«El hombre tiene también «conciencia», pero, tampoco esta es desde un principio una conciencia «pura», el «espíritu» nace ya tratado con la maldición de estar «preñado» de materia, que aquí se manifiesta bajo la forma de capas de aire en movimiento, de sonidos, en una palabra, bajo la forma del lenguaje. El lenguaje es tan viejo como la conciencia: el lenguaje es la conciencia práctica, la conciencia real, que existe también para los otros hombres y que, por tanto, comienza a existir también para mí mismo; y el lenguaje nace, como la conciencia, de la necesidad, de los apremios de relación con los demás hombres. (...) La conciencia es, en principio, naturalmente, conciencia del mundo inmediato y sensorio que nos rodea y conciencia de los nexos limitados con otras personas y cosas, fuera del individuo consciente de sí mismo; y es, al mismo tiempo, conciencia de la naturaleza, que al principio se enfrenta al hombre como un poder absolutamente extraño, omnipotente e inexpugnable». (Karl Marx y Friedrich Engels; La ideología alemana, 1846)
En esta pequeña sección analizaremos cómo los seguidores de la «Línea de Reconstitución» (LR) suelen enredarse con el vocabulario y cómo en este campo vuelven a destilar todo su idealismo filosófico en torno a la cuestión de las palabras con comentarios que a priori pudieran parecer nimiedades. Aquí, una vez más, lo importante no será lo que diga esta gente, sino indagar en toda una cadena de equivocaciones que han sido comunes a la hora de lidiar con cotidianidades, como es en este caso el lenguaje y sus implicaciones. Dicho de otro modo, el valernos de los ejemplos de estos señores será una excusa para plantear otras cuestiones de mayor índole.
Antes que nada, deberíamos aclarar la terminología que vamos a utilizar de cara a los lectores noveles. Mark Rosental y Pavel Yudin en su obra «Diccionario filosófico» (1940), definieron a las «categorías» como: «Los conceptos lógicos fundamentales que reflejan los vínculos y las conexiones más generales y sustanciales de la realidad»; por ende, «las categorías −por ejemplo: la causalidad, la necesidad, el contenido, la forma, etcétera− se formaron en el proceso del desarrollo histórico del conocimiento apoyándose en la práctica productora material y social de los hombres». Por otro lado, por «conceptos» hemos de entender: «La forma del raciocinio humano, mediante la cual se expresan los caracteres generales de las cosas», es «el resultado de la síntesis de la masa de fenómenos singulares», por lo que «en el proceso de esta síntesis abstraemos las propiedades y momentos casuales y no esenciales de los fenómenos, y formamos conceptos que reflejan las conexiones y las propiedades esenciales, fundamentales, decisivas, de los fenómenos y de las cosas». ¿Cuál es el problema aquí? Muy sencillo: «En el proceso de la formulación de los conceptos se crea el peligro de su alejamiento de la realidad. Por ejemplo, el concepto de número nació mediante la abstracción de los números singulares, particulares, que señalan tal o cual cantidad de cosas concretas. Sin embargo, los idealistas siguen considerando hasta hoy que el concepto de número, como los demás conceptos matemáticos, son apriorísticos, que existen antes e independientemente de toda experiencia del hombre. La lógica formal, idealista, enseña que el concepto, como lo general, está completamente abstraído de todo lo particular y concreto».
Lenin ya dejó claro que las «categorías» podían usarse siempre que tuvieran relación con el continuo conocer, es decir, «el pensamiento que avanza de lo concreto a lo abstracto siempre que sea correcto no se aleja de la verdad, sino que se acerca a ella»:
«Es injusto olvidar que estas categorías «tienen su lugar y validez en la cognición», pero como «formas indiferentes» pueden ser «instrumentos del error y de la sofistería», no de la verdad». (...) De la percepción viva al pensamiento abstracto, y de éste a la práctica: tal es el camino dialéctico del conocimiento de la verdad». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Resumen del libro de Hegel «Ciencia de la lógica», 1914)
Mientras, volvió a dejar claro que tanto los «conceptos» como las «categorías» tienen su base en la realidad, pero estas no existen como «entes invisibles» ni de forma «eterna», ni significa que su esencia resida en «otra dimensión», sino que son una herramienta fruto del vocabulario que crea el ser humano para acercarse, reflejar y operar con el mundo exterior que tiene delante, el cual siempre está en continuo devenir:
«Si todo se desarrolla, ¿no rige eso también para los conceptos y categorías más generales del pensamiento? Si no es así, significa que el pensamiento no está vinculado con el ser. Si lo es, significa que hay una dialéctica de los conceptos y una dialéctica del conocer que tiene significación objetiva». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Resumen del libro de Hegel «Lecciones de la filosofía», 1915)
En otra ocasión, Antonio Labriola, siendo aún más tajante, declaró en su obra «Del materialismo histórico» (1896), que había que terminar con el llamado: «Mito y el culto de las palabras», porque «las cuestiones terminológicas no tienen ya más valor que el subordinado de una mera convención», ¿a qué se refería? A que había que superar el obstáculo de: «Las vicisitudes humanas, las pasiones y los intereses y los prejuicios de escuela, de secta, de clase, de religión, y después el abuso literario de los medios tradicionales de representación del pensamiento, y la escolástica, nunca vencida». A ese molesto «verbalismo» tendiente a encerrarse en definiciones puramente formales, el cual «lleva la mente hacia el error de creer que es cosa fácil reducir a términos y expresiones simples y palpables la intrincada y cruel complicación de la naturaleza de la historia». O para decirlo de otro modo, ese pensamiento simplón que «anula el sentido del problema porque no ve más que denominaciones».
En cuanto el tema lingüístico, Lenin anotó cómo se forman los conceptos en una forma que, aun hoy, sigue dejando mudos a los críticos del materialismo histórico cuando estos le acusan previamente de ser «árido», «sin vida» y «mecánico»:
«La aproximación del espíritu −humano− a una cosa particular, −el sacar una copia = un concepto de ella− no es un acto simple, inmediato, un reflejo muerto en un espejo, sino un acto complejo, dividido en dos, zigzagueante, que incluye en sí la posibilidad del vuelo de la fantasía fuera de la vida; más aún que eso: la posibilidad de la trasformación −además, una trasformación imperceptible, de la cual el hombre no es consciente− del concepto abstracto, de la idea, en una fantasía −en última instancia = Dios−. Porque incluso en la generalización más sencilla, en la idea general más elemental −«mesa» en general−, hay cierta partícula de fantasía. Y viceversa: sería estúpido negar el papel de la fantasía, incluso en la ciencia más estricta −ejemplo: Písarev sobre los sueños útiles, como un impulso para el trabajo, y sobre los ensueños vacíos−». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; Resumen del libro Aristóteles «Metafísica», 1914)
En este caso, se deja claro que no hay una separación absoluta entre lo «material» e «ideal», que dicha diferencia se vuelve casi imperceptible en varios momentos. Entiéndase que cuando una persona aprende un concepto, a veces dicho foco de estudio no interactúa directamente con él −póngase aquí el concepto «tiburón» o «quimera», el cual un niño puede aprenderlo sin ver, degustar, oler o tocar jamás a ninguno de ellos; sino tan solo oyendo y tramitando en su mente lo que un tutor le describe que es dicho animal −real o mitológico−, el cual más tarde lo verá representado en dibujos o lo escuchará fugazmente en las narraciones de los cuentos−. Ergo, a priori basta con que a sus sentidos lleguen las «huellas» de tal objeto de estudio −real o ficticio, pasado o presente, folclórico o científico− que le ha legado la humanidad. El problema es que tal concepción no es muy fiable y con el tiempo debe de ser revisada. Centrándonos en los adultos, cada persona se ve forzada a reconstruir sus concepciones de forma continua. ¿Cómo? A partir de toda una serie de abstracciones, las cuales serán cada vez más refinadas si reconstruye todo críticamente, partiendo, o mejor dicho, acercándose a la fuente de su estudio; y solo entonces, el niño que pasa a adolescente verificará por qué un «tiburón» es real y la «quimera» solo lo es en tanto existe el concepto del monstruo de la mitología griega, un híbrido mitad león, cabra y serpiente −además, con el tiempo descubrirá muy seguramente que la riqueza del lenguaje es tal, que también existen otras concepciones de «quimera» como sinónimo de «utopía» o «imposible»−. Dicho lo cual, entendiendo que todo está en movimiento −no solo los organismos vivos, sino también todo el lenguaje con el que operamos−, es muy posible que tal idea inicial que uno se ha hecho en su cabeza sobre X cuestión no sea muy aproximada −auténtica−. Tampoco es descartable que en su día no lo fuese porque operásemos bajo un soporte defectuoso para su estudio −o que ese objeto o cualidad haya cambiado sustancialmente−. Esto ocurre en todos los eventos de la vida: cuando los descubrimientos de la ciencia nos enseñan mejor cómo opera un concepto de física; cuando notamos que una persona ha cambiado tanto que su personalidad ha pasado de ser por norma «apacible» a fácilmente «irascible»; o cuando una nueva regla gramatical nos obliga a habituarnos a una nueva forma de escritura. En todos estos casos, deberemos reformular nuestras pretensiones sobre aquello que caracterizaba a dicho concepto −aun hasta cuando fuese bastante aproximado y correcto−.