«Con el derecho, ocurre algo parecido: al plantearse la necesidad de una nueva división del trabajo que crea los juristas profesionales, se abre otro campo independiente más, que, pese a su vínculo general de dependencia de la producción y del comercio, posee una cierta reactibilidad sobre estas esferas. En un Estado moderno, el derecho no sólo tiene que corresponder a la situación económica general, ser expresión suya, sino que tiene que ser, además, una expresión coherente en sí misma, que no se dé de puñetazos a sí misma con contradicciones internas. Para conseguir esto, la fidelidad en el reflejo de las condiciones económicas tiene que sufrir cada vez más quebranto. Y esto tanto más raramente acontece que un Código sea la expresión ruda, sincera, descarada, de la supremacía de una clase: tal cosa iría de por sí contra el «concepto del derecho». Ya en el Código de Napoleón aparece falseado en muchos aspectos el concepto puro y consecuente que tenía del derecho la burguesía revolucionaria de 1792 y 1796; y en la medida en que toma cuerpo allí, tiene que someterse diariamente a las atenuaciones de todo género que le impone el creciente poder del proletariado. Lo cual no es obstáculo para que el Código de Napoleón sea el que sirve de base de todas las nuevas codificaciones emprendidas en todos los continentes. Por donde la marcha de la «evolución jurídica» sólo estriba; en gran parte, en la tendencia a eliminar las contradicciones que se desprenden de la traducción directa de las relaciones económicas a conceptos jurídicos, queriendo crear un sistema armónico de derecho, hasta que irrumpen nuevamente la influencia y la fuerza del desarrollo económico ulterior y rompen de nuevo este sistema y lo envuelven en nuevas contradicciones –por el momento, sólo me refiero aquí al derecho civil–.
El reflejo de las condiciones económicas en forma de principios jurídicos es también, forzosamente, un reflejo invertido: se opera sin que los sujetos agentes tengan conciencia de ello; el jurista cree manejar normas apriorísticas, sin darse cuenta de que estas normas no son más que simples reflejos económicos; todo al revés. Para mí, es evidente que esta inversión, que mientras no se la reconoce constituye lo que nosotros llamamos concepción ideológica, repercute a su vez sobre la base económica y puede, dentro de ciertos límites, modificarla. La base del derecho de herencia, presuponiendo el mismo grado de evolución de la familia, es una base económica. A pesar de eso, será difícil demostrar que en Inglaterra, por ejemplo, la libertad absoluta de testar y en Francia sus grandes restricciones, respondan en todos sus detalles a causas puramente económicas. Y ambos sistemas repercuten de modo muy considerable sobre la economía, puesto que influyen en el reparto de los bienes.
Por lo que se refiere a las esferas ideológicas que flotan aún más alto en el aire: la religión, la filosofía, etcétera, éstas tienen un fondo prehistórico de lo que hoy llamaríamos necedades, con que la historia se encuentra y acepta. Estas diversas ideas falsas acerca de la naturaleza, el carácter del hombre mismo, los espíritus, las fuerzas mágicas, etc., se basan siempre en factores económicos de aspecto negativo; el incipiente desarrollo económico del período prehistórico tiene, por complemento, y también en parte por condición, e incluso por causa, las falsas ideas acerca de la naturaleza. Y aunque las necesidades económicas habían sido, y lo siguieron siendo cada vez más, el acicate principal del conocimiento progresivo de la naturaleza, sería, no obstante, una pedantería querer buscar a todas estas necedades primitivas una explicación económica. La historia de las ciencias es la historia de la gradual superación de estas necedades, o bien de su sustitución por otras nuevas, aunque menos absurdas. Los hombres que se cuidan de esto pertenecen, a su vez, a órbitas especiales de la división del trabajo y creen laborar en un campo independiente. Y en cuanto forman un grupo independiente dentro de la división social del trabajo, sus producciones, sin exceptuar sus errores, influyen de rechazo sobre todo el desarrollo social, incluso el económico. Pero, a pesar de todo, también ellos se hallan bajo la influencia dominante del desarrollo económico. En la filosofía, por ejemplo, donde más fácilmente se puede comprobar esto es en el período burgués. Hobbes fue el primer materialista moderno –en el sentido del siglo XVIII–, pero absolutista, en una época en que la monarquía absoluta florecía en toda Europa y en Inglaterra empezaba a dar la batalla al pueblo. Locke era, lo mismo en religión que en política, un hijo de la transacción de clases de 1688. Los deístas ingleses y sus más consecuentes continuadores, los materialistas franceses, eran los auténticos filósofos de la burguesía, y los franceses lo eran incluso de la revolución burguesa. En la filosofía alemana, desde Kant hasta Hegel, se impone el filisteo alemán, unas veces positiva y otras veces negativamente. Pero, como campo circunscrito de la división del trabajo, la filosofía de cada época tiene como premisa un determinado material de ideas que le legan sus predecesores y del que arranca. Así se explica que países económicamente atrasados puedan, sin embargo, llevar la batuta en materia de filosofía: primero fue Francia, en el siglo XVIII, respecto a Inglaterra, en cuya filosofía se apoyaban los franceses; más tarde, Alemania respecto a ambos países. Pero en Francia como en Alemania, la filosofía, como el florecimiento general de la literatura durante aquel período, era también el resultado de un auge económico. Para mí, la supremacía final del desarrollo económico, incluso sobre estos campos, es incuestionable, pero se opera dentro de las condiciones impuestas por el campo concreto: en la filosofía, por ejemplo, por la acción de influencias económicas –que a su vez, en la mayoría de los casos, sólo operan bajo su disfraz político, etcétera– sobre el material filosófico existente, suministrado por los predecesores. Aquí, la economía no crea nada a novo, pero determina el modo cómo se modifica y desarrolla el material de ideas preexistente, y aun esto casi siempre de un modo indirecto, ya que son los reflejos políticos, jurídicos, morales, los que en mayor grado ejercen una influencia directa sobre la filosofía». (Friedrich Engels; Carta a Konrad Schmidt, 28 de octubre de 1890)