«Marx dejó sentadas las tesis fundamentales sobre la cuestión de la significación de la experiencia de la Comuna. Engels volvió repetidas veces sobre este tema, aclarando el análisis y las conclusiones de Marx e iluminando a veces otros aspectos de la cuestión con tal fuerza y relieve, que es necesario detenerse especialmente en estas aclaraciones.
«La Cuestión de la vivienda»
En su obra «Contribución al problema de la vivienda» de 1872, Engels pone ya a contribución la experiencia de la Comuna, deteniéndose varias veces en las tareas de la revolución respecto al Estado. Es interesante ver cómo, sobre un tema concreto, se ponen de relieve, de una parte, los rasgos de coincidencia entre el Estado proletario y el Estado actual –rasgos que nos dan la base para hablar de Estado en ambos casos–, y, de otra parte, los rasgos de diferencia o la transición hacia la destrucción del Estado.
«¿Cómo, pues, resolver la cuestión de la vivienda? En la sociedad actual, exactamente lo mismo que otra cuestión social cualquiera: por la nivelación económica gradual de la oferta y la demanda, solución que reproduce constantemente la cuestión y que, por tanto, no es tal solución. La forma en que una revolución social resolvería esta cuestión no depende solamente de las circunstancias de tiempo y lugar, sino que, además, se relaciona con cuestiones de gran alcance, entre las cuales figura, como una de las más esenciales, la supresión del contraste entre la ciudad y el campo. Como nosotros no nos ocupamos en construir ningún sistema utópico para la organización de la sociedad del futuro, sería más que ocioso detenerse en esto. Lo cierto, sin embargo, es que ya hoy existen en las grandes ciudades edificios suficientes para remediar en seguida, si se les diese un empleo racional, toda verdadera «escasez de vivienda»: Esto sólo puede lograrse, naturalmente, expropiando a los actuales poseedores y alojando en sus casas a los obreros que carecen de vivienda o a los que viven hacinados en la suya. Y tan pronto como el proletariado conquiste el poder político, esta medida, impuesta por los intereses del bien público, será de tan fácil ejecución como lo son hoy las otras expropiaciones y las requisas de viviendas que lleva a cabo el Estado actual». (Friedrich Engels; «Contribución al problema de la vivienda», 1872)
Aquí Engels no analiza el cambio de forma del poder estatal, sino sólo el contenido de sus actividades. La expropiación y la requisa de viviendas son efectuadas también por orden del Estado actual. Desde el punto de vista formal, también el Estado proletario «ordenará» requisar viviendas y expropiar edificios. Pero es evidente que el antiguo aparato ejecutivo, la burocracia, vinculada con la burguesía, sería sencillamente inservible para llevar a la práctica las órdenes del Estado proletario.
«Hay que hacer constar que la «apropiación efectiva» de todos los instrumentos de trabajo, la ocupación de toda la industria por el pueblo trabajador, es precisamente lo contrario del «rescate» proudhoniano. En éste, es cada obrero el que pasa a ser propietario de su vivienda, de su campo, de su instrumento de trabajo; en la primera, en cambio, es el «pueblo trabajador» el que pasa a ser propietario colectivo de los edificios, de las fábricas y de los instrumentos de trabajo, y es poco probable que su disfrute se conceda, sin indemnización de los gastos, a los individuos o a las sociedades, por lo menos durante el período de transición. Exactamente lo mismo que la abolición de la propiedad territorial no implica la abolición de la renta del suelo, sino su transferencia a la sociedad, aunque sea con ciertas modificaciones. La apropiación efectiva de todos los instrumentos de trabajo por el pueblo trabajador no excluye, por tanto, en modo alguno, la conservación de los alquileres y arrendamientos». (Friedrich Engels; «Contribución al problema de la vivienda», 1872)
La cuestión esbozada en este pasaje, a saber: la cuestión de las bases económicas de la extinción del Estado, será examinada por nosotros en el capítulo siguiente. Engels se expresa con extremada cautela, diciendo que «es poco probable» que el Estado proletario conceda gratis las viviendas, «por lo menos durante el período de transición». El arrendamiento de viviendas de propiedad de todo el pueblo a distintas familias mediante un alquiler supone el cobro de estos alquileres, un cierto control y una determinada regulación para el reparto de las viviendas. Todo esto exige una cierta forma de Estado, pero no reclama en modo alguno un aparato militar y burocrático especial, con funcionarios que disfruten de una situación privilegiada. La transición a un estado de cosas en que sea posible asignar las viviendas gratuitamente se halla vinculada a la «extinción» completa del Estado.
Hablando de cómo los blanquistas, después de la Comuna y bajo la acción de su experiencia, se pasaron al campo de los principios marxistas, Engels formula de pasada esta posición en los términos siguientes:
«Necesidad de la acción política del proletariado y de su dictadura, como paso hacia la supresión de las clases y, con ellas, del Estado». (Friedrich Engels; «Contribución al problema de la vivienda», 1872)
Algunos aficionados a la crítica literal o ciertos «exterminadores» burgueses del marxismo encontrarán quizá una contradicción entre este reconocimiento de la «supresión del Estado» y la negación de semejante fórmula, por anarquista, en el pasaje del «Anti-Dühring» citado más arriba. No tendría nada de extraño que los oportunistas clasificasen también a Engels entre los «anarquistas», ya que hoy se va generalizando cada vez más entre los socialchovinistas la tendencia de acusar a los internacionalistas de anarquismo.
Que a la par con la supresión de las clases se producirá también la supresión del Estado, lo ha sostenido siempre el marxismo. El tan conocido pasaje del «Anti Dühring» acerca de la «extinción del Estado» no acusa a los anarquistas simplemente de abogar por la supresión del Estado, sino de predicar la posibilidad de suprimir el Estado «de la noche a la mañana».
Como la doctrina «socialdemócrata» hoy imperante ha tergiversado completamente la actitud del marxismo ante el anarquismo en lo tocante a la cuestión de la destrucción del Estado, será muy útil recordar aquí una polémica de Marx y Engels con los anarquistas.
Polémica con los anarquistas
Esta polémica tuvo lugar en el año 1873. Marx y Engels escribieron para un almanaque socialista italiano unos artículos contra los proudhonianos, «autonomistas» o «antiautoritarios», artículos que no fueron publicados en traducción alemana hasta 1913, en la revista «Neue Zeit» [5].
«Si la lucha política de la clase obrera –escribió Marx, ridiculizando a los anarquistas y su negación de la política– asume formas revolucionarias, si los obreros sustituyen la dictadura de la clase burguesa con su dictadura revolucionaria, cometen un terrible delito de leso principio, porque para satisfacer sus míseras necesidades materiales de cada día, para vencer la resistencia de la burguesía, dan al Estado una forma revolucionaria y transitoria en vez de deponer las armas y abolirlo». (Karl Marx; «Indiferentismo político», 1873)
¡He ahí contra qué «abolición» del Estado se manifestaba, exclusivamente, Marx, al refutar a los anarquistas! No era, ni mucho menos, contra el hecho de que el Estado desaparezca con la desaparición de las clases o sea suprimido al suprimirse éstas, sino contra el hecho de que los obreros renuncien al empleo de las armas, a la violencia organizada, es decir, al Estado, llamado a servir para «vencer la resistencia de la burguesía».
Marx subraya intencionadamente –para que no se tergiverse el verdadero sentido de su lucha contra el anarquismo– la «forma revolucionaria y transitoria» del Estado que el proletariado necesita. El proletariado sólo necesita el Estado temporalmente. Nosotros no discrepamos en modo alguno de los anarquistas en cuanto al problema de la abolición del Estado, como meta final. Lo que afirmamos es que, para alcanzar esta meta, es necesario el empleo temporal de las armas, de los medios, de los métodos del poder del Estado contra los explotadores, como para destruir las clases es necesaria la dictadura temporal de la clase oprimida. Marx elige contra los anarquistas el planteamiento más tajante y más claro del problema: después de derrocar el yugo de los capitalistas, ¿deberán los obreros «deponer las armas» o emplearlas contra los capitalistas para vencer su resistencia? Y el empleo sistemático de las armas por una clase contra otra clase, ¿qué es sino una «forma transitoria» de Estado?
Que cada socialdemócrata se pregunte si es así como él ha planteado la cuestión del Estado en su polémica con los anarquistas, si es así como ha planteado esta cuestión la inmensa mayoría de los partidos socialistas oficiales de la II Internacional.
Engels expone estos pensamientos de un modo todavía más detallado y más popular. Ridiculiza, ante todo, el embrollo de pensamientos de los proudhonianos, quienes se llamaban «antiautoritarios», es decir, negaban toda autoridad, toda subordinación, todo poder. Tomad una fábrica, un ferrocarril, un barco en alta mar, dice Engels: ¿acaso no es evidente que sin una cierta subordinación y, por consiguiente, sin una cierta autoridad o poder será imposible el funcionamiento de ninguna de estas complicadas empresas técnicas, basadas en el empleo de máquinas y en la cooperación de muchas personas con arreglo a un plan?
«Cuando he puesto parecidos argumentos a los más furiosos antiautoritarios, no han sabido responderme más que esto: «¡Ah! eso es verdad, pero aquí no se trata de que nosotros demos al delegado una autoridad, sino ¡de un encargo!» Estos señores creen cambiar la cosa con cambiarle el nombre. He aquí cómo se burlan del mundo estos profundos pensadores». (Friedrich Engels; «De la autoridad», 1973)
Habiendo puesto así de manifiesto que la autoridad y la autonomía son conceptos relativos, que su radio de aplicación cambia con las distintas fases del desarrollo social, que es absurdo aceptar estos conceptos como algo absoluto, y después de añadir que el campo de la aplicación de las máquinas y de la gran industria se ensancha cada vez más, Engels pasa de las consideraciones generales sobre la autoridad al problema del Estado.
«Si los autonomistas se limitaran a decir que la organización social futura tolerará la autoridad únicamente en los límites fijados inevitablemente por las condiciones de la producción, sería posible entenderse con ellos. Pero se muestran ciegos con referencia a todos los hechos que hacen necesaria la autoridad y luchan apasionadamente contra esta palabra. ¿Por qué los antiautoritarios no se limitan a gritar contra la autoridad política, contra el Estado? Todos los socialistas están de acuerdo en que el Estado y, junto con él, la autoridad política desaparecerán como consecuencia de la futura revolución social, es decir, que las funciones públicas perderán su carácter político y se convertirán en funciones puramente administrativas, destinadas a velar por los intereses sociales. Pero los antiautoritarios exigen que el Estado político sea abolido de un golpe, antes de que sean abolidas las relaciones sociales que han dado origen al mismo: exigen que el primer acto de la revolución social sea la abolición de la autoridad. ¿Es que dichos señores han visto alguna vez una revolución? Indudablemente, no hay nada más autoritario que una revolución. La revolución es un acto durante el cual una parte de la población impone su voluntad a la otra mediante los fusiles, las bayonetas, los cañones, esto es, mediante elementos extraordinariamente autoritarios. El partido triunfante se ve obligado a mantener su dominación por medio del temor que dichas armas infunden a los reaccionarios. Si la Comuna de París no se hubiera apoyado en la autoridad del pueblo armado contra la burguesía, ¿habría subsistido más de un día? ¿No tenemos más bien, por el contrario, el derecho de censurar a la Comuna por no haberse servido suficientemente de dicha autoridad? Así, pues, una de dos: o los antiautoritarios no saben lo que dicen, y en este caso no hacen más que sembrar la confusión, o lo saben y, en este caso, traicionan la causa del proletariado. Tanto en uno como en otro caso sirven únicamente a la reacción». (Friedrich Engels; De la autoridad, 1973)
En este pasaje se abordan cuestiones que conviene examinar en conexión con el tema de la correlación entre la política y la economía en el período de extinción del Estado –tema tratado en el capítulo siguiente–. Son cuestiones tales como la de la transformación de las funciones públicas, de funciones políticas en funciones simplemente administrativas, y la del «Estado político». Esta última expresión, especialmente expuesta a provocar equívocos, apunta al proceso de la extinción del Estado: al llegar a una cierta fase de su extinción, puede calificarse al Estado moribundo de Estado no político. También en este pasaje de Engels la parte más notable es el planteamiento de la cuestión contra los anarquistas. Los socialdemócratas que pretenden ser discípulos de Engels han discutido millones de veces con los anarquistas desde 1873, pero han discutido precisamente no como pueden y deben discutir los marxistas. El concepto anarquista de la abolición del Estado es confuso y no revolucionario: así es como plantea la cuestión Engels. En efecto, los anarquistas no quieren ver la revolución en su nacimiento y en su desarrollo, en sus tareas específicas con relación a la violencia, a la autoridad, al poder y al Estado.
La crítica corriente del anarquismo en los socialdemócratas de nuestros días ha degenerado en la más pura vulgaridad pequeñoburguesa: «¡nosotros reconocemos al Estado; los anarquistas, no!» Se comprende que semejante vulgaridad tenga por fuerza que repugnar a obreros un poco reflexivos y revolucionarios. Engels se expresa de otro modo: subraya que todos los socialistas reconocen la desaparición del Estado como consecuencia de la revolución socialista. Luego, plantea concretamente el problema de la revolución, precisamente el problema que los socialdemócratas suelen soslayar en su oportunismo, cediendo, por decirlo así, la exclusiva de su «estudio» a los anarquistas, y, al plantear este problema, Engels agarra al toro por los cuernos: ¿no hubiera debido la Comuna emplear más abundantemente el poder revolucionario del Estado, es decir, del proletariado armado, organizado como clase dominante?
Por lo general, la socialdemocracia oficial imperante elude la cuestión de las tareas concretas del proletariado en la revolución, bien con simples burlas de filisteo, bien, en el mejor de los casos, con la frase sofística evasiva de «¡ya veremos!» Y los anarquistas tenían derecho a decir de esta socialdemocracia que traicionaba su misión de educar revolucionariamente a los obreros. Engels se vale de la experiencia de la última revolución proletaria, precisamente, para estudiar del modo más concreto qué es lo que debe hacer el proletariado y cómo, tanto con relación a los Bancos como en lo que respecta al Estado.
Una carta a Bebel
Uno de los pasajes más notables, si no el más notable de las obras de Marx y Engels respecto a la cuestión del Estado, es el siguiente, de una carta de Engels a Bebel de 18-28 de marzo de 1875. Carta que –dicho entre paréntesis– fue publicada por vez primera, que nosotros sepamos, por Bebel en el segundo tomo de sus memorias llamado «De mi vida», que vieron la luz en 1911, es decir, 36 años después de escrita y enviada aquella carta.
Engels escribió a Bebel criticando aquel mismo proyecto de programa de Gotha, que Marx criticó en su célebre carta a Bracke. Y, por lo que se refiere especialmente a la cuestión del Estado, le decía lo siguiente:
«El Estado popular libre se ha convertido en el Estado libre. Gramaticalmente hablando, un Estado libre es un Estado que es libre respecto a sus ciudadanos, es decir, un Estado con un gobierno despótico. Habría que abandonar toda esa charlatanería acerca del Estado, sobre todo después de la Comuna, que no era ya un Estado en el verdadero sentido de la palabra. Los anarquistas nos han echado en cara más de la cuenta eso del «Estado popular», a pesar de que ya la obra de Marx contra Proudhon y luego el «Manifiesto Comunista» dicen expresamente que, con la implantación del régimen social socialista, el Estado se disolverá por sí mismo y desaparecerá. Siendo el Estado una institución meramente transitoria, que se utiliza en la lucha, en la revolución, para someter por la violencia a sus adversarios, es un absurdo hablar de un Estado libre del pueblo: mientras el proletariado necesite todavía del Estado, no lo necesitará en interés de la libertad, sino para someter a sus adversarios, y tan pronto como pueda hablarse de libertad, el Estado como tal dejará de existir. Por eso nosotros propondríamos decir siempre, en vez de la palabra Estado, la palabra «Comunidad», una buena y antigua palabra alemana que equivale a la palabra francesa «Commune». (Friedrich Engels; «Carta a Aguste Bebel», 1875)
Hay que tener en cuenta que esta carta se refiere al programa del partido, criticado por Marx en una carta escrita solamente varias semanas después de aquélla –carta de Marx de 5 de mayo de 1875–, y que Engels vivía por aquel entonces en Londres, con Marx. Por eso, al decir en las últimas líneas de la carta «nosotros», Engels, indudablemente, en su nombre y en el de Marx propone al jefe del Partido Obrero Alemán borrar del programa la palabra «Estado» y sustituirla por la palabra «Comunidad».
¡Qué bramidos sobre «anarquismo» lanzarían los cabecillas del «marxismo» de hoy, un «marxismo» falsificado para uso de oportunistas, si se les propusiese semejante corrección en su programa!
Que bramen cuanto quieran. La burguesía les elogiará por ello.
Pero nosotros continuaremos nuestra obra. Cuando revisemos el programa de nuestro partido, deberemos tomar en consideración, sin falta, el consejo de Engels y Marx, para acercarnos más a la verdad, para restaurar el marxismo, purificándolo de tergiversaciones, para orientar más certeramente la lucha de la clase obrera por su liberación. Entre los bolcheviques no habrá, probablemente, quien se oponga al consejo de Engels y Marx. La dificultad estará solamente, si acaso, en el término. En alemán, hay dos palabras para expresar la idea de «comunidad», de las cuales Engels eligió la que no indica una comunidad por separado, sino el conjunto de ellas, el sistema de comunas. En ruso, no existe una palabra semejante, y tal vez tendremos que emplear la palabra francesa «commune», aunque esto tenga también sus inconvenientes.
«La Comuna no era ya un Estado en el verdadero sentido de la palabra»: he aquí la afirmación más importante de Engels, desde el punto de vista teórico. Después de lo que dejamos expuesto más arriba, esta afirmación es absolutamente lógica. La Comuna había dejado de ser un Estado, toda vez que su papel no era reprimir a la mayoría de la población, sino a la minoría –a los explotadores); había roto la máquina del Estado burgués; en vez de una fuerza especial para la represión, entró en escena la población misma. Todo esto era renunciar al Estado en su sentido estricto. Y si la Comuna se hubiera consolidado, habrían ido «extinguiéndose» en ella por sí mismas las huellas del Estado, no habría sido necesario «suprimir» sus instituciones: éstas habrían dejado de funcionar a medida que no tuviesen nada que hacer.
«Los anarquistas nos han echado en cara más de la cuenta eso del «Estado popular». Al decir esto, Engels se refiere, principalmente, a Bakunin y a sus ataques contra los socialdemócratas alemanes. Engels reconoce que estos ataques son justos en tanto en cuanto el «Estado popular» es un absurdo y un concepto tan divergente del socialismo como lo es el «Estado popular libre». Engels se esfuerza en corregir la lucha de los socialdemócratas alemanes contra los anarquistas, en hacer de esta lucha una lucha ajustada a los principios, en depurar esta lucha de los prejuicios oportunistas relativos al «Estado». ¡Trabajo perdido! La carta de Engels se pasó 36 años en el fondo de un cajón. Y más abajo veremos que, aun después de publicada esta carta, Kautsky sigue repitiendo tenazmente, en el fondo, los mismos errores contra los que precavía Engels.
Bebel contestó a Engels el 21 de septiembre de 1875, en una carta en la que escribía, entre otras cosas, que estaba «completamente de acuerdo» con sus juicios acerca del proyecto de programa y que había reprochado a Liebknecht su transigencia –pág. 334 de la edición alemana de las memorias de Bebel, tomo II–. Pero si abrimos el folleto de Bebel titulado «Nuestros objetivos», nos encontramos en él con consideraciones absolutamente falsas acerca del Estado:
«El Estado debe convertirse de un Estado basado en la dominación de clase en un Estado popular». (Aguste Bebel; «Nuestros objetivos», 1886)
¡Así aparece impreso en la novena –¡novena! – edición del folleto de Bebel! No es de extrañar que esta repetición tan obstinada de los juicios oportunistas sobre el Estado haya sido asimilada por la socialdemocracia alemana, sobre todo cuando las explicaciones revolucionarias de Engels se mantenían ocultas y las circunstancias todas de la vida diaria la habían «desacostumbrado» para mucho tiempo de la acción revolucionaria.
Crítica del proyecto del programa de Erfurt
La crítica del proyecto del programa de Erfurt [6], enviada por Engels a Kautsky el 29 de junio de 1891 y publicada sólo después de pasados diez años en la revista «Neue Zeit», no puede pasarse por alto en un análisis de la doctrina del marxismo sobre el Estado, pues este documento se consagra de modo principal a criticar precisamente las concepciones oportunistas de la socialdemocracia en la cuestión de la organización del Estado.
Señalaremos de paso que Engels hace también, en punto a los problemas económicos, una indicación importantísima, que demuestra cuán atentamente y con qué profundidad seguía los cambios que se iban produciendo en el capitalismo moderno y cómo ello le permitía prever hasta cierto punto las tareas de nuestra época, de la época imperialista. He aquí la indicación a que nos referimos: a propósito de las palabras «falta de planificación» –Planlosigkeit–, empleadas en el proyecto de programa para caracterizar al capitalismo, Engels escribe:
«Si pasamos de las sociedades anónimas a los trusts, que dominan y monopolizan ramas industriales enteras, vemos que aquí terminan no sólo la producción privada, sino también la falta de planificación». (Friedrich Engels; «Contribución a la crítica del proyecto de programa socialdemócrata de 1891», 1891)
En estas palabras se destaca lo más fundamental en la valoración teórica del capitalismo moderno, es decir, del imperialismo, a saber: que el capitalismo se convierte en un capitalismo monopolista. Conviene subrayar esto, pues el error más generalizado está en la afirmación reformista-burguesa de que el capitalismo monopolista o monopolista de Estado no es ya capitalismo, puede llamarse ya «socialismo de Estado», y otras cosas por el estilo. Naturalmente, los trusts no entrañan, no han entrañado hasta hoy ni pueden entrañar una completa sujeción a planes. Pero en tanto trazan planes, en tanto los magnates del capital calculan de antemano el volumen de la producción en un plano nacional o incluso en un plano internacional, en tanto regulan la producción con arreglo a planes, seguimos moviéndonos, a pesar de todo, dentro del capitalismo, aunque en una nueva fase suya, pero que no deja, indudablemente, de ser capitalismo. La «proximidad» de tal capitalismo al socialismo debe ser, para los verdaderos representantes del proletariado, un argumento a favor de la cercanía, de la facilidad, de la viabilidad y de la urgencia de la revolución socialista, pero no, en modo alguno, un argumento para mantener una actitud de tolerancia ante los que niegan esta revolución y ante los que encubren las lacras del capitalismo, como hacen todos los reformistas.
Pero volvamos a la cuestión del Estado. De tres clases son las indicaciones especialmente valiosas que hace aquí Engels: en primer lugar, las que se refieren a la cuestión de la República; en segundo lugar, las que afectan a las relaciones entre la cuestión nacional y la estructura del Estado; en tercer lugar, las que se refieren al régimen de autonomía local.
Por lo que se refiere a la República, Engels hacía de esto el centro de gravedad de su crítica del proyecto del programa de Erfurt. Y, si tenemos en cuenta la significación adquirida por el programa de Erfurt en toda la socialdemocracia internacional y cómo este programa se convirtió en modelo para toda la II Internacional, podremos decir sin exageración que Engels critica aquí el oportunismo de toda la II Internacional.
«Las reivindicaciones políticas del proyecto adolecen de un gran defecto. No se contiene en él lo que en realidad se debía haber dicho». (Friedrich Engels; «Contribución a la crítica del proyecto de programa socialdemócrata de 1891», 1891)
Y más adelante se aclara que la Constitución alemana está, en rigor, calcada sobre la Constitución más reaccionaria de 185o; que el Reichstag no es, según la expresión de Guillermo Liebknecht, más que la «hoja de parra del absolutismo», y que el pretender llevar a cabo la «transformación de todos los instrumentos de trabajo en propiedad común» a base de una Constitución en la que son legalizados los pequeños Estados y la federación de los pequeños Estados alemanes, es un «absurdo evidente».
«Tocar esto es peligroso, –añade Engels, que sabe perfectamente que en Alemania no se puede incluir legalmente en el programa la reivindicación de la República. No obstante, Engels no se contenta sencillamente con esta evidente consideración, que satisface a «todos». Engels prosigue– y, sin embargo, no hay más remedio que abordar la cosa de un modo o de otro. Hasta qué punto es esto necesario, lo demuestra el oportunismo, que está difundiéndose –einreissende– precisamente ahora en una gran parte de la prensa socialdemócrata. Por miedo a que se renueve la ley contra los socialistas, o por el recuerdo de diversas manifestaciones hechas prematuramente bajo el imperio de aquella ley, se quiere que el partido reconozca ahora que el orden legal vigente en Alemania es suficiente para realizar todas las reivindicaciones de aquél por la vía pacífica». (Friedrich Engels; «Contribución a la crítica del proyecto de programa socialdemócrata de 1891», 1891)
Engels destaca en primer plano el hecho fundamental de que los socialdemócratas alemanes obraban por miedo a que se renovase la ley de excepción, y califica esto, sin rodeos, de oportunismo, declarando como completamente absurdos los sueños acerca de una vía «pacífica», precisamente por no existir en Alemania ni República ni libertades. Engels es lo bastante cauto para no atarse las manos. Reconoce que en países con República o con una gran libertad «cabe imaginarse» –¡solamente imaginarse»!– un desarrollo pacífico hacia el socialismo, pero en Alemania, repite:
«En Alemania, donde el gobierno es casi omnipotente y el Reichstag y todas las demás instituciones representativas carecen de poder efectivo, el proclamar en Alemania algo semejante, y además sin necesidad alguna, significa quitarle al absolutismo la hoja de parra y colocarse uno mismo a cubrir la desnudez ajena». (Friedrich Engels; «Contribución a la crítica del proyecto de programa socialdemócrata de 1891», 1891)
Y, en efecto, la inmensa mayoría de los jefes oficiales del Partido Socialdemócrata Alemán, partido que «archivó» estas indicaciones, resultaron ser encubridores del absolutismo.
«Semejante política sólo sirve para poner en el camino falso al propio partido. Se hace pasar a primer plano las cuestiones políticas generales, abstractas, y de este modo se oculta las cuestiones concretas más inmediatas, aquellas que se ponen por sí mismas al orden del día al surgir los primeros grandes acontecimientos, en la primera crisis política. Y lo único que con esto se consigue es que, al llegar el momento decisivo, el partido se sienta de pronto desconcertado, que reinen en el la confusión y el desacuerdo acerca de las cuestiones decisivas, por no haber discutido nunca estas cuestiones. (…) Este olvido en que se deja las grandes, las fundamentales consideraciones en aras de los intereses momentáneos del día, esto de perseguir éxitos pasajeros y de luchar por ellos sin fijarse en las consecuencias ulteriores, esto de sacrificar el porvenir del movimiento por su presente, podrá hacerse por motivos «honrados», pero es y seguirá siendo oportunismo, y el oportunismo «honrado» es quizá el más peligroso de todos. (…) Si hay algo indudable es que nuestro partido y la clase obrera sólo pueden llegar al poder bajo la forma política de la República democrática. Esta es, incluso, la forma específica para la dictadura del proletariado, como lo ha puesto ya de relieve la gran Revolución francesa». (Friedrich Engels; «Contribución a la crítica del proyecto de programa socialdemócrata de 1891», 1891)
Engels repite aquí, en una forma especialmente plástica, aquella idea fundamental que va como hilo de engarce a través de todas las obras de Marx, a saber: que la República democrática es el acceso más próximo a la dictadura del proletariado. Pues esta República, que no suprime ni mucho menos la dominación del capital ni, consiguientemente, la opresión de las masas ni la lucha de clases, lleva inevitablemente a un ensanchamiento, a un despliegue, a una patentización y a una agudización tales de esta lucha, que, tan pronto como surge la posibilidad de satisfacer los intereses vitales de las masas oprimidas, esta posibilidad se realiza, inevitable y exclusivamente, en la dictadura del proletariado, en la dirección de estas masas por el proletariado. Para toda la II Internacional, éstas son también «palabras olvidadas» del marxismo, y este olvido se reveló de un modo extraordinariamente nítido en la historia del partido menchevique durante el primer medio año de la revolución rusa de 1917.
Respecto a la cuestión de la República federativa, en conexión con la composición nacional de la población escribía Engels:
«¿Qué es lo que debe ocupar el puesto de la actual Alemania? –con su Constitución monárquico-reaccionaria y su sistema igualmente reaccionario de subdivisión en pequeños Estados, que eterniza la particularidad del «prusianismo», en vez de disolverla en una Alemania formando un todo– A mi juicio, el proletariado sólo puede emplear la forma de la República única e indivisible. La República federativa es todavía hoy, en conjunto, una necesidad en el territorio gigantesco de los Estados Unidos, si bien en las regiones del Este se ha convertido ya en un obstáculo. Representaría un progreso en Inglaterra, donde cuatro naciones pueblan las dos islas y donde, a pesar de no haber más que un parlamento, coexisten tres sistemas de legislación. En la pequeña Suiza, se ha convertido ya desde hace largo tiempo en un obstáculo, y si allí se puede todavía tolerar la República federativa, es debido únicamente a que Suiza se contenta con ser un miembro puramente pasivo en el sistema de los Estados europeos. Para Alemania, un régimen federalista al modo del de Suiza significaría un enorme retroceso. Hay dos puntos que distinguen a un Estado federal de un Estado unitario, a saber: que cada Estado que forma parte de la unión tiene su propia legislación civil y criminal y su propia organización judicial, y que además de cada parlamento particular existe una Cámara federal en la que vota como tal cada cantón, sea grande o pequeño». En Alemania, el Estado federal es el tránsito hacia un Estado completamente unitario, y la «revolución desde arriba» de 1866 y 1870 no debe ser revocada, sino completada mediante un «movimiento desde abajo». (Friedrich Engels; «Contribución a la crítica del proyecto de programa socialdemócrata de 1891», 1891)
Engels no sólo no revela indiferencia en cuanto a la cuestión de las formas de Estado, sino que, por el contrario, se esfuerza en analizar con escrupulosidad extraordinaria precisa mente las formas de transición, para determinar, con arreglo a las particularidades históricas concretas de cada caso, de qué y hacia qué es transición la forma transitoria de que se trata.
Engels, como Marx, defiende, desde el punto de vista del proletariado y de la revolución proletaria, el centralismo democrático, la República única e indivisible. Considera la República federativa, bien como excepción y como obstáculo para el desarrollo, bien como transición de la monarquía a la República centralista, como un «progreso», en determinadas circunstancias especiales. Y entre estas circunstancias especiales se destaca la cuestión nacional.
En Engels como en Marx, a pesar de su crítica implacable del carácter reaccionario de los pequeños Estados y del encubrimiento de este carácter reaccionario por la cuestión nacional en determinados casos concretos, no se encuentra en ninguna de sus obras ni rastro de tendencia a eludir la cuestión nacional, tendencia de que suelen pecar frecuentemente los marxistas holandeses y polacos al partir de la lucha legítima contra el nacionalismo filisteamente estrecho de «sus» pequeños Estados.
Hasta en Inglaterra, donde las condiciones geográficas, la comunidad de idioma y la historia de muchos siglos parece que debían haber «liquidado» la cuestión nacional en las distintas pequeñas divisiones territoriales del país; incluso aquí tiene en cuenta Engels el hecho claro de que la cuestión nacional no ha sido superada aún, razón por la cual reconoce que la República federativa representa «un progreso». Se sobreentiende que en esto no hay ni rastro de renuncia a la crítica de los defectos de la República federativa ni a la propaganda y a la lucha más decidida en pro de la República unitaria, centralista-democrática.
Pero Engels no concibe en modo alguno el centralismo democrático en el sentido burocrático con que emplean este concepto los ideólogos burgueses y pequeñoburgueses, incluyendo entre éstos a los anarquistas. Para Engels, el centralismo no excluye, ni mucho menos, esa amplia autonomía local que, en la defensa voluntaria de la unidad del Estado por las «comunas» y las regiones, elimina en absoluto todo burocratismo y toda manía de «ordenar» desde arriba.
«Así, pues, República unitaria –escribe Engels, desarrollando las ideas programáticas del marxismo sobre el Estado–, pero no en el sentido de la República francesa actual, que no es más que el imperio sin emperador fundado en 1798. De 1792 a 1798, todo departamento francés, toda comuna –Gemeinde– poseía completa autonomía, según el modelo norteamericano, y eso es lo que debemos tener también nosotros. Norteamérica y la primera República francesa nos demostraron, y hoy Canadá, Australia y otras colonias inglesas nos lo demuestran aún, cómo hay que organizar la autonomía y cómo se puede prescindir de la burocracia. Y esta autonomía provincial y municipal es mucho más libre que, por ejemplo, el federalismo suizo, donde el cantón goza, ciertamente, de gran independencia respecto a la federación –es decir, respecto al Estado federativo en conjunto–, pero también respecto al distrito y al municipio. Los gobiernos cantonales nombran jefes de policía de distrito y prefectos, cosa absolutamente desconocida en los países de habla inglesa y a lo que en el futuro también nosotros debemos oponernos decididamente, así como a los consejeros provinciales y gubernamentales prusianos –los comisarios, los jefes de policía, los gobernadores, y en general, todos los funcionarios nombrados desde arriba–». (Friedrich Engels; «Contribución a la crítica del proyecto de programa socialdemócrata de 1891», 1891)
De acuerdo con esto, Engels propone que el punto del programa sobre la autonomía se formule del modo siguiente:
«Completa autonomía para la provincia, distrito y municipio con funcionarios elegidos por sufragio universal. Supresión de todas las autoridades locales y provinciales nombradas por el Estado». (Friedrich Engels; «Contribución a la crítica del proyecto de programa socialdemócrata de 1891», 1891)
En «Pravda», suspendida por el gobierno de Kérenski y otros ministros «socialistas» –núm. 68, del 28 de mayo de 1917– [7], hube de señalar ya cómo, en este punto –bien entendido que no es, ni mucho menos, solamente en éste–, nuestros representantes pseudosocialistas de una pseudodemocracia pseudorevolucionaria se han desviado escandalosamente del democratismo. Se comprende que hombres que se han vinculado por una «coalición» a la burguesía imperialista hayan permanecido sordos a estas indicaciones.
Es sobremanera importante señalar que Engels, con hechos a la vista, basándose en los ejemplos más precisos, refuta el prejuicio extraordinariamente extendido, sobre todo en la democracia pequeñoburguesa, de que la República federativa implica incuestionablemente mayor libertad que la República centralista. Esto es falso. Los hechos citados por Engels con referencia a la República centralista francesa de 1792 a 1798 y a la República federativa suiza desmienten este prejuicio. La República centralista realmente democrática dio mayor libertad que la República federativa. O dicho en otros términos: la mayor libertad local, provincial, etc., que se conoce en la historia la ha dado la República centralista y no la República federativa. Nuestra propaganda y agitación de partido no ha consagrado ni consagra suficiente atención a este hecho, ni en general a toda la cuestión de la República federativa y centralista y a la de la autonomía local.
Prólogo de 1891 a «La guerra civil» de Marx
En el prólogo a la tercera edición de «La guerra civil en Francia» –este prólogo lleva la fecha de 18 de marzo de 1891 y fue publicado por vez primera en la revista «Neue Zeit»–, Engels, a la par que hace de paso algunas interesantes observaciones acerca de cuestiones relacionadas con la actitud hacia el Estado, traza, con notable relieve, un resumen de las enseñanzas de la Comuna [8]. Este resumen, enriquecido por toda la experiencia del período de veinte años que separaba a su autor de la Comuna y dirigido especialmente contra la «fe supersticiosa en el Estado», tan difundida en Alemania, puede ser llamado con justicia la última palabra del marxismo respecto a la cuestión que estamos examinando:
«En Francia los obreros, después de cada revolución, estaban armados»; «por eso el desarme de los obreros era el primer mandamiento de los burgueses que se hallaban al frente del Estado. De aquí el que, después de cada revolución ganada por los obreros, se llevara a cabo una nueva lucha que acababa con la derrota de estos». (Karl Marx; «La guerra civil en Francia», 1871 –Introducción de Engels de 1891–)
El balance de la experiencia de las revoluciones burguesas es tan corto como expresivo. El quid de la cuestión entre otras cosas también en lo que afecta a la cuestión del Estado –¿tiene la clase oprimida armas? –, aparece enfocado aquí de un modo admirable. Este quid de la cuestión es precisamente el que eluden con mayor, lo mismo los profesores influidos por la ideología burguesa que los demócratas pequeñoburgueses. En la revolución rusa de 1917, correspondió al «menchevique» y «también marxista» Tsereteli el honor –un honor a lo Cavaignac– de descubrir este secreto de las revoluciones burguesas. En su discurso «histórico» del 11 de junio, a Tsereteli se le escapó el secreto de la decisión de la burguesía de desarmar a los obreros de Petrogrado, presentando, naturalmente, esta decisión ¡como suya y como necesidad «del Estado» en general!
El histórico discurso de Tsereteli del 11 de junio será, naturalmente, para todo historiador de la revolución de 1917, una de las pruebas más palpables de cómo el bloque de socialrevolucionarios y mencheviques, acaudillado por el señor Tsereteli, se pasó al lado de la burguesía contra el proletariado revolucionario.
Otra de las observaciones incidentales de Engels, relacionada también con la cuestión del Estado, se refiere a la religión. Es sabido que la socialdemocracia alemana, a medida que se hundía en la charca, haciéndose más y más oportunista, derivaba cada vez con mayor frecuencia a una torcida interpretación filistea de la célebre fórmula que declara la religión «asunto de incumbencia privada». En efecto, esta fórmula se interpretaba como si la cuestión de la religión fuese un asunto de incumbencia privada ¡también para el partido del proletariado revolucionario! Contra esta traición completa al programa revolucionario del proletariado se levantó Engels, que en 1891 sólo podía observar los gérmenes más tenues de oportunismo en su partido, y que, por tanto, se expresaba con la mayor cautela:
«Como los miembros de la Comuna eran todos, casi sin excepción, obreros o representantes reconocidos de los obreros, sus decisiones se distinguían por un carácter marcadamente proletario. Estas, o bien decretaban reformas que la burguesía republicana sólo había renunciado a implantar por cobardía pero que constituían una base indispensable para la libre acción de la clase obrera, como, por ejemplo, la implantación del principio de que, con respecto al Estado, la religión es un asunto puramente privado; o bien la Comuna promulgaba decisiones que iban directamente en interés de la clase obrera, y en parte abrían profundas brechas en el viejo orden social». (Karl Marx; «La guerra civil en Francia», 1871 –introducción de Engels de 1891–)
Engels subraya intencionadamente las palabras «con respecto al Estado», asestando con ello un golpe certero al oportunismo alemán, que declaraba la religión un asunto de incumbencia privada con respecto al partido y con ello rebajaba el partido del proletariado revolucionario al nivel del más vulgar filisteísmo «librepensador», dispuesto a tolerar el aconfesionalismo, pero que renuncia a la tarea del partido de luchar contra el opio religioso que embrutece al pueblo.
El futuro historiador de la socialdemocracia alemana, al investigar las raíces de su vergonzosa bancarrota en 1914, encontrará no pocos materiales interesantes sobre esta cuestión, comenzando por las evasivas declaraciones que se contienen en los artículos del jefe ideológico del partido, Kautsky, en las que se abre de par en par las puertas al oportunismo, y acabando por la actitud del partido ante el «Los-von-der-Kirche-Bewegung» –movimiento en pro de la separación de los particulares de la Iglesia–, en 1913.
Pero volvamos a cómo Engels, veinte años después de la Comuna, resumió sus enseñanzas para el proletariado militante.
He aquí las enseñanzas que Engels destaca en primer plano:
«Precisamente la fuerza opresora del antiguo gobierno centralista: el ejército, la policía política y la burocracia, que Napoleón había creado en 1798 y que desde entonces había sido heredada por todos los nuevos gobiernos como un instrumento grato, empleándolo contra sus enemigos; precisamente esta fuerza debía ser derrumbada en toda Francia, como había sido derrumbada ya en París. (…) La Comuna tuvo que reconocer desde el primer momento que la clase obrera, al llegar al poder, no puede seguir gobernando con la vieja máquina del Estado; que, para no perder de nuevo su dominación recién conquistada, la clase obrera tiene, de una parte, que barrer toda la vieja máquina represiva utilizada hasta entonces contra ella, y, de otra parte, precaverse contra sus propios diputados y funcionarios, declarándolos a todos, sin excepción revocables en cualquier momento». (Karl Marx; «La guerra civil en Francia», 1871 –Introducción de Engels de 1891–)
Engels subraya una y otra vez que no sólo bajo la monarquía, sino también bajo la República democrática, el Estado sigue siendo Estado, es decir, conserva su rasgo característico fundamental: convertir a sus funcionarios, «servidores de la sociedad», órganos de ella, en señores situados por encima de ella.
«Contra esta transformación del Estado y de los órganos del Estado de servidores de la sociedad en señores situados por encima de la sociedad, transformación inevitable en todos los Estados anteriores, empleó la Comuna dos remedios infalibles. En primer lugar, cubrió todos los cargos administrativos, judiciales y de enseñanza por elección, mediante sufragio universal, concediendo a los electores el derecho a revocar en todo momento a sus elegidos. En segundo lugar, todos los funcionarios, altos y bajos, sólo estaban retribuidos como los demás obreros. El sueldo máximo abonado por la Comuna no excedía de 6.000 francos[Lo que equivale nominalmente a unos 2.400 rublos y a unos 6.000 rublos según el curso actual. Es completamente imperdonable la actitud de aquellos bolcheviques que proponen, por ejemplo, retribuciones de 9.000 rublos en los ayuntamientos urbanos, no proponiendo establecer una retribución máxima de 6.000 rublos –cantidad suficiente– para todo el Estado - Anotación de V. I. Lenin]. Con este sistema se ponía una barrera eficaz al arribismo y la caza de cargos, y esto aun sin contar los mandatos imperativos que introdujo la Comuna para los diputados a los organismos representativos». (Karl Marx; «La guerra civil en Francia», 1871 –Introducción de Engels de 1891–)
Engels llega aquí a este interesante límite en que la democracia consecuente se transforma, de una parte, en socialismo y, de otra parte, reclama el socialismo, pues para destruir el Estado es necesario transformar las funciones de la administración del Estado en operaciones de control y registro tan sencillas, que sean accesibles a la inmensa mayoría de la población, primero, y a toda la población, sin distinción, después. Y la supresión completa del arribismo exige que los cargos «honoríficos» del Estado, aunque sean sin ingresos, no puedan servir de trampolín para pasar a puestos altamente retribuidos en los Bancos y en las sociedades anónimas, como ocurre constantemente hoy hasta en los países capitalistas más libres.
Pero Engels no incurre en el error en que incurren, por ejemplo, algunos marxistas en lo tocante a la cuestión del derecho de las naciones a la autodeterminación, creyendo que bajo el capitalismo este derecho es imposible, y, bajo el socialismo, superfluo. Semejante argumentación, que quiere pasar por ingeniosa, pero que en realidad es falsa, podría repetirse a propósito de cualquier institución democrática, y a propósito también de los sueldos modestos de los funcionarios, pues un democratismo llevado hasta sus últimas consecuencias es imposible bajo el capitalismo, y, bajo el socialismo, toda democracia se extingue.
Esto es un sofisma parecido a aquel viejo chiste de si una persona comienza a quedarse calva cuando se le cae un pelo.
El desarrollo de la democracia hasta sus últimas consecuencias, la indagación de las formas de este desarrollo, su comprobación en la práctica, etc.: todo esto forma parte integrante de las tareas de la lucha por la revolución social. Por separado, ningún democratismo da como resultante el socialismo, pero, en la práctica, el democratismo no se toma nunca «por separado», sino que se toma siempre «en bloque», influyendo también sobre la economía, acelerando su transformación y cayendo él mismo bajo la influencia del desarrollo económico, etc. Tal es la dialéctica de la historia viva.
Engels prosigue:
«En el capítulo tercero de «La guerra civil» se describe con todo detalle esta labor encaminada a hacer saltar –Sprengung– el viejo poder estatal y sustituirlo por otro nuevo realmente democrático. Sin embargo, era necesario detenerse a examinar aquí brevemente algunos de los rasgos de esta sustitución, por ser precisamente en Alemania donde la fe supersticiosa en el Estado se ha trasplantado del campo filosófico a la conciencia general de la burguesía e incluso a la de muchos obreros Según la concepción filosófica, el Estado es la «realización de la idea», o sea, traducido al lenguaje filosófico, el reino de Dios sobre la tierra, el campo en que se hacen o deben hacerse realidad la eterna verdad y la eterna justicia. De aquí nace una veneración supersticiosa del Estado y de todo lo que con él se relaciona, veneración supersticiosa que va arraigando en las conciencias con tanta mayor facilidad cuanto que la gente se acostumbra ya desde la infancia a pensar que los asuntos e intereses comunes a toda la sociedad no pueden gestionarse ni salvaguardarse de otro modo que como se ha venido haciendo hasta aquí, es decir, por medio del Estado y de sus funcionarios retribuidos con buenos puestos. Y se cree haber dado un paso enormemente audaz con librarse de la fe en la monarquía hereditaria y entusiasmarse por la República democrática. En realidad, el Estado no es más que una máquina para la opresión de una clase por otra, lo mismo en la República democrática que bajo la monarquía; y en el mejor de los casos, un mal que se transmite hereditariamente al proletariado que haya triunfado en su lucha por la dominación de clase. El proletariado victorioso, lo mismo que lo hizo la Comuna, no podrá por menos de amputar inmediatamente los lados peores de este mal, entretanto que una generación futura, educada en condiciones sociales nuevas y libres, pueda deshacerse de todo ese trasto viejo del Estado». (Karl Marx; «La guerra civil en Francia», 1871 –Introducción de Engels de 1891–)
Engels prevenía a los alemanes para que, en caso de sustitución de la monarquía por la República, no olvidasen los fundamentos del socialismo sobre la cuestión del Estado en general. Hoy, sus advertencias parecen una lección directa a los señores Tsereteli y Chernov, que en su práctica «coalicionista» ¡revelan una fe supersticiosa en el Estado y una veneración supersticiosa por él!
Dos observaciones más:
1) Si Engels dice que bajo la República democrática el Estado sigue siendo, «lo mismo» que bajo la monarquía, «una máquina para la opresión de una clase por otra», esto no significa, en modo alguno, que la forma de opresión sea indiferente para el proletariado, como «enseñan» algunos anarquistas. Una forma de lucha de clases y de opresión de clase más amplia, más libre, más abierta facilita en proporciones gigantescas la misión del proletariado en la lucha por la destrucción de las clases en general. 2) La cuestión de por qué solamente una nueva generación estará en condiciones de deshacerse en absoluto de todo este trasto viejo del Estado, es una cuestión relacionada con la superación de la democracia, que pasamos a examinar.
Engels, sobre la superación de la democracia
Engels se expresó acerca de esto en relación con la cuestión de la inexactitud científica de la denominación de «socialdemócrata».
En el prólogo a la edición de sus artículos de la década de 1870 sobre diversos temas, predominantemente de carácter «internacional» –Internationales aus dem Volksstaat– [9], prólogo fechado el 3 de enero de 1894, es decir, escrito año y medio antes de morir Engels, éste escribía que en todos los artículos se emplea la palabra «comunista» y no la de «socialdemócrata», pues por aquel entonces socialdemócratas se llamaban los proudhonistas en Francia y los lassalleanos en Alemania.
«Para Marx y para mí era, por tanto, sencillamente imposible emplear, para denominar nuestro punto de vista especial, una expresión tan elástica. En la actualidad, la cosa se presenta de otro modo, y esta palabra –«socialdemócrata»– puede, tal vez, pasar –mag passieren–, aunque sigue siendo inadecuada –unpassend– para un partido cuyo programa económico no es un simple programa socialista en general, sino un programa directamente comunista, y cuya meta política final es la superación total del Estado y, por consiguiente, también de la democracia. Pero los nombres de los verdaderos partidos políticos nunca son absolutamente adecuados; el partido se desarrolla y el nombre queda». (Karl Marx; «La guerra civil en Francia», 1871 –introducción de Engels de 1891–)
El dialéctico Engels, en el ocaso de su existencia, sigue siendo fiel a la dialéctica. Marx y yo –nos dice– teníamos un hermoso nombre, un nombre científicamente exacto, para el partido, pero no teníamos un verdadero partido, es decir, un partido proletario de masas. Hoy –a fines del siglo XIX–, existe un verdadero partido, pero su nombre es científicamente inexacto. No importa, «puede pasar»: ¡lo importante es que el partido se desarrolle, lo que importa es que el partido no desconozca la inexactitud científica de su nombre y que éste no le impida desarrollarse en la dirección certera!
Tal vez haya algún bromista que quiera consolarnos también a nosotros, los bolcheviques, a la manera de Engels: nosotros tenemos un verdadero partido, que se desarrolla excelentemente; puede «pasar», por tanto, también una palabra tan sin sentido, tan monstruosa, como la palabra «bolchevique», que no expresa absolutamente nada, fuera de la circunstancia puramente accidental de que en el Congreso de Bruselas-Londres de 1903 tuvimos nosotros la mayoría. Tal vez hoy, en que las persecuciones de julio y de agosto contra nuestro partido por parte de los republicanos y de la filistea democracia «revolucionaria» han rodeado la palabra «bolchevique» de honor ante todo el pueblo, y en que, además, esas persecuciones han marcado un progreso tan enorme, un progreso histórico de nuestro partido en su desarrollo real, tal vez hoy, yo también dudaría, en cuanto a mi propuesta de abril de cambiar el nombre de nuestro partido. Tal vez propondría a mis camaradas una «transacción»: llamarnos Partido Comunista y dejar entre paréntesis la palabra bolchevique.
Pero la cuestión del nombre del partido es incomparablemente menos importante que la cuestión de la posición del proletariado revolucionario con respecto al Estado.
En las consideraciones corrientes acerca del Estado, se comete constantemente el error contra el que precave aquí Engels y que nosotros hemos señalado de paso en nuestra anterior exposición, a saber: se olvida constantemente que la destrucción del Estado es también la destrucción de la democracia, que la extinción del Estado implica la extinción de la democracia.
A primera vista, esta afirmación parece extraordinariamente extraña e incomprensible; tal vez en alguien surja incluso el temor de si esperamos el advenimiento de una organización social en que no se acate el principio de la subordinación de la minoría a la mayoría, ya que la democracia es, precisamente, el reconocimiento de este principio.
No. La democracia no es idéntica a la subordinación de la minoría a la mayoría. Democracia es el Estado que reconoce la subordinación de la minoría a la mayoría, es decir, una organización llamada a ejercer la violencia sistemática de una clase contra otra, de una parte de la población contra otra.
Nosotros nos proponemos como meta final la destrucción del Estado, es decir, de toda violencia organizada y sistemática, de toda violencia contra los hombres en general. No esperamos el advenimiento de un orden social en el que no se acate el principio de la subordinación de la minoría a la mayoría. Pero, aspirando al socialismo, estamos persuadidos de que éste se convertirá gradualmente en comunismo, y en relación con esto desaparecerá toda necesidad de violencia sobre los hombres en general, toda necesidad de subordinación de unos hombres a otros, de una parte de la población a otra, pues los hombres se habituarán a observar las reglas elementales de la convivencia social sin violencia y sin subordinación.
Para subrayar este elemento del hábito es para lo que Engels habla de una nueva generación que, «educada en condiciones sociales nuevas y libres, pueda deshacerse de todo este trasto viejo del Estado», de todo Estado, inclusive el Estado democrático-republicano.
Para explicar esto, es necesario analizar la cuestión de las bases económicas de la extinción del Estado». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; El Estado y la Revolución, 1917)
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