«El revólver triunfa sobre el puñal, y con esto quedará claro incluso para el más pueril de los axiomáticos que el poder no es un mero acto de voluntad, sino que exige para su actuación previas condiciones reales, señaladamente herramientas o instrumentos, la más perfecta de las cuales supera a la menos perfecta; y que, además, es necesario haber producido esas herramientas, con lo que queda al mismo tiempo dicho que el productor de herramientas de poder más perfectas −vulgo armas− vence al productor de las menos perfectas, o sea, en una palabra, que la victoria del poder o la violencia se basa en la producción de armas, y ésta a su vez en la producción en general, es decir: en el «poder económico», en la «situación económica», en los medios materiales a disposición de la violencia.
La violencia se llama hoy ejército y escuadra de guerra, y ambos cuestan, como sabemos por desgracia nuestra, «una cantidad fabulosa de dinero». Pero la violencia no puede producir dinero, sino, a lo sumo, apoderarse del dinero ya hecho, y esto no es de mucha utilidad, como sabemos, también por desgracia nuestra, gracias a los miles de millones franceses. Así, pues, en última instancia el dinero tiene que ser suministrado por la producción económica; el poder aparece también en este caso determinado por la situación económica que le procura los medios para armarse y mantener sus herramientas. Pero esto no es todo. Nada está en tan estrecha dependencia de las previas condiciones económicas como el ejército y la escuadra precisamente. Armamento, composición, organización, táctica y estrategia dependen ante todo del nivel de producción y de las comunicaciones alcanzado en cada caso. Lo que ha obrado radicalmente en este campo no han sido las «libres creaciones de la inteligencia» de geniales jefes militares, sino la invención de armas mejores y la transformación del material del soldado; la influencia de los jefes militares geniales se limita, en el mejor de los casos, a adaptar el modo de combatir a las nuevas armas y a los nuevos combatientes.
A comienzos del siglo XIV, la pólvora llegó a la Europa occidental a través de los árabes, y subvirtió, como saben los niños de escuela, todo el arte de la guerra. La introducción de la pólvora y de las armas de fuego no fue empero en modo alguno un acto de violencia, sino una acción industrial, es decir, un progreso económico. La industria es siempre industria, ya se oriente a la producción o a la destrucción de las cosas. Y la introducción de las armas de fuego tuvo efectos radicalmente transformadores no sólo en el arte mismo de la guerra, sino también en las relaciones políticas de dominio y vasallaje. Para conseguir pólvora y armas de fuego hacían falta una industria y dinero, y los que poseían las dos cosas eran los habitantes de las ciudades, los burgueses. Por eso las armas de fuego fueron desde el principio armas de las ciudades y de la ascendente monarquía, que se apoyaba en las ciudades contra la nobleza feudal. Las murallas de piedra de los castillos de la nobleza, hasta entonces inexpugnables, sucumbieron ante los cañones de los ciudadanos, y las balas de las burguesas escopetas atravesaron las armaduras caballerescas. Con la pesada caballería aristocrática se hundió también el dominio de la nobleza; con el desarrollo de la clase urbana, la infantería y la artillería van convirtiéndose progresivamente en las armas decisivas; obligado por la artillería, el oficio de la guerra tuvo que añadirse una sección nueva y completamente industrial: la de los ingenieros.
El desarrollo de las armas de fuego fue muy lento. El cañón siguió siendo pesado durante mucho tiempo, y el mosquete, a pesar de muchos inventos de detalle, siguió siendo un arma grosera. Pasaron más de trescientos años antes de que se produjera un fusil adecuado para armar a toda la infantería. Hasta comienzos del siglo XVIII no eliminó definitivamente el fusil de chispa con bayoneta a la pica en el armamento de la infantería. Esta se componía entonces de los soldados mercenarios de los príncipes, tropa muy rígidamente entrenada, pero muy poco de fiar, imposible de mantener disciplinada sino con el bastón, y procedente de los más corrompidos elementos de la sociedad, y, muchas veces, de prisioneros de guerra enrolados por coacción; la única forma de combate en la que esos soldados podían utilizar el nuevo fusil era la táctica lineal que alcanzó su supremo perfeccionamiento con Federico II. La infantería entera de un ejército formaba un largo cuadrilátero vacío de tres filas por lado y no se movía en orden de batalla, sino como un todo; a lo sumo se permitía a una de las alas que se adelantara o retrasara algo. Era imposible mover ordenadamente a esa masa de tan pocos recursos sino por un terreno completamente llano, e incluso en terrenos tales el ritmo era muy lento −setenta y cinco pasos por minuto−; era imposible toda modificación del orden de batalla durante el combate, y, una vez entrada en fuego la infantería, la victoria o la derrota se decidían en poco tiempo y de un golpe.
Frente a esas líneas rígidas y sin recursos aparecieron en la guerra de la Independencia americana grupos de rebeldes que estaban, ciertamente, poco entrenados, pero sabían usar muy bien sus carabinas, combatían por sus propios intereses —lo que quiere decir que no desertaban, como las tropas mercenarias—, y que no hicieron a los ingleses el favor de enfrentarse con ellos en línea y en campo abierto, sino en bosques que los cubrieran, y por sueltas guerrillas, de rápidos movimientos. La infantería de línea resultó impotente y sucumbió a los enemigos invisibles e inalcanzables. Así se inventó de nuevo el tirador, un nuevo modo de combatir, a consecuencia de la aparición de una modificación del material soldado.
La revolución francesa consumó también en el terreno militar lo que había empezado la americana. A los ejercitados ejércitos mercenarios de la coalición, la Revolución Francesa no pudo oponer más que masas poco entrenadas, pero numerosas, la fuerza de toda la nación. Con esas masas había que proteger París, es decir, cubrir un determinado territorio, y esto no podía conseguirse sin una victoria en una abierta batalla de masas. No bastaba aquí el mero combate defensivo aislado; había que inventar también una forma de utilización en masa de aquellos efectivos: esa forma fue la columna. El orden en columna permitía incluso a tropas poco entrenadas moverse de un modo bastante ordenado, incluso con una velocidad de marcha superior a la tradicional −cien y más pasos por minuto−; permitía perforar las rígidas formas de la vieja formación en línea, combatir en todos los terrenos, hasta en el desfavorable a la formación en línea, agrupar a las tropas de cualquier modo conveniente y, en colaboración con las formaciones sueltas dispersas por el terreno, resistir a las líneas enemigas, fijarlas, cansarlas hasta que llegara el momento de poder romperlas por el punto decisivo con masas tenidas hasta ese instante en reserva. Este modo de combatir, basado en la combinación de tiradores y columnas, y en la división del ejército en divisiones o cuerpos independientes compuestos por todas las armas, fue plenamente perfeccionado en todos sus aspectos por Napoleón, tanto táctica cuanto estratégicamente; según lo dicho, lo que ante todo hizo necesario ese modo de combatir fue la transformación del material soldado de la Revolución Francesa. Pero tenía además dos importantes presupuestos técnicos: primero el cureñado, más ligero, de la artillería de campaña inventado por Gribeauval, innovación que posibilitó el rápido movimiento de esas piezas; y, segundo, la depresión de la culata del fusil, tomada de la escopeta de caza e introducida en Francia en 1777; hasta entonces, la culata era prolongación rectilínea del cañón; la innovación permitió apuntar a un solo hombre sin fallar necesariamente el blanco. Sin este progreso habría sido imposible el papel del tirador suelto.
El revolucionario sistema representado por el pueblo entero en armas quedó pronto limitado a un reclutamiento obligatorio −con la posibilidad, para los mozos acomodados, de hacerse sustituir mediante un pago−, y en esta forma fue asimilado por la mayoría de los grandes estados del continente. Sólo Prusia, con su sistema de ejército territorial, intentó recoger en masa la capacidad combativa del pueblo. Prusia fue además el primer estado que dotó a toda su infantería −tras el breve papel desempeñado entre 1830 y 1860 por el fusil rayado cargado por delante− con el arma más reciente: el fusil rayado y cargado por detrás. A esas dos innovaciones debe sus éxitos en 1866.
En la guerra franco alemana se enfrentaron por de pronto dos ejércitos armados con fusiles rayados de retrocarga, y ambos con formaciones tácticas esencialmente idénticas a la de los tiempos del viejo fusil de chispa y sin rayar. La única diferencia era que los prusianos, con la introducción de la columna de compañía, habían intentado encontrar una forma de combate adecuada al nuevo armamento. Pero cuando el 18 de agosto, cerca de Saint Privat, la guardia prusiana intentó tomarse rigurosamente en serio la columna de compañía, los cinco regimientos que más intervinieron en la operación perdieron, en dos horas a lo sumo, más de un tercio de sus efectivos −176 oficiales y 5.114 hombres de tropa−; a partir de aquel momento quedó condenada la nueva columna, exactamente igual que la de batallón o que la línea; se abandonó todo intento de exponer al fuego de fusilería enemigo una tropa cerrada, y por parte alemana la lucha se continuó exclusivamente con aquellos densos pelotones de fusileros en que ya por sí misma se había venido disolviendo la columna cuando se encontraba bajo el fuego graneado del enemigo, orden que hasta el momento el mando había considerado contrario a todo dispositivo militar; al mismo tiempo el paso ligero se convirtió en el único tipo de movimiento bajo el fuego de fusilería enemigo. También esta vez había sido el soldado más listo que el oficial; el soldado había descubierto instintivamente la única forma de combatir capaz de soportar el fuego del fusil de retrocarga, y ahora la imponía con éxito a pesar de la resistencia del mando.
La guerra franco-alemana ha significado un punto de inflexión de importancia diversa de la de todos los anteriores. En primer lugar, las armas se han perfeccionado tanto, que no es ya posible un nuevo progreso que tenga una influencia verdaderamente subversiva. Cuando se tienen cañones con los que se puede acertar a un batallón en cuanto lo distingue la vista, y fusiles que hacen lo mismo con los individuos como objetivos, y cuya carga cuesta menos tiempo que el apuntar, todos los demás progresos son más o menos indiferentes para el combate en el campo de batalla. La era de la evolución está, pues, por este lado, concluida en lo esencial. Mas, por otra parte, esta guerra ha obligado a todos los grandes estados continentales a introducir en sus países la versión radical del sistema prusiano del ejército territorial y, con él, una carga militar que les hará necesariamente hundirse en pocos años. El ejército se ha convertido en finalidad principal del Estado, ha llegado a ser fin en sí mismo; los pueblos no existen ya más que para suministrar y alimentar soldados. El militarismo domina y se traga a Europa. Pero este militarismo lleva en sí el germen de su desaparición.
La concurrencia de los diversos estados entre sí les obliga a utilizar cada año más dinero para el ejército, la escuadra, la artillería, etc., es decir, a acelerar cada vez más la catástrofe financiera; y, por otra parte, a realizar cada vez más en serio el servicio militar obligatorio, y con ello, en definitiva, a familiarizar al pueblo entero con el uso de las armas, a capacitarlo para imponer en un determinado momento su voluntad contra el poder militar que le manda. Y ese momento se presenta en cuanto que la masa del pueblo −trabajadores y campesinos del campo y la ciudad− tengan una voluntad. En ese momento el ejército principesco se trasmuta en ejército popular; la máquina se niega a seguir sirviendo y el militarismo sucumbe por la dialéctica de su propio desarrollo. El socialismo conseguirá infaliblemente lo que no consiguió la democracia burguesa de 1848 −precisamente porque fue burguesa y no proletaria−, a saber: dar a las masas trabajadoras una voluntad de contenido correspondiente a su situación de clase. Y esto significa la ruptura del militarismo y, con él, la de todos los ejércitos permanentes, desde dentro.
Esta es una de las moralejas de nuestra historia de la infantería moderna. La segunda, la cual nos vuelve al señor Dühring, es que toda la organización y el modo de combatir de los ejércitos y, por tanto, la victoria y la derrota, resultan depender de condiciones materiales, es decir, económicas: del material humano y de armamento, o sea de la cualidad y la cantidad de la población y de la técnica. Sólo un pueblo de cazadores como el americano podía volver a descubrir la táctica del tirador en guerrilla; y eran cazadores por razones puramente económicas, del mismo modo que ahora, también por razones puramente económicas, esos mismos yanquis de los viejos estados se han convertido en agricultores, industriales, navegantes y comerciantes, que ya no se dedican a la guerrilla en los bosques, pero han llegado en cambio muy lejos en el campo de la especulación, en el que saben muy bien utilizar grandes masas. Sólo una revolución como la francesa, que emancipó al ciudadano y señaladamente al campesino, podía inventar a la vez los ejércitos de masas y la libre forma de movimiento contra los cuales se estrellaron las viejas formaciones en línea rígida, reflejo militar del absolutismo contra el que combatían. Hemos ido viendo cómo los progresos de la técnica, en cuanto fueron utilizables militarmente y se utilizaron, provocaron en seguida, casi por la fuerza y a menudo incluso contra la voluntad del mando militar, modificaciones y hasta transformaciones completas del modo de combatir. Por lo que hace a la dependencia de la dirección militar respecto de la productividad y de los medios de comunicación del retropaís, esto es cosa que hoy día puede ya explicar al señor Dühring incluso un suboficial que quiera hacer carrera. En resolución: en todas partes y siempre son condiciones económicas y medios de poder económico los que posibilitan la victoria de la «violencia», esa victoria sin la cual la violencia deja de ser tal; y el que quisiera reformar la organización militar según los principios del señor Dühring y de acuerdo con el punto de vista contrario, no cosecharía más que palizas.
Si pasamos ahora de la tierra al agua, se nos ofrece, con sólo contemplar los últimos veinte años, una transformación de radicalidad aún mayor. La nave de combate de la guerra de Crimea era el barco de madera de dos o tres puentes, dotado con 60 a 100 cañones y movido aún principalmente a vela, pues su débil máquina de vapor no era más que un elemento auxiliar. Llevaba principalmente piezas de 32 libras, con tubos de unos 25 quintales, y algunas pocas piezas de 68 libras con tubos de menos de 50 quintales. Hacia fines de la guerra aparecieron baterías flotantes y acorazadas de hierro, pesadas, casi inmovibles; pero que para la artillería naval de la época eran monstruos casi invulnerables. Pronto se adoptó ese blindaje de hierro también para las naves de combate; la coraza era al principio delgada: se consideraba que un espesor de cuatro pulgadas era ya una coraza pesadísima. Pero el progreso de la artillería superó pronto esos blindados; para cada espesor de los que se aplicaron sucesivamente se encontró una nueva artillería más pesada que lo atravesaba fácilmente. Y así hemos llegado hoy, por un lado, a espesores de blindado de diez, doce, catorce y veinticuatro pulgadas −Italia se propone construir un barco con una coraza de tres pies de espesor−, y, por otra, a piezas artilleras rayadas de 25, 35, 80 y hasta 100 toneladas de peso por tubo, las cuales lanzan a distancias antes inauditas proyectiles de 400, 1.700 y hasta 2.000 libras.
La actual nave de combate es un gigantesco vapor acorazado, movido por hélice, que desplaza de 8.000 a 9.000 toneladas y cuenta con una fuerza de 6.000 a 8.000 caballos de vapor, lleva torres giratorias, cuatro o, a lo sumo, seis piezas pesadas, y tiene una proa que termina, bajo la línea de flotación, en un espolón para hundir por choque los barcos enemigos; es todo él una colosal máquina unitaria, en la que el vapor no obra sólo el rápido movimiento en el mar, sino que también posibilita la dirección, las operaciones con el ancla, la rotación de las torres, la carga y orientación de las piezas, el trabajo de las bombas de agua, el arriado e izado de los botes −parte de los cuales cuenta también con vapor−, etc. Y la competencia entre el blindado y la artillería está tan lejos de concluirse que hoy día un barco se encuentra ya por debajo del rendimiento necesario y está anticuado antes de la botadura. La moderna nave de combate no es sólo un producto de la gran industria moderna, sino hasta una muestra de la misma; es una fábrica flotante aunque, ciertamente, una fábrica destinada sobre todo a dilapidar dinero. El país en que más se ha desarrollado la gran industria tiene casi el monopolio de la construcción de estos buques. Todos los acorazados turcos, casi todos los rusos, la mayoría de los alemanes, están construidos en Inglaterra; casi sólo en Sheffield se producen planchas para blindado que sean algo útiles; de las tres industrias metalúrgicas que son capaces de suministrar las piezas más pesadas de artillería, dos −Woolwich y Elswick− son inglesas, y la tercera −Krupp− alemana.
Aquí se aprecia del modo más tangible cómo el «poder político inmediato», según el señor Dühring «causa decisiva de la situación económica», está por el contrario completamente sometido a la situación económica, y cómo no sólo la producción, sino incluso el manejo del instrumento de ese poder en el mar, la nave de combate, se ha convertido en una rama de la gran industria moderna. Y a nadie puede molestar esa evolución más que al poder precisamente, al Estado, al que un barco cuesta ahora tanto como antes toda una pequeña escuadra; el Estado tiene que contemplar cómo esos caros buques quedan anticuados, sin valor, antes de llegar al agua; y seguramente encuentra tan desagradable como el señor Dühring el que el hombre de la «situación económica», el ingeniero, sea ahora a bordo mucho más importante que el hombre del «poder inmediato», el capitán». (Friedrich Engels; El Anti-Dühring, 1878)
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