¿En qué consiste el heroísmo de la tentativa de los comuneros?
«Es sabido que algunos meses antes de la Comuna, en el otoño de 1870, Marx previno a los obreros de París; demostrándoles que la tentativa de derribar el gobierno sería un disparate dictado por la desesperación. Pero cuando en marzo de 1871 se impuso a los obreros el combate decisivo y ellos lo aceptaron, cuando la insurrección fue un hecho, Marx saludó la revolución proletaria con el más grande entusiasmo, a pesar de todos los malos augurios. Marx no se aferró a la condena pedantesca de un movimiento «extemporáneo», como el tristemente célebre renegado ruso del marxismo Plejánov, que en noviembre de 1905 había escrito alentando a la lucha a los obreros y campesinos y que después de diciembre de 1905 se puso a gritar como un liberal cualquiera: «¡No se debía haber empuñado las armas!»
Marx, por el contrario, no se contentó con entusiasmarse ante el heroísmo de los comuneros, que, según sus palabras, «tomaban el cielo por asalto». Marx veía en aquel movimiento revolucionario de masas, aunque éste no llegó a alcanzar sus objetivos, una experiencia histórica de grandiosa importancia, un cierto paso hacia adelante de la revolución proletaria mundial, un paso práctico más importante que cientos de programas y de raciocinios. Analizar esta experiencia, sacar de ella las enseñanzas tácticas, revisar a la luz de ella su teoría: he aquí cómo concebía su misión Marx.
La única «corrección» que Marx consideró necesario introducir en el «Manifiesto Comunista» fue hecha por él a base de la experiencia revolucionaria de los comuneros de París.
El último prólogo a la nueva edición alemana del «Manifiesto Comunista», suscrito por sus dos autores, lleva la fecha de 24 de junio de 1872. En este prólogo, los autores, Carlos Marx y Federico Engels, dicen que el programa del «Manifiesto Comunista» está «ahora anticuado en ciertos puntos».
«La Comuna ha demostrado, sobre todo que la clase obrera no puede simplemente tomar posesión de la máquina estatal existente y ponerla en marcha para sus propios fines». (Karl Marx y Friedrich Engels; «Manifiesto comunista», 1848)
Las palabras puestas entre asteriscos, en esta cita, fueron tomadas por sus autores de la obra de Marx «La guerra civil en Francia».
Así, pues, Marx y Engels atribuían una importancia tan gigantesca a esta enseñanza fundamental y principal de la Comuna de Paris, que la introdujeron como corrección esencial en el «Manifiesto Comunista».
Es sobremanera característico que precisamente esta corrección esencial haya sido tergiversada por los oportunistas y que su sentido sea, probablemente, desconocido de las nueve décimas partes, si no del noventa y nueve por ciento de los lectores del «Manifiesto Comunista». De esta tergiversación trataremos en detalle más abajo, en el capítulo consagrado especialmente a las tergiversaciones. Aquí, bastará señalar que la manera corriente, vulgar, de «entender» las notables palabras de Marx citadas por nosotros consiste en suponer que Marx subraya aquí la idea del desarrollo lento, por oposición a la toma del poder por la violencia, y otras cosas por el estilo.
En realidad, es precisamente lo contrario. El pensamiento de Marx consiste en que la clase obrera debe destruir, romper la «máquina estatal existente» y no limitarse simplemente a apoderarse de ella.
El 12 de abril de 1871, es decir, justamente en plena Comuna, Marx escribió a Kugelmann:
«Si te fijas en el último capítulo de mi «18 brumario», verás que expongo como próxima tentativa de la revolución francesa, no hacer pasar de unas manos a otras la máquina burocrático-militar, como se venía haciendo hasta ahora, sino romperla. y ésta es justamente la condición previa de toda verdadera revolución popular en el continente. En esto, precisamente, consiste la tentativa de nuestros heroicos camaradas de Paris». (Karl Marx; «Carta a Kugelmann», 1871)
Hay que añadir que las cartas de Marx a Kugelmann han sido publicadas en ruso no menos que en dos ediciones, una de ellas redactada por mí y con un prólogo mío.
Volviendo al tema, en estas palabras: «romper la máquina burocrático-militar del Estado», se encierra, concisamente expresada, la enseñanza fundamental del marxismo en punto a la cuestión de las tareas del proletariado en la revolución respecto al Estado. ¡Y esta enseñanza es precisamente la que no sólo olvida en absoluto, sino que tergiversa directamente la «interpretación» imperante, kautskiana, del marxismo!
En cuanto a la referencia de Marx al «18 brumario», más arriba hemos citado en su integridad el pasaje correspondiente.
Interesa señalar especialmente dos lugares en el mencionado pasaje de Marx. En primer término, Marx limita su conclusión al continente. Esto era lógico en 1871, cuando Inglaterra era todavía un modelo de país netamente capitalista, pero sin militarismo y, en una medida considerable, sin burocracia. Por eso, Marx excluía a Inglaterra, donde la revolución, e incluso una revolución popular, se consideraba y era entonces posible sin la condición previa de destruir «la máquina estatal existente».
Hoy, en 1917, en la época de la primera gran guerra imperialista, esta limitación hecha por Marx no tiene razón de ser. Inglaterra y Norteamérica, los más grandes y los últimos representantes –en el mundo entero– de la «libertad» anglosajona, en el sentido de ausencia de militarismo y de burocratismo, han ido rodando completamente al inmundo y sangriento pantano, común a toda Europa, de las instituciones burocrático-militares, que todo lo someten y lo aplastan. Hoy, también en Inglaterra y en Norteamérica es «condición previa de toda revolución verdaderamente popular» el romper, el destruir la «máquina estatal existente» –y que allí ha alcanzado, en los años de 1914 a 1917, la perfección «europea», la perfección común al imperialismo–.
En segundo lugar, merece especial atención la observación extraordinariamente profunda de Marx de que la destrucción de la máquina burocrático-militar del Estado es «condición previa de toda revolución verdaderamente popular». Este concepto de revolución «popular» parece extraño en boca de Marx, y los plejanovistas y mencheviques rusos, estos secuaces de Struve que quieren hacerse pasar por marxistas, podrían tal vez explicar esta expresión de Marx como un «lapsus». Han reducido el marxismo a una deformación liberal tan mezquina, que, para ellos, no existe más que la antítesis entre revolución burguesa y proletaria, y hasta esta antítesis la comprenden de un modo increíblemente escolástico.
Si tomamos como ejemplos las revoluciones del siglo XX, tendremos que reconocer como burguesas, naturalmente, también las revoluciones portuguesa y turca. Pero ni la una ni la otra son revoluciones «populares», pues ni en la una ni en la otra actúa perceptiblemente, de un modo activo, por propia iniciativa, con sus propias reivindicaciones económicas y políticas, la masa del pueblo, la inmensa mayoría de éste. En cambio, la revolución burguesa rusa de 1905 a 1907, aunque no registrase éxitos tan «brillantes» como los que alcanzaron en ciertos momentos las revoluciones portuguesa y turca, fue, sin duda, una revolución «verdaderamente popular», pues la masa del pueblo, la mayoría de éste, las «más bajas capas» sociales, aplastadas por el yugo y la explotación, se levantaron por propia iniciativa, estamparon en todo el curso de la revolución el sello de sus reivindicaciones, de sus intentos de construir a su modo una nueva sociedad en lugar de la sociedad vieja que era destruida.
En la Europa de 1871, el proletariado no formaba la mayoría ni en un solo país del continente. Una revolución «popular», que arrastrase al movimiento verdaderamente a la mayoría, sólo podía serlo aquella que abarcase tanto al proletariado como a los campesinos. Ambas clases formaban en aquel entonces el «pueblo». Ambas clases están unidas por el hecho de que la «máquina burocrático-militar del Estado» las oprime, las esclaviza, las explota. Destruir, romper esta máquina: tal es el verdadero interés del «pueblo», de su mayoría, de los obreros y de la mayoría de los campesinos, tal es la «condición previa» para una alianza libre de los campesinos pobres con los proletarios, sin cuya alianza la democracia será precaria, y la transformación socialista, imposible.
Hacia esta alianza precisamente se abría camino, como es sabido, la Comuna de París, si bien no alcanzó su objetivo por una serie de causas de carácter interno y externo.
Consiguientemente, al hablar de una «revolución verdaderamente popular», Marx, sin olvidar para nada las características de la pequeña burguesía –de las cuales habló mucho y con frecuencia–, tenía en cuenta con la mayor precisión la correlación efectiva de clases en la mayoría de los Estados continentales de Europa, en 1871. Y, de otra parte, constataba que la «destrucción» de la máquina estatal responde a los intereses de los obreros y campesinos, los une, plantea ante ellos la tarea común de suprimir al «parásito» y sustituirlo por algo nuevo.
¿Pero con qué sustituirlo concretamente?
¿Con qué sustituir la máquina del Estado una vez destruida?
En 1847, en el «Manifiesto Comunista», Marx daba a esta pregunta una respuesta todavía completamente abstracta, o, más exactamente, una respuesta que señalaba las tareas, pero no los medios para resolverlas. Sustituir la máquina del Estado, una vez destruida, por la «organización del proletariado como clase dominante», «por la conquista de la democracia»: tal era la respuesta del «Manifiesto Comunista».
Sin perderse en utopías, Marx esperaba de la experiencia del movimiento de masas la respuesta a la cuestión de qué formas concretas habría de revestir esta organización del proletariado como clase dominante y de qué modo esta organización habría de coordinarse con la «conquista de la democracia» más completa y más consecuente.
En su «Guerra civil en Francia», Marx somete al análisis más atento la experiencia de la Comuna, por breve que esta experiencia haya sido. Citemos los pasajes más importantes de esta obra: En el siglo XIX, se desarrolló, procedente de la Edad Media, «el poder centralizado del Estado, con sus órganos omnipresentes: el ejército permanente, la policía, la burocracia, el clero y la magistratura». Con el desarrollo del antagonismo de clase entre el capital y el trabajo, «el poder del Estado fue adquiriendo cada vez más el carácter de un poder público para la opresión del trabajo, el carácter de una máquina de dominación de clase. Después de cada revolución, que marcaba un paso adelante en la lucha de clases, se acusaba con rasgos cada vez más salientes el carácter puramente opresor del Poder del Estado». Después de la revolución de 1848-1849, el Poder del Estado se convierte en un «arma nacional de guerra del capital contra el trabajo». El Segundo Imperio lo consolida.
«La antítesis directa del Imperio era la Comuna. Era la forma definida» «de aquella república que no había de abolir tan sólo la forma monárquica de la dominación de clase, sino la dominación misma de clase». (Karl Marx; «Guerra civil en Francia», 1871)
¿En qué había consistido, concretamente, esta forma «definida» de la república proletaria, socialista? ¿Cuál era el Estado que había comenzado a crear?
«El primer decreto de la Comuna fue la supresión del ejército permanente para sustituirlo por el pueblo armado». (Karl Marx; «Guerra civil en Francia», 1871)
Esta reivindicación figura hoy en los programas de todos los partidos que deseen llamarse socialistas. ¡Pero lo que valen sus programas nos lo dice mejor que nada la conducta de nuestros socialrevolucionarios y mencheviques, que precisamente después de la revolución del 27 de febrero han renunciado de hecho a poner en práctica esta reivindicación!
«La Comuna estaba formada por los consejeros municipales elegidos por sufragio universal en los diversos distritos de París. Eran responsables y podían ser revocados en todo momento. La mayoría de sus miembros eran, naturalmente, obreros o representantes reconocidos de la clase obrera. La policía, que hasta entonces había sido instrumento del gobierno central, fue despojada inmediatamente de todos sus atributos políticos y convertida en instrumento de la Comuna, responsable ante ésta y revocable en todo momento. Y lo mismo se hizo con los funcionarios de todas las demás ramas de la administración. Desde los miembros de la Comuna para abajo, todos los que desempeñaban cargos públicos lo hacían por el salario de un obrero. Todos los privilegios y los gastos de representación de los altos dignatarios del Estado desaparecieron junto con éstos. Una vez suprimidos el ejército permanente y la policía, instrumentos de la fuerza material del antiguo gobierno, la Comuna se apresuró a destruir también la fuerza de opresión espiritual, el poder de los curas. Los funcionarios judiciales perdieron su aparente independencia. En el futuro debían ser elegidos públicamente, ser responsables y revocables». (Karl Marx; «Guerra civil en Francia», 1871)
Por tanto, la Comuna sustituye la máquina estatal destruida, aparentemente «sólo» por una democracia más completa: supresión del ejército permanente y completa elegibilidad y amovilidad de todos los funcionarios. Pero, en realidad, este «sólo» representa un cambio gigantesco de unas instituciones por otras de un tipo distinto por principio. Aquí estamos precisamente ante uno de esos casos de «transformación de la cantidad en calidad»: la democracia, llevada a la práctica del modo más completo y consecuente que puede concebirse, se convierte de democracia burguesa en democracia proletaria, de un Estado –fuerza especial para la represión de una determinada clase– en algo que ya no es un Estado propiamente dicho.
Todavía es necesario reprimir a la burguesía y vencer su resistencia. Esto era especialmente necesario para la Comuna, y una de las causas de su derrota está en no haber hecho esto con suficiente decisión. Pero aquí el órgano represor es ya la mayoría de la población y no una minoría, como había sido siempre, lo mismo bajo la esclavitud y la servidumbre que bajo la esclavitud asalariada. ¡Y, desde el momento en que es la mayoría del pueblo la que reprime por sí misma a sus opresores, no es ya necesaria una «fuerza especial» de represión! En este sentido, el Estado comienza a extinguirse. En vez de instituciones especiales de una minoría privilegiada –la burocracia privilegiada, los jefes del ejército permanente–, puede llevar a efecto esto directamente la mayoría, y cuanto más intervenga todo el pueblo en la ejecución de las funciones propias del poder del Estado tanto menor es la necesidad de dicho poder.
En este sentido, es singularmente notable una de las medidas decretadas por la Comuna, que Marx subraya: la abolición de todos los gastos de representación, de todos los privilegios pecuniarios de los funcionarios, la reducción de los sueldos de todos los funcionarios del Estado al nivel del «salario de un obrero». Aquí es precisamente donde se expresa de un modo más evidente el viraje de la democracia burguesa a la democracia proletaria, de la democracia de la clase opresora a la democracia de las clases oprimidas, del Estado como «fuerza especial» para la represión de una determinada clase a la represión de los opresores por la fuerza conjunta de la mayoría del pueblo, de los obreros y los campesinos. ¡Y es precisamente en este punto tan evidente –tal vez el más importante, en lo que se refiere a la cuestión del Estado– en el que las enseñanzas de Marx han sido más relegadas al olvido! En los comentarios de popularización –cuya cantidad es innumerable– no se habla de esto. «Es uso» guardar silencio acerca de esto, como si se tratase de una «ingenuidad» pasada de moda, algo así como cuando los cristianos, después de convertir el cristianismo en religión del Estado, se «olvidaron» de las «ingenuidades» del cristianismo primitivo y de su espíritu democrático-revolucionario.
La reducción de los sueldos de los altos funcionarios del Estado parece «simplemente» la reivindicación de un democratismo ingenuo, primitivo. Uno de los «fundadores» del oportunismo moderno, el ex-socialdemócrata E. Bernstein, se ha dedicado más de una vez a repetir esas burlas burguesas triviales sobre el democratismo «primitivo». Como todos los oportunistas, como los actuales kautskianos, no comprendía en absoluto, en primer lugar, que el paso del capitalismo al socialismo es imposible sin un cierto «retorno» al democratismo «primitivo» –pues ¿cómo, si no, pasar a la ejecución de las funciones del Estado por la mayoría de la población, por toda la población en bloque?–; y, en segundo lugar, que este «democratismo primitivo», basado en el capitalismo y en la cultura capitalista, no es el democratismo primitivo de los tiempos prehistóricos o de la época precapitalista. La cultura capitalista ha creado la gran producción, fábricas, ferrocarriles, el correo y el teléfono, etc., y sobre esta base, una enorme mayoría de las funciones del antiguo «poder del Estado» se han simplificado tanto y pueden reducirse a operaciones tan sencillísimas de registro, contabilidad y control, que estas funciones son totalmente asequibles a todos los que saben leer y escribir, que pueden ejecutarse en absoluto por el «salario corriente de un obrero», que se las puede –y se las debe– despojar de toda sombra de algo privilegiado y «jerárquico».
La completa elegibilidad y la amovilidad en cualquier momento de todos los funcionarios sin excepción; la reducción de su sueldo a los límites del «salario corriente de un obrero»: estas medidas democráticas, sencillas y «evidentes por sí mismas», al mismo tiempo que unifican en absoluto los intereses de los obreros y de la mayoría de los campesinos, sirven de puente que conduce del capitalismo al socialismo. Estas medidas atañen a la reorganización del Estado, a la reorganización puramente política de la sociedad, pero es evidente que sólo adquieren su pleno sentido e importancia en conexión con la «expropiación de los expropiadores» ya en realización o en preparación, es decir, con la transformación de la propiedad privada capitalista sobre los medios de producción en propiedad social.
«Al suprimir las dos mayores partidas de gastos, el ejército y la burocracia, la Comuna convirtió en realidad la consigna de todas las revoluciones burguesas: un gobierno barato». (Karl Marx; «Guerra civil en Francia», 1871)
Entre los campesinos, al igual que en las demás capas de la pequeña burguesía, sólo «prospera», sólo «se abre paso» en sentido burgués, es decir, se convierten en gentes acomodadas, en burgueses o en funcionarios con una situación garantizada y privilegiada, una minoría insignificante. La inmensa mayoría de los campesinos de todos los países capitalistas en que existe una masa campesina (y estos países capitalistas forman la mayoría), se halla oprimida por el gobierno y ansía derrocarlo, ansía un gobierno «barato». Esto puede realizarlo sólo el proletariado, y, al realizarlo, da al mismo tiempo un paso hacia la transformación socialista del Estado.
La abolición del parlamentarismo
«La Comuna debía ser, no una corporación parlamentaria, sino una corporación de trabajo, legislativa y ejecutiva al mismo tiempo. En vez de decidir una vez cada tres o cada seis años qué miembros de la clase dominante han de representar y aplastar al pueblo en el parlamento, el sufragio universal debía servir al pueblo, organizado en comunas, de igual modo que el sufragio individual sirve a los patronos para encontrar obreros, inspectores y contables con destino a sus empresas». (Karl Marx; «Guerra civil en Francia», 1871)
Esta notable crítica del parlamentarismo, trazada en 1871, figura también hoy, gracias al predominio del socialchovinismo y del oportunismo, entre las «palabras olvidadas» del marxismo. Los ministros y parlamentarios profesionales, los traidores al proletariado y los «mercachifles» socialistas de nuestros días han dejado íntegramente a los anarquistas la crítica del parlamentarismo, y sobre esta base asombrosamente juiciosa han declarado toda crítica del parlamentarismo ¡como «anarquismo»! No tiene nada de extraño que el proletariado de los países parlamentarios «adelantados», asqueado de «socialistas» como los Scheidemann, David, Legien, Sembat, Renaudel, Henderson, Vandervelde, Stauning, Branting, Bissolati y Cía., haya puesto cada vez más sus simpatías en el anarcosindicalismo, a pesar de que éste es hermano carnal del oportunismo.
Pero para Marx la dialéctica revolucionaria no fue nunca esa vacua frase de moda, esa bagatela en que la han convertido Plejánov, Kautsky y otros. Marx sabía romper implacablemente con el anarquismo por su incapacidad para aprovecharse hasta del «establo» del parlamentarismo burgués –sobre todo cuando se sabe que no se está ante situaciones revolucionarias–, pero, al mismo tiempo, sabía también hacer una crítica auténticamente revolucionario proletaria del parlamentarismo.
Decidir una vez cada cierto número de años qué miembros de la clase dominante han de oprimir y aplastar al pueblo en el parlamento: he aquí la verdadera esencia del parlamentarismo burgués, no sólo en las monarquías constitucionales parlamentarias, sino también en las repúblicas más democráticas.
Pero si planteamos la cuestión del Estado, si enfocamos el parlamentarismo como una de las instituciones del Estado, desde el punto de vista de las tareas del proletariado en este terreno, ¿dónde está entonces la salida del parlamentarismo? ¿Cómo es posible prescindir de él?
Hay que decir, una y otra vez, que las enseñanzas de Marx, basadas en la experiencia de la Comuna, están tan olvidadas, que para el «socialdemócrata» moderno –léase: para los actuales traidores al socialismo– es sencillamente incomprensible otra crítica del parlamentarismo que no sea la anarquista o la reaccionaria.
La salida del parlamentarismo no está, naturalmente, en la abolición de las instituciones representativas y de la elegibilidad, sino en transformar las instituciones representativas de lugares de charlatanería en corporaciones «de trabajo»: «La Comuna debía ser, no una corporación parlamentaria, sino una corporación de trabajo, legislativa y ejecutiva al mismo tiempo».
«No una corporación parlamentaria, sino una corporación de trabajo»: ¡este tiro va derecho al corazón de los parlamentarios modernos y de los «perrillos falderos» parlamentarios de la socialdemocracia! Fijaos en cualquier país parlamentario, de Norteamérica a Suiza, de Francia a Inglaterra, Noruega, etc.: la verdadera labor «de Estado» se hace entre bastidores y la ejecutan los ministerios, las oficinas, los Estados Mayores. En los parlamentos no se hace más que charlar, con la finalidad especial de embaucar al «vulgo». Y tan cierto es esto, que hasta en la república rusa, república democrático-burguesa, antes de haber conseguido crear un verdadero parlamento, se han puesto de manifiesto en seguida todos estos pecados del parlamentarismo. Héroes del filisteísmo podrido como los Skóbelev y los Tsereteli, los Cerno y los Avkséntiev se las han arreglado para envilecer hasta a los Soviets, según el patrón del más sórdido parlamentarismo burgués, convirtiéndolos en vacuos lugares de charlatanería. En los Soviets, los señores ministros «socialistas» engañan a los ingenuos aldeanos con frases y con resoluciones. En el gobierno, se desarrolla un rigodón permanente, de una parte para «cebar» con puestecitos bien retribuidos y honrosos al mayor número posible de socialrevolucionarios y mencheviques, y, de otra parte, para «distraer la atención» del pueblo. ¡Mientras tanto, en las oficinas y en los Estados Mayores «se desarrolla» la labor «del Estado»!
El «Dielo Naroda», órgano del partido gobernante de los «socialistas revolucionarios», reconocía no hace mucho en un editorial –con esa sinceridad inimitable de las gentes de la «buena sociedad» en la que «todos» ejercen la prostitución política– que hasta en los ministerios regentados por «socialistas» –¡perdonad la expresión!–, que hasta en estos ministerios ¡subsiste sustancialmente todo el viejo aparato burocrático, funcionando a la antigua y saboteando con absoluta «libertad» las iniciativas revolucionarias! Y aunque no tuviésemos esta confesión, ¿acaso la historia real de la participación de los socialrevolucionarios y los mencheviques en el gobierno no demuestra esto? Lo único que hay de característico en esto es que los señores Chernov, Rusánov, Sensínov y demás redactores del «Dielo Naroda», asociados en el ministerio con los kadetes, han perdido el pudor hasta tal punto, que no se avergüenzan de contar públicamente, sin rubor, como si se tratase de una pequeñez, ¡que en «sus» ministerios todo está igual que antes! Para engañar a los campesinos ingenuos, frases revolucionario-democráticas, y para «complacer» a los capitalistas, el laberinto burocrático-oficinesco: he ahí la esencia de la «honorable» coalición.
La Comuna sustituye el parlamentarismo venal y podrido de la sociedad burguesa por instituciones en las que la libertad de crítica y de examen no degenera en engaño, pues aquí los parlamentarios tienen que trabajar ellos mismos, tienen que ejecutar ellos mismos sus leyes, tienen que comprobar ellos mismos los resultados, tienen que responder directamente ante sus electores. Las instituciones representativas continúan, pero desaparece el parlamentarismo como sistema especial, como división del trabajo legislativo y ejecutivo, como situación privilegiada para los diputados. Sin instituciones representativas no puede concebirse la democracia, ni aun la democracia proletaria; sin parlamentarismo, sí puede y debe concebirse, si la crítica de la sociedad burguesa no es para nosotros una frase vacua, si la aspiración de derrocar la dominación de la burguesía es en nosotros una aspiración seria y sincera y no una frase «electoral» para cazar los votos de los obreros, como es en los labios de los mencheviques y los socialrevolucionarios, como es en los labios de los Scheidemann y Legien, los Sembat y Vandervelde.
Es sobremanera instructivo que, al hablar de las funciones de aquella burocracia que necesita también la Comuna y la democracia proletaria, Marx tome como punto de comparación a los empleados de «cualquier otro patrono», es decir, una empresa capitalista corriente, con «obreros, inspectores y contables».
En Marx no hay ni rastro de utopismo, en el sentido de que invente y fantasee sobre la «nueva» sociedad. No, Marx estudia como un proceso histórico-natural cómo nace la nueva sociedad de la antigua, estudia las formas de transición de la antigua a la nueva sociedad. Toma la experiencia real del movimiento proletario de masas y se esfuerza en sacar las enseñanzas prácticas de ella. «Aprende» de la Comuna, como todos los grandes pensadores revolucionarios no temieron aprender de la experiencia de los grandes movimientos de la clase oprimida, no dirigiéndoles nunca «sermones» pedantescos –por el estilo del «no se debía haber empuñado las armas», de Plejánov, o de la frase de Tsereteli: «una clase debe saber moderarse–.
No cabe hablar de la abolición repentina de la burocracia, en todas partes y hasta sus últimas raíces. Esto es una utopía. Pero el destruir de golpe la antigua máquina burocrática y comenzar a construir inmediatamente otra nueva, que permita ir reduciendo gradualmente a la nada toda burocracia, no es una utopía; es la experiencia de la Comuna, es la tarea directa, inmediata, del proletariado revolucionario.
El capitalismo simplifica las funciones de la administración del «Estado», permite desterrar la «administración burocrática» y reducirlo todo a una organización de los proletarios –como clase dominante– que toma a su servicio, en nombre de toda la sociedad, a «obreros, inspectores y contables».
Nosotros no somos utopistas. No «soñamos» en cómo podrá prescindirse de golpe de todo gobierno, de toda subordinación, estos sueños anarquistas, basados en la incomprensión de las tareas de la dictadura del proletariado, son fundamentalmente ajenos al marxismo y, de hecho, sólo sirven para aplazar la revolución socialista hasta el momento en que los hombres sean distintos. No, nosotros queremos la revolución socialista con hombres como los de hoy, con hombres que no puedan arreglárselas sin subordinación, sin control, sin «inspectores y contables».
Pero a quien hay que someterse es a la vanguardia armada de todos los explotados y trabajadores: al proletariado. La «administración burocrática» específica de los funcionarios del Estado, puede y debe comenzar a sustituirse inmediatamente, de la noche a la mañana, por las simples funciones de «inspectores y contables», funciones que ya hoy son plenamente accesibles al nivel de desarrollo de los habitantes de las ciudades y que pueden ser perfectamente desempeñadas por el «salario de un obrero».
Organizaremos la gran producción nosotros mismos, los obreros, partiendo de lo que ha sido creado ya por el capitalismo, basándonos en nuestra propia experiencia obrera, estableciendo una disciplina rigurosísima, férrea, mantenida por el poder estatal de los obreros armados; reduciremos a los funcionarios del Estado a ser simples ejecutores de nuestras directivas, «inspectores y contables» responsables, amovibles y modestamente retribuidos –en unión, naturalmente, de técnicos de todas clases, de todos los tipos y grados–: he ahí nuestra tarea proletaria, he ahí por dónde se puede y se debe empezar al llevar a cabo la revolución proletaria. Este comienzo, sobre la base de la gran producción, conduce por sí mismo a la «extinción» gradual de toda burocracia, a la creación gradual de un orden –orden sin comillas, orden que no se parecerá en nada a la esclavitud asalariada–, de un orden en que las funciones de inspección y de contabilidad, cada vez más simplificadas, se ejecutarán por todos siguiendo un turno, acabarán por convertirse en costumbre, y, por fin, desaparecerán como funciones especiales de una capa especial de la sociedad.
Un ingenioso socialdemócrata alemán de la década del 70 del siglo pasado, dijo que el correo era un modelo de economía socialista. Esto es muy exacto. Hoy, el correo es una empresa organizada según el patrón de un monopolio capitalista de Estado. El imperialismo va convirtiendo poco a poco todos los trusts en organizaciones de este tipo. En ellos vemos esa misma burocracia burguesa, entronizada sobre los «simples» trabajadores, agobiados de trabajo y hambrientos. Pero el mecanismo de la gestión social está ya preparado en estas organizaciones. No hay más que derrocar a los capitalistas, destruir, por la mano férrea de los obreros armados, la resistencia de estos explotadores, romper la máquina burocrática del Estado moderno, y tendremos ante nosotros un mecanismo de alta perfección técnica, libre del «parásito» y perfectamente susceptible de ser puesto en marcha por los mismos obreros unidos, dando ocupación a técnicos, inspectores y contables y retribuyendo el trabajo de todos éstos, como el de todos los funcionarios del «Estado» en general, con el salario de un obrero. He aquí una tarea concreta, una tarea práctica que es ya inmediatamente realizable con respecto a todos los trusts, que libera a los trabajadores de la explotación y que tiene en cuenta la experiencia ya iniciada prácticamente –sobre todo en el terreno de la organización del Estado– por la Comuna.
Organizar toda la economía nacional como lo está el correo para que los técnicos, los inspectores, los contables y todos los funcionarios en general perciban sueldos que no sean superiores al «salario de un obrero», bajo el control y la dirección del proletariado armado: he ahí nuestro objetivo inmediato. He ahí el Estado que nosotros necesitamos y la base económica sobre la que este Estado tiene que descansar. He ahí lo que darán la abolición del parlamentarismo y la conservación de las instituciones representativas, he ahí lo que librará a las clases trabajadoras de la prostitución de estas instituciones por la burguesía.
Organización de la unidad de la nación
«En el breve esbozo de organización nacional que la Comuna no tuvo tiempo de desarrollar, se dice claramente que la Comuna debía ser la forma política hasta de la aldea más pequeña del país. Las comunas elegirían la «delegación nacional» de París. (…) Las pocas, pero importantes funciones que aun quedarían entonces al gobierno central no se suprimirían, como falseando conscientemente la verdad se ha dicho, sino que serían desempeñadas por funcionarios comunales, es decir, rigurosamente responsables. (…) No se trataba de destruir la unidad de la nación, sino por el contrario, de organizarla mediante un régimen comunal. La unidad de la nación debía convertirse en una realidad mediante la destrucción de aquel poder del Estado que pretendía ser la encarnación de esta unidad, pero quería ser independiente de la nación y estar situado por encima de ella. De hecho, este poder del Estado no era más que una excrecencia parasitaria en el cuerpo de la nación. (…) La tarea consistía en amputar los órganos puramente represivos del viejo poder estatal y arrancar sus legítimas funciones de manos de una autoridad que pretende colocarse sobre la sociedad, para restituirlas a los servidores responsables de ésta». (Karl Marx; «Guerra civil en Francia», 1871)
Hasta qué punto los oportunistas de la socialdemocracia actual no han comprendido –tal vez fuera más exacto decir que no han querido comprender–estos razonamientos de Marx, lo revela mejor que nada el libro herostráticamente célebre del renegado Bernstein:
«Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia». Refiriéndose precisamente a las citadas palabras de Marx, Bernstein escribía que en ellas se desarrolla un programa «que, por su contenido político, presenta, en todos sus rasgos esenciales, la mayor semejanza con el federalismo de Proudhon. Pese a todas las demás diferencias que separan a Marx y al «pequeñoburgués» Proudhon –Bernstein pone esta palabra entre comillas, queriendo darle una intención irónica–, en estos puntos el curso de las ideas es el más afín que cabe en ambos». Naturalmente, prosigue Bernstein, que la importancia de las municipalidades va en aumento, pero «a mí me parece dudo so que esta abolición –Auflösung - literalmente: disolución– de los Estados modernos y la transformación completa –Umwandlung: cambio radical– de su organización, tal como Marx y Proudhon la describen –formación de la Asamblea Nacional con delegados de las asambleas provinciales o regionales, integradas a su vez por delegados de las comunas–, tendría que ser la obra inicial de la democracia, desapareciendo, por tanto, todas las formas anteriores de las representaciones nacionales». (Eduard Bernstein; «Las premisas del socialismo», 1899)
Esto es sencillamente monstruoso: ¡Confundir las concepciones de Marx sobre la «destrucción del poder estatal, del parásito», con el federalismo de Proudhon. Pero esto no es casual, pues al oportunista no se le pasa siquiera por las mientes pensar que aquí Marx no habla en manera alguna del federalismo por oposición al centralismo, sino de la destrucción de la antigua máquina burguesa del Estado, existente en todos los países burgueses.
Al oportunista sólo se le viene a las mientes lo que ve en torno suyo, en medio del filisteísmo mezquino y del estancamiento «reformista», a saber: ¡sólo las «municipalidades»! El oportunista ha perdido la costumbre del pensar siquiera en la revolución del proletariado.
Esto es ridículo. Pero lo curioso es que nadie haya contendido con Bernstein acerca de este punto. Bernstein fue refutado por muchos, especialmente por Plejánov en la literatura rusa y por Kautsky en la europea, pero ni uno ni otro han hablado de esta tergiversación de Marx por Bernstein.
El oportunista se ha desacostumbrado hasta tal punto de pensar en revolucionario y de reflexionar acerca de la revolución, que atribuye a Marx el «federalismo», confundiéndole con el fundador del anarquismo, Proudhon. Y Kautsky y Plejánov, que quieren pasar por marxistas ortodoxos y defender la doctrina del marxismo revolucionario, ¡guardan silencio acerca de esto! Nos encontramos aquí con una de las raíces de ese extraordinario bastardeamiento de las ideas acerca de la diferencia entre marxismo y anarquismo, que es característico tanto de los kautskianos como de los oportunistas y del que habremos de hablar todavía más.
En los citados pasajes de Marx sobre la experiencia de la Comuna, no hay ni rastro de federalismo. Marx coincide con Proudhon precisamente en algo que no ve el oportunista Bernstein. Marx discrepa de Proudhon precisamente en aquello en que Bernstein ve una afinidad.
Marx coincide con Proudhon en que ambos abogan por la «destrucción» de la máquina moderna del Estado. Esta coincidencia del marxismo con el anarquismo –tanto con el de Proudhon como con el de Bakunin– no quieren verla ni los oportunistas ni los kautskianos, pues ambos han desertado del marxismo en este punto.
Marx discrepa de Proudhon y de Bakunin precisamente en la cuestión del federalismo –para no hablar siquiera de la dictadura del proletariado–. El federalismo es una derivación de principio de las concepciones pequeñoburguesas del anarquismo. Marx es centralista. En los pasajes suyos citados más arriba, no se contiene la menor desviación del centralismo. ¡Sólo quienes se hallen poseídos de la «fe supersticiosa» del filisteo en el Estado pueden confundir la destrucción de la máquina del Estado burgués con la destrucción del centralismo!
Y bien, si el proletariado y los campesinos pobres toman en sus manos el poder del Estado, se organizan de un modo absolutamente libre en comunas y unifican la acción de todas las comunas para dirigir los golpes contra el capital, para aplastar la resistencia de los capitalistas, para entregar a toda la nación, a toda la sociedad, la propiedad privada sobre los ferrocarriles, las fábricas, la tierra, etc., ¿acaso esto no será el centralismo? ¿Acaso esto no será el más consecuente centralismo democrático, y además un centralismo proletario?
A Bernstein no le cabe, sencillamente, en la cabeza que sea posible un centralismo voluntario, una unión voluntaria de las comunas en la nación, una fusión voluntaria de las comunas proletarias para aplastar la dominación burguesa y la máquina burguesa del Estado. Para Bernstein, como para todo filisteo, el centralismo es algo que sólo puede venir de arriba, que sólo puede ser impuesto y mantenido por la burocracia y el militarismo.
Marx subraya intencionadamente, como previendo la posibilidad de que sus ideas fuesen tergiversadas, que el acusar a la Comuna de querer destruir la unidad de la nación, de querer suprimir el poder central, es una falsedad consciente. Marx usa intencionadamente la expresión «organizar la unidad de la nación», para contraponer el centralismo consciente, democrático, proletario, al centralismo burgués, militar, burocrático.
Pero... no hay peor sordo que el que no quiere oír. Y los oportunistas de la socialdemocracia actual no quieren, en efecto, oír hablar de la destrucción del poder del Estado, de la eliminación del parásito.
La destrucción del Estado-parásito
Hemos citado ya, y vamos a completarlas aquí, las palabras de Marx relativas a este punto.
«Generalmente, las nuevas creaciones históricas están destinadas a que se las tome por una reproducción de las formas viejas, y aun ya caducas, de vida social con las cuales las nuevas instituciones presentan cierta semejanza. Así, también esta nueva Comuna, que viene a destruir el poder estatal moderno, ha sido considerada como una resurrección de las Comunas medievales, como una federación de pequeños Estados, con arreglo al sueño de Montesquieu y los girondinos, como una forma exagerada de la vieja lucha contra el excesivo centralismo. (…) Por el contrario, el régimen comunal habría devuelto al organismo social todas las fuerzas que hasta entonces venía devorando el Estado, parásito que se nutre a expensas de la sociedad y entorpece su libre movimiento. Con este solo hecho habría iniciado la regeneración de Francia. (…) El régimen comunal habría colocado a los productores rurales bajo la dirección ideológica de las capitales de sus provincias y les habría ofrecido aquí, en los obreros de la ciudad, los representantes naturales de sus intereses. La sola existencia de la Comuna implicaba, como algo evidente, un régimen de autonomía local, pero no ya como contrapeso a un poder del Estado que ahora sería superfluo». (Karl Marx; «La guerra civil en Francia», 1871)
«Destrucción del poder estatal», que era una «excrecencia parasitaria», su «amputación», su «aplastamiento», el «poder del Estado que ahora sería superfluo»: he aquí cómo se expresa Marx al hablar del Estado, valorando y analizando la experiencia de la Comuna.
Todo esto fue escrito hace poco menos de medio siglo, pero hoy hay que proceder a verdaderas excavaciones para llevar a la conciencia de las grandes masas un marxismo no falseado. Las conclusiones deducidas de la observación de la última gran revolución vivida por Marx fueron dadas al olvido precisamente al llegar el momento de las siguientes grandes revoluciones del proletariado.
«La variedad de interpretaciones a que ha sido sometida la Comuna y la variedad de intereses que han encontrado su expresión en ella demuestran que era una forma política perfectamente flexible, a diferencia de las formas anteriores de gobierno, que habían sido todas esencialmente represivas. He aquí su verdadero secreto: la Comuna era en esencia el gobierno de la clase obrera, fruto de la lucha de la clase productora contra la clase apropiadora, la forma política, descubierta, al fin, bajo la cual podía llevarse a cabo la emancipación económica del trabajo. (…) Sin esta última condición el régimen comunal habría sido una imposibilidad y una impostura». (Karl Marx; «La guerra civil en Francia», 1871)
Los utopistas se habían dedicado a «descubrir» las formas políticas bajo las cuales debía producirse la transformación socialista de la sociedad. Los anarquistas se desentendían del problema de las formas políticas en general. Los oportunistas de la socialdemocracia actual tomaron las formas políticas burguesas del Estado democrático parlamentario como el límite del que no podía pasarse y se rompieron la frente de tanto prosternarse ante este «modelo», considerando como anarquismo toda aspiración a romper estas formas.
Marx dedujo de toda la historia del socialismo y de las luchas políticas que el Estado deberá desaparecer y que la forma transitoria para su desaparición –la forma de transición del Estado al no Estado– será «el proletariado organizado como clase dominante». Pero Marx no se proponía descubrir las formas políticas de este futuro. Se limitó a la investigación precisa de la historia francesa, a su análisis y a la conclusión a que llevó el año 1851: se avecina la destrucción de la máquina del Estado burgués.
Y cuando estalló el movimiento revolucionario de masas del proletariado, Marx, a pesar del revés sufrido por este movimiento, a pesar de su fugacidad y de su patente debilidad, se puso a estudiar qué formas había revelado.
La Comuna es la forma, «descubierta, al fin», por la revolución proletaria, bajo la cual puede lograrse la emancipación económica del trabajo.
La Comuna es el primer intento de la revolución proletaria de destruir la máquina del Estado burgués, y la forma política, «descubierta, al fin», que puede y debe sustituir a lo destruido.
Más adelante, en el curso de nuestra exposición, veremos que las revoluciones rusas de 1905 y 1917 prosiguen, en otras circunstancias, bajo condiciones diferentes, la obra de la Comuna, y confirman el genial análisis histórico de Marx». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; El Estado y la Revolución, 1917)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
«¡Pedimos que se evite el insulto y el subjetivismo!»