viernes, 18 de octubre de 2024

Inglaterra en los siglos XII a XV; Evgeni Kosminsky, 1952

Acrecentamiento del poder real

«El rey y los señores feudales. En 1066, Inglaterra fue conquistada por Guillermo el Conquistador, duque de Normandía, quien arrebató las tierras a los señores feudales anglosajones y las repartió entre los normandos y franceses, que juntamente con él conquistaron Inglaterra. La situación de los campesinos ingleses empeoró mucho. Los conquistadores convirtieron a muchos de ellos en siervos y los agravaron con pesadas jornadas de trabajo y agobiadores tributos. En Inglaterra se afianzó un poder real fuerte. Aquel conservó en sus manos muchos dominios, casi la séptima parte de toda Inglaterra.

Guillermo el Conquistador mantenía en la sumisión a los señores feudales, observaba celosamente el cumplimiento por su parte del servicio militar en provecho del rey y no les permitía luchar entre sí.

En la misma época en que Francia estaba desmembrada en una infinidad de dominios feudales independientes, Inglaterra era ya un Estado unificado, con un fuerte poder real.

Los grandes señores feudales soportaban a duras penas la autoritaria política del rey, y varias veces se sublevaron, tanto durante el reinado de Guillermo el Conquistador como en el de sus sucesores. Querían conseguir la misma independencia de que gozaban en aquel entonces los duques y condes en Francia. Pero el rey estaba apoyado por los caballeros, el clero y los ciudadanos. Temían el despotismo y la opresión de los grandes señores feudales y por eso preferían «tener un solo tirano a tener un centenar de ellos». Con la ayuda de esos elementos, los reyes lograban dominar a los insubordinados señores feudales.

En el año 1154, el trono de Inglaterra pasó a manos del conde de Anjou, Enrique II, de la dinastía de los Plantagenet. 

La reforma judicial y militar. Ya sabemos en qué consistían los dominios de Enrique II. Le pertenecía casi toda la mitad occidental de Francia: Anjou, Normandía y Aquitania. A ellos se agregaba, a partir de entonces, el reino de Inglaterra. Enrique II, con el apoyo de los caballeros y de los ciudadanos, hizo una guerra decidida a los grandes señores feudales. Destruyó más de trescientos de sus castillos edificados y en los rescates colocó guarniciones reales. 

Durante su reinado se llevaron a cabo varias reformas que afianzaron el poder real. La más importante fue la reforma judicial. Enrique II trataba de robustecer la justicia real. Dio a todos los caballeros y campesinos libres el derecho de exigir que sus asuntos fueran vistos, no en el juzgado del señor, sino en el juzgado real.

En los tribunales reales fueron abolidos los antiguos métodos de investigar los asuntos por vía del «juicio de Dios», es decir, el combate singular, la prueba del hierro candente y del agua hirviendo. Cada asunto era investigado con la ayuda de los jurados. Estos eran elegidos entre los habitantes del lugar y prestaban juramento de decir la verdad. Los jurados debían decir todo lo que sabían en un asunto dado. Basándose en sus testimonios, los jueces debían pronunciar la sentencia. Era un importante paso hacia adelante en comparación con el antiguo procedimiento judicial. 

La reforma judicial de Enrique II fue de gran ayuda para los caballeros de menor cuantía y los campesinos libres. Los juzgados reales eran una defensa contra las usurpaciones de los poderosos señores feudales. Pero la mayoría de la población de Inglaterra −los siervos de la gleba o los villanos− era juzgada como antaño en los tribunales de sus señores, donde era juez el propio señor feudal o su administrador. No todos podían viajar hasta la corte real para ser juzgados y, por eso, Enrique enviaba a las distintas regiones a los «jueces viajeros», quienes actuaban en nombre del rey.

Con el aumento del número de causas en los tribunales reales, Enrique II logró no sólo el afianzamiento de su poder, sino, además, beneficios para el tesoro, pues en su provecho se pagaban las multas judiciales. 

Enrique II tuvo que combatir constantemente. La milicia feudal se reunía lentamente y era muy poco disciplinada, por cuyo motivo, aquel comenzó a exigir de los feudales, en vez del servicio militar, un tributo en dinero, calificado como el dinero del escudo, con el cual se pagaba a los soldados mercenarios extranjeros o a los campesinos ingleses libres. Los arqueros británicos se hicieron pronto célebres en toda Europa.

viernes, 4 de octubre de 2024

Plejánov respondiendo a Lunacharski sobre cuestiones artísticas

«Cuando expresé los conceptos aquí expuestos, el señor Lunacharski me hizo varias objeciones. Examinaré ahora las más importantes.

En primer lugar, se extrañó de que, al parecer, yo reconociera la existencia de un criterio absoluto de la belleza. Pero tal criterio no existe. Todo fluye, todo cambia. Y también cambian, por cierto, los conceptos que los hombres tienen de la belleza. Por eso, no podemos demostrar que el arte contemporáneo está atravesando efectivamente una crisis de fealdad. 

A esta objeción contesté y contesto diciendo que, en mi opinión, no existe ni puede existir un criterio absoluto de la belleza [64]. Los conceptos que el hombre tiene de la belleza cambian indudablemente con el curso del proceso histórico. Pero si no existe un criterio absoluto de la belleza; si todos los criterios con que se la enjuicia son relativos, ello no significa que carezcamos de toda posibilidad objetiva de juzgar si una obra artística está bien hecha. Supongamos que el artista quiere pintar una «mujer de azul». Si lo que ha representado en su cuadro se parece realmente a esa mujer, diremos que ha logrado pintar un buen cuadro. Pero si en lugar de una mujer vestida de azul vemos en su lienzo varias figuras estereométricas coloreadas en diversos lugares con manchas azules más o menos densas y más o menos burdas, diremos que ha pintado cualquier cosa menos un buen cuadro. Cuanto más corresponde la ejecución al intento, o, empleando una expresión más general, cuanto más corresponde la forma de una obra artística a su idea, más afortunada es esa obra. Ahí tiene usted una medida objetiva. Y sólo porque tal medida existe podemos afirmar que los dibujos de Leonardo da Vinci, pongamos por caso, son mejores que los del pequeño Temístocles, que emborrona papeles para distraerse. Cuando Leonardo da Vinci dibujaba a un viejo con barba, le salía un viejo con barba. ¡Y cómo le salía! Al contemplarlo no podemos por menos de exclamar: ¡parece vivo! Pero cuando a Temístocles se le ocurre pintar a un viejo barbudo, lo mejor que podemos hacer para evitar malentendidos es poner debajo: esto es un viejo barbudo y no otra cosa. Al afirmar que no puede haber una medida objetiva de la belleza, el señor Lunacharski pecaba de lo mismo que pecan tantos ideólogos burgueses, incluidos los cubistas: de extremo subjetivismo. No comprendo en absoluto cómo un hombre que se llama marxista, puede caer en semejante error. Debo añadir, sin embargo, que aquí empleo el término «belleza» en un sentido muy amplio, tal vez demasiado amplio. Pintar un hermoso cuadro que representa a un anciano no significa pintar un anciano hermoso, es decir, bello. La esfera del arte es mucho más vasta que la esfera de «lo bello». Pero en toda su amplitud puede aplicarse con igual comodidad el criterio por mí indicado: la correspondencia entre la forma y la idea. El señor Lunacharski afirma −si no le he entendido mal− que la forma también puede corresponder exactamente a una idea falsa, con lo que yo no puedo estar de acuerdo. Recordemos la obra de De Curel «La comida del león» (1898), basada, como sabemos, en la falsa idea de que las relaciones entre el patrono y sus obreros son las mismas que las existentes entre el león y los chacales que se alimentan de las migas que caen de su regia mesa. ¿Podría De Curel haber reflejado con fidelidad en su drama esta falsa idea? ¡De ningún modo! La idea es falsa, porque se halla en contradicción con las verdaderas relaciones entre el patrono y sus obreros. Presentarla en una obra artística es desfigurar la realidad. Y cuando una obra artística desfigura la realidad se trata de una obra desafortunada. Por eso, «La comida del león» está muy por debajo del talento de De Curel, y por la misma razón la pieza «A las puertas del reino» (1895) está muy debajo del talento de Hamsun. 

En segundo lugar, el señor Lunacharski me reprochó un exceso de objetivismo en la exposición. Al parecer, estaba de acuerdo en que el manzano debe dar manzanas y el peral, peras. Pero hizo la observación de que entre los artistas que adoptan el punto de vista de la burguesía los hay vacilantes y que a ésos hay que convencerlos y no dejarlos sometidos a la fuerza espontánea de las influencias burguesas. 

Para mí, ese reproche es menos comprensible que el primero. En mi conferencia dije y demostré −así quisiera creerlo− que el arte contemporáneo se halla en decadencia [65]. Como causa de este fenómeno, ante el cual no puede permanecer indiferente ninguna persona que ame de verdad el arte, señalé la circunstancia de que la mayoría de los artistas actuales mantienen el punto de vista de la burguesía y son completamente refractarios a las grandes ideas emancipadoras de nuestra época, ¿Qué influencia, pregunto yo, puede tener esta indicación sobre los vacilantes? Si la indicación es convincente, entonces debe impulsarles a adoptar el punto de vista del proletariado. Y eso es todo lo que se le puede exigir a una conferencia dedicada a examinar el problema del arte, y no a exponer y defender los principios del socialismo.