Partido Comunista de la Unión Soviética; Materialismo histórico, 1950)

Pero he ahí cómo con la domesticación de animales surge un cambio de paradigma, y aparecen luego los dioses antropomórficos. Conforme avanzaban las proezas en el desarrollo de ciertas trampas y estrategias de caza esto se hizo cada vez más patente. ¿Por qué? Simplemente porque no tiene sentido adorar aquello que ya dominas y has bajado del pedestal sometiéndolo a tu voluntad. El fuego, que bien podría ser un dios en el Paleolítico, en el Neolítico solo era un fenómeno extraordinario que guardaba algún tipo de relación con los espíritus o antepasados, pero nada más. El positivista Spencer declaró que las deidades eran productos del sucesivo culto a los difuntos, que del respeto y veneración a estos se trasladó a los espíritus o viceversa. Más importante que esto es recordar que un rasgo comprensible para entender el surgimiento de la religión está relacionado con el concepto de la muerte. Inicialmente los seres del Paleolítico dejaban los cuerpos de sus miembros fallecidos en el mismo sitio donde fallecían. Los observaban como seres inertes por los que simplemente ya nada podían hacer. Ya se han recogido suficientes evidencias arqueológicas para probar que, por ejemplo, los neandertales del Paleolítico Medio enterraban a sus muertos hace 300.000 años, procurando ciertas ofrendas y demás. El homo sapiens continuaría con este tipo de rituales. Uno de los aspectos para adquirir la autoconciencia del concepto de muerte fue ver cómo el resto de organismos de alrededor poseían un ciclo donde tenían un desarrollo, un uso práctico para ellos, y un final, donde dejaban de tenerlo. Había una adoración hacía ciertos objetos, que también «fallecerían» en un futuro; pero en aquellos momentos no llegaban a ser comprendidos por estos seres, como ocurría con estrellas como el Sol o satélites como la Luna. Pues bien, eso daría pie a la idea de que eran seres «eternos», incluso dioses que les observaban y decidían sus destinos. Sobre esta base se producirían variaciones y desarrollos que nos llevan a la historia de estas creencias. De considerarse varios espíritus individuales se pasó a considerarse uno solo, en vez de un árbol espiritual un gran ente que sería el conjunto de ellos, el bosque. En resumen:

«La religión comprende todos los objetos del mundo; todo lo que existe era objeto de la veneración religiosa». (Ludwig Feuerbach; Esencia del cristianismo. Crítica filosófica de la religión, 1841)

He ahí también el concepto de «alma», que empezó a ser ligado como sinónimo de inmortalidad. Para el etnólogo Robert Ranulph Marret, la creencia en el espíritu o el alma como algo separado del cuerpo, implica el hecho de tener un conocimiento de sí mismo, de una personalidad consciente y activa, una actitud que no es posible sin la conciencia de sí mismo, siendo esta la base del teísmo sin la cual no puede partir. Por supuesto, seres de una economía depredadora y parasitaria, como las bandas de cazadores-recolectores, al menos en un inicio, no tenían mucho tiempo para reflexionar sobre su «personalidad», pero en cambio sí que dedicaban un tiempo considerable a la adoración de estos dioses o a estos procedimientos mágicos, que procuraban abundancia o buena suerte ante los animales y su caza. 

«Entre los karen −Birmania−, que se encuentran en una etapa de desarrollo relativamente alta, está muy extendida la idea de que no solo las personas y los animales, sino también las plantas tienen alma −«la»−. El pobre crecimiento del arroz se debe a que «la» los abandonó. Para devolverles la vida a los tallos marchitos del arroz, los karen rezan al alma del arroz: «¡Oh, ven, alma del arroz! ¡Vuelve al campo, vuelve al arroz! ¡Ven del oeste, ven del este! ¡De la garganta de un pájaro, de la boca de un mono, de la trompa de un elefante!... ¡De todos los graneros! ¡Oh alma de arroz, vuelve al arroz!» (Partido Comunista de la Unión Soviética; Materialismo histórico, 1950)

Lejos de lo que se puede pensar, la magia y la religión no nacieron ni se desarrollaron de forma separada, sino por el contrario, en estrecha unión:

«Lejos de haber nacido la religión del fracaso del mago en el ejercicio eficaz de sus funciones, vemos que, en toda comunidad conocida, antigua o moderna, ambas disciplinas aparecen simultáneamente». (James Edwin Oliver; Introducción a la historia comparada de las religiones, 1973)

Otro aspecto a recalcar es entender el papel que tendría la mitología en estos seres. El escritor soviético Gorki combatía la interpretación idealista que se le había dado a esta:

«Ningún historiador de la cultura primitiva y antigua ha utilizado el material del folclore, las composiciones no escritas del pueblo, el testimonio de la mitología, que, en su conjunto, es un reflejo en amplias generalizaciones artísticas de los fenómenos de la naturaleza, de la lucha contra la naturaleza y la vida social. (...) Estas evidencias nos han llegado en forma de fábulas y mitos en los que escuchamos el eco del trabajo realizado en la domesticación de animales, en el descubrimiento de hierbas curativas, en la invención de instrumentos de trabajo. Incluso en la remota antigüedad los hombres soñaban con poder volar por los aires, como se puede ver en la leyenda de Faetón, de Dédalo y su hijo Ícaro, y también de la fábula de la «alfombra mágica». Los hombres soñaban con un movimiento más rápido sobre la tierra, de ahí la fábula de las «botas de siete leguas». Aprendieron a montar a caballo. El deseo de navegar por los ríos más rápido que la corriente llevó a la invención del remo. (…) El esfuerzo por matar enemigos y bestias a distancia impulsó la invención de la honda, el arco y la flecha. Los hombres concibieron la posibilidad de hilar y tejer una gran cantidad de tejidos en una noche, de construir de la noche a la mañana una buena vivienda, incluso un «castillo», es decir, una vivienda fortificada contra el enemigo. Crearon la rueca, uno de los instrumentos de trabajo más antiguos; crearon el telar manual primitivo y también la leyenda de Vassllisa la Sabia. Sería posible producir muchas más pruebas para mostrar que todos estos cuentos y mitos antiguos tenían un propósito, para mostrar cuán previsores eran los pensamientos fantasiosos, hipotéticos, pero ya tecnológicos del hombre primitivo». (Maxim Gorki; Literatura soviética; Discurso en el Congreso de Escritores, 1934)

Arte paleolítico y neolítico

«El arte no es más que un aspecto de la cultura global de la sociedad». (José Luis Sanchidrián; Manual de arte prehistórico, 2001)

Pasemos a repasar rápidamente la diferencia entre el arte paleolítico y el arte neolítico. En el Paleolítico (400.000 a.C.-10.000 a.C.) el arte se caracterizaba por un naturalismo muy definido [véase el anexo Nº1]. Encontrar la razón de esto parece sencillo. Leroi-Gourhan analizó las cuevas francesas y españolas del Paleolítico; en ellas los motivos zoomorfos constituyen más del 50% de la producción artística −predominando caballos y visitantes−. Véase la obra de José Luis Sanchidrían: «Manual de arte prehistórico» (2001).

Por su parte, Gordon Childe, arqueólogo que también se declaraba muy cercano al marxismo en múltiples cuestiones, insistió en que, a diferencia de lo que creían Tylor o Frazer, estos seres no podían experimentar nada al modo racional y científico, porque directamente ya creían en su eficacia mágica, y un mago no experimenta nada, sino que simplemente ejecuta porque cree en la efectividad de su método. Pero he aquí un sencillo error. Esa «creencia» en la efectividad de algo puede surgir por diversos motivos. Uno de ellos es, obviamente, por una sucesión de hechos que den una confirmación, aunque el motivo real sea casual y sin relación con la pintura realizada. Por lo que lo más seguro es que nuestros ancestros acabasen intuyendo que entre esta metodología artística de representación de animales, y el hecho de que luego pudieran encontrárselos en su entorno, había una relación directa –aunque no la hubiese–. Y lo mismo si, tras ser representados siendo cazados, luego efectivamente se lograba alcanzarlos. Esto es el llamado «efecto Pigmalión», o, dicho en términos más modernos, «profecía autocumplida». Evidentemente, que ellos pintasen bisontes no les daba superpoderes para cazar mejor, ni atraía inconscientemente al animal a su terreno, pero ellos no lo sabían. De todos modos, esto viene a corroborar una vez más que: 

«En un estadio primitivo de la cultura, todo el bagaje mágico-religioso estaba orientado primariamente a ciertos fines específicos relacionados con problemas urgentes, que, a su vez, tienen cierta conexión con el carácter concreto del entorno y las circunstancias de la vida cotidiana y se derivan de las limitaciones del entendimiento humano con respecto al orden de causa y efecto». (James Edwin Oliver; Introducción a la historia comparada de las religiones, 1973)

El estilo de etapa estaba condicionado por el hecho de que sus ejecutores eran gentes acostumbradas a la observación. La relación directa en el arte entre observación y naturalismo ha sido indiscutible a lo largo de la historia del arte –por mucho que por ejemplo los vanguardistas del siglo XX se empeñasen en lo contrario–. Si tenemos en cuenta que estábamos en una sociedad donde el hábitat no era estable, ni se sabía exactamente que se iba a comer de aquí a una semana, el estilo del arte debía de ser mucho más libre que el posterior, pero también más centrado en la comida –a la cual como ya se ha dicho, se animaba a conseguir mediante este pacto mágico de supersticiones–. Como confirman los restos arqueológicos, podemos hablar ya de bocetos, por lo que el artista de esta primera etapa no era un aficionado, sino que ya estaba englobado en una cierta profesionalización, una división del trabajo. En ocasiones él era sacerdote mágico y a la vez artista –aunque dependía de la envergadura que tuviese su obra–. El hecho de que estas sociedades no conociesen una división de clases, y que los requisitos sociales de la comunidad –inferior a 30 personas casi siempre, incluso menos– fuesen bajos, hace que el artista tuviese una gran variedad de tareas que llevar a cabo y su expresión artística pareciese menos pautada que las de quienes vinieron al mundo en épocas posteriores. Solo en comparación con el arte posterior podríamos decir que el arte del Paleolítico es más «anarquista», más individualista, sin moldes sociales fuertemente definidos, mientras que el del Neolítico cada vez tiene sobre sí mayores connotaciones sociales. Pero huelga decir que esto no hace del arte paleolítico una expresión no social, todo lo contrario: era acorde a su tiempo. 

Tampoco queremos decir, ni mucho menos, que no hubiera una metodología asociada; de hecho, como bien sabemos, la zona de la cueva estaba dividida en áreas de estancia −o zona doméstica−, tránsito −pasillos− y decoración −normalmente en las profundidades, y con un hondo sentido mágico/religioso−:

«Cada imagen se acomoda reiteradamente en un lugar ex profeso en el espacio arquitectónico». (José Luis Sanchidrián; Manual de arte prehistórico, 2001)

La evolución de expresiones de la cultura artística auriñaciense −como el asentamiento de Viña− hasta el magdaleniense −como el asentamiento de Llonín− refuta la idea de que el arte paleolítico estuviese desprovisto de intenciones de mejora y optimización. Los artistas aspiraron a un detallismo cada vez más sorprendente según avanzó la técnica. 

Echemos a este respecto un vistazo al «arte levantino» de la Península Ibérica, cuyo nombre no es muy exacto, ya que recorre desde Jaén hasta Huesca. Este arte, que es ya postpaleolítico o mesolítico para ser más exactos [véase el anexo Nº2], se revela como el ejemplo intermedio perfecto sobre la evolución del arte prehistórico hispánico y su sociedad: desde la anecdótica presencia de formas humanas en épocas anteriores, encontramos aquí una presencia mayor −incluyendo escenas de guerras que subrayan la eclosión demográfica y la competencia−, para después empezar a intuir lo que sería el arte esquemático del Neolítico pleno. La diferencia en la representación de hombres y mujeres es fácilmente visualizable, evidenciando una clara división sexual del trabajo. Mientras los varones son dibujados con un notable pene, y en muchos casos con arcos y flechas e incluso boomerangs −elementos asociados a la caza−, las mujeres aparecen con falda, pechos o caderas anchas, asociadas a escenas sociales, de maternidad o de recolección. Estas pinturas ofrecen una panorámica social de valor incalculable para los prehistoriadores. Su cariz narrativo deja entrever que era una forma de instrucción para las nuevas generaciones. El «arte narrativo» no nace con la escritura, sino que aquí ya está presente. Conforme avanzan las sociedades, en estas estampas también se hace notar la presencia de escenas relacionadas con actividades agrarias y motivos vegetales:

«Los motivos ornamentales que las tribus cazadoras han tomado prestadas de la naturaleza consisten casi exclusivamente de formas humanas y animales. Estos pueblos han escogido precisamente aquellos fenómenos que tienen el interés práctico más alto para ellos. Los cazadores primitivos abandonan el cuidado del alimento vegetal, del que sin duda no puede dejar, a las mujeres, por ser una ocupación menor, y no les entrega atención especial. De esta manera nos explicamos el por qué no se hallan trazas en su ornamentación de motivos vegetales que tan rica y elegantemente se da en las artes decorativas de la gente civilizada. La transición del ornamento animal a vegetal es sin duda el símbolo del mayor avance que se ha logrado en la historia de la cultura, la transición de la caza a la agricultura. (…) El arte primitivo refleja tan claramente el estado de las fuerzas productivas que ahora, cuando no cabe duda que el estado de aquellas fuerzas está determinado por el arte». (Gueorgui Plejánov; Materialismo histórico y las artes, 1899) 

Lejos de lo que pudiera pensarse, los individuos del Neolítico, aunque pudieran parecer −y efectivamente lo eran− más avanzados ideológicamente en cuanto a tecnología y conocimientos, no estaban menos interesados y atados a las ideas religiosas. La germinación de las semillas, el crecimiento de los campos, el evitar plagas, el acecho de los animales depredadores sobre los rebaños, la cantidad justa de luz y lluvia para los campos… todo era una cuestión que también dependía de los misteriosos «seres superiores». No tiene nada que ver el concepto de vida del Paleolítico con el cíclico y rutinario del agricultor del Neolítico o el Calcolítico −un ejemplo de esta concepción de vida se puede ver en las ideas sobre el tiempo y el espacio de los campesinos medievales−. Mientras el arte religioso quedará confinado hacia los magos/sacerdotes, el arte inmueble y artesanal tendrá adjudicación femenina en las mujeres de las cuevas y abrigos, y posteriormente de las aldeas rurales; he aquí de nuevo una evidente división sexual del trabajo. 

Lo que queda claro es que a partir del Neolítico (9.000 a. C.-3.000 a. C.)  el arte se vuelve claramente geométrico [véase el anexo Nº3]. Esto es, más esquemático, abstracto y reduccionista. ¿Por qué esta simplificación? Los expertos en arte prehistórico más reputados no han llegado a un acuerdo unánime. Seguramente al hallarnos cada vez más en las nuevas economías agrícolas, al tener tras de sí una visión cada vez más basada en el cálculo y la previsión, adoptaron una iconografía que ahorrase tiempo y mandasen mensajes claros. Un reflejo de la propia disciplina y reglamentación social que había logrado la comunidad, o incluso un reflejo del desarrollo de conceptos abstractos en el lenguaje: ya no se necesitaba una representación hiperdetallada de todos los animales y elementos que componían el medio, pues el arte cumpliría la misma función reduciéndose a representaciones más «esenciales» de estos seres. Entiéndase también que estos códigos eran una forma de idiosincrasia que reforzaba la «conciencia» propia del grupo. Este simbolismo ya venía existiendo desde el arte mueble y parietal del Paleolítico, el cual acompañaba a los dibujos esquemáticos o de bisontes, caballos y seres híbridos. Seguramente ya desde esta época esta codificación pudiera significar recordatorios e indicadores, instrucciones, tanto para la comunidad como para otros inquilinos, puesto que variando de las estaciones y necesidades podían abandonar temporalmente esas cuevas. Recordemos que, en casos como en el de la Península Ibérica, las sociedades neolíticas vivían en cuevas en una gran proporción. Esto ya nos hace ver que, a diferencias de otros lugares de Europa o el mundo, la salida de las cuevas no fue tan fulgurante como alguien que desconoce la prehistoria pueda pensar en un primer momento.

Asimismo, en el Neolítico y edades posteriores, a mayor necesidad de mano de obra –para labores de artesanía, domesticación de animales o cultivo de campos–, menor importancia podía tomar el viejo arte –sobre todo si aceptamos que alguna vez tuvo alguna función mágica-cazadora–, puesto que sus técnicas de composición eran muy complejas, mientras que lo que presuntamente evocaban ya no era tan necesario, pues habían surgido otros medios de subsistencia como los productos derivados de animales o el trigo, los cuales a la larga supusieron una verdadera revolución alimenticia. Esto indudablemente pudo dejar «desprotegidos» paulatinamente a los artistas de periodos anteriores, y de ahí su paulatina sustitución y adaptación a las nuevas exigencias sociales y religiosas. La nueva sociedad debía reclamar, tarde o temprano, un arte más práctico y menos elitista en cuanto a los conocimientos de su elaboración que el que se alcanzó a finales del Paleolítico; en su lugar se erigió uno que pudiera ser realizado por casi cualquiera –dejando así más tiempo a otras labores más dinámicas y productivas–. Esto no significa que el arte y su técnica no siguiese estando reservado para algunos, pero sí que, en cambio, por motivos de pragmatismo, su producción era ahora menos tediosa que antes.  Huelga comentar que este panorama neolítico aún se diferencia enormemente de una evolución posterior, donde con la urbanización y la estratificación social –y con ella la industria y el comercio–, el artista empezará a ser considerado como un sujeto que puede vivir de su arte, eso sí, al servicio de la aristocracia incipiente, donde se ligará mucho más claramente política y religión.

En cuanto a los factores que pudieron ocasionar la diferenciación religiosa tan marcada que hay del Paleolítico al Neolítico, si consultamos a uno de los mayores expertos en arte del siglo Arnold Hauser, declarado marxista, nos comentaba sobre estas diferencias:

«La magia es sensualista y se adhiere a lo concreto; el animismo es dualista y se inclina a la abstracción. En una, el pensamiento está dirigido a la vida de este mundo; en el otro, a la vida del mundo del más allá. Este es, principalmente, el motivo de que el arte del Paleolítico reproduzca las cosas de manera fiel a la vida y a la realidad, y el arte del Neolítico, por el contrario, contraponga a la común realidad empírica un trasmundo idealizado y estilizado». (Arnold Hauser; Historia social de la literatura y el arte, 1951)

¿Pero por qué se adoptaron nuevos esquemas artísticos? Como explicó Harris, la alteración del sistema de producción bien puede ser el motivo conjugable:

«Las innovaciones de tipo adaptativo −esto es, que incrementan la eficiencia de la producción y la reproducción− tienen grandes posibilidades de ser seleccionadas, incluso aunque se dé una incompatibilidad pronunciada −contradicción− entre ellas y aspectos preexistentes de los sectores estructural y simbólico-ideacional. (…) En cambio, las innovaciones de tipo estructural o simbólico-ideacional serán probablemente desechadas si se produce una incompatibilidad profunda entre ellas y la infraestructura». (Marvin Harris; Teorías de la cultura en la época posmoderna, 2000)

El fenómeno artístico y religioso del megalitismo [véase el anexo 4], acaecido finales del Neolítico, tampoco es casual. Se da como una forma de marcar netamente el territorio una vez que las sociedades empiezan a asentarse de forma regular en un espacio, una señal comunicativa evidente para los vivos y una forma de rendir homenaje a los muertos −recordemos que a veces estas construcciones tenían una complejidad mayor a las de sus propios edificios habitacionales, adquiriendo, pues, un carácter muy solemne el trato hacia los antepasados−. El megalitismo da vida a una necesidad de remarcar lo colectivo en una sociedad que ya no es reducida ni nómada, con una estratificación que irá a más. Sin ir más lejos, en la Península Ibérica encontramos que:

«Estas construcciones cumplen el papel de la conversión de estas comunidades a los modos neolíticos de las zonas intermedias. Harán las veces de demarcación territorial potenciando el sentido de comunidad y apropiación simbólica del territorio». (David Vélaz Ciaurriz; Antropología, religión y símbolos en el fenómeno prehistórico del megalitismo, 1999)

Fuerzas productivas y arte

En arte prehistórico algunos se preguntarán: ¿por qué el arte levantino nos parece más atractivo y común a nuestra sensibilidad que el arte esquemático de cronología posterior? ¿Por qué a veces se perciben a nivel histórico retrocesos evidentes en el arte?  

«La base económica de la sociedad no se puede equiparar al nivel de desarrollo de las fuerzas productivas, como hacen los materialistas vulgares, representantes del llamado «materialismo económico» y otros simplistas que comparan mecánicamente el desarrollo del arte con el nivel de desarrollo económico de sociedad. Cuanto mayor sea el nivel de desarrollo de la producción, dicen, mayor debe ser el nivel de desarrollo del arte. Partiendo de esto, pusieron el arte feudal medieval «más alto» que el arte clásico de la antigua Grecia, y consideraron el arte decadente y en descomposición de la era imperialista «más alto» que el arte del Renacimiento. Esto, por supuesto, no tiene sentido. La conexión entre los períodos de florecimiento del arte y el nivel de desarrollo de la producción material es mucho más complicada de lo que imaginan los sociólogos vulgares. El arte se desarrolla bajo la influencia de la lucha de clases, Marx escribe que algunos períodos del apogeo del arte no están de acuerdo con el desarrollo de los fundamentos materiales de la sociedad. Como ejemplo, cita el arte griego antiguo y Shakespeare, comparándolos con el arte de los «pueblos modernos». (Partido Comunista de la Unión Soviética; Materialismo histórico, 1950)

Hace tiempo que se ha demostrado que las fuerzas productivas son claves para el desarrollo del arte en cada etapa histórico, pero ahí no acaba todo, puesto que intervienen más factores. De otro modo, si operásemos de forma reduccionista y solo importasen las fuerzas productivas, deberíamos decretar que a «X» nivel determinado de fuerzas productivas el arte de una sociedad es igual a «Y». ¿Pero esto resiste el menor análisis? En absoluto. Ha habido sociedades con un potentísimo nivel de fuerzas productivas con un arte muchísimo más mediocre. Si el lector no está muy familiarizado con la Prehistoria o Edad Antigua no importa, puede fijarse en lo que ocurre desde la Edad Contemporánea −siglo XIX-XXI−, ¿por qué lejos de asistir a una «era dorada» del arte en lo técnico y emocional pareciese que nos hemos estancado, e incluso que hemos involucionado en muchos aspectos? Como uno puede ver esta teoría cultural mecanicista sobre el arte −que solo tiene en cuenta las fuerzas productivas− no tiene el más mínimo sentido, y es, de hecho, abiertamente contraria a Marx:

«En cuanto al arte, se sabe que períodos de florecimiento determinados no están absolutamente en relación con el desarrollo general de la sociedad, ni, en consecuencia, con la base material, el esqueleto, digamos, de su organización. Por ejemplo, los griegos comparados a los modernos, o mejor Shakespeare». (Karl Marx; Introducción general a la crítica de la economía política, 1857)

Esto no quiere decir que el arte sea totalmente independiente de la base o infraestructura, ni mucho menos. Entonces, ¿en qué grado lo condiciona? Veamos unos ejemplos históricos, empezando con el arte o numismática de los «reinos bárbaros».

Es bien sabido que, salvo retrocesos temporales –como las invasiones bárbaras del Imperio romano en el siglo V–, el grado de desarrollo de las fuerzas productivas tiende a su evolución exponencial, determinando el marco de las herramientas, relaciones sociales y demás mediante las cuales se producirá el arte; en una palabra, determina el contexto de producción del objeto artístico. Evidentemente, si se produce un colapso del comercio, la interrupción de las comunicaciones, la despoblación de las ciudades y se pierden temporalmente ciertas técnicas de producción y demás, como ocurrió durante los caóticos siglos del V al X, es bastante normal que a veces el arte, comunicaciones o la numismática de los «reinos bárbaros» palidezcan ante el comercio, arquitectura, monedas, pintura y esculturas grecorromanas de la Edad Antigua, pero eso no puede sorprendernos.

Ahora, dentro del abanico de posibilidades que demarca el grado de desarrollo de las fuerzas productivas de una sociedad en un momento dado, las posibilidades de expresión artística pueden ser muy variadas. Esta diferenciación atenderá a aspectos superestructurales como las ideas políticas, tradiciones culturales, creencias religiosas, admiración artística, etcétera. Aquí de nuevo influirán el qué relaciones se establecen, bajo qué espacios y cómo se produce y consume el arte. ¿Hay que acudir al mercado, a misa, a un recital urbano o a una exposición en un museo? ¿Se puede escuchar música interpretando sus partituras en casa? ¿O se puede escuchar comprando sus grabaciones o escuchándolas en Internet? Todas estas variaciones del contexto de consumo tienen, igualmente, un efecto en la forma que toma la expresión artística en su conjunto en una época dada. La cuestión, como vemos, no es tan simple como pueda parecer a simple vista.

Marvin Harris nos explica brevemente la relación entre el arte y el grado de desarrollo de las fuerzas productivas:

«La bella simetría de redes, cestos y tejidos es esencial para su buen funcionamiento. Incluso el desarrollo de medios de expresión musical puede conllevar beneficios tecnológicos. Por ejemplo, probablemente hubo algún tipo de retroalimentación entre la invención del arco como arma de caza y el tañido de cuerdas tensas para obtener un efecto musical. Nadie puede decir cuál fue primero, pero las culturas con arcos y flechas siempre tienen instrumentos de cuerda. Los instrumentos de viento, las cerbatanas, los pistones y los fuelles también están relacionados. Análogamente, la metalurgia y la química están vinculadas con la experimentación con la forma ornamental, textura y color de los productos textiles y cerámicos». (Marvin Harris, Antropología Cultural, 1980)

Volvamos al ejemplo anterior. A inicios de la Edad Media −del siglo VIII al XI−, hubo tal cataclismo a todos los niveles que algunos autores abducen que no se concretó ningún estilo artístico en Europa Occidental. Para entonces, digamos que los gobernantes se habían quedado sin «brújula» en muchos ámbitos cotidianos. Cuando se aborda el tema de la fealdad y belleza, innovaciones y aparentes retrocesos en el arte, siempre sale a colación las paupérrimas obras del «arte gótico» y similares. Aquí debe hacerse un inciso. Efectivamente, en ocasiones el arte gótico del siglo XII dejó bastante que desear frente a sus predecesores −como el romano− y sucesores −el renacentista−. Sin embargo, su debilidad se constata mucho más en la pintura, pues no podemos afirmar lo mismo si hablamos de arquitectura o escultura, donde se defendió con bastante gallardía, con producciones aun hoy nos pueden llegar a impresionar.

¿A razón de qué ocurre este retroceso en el arte pictórico? Bien, en esta misma época se renuevan y logran recuperar ciertos conocimientos en arquitectura, jurisprudencia, filosofía y demás avances comunes a toda época. Pero a su vez fue un periodo de enormes eclosiones sociales, invasiones de pueblos y destrucciones generalizadas. Había dos opciones: o adoptar el camino de innovar «de cero» −aunque realmente sabemos que es imposible partir de cero−, que supone bregar contra lo inmediato y dominante; o apoyarse en lo idealizado −con razón o no− como el referente oficial de lo «pulcro» y «correcto». Los pueblos que realizaron el arte gótico fueron los mismos «bárbaros» que se habían «cristianizado» pero miraban la época grecorromana y su arte pagano con admiración y envidia. Del mismo modo, trataban de imitar las producciones del Imperio bizantino en Oriente −muchas veces sin mucho acierto−, donde gracias a la conservación de los conocimientos y su potencial económico era en donde mejor había continuado la saga del arte antiguo. El renacimiento carolingio que le precede en el siglo IX no es sino un intento de preservar el mundo grecolatino −con sus añadidos propios de raíces germánicas y contemporáneas−.

Tengamos en cuenta que, aunque les duela reconocerlo a los cristianos de hoy, la Iglesia hizo de la Edad Media «su época», llegando a tener más poder a veces que el propio poder político de algunos reyes −muestra de ello es la pugna entre el Sacro Imperio y el Papado, de la cual sale victorioso este último−. Hubo una intromisión sin disimulo en las normas sociales y privadas, imponiendo en el arte una producción teológica de veneración a santos, vírgenes y cristos −sin hablar de las polémicas estúpidas sobre qué significaba cada color y la necesidad de su prohibición o no−. El artista estaba tan sometido a tal régimen que de hecho su figura carecía de relevancia, no firmando ni siquiera muchas de sus obras, rompiéndose esta tradición a partir del florentino Giotto di Bondone. Salvo que seamos fanáticos religiosos estamos obligados a reconocer que esta visión ideológica limitó y atrasó enormemente el arte de la época.

Y si avanzamos hacia adelante en el tiempo, observaremos que durante el Renacimiento de los siglos XV y XVI esta apropiación o búsqueda del pasado también volvió a darse entre los gobernantes, pintores, arquitectos, escultores, etcétera. ¿Acaso estas nuevas expresiones artísticas no estaban condicionadas por los eventos políticos, condiciones económicas y trifulcas religiosas de su tiempo? ¿No luchaban también por abrirse paso en lucha directa con los hábitos y tradiciones de su tiempo? Por supuesto, aquí de nuevo con encontramos con este fenómeno paradójico:

«En los manuscritos salvados en las ruinas de Bizancio, en las estatuas antiguas encontradas en las ruinas de Roma, un nuevo mundo −la Grecia antigua− se ofreció a los ojos atónitos de Occidente. Los espectros del Medioevo se desvanecieron ante aquellas formas luminosas; en Italia se produjo un inusitado florecimiento del arte, que vino a ser como un reflejo de la antigüedad clásica y que nunca volvió a repetirse. En Italia, Francia y Alemania, nació una literatura nueva, la primera literatura moderna. Poco después llegaron las épocas clásicas de la literatura en Inglaterra y España. (…) Fue ésta la mayor revolución progresiva que la humanidad había conocido hasta entonces». (Friedrich Engels; Dialéctica de la naturaleza, 1875)

Aunque en este caso argüimos esto salvando muchísimo las distancias, puesto que aquí no nos hallamos en medio de tanta destrucción y oscurantismo como en el siglo XII, sino todo lo contrario: un lapso de tiempo en el que las fuerzas productivas y la producción ideológica se expanden de forma asombrosa, rompiendo muchas de las viejas barreras de la sociedad feudal que hasta entonces parecían que iban a ser una «condena eterna». Aunque sería un placer analizar otras etapas artísticas como el babilónico, egipcio, arte griego o posteriores, como el renacentista, barroco, neoclásico o romántico, este documento no pretende ser un repaso y análisis pormenorizado de toda la historia de arte. Por lo que de aquí en adelante pasaremos a analizar el arte de la era capitalista, y el nuevo arte que ha de surgir después de él. En consecuencia, solo daremos pinceladas sobre algunos de estos géneros para explicar solo lo que debe ser explicado». (Equipo de Bitácora (M-L); Notas aclaratorias sobre la cuestión artística, 2022)

Anexos:

[1] Un ejemplo clásico del arte paleolítico:


[2] Un ejemplo clásico del arte levantino mesolítico:


[3] Un ejemplo clásico del arte esquemático del neolítico:


[3] Un ejemplo clásico del arte megalítico neolítico:

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