«Para quien se inicia en el estudio económico e histórico desde el marxismo, el caso de Perón puede resultarle complejo de entender, dado que ciertas medidas económicas de este copiaron, nominalmente, a las del socialismo, particularmente a la Unión Soviética. Estas medidas del peronismo fueron sus «Planes Quinquenales» y nacionalizaciones, que si uno no atiende a los hechos reales que subyacen a tales medidas y sus consecuencias, podría confundirlas fácilmente con medidas progresistas y racionales. Sin embargo, como veremos, estas medidas no fueron más allá de los límites de la economía capitalista. En este capítulo expondremos los mitos de la planificación económica peronista, poniendo al desnudo su carácter de clase capitalista, y compararemos esta «planificación» con las medidas socialistas en la Unión Soviética, de modo que no quede lugar a dudas al lector sobre la diferencia entre los dos sistemas.
Por ejemplo, si seguimos el caso de las nacionalizaciones, lo cierto es que estas, por sí mismas, no nos dicen nada de su carácter; pues este va a depender de los intereses con los que se realiza dicha nacionalización. Es decir, ¿qué clase impulsa y dirige la nacionalización? ¿Qué propósitos persigue la intervención estatal en la economía? La historia está llena de ejemplos de cómo la nacionalización de empresas y sectores económicos se realiza por los propios intereses de la burguesía, y en esto el peronismo es uno de esos ejemplos cuyas políticas no fueron en beneficio de la clase obrera, como se ha querido inducir a pensar, sino todo lo contrario. De hecho, medidas como la nacionalización de empresas se hicieron bajo la lógica de políticas burguesas ya planteadas de forma previa a la llegada al poder del peronismo.
A principios del siglo XX, la burguesía argentina ya había intentado aprovechar los años de bonanza y la buena coyuntura internacional para trazar planes que pasaban por una cierta industrialización, creación de «viviendas populares» y expansión de la educación. El objetivo de estos planes era aumentar su cuota de mercado y reducir la dependencia de las mercancías procedentes de los imperialismos occidentales, así como calmar y atraer a las capas trabajadoras más empobrecidas, alejándolas del comunismo y asegurando la formación de la futura mano de obra. Veamos algunos ejemplos de esto:
En primer lugar, estas intenciones se pudieron ver durante los años 20 con algunos proyectos en época del presidente Hipólito Yrigoyen, «radical», quien gobernó del 1916 al 1922. En 1922 se creó «Yacimientos Petrolíferos Fiscales» (YPF), una empresa estatal que daría pie a una industria nacional petrolera, la cual, en un principio había nacido íntimamente ligada al capital extranjero −especialmente bajo la égida de la estadounidense Standard Oil−. ¿Cuál era el objetivo según su protagonista y artífice?
«El Estado, como encarnación permanente de la colectividad, tiene el derecho de obtener un beneficio directo sobre el descubrimiento de estas riquezas. A eso responde la participación que se reserva el estado en el producido neto y bruto de las explotaciones, en forma sin embargo que no reste estímulo al interés privado; tanto más cuanto la mayor parte de dicha participación se destina a servicios públicos, necesidades de la armada, de los transportes ferroviarios, marítimos y fluviales, etc., que resultarán en beneficio inmediato para los mismos y otra buena parte para fomentar el desarrollo de esta misma industria minera». (Hipólito Yrigoyen; Mensaje enviado al Congreso Nacional, 1919)
En segundo lugar, en la década de los 30 tenemos como paradigma las medidas implementadas por Manuel Fresco, gobernador de la provincia de Buenos Aires entre 1936 y 1940, el cual fue un antiguo conservador que pronto se volvió un ferviente simpatizante del fascismo europeo. Este se caracterizó por crear una gran cantidad de obras públicas para frenar el desempleo y promover todo tipo de eventos deportivos. A su vez, y no por casualidad, fueron muy famosas las construcciones bonaerenses de corte religioso y bélico. Estas corrieron a cargo del arquitecto Francisco Salamone, inspiradas, cómo no, en la corriente artística del futurismo. Si hoy examinamos este «legado cultural» de Fresco observaremos que este no dejó lugar a dudas sobre cuáles fueron sus influencias e intenciones:
«La exaltación del trabajo, del esfuerzo humano y sus virtudes, preocupación de Fresco, se hacía evidente en las representaciones hechas en torno a la misma. Así, el obrero en su puesto de trabajo deviene símbolo no sólo de la dinámica expansiva de la acción estatal, sino también imagen de una sincronía «ideal» y ejemplificadora de la relación Estado-Capital-Trabajo, vínculo que se pretendía mostrar como armónico y alejado de conflictos. Por otro lado, las imágenes de máquinas −en movimiento o no− parecen expresar la fuerza del progreso y el afán modernizador de la gestión, elementos característicos del discurso del gobernador». (Noelia Fernández; Cuatro años de gobierno, 1936- 1940. Representaciones y difusión de la obra pública en la provincia de Buenos Aires, 2018)
En último lugar, en los años 40, tenemos como ejemplo el fallido «Plan de Reactivación Económica», liderado por el Ministro de Hacienda, el socialista independiente Federico Pinedo, de ahí que también fuera conocido popularmente como el «Plan Pinedo». Este se fraguó en un momento en que el principal socio comercial, Gran Bretaña, no podía abastecer al mercado argentino y causó la falta de divisas para operar en los mercados internacionales. Este panorama desolador fue considerado por los gobernantes como un buen momento para aumentar los vínculos con los EE.UU. y alentar la industria nacional. Pinedo reconoció en una ocasión que el modelo agroexportador de la Argentina debía ser superado, aunque consideró que el gobierno aún no tenía tal capacidad:
«La vida económica del país gira alrededor de una gran rueda maestra que es el comercio exportador. Nosotros no estamos en condiciones de reemplazar esa rueda maestra por otra, pero estamos en condiciones de crear al lado de ese mecanismo algunas ruedas menores que permitan cierta circulación de la riqueza, cierta actividad económica, la suma de la cual mantenga el nivel de vida de este pueblo a cierta altura». (La Prensa; Plan Pinedo de 1940, otra reforma que fracasó por falta de apoyo político, 2017)
Entre esas «ruedas menores» se incluyó un plan estatal para controlar el comercio exterior, comprar las cosechas y controlar los precios de los productos agrícolas. Pero quizás la idea que más destacó fue la propuesta de nacionalizar los ferrocarriles en manos británicas, dado que el país anglosajón no podía responder al pago de la deuda a causa de la Segunda Guerra Mundial. Finalmente, en el congreso los radicales no aprobaron la ejecución del plan.
Esto ya demuestra que el peronismo solo tuvo que mirar a los antiguos gobiernos nacionales o provinciales del radicalismo, el socialismo y el conservadurismo para imitar o terminar los planes previstos. En realidad, comprender la política económica peronista antes y después de la toma del poder es un ejercicio interesante, especialmente para entender los actuales regímenes de América Latina que rezuman populismo antiimperialista. Véase la obra: «Algunas reflexiones sobre los discursos en la VII Cumbre de las Américas» (2015).
En cualquier caso, veamos ahora en qué se basó la economía peronista.
Después de la Segunda Guerra Mundial (1939-45), el peronismo continuó con el intervencionismo estatal de los gobiernos nacionalistas anteriores. ¿Pero cuál era la meta de este? Debía contribuir paralelamente tanto a la conciliación de clases como a la expansión de las fuerzas productivas de la nación:
«Procedemos a poner de acuerdo al capital y al trabajo, tutelados ambos por la acción directiva del Estado. (...) Es indudable que no hay que olvidar que el Estado, que representa a todos los demás habitantes, tiene allí su parte que defender: el bien común, sin perjudicar ni a un bando ni a otro. (...) ¿En qué consiste, entonces, la necesaria intervención estatal? En organizar, dar pautas de entendimiento y concertar finalmente a los sectores en conflicto». (Juan Domingo Perón; Discurso de la bolsa de comercio, 25 de agosto de 1944)
Entonces, ¿significa que la nacionalización es una medida revolucionaria o socialista? En absoluto, como acabamos de comprobar, forma parte de todo proyecto de la burguesía nacional, sobre todo en sus inicios:
«Las empresas nacionalizadas constituyen el sector económico del Estado. Este sector incluye muchas otras empresas creadas bajo la dirección de estos nuevos Estados.
El marxismo-leninismo nos enseña que el contenido del sector del Estado en la economía depende directamente de la naturaleza del poder político. Este sector sirve a los intereses de las fuerzas de clase en el poder. En los países donde domina la burguesía nacional, el sector del Estado representa una forma de ejercicio de la propiedad capitalista sobre los medios de producción. Vemos actuar allí todas las leyes y todas las relaciones capitalistas de producción y de reparto de los bienes materiales, de la opresión y de la explotación de las masas trabajadoras. No puede aportar ningún cambio al lugar que ocupan las clases en el sistema de la producción social. Al contrario, tiene por objetivo el fortalecimiento de las posiciones de clase políticas y económicas de la burguesía.
El Estado burgués de los países excoloniales, en sus condiciones de profundo retraso y de debilidad de la burguesía local, interviene como factor que ayuda a acumular y concentrar los medios financieros necesarios y las reservas materiales útiles para el desarrollo de las ramas de la economía que claman de un porcentaje de capitales mayor, ramas que no pueden ser abastecidas por capitalistas particulares. Ayuda a aumentar las inversiones, a intensificar la explotación de la mano de obra y a obtener más beneficios. Esto también aparece en el hecho de que el Estado efectúa inversiones en determinados sectores, susceptibles de sostener y estimular el desarrollo del capital privado, por ejemplo, en el ámbito energético, los productos químicos que sirven de materias primas, de la metalurgia, los transportes, así como el dominio bancario y el comercio exterior. De hecho, en todos los países donde existe el sector del Estado vemos crecer las empresas y reforzarse el sector capitalista privado que goza de derechos ilimitados.
Por otra parte, la élite local y los funcionarios de los partidos y del Estado se enriquecen y se aseguran los recursos necesarios a costa del presupuesto y el sector del Estado para crear diversas empresas. Ciertos autores occidentales, tratando los problemas de las sociedades de los países excoloniales evocan así la burguesía «burocrática», «administrativa» y de «Estado» que goza de una situación privilegiada en sus relaciones con las masas trabajadoras, y realiza así, gracias a su pertenencia al aparato del Estado, la acumulación privada de capital necesaria para convertirse en una clase burguesa, y se distingue por sus relaciones con el capital extranjero.
Con su demagogia sobre el sector del Estado, los revisionistas y los partidos políticos burgueses locales tienen como objetivo disimular y ocultar la opresión y la explotación de las masas trabajadoras, queriendo crear ilusiones sobre la supuesta creación de una «nueva sociedad». (Llambro Filo; La «vía no capitalista de desarrollo» y la «orientación socialista», «teorías», que sabotean la revolución y abren las vías a la expansión neocolonialista, 1985)
En las distintas formas de dominación política que adopta la burguesía nacional, luego reflejadas en sus expresiones ideológicas –progresista, reaccionaria, socialdemócrata, neoliberal, nacionalista, fascista– la clase dominante se ha valido de la nacionalización –también llamada «estatización»– para sanear las empresas privadas, para acumular capital, para crear una industria propia, para construir y asegurarse el control de las vías ferroviarias, controlar grandes sectores de la sanidad e industria farmacéutica, para obtener superganancias, para tener un mayor control de los sectores bélicos clave durante una guerra, etcétera.
Consideramos que el lector no se sorprenderá –o conocerá– lo que describimos a continuación, pero no está de más refrescar la memoria: el Imperio romano, el Imperio bizantino o el Califato omeya se basaron en fuertes proyectos económicos erigidos sobre empresas «estatales» para la extracción mineral, el comercio, el transporte o el ejército y, por supuesto, nada de esto suponía la eliminación de las relaciones de producción esclavistas o feudales. Ya en la era capitalista, en el siglo XIX, grandes figuras como Napoleón lo pusieron en práctica. En Prusia, Otto von Bismarck realizó grandes nacionalizaciones, creó un sistema de seguridad social, estatalizó las vías ferroviarias, etc. Todo en un afán de industrializar Alemania, incrementar la capacidad bélica y apaciguar el descontento obrero, mejorando el «bienestar social», para poder ilegalizar a los socialistas. En el siglo XX, no solo el peronismo, sino el gobierno laboralista de Inglaterra de los años 40, el gobierno de Francia de Charles de Gaulle de los años 50-60 o el franquismo aplicaron medidas intervencionistas para financiar los proyectos industriales, las obras públicas, la industria armamentística, etc. Lo mismo cabe decir de los gobiernos salidos del colonialismo, tal es el caso de la India, Egipto, Argelia o Indonesia, entre otros tantos. El peronismo no había descubierto nada con el llamado «intervencionismo» de los sectores estratégicos, porque este es una máxima del capitalismo en cualquiera de sus etapas. Es más, es el clásico curso de acción cuando la burguesía incipiente trata de formar su propio mercado, reduciendo la injerencia externa de otra burguesía dominadora.
Sin embargo, este afán intervencionista del peronismo se esfumó rápido. Ya en su segundo mandato Perón reconoció:
«Nosotros no somos intervencionistas ni antiintervencionistas, somos realistas. El que se dice «intervencionista» no sabe lo que dice; hay que ubicarse de acuerdo con lo que exigen las circunstancias. Las circunstancias imponen la solución. No hay sistemas ni métodos ni reglas de economía en los tiempos actuales». (Juan Domingo Perón; Discurso ante Ministros de Hacienda, 23 de enero de 1953)
Por lo tanto, no podemos hablar de que las eventuales nacionalizaciones del peronismo fuesen en ningún caso síntoma de una política progresista, es más, en el campo económico, y lejos de los mitos de la «revolución» peronista, podemos apreciar que su línea fue más bien conservadora, respetando ante todo el «derecho a la propiedad»:
«En el último cuarto del siglo XIX, la economía argentina se había consagrado a la producción agropecuaria destinada en su mayoría a los mercados externos, las variaciones en los precios de productos rurales habían determinado en gran medida la situación general del país. (...) Perón tuvo la suerte de asumir la presidencia con los términos de intercambio más altos de todo el siglo. (...) Dentro del esquema económico peronista, el campo tenía el importantísimo rol de proveer de divisas necesarias para la importación de insumos y maquinarias que la industria local aún no producía. Quizás esa fue la causa de la timidez de los cambios en el régimen de tierras. (...) Muchos dirigentes dentro del partido no se contentaban con el congelamiento de los arrendamientos, y proponían una reforma agraria para acabar con la gran propiedad rural. Pero el gobierno no quiso arriesgarse». (Pablo Gerchunoff y Lucas Llach; El ciclo de la ilusión y el desencanto: un siglo de políticas económicas argentinas, 2003)
Con este tipo de estructura que tenía el campo de la Argentina era imposible abastecer y ampliar la gran industria. Mientras tanto, en la URSS, Stalin ya había criticado en obras como «En torno a las cuestiones de la política agraria de la URSS» (1929) la «teoría del equilibrio», famosa entre la «oposición derechista» liderada por Bujarin. En dicha obra Stalin preguntó: «¿Se puede impulsar con ritmo acelerado nuestra industria socializada, teniendo una base agrícola como la pequeña hacienda campesina, incapaz de la reproducción ampliada y que, por si fuera poco, es la fuerza predominante de nuestra economía nacional? No, no es posible». Por lo tanto, la solución al problema agrario debía venir mediante: «ampliar las haciendas agrícolas, en hacer la agricultura apta para la acumulación, para la reproducción ampliada, transformando de este modo la base agrícola de la economía nacional». Téngase en cuenta que en la URSS existía una industria socialista y un campo dominado todavía por pequeños propietarios tras la revolución. Sin embargo, en países como Argentina ni siquiera existía un monopolio estatal industrial, y las industrias estatales que encontrábamos se regían por relaciones de producción capitalistas, es decir, un mero capitalismo de Estado, en donde en ellas la ley del valor operaba libremente.
En consecuencia, repasemos la crítica del autor soviético frente a los autores que sostuvieron teorías que pretendían que la industria sería capaz de abastecerse y ampliarse con un campo de pequeños propietarios privados:
«¿Se puede impulsar con ritmo acelerado nuestra industria socializada, teniendo una base agrícola como la pequeña hacienda campesina, incapaz de la reproducción ampliada y que, por si fuera poco, es la fuerza predominante de nuestra economía nacional? No, no es posible. (…) Tarde o temprano conduciría necesariamente a un total derrumbamiento de toda la economía nacional. ¿Dónde está, pues, la solución? La solución está en ampliar las haciendas agrícolas, en hacer la agricultura apta para la acumulación, para la reproducción ampliada, transformando de este modo la base agrícola de la economía nacional. Pero ¿cómo conseguirlo? Para ello hay dos caminos. Existe el camino capitalista, que consiste en ampliar mediante su fusión las haciendas agrícolas implantando en ellas el capitalismo, lo cual implica el empobrecimiento del campesino y el desarrollo de empresas capitalistas en la agricultura. Nosotros rechazamos ese método como incompatible con la economía soviética. Pero hay otro camino, el camino socialista, el cual consiste en organizar en la agricultura los koljoses y sovjoses [colectividades y granjas estatales respectivamente] y que conduce a la agrupación de las pequeñas haciendas campesinas en grandes haciendas colectivas, equipadas con los elementos de la técnica y la ciencia y capaces de seguir progresando, puesto que pueden ejercer la reproducción ampliada. Por tanto, la cuestión está planteada así: o un camino, u otro; o marchamos hacia atrás, hacia el capitalismo, o hacia adelante, hacia el socialismo. No hay ni puede haber un tercer camino». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili; Stalin; En torno a las cuestiones de la política agraria de la Unión Soviética, 1929)
La otra teoría que Stalin fustigó con razón fue la «teoría de la espontaneidad». Esta proponía que, aunque el campo estuviera en manos de campesinos, es decir, de pequeños propietarios individuales, este campo gradualmente se iría integrando solo, por inercia, en el socialismo. Sin embargo, Stalin negaba que tal impulso fuese a suceder de forma automática y pacífica, sino que en todo caso sería fruto de una enconada lucha voluntaria de los actores políticos.
«Bajo el capitalismo, el campo seguía espontáneamente a la ciudad, porque la economía capitalista de la ciudad y la pequeña economía mercantil del campesino individual son, en el fondo, un solo tipo de economía. Naturalmente, la pequeña economía mercantil del campesino no es aún una economía capitalista. Pero, en el fondo, es el mismo tipo de economía que el capitalismo, puesto que se apoya en la propiedad privada sobre los medios de producción. Lenin tiene mil veces razón cuando, en sus notas relativas al folleto «La economía del período de transición» de Bujarin, habla de la «tendencia mercantil-capitalista de los campesinos» en contraste con la «tendencia socialista del proletariado». Eso, precisamente, explica por qué «la pequeña producción engendra capitalismo y burguesía constantemente, cada día, cada hora, espontáneamente y en masa» como decía Lenin. ¿Puede afirmarse que la pequeña economía mercantil campesina sea también, en esencia, un mismo tipo de economía que la producción socialista de la ciudad? Es evidente que no puede afirmarse tal cosa sin romper con el marxismo. (…) Por tanto, para que el campo, con sus pequeñas haciendas campesinas, siga a la ciudad socialista, hace falta, aparte de todo lo demás, una cosa: implantar en el campo grandes haciendas socialistas, bajo la forma de sovjoses y koljoses, como base del socialismo, capaces de arrastrar consigo, con la ciudad socialista a la cabeza, a las grandes masas campesinas». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili; Stalin; En torno a las cuestiones de la política agraria de la Unión Soviética, 1929)
Sin entender estas nociones básicas de economía, como efectivamente les ocurre a todos los líderes nacionalistas, se acaba por llegar a posiciones desastrosas. Estos intentos de reformar el sistema a base de idealismo y voluntarismo siempre chocarán con un muro.
«Algunos camaradas niegan el carácter objetivo de las leyes de la ciencia, principalmente de las leyes de la Economía Política. (...) El marxismo concibe las leyes de la ciencia –lo mismo si se trata de las leyes de las Ciencias Naturales que de las leyes de la Economía Política– como reflejo de procesos objetivos que se operan independientemente de la voluntad de los hombres. Los hombres pueden descubrir estas leyes, llegar a conocerlas, estudiarlas, tomarlas en consideración al actuar y aprovecharlas en interés de la sociedad; pero no pueden modificarlas ni abolirlas. (...) Lo mismo hay que decir de las leyes del desarrollo económico, de las leyes de la Economía Política, tanto si se trata del período del capitalismo, como del período del socialismo». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; Los problemas económicos del socialismo en la Unión Soviética, 1952)
No creemos necesario ampliar demasiado esta parte, ya que el lector puede consultar experiencias similares. Véase el capítulo: «El marco económico capitalista del «socialismo del siglo XXI» (2013).
Por supuesto, si para organizaciones como el Partido Comunista de España (reconstituido) los personajes reaccionarios como Putin son casi la reencarnación de Lenin o Stalin, como podemos concluir de su propaganda, ¡suponemos que la verborrea «autogestionaria» de algunas ramas del peronismo de los años 60 debe excitar enormemente a sus seguidores!
«Más que del socialismo clásico, el peronismo en gestación adoptó ideas fundamentales del anarcosindicalismo hispano-francés, el cual ya tenía una tradición no despreciable en el gremialismo argentino. Se trata aquí de dos exigencias: a) el directo protagonismo político del sindicato –no por mediación del partido– sobre todo a través de la huelga general como instrumento de acción; y b) el objetivo lejano de una administración de los medios de producción por los sindicatos mismos». (Cristián Buchrucker; Nacionalismo y Peronismo, 1987)
El autor del texto omite cómo Perón también se inspiró en un modelo que, hoy sabemos, tanto admiraba, como lo era el nacionalsindicalismo falangista. Sobra decir que, lejos de lo que proponían los peronistas más ilusos, el peronismo oficial nunca llegó a acercarse a este cooperativismo descentralizador pequeño burgués del anarco-sindicalismo. Y, aunque hubiera sido así, existen varias experiencias históricas de la llamada «autogestión» del anarco-sindicalismo que no invitan, precisamente, a adoptarla como modelo:
«En Yugoslavia cualquier empresa «autogestionaria» es una organización encerrada en su propia actividad económica, mientras que la política de administración se encuentra en manos de su grupo dirigente que, igual que en cualquier otro país capitalista, manipula los fondos de acumulación, decide respecto a las inversiones, los salarios, los precios y la distribución de la producción. Se pretende que toda esta actividad económico-política es aprobada por los obreros a través de sus delegados. Pero esto no pasa de ser un fraude y un gran bluf. Estos supuestos delegados de los obreros hacen causa común con la casta de burócratas y tecnócratas en el poder en detrimento de la clase obrera y del resto de las masas trabajadoras. Son los administradores profesionales los que hacen la ley y definen la política en la organización «autogestionaria» desde la base hasta la cúspide de la república. El papel dirigente, gestor, económico-social y político de los obreros, de su clase, se ha reducido al mínimo, por no decir que ha desaparecido por completo.
Estimulando el particularismo y el localismo, desde el republicano al regional y hasta el nivel de la comuna, el sistema autogestionario ha liquidado la unidad de la clase obrera, ha colocado a los obreros en lucha los unos contra los otros, alimentando, como individuos, el egoísmo y estimulando, como colectivo, la competencia entre las empresas. Sobre esta base ha sido minada la alianza de la clase obrera con el campesinado, quien asimismo está disgregado en pequeñas haciendas privadas y es explotado por la nueva burguesía en el poder. Todo esto ha dado lugar a la autarquía en la economía, la anarquía en la producción, en la distribución de los beneficios y de las inversiones, en el mercado y en los precios, y ha conducido a la inflación y a un gran desempleo». (Enver Hoxha; Informe en el VIIIº Congreso del Partido del Trabajo de Albania, 1981)
Uno de los puntos estrella del peronismo iba a ser la planificación estatal para evitar los desajustes del mercado capitalista. Con sus llamados «Planes Quinquenales», emulando el nombre de los famosos planes económicos que convirtieron a la Unión Soviética en una potencia económica, Perón proclamó que su economía no conocería la crisis; pero, a la vez, como se ha visto, reconocía que no se atenía a ningún patrón en el ideario económico. Digamos, por tanto, que la economía peronista caminaba por inercia según los bandazos y caprichos del caudillo y carecía de una base científica del estudio de la economía política.
Para la tarea de la «planificación» peronista, no fue asignado otro «revolucionario» que el empresario Miguel Miranda, logrando un famoso éxito en los tres primeros años del plan de 1946-49 que tanto explotó la prensa peronista. Fue entonces cuando se desarrolló la mejor época de la política reformista del peronismo, que intentaba ganarse a los obreros a base de subidas salariales, seguros, pensiones… presentando todo como un período de bonanza ilimitado, algo que desató la euforia.
El alto nivel de producción y consumismo que antes se había promulgado como rasgo eterno de la economía peronista era, en realidad, un efecto de la coyuntura económica de la posguerra. Basta ver el nivel de crecimiento industrial de muchos de los países latinoamericanos, sus cuotas generales de crecimiento económico y compararlos con los países europeos en guerra, como Francia o Gran Bretaña, con saldos de crecimiento negativos, algo perfectamente normal por el contexto. En concreto, Argentina, durante la guerra, y lejos de lo que había solido pasar tradicionalmente, cosechó un saldo favorable en la balanza de pagos comerciales respecto al imperialismo británico. De hecho, la venta de los ferrocarriles británicos y franceses de Argentina fue una política progresiva realizada durante 1945-48 que respondía a la debilidad del imperialismo británico y francés, deseosos de ir desprendiéndose de aquellos sectores que no podían mantener o de aquellos de los que querían recuperar el capital invertido para reinvertirlo a toda prisa en otros más urgentes o rentables. Era, además, una política que la dictadura militar de 1943-45 ya había negociado y acordado. Del mismo modo, otros partidos burgueses de la oposición antiperonista, como la Unión Cívica Radical (UCR), también postulaban lineamientos de nacionalización en sus programas –véase la llamada Declaración de Avellaneda, de 1945–. Por un momento, la cobarde oligarquía argentina parecía envalentonarse frente a su amo natural británico.
Pero este periodo de bonanza para los países latinoamericanos finalizó, en concreto, con la crisis producida por el derrumbe de los precios internacionales que trajo el Plan Marshall, lo que aumentó la demanda de los productos que manejaban el dólar ($) y obstruyó la salida a los productos argentinos que, por el contrario, manejaban entonces el «peso moneda nacional» (m$n), reduciéndose drásticamente la política de exportaciones. Mientras tanto, en el mercado interno argentino, a partir de 1949, empezó a notarse una crisis inflacionaria, por lo que, entre 1950-53, fue puesta en práctica una política de austeridad con una reducción del gasto público de un 23%, con el consecuente desplome de los salarios reales, consumándose estas políticas en el famoso «Plan de Estabilización Económica». Los embistes de la crisis correspondían a los bandazos de la economía mundial a los que la economía capitalista Argentina, al estar integrada en la división internacional del trabajo, no podía escapar. Así, y a una velocidad pasmosa, todo se fue a pique.
La división internacional del trabajo, viene de los ecos del economista burgués David Ricardo y su obra «Principios de la economía política» de 1819, donde popularizaba la noción del «crecimiento complementario», promulgando la idea del liberalismo basada en que, si cada país se dedica a producir en una actividad en la que tiene ventajas, por la razón que sea, se acabará por extinguir la competencia, o esta será relativa, y todos ganarán al dedicarse a aquello para lo que tienen facilidades naturales; creándose, de esta forma, una riqueza internacional. Una teoría, tomada de Adam Smith, tan utópica como refutada por la propia historia. Esta teoría económica condena a los países no industrializados a ser países especializados en producción de materias primas o de la industria ligera para surtir a los países imperialistas. Algo que, junto con la exportación de capitales, lleva aparejado otro fenómeno muy conocido: el endeudamiento.
Entonces, se comprende que cuando los países capitalistas-imperialistas hablaban a los países que maniataban económicamente, y les prometían la búsqueda de un «nuevo orden económico», lo hacían para tranquilizar a los pueblos de estos, cansados de su explotación en beneficio de las camarillas locales y las naciones extranjeras; del mismo modo, cuando esos países capitalistas dependientes de las grandes potencias imperialistas declaraban y abogaban por, efectivamente, un «nuevo orden económico», como hacía Perón, comprendemos que se referían a exigir a los imperialismos que aflojaran el nudo que les subyugaba, implorando por un mejor reparto de los mercados, más ayudas económicas, etcétera. Aunque también adoptaban esta postura de cara a la galería, con tal de calmar los ánimos de las masas trabajadoras y posar como antiimperialistas que buscaban soluciones a su crisis económica interna. Quizá, simplemente, lanzaban tal consigna como representantes burgueses de un país capitalista en alza, que buscaba convertirse en potencia directora del dichoso «nuevo orden económico» en su región o a nivel mundial. Pero este eslogan era falso, ya que, como los marxistas saben, el único «nuevo orden económico» posible que dará solución a los problemas intrínsecos del capitalismo es el sistema económico socialista.
Si en 1947 Perón presumía delante de Franco –y el mundo– vendiendo trigo y carne a mansalva, ahora, en 1952, en Argentina, los precios de la carne o el pan sufrían un nivel de inflación de más del 38,8% –la más alta desde 1890–, superando los precios asequibles por la clase obrera, viéndose el gobierno forzado a exportar estos productos y fabricar campañas propagandísticas que promovían el consumo de productos sustitutivos, como el mijo o la patata. ¿No nos recuerda esto a algo? En la actual Venezuela, los líderes del chavismo, como Nicolás Maduro, promueven una campaña para concienciar del «cambio en los patrones alimenticios», justificando así su incapacidad para abastecer al pueblo de carne mientras se ve obligado a exportar enormes cantidades de reses para pagar la deuda exterior. Una de ellas fue el famoso «Plan conejo» de 2017, que consistía en recomendar a los venezolanos criar conejos para garantizar su ingesta de proteínas mensual. Seguramente de aquí a unos años el chavismo oficialice el veganismo. Adivine el lector por qué.
Volviendo al tema referido de la economía argentina peronista… pese al saldo comercial positivo, Argentina tenía dificultades para obtener divisas y financiar sus proyectos industriales más ambiciosos, debido a que la deuda que el imperialismo británico tenía con ella era en libras esterlinas (£), algo que dificultaba la obtención de productos bajo dicha moneda. Poco después este problema fue «menor», pues el gobierno endureció los requisitos necesarios para poder importar ante la crisis del momento. En el campo, las caídas en el sector agropecuario se reflejaron en pérdidas de hasta un 6% de la producción durante 1947-50.
Así, la «providencia» que «Dios» había otorgado a Perón se fue al traste con la crisis argentina de 1949-54. Esto demostraba que, como en tantos otros regímenes burgueses, la economía peronista era tan frágil como una pompa de jabón y estaba sometida a los designios de la anarquía de la producción, que escapaban a la voluntad y deseos idealistas de Perón.
Todo esto pudo haber ido a mayores, pero para entonces los sindicatos estaban fuertemente controlados por el peronismo como para que las protestas fueran lo suficientemente efectivas. Pese a todo, anotar que, durante los años 40 y 50, siguieron protagonizándose huelgas de importancia significativa, demostrando que el peronismo no había controlado del todo el sindicalismo como se pensaba. Véase la obra de Hugo Gambini: «Historia del Peronismo Tomos I y II» (1999).
Durante la puesta en práctica del Segundo Plan Quinquenal (1952-1957), el gobierno peronista logró estabilizar los precios, destinando inicialmente una fuerte inversión a la agricultura por miedo a una nueva crisis de subsistencia alimenticia que al final del plan sería corregida virando más hacia la industria. Además, declaró al capital extranjero como algo necesario para el desarrollo del país –yendo en contra de la propia Constitución Peronista de 1949–.
En el tercer mandato peronista la inflación tampoco llegó a controlarse. En 1975, el año de fallecimiento de Perón, alcanzó un 182,8% –de nuevo los paralelismos con la actualidad se suceden–. Por tanto, el mito de la economía peronista fue eso, un mito elaborado por la propaganda.
El peronismo constituye otro de los innumerables casos en los que la burguesía nacional cae presa de sus propias contradicciones a la hora de tratar de lograr una soberanía económica. Volvió a demostrar que la industrialización del país era algo incierto, pues un proceso así en manos de la burguesía nacional tiene lugar dando primacía a la rentabilidad y no a las necesidades nacionales, pues la lógica de la acción del mercado capitalista conducía a la burguesía a realizar tales inversiones. Por otro lado, la industrialización tenía que ser congelada o abortada por las continuas crisis internacionales del capitalismo, sin olvidar la destrucción de las propias fuerzas productivas nacionales durante esta recesión. Esto que debería de ser una lección general sobre el comportamiento de las burguesías en cuanto a sus promesas de «emancipación económica de la nación» y las «posibilidades del intercambio comercial y crediticio» con los imperialismos, parece no haber sido comprendido –o no quererse entender más bien–, ya que existen autores como José Antonio Egido, Néstor Kohan, Atilio Borón o Vincent Gouysse que en nombre de «la revolución y el marxismo» acaban seducidos por esta lógica «tercermundista» sobre el posibilismo de estos movimientos y regímenes. Se llame peronismo, sandinismo o chavismo, sea su cooperación con Estados Unidos, China, Rusia o quien sea.
En la Unión Soviética, en cambio los comunistas decidieron invertir este proceso de industrialización dando primacía a la industria pesada que, aunque más cara, era necesaria para producir la maquinaria capaz de mecanizar el campo y aumentar el rendimiento sin depender de la importación de maquinaria extranjera ni de la explotación de terceros países:
«Es también completamente errónea la afirmación de que en nuestro sistema económico actual, en la primera fase de desarrollo de la sociedad comunista [la etapa del socialismo], la ley del valor regula las «proporciones» de la distribución del trabajo entre las distintas ramas de la producción. Si ello fuera así, no se comprendería por qué en nuestro país no se desarrolla al máximo la industria ligera, la más rentable, dándole preferencia frente a la industria pesada, que con frecuencia es menos rentable y a veces no lo es en absoluto. Si ello fuera así, no se comprendería por qué en nuestro país no se cierran las empresas de la industria pesada que por el momento no son rentables y en las que el trabajo de los obreros no da el «resultado debido» y no se abren nuevas empresas de la industria ligera, indiscutiblemente rentables, en las que el trabajo de los obreros podría dar «mayor resultado». Si eso fuera así, no se comprendería por qué en nuestro país no se pasa a los obreros de las empresas poco rentables, aunque muy necesarias para la economía nacional, a empresas más rentables, como debería hacerse de acuerdo con la ley del valor, a la que se atribuye el papel de regulador de las «proporciones» de la distribución del trabajo entre las ramas de la producción. Es evidente que, de hacer caso a esos camaradas, tendríamos que renunciar a la primacía de la producción de medios de producción en favor de la producción de medios de consumo. ¿Y qué significa renunciar a la primacía de la producción de medios de producción? Significa suprimir la posibilidad de desarrollar ininterrumpidamente nuestra economía nacional, pues es imposible desarrollarla ininterrumpidamente si no se da preferencia a la producción de medios de producción. Esos camaradas olvidan que la ley del valor sólo puede regular la producción bajo el capitalismo, cuando existen la propiedad privada sobre los medios de producción, la concurrencia, la anarquía de la producción y las crisis de superproducción. Olvidan que la esfera de acción de la ley del valor está limitada en nuestro país por la existencia de la propiedad social sobre los medios de producción, por la acción de la ley del desarrollo armónico de la economía y, por consiguiente, también por nuestros planes anuales y quinquenales, que son un reflejo aproximado de las exigencias de esta última ley». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; Los problemas económicos del socialismo en la Unión Soviética, 1952)
Y es que la planificación económica centralizada constituye uno de los pilares de la economía socialista:
«Bajo el capitalismo no es posible continuar la producción a una escala total de la sociedad, allí hay competencia, allí hay propiedad privada. (...) Mientras que en nuestro sistema las empresas están unidas sobre la base de la propiedad socialista. La economía planificada no es algo que queramos, es una obligación, de lo contrario todo se vendría abajo. (...) El capitalista no puede administrar la industria, la agricultura y el transporte de acuerdo con un plan. Bajo el capitalismo, la ciudad debe devorar el campo. La propiedad privada allí es un obstáculo. (...) ¿Cuáles son los principales objetivos de la planificación?
El primer objetivo consiste en planificar de una manera que garantice la independencia de la economía socialista del cerco capitalista. Esto es obligatorio, y es lo más importante. Es una forma de las luchas contra el capitalismo mundial. Debemos asegurarnos de tener metal y máquinas en nuestras manos para no convertirnos en un apéndice del sistema capitalista. Esta es la base de la planificación. Esto fue el Plan GOELRO y los planes posteriores que se elaboraron sobre esta base.
¿Cómo organizar la planificación? En su sistema, el capital se distribuye espontáneamente sobre las ramas de la economía, dependiendo de las ganancias. Si tuviéramos que desarrollar varios sectores de acuerdo con su rentabilidad, tendríamos un sector desarrollado de molienda de harina, producción de juguetes –son caros y dan grandes ganancias–, textiles, pero no habríamos tenido ninguna industria pesada. Exige grandes inversiones y es una pérdida al principio. Abandonar el desarrollo de la industria pesada es el mismo que el propuesto por rykovistas.
Hemos invertido las leyes del desarrollo de la economía capitalista, las hemos puesto sobre sus cabezas o, más precisamente, de pie. Hemos comenzado con el desarrollo de la industria pesada y la construcción de máquinas. Sin una planificación de la economía, nada funcionaría.
¿Cómo suceden las cosas en su sistema? Algunos Estados roban a otros, saquean las colonias y extraen préstamos forzados. Lo contrario, ocurre con nosotros. Lo básico de la planificación es que no nos hemos convertido en un apéndice del sistema capitalista mundial.
El segundo objetivo de la planificación consiste en el fortalecimiento de la hegemonía absoluta del sistema económico socialista y en cerrar todas las fuentes y cabos sueltos de donde surge el capitalismo. Rykov y Trotsky una vez propusieron cerrar empresas avanzadas y líderes –como la Fábrica Putilov y otras– por no ser rentables. Pasar por esto habría significado «cerrar» el socialismo. Las inversiones se habrían invertido en la molienda de harina y la producción de juguetes porque generarían ganancias. No podríamos haber seguido este camino.
El tercer objetivo de la planificación es evitar las desproporciones. Pero como la economía es enorme, las rupturas siempre pueden tener lugar. Por lo tanto, necesitamos tener grandes reservas. No solo de fondos, sino también de fuerza de trabajo». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; Cinco conversaciones con economistas soviéticos, 1941-1952)
Solo un necio es incapaz de ver la diferencia fundamental entre la economía socialista planificada y la «planificación» que se pretende realizar en los países capitalistas. Ya en los años 20, Stalin denunció la «pseudoplanificación» en los países burgueses:
«A veces se alude a los organismos económicos estadounidenses y alemanes, que según dicen, también dirigen la economía nacional planificadamente. No, camaradas, eso no lo han conseguido aún allí, y no lo conseguirán mientras exista el régimen capitalista. Para dirigir planificadamente, hace falta tener otro sistema de industria, el sistema socialista, y no el capitalista; se precisa, por lo menos una industria nacionalizada, un sistema de crédito nacionalizado, se precisa que la tierra esté nacionalizada, que exista una ligazón socialista con el campo, que exista el poder de la clase obrera, etc. Cierto, ellos tienen también algo parecido a planes. Pero los suyos son planes-pronósticos, planes conjetura, que no son obligatorios para nadie y sobre cuya base no puede dirigirse la economía del país». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; Informe en el XVº Congreso del Partido Comunista (bolchevique) de la Unión Soviética, 1927) (Equipo de Bitácora (M-L); Perón, ¿el fascismo a la argentina?, 2021)
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